Capítulo 13

—ESTO ha llegado hace unos pocos minutos para usted, señorita Amanda.

Cuando llegó al vestíbulo principal, Amanda miró a Colthorpe mientras el mayordomo le tendía su bandeja, en la que descansaba un buqué de flores envuelto en tisú.

—Gracias, Colthorpe.

Amelia se acercó a ella mientras cogía las flores. Estaban a punto de marcharse al gran baile de lady Matcham con su madre, que en ese momento bajaba las escaleras.

—El lazo está tejido con oro —musitó Amelia.

Amanda estudió el ramo. El tisú que protegía las flores estaba sujeto con el lazo, de manera que se pudiera soltar con facilidad. Sujetó el buqué por los tallos adornados por el lazo y tiró; el tisú se abrió y reveló tres orquídeas blancas y perfectas.

Amelia las contempló boquiabierta, al igual que Amanda.

Louise llegó junto a ellas.

—¡Qué encantador! —Cogió el ramillete y estudió las flores—. Increíblemente exótico. —Le devolvió el ramillete a Amanda—. ¿Quién te las envía?

Amanda miró a Colthorpe.

—¿No hay tarjeta?

Colthorpe negó con la cabeza.

—Lo trajo un lacayo con librea marrón oscuro y adornos en verde y oro. No reconocí la casa.

—Bueno. —Louise se encaminó a la puerta principal—. Tendrás que llevarlas para saber quién reclama tu mano.

Amanda miró de reojo a su hermana y esta le devolvió la mirada.

—Venga o llegaremos tarde.

—Sí, mamá. —Amelia enlazó el brazo con el de su hermana y la instó a moverse—. Vamos… tendrás que ver qué sucede.

—Desde luego.

Amanda echó a andar junto a ella con la mirada clavada en las tres delicadas flores.

Tendría que ir y enfrentarse a su león.

Martin aguardó hasta el último minuto, hasta que el último de los invitados llegó y lady Matcham y su esposo estaban a punto de abandonar su lugar junto a las puertas de entrada al salón de baile. Cuando le entregó su tarjeta al mayordomo, el hombre estuvo a punto de dejarla caer, pero recuperó la compostura a tiempo de dar un paso al frente y anunciar a los concurrentes que el conde de Dexter había llegado.

Si hubiera anunciado a la muerte, el mayordomo no habría obtenido mayor atención. El silencio se extendió desde las escaleras hasta el otro extremo del salón de baile. Las conversaciones se fueron apagando a medida que los presentes se giraban para mirarlo y estiraban los cuellos para conseguir una mejor vista.

Martin se adentró en la estancia. Tras coger la mano que de forma instintiva le había ofrecido la anfitriona, se inclinó en una elegante reverencia.

—Señora.

Por un momento, lady Matcham sólo pudo mirarlo boquiabierta antes de que el triunfo se reflejara en su rostro.

—Milord… Permítame decirle que es… —Se interrumpió para observarlo con avidez desde su cabello elegantemente desarreglado, pasando por los hombros embutidos en un elegante traje de gala negro, hasta la corbata anudada a la perfección y el impecable chaleco antes de asentir con aprobación (después de todo, había sido una de las mejores amigas de su madre) y continuar—: Que es un placer ver que ha salido por fin de su guarida.

Una frenética oleada de susurros atravesó el salón de baile.

Martin saludó a lord Matcham con una inclinación de cabeza, y el hombre le devolvió el gesto, a todas luces intrigado por la inesperada asistencia de Martin. Este contestó:

—Ya iba siendo hora y la llegada de su invitación me pareció una señal del destino.

—¿De veras? —Lady Matcham se deshizo de su esposo con un gesto de la mano antes de cogerse del brazo de Martin y comenzar a descender las escaleras—. Recuerdo que siempre tuvo un pico de oro… déjeme advertirle que lo va a necesitar. Tengo la intención de presentarle a todas las anfitrionas a las que ha estado un año dando esquinazo.

Con su indolente sonrisa social en los labios, Martin inclinó la cabeza.

—Si lo considera necesario…

—Por supuesto que sí —le informó lady Matcham—. No le quepa ninguna duda.

