DE ninguno, decidió, mientras salía a hurtadillas de su casa a las cinco de la mañana. Era cierto que Martin había accedido a mezclarse con la alta sociedad para buscarla, detalle que se le antojaba muy prometedor. Aun así, había insistido en mantenerse oculto entre las sombras; por tanto, parecía prudente salir a su encuentro.
La estaba esperando en la esquina, con las riendas de los caballos en la mano. Alzó la mirada cuando escuchó sus pasos; sus ojos la recorrieron de la cabeza a los pies antes de girarse hacia la yegua. Amanda fue hacia él con una sonrisa.
—Buenos días.
Martin la miró a los ojos, extendió los brazos hacia ella, la rodeó por la cintura… y la alzó hasta la silla.
Para cuando Amanda hubo colocado los pies en los estribos, él ya había montado y la estaba esperando. Se vio obligada a reprimir una sonrisa mientras hacía girar a la yegua para enfilar hacia el parque.
Una vez dentro, dejaron que los caballos trotaran a placer. La satisfacción que mostraba el rostro de la muchacha hizo que Martin se mordiera la lengua y guardara silencio mientras se acercaban al camino. Como era habitual, galoparon a toda velocidad; como era habitual, la euforia se apoderó de ellos. Ambos compartían el mismo entusiasmo por la velocidad, por el poder, por el disfrute del placer desenfrenado.
Al final del camino, aminoraron el paso y salieron al prado para recuperar el aliento. Amanda instó a la yegua a caminar no dirección a las puertas, sino hacia el sendero que solían recorrer cuando querían hablar. Martin fue consciente de la naturaleza conciliadora del gesto, aunque no creyó ni por asomo que estuviera preparada para atenerse a razones. Azuzó con las rodillas al ruano para que siguiera a la yegua y se dispuso a preparar mentalmente sus argumentos.
Amanda se detuvo al llegar a la mitad del camino, un lugar íntimo gracias a la cobertura que ofrecían los árboles. Enarcó una ceja y lo miró mientras se acercaba.
Él le devolvió la mirada.
—Tenemos que casarnos.
La segunda ceja se unió a la que ya estaba enarcada.
—¿Por qué?
Martin refrenó su temperamento y se negó a rechinar los dientes.
—Porque hemos mantenido relaciones íntimas. Porque eres una dama y perteneces a una familia aristocrática que no tiene por costumbre hacer la vista gorda en este tipo de cuestiones. Porque yo también pertenezco a una familia aristocrática que comparte ese modo de pensar. Porque la sociedad lo exige. ¿Necesitas más razones?
Ella lo miró con franqueza.
—Sí.
Una afirmación clara y rotunda. Amanda tenía un brillo resuelto en sus ojos azules y alzaba la barbilla en un gesto decidido. Martin reconoció las señales, pero no tenía ni idea del motivo.
La miró echando chispas por los ojos. Abrió la boca…
Y ella lo silenció con un gesto negativo.
—Sólo tú y yo sabemos que hemos mantenido relaciones íntimas; no hay ningún motivo para que creas que me has arruinado —afirmó sin apartar la mirada—. Yo me entregué de muy buena gana, por si lo has olvidado.
Para su eterna irritación, lo había olvidado; al menos, había olvidado lo suficiente como para no estar seguro.
—De todas formas, en nuestro círculo social…
Ella soltó una carcajada y azuzó a la yegua para que siguiera adelante.
—Tú le has dado la espalda a «nuestro círculo social», así que ahora no me vengas con que te preocupan sus estrictas normas.
Martin tenso la mandíbula y, tras indicar al ruano que la siguiera, dijo entre dientes:
—Sin tener en cuenta lo que yo piense, tú no le has dado la espalda a ese círculo; sus reglas son importantes para ti. Tu vida, la vida que deberías vivir, está marcada por los dictados de la sociedad.
Amanda lo miró por encima del hombro. A pesar de su sonrisa ojos tenían una expresión seria y recelosa.
Martin le devolvió la mirada a sabiendas de que su semblante era pétreo… Era muy consciente de la tensión que se había apoderado de él.
—Sin tener en cuenta las circunstancias, no voy a permitir que me tachen de nuevo de ser un caballero incapaz de hacer «lo correcto».
Ella abrió los ojos de par en par antes de mirar al frente.
—Ya veo. El viejo escándalo. Me había olvidado de él.
—Existe cierto paralelismo.
—Salvo que, en aquel caso, no fuiste responsable de lo sucedido —dijo y su voz se tensó al llegar a ese punto— y, en este, te aseguro que no tengo intención alguna de quitarme la vida.
