EL caos se apoderó de la estancia. Amanda fue objeto de varios calificativos y Martin recibió un buen número de preguntas. Puesto que sabía que eran retóricas, guardó silencio. A la postre, todos se callaron ante un gesto de Diablo, que parecía bastante molesto.
—Muy bien —dijo el duque con una mirada torva—. ¿Qué pasó después?
—Tenía una lista de lugares que quería visitar, todos fuera del ámbito de la alta sociedad, pero no del todo escandalosos. Un paseo por Richmond Park a la luz de la luna, un paseo nocturno en barca por el Támesis, una visita a Vauxhall en compañía de alguien inapropiado y un baile de máscaras en Covent Garden.
Una oleada de protestas recorrió la estancia.
—¿Se ofreció a acompañarla en todas esas salidas?
—No. —Martin se percató de que la expresión del duque se tensaba aún más—. Pero no me quedó otro remedio. O me involucraba en sus planes o me limitaba a observar cómo involucraba a otro. Tenía a lord Cranbourne en mente para el paseo por Richmond.
—¿¡Cranbourne!? ¿Ese gusano? —El ceño de Diablo no podía ser más sombrío.
—También había conocido a otros en Gloucester Street. Tenía unas cuantas alternativas. Creí que sería más seguro no ponerla a prueba.
—Y durante esas salidas…
—No. —Martin miró a Diablo a los ojos—. Accedí a acompañarla con la condición de que después volviera a los salones de baile… donde debía estar. Sin embargo, tal y como descubrí más tarde, esas salidas no eran su verdadero objetivo. Cuando completamos la lista, cambió las reglas del juego y volvió a Gloucester Street y a otros lugares mucho menos apropiados. —Sin apartar la mirada de Diablo, afirmó—: Lo que sucedió a partir de entonces fue cosa suya, aunque no se tratara precisamente de lo que había planeado.
Ni uno solo de los presentes pudo evitar compadecerse de él; acababa de admitir que su prima lo había perseguido y, a la postre, atrapado. A sabiendas de que era el momento oportuno, Martin se atrevió a presionar un poco más.
—Dadas las circunstancias, el desenlace debe ser una boda. Así pues… ¿tengo su permiso para cortejarla?
Diablo parpadeó varias veces y volvió a fruncir el ceño.
—Fortuna, cuna, posición, propiedades… todo eso está en orden. Pero ¿y el pasado?
Martin inclinó la cabeza.
—Me encargaré de eso.
—¿Lo hizo?
—No —contestó y, tras una breve pausa, añadió—: Pero está claro que alguien sí.
Los penetrantes ojos del duque lo estudiaron con atención; Martin soportó el escrutinio con aplomo. Diablo asintió.
—Muy bien; estoy de acuerdo. Es evidente que el matrimonio entre usted y Amanda resulta de lo más apropiado, siempre y cuando resuelva a su favor ese viejo escándalo. Tiene mi permiso para cortejarla. Hablaré con mi tío a su regreso.
—Muy bien. ¿Dejará clara la posición de su familia?
Diablo se encogió de hombros.
—¿Ante la alta sociedad? Por supuesto.
—Me refería ante Amanda.
La aclaración fue recibida con un silencio. Un silencio diferente a los anteriores, ligeramente más incómodo. El duque fue el encargado de romperlo.
—¿Por qué?
—Porque, a pesar de que ha «accedido» en varias ocasiones de un modo más que convincente para cualquiera, todavía se niega a pronunciar el «sí» en el momento apropiado.
—¡Vaya! —exclamó Diablo con los ojos como platos—. De modo que se lo ha pedido…
Martin frunció el ceño.
—Por supuesto. Lo hice de inmediato y en varias ocasiones posteriores. ¿Por qué otro motivo cree que iba a perseguirla por bailes y fiestas, una arena que no aprecio en demasía, si no fuera para tensar la cuerda un poco más antes de pedírselo de nuevo?
—¿Ha justificado su negativa? —preguntó Richard.
Martin titubeó antes de contestar con voz desabrida:
—Quiere «algo más», y creo que se refiere a un detalle que no figura en ningún contrato matrimonial.
Las expresiones de los presentes le indicaron que sabían exactamente a lo que se refería.
La mueca de conmiseración que apareció en el rostro del duque fue de lo más sincera.
—Mis condolencias. —Tras una pausa, añadió—: Supongo que no tiene pensado claudicar sin más, ¿cierto?
—No —contestó Martin—. No si encuentro otra alternativa.
—¿Y si le dijera que es bastante probable que no la haya?
Martin clavó los ojos en los de Diablo.
—No lo sabré hasta que no llegue a ese punto.
El duque suspiró antes de asentir con la cabeza.
—Haré lo que pueda, pero me temo que no le seré de mucha ayuda.
—Podría hablar con ella.
—Podría hacerlo, sí. Pero sólo conseguiría que me fulminara con la mirada, que me replicara con la insolente sugerencia de que me metiera en mis propios asuntos y que cualquiera de nuestros esfuerzos por apoyar su cortejo se encontrara con una firme oposición femenina.
Vane asintió.
—Y son ellas las que mandan dentro de la alta sociedad.
