JUSTO a medianoche, Amanda salió a hurtadillas al estrecho balcón situado al fondo del salón de baile de los Kendrick. Dicho balcón, al cual se accedía por unas puertas acristaladas, rodeaba la esquina del edificio para ofrecer una vista del jardín lateral.
Amanda se rodeó la cintura con los brazos cuando comenzó a temblar a causa del frío. El tiempo había empeorado y las fuertes ráfagas de viento hacían que unas nubes cargadas de lluvia ocultaran la luna. Amenazaba con caer un aguacero. Se abrazó con fuerza mientras doblaba la esquina.
La puerta que había tras ella se abrió.
—¿Amanda?
Se giró y parpadeó al ver la figura de pelo rubio que se recortaba contra la luz del salón de baile.
—¿Qué estás haciendo aquí fuera? —El tono de Simon, un tono que sólo podría emplear un hermano pequeño, daba a entender que la creía chiflada.
—Bueno… estaba tomando el aire. Ahí dentro hace mucho calor.
Ni siquiera se había dado cuenta de que su hermano la había estado observando. Peor aún, el hecho de que tuviera los ojos entornados y la hubiera seguido hasta allí… su hermanito se estaba haciendo mayor. Y era un Cynster de la cabeza a los pies.
Al igual que ella. Hizo un gesto para restarle importancia.
—Regresaré dentro en unos minutos.
Simon frunció el ceño y salió al balcón.
—¿Qué estás tramando?
Amanda se irguió cuanto pudo; le habría encantado poder mirarlo desde arriba, pero con apenas diecinueve años, su hermano ya le sacaba una cabeza.
—No estoy «tramando» nada. —Todavía. Y si su hermano no se marchaba, no tendría la menor posibilidad. Le lanzó una mirada de reproche—. ¿Qué te crees? Acabo de salir a un balcón tan estrecho que podría considerarse una repisa… ¿se puede saber qué te preocupa? —Extendió los brazos en cruz—. No puedo bajar y ¡aquí no hay nadie!
Las nubes eligieron ese preciso instante para comenzar a descargar; el viento cambió de dirección y los goterones comenzaron a golpear la casa. Amanda jadeó y retrocedió hasta apoyarse contra la pared.
Simon la agarró del brazo.
—¡Hace mucho frío! Pillarás un resfriado y a mamá le dará un ataque. ¡Vamos!
Tiró de ella hacia las puertas. Amanda titubeó, pero empezaba a llover con fuerza. Si no regresaba al salón, acabaría empapada. Refunfuñando entre dientes, dejó que Simon la arrastrara al interior.
Sólo esperaba que Martin supiera que había acudido a la cita.
Desde su puesto bajo el balcón, Martin escuchó el ruido de la puerta al cerrarse; permaneció un rato escuchando el sonido de la lluvia que caía a su alrededor. Un Romeo bajo la lluvia sin su Julieta.
Eso era lo que ocurría cuando se hacían planes al calor de la pasión.
No se había percatado de la extrema inutilidad del encuentro que habían acordado hasta que llegó a casa desde Osterley. Le había costado mucho apartar su mente de aquello que no había sucedido junto al lago. Y de lo que sí había sucedido. Una vez que fue capaz de pensar con claridad, le resultó de lo más evidente que, dado el punto al que habían llegado sus negociaciones, no sacaría nada de provecho de unos cuantos encuentros ilícitos con Amanda y mucho menos en un estrecho balcón. Para exponer sus argumentos, y sobre todo para exponerlos de la forma en la que él quería, necesitaba al menos una hora, preferiblemente dos. En una cama.
Había acudido esa noche para arreglar semejante encuentro. Sin embargo…
Tan pronto como amainó la lluvia, se escabulló de debajo del balcón para encaminarse a las puertas del jardín y subirse al carruaje, negro y anónimo, que le esperaba en las caballerizas. Estiró sus largas piernas y se arrebujó en el gabán. Mientras el carruaje traqueteaba de regreso a Park Lane, le resultó difícil no reparar en el hecho de que la irrupción de Amanda ya había conllevado cambios considerables en su vida.
Dos meses atrás, ni se le habría ocurrido regresar a casa a esas horas. Habría estado deambulando, a la caza de… distracción, de disipación. A la caza de cualquier diversión que llenara sus horas de soledad.
En esos momentos… a pesar de que no habría nadie cuando llegara a casa, no se sentiría solo, no sentiría el opresivo vacío de la casa; no tendría tiempo. Comenzaría a darle vueltas y más vueltas en su cabeza al plan con el que convencería a una dama testaruda para que se casara con él, aun cuando eso provocara más cambios en su vida.
Casarse con Amanda Cynster sería poco menos que una revolución. Lo extraño era que, a pesar de su innata apatía y de lo mucho que le desagradaba que lo molestasen, ese hecho no lo desalentaba en lo más mínimo.
