Capítulo 14

A medida que los días y las noches se sucedían, la sensación de Amanda de ser un antílope al que un león persiguiera para separarlo de la manada se acrecentaba. Un león enardecido, que era mucho peor. Ese hecho le concedía demasiados ases; unos ases que él jamás dudaba en utilizar.

Había comenzado a apresurar a su madre y a su hermana para llegar pronto a los eventos más importantes con el fin de reunir a un grupo de caballeros a su alrededor que pudiera servirle de pantalla. Aceptaba que tenía que lidiar con Martin, que no podía hacer otra cosa que esperar a que se cansara y que debía mantenerse firme en su exigencia de recibir «algo más».

Si él era una roca, ella era la marea… o algo por el estilo.

Si había comprendido bien a lady Osbaldestone, la naturaleza de su futura relación residía en la terquedad que ella demostrara.

El baile de lady Musselford iba a ser sin duda alguna un rotundo éxito. Las jóvenes Musselford eran arrebatadoras y ambas harían su presentación formal en sociedad esa noche. Amanda rogó para que una u otra acaparara la atención de la sociedad, de manera que esta se mantuviera alejada de ella y de su decidido futuro cónyuge.

Estaba empezando a cansarse de que vigilaran todos y cada uno de sus movimientos.

—¡Señorita Cynster! Esperaba fervientemente que asistiera a este baile.

Amanda clavó la mirada en el caballero y parpadeó varias veces cuando Percival Lytton-Smythe le hizo una reverencia.

—Esto… Buenas noches, señor.

—Sin duda alguna —dijo el hombre con una expresión encantada en el rostro—, se habrá preguntado dónde he pasado las últimas dos semanas.

Ni siquiera se había percatado de su ausencia.

—¿Ha estado en el campo? —Se concentró de nuevo en busca de cualquier señal de la llegada de Martin.

—He estado en Shropshire, ya que una de mis tías maternas está muy delicada. Deseaba redactar su testamento, en el que me confirma como su heredero.

Amanda atisbó unos mechones bruñidos al fondo del salón.

—Qué afortunado.

—Afortunado, desde luego que sí. Señorita Cynster… mi querida Amanda, si me permite el atrevimiento…

El señor Lytton-Smythe le cogió la mano, obligándola a desentenderse del peligro que acechaba.

—¡Señor Lytton-Smythe! —Intentó soltarse, pero él se negó con terquedad.

—No, no… le pido disculpas, querida mía. La violencia de mis sentimientos la ha sobresaltado, pero debe entender que me haya dejado llevar por mi entusiasmo innato ante la idea de que, gracias a la generosidad de mi tía, nuestro futuro esté ahora a nuestros pies.

—¿Nuestro futuro? —Estupefacta, Amanda sólo pudo mirarlo con los ojos como platos.

El hombre le dio unas palmaditas en la mano.

—Mi queridísima Amanda, sólo era la disparidad de nuestras fortunas, la idea de que alguien pudiera considerar que nuestro enlace no era entre iguales, lo que me ha impedido hablar hasta ahora; pero sin duda debe de haberse dado cuenta de que una unión entre nosotros resultaría beneficiosa para ambos.

—¿Beneficiosa? —Amanda sintió que la furia se apoderaba de ella y luchó por reprimirla. El salón de baile comenzaba a llenarse.

—Por supuesto. Inocente como es usted, sus padres no habrán considerado oportuno soliviantar su cabecita con los aspectos económicos del matrimonio. Tampoco hay necesidad alguna, por supuesto, ya que tanto su padre como yo nos aseguraremos de cuidar bien de usted, no le quepa la menor duda.

La última frase estuvo acompañada de una sonrisilla paternalista; cuando Amanda estaba a punto de estallar, el hombre le soltó la mano y continuó:

—A pesar de la reciente y muy deplorable tendencia de imbuir la institución del matrimonio con emociones exaltadas, es absurdo que una unión seria se base en otros principios que no sean consideraciones lógicas como la riqueza y la posición. Tal y como fomentan los viejos principios.

—Dígame, ¿cuáles de esos «viejos principios» cree que una unión entre nosotros fomentaría? —La certeza de que debía parar en seco a Percival Lytton-Smythe fue el único motivo de su pregunta.

—Bueno, será evidente para todos que su matrimonio conmigo paliará su deplorable frivolidad; la misma frivolidad que le ha impedido casarse en los últimos años. Está claro que necesita una mano dura que la controle y yo soy el hombre apropiado para hacerlo. —El hombre examinó a la concurrencia con una expresión radiante—. Y, por supuesto, unir su fortuna con la mía dará como resultado una suma considerable, una que yo administraré para nuestro beneficio. La conexión con St. Ives me elevará en el escalafón social, algo que doy por consabido. Desde luego, una alianza entre nosotros será de inestimable valor y estoy convencido de que, pese a su inocencia, está al tanto de tales cuestiones y se aviene a ellas.

Sonrió con aire de suficiencia.

Ella lo miró a los ojos con los párpados entornados.

