AMANDA pasó el resto del baile sumida en la confusión; estaba impaciente por regresar a casa y meterse en la cama. Apagó la vela de un soplido y se reclinó sobre los almohadones… Por fin podía pensar.
Él la amaba, estaba casi segura. Era sin duda el amor lo que lo había impulsado a tratarla como a una madonna, como si ella tuviera la llave de su alma. Además de la pasión y de las llamaradas que los habían consumido en las tres ocasiones que habían hecho el amor, había habido algo más… algo más profundo, más fuerte, difícil de definir aunque infinitamente más poderoso que la simple lujuria.
Lo había sentido desde el principio, pero jamás había conocido el amor con anterioridad; al menos, no ese tipo de amor, tan imbuido de anhelo sexual y tan oculto por la posesividad. Pero tenía que ser amor… ¿Qué otro motivo haría que un caballero de su alcurnia, con su pasado, estuviera decidido a casarse?
El honor.
Compuso una mueca. Eso era lo que pretendía que ella creyera. Pero si de eso se trataba, ¿cuál había sido el propósito de lo sucedido esa noche? ¿Por qué molestarse en tratar de sobornarla con la promesa del placer físico? Le había propuesto matrimonio… y ella lo había rechazado. El honor ya había sido satisfecho, ¿verdad?
Aporreó el almohadón y se acurrucó mientras mascullaba una retahíla de improperios sobre los hombres y sus ridículas obsesiones. Sentía punzadas en los muslos, pero no tan intensas como las que había sufrido cuatro noches atrás; en cambio, la profunda alegría que albergaba en su interior se había incrementado. Cerró los ojos y suspiró.
Al menos sabía con exactitud lo que quería, lo que le exigiría antes de acceder a casarse con él. Quería su corazón, ofrecido de forma libre y voluntaria, antes de acceder a ser suya en cuerpo y alma.
El fuego de la biblioteca seguía encendido cuando Martin volvió de Richmond. Se acercó al aparador para servirse una copa de brandy antes de desplomarse en su sofá favorito. La otomana donde había poseído por primera vez a Amanda Cynster.
La había desflorado; ese era el término socialmente aceptable. Ergo, tendría que casarse con ella. La ecuación se le antojaba de lo más lógica.
Al parecer, a ella no.
Bebió un sorbo de brandy para sofocar un gruñido y se concentró en lo que tendría que poner en práctica a continuación para hacerla cambiar de opinión. No desperdiciaría ni un solo segundo en decidir si volvería a enzarzarse en una discusión con ella o no… eso estaba fuera de toda consideración.
Quería casarse con ella. Y la situación así lo exigía.
Por lo tanto, eso haría.
En lo que a él respectaba, esa era razón más que suficiente. Fuera lo que fuese lo que ella había querido decir con esa estúpida pregunta, bien podría quedarse sin respuesta… seguro que se trataba de alguna de esas ideas sin sentido tan típicas de las mujeres.
Así pues, ¿qué sería lo siguiente? ¿Una invitación para cabalgar esa mañana?
Miró el reloj y se preguntó a qué hora se habría acostado la muchacha. La imaginó en su cama… y después en la de él.
Desterró la perturbadora visión y pensó en esperar hasta la mañana siguiente, unas treinta horas, para volver a verla. La espera no le reportaría nada, como tampoco lo haría la cabalgada. Tenía que reunirse con ella en un entorno que propiciara sus argumentos; en otras palabras: que propiciara la seducción. Él era un hombre honorable y estaba claro que, en ese caso, el honor dictaba que utilizara todas las armas a su alcance para lograr que ella cambiara de opinión, para que aceptara el desenlace que la sociedad imponía a su relación.
Le importaba un comino si ese era un argumento racional o si, por el contrario, era capcioso. El hecho era que lo habían mimado en exceso. Lo habían mimado cuando era un joven apuesto, con título, rico y alocado; y también cuando alcanzó la edad adulta. No estaba en absoluto acostumbrado a escuchar la palabra «No» de labios de una dama.
Y, al parecer, esa era la palabra favorita de Amanda.
Apuró su copa y contempló la pila de invitaciones que su hombre de confianza, Jules, siempre amontonaba sobre la repisa de la chimenea, como si de ese modo pudiera empujar a su aristocrático patrón a regresar al mundo al que según él pertenecía. Jules no ejercía tanta influencia sobre él. Sin embargo…
Martin suspiró. Dejó la copa vacía en una mesita auxiliar, se levantó y cogió el montón de tarjetas blancas.
Por supuesto que no tenía intención de hacer una aparición formal en semejantes eventos, pero la continua afluencia de invitaciones que recibía le facilitaba la tarea de localizar al menos una fiesta en la que su presa estaría presente cualquier noche. Era bastante fácil elegir una casa que, por cortesía del pasado, conociera lo bastante bien como para entrar sin que nadie se diera cuenta.
A la noche siguiente, cerró la puerta del jardín de la mansión de los Caldecott y se encaminó con parsimonia hacia las escaleras que conducían a la terraza del salón de baile. Escuchó un vals mientras se acercaba; apareció una pareja que caminaba hacia los jardines entre susurros y lo dejó atrás sin apenas reparar en su presencia.