Al parecer, la única opción viable era secuestrarla.
A la mañana siguiente, mientras bebía su café durante el desayuno, Martin reflexionaba acerca del momento y el lugar apropiados para hacerlo. Y descubrió que la tarjeta que le había enviado lady Montacute anunciaba un baile de máscaras para esa noche, o al menos una de las desleídas e insulsas fiestas que en esos días recibían tal apelativo. La dama había decretado que para asistir eran necesarios un dominó, un antifaz y una invitación.
Cosas que él tenía.
Dilucidar el modo de identificar a Amanda sin delatarla a los ojos de los demás, a pesar de estar oculta tras el dominó y el antifaz, no le llevó más de un minuto.
Catorce horas después, ataviada con el dominó negro de rigor y con el rostro cubierto por el antifaz, Amanda apareció en la entrada del salón de baile de lady Montacute acompañada por otra dama y un caballero. A juzgar por la estatura y los rizos rubios que se distinguían bajo la capucha de la dama desconocida, Martin asumió que se trataba de su gemela, como también se habría atrevido a jurar que el caballero era Carmarthen. Esperó un instante para acorralar a su presa, lo justo para que intercambiara unas cuantas palabras con sus acompañantes antes de separarse.
Fue el primero en llegar a su lado, aunque por muy poco. Otros caballeros se habían fijado en ella, sola y observando los alrededores, y habían decidido reclamar su mano. Martin no le hizo el menor caso a la mano: le rodeó la cintura con un brazo y la pegó a su cuerpo.
—¡Por Dios! —Amanda alzó la vista; sabía que era él, de la misma forma que él sabía que era ella, y no otra dama de cabello rubio que por casualidad lucía tres orquídeas blancas en el cuello. Parpadeó—. ¿Adónde vamos?
Martin ya la arrastraba a través de la multitud.
—A algún lugar donde no puedan molestarnos.
No volvió a hablar mientras la arrastraba hacia el pasillo que conducía a un saloncito desierto, desde donde se llegaba a la terraza de acceso al porche delantero. Con la mano en la base de la espalda, la instó a bajar los escalones y a seguir el serpenteante camino de entrada hasta la calle. Su carruaje los esperaba, al igual que los caballos, que parecían inquietos.
Abrió la puerta y ella se aferró a su manga.
—¿Adónde…?
Él la miró a los ojos.
—¿Importa?
Amanda lo fulminó con la mirada y se giró hacia el carruaje. La ayudó a subir, entró tras ella y cerró la portezuela; con una sacudida, el carruaje se puso en marcha.
Amanda se quitó la capucha.
—Eso ha sido…
Martin se movió con rapidez; la sujetó por la cintura y la obligó a sentarse sobre su regazo. Le sujetó el rostro con una de sus fuertes manos y la besó en los labios.
La cabeza de Amanda comenzó a dar vueltas desde ese primer asalto; se aferró a sus brazos y dejó que la realidad pasara a un segundo plano. Sus sentidos se ahogaron en una súbita oleada de deseo, de cálida, irresistible e inconfundible pasión. Él se apoderó de su boca y ella se lo permitió; le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él mientras el carruaje proseguía su camino y él hacía lo propio con su seductor asalto. Sus brazos se cerraron en torno a ella, como una cálida jaula de acero que la mantenía pegada a su cuerpo, sana y salva.
Su casa no estaba lejos; Amanda se sintió desconcertada, aunque no sorprendida, cuando el carruaje se detuvo y Martin la devolvió al asiento antes de abrir la puerta; al otro lado, más allá de la figura masculina, vio la oscura y siniestra silueta de su hogar.
En esa ocasión, el carruaje se había detenido frente a la puerta principal; Martin descendió, se giró y subió las escaleras con ella en brazos. Las descomunales puertas se abrieron en el mismo instante en que sus botas resonaron sobre las baldosas del porche; cuando él atravesó el umbral, Amanda atisbó una figura oculta tras las sombras que proyectaba la puerta y que inclinó la cabeza con dignidad.
Esperó a que Martin se detuviera. No lo hizo.
—¿Es tu mayordomo? —preguntó con mordacidad.
—Jules.
Había supuesto que Martin se dirigía a la biblioteca; pero, en cambio, comenzó a subir los escalones de tres en tres.
El corazón de Amanda comenzó a latir más aprisa.
—Ya puedes dejarme en el suelo.
Él la miró a los ojos.
—¿Por qué?
No se le ocurrió ninguna respuesta, al menos, ninguna que él aceptara. Resultaba evidente que Martin sólo tenía una cosa en mente y eso la distraía en gran medida. Al tiempo que aceptaba la desconcertante idea de que, en realidad, todo lo demás carecía de importancia.
La primera vez que la llevó a su dormitorio no había estado despierta; por tanto, le pareció inteligente no perderse ni un detalle del camino en esa ocasión. El vacío de la casa era tal que el eco de sus pasos resonaba por doquier. Reconoció la galería que atravesaron antes de girar por un pasillo familiar.
