«Gracias por la postal de Florencia» le dijo Mercedes Pombo a su hijo aquella mañana, hacia el mediodía, al entrar en la biblioteca.
Enfrascados en una discusión acerca de Roberto Sabuesa y de sus malévolas intenciones, ni Benigno ni Lorenzo la habían visto llegar.
Más tarde, después de la ceremonia religiosa, después de que tanto José Manuel como don Roberto hubieran abandonado la finca —y el primogénito de los Avendaño esperara ostensiblemente a que el coche del comisario enfilara la carretera de Quismondo, rumbo a la general de Madrid, para montarse en su propio vehículo—, más tarde, ya tarde, mientras esperaban a que Raquel y la Satur les sirvieran el almuerzo, Mercedes Pombo volvió sobre el asunto de aquella postal.
—Pero no me equivoco yo, Lorenzo, te equivocas tú… El vestido de Judit es azul, no amarillo… Lo que pasa es que hay dos ejemplares del cuadro de la Gentileschi. Y no son exactamente iguales. Hay uno en Nápoles, en Capodimonte, el que yo vi…
Se interrumpió, le subió un leve sonrojo a las mejillas. Su voz enronqueció súbitamente.
—Lo vi, lo estoy viendo, como si fuera ayer…
Se alejó en el recuerdo, absorta y abstraída. Pero lo que estaba viendo —como si fuera ayer, en efecto; más aún: como si fuera entonces, en el momento mismo— no era el lienzo de Artemisia Gentileschi no era la sangre de la degollación de Holofernes, era con una sofocante exactitud la escena de su desfloración en el dormitorio del hotel napolitano: la sangre jubilosa de su doncellez, bajo la mirada fascinada, fascinante, de Luciana acercándose hacia ellos, atrevida y sumisa, dispuesta a todo.
Pero volvió enseguida a la realidad del entorno inmediato.
—Hay otro cuadro de ella casi idéntico en su composición, pero diferente, sobre todo por su colorido, en los Uffici de Florencia: el que tú viste, Lorenzo… —Tuvo una risa breve, nerviosa, extraña—. Así que, pese a lo que dices, mi memoria del viaje de novios no necesita ni contraste ni precisión.
Todos fueron sensibles a la emoción apenas contenida que las palabras de Mercedes Pombo expresaban y, al mismo tiempo, ocultaban con una sorda violencia.
Benigno Perales la contemplaba con admiración, como solía; también con compasión, o sea, literalmente: compartiendo su pasión de antaño, imaginándola. Y es que Benigno tenía todos los datos para entender lo que aquel viaje de novios había significado para ella, por haber leído las notas, aunque escuetas, terriblemente sugestivas, del diario íntimo de José María Avendaño, descubiertas la noche anterior en la biblioteca de La Maestranza.
—Tienes razón —decía Lorenzo—. Después de haberte mandado la postal, estuve leyendo todo lo que había en las bibliotecas de Florencia sobre la Gentileschi… También a mí me impresionó aquel cuadro, aunque el vestido de Judit no fuese azul, como en Nápoles… ¡Qué personaje de novela, la Artemisia!
Algo confusamente, por su entusiasmo, su precipitación verbal, Lorenzo les estuvo contando lo que sabía de la vida y la pintura de Artemisia Gentileschi; estuvo describiendo alguno de sus cuadros, además del de la degollación de Holofernes. Habló sobre todo de uno que no había podido ver, porque estaba en Londres, en Kensington Palace, formando parte de las colecciones de la reina de Inglaterra, que sólo conocía, por tanto, por las reproducciones, un autorretrato en una composición titulada Alegoría de la pintura, un cuadro bellísimo a juzgar por sus reproducciones, y a pesar de la imperfección de éstas; un cuadro interesantísimo desde el punto de vista de la historia de la pintura. «Fijaos qué casualidad novelesca», añadía Lorenzo, «Diego Velázquez, en su visita a Nápoles en 1630, estuvo en el taller de la Gentileschi, que acababa de terminar su Alegoría, así que pudo ver ese cuadro, ¿qué os parece?».