Los ventanales del salón de baile estaban abiertos; atravesó uno para contemplar la estancia, convencido de que muy pocos lo reconocerían. La mayor parte de los asistentes llevaba sin verlo diez largos años. Aunque reconocía a varios de los presentes por sus incursiones en los ambientes menos selectos de la alta sociedad, no se hizo notar; las pocas damas que tenían motivos para recordarlo con claridad también los tenían para mantener su relación en secreto. Si bien desafiar las brillantes luces de las arañas sería una temeridad, aparecer brevemente por la periferia de las reuniones sociales encerraba un mínimo riesgo.
No le había fallado la memoria: el salón de baile de los Caldecott estaba rodeado por una larga galería a la que se accedía por las escaleras emplazadas en cada una de las esquinas. Se abrió paso entre las personas que se agrupaban en los márgenes de la multitud hasta las escaleras más próximas y subió.
La galería era amplia, diseñada para pasear, y un buen número de parejas hacía precisamente eso. Puesto que la única iluminación procedía de las arañas del salón de baile, las zonas alejadas de la balaustrada se encontraban en penumbra. El lugar perfecto desde el que observar lo que ocurría en la pista de baile, para rastrear a su presa entre aquel tropel de chaquetas oscuras y coloridos vestidos.
Localizó a Amanda sin ninguna dificultad: sus rizos brillaban como el oro puro y llevaba un vestido del mismo azul que sus ojos.
Estaba discutiendo con un caballero rubio.
Mientras los observaba, el caballero cogió la mano de Amanda y trató de colocársela sobre el brazo. Los dedos de Martin se tensaron sobre la barandilla.
Vio cómo Amanda se zafaba de un tirón y, contrariada, le dedicaba unos cuantos epítetos acalorados antes de girar sobre sus talones y atravesar la multitud hecha una furia. Mientras una parte de su mente la seguía, la otra no apartaba la vista del caballero; así pues, no se le pasó por alto el arrogante encogimiento de hombros y el modo en que se estiró las mangas. A juzgar por las apariencias, no le afectaba en lo más mínimo la forma en la que lo habían despachado.
Con el ceño fruncido, Martin buscó a Amanda con la mirada y descubrió que estaba a punto de subir por una de las escaleras de la galería. Un minuto después, se adentró en la galería.
Oculto tras una enorme columna, Martin vio cómo la muchacha echaba un vistazo antes de encaminarse al mirador situado al fondo, desde el cual podían contemplarse los jardines. Estaba a menos de dos metros de ella, sin mover un músculo y al amparo de la densa sombra de la columna. Amanda escrutó los jardines antes de pegar la cara al cristal para observar la terraza.
¿Dónde se había metido ese hombre? Si no se reunía con ella en ese lugar, no creía que pudiera acceder al otro baile al que asistiría esa noche, al menos sin hacerlo por la puerta principal. Ya no le preocupaba que se rindiera y la dejara para regresar a la existencia que había llevado hasta entonces; sin embargo, sí se preguntaba cuál sería su siguiente paso, el siguiente argumento que utilizaría para convencerla de que debía casarse con él…
Percibió su presencia un instante antes de que sus dedos le acariciaran la curva de la cadera y descendieran antes de emprender un movimiento circular.
Sus sentidos cobraron vida; se quedó sin aire… y luego comenzó a respirar de forma entrecortada. Temblorosa, permaneció donde estaba e inclinó la cabeza.
—Buenas noches, milord.
Sus diestros dedos se detuvieron.
—Vaya… ¿no hay reverencia?
Hacerle una reverencia habría supuesto presionar su trasero cubierto por la seda del vestido contra aquellos audaces dedos. Martin estaba justo detrás de ella; cualquiera que mirara en esa dirección sólo vería sus faldas, nada que pudiera identificarla. Lo miró por encima del hombro y murmuró:
—Creo que en nuestra relación ya no son necesarias semejantes formalidades. —Convirtió su voz en un susurro sensual y vio que una mueca curvaba los labios masculinos antes de devolver la vista hacia el jardín.
—Muy cierto.
Esos dedos la acariciaban con sensualidad y tejían un hechizo imposible de ignorar. De una forma indecorosa y sexualmente explícita, aunque en absoluto ofensiva. Amanda sintió que un torrente de sensaciones descendía por su espalda y se colaba bajo su piel.
Él le apartó los rizos de la nuca con la otra mano e inclinó la cabeza para rozar con los labios esa zona tan sensible, donde se demoró un instante para inhalar su aroma antes de lamerla.
Se enderezó una vez más y apretó los dedos sobre su trasero antes de volver a aflojarlos, frotando de forma deliberada la seda de la camisola y el vestido contra su piel. Su aliento le acariciaba la oreja.
—¿Sabes lo que deseo… lo que me gustaría hacerte ahora, en este mismo instante?
Amanda sospechaba que si se echaba hacia atrás y se apoyaba contra él, notaría su miembro duro como una piedra.
—No. ¿Qué?
Su pregunta, lanzada con estudiada inocencia, obtuvo una carcajada como respuesta.
—Imagínatelo si puedes…
Su mente se dispersó en una docena de direcciones, hasta que él volvió a hablar con voz mucho más ronca y grave:
—Imagina que estamos solos, que el salón de baile de ahí abajo está vacío y en silencio. Las arañas están apagadas. La única música que se escucha es el susurro del viento en el exterior. Es de noche, está oscuro, igual que ahora. La única luz es la de la luna.
—Igual que ahora.
—Exacto.
Esa voz que le acariciaba la oreja estaba haciendo estragos en sus sentidos. La mano que le cubría el trasero se quedó donde estaba mientras con la otra le rozaba el hombro desnudo.