—Hay otra forma mejor —intervino Demonio, que estaba sentado en el brazo de un sillón, observando a Martin—. Dígale que Diablo ha dado el consentimiento a su cortejo. Amanda esperará que la persigamos allí donde vaya. Pero no lo haremos. Eso conseguirá que crea que estamos actuando con más sentido común del que ella espera, por lo que no le mencionará el asunto ni a nuestras esposas ni a nuestras madres —concluyó con una sonrisa—. Y así podremos ayudarlo.
Martin captó el brillo de complicidad en los ojos de Demonio, la sensación de camaradería que acababa de invadir la estancia. Asintió.
—¿Cómo?
Informó a Amanda esa misma noche, en la terraza de los Fortescue.
—¿¡Diablo!?
—Es el cabeza de la familia Cynster.
Amanda resopló. Se colocó mejor el chal que llevaba en los brazos y siguió paseando a su lado.
—Lo que piense él o cualquiera de los demás carece de importancia. Aún tengo que aceptar… y todavía no lo he hecho.
—Lo sé. —El tono desabrido de su voz hizo que Amanda alzara la mirada—. ¿Qué tengo que hacer para convencerte?
Ella entornó los ojos.
—Ya te lo he dicho: tienes que descubrirlo tú solo.
Martin miró al frente. Aunque otras parejas paseaban por la amplia terraza, ninguna se había aventurado por la dirección que ellos habían tomado. El lugar estaba cubierto por una serie de frondosas ramas cuyas sombras conformaban una especie de gruta.
—En ese caso, supongo que no te opondrás a que… investigue.
Amanda le lanzó una breve mirada. Ambos se giraron al escuchar una serie de ruidos. Todo el mundo regresaba al salón de baile, atraído por los primeros compases de un vals.
Martin sonrió.
—Creo que esta pieza es mía.
Extendió los brazos y la acercó a él. Amanda accedió, si bien con cierta cautela. La sonrisa de Martin se ensanchó. Comenzó a bailar a lo largo de la zona iluminada por los faroles de la fachada hasta que ella se relajó y comenzó a dejarse llevar por el momento y por la música, siguiendo sus pasos sin ser apenas consciente de ello.
A Amanda no le sorprendió que en un momento dado Martin la arrastrara hacia las sombras; ni tampoco que el baile se hiciera más lento y la estrechara con más fuerza. El aliento del hombre agitó los rizos de su sien cuando le susurró:
—Ya he bailado el vals contigo en bastantes ocasiones, así que presumo que no encontraré lo que buscas en esta danza. —Sus labios le rozaron el lóbulo de la oreja y trazaron la curva más externa antes de explorar la zona posterior—. Me pregunto…
La mano que le presionaba la espalda la mantenía pegada a él y sus labios la acariciaban con tanta delicadeza que sintió un escalofrío. Como si de una señal se hubiera tratado, esos labios abandonaron su cuello para dirigirse a su boca y, antes de darse cuenta de lo que ocurría, se encontró inmersa en el más dulce de los besos.
No era un beso posesivo, sino una caricia tentadora que seducía con la promesa no sólo del éxtasis sino también de… La cabeza comenzó a darle vueltas mientras intentaba adaptarse a esa nueva ofensiva. Sus pasos se ralentizaron hasta que quedaron inmóviles y todos sus sentidos se concentraron en la arrebatadora experiencia.
La mano de Martin no se apartó de su espalda, siguió firme en el lugar habitual: en la curva situada justo por debajo de la cintura. Con la otra le acariciaba suavemente la muñeca.
Se sentía atrapada, pero no en sentido físico. La trampa sensual que estaba tejiendo a su alrededor era incorpórea pero irrompible; era incapaz de resistirse a ella, de alejarse del panorama que él estaba creando con su lengua, sus labios, su boca y su aliento. Un panorama donde ella mandaba y él obedecía. Donde, como una emperatriz, podría decretar, exigir y sentarse a esperar que se cumplieran todos sus deseos.
Intentó liberar la mano para tocarlo, para acariciarle la mejilla, pero él aumentó la presión de los dedos en torno a su muñeca. La sujetó con más firmeza y la estrechó aún más, hasta que quedó envuelta por el calor y la dureza del cuerpo masculino. Hasta que olvidó todo salvo la unión de sus bocas y la irresistible promesa de ese beso.
—Te sentirás mucho mejor cuando tomes un poco de aire fresco.
Esas palabras, pronunciadas por una voz conocida para Amanda, rompieron el hechizo y el beso. Parpadeó y echó un vistazo a la terraza para descubrir que Edward Ashford escoltaba a Emily, a Anne y a la señorita Elliot, una amiga de las Ashford, que habían abandonado el salón a pesar de que el vals aún no había llegado a su fin.
Martin maldijo entre dientes; Amanda podría haber hecho lo mismo. Volvió a dejarla sobre el suelo y la pérdida de su calor incremento la irritación que la embargaba. Estaban en las sombras, aún invisibles a los ojos de los recién llegados, pero no lo bastante ocultos como para no tener en cuenta la interrupción. Tras colocarse la mano de Amanda sobre el brazo, Martin la hizo girar y, como si no hubieran estado haciendo otra cosa, siguieron paseando bajo la sombra de las ramas hasta salir de nuevo a la luz.
Puesto que había sido el primero en salir del salón, Edward estaba esperando a que las jovencitas se reunieran con él. Fue el primero en verlos. Se enderezó y adoptó una expresión mucho más desdeñosa de lo habitual.