Amanda reprimió el impulso de afirmar que no estaba embarazada; no lo sabía con certeza y él podría echárselo en cara. No tenía intención alguna de sacar a colación la posibilidad de estar embarazada de su hijo… de su heredero. La simple idea bastaba para distraerla por completo. Así pues, se apresuró a relegarla al fondo de su mente.
—En lugar de perder el tiempo con infructuosas afirmaciones, ¿me permites que te aclare mi posición?
Martin hizo un brusco gesto de asentimiento con la cabeza. Mientras la yegua seguía caminando, Amanda prosiguió.
—Es muy simple: no estoy dispuesta a casarme, ni contigo ni con nadie, basándome en el hecho de que la sociedad decretaría nuestra boda como un castigo adecuado para nuestros pecados si llegara a hacerse público lo sucedido. No creo que casarse por obligación sea una base sólida para un matrimonio. Sobre todo para mi matrimonio. —Lo miró a los ojos—. ¿Queda claro?
Martin la miró con intensidad y se preguntó qué detalle estaría ocultando la muchacha. Había sido sincera en su declaración, no le cabía duda, pero… ¿habría algo más?
Que Amanda Cynster, a los veintitrés años y con su naturaleza desinhibida y su inclinación por las emociones fuertes, albergara una profunda antipatía por las convenciones sociales que regían su vida no era de extrañar. Por desgracia, era lógico que rechazara la idea de un matrimonio entre ellos impuesto por las constricciones sociales.
Martin asintió con la mandíbula tensa.
—Clarísimo.
La muchacha parpadeó y no tardó en preguntarle:
—En ese caso, ¿estás de acuerdo en que no necesitamos casarnos para apaciguar la susceptibilidad de la sociedad?
Martin se obligó a asentir de nuevo.
—Bien —replicó antes de mirar al frente con semblante más relajado.
Con los ojos entornados, Martin observó la parte posterior de su cabeza, deteniéndose en los rizos dorados que brillaban bajo la creciente luz del amanecer; estudió la esbelta silueta de su cuerpo, que se mecía con suavidad. Entretanto, sopesó su siguiente ataque.
Al llegar al final del camino, allí donde se unía al prado cercano a las puertas, murmuró:
—Lady Chalcombe celebra una fiesta privada esta noche en su casa. —Amanda se giró para mirarlo, tras lo cual, él añadió—: Es en Chelsea, junto al río. ¿Podemos vernos allí?
Unos ojos muy azules se clavaron en los suyos un instante antes de mirar hacia otro lado.
—No, me temo que no. —Su tono era apesadumbrado, pero firme—. La temporada acaba de empezar. Esta noche es el baile de la duquesa de Richmond. Y después tengo un sinfín de compromisos a los que asistir. Siempre supe que el inicio de la temporada pondría fin a los entretenimientos menos formales.
¿Qué quería decir? Martin contempló su perfil, la única parte de su rostro que podía distinguir, con expresión ceñuda. Y vio que la consternación se apoderaba de ella.
—¡Ay, Dios! Empieza a llegar gente. Será mejor que nos separemos. ¿Aquel de allí es tu mozo de cuadra? —preguntó mientras señalaba hacia la figura que esperaba junto a las puertas.
—Sí.
—Dejaré la yegua a su cuidado. —Lo miró con una sonrisa—. Adiós. —Y tras sacudir las riendas, se alejó al trote.
Martin, totalmente estupefacto, la observó mientras se alejaba. Una sonrisa, un alegre adiós… y ¿ya estaba?
Eso habría que verlo.
—Gracias, señor Lytton-Smythe. Ahora, si me disculpa, debo proseguir mi paseo.
—Pero mi querida señorita Cynster… —Pese a los tirones de Amanda, el hombre no le soltó la mano—. Naturalmente que debe hacerlo. Estaré encantado de acompañarla.
—¡No! —Amanda se devanó los sesos en busca de una excusa aceptable, pero recurrió al truco habitual—. Debo ir al gabinete.
—¡Vaya! —Le soltó la mano con actitud derrotada, aunque su sonrisa no tardó en aparecer, acompañada de una expresión arrogante. —No puedo permitir que deambule sola por las habitaciones de Su Excelencia. La esperaré.
Amanda refrenó la tentación de poner los ojos en blanco.
—Como desee.
Escapó mientras se preguntaba si a Percival Lytton-Smythe se le había ocurrido que podría estar enferma; era tan pesado que siempre lo dejaba aduciendo que debía ir al gabinete. Claro que tampoco era un hombre capaz de sumar dos más dos y parecía empeñado en hacer caso omiso de su negativa a permitir que la llevara por el buen camino para alejarla de lo que él llamaba «su execrable frivolidad».