—Tú me esperas aquí, a sabiendas de que vendré a buscarte. De que vendré oculto por la oscuridad de la noche para poseerte.
—¿Vendrás?
—Estoy aquí.
Amanda no podía respirar.
—Y ¿después?
—Y después… te levantaré las faldas, sólo por detrás. Si alguien estuviera observando desde el jardín, no vería nada extraño. —Movió los dedos que tenía sobre su trasero como si le alzara el vestido; en realidad, no lo hizo, sólo quería que sus sentidos imaginaran que lo había hecho—. Y luego te tocaré, te acariciaré, te levantaré la parte trasera de la camisola hasta la cintura. —Hizo una pausa antes de susurrar—: No llevas pololos.
—La alta sociedad sigue considerando que los pololos son irrefutablemente atrevidos.
—Vaya. —El humor tiñó su voz antes de retomar el tono seductor—: Así que te dejaré desnuda, expuesta, y te acariciaré para excitarte. —La mano que tenía a la espalda imitaba los movimientos; la que acariciaba su nuca se cerró con suavidad, como si quisiera inmovilizarla. El cuerpo de Amanda reaccionó ante las sugerentes caricias a pesar de que las faldas la cubrían por completo—. Y después…
No estaba segura de que las piernas pudieran sostenerla.
—Y ¿después?
La mano que le rodeaba la nuca se fue aflojando; muy despacio, deslizó el dedo índice a lo largo de su columna hasta el trasero.
—Después te inclinaré hacia delante, haré que te agarres al alféizar…
No dijo más. Amanda notó que levantaba la cabeza y que el enorme cuerpo que tenía detrás sufría un cambio instantáneo. Un instante después, apartó las manos de ella… y desapareció. La súbita pérdida de su calor corporal resultó perturbadora.
Aturdida, giró la cabeza al escuchar las pisadas que se aproximaban y atisbó un movimiento entre las sombras cuando Martin se ocultó tras una columna cercana. Le dio la espalda a la ventana.
Edward Ashford se acercaba sin más compañía mientras observaba ceñudo el salón de baile, expresión que arruinaba la apostura de su rostro. Cuando levantó la mirada y la vio, inclinó la cabeza a modo de saludo y se encaminó hacia el mirador.
—No habrás visto a Luc, ¿verdad?
—¿Luc? —Amanda respiró hondo y trató de recuperar la compostura. De calmarse—. No. ¿Lo estás buscando?
La expresión del hombre se tornó malhumorada.
—Es inútil, lo sé. Apuesto a que se está divirtiendo con alguna corista. Prefiere eso a cumplir su deber con mamá y las niñas.
Amanda pasó por alto esa evidente invitación a unirse a la crítica del vizconde. Sería preferible que recordara la relación existente entre los Fulbridge y los Ashford; Edward reconocería a Martin. Y Martin estaba atrapado detrás de la columna.
—¿Por qué buscas a Luc? ¿Acaso Emily o Anne lo necesitan? —Entrelazó su brazo con el de Edward y comenzó a caminar hacia las escaleras.
—Ahora no, pero ¿puedes creer que…?
Mientras dejaba que Edward se explayase, Amanda lo llevó de vuelta al salón de baile.
—No tienes buen aspecto, Amanda.
La aludida levantó la vista del plato del desayuno y parpadeó antes de mirar a su madre, que se encontraba al otro lado de la mesa.
—Bueno… no he dormido muy bien.
Una verdad como un templo. Louise pareció opinar lo mismo, de manera que asintió.
—Está bien. Pero tanto andar de aquí para allá antes de que comenzara la temporada te ha dejado sin fuerzas; deberías cuidarte más.
Amanda suspiró y volvió a contemplar el plato.
—Tienes razón… como de costumbre. —Miró a su madre con una sonrisa—. Descansaré esta tarde. Esta noche es el baile de los Cottlesloe, ¿verdad?
—Sí, y antes la cena en casa de los Wrexham.
Louise dejó a un lado la servilleta y al levantarse clavó sus penetrantes ojos en la mayor de sus hijas. Amelia estaba callada, como era habitual, pero fruncía el ceño y era evidente que su mente estaba en algún otro sitio mientras sorbía el té. En cuanto a Amanda… además del cansancio, parecía inusualmente pensativa. Al pasar junto a ellas, Louise acarició el hombro de una y luego el de la otra.
—No olvidéis que debéis descansar.
Amanda se giró al escuchar un toquecito en la puerta de su dormitorio y no se sorprendió al descubrir que Amelia había entrado. Cuando su gemela la vio junto a la ventana, cerró con cuidado la puerta.
—Se supone que deberías estar descansando.
—Lo haré dentro de un minuto. Creo que por fin he descubierto lo que trama.
—¿Dexter?
—Ajá. Creo que trata de conseguir que lo desee. Quiere que lo desee tanto a un nivel físico que acepte casarme con él.
Amelia se dejó caer en la cama.
—Y ¿lo está logrando?
Amanda frunció el ceño y se unió a su hermana.
—Sí, maldito sea… por eso no pegué ojo. —Porque no paraba de dar vueltas, nerviosa e insatisfecha—. Es un canalla, pero no pienso rendirme.
Después de un rato, Amelia preguntó:
—¿Cómo consigue hacer… que lo desees?
—No quieras saberlo. Aunque no pienso casarme con él sólo porque sabe cómo hacer que me sienta muy bien.