Las muchachas, que se afanaban por colocarse los echarpes y los ridículos, también los vieron y se apresuraron a acercarse a ellos entre sonrisas. Edward titubeó, pero acabó por seguirlas.
—¡Hola! Hace una noche estupenda, ¿verdad?
—Edward creyó que estaba un poco acalorada e insistió en que saliéramos a la terraza.
—Buenas noches, milord.
Las tres conocían a Martin y lo miraban un tanto intimidadas, pero la presencia de Amanda las armó de valor.
Tras saludar a las jovencitas, Amanda miró a Edward. El menor de los Ashford estaba observando a Martin con detenimiento, pero al notar que ella lo miraba, inclinó la cabeza. Saludó a Martin del mismo modo, aunque el gesto resultó algo más forzado.
—Dexter.
Martin correspondió al saludo.
Amanda sintió deseos de gritar. ¡Por el amor de Dios, eran primos hermanos! Al menos Luc había sido capaz de mantener una conversación razonable. La rigidez de Edward y su evidente incomodidad proyectaban la clara impresión de que estaría mucho más contento si pudiera alejar a las tres chicas, y también a ella, de la perniciosa presencia del conde.
Martin también observaba a su primo con los ojos entrecerrados. Sin embargo, Amanda no pudo menos que admirar la contención que demostraba ante la irritante actitud de Edward.
Tras apoyar de nuevo la mano en el brazo de Martin, sonrió a las chicas.
—Dejaremos que prosigáis con vuestro paseo. Pero no os demoréis mucho… la gente lo notará.
—¡No puedo creerlo! No me han sermoneado, no han gruñido. ¡Demonio incluso me ha sonreído! —exclamó Amanda mientras observaba ceñuda a sus primos, situados en ese momento en el otro extremo del salón de baile de lady Hamilton.
Junto a ella estaba Amelia, que también los observaba.
—Y Diablo ha dado su permiso… ¿Lo habrán averiguado todos? Tal vez aún no lo sepan.
—Según me ha dicho Patience, estaban todos presentes cuando Martin habló con Diablo.
—Bueno, en ese caso, todos lo conocen. Lo que significa que tienes razón; es increíble. Me extraña mucho que no le hayan quedado marcas del encuentro. Deben de estar tramando algo.
—Tal vez… —La mirada de Amanda se tornó distante—. Sí, debe ser eso. Martin tiene que haberlos convencido (con el argumento de que lo hecho, hecho está y de que quiere casarse conmigo) para que le permitan lidiar con… con mi resistencia a solas. —Volvió a concentrarse en sus primos—. Sabe lo que pienso sobre ellos y sus intromisiones.
—Quizá se hayan dado cuenta de que nuestras vidas no son asunto suyo.
Amanda miró a su hermana a los ojos, Amelia hizo lo mismo y ambas menearon la cabeza antes de volver a fijar la vista en sus primos.
—Están tramando algo. Pero ¿qué?
Fuera cual fuese el plan del Clan Cynster, no incluía la desaprobación del cortejo de Martin. Dar permiso era una cosa y, dadas las circunstancias, habría sido muy difícil no concedérselo. Pero una aprobación…
Mientras bailaba con Martin el primer vals, se percató de que tanto Vane como Gabriel los miraban y se giraban con manifiesta indiferencia. Clavó los ojos en Martin.
—Cuando hablaste con Diablo, ¿sacaste el tema de… la intimidad de nuestra relación? ¿Lo sacó él?
Martin enfrentó su mirada.
—Si te refieres a si discutimos el hecho de que hemos tenido relaciones íntimas, la respuesta es no. Sin embargo, me dio la impresión de que todos dieron por sentado ese punto.
Amanda lo miró de hito en hito.
—¿Cómo que lo dieron por sentado?
—Digamos más bien que se lo «imaginaron».
No supo cómo reaccionar, aparte de soltar un resoplido. ¿Debería sentirse aliviada por la aparente disposición de sus primos a dejarla manejar su vida o recelosa por la posibilidad de que algo así ocurriera? Decidió tomar el camino de la cautela. Era mejor examinar el terreno antes de dar un salto.
—Esto es una casa de locos —murmuró Martin cuando la música acabó y se detuvieron—. Vamos a pasear por el vestíbulo. Al menos allí podremos respirar.
Amanda accedió de buena gana; lady Hamilton había invitado a más del doble del número de personas que sus salones podían albergar. Por desgracia, los invitados aún seguían llegando y el vestíbulo, aunque más despejado que el salón de baile, estaba abarrotado.
Se abrieron camino entre los invitados, hasta que Martin entrelazó los dedos con los suyos y la guio hacia un pasillo.
—Salgamos de esta locura. La biblioteca está por aquí. Todavía estará vacía.
Amanda asintió, un tanto excitada. Martin la guio por el pasillo en penumbra. Abrió la puerta, se asomó para echar un vistazo al interior de la estancia y se apartó para dejarla pasar.
La biblioteca era una habitación espaciosa, amueblada con divanes de apariencia confortable frente al fuego y un bonito escritorio en el otro extremo. Entre los divanes había una mesita auxiliar con un candelabro cuyas velas estaban encendidas. El tenue resplandor iluminaba una bandeja de plata en la que se habían dispuesto una serie de copas y botellas, que aguardaban la llegada de los caballeros de más edad según avanzara la velada.