En todo caso, a Mercedes Pombo le pareció estupendo que Lorenzo se hubiese interesado tan apasionadamente por aquella pintora italiana. Estuvo comentando con él la escalofriante belleza de Judit y Holofernes.
—De la Gentileschi —dijo de pronto José Ignacio, el Avendaño Jesuita— no sé prácticamente nada. De Judit, en cambio, lo sé todo, casi todo. Si sigue tardando el almuerzo, y si os divierte, os cuento.
Mercedes empalideció.
—Hace veinte años —le dijo a su cuñado_, en Nápoles, tu hermano José María proclamó lo mismo, con las mismas palabras. «De Judit, en cambio, lo sé todo, casi todo». Estábamos almorzando, yo le contaba la visita a Capodimonte, le pregunté si sabía algo de la Gentileschi, me dijo que no. «De Judit, en cambio, lo sé todo, casi todo»…
—Lógico —dice José Ignacio sin inmutarse.
Todos se habían vuelto hacia él, esperando alguna explicación.
—Lógico —repite el jesuita, calmoso.
Pero no lo explica. Por lo menos, no todavía. Se mete por una vereda de digresión, un vericueto narrativo: suele ocurrirle. Ya nadie se asombra en la familia, aunque José Manuel, el primogénito pragmático, se impaciente a menudo.
—Supongo que os acordáis de la Judit de Goya, la de la pintura negra. Es un cuadro de una modernidad asombrosa. En La lechera de Burdeos, Goya anuncia a las mujeres de la pintura impresionista. En su Judit, anuncia los perfiles picassianos…
Pero no vamos a seguir la disquisición de José Ignacio Avendaño, por brillante y sugerente que sea. A estas alturas del relato lo que importa saber, desde el punto de vista del interés del lector, de la propia legibilidad de esta historia, es por qué ambos hermanos, a veinte años de distancia, han dicho la misma frase con respecto a Judit, con respecto al personaje histórico-legendario, bíblico en cualquier caso, y no sólo a su representación en la historia de la pintura occidental.
Pues bien, si se reduce la larga y compleja digresión de José Ignacio Avendaño a sus datos objetivos, podría decirse que los tres hermanos descubrieron juntos el personaje literario de Judit. Fue a finales del otoño de 1931 y en París, en el teatro Pigalle, reinaugurado con una maquinaria de escena ultramoderna. Allí se estrenó en el mes de noviembre —decir la fecha exacta sería una cursilería jactanciosa— una obra de Jean Giraudoux, Judith, que no tuvo mucho éxito ni de crítica ni de público, pero que a José Ignacio le fascinó. Fue éste, en efecto, quien los llevó al estreno. En el trío de la bencina que constituían —así se llamaban, en broma, por el título de una comedia cinematográfica americana de la época—, el encargado de los placeres intelectuales y culturales era él, José Ignacio. Según las indicaciones o consejos de éste, visitaban exposiciones, iban al cine y al teatro durante las semanas que, cada dos años más o menos, pasaban en París.
El encargado de los placeres de la mesa y de la cama era José Manuel, el primogénito, mujeriego y gourmet empedernido, imaginativo e infatigable. Tenía un gancho especial con las mujeres de toda condición social, de camareras a duquesas, incluso con las esposas de banqueros, y eso le permitía, general y generosamente, suministrar a sus hermanos las hembras que le sobraran, o cuya consumición no le fuera materialmente posible asegurar. Lo cual no impedía que, a veces, las consumiera él primero —así se estableció lo que denominaban, con clánica complicidad, con ironía, el derecho de pernada de José Manuel— antes de cederlas, con el consentimiento de las interfectas, a sus hermanos.
José Manuel tenía asimismo un olfato exquisito para descubrir restaurantes o bistrós de primer orden, aunque no fueran conocidos ni figuraran en las guías gastronómicas.
José María, por su parte, no tenía encargo particular en la organización del trabajo social de la fratría, aunque su juicio a posteriori fue determinante para repetir faena, tanto si se trataba de asuntos de cama como de mesa: su gusto o su disgusto fueron siempre criterio inapelable para los otros dos.