—¡Ja! —exclamó mientras se apresuraba a cambiar de rumbo, abandonando el camino del vestíbulo para ocultarse en un saloncito.
Sólo había bailado con el señor Lytton-Smythe por pura obligación. No lo había disfrutado en lo más mínimo. El hombre se estaba convirtiendo en una irritante molestia. En realidad, ni siquiera la abrazaba más de la cuenta ni, Dios no lo quisiera, dejaba vagar su mano; pero aunque a ella le encantaba bailar, Percival Lytton-Smythe no era la pareja ideal. Se había pasado toda la pieza deseando alejarse de sus brazos.
Tras intercambiar saludos con unos cuantos invitados y detenerse ante varios grupos, consiguió abrirse camino hasta el rincón más alejado del salón, donde unas frondosas palmeras ocultaban los ventanales. Una ligera brisa entraba por las ventanas, agitando las cortinas de encaje.
El lugar perfecto para ocultarse y pensar.
Suspiró para sus adentros mientras se escabullía tras las plantas. Además de Percival Lytton-Smythe, había otros muchos caballeros que tenían la vista puesta en ella. Era de conocimiento público que tanto ella como Amelia disponían de dotes generosas y que ya tenían veintitrés años. Casi unas solteronas. Ciertos caballeros habían supuesto que esa circunstancia acabaría por sumirlas en la desesperación.
Dichos caballeros estaban en lo cierto, pero su modo de enfrentarse a la desesperación no era el que ellos habían pensado.
Soltó un resoplido mientras echaba un vistazo al salón a través de las hojas de las palmeras.
Vio que Amelia cruzaba el arco del salón de baile en brazos de lord Endicott. La orquesta estaba tocando un vals. Su gemela estaba inmersa en sus propias maquinaciones; estaba dispuesta a evaluar a todo caballero elegible.
Tras desearle mentalmente suerte a su hermana y preguntarse de forma distraída si Luc Ashford habría llegado ya, se dispuso a reflexionar sobre sus propios planes. ¿La seguiría Martin a los círculos de la alta sociedad? De ser así, ¿cuánto tardaría…?
Un musculoso brazo le rodeó la cintura al tiempo que le tapaban la boca con una mano. En un abrir y cerrar de ojos, la alzaron del suelo y la sacaron a la terraza a través de los ventanales ocultos tras las cortinas de encaje.
Cuando su asaltante la dejó en el suelo y la soltó, Amanda, que ya sabía de quién se trataba, se dio la vuelta. Pese a todo, se quedó sin aliento y abrió los ojos de par en par.
No cabía duda de que Martin Fulbridge era todo un deleite para la vista. Ya lo había visto antes ataviado con ropa formal, pero en un salón, no en una terraza a la luz de la luna. La severidad del blanco y el negro junto con la tenue luz plateada intensificaban el contraste: su anguloso rostro, la rigidez que formaba parte de su carácter y la inflexibilidad patente en su fuerza se contraponían al elegante desorden de su cabello castaño dorado, a esos oscuros ojos verdes que la miraban a través de los párpados entornados y al manifiesto rictus sensual de sus labios.
Le bastó una sola mirada para asimilarlo todo. Acto seguido, extendió los brazos y le hizo un gesto con la mano.
—Ven. Baila conmigo.
En un santiamén la tuvo firmemente sujeta entre sus brazos y no tardaron en moverse al ritmo de la música que flotaba a través de los ventanales. La sostuvo mucho más cerca que el señor Lytton-Smythe y con una actitud mucho más posesiva. Amanda sintió que la mano que le sujetaba la espalda descendía hasta detenerse más abajo de la cintura, y su calor atravesó la seda del vestido, quemándole la piel. Cada vuelta que daban ponía de manifiesto la fuerza contenida con la que la sostenía y supo al mirarlo a los ojos que era mucho más poderoso y dominante de lo que Percival Lytton-Smythe podría llegar a ser jamás.
Llegaron al final de la terraza y Martin realizó un giro que los acerco todavía más. Amanda notó que sus cuerpos se rozaban y, en lugar de apartarse con un gesto escandalizado, se pegó a él y dejó que su cuerpo se fundiera con la música, entregándose a su abrazo.
Se sentía segura entre sus brazos, tan cerca de él. Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre su hombro y permitió que la guiara al compás de la música sobre las baldosas de la terraza.
—No esperaba verte aquí esta noche —murmuró cuando llegaron al otro extremo y la música llegó a su fin.
—¿No? —Martin se detuvo, pero no hizo ademán de soltarla.
El tono de su voz la obligó a alzar la cabeza para mirarlo a los ojos.