En ese momento, sin embargo, la biblioteca estaba felizmente vacía.
Amanda respiró hondo y dejó escapar el aire con un suspiro. Sintió la mirada de Martin y los nervios se apoderaron de ella. A sabiendas del potencial peligro que representaban los divanes, se acercó al escritorio. Se detuvo frente a él y echó un vistazo a los tomos que se alineaban en las estanterías posteriores.
—Esta biblioteca no se parece en nada a la tuya.
—¿No? —le preguntó con un deje jocoso en la voz al tiempo que acortaba las distancias—. ¿Y eso?
—Le falta color. —Se dio la vuelta y descubrió que estaba pegado a ella, con su torso prácticamente rozándole el pecho, ese brillo sensual que tan bien conocía en sus ojos verdes y una sonrisa socarrona en los labios.
—¿Es sólo por el color? —susurró.
Amanda percibió la pregunta como una caricia. Alzó los brazos para rodearle el cuello.
—El color y unas cuantas… comodidades más.
Con un gesto seguro y decidido, tiró de él hasta que sus labios se rozaron. Los divanes estaban muy lejos y, con el escritorio a la espalda, entregarse a un beso (aunque fuese uno bastante largo) no suponía ningún peligro. Un beso que estimulara el deseo de Martin y saciara el suyo. Anhelaba con todas sus fuerzas entregarse a todo aquello que tenían vedado por culpa de la obstinación de ese hombre… y de la suya.
Él también lo deseaba, de modo que aprovechó su invitación para apoderarse de su boca y reclamarla. La aferró por la cintura para sostenerla mientras ladeaba la cabeza con el fin de proseguir con el festín. Amanda se entregó, tan ávida como él, y disfrutó del apasionado intercambio. Confiada en la seguridad que presentaba la situación, lo alentó en lugar de refrenarlo. Si quería tentarlo hasta el punto de que se entregara por completo a ella, tenía que recordarle lo que podría obtener a cambio.
Cuando por fin esas manos abandonaron su cintura para cerrarse en torno a sus pechos, Amanda creyó estallar de alegría. Sintió que se le desbocaba el pulso y que el deseo se apoderaba de ella, pero no estimó necesario ocultarlo. Permitió que la necesidad la invadiera por completo y se dejó arrastrar por la abrasadora marea que los consumía. Profundizó el beso con el fin de hacerle entender lo que sentía antes de separar los labios un poco para atormentarlo y desafiarlo.
Martin respondió con voracidad. Comenzó a acariciarle los pechos y, a través de la delicada seda del vestido, descubrió sus pezones y los pellizcó con suavidad. Ella jadeó y echó la cabeza hacia atrás para poner fin al beso; había olvidado la intensidad, el poder de la sensualidad. Martin recorrió su garganta con los labios antes de volver a apoderarse de su boca y arrastrarla de nuevo hacia el fuego de la pasión.
Había intentado ir despacio, engatusarla poco a poco hasta que la pasión la consumiera, guiarla por la senda del deseo hasta alcanzar el éxtasis. Había intentado demostrarle su experiencia desplegando ante ella todas sus riquezas, como un rey que sedujera a su reina; había tratado de mostrarle las maravillas del camino que podrían recorrer juntos.
Sin embargo, no había tenido en cuenta la naturaleza apasionada de Amanda; la oleada de deseo que la consumía cada vez que la acariciaba, cada vez que la besaba. No había tenido en cuenta el excitante efecto de esos dedos que se hundían en su cabello y aferraban los mechones del modo más insinuante. No había anticipado su respuesta a la situación.
Esa mujer le robaba el sentido. Lo volvía loco.
No podía respirar; de repente, su mente se negó a pensar en otra cosa que no fuera poseerla. Lo único que importaba era experimentar la increíble sensación de hundirse en su cuerpo y sentir cómo se contraía, ardiente y húmeda, en torno a él.
Ansiaba hacerlo, sentía una necesidad primitiva, sencilla y voraz que en nada se parecía a su acostumbrado entusiasmo y que, precisamente por eso, resultaba mucho más poderosa.
Lo bastante poderosa como para recorrerla de arriba abajo con las manos, impaciente por poseerla. Por volver a hacerla suya. Lo bastante devastadora como para que sus labios la devoraran y reclamaran esa boca con una urgencia instintiva. La sujetó por la cintura y la levantó para dejarla sentada en el escritorio. Acto seguido, le alzó las faldas y le separó las rodillas.
La ternura se había desvanecido y a ninguno de ellos le importaba.
Muy al contrario.
Metió una mano bajo las faldas y le acarició la entrepierna hasta que estuvo lo bastante húmeda como para hundir los dedos en ella una y otra vez. Estaba deleitándose con la ardiente humedad que inundaba el cuerpo femenino, con los sonidos inarticulados que brotaban de su garganta y con el frenético latido de su pulso, cuando escuchó el chasquido metálico del picaporte.
Sus excelentes reflejos, rápidos como el rayo, lo habían salvado en más de una ocasión en el pasado.