Martin se detuvo un instante, la cambió de posición en sus brazos y abrió la puerta de un empellón.
La oscuridad, el frío y la sensación de vacío se desvanecieron en cuanto traspasaron el umbral. Cerró la puerta de una patada. Con los ojos abiertos de par en par, le clavó los dedos en el hombro y él se detuvo.
Permitió que observara con deleite el subyugante esplendor sensual de la estancia.
Recordaba algunas cosas: el enorme anaquel de piedra labrada que dominaba la chimenea en la que ardía el fuego; las gruesas cortinas de brocado que envolvían los enormes postes de madera tallada de la cama; la fastuosa seda de las sábanas y los almohadones. Diseminados por el resto de la habitación, otros objetos, como baúles y mesas de caoba tallada, resplandecían a la tenue luz de los candelabros de bronce emplazados en las paredes de la estancia. Las incrustaciones de bronce y oro centelleaban a la luz del fuego. El suelo estaba cubierto por alfombras orientales de vivos colores y en las paredes colgaban tapices que sobrepasaban su belleza.
Al igual que en la biblioteca, había un sinfín de lugares atractivos a la vista, una miríada de colores, texturas, objetos y adornos cuyo fin era el de gratificar la mente y avivar los sentidos.
La excentricidad era de lo más evidente.
Lo que no era evidente en ese altar dedicado a la gratificación de los sentidos eran los objetos, por nimios que fueran, que le recordaran que estaba en los aposentos de un conde inglés; de un hombre nacido y criado en ese país, que había asistido a Eton y había sido educado para dirigir su porción de Inglaterra.
Esa era la guarida de un pachá, de un hombre regido por el sol, de un hombre que había nacido para la sensualidad. Para quien la sensualidad era tan importante como respirar, una parte inherente de su ser; una parte poderosa y vital, inseparable del resto de su persona.
Martin avanzó unos pasos hasta dejarla en el suelo sobre la alfombra de seda situada junto a la cama. Ella lo miró a la cara en un intento por reconciliar todo lo que los rodeaba con lo que podía ver allí.
Él se desató las cintas que aseguraban su dominó y arrojó la voluminosa capa negra a un lado. Esa mirada leonina no abandonó su rostro, sus ojos, durante todo el proceso.
Ella alzó una mano para acariciar la mejilla que tantas veces había acariciado durante las dos semanas anteriores; se sentía fascinada por esos rasgos angulosos y agresivos que tanto se parecían a los de sus propios ancestros normandos. Una parte de él inglesa hasta la médula.
Lo miró a los ojos y vio una vez más a un hombre como ella, con sus mismos objetivos y aspiraciones. Y, de repente, lo comprendió todo.
Él había sido desheredado, o al menos eso creía. Así pues, había enterrado su parte inglesa y había permitido que otros rasgos de su carácter se hicieran con el control. Sin embargo, el caballero inglés seguía allí, como la otra cara de la moneda; no obstante, incluso en ese lugar, se ocultaba entre las sombras.
Ella los quería a ambos, al inglés y al pachá; quería a los dos en uno. Se puso de puntillas al tiempo que colocaba las manos sobre su pecho para rozarle apenas los labios.
Para besarlo. Para alentarlo.
Martin esperó sin moverse a que ella dejara claros sus deseos antes de apoderarse de sus labios y tomar el control; antes de abalanzarse sobre ella y devorarla, marcando a fuego su lengua y el suave interior de su boca.
Amanda se entregó a él de buena gana. Se le desbocó el corazón cuando él alzó las manos; cuando sintió el tirón con el que desató las cintas del dominó antes de dejarlo caer al suelo. Acto seguido, unas manos decididas le rodearon la cintura y la acercaron a él.
Para apretarla contra su duro cuerpo.
Amanda alzó las manos para rodearle el cuello y acercarse aún más, para entregarse a él. Sólo conocía una forma para sacarlo a la luz: ofreciéndose a él. Ofreciéndole todo lo que era y todo lo que podría llegar a ser. Amándolo como deseaba que él la amara.
Por completo. Sin reservas.
Martin percibió su determinación; había estado con demasiadas mujeres como para no reconocer cuando una de ellas se entregaba sin restricciones y se ofrecía sin reclamar nada a cambio. A las otras les había prodigado toda clase de atenciones, placeres sensuales y efímeros deleites. Con ella, en ese preciso instante, era diferente: deseaba ofrecerle muchas más cosas. Placeres más intensos. Mayores deleites.
Un compromiso duradero.