Pero es evidente que en La Maestranza, aquel 18 de julio de 1956, esperando a que les sirvieran el almuerzo, José Ignacio no contó sus recuerdos de París con tanto detalle, alguno, por añadidura, más bien escabroso aunque sabroso. Se limitó a los pormayores: les habló de Judith, la obra de Giraudoux; les dijo en pocas palabras que era uno de sus escritores franceses preferidos; les contó cómo había rastreado las huellas del personaje de Judit en la dramaturgia occidental, hablándoles de Hebbel, el alemán, y de Bernstein, el francés.
Demostró, en fin, que su afirmación había sido veraz: aunque no supiera nada de la Gentileschi, de Judit lo sabía todo, casi todo.
¿Por qué no habló José Ignacio Avendaño en aquel momento, sin duda el más oportuno, el más proclive a tal posibilidad, de la última estancia de la fratría en París? Fue en otoño de 1934. Y fueron semanas memorables. Y es que festejaron por todo lo alto dos despedidas de soltero a la vez: la del menor de los hermanos, José María, que acababa de conocer —nada bíblicamente todavía— a Mercedes Pombo, con la cual se lanzaba a la procelosa aventura de dos años de noviazgo formal; y también la despedida de soltero, según la irónica denominación del primogénito, de José Ignacio, que iba a profesar bien pronto los votos de sus esponsales con la Iglesia y con la Compañía de Jesús.
Como Dios manda —por lo menos, el dios de las salas de fiesta, los restaurantes de tres estrellas y los burdeles de postín, que los hay para cualquier menester o peripecia, ¿y dónde será más necesario algún dios que en esta última especie de establecimientos?—, de todas las festividades de aquella doble despedida se encargó José Manuel, el primogénito. Hasta hace unos años aún había en Lasserre, Lapérouse o Laurent viejos maîtres que recordaban o conocían por tradición oral las fastuosas propinas y los caprichos libertinos y fanfarriosos de aquellos tres hermanos españoles de los años treinta.
Sea como fuere, sucedió una noche de orgía en el Sphinx —uno de los más refinados lugares de placer del Occidente spengleriano, según la definición del futuro jesuita, siempre culto y hasta cursi en sus referencias—, y allí, al volver José Manuel de un reservado donde había estado encerrado con dos hembras muy jóvenes y bellísimas —«siendo dos, tarda más en llegar el aburrimiento metafísico que produce inevitablemente el coito», solía decir aquél, «tardan más en aflojárseme el ánimo y el pene»—, fue en el gran salón de banquetes y bailes del Sphinx donde, de pronto, José Manuel les anunció a los dos, especialmente a José María claro está, que deseaba ejercer su derecho de pernada con su futura cuñada, por ahora tan sólo novia formal de José María, Mercedes Pombo.
Los otros dos se lo tomaron primero a broma. Pero no, no era una broma, iba en serio.
Tan en serio que estuvieron a punto de llegar a las manos.
Pretendía José Manuel que Mercedes, tan señorita de provincias a primera vista, casi ñoña, venía en realidad pidiendo guerra y aventura, y que por ello necesitaba para iniciarse en el universo —«mundo, demonio y carne», añadía con un guiño al hermano teólogo— a un hombre de verdad, con experiencia, y tú, hermanito, querido José Mari, puedes iniciarla en muchas cosas, en la lectura del marica aquel de Keynes, por ejemplo, que tanto se acarameló contigo cuando dictó sus conferencias en Madrid hace unos anos, cuando estuviste acompañándole a él y a su señuelo de mujer, rusa, exagerada, bailarina y tortillera; en cualquier lectura y saber puedes iniciar a Mercedes, salvo en las cosas del amor no platónico; o sea, que te la preparo y adiestro para las batallas eróticas. Ya sabes lo que dice nuestra Satur: ¡para buen cocido, puchero usado!
Pero José Ignacio, puede comprenderse, al explicar el origen de su conocimiento del personaje dramático de Judit, no contó nada de aquella sonada y doble despedida de soltero del año 34.
Y no lo hizo en parte por la presencia misma de Mercedes en aquel almuerzo, para no reavivar en la memoria de su cuñada recuerdos dolorosos.