La escoltó escaleras abajo hasta el enorme salón de baile. Para una anfitriona de su categoría, esa noche (o más bien su presencia) aumentaría en gran medida su popularidad. La ronda de presentaciones sellaría su triunfo; para él era un precio insignificante.

En última instancia, podría resultarle de utilidad que volvieran a presentarle a las anfitrionas de mayor relevancia; mientras hacía reverencias e intercambiaba comentarios, unas veces indolentes y otras más cáusticos, con las damas que, a todas luces, controlaban la alta sociedad, le dio los toques finales a su último plan. Su última estratagema para conseguir la mano de Amanda.

La mayoría de anfitrionas estaban encantadas de conocerlo, de intercambiar unas cuantas palabras y de conseguir la promesa de que sus invitaciones recibieran la debida atención. Dos de ellas, lady Jersey hija y la condesa de Lieven, la primera parlanchina y la segunda con fría altivez, intentaron con sus dispares métodos averiguar la razón que había provocado su repentino cambio de parecer; su regreso al mundo que había rechazado durante el último año. Él se limitó a sonreír y a dejarlas con la duda, a sabiendas de que sería la mejor forma de que siguieran prestándole atención. Era evidente que algo tenía que haberlo llevado hasta allí y, ávidas chismosas como eran, ansiaban saber el qué.

Cuando por fin dejó de hablar con la anciana lady Osbaldestone (se había quedado estupefacto al descubrir que la vieja tirana seguía con vida y que seguía siendo tan aterradora como de costumbre), lady Matcham le lanzó una mirada especulativa.

—¿Hay alguien… alguna joven… a quien le gustaría que le presentara?

Él le devolvió la mirada.

—En efecto. —Levantó la cabeza y miró al otro lado de la habitación—. Hay una joven con un traje de color melocotón en el centro de aquel grupo.

—¿Sí? —Lady Matcham era demasiado baja para ver más allá del círculo de hombros masculinos—. Sea quien sea, no parece necesitar más parejas de baile.

—Cierto. —A Martin no se le escapó el tono hosco de su voz. Le sonrió a lady Matcham—. Será mi pareja en el primer vals, pero me da la sensación de que todavía no lo sabe. Creo que debería comunicarle las noticias, ¿no le parece?

Fascinada, lady Matcham tuvo que morderse la lengua para evitar exigirle que se lo contara todo, puesto que se percató de que no le serviría de nada.

—Muy bien. —Tras colocarle la mano sobre la manga, le permitió que la condujera hacia el grupo en cuestión—. La temporada social había sido de lo más aburrida hasta ahora.

Cuando se acercaron al grupo y los caballeros se hicieron a un lado para desvelar a la joven que era el objeto de sus atenciones, los ojos de lady Matcham se abrieron de par en par, pero después esbozó una sonrisa.

—Vaya… Señorita Cynster, permítame presentarle a Su Ilustrísima, el conde de Dexter.

—Señorita Cynster.

Martin llevó a cabo la reverencia con manifiesta elegancia, como si no se hubiera mantenido alejado de los salones de baile durante los últimos diez años. Amanda fue incapaz de hacer otra cosa que no fuera mirarlo hasta que recordó su papel y correspondió a su saludo como era debido.

Martin le cogió la mano y la ayudó a erguirse. Apenas si alzó una ceja cuando ella se quedó en silencio. Amanda levantó la cabeza.

—Milord. Me sorprende verlo aquí… Me habían dicho que no le interesaban las diversiones que proporciona la alta sociedad.

Los labios de Martin se curvaron en una sonrisa y sus ojos verdes se clavaron en los de Amanda.

—Las cosas cambian.

La mirada de lady Matcham se tornó más penetrante. Se giró hacia el caballero que estaba a la derecha de Amanda.

—Lord Ventris, hay una joven que me gustaría presentarle. Si me permite su brazo…

Sin esperar a que se lo ofreciera, lady Matcham se cogió de su brazo y, con la prestancia de un galeón, alejó al caballero de allí.

Y dejó el camino libre para que Martin ocupara ese lugar al lado de Amanda, cosa que hizo con consumada elegancia.