—Se equivoca. —La sonrisa del hombre se desvaneció; abrió la boca para decir algo… pero ella lo acalló con un gesto de la mano—. Se equivoca. En primer lugar, al imaginar que estimo en algo esos «viejos principios» que usted venera; mi riqueza y posición social no variarán en función de con quién me case. También insulta a mi familia al creer que tendrán en cuenta cualquier otra referencia que no sea mi felicidad. —Su mirada atisbó la imponente y alta figura que se dirigía con decisión hacia ellos—. Puedo asegurarle que mi familia desalentará a cualquier pretendiente que no cuente con mis favores tanto como desalentaría una alianza que no les pareciera apropiada para mis intereses.

—¡Pamplinas!

El tono desdeñoso del señor Lytton-Smythe hizo que se diera la vuelta para fulminarlo con la mirada; alzó las cejas con arrogancia.

—Creo que esta discusión ha terminado, señor. Le deseo muy buenas noches.

Se giró para marcharse, para escabullirse entre la multitud y congregar un círculo de admiradores con el que protegerse antes de que Martin llegara hasta ella…

Su molesto acompañante la cogió de la muñeca.

—¡Tonterías! Ya es hora de que deje de comportarse de manera tan frívola. Cuando no era más que una chiquilla podía pasarse por alto…

—¡Suélteme ahora mismo!

Su furioso y gélido tono lo azotó como un látigo.

El hombre se irguió de golpe, trató de mirarla con desdén y se percató de las orquídeas que llevaba en la mano. Amanda intentó zafarse de él, pero no la soltó. Con una expresión de absoluta estupefacción en el rostro, la obligó a levantar la mano para examinar las exóticas flores.

Fue entonces cuando le formuló una pregunta con la voz de un profesor que hubiera descubierto a un alumno en plena travesura.

—¿Qué es esto?

—La personificación de la sensualidad y la belleza —respondió una voz profunda.

El señor Lytton-Smythe dio un respingo y miró a su alrededor.

Martin se detuvo junto a él; contempló un instante las orquídeas antes de mirar a Amanda.

—¿No está de acuerdo?

La pregunta, a todas luces, estaba dirigida al otro caballero, si bien también era obvio que no se refería a las orquídeas.

Estupefacto, Lytton-Smythe relajó los dedos. Amanda aprovechó para soltarse.

Y esbozó una sonrisa encantadora en dirección a Martin.

—Dexter… qué feliz coincidencia. Permítame presentarle al señor Lytton-Smythe.

—Señor. —Martin ejecutó una ligera reverencia.

Los ojos del otro caballero se agrandaron. Tras una breve pausa, se inclinó con rigidez.

—Milord.

—¿Por qué es una feliz coincidencia?

La mirada de Martin se clavó en la de Amanda.

—Porque me estaba despidiendo del señor Lytton-Smythe antes de seguir paseando por el salón. Ahora no tengo por qué hacerlo sola.

Le tendió la mano.

Percival extendió el brazo, resoplando de ira.

—Será un gran honor para mí acompañarla, querida.

Martin sonrió.

—Vaya, pero da la casualidad de que yo tengo preferencia.

Señaló las orquídeas con uno de sus largos dedos. Se produjo una mínima pausa antes de que mirara a Lytton-Smythe y, después, con su habitual e innegable elegancia, le ofreció el brazo a Amanda.

Haciendo caso omiso de la tensión, de cualquier tipo de tensión Amanda le colocó los dedos sobre el antebrazo. Después, tras despedirse de Percival Lytton-Smythe con una regia inclinación de cabeza le dijo con frialdad:

—Adiós, señor. —Y dejó que Martin la separara de él.

No le causó ninguna sorpresa que, tras haber dado menos de diez pasos, Martin murmurara:

—¿Quién, exactamente, es el señor Lytton-Smythe?

—No quién, sino qué. Es un pelmazo.

—Vaya. En ese caso, confiemos en que haya captado la indirecta.

—Desde luego.

Aunque no preguntó a qué indirecta se refería, si a la suya o a la de ella. Cualquiera serviría. Por desgracia… Gimió para sus adentros y deseó haber sido mucho más explícita a la hora de rechazar la declaración de Percival Lytton-Smythe punto por punto.

Martin observó cómo la irritación y el enfado se evaporaban de los ojos de Amanda, por lo que no necesitó más pruebas de que Lytton-Smythe no significaba nada para ella. Sin embargo, su expresión siguió siendo un tanto ceñuda y el nítido azul de sus ojos estaba un tanto ensombrecido, cosa que no le gustaba en absoluto.

Hasta ese momento se habían abierto paso entre la creciente multitud que comenzaba a llenar las estancias. Justo delante de ellos había una hornacina que albergaba el busto de un general muerto desde hacía mucho tiempo. Martin cerró los dedos alrededor de la mano de Amanda y aminoró el paso.

Se detuvo junto a la hornacina y le alzó la mano en la que llevaba sus orquídeas; no examinó las flores, sino su muñeca, de huesos delicados y piel de porcelana que dejaba ver los trazos azulados de las venas.

—No te hizo daño, ¿verdad?

Esas palabras destilaban posesividad; aunque no hizo el menor esfuerzo por ocultarla. Enfrentó la sorprendida mirada de Amanda mientras le deslizaba los dedos por la muñeca en la más ligera de las caricias antes de posarlos, con sumo cuidado, allí donde latía su pulso, que se disparó con el contacto.