Cuando la puerta se abrió, ya se había ocultado tras un biombo chino que se encontraba a cierta distancia del escritorio. Estaba apoyado contra las estanterías, con la respiración alterada y el pulso atronándole los oídos. Amanda se aferraba a su chaqueta, aunque tuvo que taparle la boca para sofocar su indignada protesta. Una protesta que él mismo deseaba formular.
El silencio reinaba al otro lado del biombo. De repente, se escuchó una voz.
—Esto es la biblioteca.
Ambos reconocieron la voz y contuvieron el aliento.
La dama entró en la estancia y sus pasos resonaron en el silencio. Tras una pausa, lady Jersey preguntó con tono desabrido:
—Y ahora ¿qué?
Los ojos de Amanda, abiertos de par en par, lo miraron sin pestañear por encima de la mano que le tapaba la boca. Tras apartarle la mano, articuló con los labios:
—¿Quién?
Martin meneó brevemente la cabeza mientras se preguntaba cuánto tiempo podrían mantener la postura sin hacer un solo ruido
¿Con quién demonios estaba hablando Sally Jersey, la mayor chismosa de la alta sociedad? ¿Por qué habrían ido a la biblioteca? Y, lo más importante, ¿cuándo se marcharían?
Los tacones de Sally resonaron sobre el parqué cuando la dama comenzó a pasearse por la biblioteca; por fortuna, el sonido de los pasos se alejó hacia la chimenea.
Al instante se escucharon unos pasos decididos en el pasillo. Alguien se detuvo en la puerta.
—¿Sally? ¿Qué haces aquí sola?
Amanda se enderezó. Era la voz de Diablo.
—Si te digo la verdad, St. Ives, no lo sé. —Escucharon el crujido de un papel—. Me entregaron esta nota que me instaba a venir a este lugar, a la biblioteca. En esta casa no hay otra, ¿verdad?
—No que yo sepa.
—Qué raro…
—¿Vas a esperar o me permites que te acompañe de vuelta al salón?
—Puedes ofrecerme tu brazo… y la siguiente pieza, ya que estamos.
Diablo rio por lo bajo.
—Como desees.
Poco después se cerró la puerta y volvieron a quedarse solos.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Amanda mientras se retorcía para alejarse de él.
Martin hizo una mueca de fastidio antes de dejarla en el suelo.
—Ha estado… —Amanda hizo una pausa mientras miraba hacia el escritorio y recordaba lo que había sucedido… y lo que había estado a punto de suceder. Se ruborizó—. Ha estado muy cerca.
Con los labios apretados, se sacudió las faldas para volver a ponerlas en orden. Tanto el gesto como la expresión de su rostro decían bien claro que el encuentro había llegado a su fin.
Martin respiró hondo y dejó escapar el aire entre los dientes.
Al ver que ella lo miraba con recelo, le ofreció el brazo.
—Será mejor que regresemos al salón.
—Dios sabe lo que habría pasado si no hubiera entrado doña Silencio —Amanda se detuvo y frunció el ceño—. No, eso no es cierto. Sé muy bien lo que habría pasado y Martin habría sacado más provecho de esa situación que yo.
Dejó de pasear de un lado a otro y se metió en la cama donde Amelia estaba acostada, escuchándola.
—Estar a solas con él es demasiado peligroso.
—¿Peligroso? —preguntó su hermana con evidente preocupación.
Amanda se mordió el labio durante un instante antes de hablar.
—Creo que si volvemos a hacer el amor, demostraré mi teoría; porque, cada vez que lo hacemos, está tan claro que me ama… ¡que no entiendo cómo puede seguir ignorándolo! Pero… —Hizo una mueca al tiempo que bajaba la mirada hasta su vientre y se estiraba el camisón—. Si lo hacemos, corro el riesgo de quedarme embarazada —concluyó mientras observaba la ligera curva—. ¿Quién sabe? Tal vez ya lleve a su hijo en mi seno.
Fue consciente de la nota esperanzada de su voz y no le sorprendió la pregunta de Amelia.
—¿Quieres tener un hijo con él?
—Sí. Más que nada en el mundo. —Una verdad como un templo. Respiró hondo—. Pero no quiero que se case conmigo porque esté embarazada… ¡porque esa será la excusa a la que se aferre!
Golpeó el colchón con un puño antes de recostarse y mirar fijamente el dosel.
Amelia compuso una mueca y, después de un momento, preguntó:
—¿Qué importa la excusa si así lo consigues?
Ahí, sin duda alguna, radicaba el problema. Amanda encaró la cuestión con honestidad, pero no fue capaz de encontrar una respuesta. Y decidió apostar sobre seguro hasta que la encontrara: hablar, pero no besar; excitarlo, sí, pero no hasta un punto en el que también ella se viera arrastrada por el deseo. Otra vez. No hasta que…
¿Señorita Cynster?
Amanda se dio la vuelta. Un criado le hizo una reverencia y le ofreció una bandeja con una nota. La cogió y, tras apartarse del diván en el que estaban sentadas sus tías y su madre, la desdobló.
Si sale a la terraza del salón de baile, descubrirá algo de lo más intrigante.
La nota no estaba firmada. Y no era de Martin. Su letra era clara y angulosa. La que tenía delante era pequeña y parecía que la hubieran escrito apretando mucho la pluma.