—Como también supongo que habrá oído —murmuró en voz baja, aunque no del todo íntima— que he estado… ¿cómo decirlo?, que he estado fuera de circulación durante algunos años. Dígame, ¿se considera este un evento normal o es más tranquilo de lo habitual?

Lo había sido hasta que él llegó. Amanda luchó por recuperar su sentido común, que se había marchado por la ventana en cuanto lo vio aparecer y que, seguramente, no regresaría con él tan cerca, y se las apañó para esbozar una sonrisa serena.

—Es una reunión bastante normal. ¿No le parece, lord Foster?

—Bueno, sí… desde luego. —Lord Foster echó un vistazo a su alrededor, como si examinara la estancia por primera vez—. Bastante normal, me atrevería a decir.

Un silencio incómodo cayó sobre el grupo. Amanda se mordió el labio. Había otros seis caballeros a su alrededor, pero todos se habían quedado sin habla con la llegada de Dexter, el león indomable de la sociedad. Todos lo contemplaban como si fuera alguna bestia exótica que pudiera morderles a la menor provocación. Amanda se resignó y se dispuso a hacer un comentario sobre el tiempo…

Lord Elmhurst se giró hacia Martin.

—Esto… ¿es cierto que ha negociado en nombre del gobierno con los marajás?

Martin vaciló antes de asentir con la cabeza.

—En ciertas cuestiones.

—¿Se ha adentrado mucho en el subcontinente indio?

—¿Se ha encontrado alguna vez con los guerreros pathan? Según tengo entendido, son unos tipos aterradores.

Amanda renunció a hablar del tiempo. Escuchó las respuestas de Martin a las continuas preguntas sobre sus actividades en la India. Intentó concentrar su mente en la incógnita más pertinente: ¿qué pretendía con ese acercamiento? No obstante, le resultó imposible. Más caballeros se unieron al grupo, atraídos por las voces masculinas y por el evidente entusiasmo de la conversación.

—Mi primo trabaja para la Compañía en la zona. En sus cartas dice que es usted un héroe reconocido en las filas de la Compañía.

—He oído que convenció sin más ayuda al marajá de Rantipopo para permitirnos comerciar con sus esmeraldas.

Amanda no se perdía detalle y los guardaba para poder meditarlos más tarde, para añadirlos a lo que ya sabía de él.

—¿Ha estado alguna vez en un harén?

La entusiasta pregunta del joven señor Wentworth se escuchó por encima de las primeras notas que tocaba la orquesta.

Martin sonrió al señor Wentworth antes de desviar esa sonrisa, ensanchándola a ojos vista, hacia ella.

—Creo que ese es el preludio del primer vals. —Con un gesto de la cabeza, señaló las orquídeas que ella llevaba en la mano.

Amanda bajó la vista y, al verlas, recordó.

Escuchó cómo decía en voz baja:

—Ya que me ha concedido el honor de llevar mi prenda, supongo que también me concederá el honor de este baile.

No era una pregunta ni por asomo. Ella llevaba las orquídeas y él acababa de reclamarlas. Tras plantar una sonrisa en su rostro, Amanda levantó la vista y le ofreció la mano libre.

—El honor es todo mío, milord. —Después abrió los ojos de par en par—. Sabe bailar el vals, ¿no es así?

Martin esbozó una sonrisa amenazadora al tiempo que cerraba sus dedos en torno a los de ella.

—Eso deberá juzgarlo usted misma.

Amanda sabía que bailaba el vals como los ángeles, pero quería que los demás creyeran que jamás se habían visto con anterioridad. Tuvo que dejar que la condujera hasta la pista de baile y que la tomara entre sus brazos, ante los ojos de toda la alta sociedad. Ante los ojos de una anfitriona extremadamente interesada.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Convirtió las palabras en un furioso siseo a pesar de que la sonrisa seguía pintada en sus labios.

Él le sostuvo la mirada mientras comenzaban a girar. Sus labios se curvaron en las comisuras.

—Cambiar las reglas.

—¿Qué reglas?

—Las reglas de nuestro juego.

Eso no sonaba muy prometedor, al menos no desde su perspectiva, encerrada entre sus brazos en mitad de un salón de baile de la alta sociedad.