No encontraba las palabras y no tenía la menor intención de buscarlas, de buscar una forma de confesar una dolencia que, según había aprendido en el pasado, suponía la vulnerabilidad más extrema; la única grieta que lucía la armadura que le habían legado sus ancestros. Las manifestaciones de afecto resultaban demasiado costosas y era el único sacrificio que no volvería a cometer. Ni siquiera por ella. Estaba dispuesto a entregarle todo lo demás: su cuerpo, su nombre y su protección. Su devoción.
Mientras la sostenía entre sus manos y sus dedos se hundían en ella para sentir la grácil fuerza de ese cuerpo y la resplandeciente, esbelta e innegable feminidad que se apretaba contra él, se concentró en la tarea de ponerle el paraíso a los pies.
En la tarea de convencerla de que se casara con él.
Soltó las riendas de su autocontrol con total deliberación. Dejó que el instinto se apoderara de él y le sirviera de guía. Con ella no necesitaba pensamiento alguno, ni lógica ni estrategia. Lo único que precisaba era seguir los dictados de su corazón.
Allí estaba ella, ansiosa por complacerlo, apretada contra su cuerpo mientras sus lenguas jugueteaban y él le quitaba el vestido. Se quitó los escarpines como pudo y los apartó de una patada. Martin fue incapaz de resistirse a sus pechos y cerró las manos a su alrededor a pesar de que seguían cubiertos por la camisola; acarició esos suaves montículos, firmes bajo sus manos, presa de la expectación. Apartó los labios de su boca y comenzó a trazar un reguero de besos por su esbelto cuello mientras ella echaba la cabeza hacia atrás y le permitía el acceso al lugar de la garganta donde su pulso latía acelerado. Martin dejó vagar las manos por el cuerpo femenino hasta que se cerraron sobre las deliciosas curvas de su trasero y la apretaron contra él al tiempo que la masajeaba de forma seductora.
Sintió cómo Amanda se quedaba sin aliento y cómo aumentaba el deseo.
Volvió a dejarla en el suelo; en cuanto recuperó el equilibrio, se arrodilló en el suelo frente a ella. Alzó la vista hacia su rostro y la miró a los ojos cuando Amanda bajó la cabeza, parpadeando y con los labios hinchados y entreabiertos.
—Las medias.
Volvió a parpadear, pero cuando Martin se echó hacia atrás, dobló la rodilla y le colocó el pie sobre el muslo.
Sonriendo para sus adentros y a sabiendas de que el gesto no modificaría su expresión severa, metió la mano bajo el borde de la camisola y aferró la banda de seda que le rodeaba la pierna. Quitó primero una media y después la otra, sin ocultar el placer que le proporcionaba la sedosa piel de sus largas piernas. Trató de no imaginárselas rodeándole la cintura, tal y como estarían en breve.
Tras arrojar a un lado la segunda media, volvió a concentrar su atención en ella; le colocó ambas manos sobre los muslos para deslizarías muy despacio hacia abajo, hasta llegar a los tobillos, y después recorrer el camino inverso; durante todo el proceso, hasta que sus manos volvieron a su posición de partida, acarició sin prisas cada curva, cada recoveco. Entretanto, Amanda se inclinó hacia delante y le enredó los dedos en el cabello mientras él deslizaba los suyos por debajo del dobladillo de la camisola.
Cerró las manos sobre la parte superior de sus muslos y la mantuvo inmóvil mientras acercaba el rostro al valle que se formaba entre ellos. Amanda jadeó, pero no se apartó ni se resistió; muy al contrario, le agarró la cabeza y permitió que le separara los muslos… que le separara los húmedos pliegues y la saboreara.
Su perfume lo envolvió y se le subió a la cabeza, una atracción básica que despertaba todos y cada uno de sus instintos primitivos. Su disposición, su consentimiento y el estímulo que proyectaban su postura y sus entrecortados jadeos avivaron la más primitiva de las necesidades de Martin.
Se apartó de ella y se puso en pie a la par que deslizaba las manos por su cuerpo e iba alzándole la camisola para sacársela por la cabeza. Amanda levantó los brazos para facilitarle la tarea.
Cuando los tuvo libres, extendió las manos hacia él… en busca de su chaqueta. Sus miradas se cruzaron y Martin se quedó muy quieto. Y recordó. Refrenó sus impulsos para permanecer inmóvil y concederle el momento que ella ansiaba. Contempló la miríada de pensamientos que cruzaban su rostro mientras lo desvestía. Se movió lo justo para que ella le quitara la chaqueta, la corbata, el chaleco y la camisa, tras lo cual comenzó a trazar el contorno de cada músculo y de cada hueso con caricias que lo dejaron dolorido.
Martin se llevó la mano a la cintura y se desabrochó los botones, pero ella le apartó la mano y le separó la bragueta. No podía verle el rostro; sólo le veía la coronilla, ya que había bajado la cabeza y después… se había quedado inmóvil. Entonces recordó que hasta entonces no lo había visto… no había visto esa parte de él… desnuda. No hasta después. Cuando ya estaba…
Antes de que pudiera preguntarse qué pasaba por la cabeza de Amanda, ella lo rodeó con los dedos, y sus caricias contestaron esa pregunta. Sus dedos le transmitieron la fascinación, el asombro, la reverente excitación que sentía. La expectación que la embargaba.