Se percató de que la respiración de Amanda se alteraba, de que sus pupilas se dilataban y de que tomaba la decisión de sostenerle la mirada con descaro, de dejar que el deseo se avivara entre ellos (la cálida y atrayente promesa de la pasión) antes de que, por necesidad, se vieran obligados a dejarlo morir.

Sólo entonces, cuando sus respiraciones se tranquilizaron, ella inclinó la cabeza y murmuró:

—Gracias por rescatarme.

Los labios de Martin se curvaron ligeramente antes de alzarle la mano sin apartar la mirada.

—El placer —murmuró— ha sido todo mío.

Esas últimas palabras le rozaron la sensible piel de la muñeca un instante antes de que sus labios la tocaran, presionaran.

Volvió a colocarse la mano sobre el antebrazo y, en perfecta armonía, continuaron con su paseo.

Al otro lado del salón de baile, Vane Cynster frunció el ceño. Observó la cabeza rubia de su prima y la de su acompañante hasta que la multitud le bloqueó la visión.

—¡Aquí estás! —La esposa de Vane, Patience, apareció de la nada y se colgó de su brazo—. Lady Osbaldestone quiere hablar contigo.

—Mientras deje el bastón quietecito…

Vane dejó que Patience lo arrastrara y, entretanto, la multitud se dispersó y pudo ver otra vez a Amanda y a su acompañante. Vane se paró y a Patience no le quedó más remedio que imitarlo. Miró a su marido con expresión interrogante.

—¿Quién demonios es ese? —Hizo un gesto con la cabeza hacia el otro lado de la estancia—. El tipo que está con Amanda.

Patience siguió el gesto y sonrió.

—Dexter. —Instó a su marido para que reanudara la marcha—. Creí que a estas alturas ya te habrías enterado; su regreso a la alta sociedad es la comidilla de todos los salones.

—Sabes muy bien que tanto yo como los demás evitamos los salones en la medida de lo posible. —Estudió la expresión de su esposa, la sonrisa que le curvaba los labios—. ¿Qué se dice?

—Todo el mundo se pregunta qué es lo que ha sacado a Dexter de su enorme mansión en Park Lane y lo ha hecho regresar a la alta sociedad.

Vane se detuvo… y obligó a Patience a girarse para que lo mirara a la cara.

—¿No será Amanda?

Una expresión de horrorizada comprensión asomó a sus ojos; Patience se echó a reír. Tras enlazar su brazo con el de su marido, le dio unos golpecitos tranquilizadores y lo instó a seguir caminando.

—Sí, es Amanda, pero no hay por qué preocuparse. Se las está apañando muy bien y, aunque el asunto de ese viejo escándalo aún tiene que solucionarse, no hay ninguna razón por la que tengáis que intervenir.

Vane no dijo nada. Si su esposa lo hubiera mirado a la cara, Patience habría detectado la expresión fatídica que brillaba en sus ojos grises y que no presagiaba nada bueno con respecto a su último comentario; pero estaba distraída saludando a otra dama y se limitó a tirar de él.

—Ahora ven conmigo y compórtate… y no gruñas.

En lo referente a Amanda, los sentimientos de Martin no diferían tanto de los de Vane. Puesto que ya la consideraba de su propiedad, las noches que pasaba en los salones de baile observándola, y estableciendo por tanto su derecho sobre ella con hechos en lugar de con palabras, suponían el máximo grado de frustración, una rendición simbólica a las expectativas de la alta sociedad.

Sus propias expectativas se volvían cada vez más precisas y mucho más difíciles de refrenar. Quería hacerla suya, reconocerla como suya. En ese instante y para siempre.

Mientras contemplaba cómo bailaba un cotillón con lord Wittingham, Martin hizo caso omiso de su irritación, de la llamarada que lo consumía cada vez que la veía en brazos de otro hombre, y se concentró en la pregunta más acuciante: ¿cuándo pondría fin a esa charada?

El único propósito de regresar a la alta sociedad había sido el de establecer la sinceridad de su cortejo, de su persecución. Había pasado casi dos semanas comportándose con una paciencia que no poseía y sus agudos instintos insistían en el hecho de que establecer el vínculo con Amanda como un hecho aceptado en la mente colectiva de la alta sociedad era la mejor forma de asegurarse la victoria.

La temporada social estaba a punto de llegar a su apogeo, a esa época en la que se celebrarían al menos tres grandes bailes por noche. La mera idea le helaba la sangre; los bailes, incluso los que pasaba al lado de Amanda, no le ofrecían lo que necesitaba para calmar sus desbocados sentidos.

Lo único que los calmaría sería estar a solas con ella, sobre todo si estaba desnuda.

Habían pasado dos semanas desde la última vez que la había visto de esa manera: exclusivamente suya. ¿Cuánto más tendría que esperar? Mejor dicho, ¿era necesario que esperara más?

El incidente con Lytton-Smythe lo molestaba. No porque creyera que Amanda pudiera caer bajo el influjo de otro y lo abandonara… se trataba más bien de un instinto atávico que le hacía rechazar a cualquier hombre que la mirara con ojos codiciosos.

Mientras la veía girar y enlazar sus manos al ritmo de la música, estudió a la concurrencia. La multitud había pasado a ser toda una muchedumbre; todo el mundo estaba en el baile, incluidos los primos de Amanda. Había visto a un par de ellos, también había escuchado cómo anunciaban a los St. Ives, pero aún no se había topado con ningún miembro del Clan Cynster. Durante las pasadas semanas, le habían presentado a todas sus esposas, que le habían hecho entender sin palabras cómo estaba la situación… cuál sería el veredicto familiar.