Había supuesto que aparecería esa noche; las orquídeas habían sido una clara advertencia. Pero había asumido que lo haría como las veces anteriores, sin llegar a mezclarse con los invitados, y que se la llevaría a cualquier lugar íntimo donde pudieran seguir «discutiendo» el tema de su matrimonio.

Claro que ella no le permitiría, ni por asomo, que volviera a esgrimir el argumento del sexo. Después de que dejara caer su opinión acerca de la paternidad, no asumiría más riesgos en ese sentido. Aunque sí que había esperado poder utilizar la promesa de futuros encuentros íntimos para conseguir que meditara con más detenimiento acerca de lo que sentía por ella.

Que saliera a la palestra y se lanzara a por ella era lo último que se le habría ocurrido.

Así pues, se había separado de su madre, de Amelia y de Reggie nada más llegar y se había dirigido hacia el otro extremo del salón de baile, eludiendo a aquellos que querían cortejarla. Después escuchó cómo lo anunciaban, levantó la vista y lo vio llegar. Sin saber cómo reaccionar, se lanzó a la labor de reunir a caballeros sin ton ni son para protegerse; en cuanto escuchó el nombre de Dexter supo que necesitaba protección.

Cierta protección. Y una vez que esos retazos de información que Martin había dejado caer comenzaran a circular por los clubes, el león sería ensalzado y ella no tendría oportunidad alguna de procurarse una mejor protección la próxima vez, si acaso conseguía alguna.

Habría una próxima vez, no le cabía la menor duda.

Sin embargo, la cuestión de su objetivo no parecía tan clara…

Volvió a mirarlo a los ojos y esbozó una sonrisa serena. Después de todo, ella estaba mucho más familiarizada con ese ambiente que él.

Martin estudió su mirada en un intento por descifrar lo que pensaba; Amanda deseó poder hacer lo mismo. Al no conseguirlo, se dispuso a disfrutar del vals.

Un error… Uno del que no se percató hasta que la acercó más a su cuerpo mientras giraban al fondo de la estancia. Para entonces, sus sentidos habían sucumbido a su cercanía y se habían reavivado ante la compulsiva y atávica llamada de ese cuerpo que tan bien recordaba y que tan cerca se encontraba del suyo; ante la fuerza y la facilidad con la que la guiaba en los giros del baile. Se le crisparon los nervios por la expectación, por la ya conocida anticipación; mientras tanto, los muslos masculinos rozaban los suyos y el deseo iba cobrando vida, en una dulce agonía.

Se quedó sin aliento y le falló la sonrisa mientras luchaba contra el impulso de acercarse más, de meterse entre sus brazos para apoyarse contra ese cuerpo. Entornó los párpados para que no lo leyera en sus ojos, pero entonces se dio cuenta de que él lo sabía. De que sentía lo mismo.

La mano que estrechaba la suya se tensó, y la que tenía apoyada en la cintura también; los músculos de los brazos que la rodeaban luchaban contra el impulso de estrecharla contra él.

No hizo nada que pudiera romper su concentración; la idea de que cualquiera de ellos sucumbiera a tales impulsos en mitad de un salón de baile… Además de causar un escándalo, jugaría a favor de Martin.

Sintió un inmenso alivio cuando la música llegó a su fin; saber que casi con toda seguridad él también lo sabía y que si lo provocaba lo suficiente se arriesgaría a verse envuelto en un escándalo para conseguir lo que quería, la dejó mareada.

Por suerte, parecía estar interpretando hasta las últimas consecuencias el papel que había preparado. Con impecable corrección, hizo una reverencia antes de ayudarla a incorporarse y después la llevó de vuelta al círculo de caballeros que la esperaban.

El hecho de que él la hubiera escogido como compañera para su primer vals en la noche de su reaparición en la alta sociedad hizo que otros caballeros empezaran a reconsiderar sus encantos, algo que no le habría importado perderse. Martin permaneció a su lado mientras ella utilizaba sus increíbles habilidades sociales para mantener la conversación en los cauces socialmente aceptados. Le dio la impresión de que Martin estaba escuchando, aprendiendo. Puesto que ambos aceptaban que ella se movía con más soltura en ese mundo, sacó a colación el mayor número de temas que le fue posible.