—No. Esperaba que aparecieras alguna noche, pero no pensé que vinieras hoy.
Martin observó sus ojos con detenimiento y la honestidad reflejada en esa mirada lo sorprendió. ¿Acaso no sabía que la atracción que ejercía sobre él se había convertido en una compulsión en toda regla? Con ella entre los brazos supo, sin ningún género de duda, que no quería dejarla marchar jamás.
Se había preparado para entrar en el salón y sacarla a la terraza, pero la había visto por los ventanales. La había llamado mentalmente y apenas pudo creer su suerte cuando vio que respondía.
En ese momento, lo estaba observando con los ojos entornados.
—Dime una cosa, ¿sabe nuestra anfitriona que estás aquí?
Martin sonrió con expresión culpable.
—No —contestó al tiempo que inclinaba la cabeza—. Nadie sabe que estoy aquí, salvo tú.
Y se apoderó de su boca. Ella separó los labios y se aferró con fuerza a las solapas de su chaqueta.
Más le valía. Martin la besaba con un ansia voraz; le robaba el aliento, la dejaba aturdida y sus hábiles manos conseguían revolucionarle los sentidos. La mantenía pegada a su cuerpo mientras le acariciaba la espalda con actitud posesiva, sin romper el poderoso abrazo que la inmovilizaba.
Sabía por qué estaba allí; por qué la había seguido hasta los brillantes salones que tanto odiaba. La quería, la deseaba y quería que ella sintiera lo mismo. Que Dios la ayudara, porque lo había conseguido.
La intensa necesidad con que la abrazaba la dejó sin defensas y la insto a seguirlo allí donde la llevara. La instó a devolverle los besos con frenesí y avidez, de modo que el interludio no tardó en adquirir un tinte voraz. Ambos deseaban más, mucho más.
Martin alzó la cabeza para mirarla a los ojos. Acto seguido, se inclino de nuevo y se apoderó de sus labios otra vez.
—Ven conmigo —murmuro—. Quiero enseñarte una cosa.
Uno de sus brazos la soltó al tiempo que se apartaba de ella. Amanda le soltó las solapas de la chaqueta y se dio la vuelta al sentir el ardiente contacto de su otra mano en la base de la espalda, instándola a caminar hasta el otro extremo de la terraza.
De allí partían unos peldaños en dirección a otra terraza que comunicaba con varias estancias a oscuras, cerradas a los invitados. Doblaron la esquina de la mansión y llegaron a una escalinata de piedra por la que se accedía a un invernadero. Era un edificio contiguo a la casa, pero independiente. Y quedaba muy alejado de los invitados.
Él abrió la puerta del invernadero y Amanda dio un paso hacia el fresco y tranquilo ambiente del interior. La luz de la luna iluminaba un camino serpenteante que recorría toda la estancia y unía una fuentecilla emplazada a escasos metros de la entrada con la hornacina que había al otro extremo, donde había un mirador acristalado con vistas a los jardines inferiores. Había un banco de hierro forjado con cojines acolchados desde el que se podían contemplar cómodamente las maravillas del invernadero.
Unas maravillas que brillaban tenuemente a la luz de la luna, cuyos rayos se reflejaban en los bancos de hierro que flanqueaban el camino, así como en el que rodeaba el mirador. Las hojas de los helechos y las de las palmeras conformaban un marco oscuro sobre el que resaltaban una colorida multitud de flores que oscilaron cuando Martin cerró la puerta.
—¡Orquídeas! —exclamó Amanda con los ojos abiertos como platos antes de inclinarse para oler una de ellas. La soltó con un suspiro de contento—. ¿Verdad que son preciosas?
Se enderezó y echó un vistazo por encima del hombro.
La mirada de Martin ascendió hasta posarse sobre su rostro.
—Sí —contestó antes de acercarse a ella para inclinar la cabeza y acariciarle la nuca con los labios.
Amanda sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo.
—Ven —le dijo.
Volvió a colocarle la mano en la base de la espalda; ese gesto que la hacía sentirse tan suya. Con un hormigueo de expectación, dejó que la guiara hacia el mirador emplazado en el otro extremo de la estancia. El perfume de las orquídeas flotaba en el ambiente, un ambiente cálido y húmedo; imposible que fuera la causa de los constantes escalofríos que le erizaron la piel en cuanto llegaron frente al banco del mirador.
—¿Qué querías enseñarme? —le preguntó al tiempo que se acercaba a él sin el menor rastro de pudor y alzaba los brazos para rodearle el cuello.
Martin le rodeó la cintura con las manos. Entre ellas parecía delicada, menuda e indefensa. Acto seguido, la miró a los ojos con intensidad antes de inclinar la cabeza y murmurar:
—Sólo esto.