Le daban su aprobación, pero…

Conocía la causa de sus reservas. Las resolvería en cuanto se hubiera asegurado a Amanda. A raíz de las «investigaciones» previas que había llevado ella a cabo y por todo lo que le había dicho, sabía que a Amanda le importaba un comino, pero a su familia sí le importaría; una postura que encontraba muy comprensible.

Tenía que resolver el viejo escándalo, pero… su conciencia no le permitía abrir esa caja de Pandora, a menos que se viera obligado. Al menos no hasta que ella accediera a casarse con él y el escándalo fuera un obstáculo en su camino.

La condesa de Lieven pasó cerca y lo saludó con un gesto regio. Lady Esterhazy había dado su aprobación poco antes con una sonrisa. Y en cuanto a lady Jersey… bueno, cada vez que lo veía, buscaba a Amanda con la mirada.

Sus ojos volvieron a Amanda, que se inclinaba con una sonrisa para poner fin al baile con lord Wittingham. Después se irguió y echó un vistazo a su alrededor… buscándolo a él.

Martin se apartó de la pared. Todos los observaban, a la espera… El siguiente movimiento era suyo.

Amanda lo vio aproximarse a través de la multitud; segura de sí misma y tranquila, permaneció donde estaba, a la espera de que llegara a su lado. En al arena en la que se encontraban, no tenía nada que temer. Martin no podría asaltarla en mitad de un salón de baile.

Lo peor que podía hacer ya lo había hecho: convencer a toda la alta sociedad, o al menos a todas aquellas personas que importaban, de que un enlace entre ambos resultaría apropiado e incluso deseable. Cualquier otro obstáculo que les estorbara no tardarían en hacerlo desaparecer, tan predestinada era su unión.

Ese hombre lo había hecho posible, pero la opinión de la sociedad no era lo bastante poderosa como para obligarla a aceptar el pastel que le ofrecía a falta de la guinda. Hasta que le ofreciera todo lo que ella deseaba, estaba más que preparada para pasear por los salones de baile a su lado, para dejar que la cercanía le alterara los sentidos tanto como a ella.

Y sus sentidos estaban muchísimo más acostumbrados a la frustración que los de él.

Mientras se acercaba, le agradeció el baile a lord Wittingham y se giró hacia Martin con una sonrisa aún más deslumbrante. Si tenía que hacerle justicia al león, debía admitir que no intentaba utilizar las convenciones sociales para presionarla. Él también era un jugador demasiado experimentado como para cometer semejante error.

Le tendió la mano. Él le acarició los dedos mientras se colocaba la mano sobre el antebrazo. Reanudaron el paseo y se detuvieron junto a varios grupos para charlar con el resto de invitados. Comenzaron los acordes del primer vals; intercambiaron una mirada y ambos se dirigieron hacia la pista de baile. Mientras giraban, Amanda se percató de que la estaba estudiando. Alzó las cejas.

Él le soltó la mano y le colocó tras la oreja un díscolo mechón de pelo, rozándole la mejilla en el proceso.

Lo miró a los ojos cuando volvió a coger su mano. «¿Qué?», parecía preguntarle con la mirada.

—Ya no te preocupa la posibilidad de que te muerda.

Amanda dejó que a su rostro asomara una expresión de burlona altivez; la observación era muy acertada, pero en absoluto necesaria.

Esos ojos verdes siguieron mirándola con seriedad.

—¿Por qué confías en mí?

Esa pregunta no la había esperado. Amanda meditó la respuesta, pero sólo se le ocurrió una:

—Porque eres tú.

Sus labios compusieron una mueca antes de levantar la vista para girar en el extremo del salón.

¿Debería ser más cauta? El único mensaje que le enviaban sus sentidos era de inequívoca satisfacción; estar en sus brazos le proporcionaba una sensación de absoluta seguridad. Era difícil ponerse nerviosa.

La música llegó a su fin. Y ellos retomaron una vez más el paseo por la estancia mientras charlaban con todo aquel que había decidido cultivar la amistad del conde de Dexter. Si lo creyera inocente, se habría preocupado, pero las miradas que intercambiaron le dejaron claro que él sabía muy bien cómo valorar a semejantes personas.

No obstante, aparte de esas miradas, era muy consciente de que los ojos masculinos regresaban una y otra vez a su rostro; de que intentaba leerle la mente.

Su corte de admiradores se había dispersado; la omnipresente presencia de Martin a su lado había dejado muy claras sus intenciones. Ningún otro caballero podría igualar su atractivo y los demás habían dejado de luchar por conseguir su mano. Sin nadie que lo desafiara, la condujo hacia el comedor. Se sentó con ella a una mesa junto a la pared y cogió dos platos repletos de exquisiteces.

Apenas si se habían sentado para comer cuando otra pareja se acercó. Amanda levantó la vista… y parpadeó.

—¿Os importa si nos unimos a vosotros? —Luc Ashford, el libertino rompecorazones por antonomasia, alzó una ceja con un gesto de elegante aburrimiento. Mientras sujetaba con éxito los dos platos que llevaba en las manos, hizo una breve reverencia en dirección a Amanda.