Sintió que había contribuido bastante a su reeducación cuando la orquesta comenzó a tocar los acordes del siguiente baile. Lord Ashcroft solicitó el honor de bailar con ella y Amanda aceptó con elegancia, aunque fue muy consciente de la súbita tensión que se apoderó en ese preciso momento del enorme cuerpo que seguía a su lado.

Sin embargo, cuando lord Ashcroft la devolvió al grupo al final del cotillón, Martin permanecía allí, observando, esperando. El espacio que había junto a él parecía ser su lugar. Aunque aceptaba su destino sin el menor cargo de conciencia, se vio asaltada por una leve inquietud.

Inquietud que sólo se vio acrecentada con el discurrir de la velada ya que él no se apartaba de su lado. La impresión que daba era que él le «permitía» bailar con otros caballeros; sólo era cuestión de tiempo que dicha percepción calara en las mentes de esos caballeros. En la de cualquiera que estuviera mirando. Si acaso no había calado ya.

Aprovechando un momento de distracción en el grupo motivado por una discusión entre lord Flint y el señor Carr, Amanda le dio un tironcito en la manga y siseó entre dientes cuando él se giró hacia ella:

—Deberías pasear por el salón.

Él la miró.

—¿Por qué?

—Porque resulta de lo más peculiar que me rondes de esta manera.

Sus labios se curvaron.

—Pero es que soy sumamente peculiar. —Le sostuvo la mirada—. Sobre todo en lo que concierne a la dama que quiero como mi condesa.

Ella abrió los ojos de par en par.

—¡Por el amor de Dios, cállate!

No hizo el menor intento de volver a reprenderlo. En cambio, y con una falsa sonrisa pintada en el rostro, continuó charlando y bailando, mientras hacía todo lo posible por ignorar las miradas desabridas de las restantes jóvenes y las expresiones reprobatorias de sus madres. No sólo estaba, desde su punto de vista, monopolizando a la celebridad del momento, sino que también estaba atrayendo en demasía la atención de otros buenos partidos.

No se le presentó vía de escape alguna (y en caso de que hubiera vislumbrado alguna, no había duda de que él se habría encargado de bloquearla) hasta que la velada llegó a su término y su madre, que por fin había dado por finalizado el cónclave de damas casadas en el otro extremo del salón de baile, se abrió paso entre la multitud. Amanda casi gimió cuando se percató de quién acompañaba a Louise: sus tías, la duquesa viuda de St. Ives y lady Horatia Cynster. Una Amelia rebosante de curiosidad cerraba la comitiva del brazo de Reggie.

—Bien, querida. —Sonriente, Louise se unió a ellos—. ¿Has disfrutado de la velada?

—Por supuesto. —Ya que no le quedaba alternativa, señaló a Martin—. Deja que te presente al conde de Dexter. Mi madre, lady Louise Cynster.

La sonrisa de Martin fue el epítome de la simpatía. Hizo una reverencia y Louise correspondió con una inclinación de la cabeza.

—Y mis tías, la duquesa viuda de St. Ives y lady Horatia Cynster.

Intercambiaron saludos. La duquesa viuda hizo un comentario sobre lo tardío de su reaparición en la alta sociedad. Tal vez fuera eso, o la sagaz y astuta mirada de los ojos claros de su tía, pero Martin decidió que ya era hora de liberar a su presa. Se despidió con elegancia, inclinándose sobre su mano en último lugar.

—Hasta la próxima.

Podría haberse tratado de una mera expresión de despedida. El brillo de sus ojos, el sutil deje de su voz, decían algo muy distinto.

Era un desafío… y una advertencia.

A la mañana siguiente, Amanda estaba sentada a la mesa a la hora del desayuno, bebiendo té con la vista clavada en el buqué formado por tres delicadas orquídeas color marfil que había llegado apenas una hora antes.

Louise entró.

—Y ¿bien? —Se acercó sin perder de vista las flores—. De Dexter, supongo.

Una vez más, no había nota.

—Eso creo.

Mientras acunaba la taza entre las manos, Amanda estudió las flores. No se le ocurría ningún otro caballero que pudiera enviarle orquídeas. Aparte de ser escandalosamente caras, eran demasiado exóticas. Tan decadentemente sensuales. Dexter, sí… Algún otro, imposible.