Era temprano y el salón de baile estaba medio vacío; aun así, había bastantes personas a su alrededor en caso de que necesitara pedir ayuda. Dobló de nuevo la nota y la guardó en su ridículo antes de excusarse con su madre y sus tías y abandonar la estancia.
Las puertas de la terraza estaban cerradas. Echó un vistazo a través de los cristales, pero no vio a nadie. Abrió una de ellas, salió al exterior y se arrebujó en el chal cuando sintió el fuerte soplo de la brisa.
No podía dejar la puerta abierta, ya que el aire agitaría demasiado las cortinas. Echó un vistazo a su alrededor, pero el lugar parecía vacío. No obstante, la terraza era bastante amplia y los frondosos setos que la rodeaban creaban demasiadas sombras. Cerró la puerta con cierta renuencia. Se envolvió en el chal y comenzó a pasearse, aunque sin alejarse de las ventanas del salón de baile para no abandonar la luz que se derramaba a través de los cristales.
No escuchaba otra cosa que el silbido del viento.
Se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos hasta el otro extremo del salón de baile. Aterida de frío, frunció el ceño y lanzó una maldición al tiempo que giraba…
—Señorita Cynster… señorita Amanda Cynster…
Se detuvo para escudriñar las densas sombras de lo que era, acababa de descubrir, la entrada del jardín. La voz incorpórea volvió a llamarla.
—Venga conmigo, querida, y bajo la luz de la luna…
—¡No se esconda! —exclamó con expresión ceñuda mientras intentaba descubrir a cuál de sus amistades pertenecía la voz. Reconocía la cadencia, pero fuera quien fuera estaba fingiendo una voz infantil y almibarada. Aunque no le cabía duda de que era un hombre—. ¿Quien es usted? Sólo un canalla actuaría de este modo.
—¿De qué modo?
Amanda se giró y el alivio la invadió al ver que Martin salía a la terraza. Cerró la puerta tras él. Los pasos del desconocido que huía por el jardín llegaron hasta ellos. Martin se acercó y la miró con expresión perpleja. Recorrió la terraza con la mirada antes posarla sobre su rostro.
—¿Con quién estabas hablando?
—¡No lo sé! —Hizo un gesto hacia los setos—. Había algún imbécil escondido, intentando convencerme de que me acercara a él.
—¿De veras?
Fue el tono con el que formuló la pregunta lo que la puso a la defensiva, lo que la irritó. Alzó la barbilla con brusquedad y descubrió que Martin se había acercado a los setos con actitud amenazadora. Entornó los ojos.
—Sí. Había alguien. Pero no consiguió su propósito, ¡y no lo habría conseguido aunque no hubieras llegado!
Se giró sobre los talones y se encaminó hacia el salón. Martin la alcanzó en dos zancadas.
—¿Por qué has salido a la terraza?
—Porque él, sea quien sea, me envió una nota.
—Déjame verla.
Amanda se detuvo de golpe y Martin chocó contra su espalda, aunque la sostuvo para que no se cayera. Rebuscó en el ridículo y sacó la nota arrugada.
—¡Aquí está! ¿Lo ves? No me estoy inventando nada.
Martin estudió la nota y frunció el ceño antes de guardársela en el bolsillo del chaleco.
Amanda refunfuñó algo y retomó el camino hacia el salón. Le importaban un comino tanto la nota como su autor.
—No deberías haber salido sola y mucho menos en respuesta a una nota anónima.
Amanda se detuvo al llegar a la entrada del salón. Martin extendió un brazo para abrir la puerta y ella se aferró al borde mientras giraba de forma abrupta y lo miraba echando chispas por los ojos.
—Era mi nota, mi decisión y estaba perfectamente a salvo. Ahora, si me disculpas, me voy a bailar. ¡Con quien me dé la gana!
Abrió la puerta de un tirón y entró en el salón.
No estaba dispuesta a permitirlo; no iba a permitirle que actuara como un hombre posesivo. Al menos, no hasta que accediera a casarse con él. Y no lo había hecho. Todavía.
La primera pieza fue una contradanza; obligó a Reggie a ser su pareja. Más tarde, se unió a un grupo de jovencitas que mantenían una alegre conversación hasta que sonaron los acordes de un cotillón. Demonio le dio unos golpecitos en el hombro.
—Ven a bailar.
Semejante invitación despertó sus sospechas, pero no descubrió ningún indicio de malestar ni ninguna otra reacción sobreprotectora en la actitud de su primo. Flick estaba esperando su tercer hijo y no podía bailar. Sentada junto a Honoria en un diván cercano, sonrió y le hizo un gesto con la mano para animarla a bailar con su apuesto marido.
Así pues, bailó el cotillón con Demonio, que no le dio motivo alguno de queja. La siguiente pieza era otra contradanza y en esa ocasión fue Richard quien solicitó ser su pareja con una sonrisa.
—Tengo que bailar contigo al menos una vez esta temporada, antes de que nos marchemos.
—¿Volvéis a Escocia? —preguntó mientras dejaba que la guiara hacia la hilera de bailarines.
—A Catriona no le gusta abandonar el valle, ni a los gemelos, durante mucho tiempo.
Lo dijo con una sonrisa que Amanda correspondió. De todos sus primos, Richard era el más… no exactamente cariñoso, pero sí el más comprensivo. Y Catriona era una fuente de sabiduría femenina; le dijo a Richard que hablaría con ella antes de que se marcharan.