Amelia, que estaba al lado del recién llegado, le agradeció a Martin que se levantara y fuera a buscarle una silla.

—Os vimos desde el otro lado de la estancia. Apenas hemos podido intercambiar un par de palabras.

Luc dejó los platos en la mesa antes de sacar otra silla y colocarla junto a Amanda, en diagonal con Martin.

—Creí que la alta sociedad no te interesaba en lo más mínimo, primo.

—Yo también. —La sonrisa de Martin afloró con facilidad, pero su mirada se había tornado un tanto afilada—. Hay ciertas cosas de las que prescindiría de buena gana, pero… —se interrumpió para encogerse de hombros—, la necesidad apremia.

Amelia se echó a reír.

—Desde luego que su llegada ha causado sensación. ¿Por qué…?

Dejando que la charla amena de su gemela flotara en el ambiente, Amanda guardó silencio y ocultó la perplejidad que la embargaba.

Conocía bien a Martin, pero a Luc lo conocía desde siempre. Si Martin era un león, Luc siempre le había parecido una pantera negra, elegante y letal.

En ese preciso instante, Luc estaba en tensión, pero se mostraba más cauto que agresivo. Por el momento. El motivo era una incógnita; de todas formas, a medida que contribuía a mantener la conversación fue cada vez más consciente de que el león y la pantera se estaban calibrando, y también comunicando, a un nivel atávico que sólo podía existir entre dos primos de género masculino. Los recuerdos de lady Osbaldestone acerca de la profunda amistad que los había unido (habían crecido juntos) eran, sin duda alguna, ciertos. Martin no mostraba señales de sentirse amenazado, pero no dejaba de observar a Luc con atención, de intentar traspasar sus defensas.

Por su parte, Luc estaba proyectando… una advertencia. Y las razones eran indescifrables para Amanda. Luc y ella jamás se habían llevado bien; era uno de los pocos hombres cuya lengua respetaba. Podía utilizarla como un sable y lo había hecho con frecuencia… con ella como objetivo. Si bien ambos apreciaban las cualidades del otro, se prodigaban poco afecto; le resultaba imposible imaginar por qué acudía a rescatarla de su propio primo cual caballero de brillante armadura. Si acaso era eso lo que estaba haciendo.

Enfrente de Luc, repantigado en su silla, Martin se preguntaba lo mismo. Hubo un tiempo en el que Luc y él habían sido como hermanos. Diez años de distanciamiento absoluto habían abierto un abismo entre ellos, aunque aún era capaz de leer las reacciones de su primo. Sabía que Luc podría adivinar mucho mejor que ninguna otra persona lo que estaba pensando, y también lo que haría. Se habían visto en muy pocas ocasiones desde que volviera a Inglaterra, y sólo habían intercambiado unas pocas y tensas palabras. Sin embargo…

Amelia se calló para beber un poco de champán. Luc aprovechó el momento para mirar a Martin.

—¿Has decidido abrir Fulbridge House?

Martin buscó los ojos serios de Luc.

—Eso depende.

Dejó que sus ojos se desviaran hacia Amanda y se percató de la expresión desabrida que asomó al rostro de Luc, al rostro de un ángel caído.

La mirada que su primo le lanzó llevaba implícitos un desafío y una advertencia; Martin estuvo a punto de preguntarle qué demonios quería decir. No había nada entre Luc y Amanda, de esto estaba totalmente seguro. Sin embargo, sus muy bien desarrollados instintos reconocieron los motivos de Luc: quería proteger…

Amelia esbozó una sonrisa deslumbrante.

—Dígame, ¿es verdad que…?

Martin vio la luz en cuanto se percató del efímero instante en el que los ojos de su primo, de un azul tan oscuro que casi parecían negros y tan difíciles de leer, se suavizaron y tras seguir su mirada vio que Luc estaba observando… el delicado rostro de Amelia.

Su primo no estaba protegiendo a Amanda, sino a su gemela. Sabía que cualquier cosa que le hiciera daño a Amanda tendría repercusiones sobre su gemela.

El descubrimiento lo fascinó, pero poco podía hacer por mitigar las preocupaciones de su primo. Dada la relación que los Cynster mantenían con los Ashford, Luc se enteraría muy pronto y se daría cuenta de que Amanda, y por tanto Amelia, estaban a salvo con él.

Cuando la cena llegó a su fin, se levantaron al unísono y regresaron juntos al salón de baile. Amelia se mantuvo en silencio y Amanda se prestó a llevar todo el peso de la conversación mientras le formulaba preguntas a Luc sobre sus hermanas. Él las respondió con creciente aspereza. Cuando la música volvió a sonar, se giró hacia Amelia y le pidió que bailara con él.

Ella le tendió la mano. Tras despedirse con una inclinación de cabeza, se separaron. Mientras Amanda giraba entre sus brazos, Martin atisbó las reminiscencias de una sonrisa satisfecha.

—Estaba en lo cierto. —La guio entre la marea de parejas que giraban al son de la música—. Hay algo entre Luc y tu hermana.

Amanda frunció el ceño antes de admitir:

—No lo sé a ciencia cierta, pero creo que se llevarían bien. —Lo miró a la cara—. ¿Tú qué crees? Conoces muy bien a Luc.

Mientras giraban, Martin sopesó su respuesta.