Louise se percató de su expresión. Enarcó un poco las cejas, se sentó en su silla, a la cabecera de la mesa, y esperó a que Colthorpe le sirviera el té y se retirara. Amelia estaba sentada enfrente de Amanda, y rumiaba en silencio sus propias ideas mientras dejaba que su hermana pensara en paz. Louise extendió su servilleta y miró a Amanda

—Imagino que será la comidilla de todos. Que un caballero de la posición de Dexter, por no hablar de sus peculiares circunstancias, salga de su reclusión con las miras puestas desde el principio en ti…

En lugar de terminar la frase, se dedicó a untar una tostada de mantequilla. Tras darle un mordisco a una esquina, masticó con aire pensativo y le dio un sorbo al té. Volvió a mirar a Amanda.

—Sólo te diré algo que deberías tener muy en cuenta. —Amanda levantó la cabeza y se encontró con la mirada de su madre—. Sea cual sea la emoción que lo ha llevado a abandonar su guarida, ten por seguro que no será comedida.

Más tarde esa misma mañana, las palabras de su madre resonaban en los oídos de Amanda mientras observaba la enorme mano extendida frente a ella, en la entrada del parque.

Arrogante. Exigente. Impaciente. En absoluto comedida, desde luego.

Y complicada, por no decir peligrosa.

Aferró con más fuerza la sombrilla antes de colocar los dedos sobre esa mano y permitir que la ayudara a subir al faetón. Se arregló las faldas. Con un breve saludo en dirección a Amelia y a Reggie, que aguardaban en el césped, Martin azuzó los caballos y se pusieron en marcha.

—Dime —comenzó ella, ya que se había decidido a agarrar al león por la melena—, ¿por qué has decidido reintegrarte en la sociedad?

La miró de reojo.

—Tal y como le dije a lady Matcham, tuve la sensación de que era un decreto.

—¿Un decreto?

—De la más alta autoridad.

Ella meditó esas palabras.

—¿Eso quiere decir que vas a reclamar el lugar que te corresponde?

La mirada que ese comentario le vahó fue algo más hosca.

—Si es necesario. —Se estaban acercando a la parte del recorrido más popular, lugar atestado de carruajes—. Ahora dime tú a mí, ¿quién diablos son estas mujeres?

Dado que «estas mujeres» los saludaban con elegancia y miradas ávidas, y dado que entre ellas se encontraban casi todas las anfitrionas más importantes, Amanda consideró oportuno contestarle.

—Aquella es lady Cowper… tal vez la recuerdes.

Él asintió.

—¿La que viste de verde es lady Walford?

Amanda lo miró.

—Tu memoria es encomiable, pero ahora es lady Merton.

La dama había sido toda una belleza antes de que se casara por segunda vez algunos años atrás.

Martin frunció los labios, pero continuó lanzándole una pregunta tras otra, aunque no todas dejaban en buen lugar a quienes se referían. Sus recuerdos eran muy dispersos; en ocasiones increíblemente detallados. Había visto por última vez a esas personas diez años atrás y a través de los ojos del que entonces fuera un joven pendenciero. Algunos de sus comentarios la hicieron reír; se enteró de muchas cosas que no sabía; pero, al mismo tiempo, él desconocía otras muchas cosas que ella se encargó de contarle.

Cuando llegaron al final de la ruta más concurrida y Martin puso los caballos al trote, ella lo estudió de reojo. Había querido atraerlo de vuelta a ese mundo, el mundo al que ambos pertenecían; una parte de sí misma estaba encantada por su presencia… y por el éxito que suponía para ella. Otra, una más cautelosa, le advertía que no vendiera todavía la piel del oso.

Lo había sacado de su guarida, pero él lo había hecho con un objetivo muy claro en mente.

Y estaba decidido a conseguirlo. Cosa evidente a medida que los días iban pasando. Todas las mañanas recibía tres orquídeas blancas y allá donde fuera, allí estaba él, esperándola.