Fue un beso deliberadamente incendiario y Amanda creyó estar envuelta en llamas. El calor se apoderó de sus venas, le recorrió la piel, se acumuló en su entrepierna y la engulló por entero. Igual que le sucedió a él. Ambos estaban indefensos ante el abrasador asalto de su mutuo deseo.
Y era mutuo, de eso no cabía duda. Sus labios se encontraron y se fundieron. Sus lenguas se unieron como preludio del acto hacia el que todos sus pensamientos estaban encaminados. Amanda se aferró a él; enterró una mano en su cabello y apoyó la otra en uno de sus hombros, clavándole los dedos mientras se pegaba a su cuerpo. Martin la abrazó con más fuerza, la amoldó a él, y ese roce tan evocador y provocativo avivó aún más la necesidad que los consumía.
La mano de Amanda abandonó el hombro para acariciarle el torso y bajar un poco más…
Pero él la capturó y la inmovilizó al tiempo que se alejaba de sus labios.
—No.
Sus miradas se encontraron y ella abrió los ojos de par en par. Martin pareció reconsiderar su negativa.
—Todavía no.
Amanda sintió que se le cerraban los párpados. Una extraña languidez se había apoderado de ella.
—Entonces, ¿qué?
Él se enderezó y la giró para dejarla de espaldas. Sin pérdida de tiempo, la abrazó desde atrás y le acarició la cintura.
—Esta noche… —dijo con voz ronca y su aliento meció los rizos que le enmarcaban el rostro—. Esta noche tomaremos el camino más largo.
Alzó las manos hasta sus pechos. Amanda echó la cabeza hacia atrás para apoyarla sobre su hombro y arqueó la espalda. Intentó recordar el camino que habían tomado con anterioridad y le pareció que había sido lo suficientemente largo…
—¿Cómo? —preguntó casi sin aliento.
Martin guardó silencio un instante antes de contestar:
—No pienses, limítate a sentir.
La orden sólo consiguió poner en marcha sus pensamientos; pero, para su asombro, no afectó en absoluto a sus sentidos. Al parecer, se estaba acostumbrando a aquello; al modo en que le acariciaba los pechos, casi con adoración; al profundo placer de saber que él estaba inmerso en… ¿en qué?
En la seducción, decidió al notar que le bajaba el corpiño hasta la cintura y que la camisola no tardaba en seguirlo. Las prendas quedaron amontonadas en torno a sus caderas mientras él seguía excitándola con los dedos, atormentando sus ya enhiestos pezones y provocando una oleada de calor abrasador con cada una de sus deliberadas caricias.
¿Por qué seducirla de nuevo? ¿Sería esa la primera vez que la seducía? Decidir quién había seducido a quién en su primer encuentro era complicado; por supuesto que no había sido su intención que las cosas llegaran tan lejos y él se había mostrado aún más reticente. Aunque eso no la había salvado. Y a él tampoco.
Así pues, ¿qué estaba haciendo Martin? ¿Por qué parecía tan decidido a repetir lo sucedido?
¿Qué había cambiado?
La mente de Amanda siguió dándole vueltas a la cuestión mientras él la arrastraba hacia una deliciosa marea de placer. En un momento dado, se alejó.
—Espera —le dijo.
La ayudó a recuperar el equilibrio y se acercó a una planta cercana. No tardó en regresar con tres exuberantes flores blancas en la mano.
Le dio la vuelta hasta dejarla de cara al banco, de modo que la luz de la luna cayera sobre ella antes de colocarle una de las flores tras una oreja y repetir la operación en la otra. El perfume la envolvió al instante. El deseo volvió a endurecerle los pezones. Con la tercera orquídea en la mano, Martin bajó la mirada y deslizó el tallo de la flor entre los pliegues de su vestido, justo bajo el ombligo.
Le rodeó la cara con las manos, inclinó la cabeza… y le nubló el sentido. Amanda dejó de pensar por completo. Resultaba imposible pensar mientras él la devoraba y reclamaba su boca, abrasándola con cada invasión de su lengua.
Él se movió y, sin poner fin al beso, se inclinó para sentarse en el banco, doblándola por la cintura mientras lo hacía. Amanda le colocó las manos sobre los hombros para guardar el equilibrio. Las manos de Martin abandonaron su rostro para regresar a los pechos.
Se entregó al beso con un suspiro. Al estar inclinada hacia delante con los senos a su entera disposición, sus caricias tenían una impronta diferente, resultaban aún más exquisitas e incluso más reverentes. Allí de pie entre sus muslos, no le sorprendió en lo más mínimo que él la acercara y abandonara sus labios para descender con ellos por la garganta. No tardó en posar la boca sobre sus excitados pechos para lamerlos y mordisquearlos antes de succionar los pezones.