—Podría funcionar. —Le sostuvo la mirada—. Las semejanzas entre tu hermana y tú no son tantas como parecen.

Los labios de Amanda esbozaron una sonrisa.

—No… Ella es más terca.

Martin le deseó suerte a Luc en caso de que eso fuera verdad. Su elegida, la fuente de todas sus desdichas, ya era bastante mala.

Amanda estaba contemplando a las parejas que bailaban a su alrededor con una sonrisa confiada, imperturbable, contenta de estar entre sus brazos. La quería de esa forma, siempre, pero para conseguirlo…

Confiaba por completo en él, sin reservas. ¿Cómo reaccionaría cuando diera el siguiente paso e hiciera el movimiento que todo el mundo estaba esperando al jugar la carta que se había estado reservando? Ella no se había dado cuenta; se movía con tanta desenvoltura en ese mundo, se paseaba por los salones con tanta confianza que no se había parado a reflexionar y por tanto no se le había ocurrido lo que a él.

Tenía que hacer uso de esa carta, tenía que dar el siguiente paso, aunque…

Levantó la vista y miró hacia el otro lado de la estancia, donde vio a un caballero alto y moreno que paseaba junto a la pista de baile observándolos con evidente perplejidad. St. Ives. Martin reconoció la altura, la postura dominante, las facciones arrogantes. Sus miradas se encontraron durante un instante antes de que la duquesa apareciera de la nada y distrajera a su marido.

Martin controló su agresividad al reconocer lo que pasaba. Recordó la actitud de Luc. Tenía que hacer algo o se arriesgaría a un enfrentamiento con sus primos.

Como solía ser habitual entre los caballeros casados de su posición, el Clan Cynster no había hecho acto de presencia en los primeros bailes de la temporada. Era evidente que sus esposas no habían sentido la necesidad de informarles acerca de su cortejo; porque, de haber sido así, ya habría recibido noticias suyas (o más bien una visita) hacía ya mucho tiempo.

Las damas de la familia le habían dado la oportunidad de llevar a Amanda tan lejos como le fuera posible en el camino que ambos habían escogido. Se les acababa de agotar el tiempo. Tenía que jugar la siguiente carta.

—¿Qué pasa? —Martin bajó la vista y se dio cuenta de que Amanda lo miraba con detenimiento—. Llevas toda la noche comportándote de una manera extraña.

Podría haber esbozado una de sus encantadoras sonrisas y haber cambiado de tema; en cambio, le sostuvo la mirada mientras la música llegaba poco a poco a su fin.

—Tenemos que hablar. —Echó un vistazo a su alrededor—. En algún lugar privado.

Justo en el extremo del salón de baile había un mirador acristalado con vistas a los jardines. La zona circundante estaba desierta. Martin la condujo hacia allí. Al llegar al mirador, Amanda se adentró en las sombras que proyectaba y se giró para mirarlo a la cara con las cejas alzadas, aunque con semblante confiado.

Aún tenía la certeza de que no podría sorprenderla.

Martin se detuvo frente a ella y la protegió de las miradas de los invitados. Nadie podría oírlos ni verles las caras, aunque seguían a plena vista de todos los presentes.

—Tengo la intención de pedir tu mano mañana.

—Ya lo has hecho… —Su voz se apagó al tiempo que se le abrían los ojos de par en par—. No puedes…

—¿Hacer una petición formal de tu mano? Créeme que puedo.

—Pero… —Frunció el ceño y después negó con la cabeza, como si también quisiera negar su sugerencia—. No tiene caso. Hasta que yo no acceda, ellos tampoco lo harán.

Seguía sin comprender.

—Ese punto es un hecho: aún tengo que conseguir que me des el sí. Sin embargo, ese no es el objetivo de una petición formal. Pediré permiso a tu familia para cortejarte.

Amanda siguió frunciendo el ceño mientras intentaba imaginarse… y justo entonces abrió los ojos horrorizada. Lo cogió de la manga y lo miró a la cara.

—¡Santo Dios! ¡No puedes hacer eso! —Le tironeó del brazo—. Prométeme que no lo harás… que por ningún motivo mencionarás… —Comenzó a gesticular como una loca.

—Te aseguro que no saldrá de mis labios ni una sola palabra acerca de la intimidad que hemos compartido.

Ella se apartó, retiró la mano de su brazo y por fin retrocedió la distancia que debería haber retrocedido varias semanas atrás. Horrorizada, no pudo más que mirarlo de hito en hito.

—No te hará falta decir nada. Sólo tendrán que mirarte para adivinarlo.

Martin alzó las cejas en un rápido gesto.

—Que así sea, pero es imposible continuar como hasta ahora sin algún tipo de declaración por mi parte. Tus primos, si no tu padre, exigirán eso como mínimo.

El carácter desafiante de Amanda no le resultaba desconocido a esas alturas, aunque sí resultó una novedad el brillo beligerante que iluminó sus ojos.

—¡No! En cuanto se hagan una idea, en cuanto lo sepan…

Dejó la frase a la mitad mientras pensaba en algo imposible de adivinar para Martin. La vio entornar los ojos y esbozar una sonrisa tensa.