Para reclamar su atención, su mano, el primer vals y, en caso de haberlo, aquel que precedía a la cena. Sin importar la naturaleza del evento, se quedaba a su lado, inamovible. Sus atenciones, sin embargo, eran del todo calculadas… y socialmente aceptables, si bien a todos se les escapaba la sensualidad que destilaba cada mirada, cada caricia. La red que iba tejiendo en torno a ella, pasada a pasada, les resultaba invisible. Amanda lo sabía, pero no podía hacer nada por impedirlo, por negar que ya se había adueñado de sus sentidos y de su corazón.

Desde luego que había cambiado las reglas de su juego. Entre ellos ya no fingían que el deseo no latía a flor de piel, a la espera de que estallara la pasión. Que no preferían estar a solas, delante de la chimenea de su biblioteca o en cualquier otra parte, en lugar de girar en innumerables pistas de baile. Pero él buscaba su rendición, buscaba que aceptara casarse con él tal y como se mostraba en esos momentos, que lo aceptara tal y como hasta entonces había dejado entrever que era. Que le concediera su mano, que se entregara a él, sin recibir ninguna promesa a cambio. Había trasladado la batalla a la alta sociedad, había cambiado las reglas por aquellas que regían en ese mundo tan selecto pero su objetivo no había cambiado en lo más mínimo.

Día tras día, noche tras noche, continuó acosándola. A través de salas de bailes, de salones, en la ópera o en el parque. Ni una sola vez traspasó la línea, pero siguió eligiéndola a ella, no sólo por encima de las demás… para él no existía ninguna otra. Sólo estaba interesado en una dama; y no había tenido reparos en establecer ese hecho con brutal claridad.

Para su sorpresa, su estupefacción… y su creciente consternación, demostró ser un maestro en el arte de utilizar los preceptos sociales para provecho propio. Lo que era peor, no había creído posible que en esa arena, en la que ella contaba con mucha más experiencia, pudiera derrotarla.

Sin embargo, estaba ganando.

Las anfitrionas comenzaban a complacerlo, a avenirse a sus deseos.

Apenas si pudo dar crédito a sus oídos cuando en el baile de los Castlereagh escuchó de pasada cómo Emily Cowper, tan agradable como siempre, le murmuraba a Martin antes de alejarse:

—Una excelente elección, querido. Será una magnífica condesa.

Giró la cabeza, abandonando la historia que el señor Cole estaba contando, y vio que Martin sonreía antes de asentir y responder:

—Sin duda alguna. Yo también lo creo.

Lady Cowper esbozó una sonrisa amable, le dio unos golpecitos en el brazo y se marchó.

Martin se encontró con su mirada… y esbozó una sonrisa leonina. Fue la condesa de Lieven quien puso ante sus ojos cuán peligroso podía ser el cambio que se estaba obrando. La dama le dio unos golpecitos con el abanico en la muñeca y señaló con gesto regio hacia Martin, que charlaba con lord Woolley.

—Me complace que te hayas decidido por fin. Saltar de un caballero a otro puede ser aceptable a los dieciocho, pero a los veintitrés… —Enarcó las cejas con altanería—. Baste decir que una alianza con Dexter contaría con el respaldo general. Por supuesto, está el asunto de ese viejo escándalo, pero… —Se encogió de hombros antes de continuar—: Es de esperar que consigas hacerlo desaparecer, de una manera o de otra.

Tras una breve inclinación de cabeza, la condesa se marchó y dejó a Amanda contemplando su retirada. ¿De una manera o de otra?

Sabía lo que quería decir: debía casarse con Martin, mantener la cabeza bien alta y darle varios hijos, mientras se aseguraba de que ninguno de los dos se veía envuelto en otro escándalo. Redención a través de la asociación; si se mantenía tan pura como la nieve, se pasarían por alto las supuestas transgresiones de Martin.

Esa idea la dejó horrorizada. Se volvió hacia Martin y descubrió que la observaba con el ceño fruncido y que trasladaba ese gesto hacia la espalda de la condesa de Lieven.

—¿Qué te ha dicho esa arpía?

Casi pudo ver cómo se le encrespaba la melena.

—Nada, nada. Ya se escuchan los violines… vamos a bailar.