Un cúmulo de sensaciones se apoderó de ella; arqueó la espalda y le agarró la cabeza, instándolo a que prosiguiera con el festín. Y él así lo hizo, para satisfacerla a ella, pero también por su propio placer.
La entrega del hombre era absoluta y Amanda así lo percibía en la apasionada avidez de la boca que succionaba sus pezones con un ansia insaciable y en las exigentes caricias de su lengua. Se entregó por completo a su asalto, de modo que Martin saciara el anhelo que lo consumía; porque, al hacerlo, también saciaba el suyo.
Cuando sus pezones estuvieron enhiestos y su piel pareció estallar en llamas, Martin deslizó las manos hasta su espalda para acariciar los gráciles músculos de su columna. Con una mano le bajó la parte posterior del vestido, junto con la camisola, hasta el trasero; con la otra, sujetó la orquídea prendida en la parte delantera antes de que las prendas cayeran al suelo con un suave susurro.
Amanda aún seguía apoyada sobre sus hombros para guardar el equilibrio. En esa postura, la muchacha miró hacia abajo y observo cómo él le deslizaba el tallo de la orquídea por los suaves rizos de la entrepierna. Al instante se echó hacia atrás para admirar su obra y percibió la tensión que se había apoderado de ella mientras se esforzaba por respirar. Antes de que pudiera hablar, la tomó por las caderas y la acercó a él. Le acarició el torso con los labios y fue descendiendo por la cintura hasta llegar al ombligo. Mientras exploraba la concavidad con la lengua lo envolvió el perfume de la orquídea, acompañado de otro aroma mucho más tentador y primitivo.
Tras tomar una honda bocanada de aire, le rodeó las caderas con los brazos y la levantó del suelo. Amanda se aferró a sus hombros y al mirarla descubrió que sus ojos azules brillaban como un par de zafiros bajo los párpados entornados. Se giró en el banco para sentarla y la echó hacia atrás, instándola a recostarse sobre el mullido asiento. Acto seguido, retrocedió mientras le pasaba las manos por la parte interna de los muslos al tiempo que los alzaba y los separaba para que cada pierna quedara a un lado del banco.
Amanda quedó así expuesta ante su mirada como una deliciosa hurí sacada de sus sueños más salvajes.
Bajo la luz de la luna su piel adquiría una apariencia nacarada; sus ojos lo miraban nublados por el deseo; y sus labios entreabiertos estaban hinchados por los besos. Se estremecía debido a la tensión que se había apoderado de ella. Respiró hondo sin apartar los ojos de él. De su rostro.
Martin deseó saber lo que ella veía, porque le daba la sensación de que sus músculos se habían convertido en piedra. Todos sus instintos le gritaban, presa de un deseo voraz de capturar, someter y tomar. El asalto de la lujuria lo dejó inesperadamente aturdido, a merced de sus instintos. Había planeado tenerla justo donde la tenía y, por fortuna, lo lógico era celebrar la victoria.
No necesitaba de su sentido común para que sus manos le acariciaran los pechos, ni para inclinarse sobre ella y bajar la cabeza hasta que sus labios capturaron un endurecido pezón. Ni para avivar de nuevo el fuego que abrasaba esa sedosa piel, haciéndola jadear, arquear la espalda y agarrarle la cabeza mientras le proporcionaba placer.
Darle placer era una delicia; una satisfacción que se filtraba por sus poros y le llegaba a lo más profundo del alma. Así pues, con la mente puesta en ese objetivo, Martin siguió adelante para poder cobrar su recompensa.
Amanda deseó ser capaz de pensar; ser capaz de recuperar por un instante el dominio de sus sentidos. La situación en la que se encontraba, desnuda salvo por las medias, las ligas y las orquídeas de Martin, la dejaba en una posición vulnerable y poderosa a la vez. Vulnerable porque estaba expuesta de forma íntima ante él; poderosa porque percibía la compulsión que ese hecho provocaba en él. Percibía el deseo que lo embargaba en cada uno de los húmedos y abrasadores besos que depositaba sobre su abdomen. El deseo que sentía por ella.
Ese deseo, la vehemente necesidad que se escondía detrás de sus experimentados avances, detrás de cada una de sus calculadas caricias podría haber resultado abrumador o incluso alarmante de no ser por la ternura, la adoración y la constante delicadeza con que sus dedos la acariciaban y sus labios la besaban.
La trataba como si fuera la sacerdotisa que pudiera garantizar su salvación.