—Entonces, ¿cómo vas a impedir…? —Amelia hizo un gesto con las manos—. ¿Cómo vas a impedir que obre su magia y te haga desearlo?
—No voy a hacerlo. —Amanda clavó la vista en el dosel mientras rememoraba los interludios ilícitos que su némesis y ella habían compartido—. Estaba pensando justo en eso. Creo que esta última táctica suya podría obrar en mi favor. De hecho, podría funcionar mejor que cualquier cosa que pudiera haber ideado.
—¿Por qué?
—Piénsalo bien: a medida que aumenta el deseo que me hace sentir… No estoy muy segura de esto, pero a juzgar por todo lo que ha ocurrido entre nosotros, parecer ser cierto. El caso es que cuando aumenta mi deseo, el suyo lo hace en la misma medida, si no más.
Tras un momento, Amelia preguntó:
—¿Me estás diciendo que vuestra batalla, tal y como están las cosas, se reduce a quién controla mejor el deseo?
Amanda asintió con la cabeza.
—Y creo que él me ha subestimado. Está acostumbrado a que las mujeres se vean… —Gesticuló frenéticamente con las manos—. Arrastradas por el deseo. Está acostumbrado a ser él quien las arrastre. No creo que se le haya ocurrido siquiera que yo pueda resistirme.
—Ya veo… Pero supongo que tendrá mucha experiencia.
—Mucha, pero en este caso la experiencia podría llegar a convertirse en una desventaja. Está acostumbrado a satisfacer sus deseos, y sin demora. No está acostumbrado a que lo hagan esperar, ni a negociar. Consigue lo que quiere cuando lo quiere. Pero esta vez, está utilizando el deseo como un señuelo. Y desea conseguir algo primero, antes de acceder a satisfacer mi deseo… o el suyo.
—Así pues, ¿crees que podría salirle el tiro por la culata?
—Sí. Y puesto que no estoy acostumbrada a desear y, por tanto, tampoco a satisfacer las demandas del deseo…
—Es posible que su táctica trabaje a tu favor.
—Exacto. —Amanda consideró la idea, la estudió desde todos los ángulos imaginables—. Sin duda, es una posibilidad; y, puesto que él cree que es su plan, resulta menos probable que se ponga a la defensiva. —Miró de reojo a Amelia, a sabiendas de que los pensamientos de su gemela se habían ido por las ramas—. ¿Cómo va tu plan?
Amelia la miró a los ojos y compuso una mueca.
—Tengo una lista increíblemente larga de candidatos que, con el pasar de los días y las noches, voy reduciendo poco a poco. —Apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos—. De cualquier forma, va a llevarme mucho, pero que mucho tiempo.
Amanda reprimió el impulso de sugerir un atajo, un descarte rápido que sólo dejaría un nombre. Pero aunque no era su forma de hacer las cosas, comprendía la necesidad de su hermana de asegurarse bien antes de lanzarse a la persecución de ese único nombre. Atrapar a ese caballero en particular iba a resultar una tarea hercúlea.
Esa idea le trajo a la mente su propia tarea, a su propio caballero. Cerró los ojos y dejó que sus pensamientos vagaran hacia la deliciosa perspectiva de que su león cayera presa de su propia trampa.
Estaba segura de que aparecería en el baile de los Cottlesloe. El salón de baile estaba en la planta baja y las ventanas de uno de los extremos daban a una terraza desde la que, a su vez, se accedía a una zona de parterres, que casualmente lindaba con los jardines principales. La noche era cálida, perfecta para pasear a la luz de la luna.
La cena en casa de los Wrexham se le hizo eterna; pero, una vez que llegaron al baile, su mayor estorbo para reunirse con Martin fueron las crecientes atenciones de sus pretendientes. Puesto que la temporada estaba en pleno apogeo, habían aparecido como una plaga.
—Como la de las langostas —susurró mientras se abría paso entre la multitud.
Resultaba exasperante tener que estar desviando la vista constantemente. Mientras esbozaba sin titubeos su sonrisa social, se dirigió con tenacidad al rincón más oscuro de la estancia.
—¡Por fin!
Una vez que dejó atrás al último de los invitados, descubrió con abatimiento que no la esperaba ningún alto y apuesto caballero. La terraza se encontraba al otro lado de las ventanas; las puertas estaban a su derecha.
Amanda frunció el ceño y se preguntó si lo habría interpretado mal, tanto a él como sus intenciones; se dio la vuelta y volvió a examinar la estancia, por si acaso hubiera pasado por alto algún lugar en el que pudiera estar esperándola…
Unos dedos largos y fríos le rodearon la muñeca y se cerraron en torno al lugar donde latía su pulso, en ese momento desenfrenado. Giró la cabeza con los ojos abiertos como platos y se encontró con sus ojos verde oscuro.
—¿Dónde…? —Clavó la vista más allá del cuerpo masculino, pero no había ni puertas ni ventanas por las que pudiera haber entrado. Estaba casi detrás de ella; sentía el calor de su cuerpo a lo largo de la espalda, algo que no había ocurrido un momento antes. Lo miró a los ojos—. Te mueves con mucho sigilo.
Él le cogió la mano, le besó los dedos y luego cambió de posición para plantar los labios allí donde el pulso latía frenético. Tras bajarle la mano, inclinó la cabeza de manera que su respiración le agitó los rizos que había junto a su oreja.
—Soy un depredador… ya lo sabes.