Acarició toda la longitud de su miembro y él reprimió un gemido… Amanda se sobresaltó y levantó la vista. Volvió a cerrar la mano en torno a él para acariciarlo una vez más. Y otra.
Martin extendió los brazos para alzarla, la estrechó contra él y la besó. Apresó su boca y permitió que ambos se intoxicaran con el festín… durante un rato. Sin finalizar el beso, le sujetó la muñeca y le apartó la mano muy a su pesar. Levantó la cabeza y se apartó un poco para quitarse los pantalones, los calcetines y los zapatos.
Cuando regresó, ella lo esperaba con los brazos abiertos. Se apretó contra él y Martin la abrazó; sus cabezas se encontraron a medio camino para que sus labios se fundieran en un beso. Le hundió la lengua en la boca, buscando la suya para juguetear con ella, y sintió que Amanda dejaba caer todo su peso contra él. Se amoldó a él por completo. Cuerpo contra cuerpo, piel contra piel.
La pasión los envolvió y las llamas del deseo comenzaron a avivarse hasta que se cerraron en torno a ellos.
Estiró un brazo para apartar la colcha y la instó a dar un último paso hacia la cama. Ella se sentó en las sábanas de seda; Martin la siguió y colocó una rodilla sobre la cama. Amanda dejó que la colocara sobre el colchón hasta que su cabeza quedó contra la almohada y sus rizos dorados quedaron esparcidos sobre la seda color marfil.
Sabía muy bien cómo la quería, qué posición satisfaría mejor su necesidad. Se tendió en la cama junto a ella, con la colcha a su espalda, y le recorrió los brazos y los hombros con las manos; la espalda, las caderas, las piernas… hasta que la tuvo casi debajo de su cuerpo y acomodada sobre el grueso lecho de plumas, de forma que así soportara sin problemas sus embestidas; de forma que sus cuerpos pudieran entrelazarse y fundirse sin impedimentos.
La luz del fuego derramaba un cálido resplandor sobre su sedosa piel pálida y también sombras que se asemejaban a unos dedos que le acariciaran los pechos, cuyos pezones ya estaban enhiestos. Martin disfrutó del contraste cuando colocó una de sus bronceadas manos sobre uno de esos firmes montículos antes de deslizarla posesivamente hacia abajo, sobre las suaves curvas de ese voluptuoso cuerpo, en dirección a la redondez de su cadera para seguir por el muslo. Hacia la rodilla.
Tenía un cuerpo suave, ágil y receptivo; el suyo era duro, musculoso y de una fuerza algo intimidatoria.
Ambos eran presas de las llamas, incapaces de mantener el deseo a raya; ambos se esforzaban por refrenar la acuciante necesidad un instante más, el tiempo justo para saborear el momento. Para descubrir, para observar, para sentirlo todo.
Martin cerró la mano y contempló sus oscuros y brillantes ojos azules, que lo observaban con los párpados entornados. Sus rostros se encontraban a escasos centímetros, el suyo un poco más arriba al estar apoyado sobre los codos. Desvió la mirada hacia sus labios hinchados, anhelantes, a la espera; se percató del movimiento de sus pechos con cada respiración.
El deseo arremetía como la marea; la pasión se cernió sobre ellos, abrumándolos. Si la besaba, ambos se verían arrastrados…
Le clavó la mirada en el rostro y la instó a separar las rodillas para deslizar la mano hacia arriba por la cara interna de su muslo. Sin desviar la vista, acarició su sexo y esperó a ver su reacción (un súbito jadeo, la forma en la que se acercó a él de forma instintiva) antes de separar los pliegues para tocarla. Sus dedos vagaron y la acariciaron hasta que Amanda comenzó a respirar de forma entrecortada; hasta que comenzó a clavarle los dedos en los hombros y a tirar de él.
Con los ojos aún fijos en su rostro, retiró los dedos, se colocó sobre ella y presionó su miembro contra la entrada de su cuerpo para penetrarla.
Muy despacio. Se enterró en su calidez centímetro a centímetro, fundiendo sus cuerpos poco a poco hasta que, con una última embestida, se hundió hasta el fondo en su interior. Ella se estremeció y cerró los ojos mientras su cuerpo se cerraba a su alrededor. Martin emitió un gruñido ronco y le besó los párpados antes de deslizar la mano hasta el muslo y alzarlo para que le abrazara las caderas con la pierna.
Y entonces comenzó a moverse sobre ella, dentro de ella. Amanda jadeó, arqueó la espalda y aplastó los pechos contra su torso mientras se aferraba a él. Las íntimas y reiterativas embestidas le arrebataron el juicio; su cuerpo se amoldó a él, lo aceptó y acogió, y empezó a responder a sus movimientos, primero con cierta vacilación, aunque no tardó en ganar confianza.