—No funcionará. —Volvió a concentrarse en él y asintió—. Muy bien. Puedes seguir esa línea si te place, si la consideras necesaria. Sin embargo —prosiguió antes de pasar junto a él con la barbilla alta y la mirada clavada en sus ojos—, mi padre no está Londres. Se ha ausentado en viaje de negocios y pasará toda la semana por los condados occidentales.

Tras inclinar la cabeza con un gesto regio, se apartó del mirador. Con el ceño fruncido, Martin la observó desaparecer entre la multitud que por fin comenzaba a dispersarse.

A unos cinco metros de distancia, con la mano sobre el respaldo del diván donde su esposa, Catriona, charlaba con lady Forsythe, Richard Cynster observaba a Martin con expresión impasible.

—Deberíamos colgarlo de las…

—No creo que eso sea necesario.

Demonio miró a Richard cuando este lo interrumpió a la mitad de la frase.

—¿Que no es necesario? Has dicho que la estaba presionando…

—Sí. —Desde el sillón emplazado frente al escritorio de Diablo, Richard continuó—: Pero no como te imaginas.

Demonio frunció el ceño antes de dejarse caer en una silla de respaldo alto, también situada frente al escritorio.

—¿Qué demonios está pasando?

Los seis intercambiaron miradas.

Sentado tras el escritorio, Diablo suspiró.

—Conociendo a Amanda, no será algo sencillo.

—Según lo que vi —intervino Richard—, no lo era.

—Su… —Vane, que estaba apoyado contra la estantería detrás de Diablo, hizo un pausa— interacción parece ser la comidilla de la alta sociedad.

Desde el sillón que ocupaba delante de la chimenea, Gabriel preguntó:

—¿Qué fue lo que viste exactamente?

—Yo fui el primero en verlos —contestó Vane—. Estaban paseando y se apartaron un poco de la multitud. Hablaron y después él le besó la muñeca… y no de manera inocente. Parecía estar deseando devorarla allí mismo y ella, la muy tontorrona, se lo habría permitido de buena gana. Luego prosiguieron con el paseo. —Cambió de posición—. Patience dice que Amanda se las está apañando muy bien y que, aunque ese viejo escándalo tiene que acallarse, no hay motivo alguno por el que debamos intervenir.

Los demás miraron a Vane antes de girarse hacia Richard al unísono.

—Los vi un instante, durante el último vals —dijo Diablo—. Estoy bastante seguro de que Dexter me vio.

—Pero ¿te reconoció? —Richard alzó las cejas antes de continuar—. Lo que yo vi sucedió poco después, más o menos a continuación de ese vals. —Describió lo que había presenciado—. En resumen, daba la sensación de que Dexter hablaba con mucha calma… era Amanda la que se expresaba con más vehemencia. Y por la manera en la que se alejó cuando terminaron de charlar, con la barbilla en alto, y por la forma en la que él observó su retirada, como si intentara averiguar de qué iba todo… —Richard suspiró—. Si debo ser sincero, me dio lástima.

Demonio masculló algo.

—El hombre es un lobo de la peor calaña.

—Como nosotros en nuestros tiempos —murmuró Diablo.

—Que es justo a lo que me refiero. Sabemos lo que está pensando… —Demonio no acabó la frase.

—Y ahí es donde yo quería llegar —intervino Richard—. ¿No os acordáis de cuándo éramos nosotros los que estábamos en un salón de baile o en cualquier otro sitio y la observábamos marcharse mientras nos preguntábamos de qué demonios iba el asunto?

Los labios de Diablo se curvaron en una sonrisa.

—No tengo que hacer memoria para eso.

Las sonrisas no tardaron en aparecer, pero Diablo volvió a ponerse serio.

—De acuerdo. Aceptemos el hecho de que Dexter, al parecer, está cortejando a Amanda. No veo ningún motivo que me haga creer que se está tomando todo este trabajo sólo para seducirla. Por alguna razón, se está ajustando a las reglas de la sociedad. De manera que, ¿qué sabemos de él? No recuerdo haberlo conocido en persona. —Diablo miró a Vane, quien negó con la cabeza—. Era mucho más joven que nosotros.

—También más joven que yo —dijo Demonio—, pero recuerdo que era un pendenciero. Claro que estuvo muy poco en la ciudad.

—Justo hasta el escándalo. —Richard los informó en pocas palabras de lo que sabía al respecto y terminó con un—: Las grandes dames y otros muchos creen que la reacción de su padre fue desmedida; pocos creen que Dexter, el conde actual, fuera culpable, aunque no pidieron opinión a nadie. Todo se decidió en el norte, su padre así lo quiso, y a él lo sacaron de Inglaterra antes de que nadie se enterara.

Diablo preguntó:

—¿Qué dicen ahora del asunto?

Richard se encogió de hombros.

—Inocente hasta que se demuestre lo contrario, pero en la cuerda floja.

—Tuve tratos una vez con él. —Gabriel se inclinó hacia delante—. Entre los peces gordos del distrito comercial es toda una leyenda. Dirigía un consorcio en el que estábamos interesados y sabía lo que se hacía. Conseguimos muy buenos beneficios de ese negocio. Sus intereses son muy exóticos, incluso algo misteriosos, pero siempre en extremo beneficiosos. Tiene una reputación formidable y fama de ser un hombre de palabra, un comerciante justo y honesto, que no soporta a tontos ni a sinvergüenzas.