Muy cierto. Por suerte, él no esperaba respuesta alguna. Tras colocarle la mano sobre el brazo, hizo un gesto en dirección a la terraza.
—¿Te apetece que nos traslademos a un lugar menos ruidoso?
Amanda inclinó la cabeza con una sonrisa en los labios.
—Como desees.
Se movieron por los márgenes del salón sin adentrarse en la multitud y sin que nadie lo reconociera… de hecho, sin que nadie les prestara la menor atención. Cuando llegaron a la terraza, Martin escudriñó el jardín. Descubrió que seis parejas ya estaban haciendo uso del lugar. Sonrió para sus adentros y le señaló las escaleras.
—¿Bajamos?
Ella asintió con un aplomo que Martin encontró irresistible: la envolvía el aura de una dama muy segura de sí misma. Una cualidad inherente a ella, sin duda; el hecho de que fuese él quien la llevaba del brazo le provocó una sonrisa.
Al verlo, ella enarcó las cejas. Martin hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Venga… demos un paseo.
Y así lo hicieron, pero no fue un paseo inocente. De tácito acuerdo, caminaron el uno pegado al otro; el muslo masculino rozaba la cadera femenina, de la misma manera que su brazo le rozaba con insistencia el pecho. Le bastaba con contemplar su rostro a la luz de la luna para saber que ella se daba perfecta cuenta y que no le importaba en absoluto. Estaba disfrutando de ese leve contacto tanto como él.
Aunque quizá «disfrutar» no fuera la palabra adecuada.
Llegaron a una zona en la que las ramas de una morera se extendían sobre un parterre; Martin la arrastró hacia allí. Le colocó un dedo bajo la barbilla y le alzó el rostro para apoderarse de sus labios.
Dejó que el beso fuera leve… incitante, seductor. Tentador. Levantó la cabeza y observó su expresión mientras deslizaba con suavidad un dedo por su garganta hasta la piel marfileña que el escote dejaba a la vista. Siguió con la mirada el recorrido del dedo indagador que, en ese momento, se deslizaba sobre el corpiño de seda y trazaba un pequeño círculo alrededor de un pezón, ya endurecido.
Amanda inspiró de forma entrecortada cuando él retiró la mano, pero esbozó una sonrisa serena y se dio la vuelta cuando la instó a salir de las sombras. Continuaron el paseo. En cuanto rodearon el extremo más alejado del jardín, él murmuró:
—Te deseo.
Ella lo miró de soslayo, ocultando su expresión tras los párpados que él no pudiera descifrarla. Sonrió mientras apartaba la mirada.
—Lo sé.
No se estremeció en lo más mínimo, pero Martin sabía que era tan consciente de su presencia como él de la suya. Un desafío femenino, uno para el que estaba más que preparado.
La entrada al jardín principal, un arco formado por un seto alto, quedaba a la derecha. Amanda no se sorprendió en absoluto cuando Martin se apresuró a traspasarlo para llevarla al oscuro camino que había al otro lado. Continuaron su paseo y aminoraron el paso cuando los altos setos, negros en la oscuridad de la noche, se cerraron a su alrededor.
Se sorprendió aún menos cuando él se detuvo y la estrechó entre sus brazos; cuando inclinó la cabeza para atrapar sus labios. Fue un beso dominante, un beso destinado a comunicarle su deseo. Amanda lo conocía lo bastante bien como para saber que lo tenía bajo control, que el fuego que le dejaba percibir estaba perfectamente dominado. Sin embargo, ese era un juego al que podían jugar los dos.
Se puso de puntillas, le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso con flagrante abandono. Mientras él mantuviera el control, podría hacer lo que le viniera en gana sin riesgo alguno. Podría incitarlo, provocarlo y llevarlo… por la senda de la locura.
Semejante respuesta desbarató los planes del hombre; durante un largo minuto se limitó a saborearla, a devorarla. Después recuperó las riendas y le arrebató el control de la situación; le arrebató el sentido común en cuanto la aplastó contra el seto.
Le cubrió los pechos con manos posesivas, demasiado expertas, demasiado sagaces. Amanda se arqueó contra él en busca de algo que aliviara el ardor que le habían provocado sus caricias, justo antes de recordar que era precisamente eso lo que él quería.
Le supuso todo un esfuerzo, pero consiguió recuperar el juicio y desterrar de su mente ese abrumador impulso, incluso mientras le devolvía el beso con avidez. Y descubrió que podía disfrutar del beso y excitarlo sin quedar atrapada, sin ahogarse en el deseo. Mientras él guardara las distancias mentalmente, ella también. Si Martin bajaba la guardia, el deseo (el deseo de él, combinado con el suyo propio, que se avivaría en respuesta) los arrastraría a ambos. Como había ocurrido antes.
Pero Martin no la abrumaría por completo, ya no podía hacerlo; al menos, no sin bajar también sus propias defensas.
Y no estaba dispuesto a hacerlo.
Algo muy inteligente, tal y como se sucedieron las cosas. Estaban atrapados, hechizados, absortos en el desafío que suponía su interludio cuando escucharon voces. Unas voces que aumentaron de volumen hasta penetrar la neblina que envolvía sus sentidos.
Dejaron de besarse para escudriñar la penumbra que los rodeaba. Los sentidos de Amanda le advirtieron que estaba pegada a él, que sus brazos le rodeaban el cuello y que tenía los senos aplastados contra su torso. Martin le rodeaba la cintura y tenía las manos apretadas sobre sus caderas para acercarla a su cuerpo. La magnitud de su deseo, que aún seguía bajo un estricto control, era, sin duda alguna, innegable.