Estudió el rostro de Martin con los ojos entornados antes de bajar la mirada y observar la facilidad con la que su cuerpo se adaptaba a las rítmicas embestidas.
Volvió a mirarlo a la cara y trazó un sendero con los dedos desde el hombro hasta la mejilla antes de enterrar la mano en su cabello.
Atrajo los labios masculinos hacia ella y abrió la boca para recibirlo. Lo arrastró hacia su interior cuando las embestidas ganaron en audacia. Los arrastró a ambos hacia las llamas.
Ardieron y se deleitaron con el fuego, con la pasión, con esa primitiva marea de deseo. Amanda sólo pensaba en el momento, en las sensaciones que inundaban su cuerpo mientras se movían y se fundían sobre las sábanas de seda. En la presión del torso de Martin sobre sus senos. En el roce de los rizos de su pecho sobre su sensibilizada piel. En el licencioso modo que se arqueaba su cuerpo, que se rendía a él mientras la penetraba más y más hondo… Todo ello quedó grabado a fuego en su mente.
Junto con las caricias de sus manos; la adoración con la que la serenaba y la preparaba para una intimidad que no cesaba de aumentar; el cálido roce de su aliento sobre los labios cuando se detenían para recobrar el aliento y la cordura antes de lanzarse de nuevo a ese adictivo frenesí.
A pesar de las llamas que la envolvían, a pesar del anhelo que la consumía, era muy consciente de la presencia de Martin, del modo en que se movía sobre ella y dentro de ella; de la manera en la que la acariciaba de todas las formas posibles, prodigando el placer y obteniendo el suyo sin robarlo por la fuerza. Aceptaba todo lo que ella le ofrecía, pero no exigía nada; no reclamaba nada a pesar de que podría haberlo hecho, porque suya era la habilidad para hacerlo…
«Reverente». La palabra se le vino a la cabeza cuando él se retiró un poco y cambió ligeramente de posición para introducirse todavía más en su sumiso cuerpo.
Implorante… ¿Ella o él? Amanda no lo sabía. No podía pensar. Lo único que podía hacer era extender las manos sobre su espalda y estrecharlo contra ella mientras el fuego crecía hasta engullirlos a ambos.
Ni siquiera entonces apareció el más mínimo indicio de desesperación, de esa conocida y abrumadora urgencia; sólo la creciente subida de la marea, el inexorable aumento de esa necesidad indescriptible.
Hasta que, a la postre, se vieron arrastrados hasta la cresta de una ola de pasión y placer inconmensurables. El éxtasis la arrastró; el placer y otras muchas sensaciones recorrieron sus venas y enardecieron su cuerpo con la gloria del momento. Escuchó su propio grito antes de que Martin lo bebiera de sus labios. Momentos después, percibió cómo se tensaba el cuerpo masculino; lo rodeó con los brazos cuando él la embistió por última vez y comenzó a estremecerse al alcanzar su propio clímax. Lo acunó entre sus muslos y, cuando sus músculos comenzaron a relajarse, lo obligó a tenderse sobre ella. Notó que sus manos, dulces y reverentes, la acomodaban bajo su cuerpo. En ese momento, cerró los ojos y dejó que la marea la arrastrara a la deriva.
No pasó mucho tiempo antes de que volviera a abrir los ojos, pero para entonces ya habían cambiado muchas cosas. No en el plano físico, ya que él aún yacía a su lado, grande, cálido y desnudo mientras que una de sus manos trazaba lentas caricias sobre su piel sin que su mirada se perdiera el menor detalle.
Sus caricias no habían cambiado: eran reverentes. Amanda dejó que sus ojos se recrearan con el rostro masculino, con esos rasgos fuertes que tan pocas emociones reflejaban, que ocultaban sus secretos con tanta eficacia.
Era ella quien había cambiado. Había cambiado físicamente tras saborear semejante éxtasis, jamás podría vivir sin él. Lo mismo habría dado que la hubiera marcado a fuego. No obstante, esos eran cambios sin importancia, ajustes mínimos. Lo que había aprendido durante esas horas era mucho más importante.
Era algo inherente a la gloriosa dicha que los embargaba a ambos. Algo que se extendía entre ellos, que los envolvía… que los vinculaba. Todo lo que había sentido, todo lo que había experimentado… todo lo que aún era incapaz de ver en su rostro, pero que ya sentía en sus caricias.
Lo miró y sintió que se le henchía el corazón, pero refrenó la sensación de triunfo. Comenzó a preguntarse si… Había ganado ese punto, pero ahora la pelota estaba en su campo.