—También es una leyenda entre los grupos de coleccionistas. —Sentado junto a su hermano, Lucifer extendió sus largas piernas—. Pagaría por entrar en esa vieja tumba que tiene en Park Lane. Casi nadie lo ha hecho, pero aquellos que han visto su biblioteca salen con los ojos como platos. Sin habla. Y no se trata sólo de los libros, aunque parece ser que su colección es impresionante, sino también del arte oriental que ha ido coleccionando a lo largo de los años. Parece poseer un ojo espléndido para la belleza.

Demonio resopló.

Diablo comenzó a dar golpecitos con la pluma.

—Así que… no hay motivo alguno por el que debamos oponernos a una unión entre ellos, siempre que ese viejo escándalo se acalle de una vez por todas.

—Y siempre que se demuestre que es eso lo que tiene en mente.

Vane se apartó de la librería.

—Por supuesto. —El rostro de Diablo se endureció—. Sin importar las tiernas imaginaciones de nuestras esposas, creo que deberíamos exigirle al conde algunas respuestas.

—Iré contigo —dijeron cinco voces al unísono.

Un golpecito en la puerta hizo que todos volvieran la vista. La puerta se abrió. Sligo, el mayordomo de Diablo, apareció en el umbral.

—El conde de Dexter está aquí, Su Excelencia. Desea hablar con usted en privado.

Diablo lo miró.

—¿Dexter?

Sligo le tendió la bandeja en la que llevaba una tarjeta. Diablo la cogió y la estudió antes de preguntar:

—¿Dónde está?

—Lo conduje al salón.

—¿Dónde está mi esposa?

—Ha salido.

Diablo sonrió.

—Muy bien. Hazlo pasar.

Martin entró en el estudio de Su Excelencia el duque de St. Ives… y todos sus instintos de autoprotección se pusieron en alerta de inmediato. Seis pares de ojos lo fulminaron y supo de inmediato cuál había sido el tema de conversación más reciente.

Mientras se adentraba en la enorme estancia aprovechó el momento para estudiar al resto de ocupantes; muchos más de los que había previsto, aunque tampoco estaba demasiado sorprendido. Había escuchado que actuaban en manada.

Bajo el mando del hombre que se puso muy despacio en pie al otro lado del escritorio y que lo saludó con un gesto de cabeza.

—Dexter.

El duque extendió la mano. Martin devolvió el saludo y aceptó el apretón de manos.

—St. Ives.

—¿Tiene algún inconveniente en hablar delante de mis primos?

Martin dejó vagar su mirada por los pétreos rostros.

—Ninguno.

—En ese caso… —Diablo los presentó con sus apodos antes de señalar una silla de respaldo alto que se encontraba delante del escrito-no—. Siéntese.

Martin miró la silla, la alzó y la movió hasta dejarla frente a una esquina del escritorio, con el fin de no quedar sentado con cuatro Cynster a su espalda.

Demonio resopló cuando se sentó. Martin miró a Diablo y dijo sin preámbulos:

—Vengo de Upper Brook Street donde acabo de enterarme de que su tío, lord Arthur Cynster, se encuentra en estos momentos fuera de la ciudad y de que no se espera su regreso hasta dentro de una semana Deseaba hacer una petición formal para cortejar a su hija Amanda. Dadas las circunstancias, y puesto que usted es el cabeza de familia y se encuentra en la ciudad, me gustaría recibir su aprobación en ausencia de lord Arthur.

La declaración fue acogida por un silencio absoluto, que confirmó la sospecha acerca de lo que habían estado discutiendo antes de que él apareciera.

Con sus claros ojos verdes clavados en el rostro de Martin, Diablo murmuró:

—Una semana no es mucho tiempo.

Martin le devolvió la mirada sin flaquear. No estaba dispuesto a soportar otra semana de inactividad.

—Pueden suceder muchas cosas en una semana, como bien debe saber.

Dos de sus primos se agitaron ante esas deliberadas palabras. Martin no apartó la mirada del rostro de Diablo, que se arrellanó en el asiento y entornó los ojos.

—¿Por qué?

Martin no se molestó en disimular.

—Porque ya es hora. —Se detuvo para elegir las palabras con las que proseguiría—. Desde mi punto de vista, las cosas han progresado hasta el punto en el que se precisa una boda. Y por eso estoy aquí.

Ni uno solo de los presentes pasó por alto la naturaleza de las cosas que habían progresado y el lugar en el que lo habían hecho; juramentos mascullados y más de una amenaza en absoluto velada, entre las que se incluía colgarlo de una parte muy delicada de su anatomía, se alzaron a su alrededor.

Diablo acalló a los demás con un gesto sin dejar de mirarlo.

—Acaba de regresar a la alta sociedad… para perseguir a Amanda. Supongo que eso ha sucedido después de haber alcanzado dicho punto. ¿Dónde la conoció?

La mirada de Martin no vaciló.

—En Mellors.

—¿¡Qué!?

—¿En ese antro? —Y la pregunta fue acompañada de más juramentos.

Martin bajó la vista y se arregló los puños de la camisa.

—Acababa de aceptar una apuesta al whist. Contra Connor. No tenía compañero.

El silencio que siguió a sus palabras fue de la más absoluta, y sin duda escandalosa, incredulidad.

—La segunda vez que la vi fue en el salón de Helen Hennessy.