Se acercaba alguien. Con un suspiro, se apartó de él y, con toda intención, aprovechó el movimiento para frotar una de sus caderas cubiertas por la seda contra la parte de su anatomía más susceptible a la seducción.
Él jadeó y la reprendió con la mirada, pero las figuras que se acercaban por el camino, dos hombres y dos mujeres, desviaron su atención.
—Será mejor que regresemos al salón de baile. —Lo miró a los ojos—. Ya llevo ausente un buen rato.
Martin asintió con la cabeza tras meditarlo un momento. Le ofreció su brazo y ella lo aceptó. La escoltó sin más preámbulos de vuelta al salón antes de despedirse tal y como dictaba la etiqueta.
La noche siguiente se encontraron en casa de lady Hepplewhite. La mansión de los Hepplewhite era un antiguo y enrevesado lugar que ofrecía numerosas posibilidades a la hora de concertar citas clandestinas. Amanda chocó literalmente con Martin en uno de los salones secundarios. Estaba huyendo de Percival Lytton-Smythe.
—¡Por Dios! —Enlazó el brazo con el de Martin y le dio un tirón—. Si nos quedamos aquí, seremos la comidilla del baile. —Levantó la vista y enarcó una ceja—. ¿Puedo sugerir que vayamos al invernadero?
Martin estudió su mirada, su expresión impaciente y sincera. Se preguntó por un momento…
—Tengo una idea mejor.
El vestíbulo del jardín: un lugar reducido y desierto con vistas al pequeño patio que servía de antesala a los jardines principales. Se llegaba hasta allí a través de un laberinto de pasillos interconectados, pero el vestíbulo corría en paralelo a uno de los salones principales.
—Nunca había estado aquí antes —dijo Amanda al entrar mientras echaba un vistazo a su alrededor.
Martin cerró la puerta y observó cómo ella se giraba para enfrentarlo. La estancia estaba casi a oscuras, pero aun así vio la atrevida expectación que reflejaban sus rasgos mientras le tendía las manos.
—Ven… bailemos. La música se escucha incluso desde aquí.
Martin se acercó a ella. La melodía que tocaba la orquesta en el salón principal flotaba en el aire, aunque quedaba amortiguada por los gruesos muros. La atrajo hacia sus brazos y comenzó a girar muy despacio.
El ritmo era poco exigente y permitía que sus sentidos disfrutaran a su antojo. Que buscaran y se deleitaran. Martin se deleitó con las incitantes curvas femeninas que tenía entre los brazos, con el ágil balanceo de la espalda de Amanda bajo su mano, con el seductor movimiento de sus caderas, que le rozaban los muslos. Agachó la cabeza para susurrar:
—Hay otro tipo de danza que me gustaría bailar contigo.
—Vaya… —Amanda sonrió y liberó sus manos para rodearle el cuello—. Por desgracia… —Se acercó aún más y notó que los brazos del hombre se tensaban en respuesta—. Por desgracia, parece que tendremos que conformarnos con el vals.
Un desafío calculado. Alzó la cabeza y le ofreció los labios; él se apoderó de ellos sin vacilar. No obstante, seguía controlándose, a pesar de que la incitó a separarlos y devoró su boca con la intención de hacerle perder el sentido.
Y lo consiguió, más o menos.
Amanda notó que su necesidad se incrementaba y que el deseo de Martin aumentaba en respuesta cuando le clavó las uñas en la nuca y se frotó provocativamente contra él. El ardor, avivado e insatisfecho durante las dos noches anteriores, cobró vida al menor contacto, en cuanto él le acarició el pezón con el pulgar. Más intenso, más exigente; deseaba que él se rindiera, deseaba poder rendirse.
Pero Martin tenía que rendirse en primer lugar.
Mantuvo la mente despejada mientras permitía que él la tentara con la silenciosa promesa de la gloria que estaba por venir. Se concentró por completo en devolverle la invitación. En aumentar su deseo y alimentar la necesidad compulsiva que intuía tras esa experimentada fachada.
Le recorrió un elegante pómulo con la yema de los dedos y bajó la mano hasta su hombro, y de allí hasta su pecho. Continuó con la exploración más abajo, hasta la cadera…
Él le agarró la mano antes de entrelazar los dedos y encerrarla en su puño para sujetarla con fuerza.
Amanda interrumpió el beso y se apartó un poco para murmurar:
—Déjame tocarte. —Lo besó de nuevo; un beso lento, largo y prometedor.
—No. —Martin se alejó un poco para recapacitar—. Cásate conmigo y podrás tocarme siempre que quieras.
Ella soltó una carcajada seductora y sensual, muy consciente de la tensión que lo embargaba mientras extendía la otra mano sobre su torso. Se sintió lo bastante atrevida como para declarar:
—Así no me conseguirás.
—Sea como sea, no perderé. —Le cogió la otra mano y se llevó ambas hasta los hombros. Después, la atrajo con fuerza hacia sí para aplastarle los pechos contra su torso y alinear las caderas de forma que pudiera sentir su erección sobre la parte baja del vientre.
Amanda lo miró a los ojos y le rodeó el cuello con más fuerza para atraerlo hacia ella. Dejó que su mirada se posara en los labios del hombre. Y dejó que sus párpados se entornaran.