No obstante, él ansiaba más; sus labios descendieron más y más hasta que Amanda sintió su cálido aliento sobre el vello de la entrepierna. La caricia la estremeció. La enardeció.
—Tu chaqueta —le dio un empujón sobre los hombros y lo aferró por las solapas.
—Luego —replicó él con un gruñido.
—No… ahora.
Amanda intentó incorporarse, pero con una protesta gutural, él volvió a recostarla. Se quitó la chaqueta, la arrojó a un lado y retomó el asalto donde lo había dejado, aferrándola por las caderas, bajando la cabeza y…
—¡Martin!
Amanda acababa de ver las estrellas. Lo agarró del pelo, estremecida por la sensación. Todas sus terminaciones nerviosas cobraron vida y se tensaron mientras él la acariciaba con la lengua antes de que sus labios volvieran a succionar la delicada carne de su sexo. No podía pensar, apenas podía respirar mientras su boca la poseía, succionando y lamiendo hasta que estuvo convencida de que perdería la razón. Hasta que se vio envuelta por las llamas de un delirante placer.
Aferrándola por las caderas de modo que siguiera con los muslos separados, Martin utilizó la lengua para explorar aún más y descubrió la entrada que ansiaba probar. La tensión volvió a apoderarse de ella. Jadeó y arqueó la espalda, pero él la sujetó con más fuerza. Hundió la lengua en su interior con delicadeza, pero sin tregua.
Y con un agudo chillido, el placer más intenso la recorrió; la conflagración hizo añicos no sólo su cuerpo sino también sus sentidos. El éxtasis se apoderó de sus venas hasta derretirse bajo su piel del modo más esplendoroso.
Entre jadeos, incapaz de recuperar el aliento y con los ojos entornados, Amanda observó que Martin se enderezaba. Esos ojos verdes estaban clavados en ella, en sus muslos separados, en la carne que quedaba expuesta. De repente, comenzaron a ascender por su cuerpo hasta posarse sobre su rostro. Sólo tuvo fuerzas para alzar un brazo, extender una mano y hacerle un gesto para que se acercara.
—Ven.
La palabra fue una súplica cargada de sensualidad. Martin siguió observándola y Amanda se percató de que su expresión jamás había sido tan tensa, tan contenida.
Y entonces comprendió que no había tenido la intención de poseerla de nuevo; eso no había formado parte de su plan. Enfrentó su mirada y consiguió esbozar una sonrisa.
—Te deseo. Ven.
Y era cierto. Lo deseaba en su interior, con ella, compartiendo el éxtasis, el placer más absoluto.
Martin titubeó antes de ponerse en pie. Se llevó las manos a la pretina de los pantalones para alegría de Amanda, que se vio obligada a contener el aliento para no pedirle que se quitara la camisa. Él se libró de los botones y apartó la bragueta antes de sentarse a horcajadas en el banco.
Amanda no tuvo tiempo de pensar antes de que la alzara sin esfuerzo alguno. Se agarró a sus hombros mientras él le sujetaba las caderas con las manos y la acercaba. La dejó sobre sus muslos, con las piernas separadas y aún más expuesta que antes. Una vez allí la instó a descender y ella notó que el extremo de su miembro presionaba contra su sexo. Tras ajustar la posición de sus caderas, él se alzó un poco y después, con manos firmes, la hizo bajar y bajar hasta estar hundido por completo en ella.
Respirar estaba fuera de toda cuestión; la invasión fue tan completa que reverberó en todo su cuerpo. En ese instante, Martin introdujo la mano entre ellos y recuperó la orquídea que antes dejara entre sus rizos. Tras sujetarla entre los tirabuzones de su coronilla, le rodeó la cara con las manos, la besó en los labios y volvió a enloquecer sus sentidos. Podía saborear su propia esencia en los labios masculinos, en su lengua, hasta que él ladeó la cabeza, le hundió la lengua en la boca y sus pensamientos se hicieron añicos. Sintió que apartaba las manos de su rostro para deslizarías por sus caderas. Una vez allí, la rodeó con los brazos, la alzó un poco y la movió al tiempo que rotaba las caderas.
Y comenzó a mecerse dentro de ella.
La pasión se adueñó de él en un abrir y cerrar de ojos. La delicada fricción del cuerpo femenino que se cerraba en torno a él con esa deliciosa humedad fue la chispa que redujo a cenizas el poco control que le quedaba. Ni siquiera se dio cuenta de que ella le había abierto la camisa hasta que sintió que lo abrazaba y presionaba sus pechos contra su torso desnudo. La imitó y la encerró en un poderoso abrazo que la inmovilizó mientras se hundía en ella.