Martin se había movido al separarse de ella y en ese instante estaba recostado de forma que sus hombros quedaban a la altura de su pecho. Le había pasado una pierna por encima, inmovilizando las suyas y observaba el movimiento de sus dedos mientras estos le acariciaban el abdomen. En un momento dado, extendió los dedos y colocó la mano sobre su vientre, como si quisiera sopesar su tamaño…
Amanda supo de repente en qué estaba pensando.
—No estoy embarazada. —Presa de una súbita sensación de mareo, se apoyó en los codos para poder verle el rostro con claridad.
La expresión de esos ojos verdes con los que se encontró proclamaba que era suya.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Martin sin inflexiones. Sus dedos no dejaron de moverse y tampoco apartó la mirada de ella.
Amanda aceptó el reto y lo que leyó en su rostro… Era la viva imagen de un león satisfecho que agitaba la cola mientras examinaba su presa…
La estaba observando con detenimiento.
—Bien podrías acceder a casarte conmigo.
Amanda quería casarse con él… y la réplica le ardía en la punta de la lengua: «Me casaré contigo si…».
¿Si le decía que la amaba?
No serviría, eso no satisfaría su corazón. Habría al menos diez caballeros buscándola en el salón de baile de lady Montacute y todos ellos estarían encantados de postrarse de rodillas y jurarle amor eterno, a pesar de que ninguno de ellos sabía siquiera lo que era el amor.
Necesitaba saber que Martin la amaba, sin reservas, más allá de toda duda. Pero esa no era la razón principal por la que quería escuchar esas palabras de sus labios, pronunciadas por propia voluntad. Necesitaba saber que él sabía que la amaba.
Los latidos del corazón seguían atronándole los oídos y aún disfrutaba de los rescoldos del placer mientras estudiaba sus ojos; meditaba el rumbo de los pensamientos masculinos y lo que él quería hacerla creer. Si le pedía una declaración de amor, si condicionaba el hecho de aceptar su ofrecimiento a escuchar dicha declaración de sus labios, él podría darle el gusto y pronunciar las palabras sin sentirlas de verdad sin afrontar realmente lo que eso implicaba.
—No. —Volvió a recostarse sobre los almohadones y se dedicó a observar el dosel. Intentó olvidarse de que él estaba desnudo… al igual que ella.
El silencio descendió sobre la estancia hasta que Martin se movió y se alzó sobre los brazos y las rodillas para observar su rostro.
Lucía una expresión implacable.
—No pienso rendirme. —Fue una especie de gruñido, una especie de advertencia.
Ella le devolvió la mirada.
—Yo tampoco.
La respuesta lo dejó perplejo, a todas luces lo desconcertó, cosa que avivó la furia de Amanda.
—Deja que me levante. —Se giró y dobló las rodillas para hacer fuerza contra su brazo izquierdo; Martin permitió que se escabullera bajo su cuerpo, pero la siguió de inmediato.
—¡Esto es ridículo! —Al ver que ella no se detenía, que buscaba su camisola para ponérsela, Martin enterró una mano en los rizos de su nuca y tiró de ellos para acercarla a él al tiempo que la hacía girar. Acto seguido, le rodeó la cintura con el brazo y la estrechó una vez más contra su cuerpo.
Ella lo fulminó con la mirada.
—No podría estar más de acuerdo.
Intentó zafarse, pero él se negó a soltar su cabello. Sin apartar la vista de su rostro, intentó pasar por alto la reacción que produjo en su propio cuerpo esa piel sedosa; aunque, a juzgar por la respiración de su compañera, a ella la había afectado de la misma forma.
—Hemos mantenido relaciones íntimas en tres ocasiones.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados.
—En cuatro.
Martin lo meditó un instante.
—Cuatro, lo que aumenta las posibilidades de que estés embarazada de mi hijo.
—Es posible.
—Si lo estás, nos casaremos.
La mirada de Amanda se ensombreció y Martin percibió el torbellino en el que se habían convertido sus pensamientos, aunque era incapaz de adivinarlos.
De repente, ella se apartó y le colocó las manos sobre el pecho. Martin soltó su cabello y dejó que se alejara.
—«Si» —dijo ella— se demuestra que eso es cierto, y sólo en ese caso, ya hablaremos de boda. —Se dio la vuelta y se puso la camisola—. Ahora, si eres tan amable, llévame de vuelta al baile de máscaras.
Martin entornó los ojos.
—Amanda…
Protestó, profirió unas cuantas maldiciones y protestó un poco más.
No sirvió de nada. Y para cuando terminó, ella ya estaba vestida.
Se estaba poniendo la chaqueta mientras la seguía escaleras abajo. Cuando Jules llegó desde la cocina, le ordenó que se encargara de llevar el carruaje a la puerta principal. Jules se retiró. Martin atravesó el vestíbulo hasta la puerta, donde su amorcito lo esperaba con la cabeza bien alta y tan furiosa que sólo le faltaba dar golpecitos en el suelo con la punta del pie.
Se detuvo justo delante de ella y contempló su desafiante rostro y sus ojos airados.