Martin le besó la comisura de los labios y trazó con la punta de la lengua la curva del labio inferior.
—Ningún otro hombre te pondrá jamás las manos encima, ninguno acariciará tus pechos desnudos. —La calidez de su aliento le rozó los sensibilizados labios—. Ningún otro hombre llegará jamás a estar entre tus muslos ni se hundirá nunca dentro de ti. Sólo yo.
Pronunció las últimas palabras con voz grave; inclinó la cabeza y se apoderó de sus labios, devoró su boca. Y Amanda disfrutó de la súbita oleada de pasión, del inconfundible ramalazo de deseo. Trató de alzarse aún más para responderle con la misma audacia, para instarlo a continuar. Contuvo el aliento cuando él la apoyó contra la repisa que recorría uno de los muros.
La mano que tenía sobre las caderas bajó un poco y le cubrió el trasero para sujetarla mientras se frotaba de forma insinuante contra ella.
Amanda se sintió arrastrada por el deseo; quería alzarse todavía más, rodearle la cintura con las piernas y dejar que se hundiera en ella hasta el fondo. Sabía que podía hacerlo. Si él lo permitía.
Martin pareció tener la misma idea. Le dio un apretón en las nalgas y las acarició un poco antes de aferrarla por la cintura…
—¡Oye, oye! No… ¡Ni hablar! Vaya… ¡eres un atrevido!
Amanda y Martin interrumpieron el beso; ambos miraron de reojo a través de las puertas de cristal que daban al patio. Una joven lidiaba, entre risillas tontas, con un apasionado caballero. La pareja se sentó en el banco situado frente a las puertas y la joven gritó cuando el hombre comenzó a acariciarle un pecho.
Amanda se quedó con la boca abierta.
—¡Es la señorita Ellis! ¡Esta es su primera temporada!
Martin soltó un juramento y se enderezó. Apartó a Amanda y la sostuvo hasta que ella recuperó el equilibrio.
—Vamos. —La cogió de la mano sin ocultar lo contrariado que estaba y se encaminó hacia la puerta—. Antes de que nos vean.
Cualquier otra cosa habría sido demasiado arriesgada. Acompañó a una Amanda tan decepcionada como él hasta uno de los salones secundarios.
—Te dejo aquí. —La miró a los ojos y comprobó que los rescoldos del deseo aún oscurecían ese azul zafiro. Le cogió la mano y le besó los dedos—. Hasta la próxima.
Los ojos de Amanda se abrieron de par en par cuando comprendió lo que quería decir. Martin hizo ademán de soltarla, pero ella lo retuvo.
—Mañana por la tarde. Hay un picnic en Osterley. Los demás irán a ver las campanillas. ¿Recuerdas la hondonada que hay al otro extremo del lago?
Tras meditarlo un instante, Martin asintió.
—Mañana por la tarde. —Le hizo una reverencia y desapareció entre las sombras.
Permitió de mala gana que ella regresara a su mundo de luces.
Si no la poseía pronto, si no la convencía en breve de que se casara con él, haría algo… algo drástico. Aunque no estaba seguro de qué.
En la hondonada que había en el extremo del lago de Osterley House, Martin se sentó sobre un enorme tronco para tomarse un respiro. Escabullirse hasta el lugar sin que lo vieran no había resultado difícil; el bosque rodeaba el lago y se extendía hasta el camino que había a casi un kilómetro. El lugar elegido para el picnic se encontraba en la pradera emplazada al otro extremo del lago, cerca de los caminos que conducían al prado de campanillas. Para reunirse con él, Amanda tendría que rodear el lago. Dudaba de que ninguna otra joven tuviera tanta energía, algo que en teoría los mantendría a salvo de interrupciones.
O eso esperaba con todas sus fuerzas.
Atrapar a Amanda en la red del deseo lo bastante como para convencerla de que se casara con él estaba resultando ser inesperadamente difícil. A decir verdad, nunca había intentado hacer algo semejante; en el pasado jamás había deseado atarse a ninguna mujer. No obstante, teniendo en cuenta lo mucho que se encariñaban las mujeres con él, sobre todo las damas, incluso cuando no tenía intención de que lo hicieran… Tenía la certeza de que si se lo proponía, podría atraparla.
La atraparía de tal forma que ni siquiera sería capaz de pensar en decir «No» de nuevo, sin importar lo que le estuviera preguntando.
Martin escuchó el rumor de sus pasos antes de verla. Se adentró en la hondonada, esbozó una sonrisa al verlo y se encaminó hacia el tronco para detenerse junto a él. Contempló el lago y examinó la orilla.
Martin se puso en pie. Era eso o sufrir tormentos peores; su simple presencia, por no mencionar esa sonrisa confiada, lo había excitado hasta un punto rayano en el dolor.
Ella lo miró a los ojos. Sus pechos casi se rozaban y Martin bajó la mirada hasta su rostro. La rodeó con los brazos y reprimió el impulso de estrecharla con fuerza.
—Cásate conmigo.
Ella no apartó la mirada.
—¿Porqué?
«¿Por qué?», repitió él para sus adentros.
—Porque te deseo. —Había pronunciado las palabras sin pensar; pero, cuando se detuvo a hacerlo, no encontró motivo alguno para retirarlas. Ni siquiera para disfrazar lo que significaban. En cambio, la atrajo hacia sí para que no le quedara el menor género de dudas sobre lo que quería decir.