—En ese caso, será mejor que lo hagas esta noche, porque nos vamos mañana por la mañana.
Cuando la pieza llegó a su fin, se habría marchado con Richard, pero se encontró rodeaba por un grupo de personas y no tuvo más remedio que detenerse a charlar. En ese momento escuchó los primeros compases de un vals.
Al darse la vuelta, descubrió que Martin estaba a su lado y la miraba con una ceja enarcada.
—Creo que este baile es mío.
Había una clara advertencia en esas roncas palabras, una advertencia que ni siquiera su hablar pausado conseguía suavizar. Amanda inclinó la cabeza, le ofreció la mano y dejó que la acompañara al centro del salón con la majestuosidad de una reina. Se colocó entre sus brazos y comenzaron a girar.
Las orquídeas que continuaban llegando todas las mañanas (un ramillete de tres flores de un blanco inmaculado) descansaban sobre su hombro, creando un intenso contraste con el negro de su chaqueta. Amanda las observó un instante antes de mirarlo a los ojos.
A esos ojos tan verdes como siempre, pero que en esos momentos parecían más tumultuosos, más adustos.
—No te pertenezco.
Su mirada se tornó más amenazadora.
—Eso es lo que tú crees.
—Además, aunque nos casáramos… —Observó por un instante a las parejas que bailaban junto a ellos antes de volver a mirarlo a los ojos—. Siempre seré una persona independiente.
—No sabía que el matrimonio y la independencia fueran excluyentes —replicó con voz cortante y desabrida.
Amanda abrió los ojos de par en par.
—¿Quieres decir que puedo ser tu esposa y seguir actuando de modo independiente? ¿Que, por ejemplo, podré decidir sobre ciertas cuestiones, como acudir o no a una cita anónima? ¿Que no ejercerás tu derecho de interferir?
—Es mi derecho mantenerte a salvo.
Amanda lo fulminó con la mirada.
—Si decido casarme contigo, tal vez.
—No hay cabida para el «tal vez» en esta cuestión.
—Me niego a aceptar que tus supuestos «derechos» incluyan protegerme de cualquier daño, como si fuera una completa descerebrada.
—Lo último que pensaría de ti es que careces de cerebro.
Sus enervadas miradas se enzarzaron por un momento al llegar al extremo del salón y se desviaron mientras buscaban un hueco para girar entre la multitud. Se dieron cuenta de que estaban discutiendo en mitad del salón y de que había muchos ojos clavados en ellos. En cuanto volvieron a uno de los laterales, retomaron la conversación.
—Esto no nos llevará a ninguna parte —afirmó Martin con la mandíbula tensa antes de mirarla un instante a los ojos—. Ni esta discusión ni tu última estrategia.
¿La última estrategia?
—¿Qué quieres decir?
La mandíbula del hombre se tensó aún más.
—Que tendrás que ejercitar tu independencia y tomar una decisión… pronto. —Volvió a mirarla a los ojos—. Ya sabes lo que te estoy ofreciendo; mis cartas están sobre la mesa.
Amanda lo comprendió. La expresión de sus ojos le dijo que acababa de mostrarle su mano y le ofrecía todo lo que podía; no habría más ganancias, no arriesgaría nada más en el juego.
—Te toca jugar, tú decides. —Su rostro parecía esculpido en granito.
Amanda no contestó. Se limitó a mirar hacia otro lado y dejar que los giros de la danza los movieran por el salón hasta que los compases de la música terminaron con una floritura. Hizo una reverencia que él correspondió con una breve inclinación antes de tomarla de la mano para ayudarla a incorporarse.
Enfrentó su mirada y dejó que Martin viera su determinación, tan férrea como la que él mostraba.
—Has olvidado que tengo otra opción. —Martin frunció el ceño Con una leve sonrisa, Amanda se giró sin apartar los ojos de él—. Puedo retirarme del juego. —Con voz muy clara y decidida prosiguió—: Puedo arrojar mis cartas sobre la mesa y poner fin a la partida.
Y, con esas palabras, giró sobre sus talones y caminó en dirección al diván donde estaban sentadas su tía Helena, lady Osbaldestone y Honoria, duquesa de St. Ives.
—¡Bueno! —exclamó lady Osbaldestone mientras se recogía el voluminoso vestido de damasco italiano para hacerle sitio a Amanda—. ¿Qué ha pasado? —Rio entre dientes con una nota maliciosa al tiempo que señalaba con el bastón la espalda de Martin, que se batía en retirada—. Si las miradas pudieran matar… supongo que no consigue salirse con la suya.
—No, ni mucho menos —aseguró Amanda mientras se esforzaba por controlar su temperamento—. Pero es testarudo, arrogante y está decidido a ganar…
Helena se echó a reír y tomó una de las manos de Amanda para darle un apretón cariñoso.
—Es un hombre y, además, se parece a los nuestros… No se puede esperar otra cosa de él.
—Estoy de acuerdo —intervino Honoria con una sonrisa, desde su lugar al otro lado de Helena—. Si te sirve de consuelo, intenta recordar que Dexter no es más que un conde. Yo tengo que vérmelas con un duque… uno que, por razones obvias, lleva el apodo de «Diablo».
Amanda sonrió muy a su pesar.