Buscó de nuevo sus labios y se apoderó de ellos, imitando el ritmo con el que mecía las caderas hasta que percibió que Amanda, atrapada entre sus brazos, perdía el control al igual que él. Hasta que, con un grito entrecortado, se derritió como una diosa sacrificada en algún rito pagano, ofreciéndole su cuerpo para que colmara todos sus deseos.
Y todos sus deseos, cualquier exigencia primitiva que hubiera sentido, se vieron colmados mientras la poseía y se hundía en ella hasta el fondo una última vez, mientras los músculos femeninos se cerraban en torno a su miembro al mismo tiempo que el placer se apoderaba de él.
No podía respirar. Tuvo que esforzarse por conseguir aire, por aclarar su mente.
¿Desde cuándo tenía la lujuria un efecto tan devastador?
Siguió abrazándola y acariciándole la espalda mientras dejaba que la satisfacción se apoderara de su cuerpo y del de Amanda. Ambos estaban exhaustos y le costó un enorme esfuerzo que su mente se pusiera a funcionar.
Intentó comprender por qué… por qué era tan distinto con ella. Por qué el sexo cobraba otro significado, mucho más importante, con Amanda. Intentó comprender sus sentimientos, la fuente de la que surgía esa necesidad abrumadora de hacerla suya, de poseerla en cuerpo y alma. Intentó nombrar la emoción que lo embargaba cada vez que la tenía tal y como estaba en esos momentos: desnuda entre sus brazos, satisfecha y exhausta, completamente suya.
Eso último lo asustaba. Muchísimo.
La opresión que le impedía respirar se había aliviado por fin. Ya no jadeaba. Miró hacia abajo y analizó lo que veía: los rizos rubios desordenados, las orquídeas blancas aún en su sitio, la piel de alabastro de sus hombros y su espalda aún sonrosada por efecto del deseo.
No había tenido intención de poseerla de nuevo, pero no se arrepentía de haberlo hecho. No podía arrepentirse del deleite que experimentaba cada vez que se hundía en ese voluptuoso y húmedo cuerpo y percibía el modo en que se rendía y se entregaba por completo a él.
El interludio había reforzado su intención de seguir por ese rumbo en concreto, incluso lo había marcado con más determinación.
Inclinó la cabeza y le acarició la mejilla con la nariz antes de depositar un beso en su sien y susurrarle:
—Dime que te casarás conmigo.
—¿Qué?
—Si te casas conmigo, tendrás esto todas las mañanas y todas las noches.
Amanda alzó la cabeza, lo miró a los ojos y dejó que la incredulidad se reflejara sin tapujos en su rostro. Su genio salió a la superficie. Tuvo que morderse la lengua para no decirle que era un presuntuoso.
—¡No!
Se revolvió para apartarse de él, para alejarse de sus brazos y del banco. Una vez en pie, cogió la camisola; aquello se estaba convirtiendo en una costumbre…
—No voy a casarme contigo por… —Le resultaba imposible encontrar la palabra adecuada—. ¡Por esto!
¡Menuda ocurrencia! Claro que iba a disfrutar de lo que acababa de ofrecerle, pero quería mucho más; y, después del rato que acababan de pasar juntos, sabía que había mucho más por lo que luchar.
Martin resopló con fastidio y pasó una pierna por encima del banco para quedar frente a ella.
—Así no vamos a llegar a ningún sitio. Vas a casarte conmigo; no pienso desaparecer entre las sombras mientras tú te alejas de mí con cualquier caballero que sea un partido adecuado.
Amanda se colocó el vestido y lo miró a los ojos.
—¡Estupendo! —Se giró con brusquedad y le dio la espalda—. ¡Ayúdame!
Martin soltó un gruñido antes de ponerse en pie y atarle las cintas del corpiño.
—Si no te conociera mejor, diría que estás loca. —Mientras le ataba las cintas, le preguntó—: ¿Por qué no me dices que sí? Dímelo.
En cuanto se hubo puesto los escarpines, Amanda se dio la vuelta.
—¿Qué es lo que me ofreces que no pueda obtener de cualquier otro hombre?
Él la miró fijamente… y frunció el ceño.
Amanda le dio unos golpecitos con el dedo índice en ese maravilloso pecho.
—Cuando lo hayas descubierto, tal vez, ¡sólo tal vez!, podamos negociar. Hasta entonces —dijo y se dio la vuelta haciendo que se escuchara el frufrú de sus faldas cuando se encaminó hacia la puerta—, buenas noches.
Mientras salía por la puerta, lo miró de reojo. Estaba de pie con lo brazos en jarras, y la camisa blanca sin abrochar acentuaba el tono oscuro de su torso. La contemplaba con el ceño fruncido.