—¿Por qué?
Ni siquiera fingió no entender la pregunta. Enfrentó su mirada sin amilanarse y pareció considerar la mejor forma de explicarlo.
—Ya te lo he dicho antes: quiero más. Hay algo que sólo tú puedes darme; y hasta que no lo hagas, no pienso casarme contigo.
—¿¡Y se puede saber qué demonios es!? —Consiguió reprimir un bramido, aunque su voz destilaba ira.
—Eso es algo que tendrás que descubrir tú mismo —replicó ella en tono glacial al tiempo que le clavaba el índice en el pecho—. Asumiendo, claro está, que tengas lo que necesito. Si no es así… —Su mirada se tornó borrosa de repente, se apartó un poco y giró la cabeza—. Si no es así, pues no es así, eso es todo.
Martin apretó los dientes y abrió la boca para decir algo… Aunque a buen seguro que serían palabras de lo más inadecuadas…
Se escuchó el repiqueteo de los cascos en el exterior y Amanda se giró hacia la puerta mientras se subía la capucha del dominó.
—Me gustaría regresar al baile de máscaras, milord.
Martin cerró los ojos por un instante para tratar de controlar su temperamento y, a continuación, abrió la puerta de par en par.
—Como desee, milady.
Suya. Era suya, sin lugar a dudas.
De no haber sido por las horas que habían pasado en la cama, todavía se estaría preguntando si le había estado tomando el pelo, si lo único que le interesaba era un encuentro ilícito (o cuatro para ser exactos) con alguien a quien se consideraría muy peligroso en su círculo social. Incluso en esos momentos seguía sin tener claro que su reputación no hubiera contribuido en parte a la atracción que sentía por él, al menos en un principio. Pero… ahora ya sabía que tenía más motivos que la simple lujuria.
Regresó a su habitación una hora más tarde, después de haberla llevado de regreso a aquel infierno de máscaras y asegurarse de que encontraba a su hermana y a Carmarthen antes de marcharse. Dejó escapar un suspiro. Estaba relajado, pero no tranquilo; cansado, pero sin sueño. Cerró la puerta y se encaminó hacia el gigantesco sillón situado frente a la chimenea. Algo de un color blanco reluciente que destacaba sobre los intensos tonos de la alfombra llamó su atención.
Las orquídeas que le había enviado; las orquídeas que llevaba puestas al cuello para que la reconociera sin problemas. Las recogió del suelo.
Amanda se había marchado del baile tan pronto como encontró a su hermana y a Carmarthen; en aquel momento, Martin se había preguntado si su huida se debía a la certeza de saber que la estaba vigilando y no permitiría que coqueteara con otros caballeros o al hecho de que sólo hubiera asistido al baile de máscaras para encontrarse con él. Se dejó caer en el sillón y comenzó a dar vueltas a las orquídeas entre los dedos. Su disposición de ánimo en aquel instante no había sido todo lo racional que hubiera debido ser.
Al rememorar sus encuentros mientras contemplaba las orquídeas, llegó a la conclusión de que se debía a lo último, a que había asistido al baile para encontrarse con él, como tantas otras veces.
Sin otras consideraciones en cuenta, no era la clase de mujer que se metía sin más en la cama de un hombre. Era una Cynster, y Martin conocía muy bien a los de su especie. Ambos pertenecían a la misma clase social, pero él jamás había conocido a una mujer Cynster; sólo a los hombres. Su experiencia con ella hasta el momento le indicaba que sería de lo más inteligente comenzar a extrapolar las similitudes.
Hasta el momento, la había subestimado en todo.
Supo desde un primer momento que ella tramaba algo, aunque no había sido capaz de descubrir su objetivo, lo que quería obtener. Había dejado que lo arrastrara a su juego, se había permitido caer presa de su hechizo, siempre confiando en que ella, una inocente a pesar de su edad, no sería capaz de arrebatarle nada que él no estuviera dispuesto a entregar.
Estudió las orquídeas, la suavidad de esos sedosos pétalos blancos que tanto se asemejaban a su piel, y después apretó los dedos y encerró las flores en el interior de su puño.
Inhaló su fragancia.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del sillón.
Sabía lo que deseaba Amanda.
Había esperado no tener que jugar esa carta, no tener que jugar a la defensiva, pero ella había descubierto todos los faroles y ya no le quedaba nada más que apostar para evitar exponer su corazón.
Uno de los troncos del fuego crepitó y se partió en dos. Tras abrir los ojos, contempló las llamas y dejó que lo inundaran con su calidez.
Sopesó la única jugada posible.
Porque aún quedaba una jugada, una posibilidad, una penúltima carta que tal vez consiguiera sacarlo del apuro y decantar la balanza a su favor para ganar la mano, además del resto de su persona, sin arriesgar su corazón.
La cuestión era: ¿estaba dispuesto a jugarla?