Ella entornó los párpados para ocultar sus ojos; una pequeña sonrisa jugueteaba en la comisura de sus labios.
—Sé que me deseas. —El cuerpo femenino se rindió entre sus brazos cuando se apretó contra él para prometerle el paraíso—. Pero si el deseo es la única razón por la que me «deseas», no es razón suficiente para que me convierta en tu condesa.
Hablaba con acertijos. Otra vez…
Se vio asaltado por una súbita sospecha. Ella lo miró con los ojos entornados; Martin atrapó su mirada y se la sostuvo sin miramientos. En ese momento, consideró una posibilidad que hasta entonces ni siquiera se le había pasado por la cabeza.
Y sintió que sus facciones se endurecían.
—Estás jugando un juego muy peligroso.
Amanda abrió los ojos y enfrentó su mirada sin artificios, sin la más mínima vacilación.
—Lo sé. —Extendió la mano y le recorrió la mejilla con el dedo antes de mirarlo a los ojos de nuevo—. Pero hablo en serio y estoy bastante dispuesta a ver tu apuesta.
La emoción que lo atravesó, que resonó en sus oídos y se apoderó de su mente… si hubiera sido capaz de cerrar los ojos, de apretar los puños y permanecer de pie y a solas en una habitación vacía, habría podido reprimirla y desterrarla sin hacer nada. Sin reaccionar.
En cambio, tensó los brazos y la estrechó con fuerza; inclinó la cabeza y se apoderó de su boca, de sus labios. El preludio para poseerla. Sin tregua.
Amanda no la pidió. Enterró los dedos en el cabello de Martin y bebió gustosa de la pasión que derramaba sobre ella antes de devolvérsela. Percibió el momento en que se produjo el encontronazo, no de sus voluntades, sino de sus tercos corazones. Se había mantenido en sus trece; sabía que el suelo que pisaba era firme como una roca. Él había dejado clara su posición y no sería fácil lograr que la cambiara. No aceptaría de buen grado la necesidad de cambiar de opinión.
Pero ella estaba dispuesta a esperar cuanto hiciera falta. Dispuesta a luchar en esa guerra hasta conseguir la victoria… una victoria de la que también él disfrutaría. A pesar de lo que pensaba en ese momento, a pesar de la implacable resistencia con la que se oponía a ella en esos instantes y a pesar del obstinado muro de autoritarismo masculino que se negaba a abandonar.
Si él era una roca, ella era la marea que la desgastaría.
Si él era un león, ella era la mujer destinada a domarlo.
Le entregó su boca de buena gana y dejó que él le arrebatara el aliento para después infundírselo de nuevo. Se aferró a él cuando sintió los estragos que estaba causando en sus emociones y, una vez que se recobró lo suficiente, comenzó a imponerle sus propias condiciones. A arrastrarlo hacia su postura.
Las manos de Martin estaban en su trasero y lo masajeaban sin dejar de estrecharla con fuerza contra él para que pudiera sentir su evidente erección contra el vientre. Le había introducido la lengua, cálida e insistente, en la boca para embelesarla, para explorarla, cuando escucharon el primer ruido.
Martin cambió el talante del beso; Amanda percibió lo alterada que estaba su respiración; percibió el ascenso y el descenso de su torso contra los senos y el potente latido de su corazón, de los corazones de ambos, mientras él agudizaba el oído.
No se escuchó nada más; Martin agachó la cabeza y la arrastró una vez más a la vorágine del beso, hacia la senda de un deseo arrebatador.
—¿Por dónde es? ¿Por aquí?
La aguda voz femenina penetró su ensimismamiento y los trajo de vuelta a la realidad con angustiosa rapidez.
—¿Qué…? —Amanda echó un vistazo por encima del hombro.
Martin miró también y soltó una maldición.
—¡No puedo creerlo! —siseó Amanda—. ¡Es la señorita Ellis otra vez! ¡Y con otro hombre!
La pareja se encaminaba de la mano hacia la hondonada, bordeando la orilla. Aún no habían divisado a sus ocupantes.
Martin maldijo de nuevo.
—Tengo que irme.
Amanda lo miró y se tragó la negativa que pensaba gritar. Masculló un juramento de cosecha propia cuando él le quitó las manos de encima.
Martin paseó la mirada entre ella y la pareja mientras retrocedía hacia el bosque.
—¿Dónde estarás esta noche?
Amanda se llevó una mano a la cabeza, presa de la confusión.
—En casa de los Kendrick. ¡Maldición! No puede ser. No hay terraza ni tampoco jardines, sólo un enorme salón de baile. Son amigos de la familia… No me queda más remedio que asistir.
Martin se detuvo a la sombra de los árboles circundantes.
—¿La casa de Albemarle Street?
Ella asintió.
—Hay un balcón con vistas al jardín lateral.
—Está en la planta alta.
—Espérame allí a las doce.
Amanda parpadeó con incredulidad antes de asentir con la cabeza.
—Allí estaré.
Antes de seguir su camino, Martin le dijo con la mirada que más le valía cumplir su promesa; se desvaneció entre las sombras ante sus propios ojos.
Contrariada, hecha un lío, con los nervios a flor de piel y con la certeza de que seguiría así durante horas, Amanda se giró para saludar a los causantes de su malestar. Esbozó una sonrisa y salió al encuentro de la señorita Ellis y su caballero.
Si sus planes para esa tarde se habían hecho añicos, que la colgaran si permitía que la señorita Ellis corriera mejor suerte.