—Pero a la postre conseguiste que viera la luz.
Honoria enarcó las cejas.
—Si te soy sincera, creo que vio la luz desde el principio, pero… —Tras una pausa, añadió—: Deberías decidir qué tipo de capitulación prefieres. Hay otros signos, otras formas de comunicación que al final resultan más elocuentes que las palabras.
—Sí —convino lady Osbaldestone moviendo la cabeza—. Un buen consejo que deberás tener en cuenta. Sin embargo —comentó mientras sus penetrantes ojos negros la traspasaban—, recuerda lo que te dije. Sin importar lo que diga ni lo que haga, no debes flaquear. Tienes que obligarlo a reabrir las viejas heridas y aclarar ese antiguo escándalo.
Amanda echó un breve vistazo en dirección a Honoria y a Helena y vio que ambas asentían. Su temperamento por fin se había apaciguado, llevándose con él toda la fuerza de su resolución. Miró hacia el otro extremo del salón y vio que Martin estaba con Luc Ashford. Hizo una mueca y suspiró para sus adentros.
—Lo intentaré.
Pero ya no estaba tan segura de poder conseguirlo.
Martin se alejó del centro de la pista con un enfado de mil demonios; algo extraño, ya que por regla general no le resultaba difícil controlar su temperamento. No sabía cuánto tiempo podría seguir representando el papel de hombre civilizado y sofisticado si Amanda se empeñaba en sacar a la luz sus instintos más básicos.
No mucho más, suponía.
Vio a Luc y Edward Ashford en un extremo del salón, acompañando a sus hermanas. Las jovencitas lo vieron y le sonrieron encantadas, aunque al percatarse de su sombría expresión las sonrisas se desvanecieron.
Se obligó a desterrar el rictus severo de su rostro y les sonrió en respuesta, haciéndolas sonreír de nuevo. Cambió de dirección para acercarse a ellos. No le vendría mal un poco de charla y un par de saludos; eran muy jóvenes y dulces y él era el cabeza de familia de un linaje con el que estaban emparentados.
Dos jovencitos, las parejas de baile de las muchachas, se acercaron con actitud cautelosa. Mientras Martin hablaba con ellas y con sus parejas, Luc se mantuvo a su lado, lanzando una serie de cáusticos comentarios a los caballeretes antes de dedicar unos cuantos elogios alentadores a sus hermanas. Estaba claro que ellas lo adoraban.
Edward, por el contrario, mantuvo las distancias con expresión crispada, al parecer por la desaprobación. Martin tardó un momento en percatarse de que el objeto de dicha desaprobación era él.
En ese momento, los músicos comenzaron a tocar y las jóvenes se dirigieron con sus galanes al centro del salón. Martin se giró hacia Edward.
Antes de que pudiera hablarle, su primo comentó:
—Tengo entendido que estás interesado en Amanda Cynster.
Estaba claro que Edward no se había enterado de que había hecho una oferta formal. Martin inclinó la cabeza.
—Tengo que casarme.
—Claro, claro… —Los labios de su primo adoptaron un rictus desdeñoso—. El título, la propiedad y todo lo demás…
Esas eran las razones por las que se había librado del juicio; volvió a inclinar la cabeza.
—Exacto.
Edward dio un tironcito a su chaleco, alzó la barbilla y observó la multitud.
—Deberías saber que yo, al menos, he defendido el nombre de nuestra familia durante los años que has estado ausente. Me alegra afirmar que todos los que me conocen me tienen por un hombre de honor intachable y carácter firme. A su debido tiempo me casaré, en cuanto mis hermanas consigan un matrimonio que no desmerezca la familia.
De repente, como si acabara de percatarse de que estaba en presencia del cabeza de su familia y de un pariente de rango superior, se sonrojó, miró a su hermano con los ojos entornados y se despidió de Martin con una brusca inclinación de cabeza.
—Mi turno de supervisar a mis hermanas ha acabado, creo que voy a dar una vuelta.
El comentario daba a entender que no quería que lo vieran con Martin y que no estaba dispuesto a demostrarle su apoyo con su presencia.
Martin guardó silencio y se limitó a seguirlo con la mirada mientras se alejaba antes de clavar los ojos en Luc.
El vizconde le devolvió la mirada.
—No, no ha mejorado con los años.
—Es obvio. ¿No has sentido nunca deseos de darle una buena tunda para enderezarlo?
—Más de los que te imaginas. Pero es tan pelmazo que no podría soportar sus lloriqueos.
Martin vislumbró un destello dorado: el cabello de Amanda, que acababa de abandonar el diván y se alejaba de sus ocupantes. Se tensó, consciente de la necesidad de seguirla o al menos de vigilar sus pasos.
Luc siguió la dirección de su mirada y murmuró:
—Si tienes los ojos puestos en Amanda, no me queda más remedio que desearte suerte.
Martin lo miró con una ceja alzada.
—Es una bruja —explicó—. La antítesis de la mujer obediente. —Hizo una pausa y añadió con tono más suave—: Puestos a pensarlo, las dos lo son.
Martin preguntó:
—¿Te refieres a su hermana?
—Bueno… —musitó Luc, que observaba la multitud con expresión distraída—. Sólo Dios sabe por qué un hombre en su sano juicio querría casarse con cualquiera de ellas.