Consiguió arrastrarlo a la pista de baile y él dejó que lo distrajera, pero no se dejó engañar. Mientras giraba entre sus brazos, una parte de ella le susurraba que tal vez debiera rendirse. Después de todo, la había seguido hasta la alta sociedad, se había enfrentado a las brillantes luces y a las anfitrionas para ganar su mano… ¿necesitaba más declaración que esa?

La respuesta fue un rotundo sí. Quería que reconociera sin tapujos que la amaba, y no había hecho nada parecido. Además, había un obstáculo mucho más grande, uno que no se doblegaría ante su voluntad ni ante la de él. Ni siquiera ante la de la sociedad. Los Cynster no estaban convencidos… al menos, no lo suficiente como para permitirle que se casara con él.

Hacía muy poco que se había dado cuenta, que se había percatado de la expresión cauta que asomaba a los ojos de su madre y de los susurros que pasaban entre su madre y sus tías. Cuando la música terminó, sintió un fuerte deseo de frotarse la frente. Su ordenado y sencillo mundo había quedado patas arriba de repente.

—¡Aquí! ¡Muchacha!

Amanda se giró. Lady Osbaldestone estaba sentada en un diván.

—¡Sí, tú! —La dama le hizo un gesto con el bastón para que se acercara—. Quiero hablar contigo.

Amanda se acercó al diván con Martin a su lado.

—Siéntate. —Lady Osbaldestone indicó el asiento que tenía al lado. Después miró a Martin y sonrió con malicia—. Y tú ve a buscarme un vaso de horchata, y otro de agua para la señorita Cynster. Te lo agradecerá más tarde.

Imposible negarse. Martin aceptó el encargo con deportividad, hizo una reverencia y se marchó en dirección a la mesa de los refrigerios.

—Es bueno saber que iba bien encaminada. —Se giró hacia Amanda y la estudió—. Y ¿bien? ¿Te has decidido ya?

Amanda enfrentó esos ojos oscuros e insondables y dejó escapar un suspiro.

—Me he decidido… y es evidente que él también, pero…

—Según mi experiencia, siempre hay un pero. ¿De qué se trata? Y por el amor de Dios, ve al grano, porque regresará enseguida.

Amanda inspiró hondo.

—Hay dos peros. El primero no es tanto si me quiere o no, porque estoy segura hasta donde se puede estarlo de que es así, sino si él sabe que me quiere. El segundo tal vez sea más serio, más difícil de superar. El escándalo sigue estando ahí. Sé que la sociedad lo pasará por alto, pero no creo que mi familia lo haga.

Lady Osbaldestone asintió.

—Tienes razón. No lo harán, créeme. Aunque estás equivocada con respecto a lo que es importante y lo que no. —Miró a Amanda a los ojos y se inclinó hacia ella—. Escúchame, y escúchame con atención. Haces muy bien manteniéndote en tus trece y exigiendo que reconozca, al menos entre vosotros, que te quiere. Supongo que ese ha sido el propósito de esta semana. El hecho de que te siguiera hasta los salones de baile para obligarte a tomar una decisión.

Amanda asintió.

—Exacto.

—Una buena señal, pero hagas lo que hagas, no flaquees. No dejes que ni él ni nadie te alejen de tu objetivo.

La anciana levantó la vista. Amanda siguió su mirada y vio que Martin se abría paso para regresar a su lado.

Lady Osbaldestone se apresuró a hablar.

—En cuanto al escándalo, tendrás que confiar en mi instinto acerca de él y de su familia, pero no se resolverá a menos que él quiera. Y sólo se decidiría a hacerlo si lo motivara una razón mucho más importante que aquellas que han motivado el silencio y, créeme, en su caso hay unas cuantas.

Martin se estaba acercando. Los ojos negros de lady Osbaldestone se clavaron en los de Amanda.

—¿Me has entendido, muchacha? —Le clavó esos dedos huesudos en la muñeca—. Sólo veo una razón lo bastante poderosa como para él desee limpiar su nombre.

Lady Osbaldestone volvió a reclinarse en su asiento y sonrió al aceptar su vaso de horchata. Martin miró a la anciana antes de desviar la vista hacia Amanda. Le ofreció el vaso de agua que le había llevado. Amanda lo aceptó con gesto distraído y lo apuró.