En parte también porque él mismo no quería recordar los desacuerdos, a veces durísimos, que se habían desarrollado entre los hermanos, sobre todo precisamente entre el primogénito y el más joven, entre José Manuel y José María, a lo largo de aquel año de 1934. Desacuerdos ideológicos y políticos, claro está.
José Manuel había llegado a la conclusión de que era urgente un gobierno autoritario, de mano dura, para poner orden tanto en España como en Europa. Gustasen o no algunas de las formulaciones de los movimientos fascistas —a los muchachos de Falange Española se les podía reprochar una insufrible cursilería retórica; a los de Mussolini los tópicos imperiales; a los nazis la palabrería vetero-germánica de la Sangre y la Tierra, pensaba el Avendaño primogénito—, parecía evidente que sólo en un fascismo genérico y generoso podrían despertarse y articularse los esfuerzos de renovación nacional contra la decadencia de los sistemas liberal-capitalistas, cosmopolitas.
La evolución de José María había sido totalmente opuesta.
Aquel año rico en acontecimientos históricos —desde las revueltas parisinas en febrero, durante las cuales los movimientos extremistas de signo contrario estuvieron a punto de derrocar el régimen corrupto de la democracia burguesa, hasta la represión del movimiento revolucionario de los mineros asturianos por un cuerpo expedicionario al mando del general Franco, pasando por el aplastamiento de las milicias obreras socialdemócratas en Viena— fue decisivo en la radicalización de las ideas políticas de José María.
Hasta entonces había sido fiel lector de la Revista de Occidente, y colaborador ocasional de su redacción, a la cual facilitaba notas críticas sobre temas de economía política.
En ese marco había conocido y acompañado a John Maynard Keynes, en junio de 1930, cuando el ilustre profesor británico vino a Madrid a dar una conferencia organizada por dicha revista.
Que John M. Keynes fuese sensible a la prestancia varonil de José María Avendaño no es imposible; que la mujer de aquél, Lidia Lopokova, era rusa, extravagante y bailarina es un hecho incontrovertible; que fuese además lesbiana era una conjetura malévola de José Manuel, cuya veracidad o falsedad eran, en el marco de aquel almuerzo de La Maestranza, improbables.
Comoquiera que fuese, Keynes y el joven Avendaño simpatizaron, y al parecer —es un dato que no ha podido verificarse— éste acompañó al matrimonio inglés durante su estancia en España tras la conferencia en la Residencia de Estudiantes de Madrid.
Lo que sí está demostrado es que Keynes, además de enviar a José María a lo largo de los años siguientes algunas postales y breves cartas —todas ellas archivadas por Benigno Perales—, le hizo llegar también, muy cordialmente dedicado, un ejemplar de su recién publicada General Theory, que José María se encontró al regresar de su viaje de bodas, en Julio de 1936, y que se llevó consigo a La Maestranza con la intención de leerlo durante el verano.
En todo caso, sin abandonar ni la lectura ni la relación con el equipo de la revista de Ortega y Gasset, durante aquel año crítico de 1934 José María fue acercándose al grupo de Cruz y Raya, en torno a José Bergamín. Conoció a algunos de sus colaboradores, entre ellos a un tal Semprún Gurrea, con el cual terminó manteniendo cierta amistad, y compartió buena parte de los análisis de la revista, particularmente los de Eugenio Imaz, que publicaba artículos políticos, sutiles, densos y resueltamente liberal-antifascistas.
—Mercedes —dice Benigno—, ¿te acuerdas de la visita que le hizo tu marido a Benedetto Croce, en Nápoles? ¿Estuviste con él, te contó algo?
A Mercedes Pombo se le escapa de la mano el vaso de agua, que se derrama sobre la mesa. Enseguida acude Raquel a esponjar con una servilleta el mantel mojado.
—¡Croce —exclama— Benedetto Croce, eso es!
Se explica, ante la mirada de asombro de los demás.
—Ayer por la mañana, esperándote a ti —se vuelve hacia Leidson—, intenté recordar el nombre de la persona con la cual José María estaba citado en Nápoles… Un filósofo italiano, algo parecido a Ortega y Gasset me dijo, pero mejor, más profundo, aunque no tan brillante… No conseguí recordar su nombre, no hubo forma… Benedetto Croce, eso es… Pero no fui con José María, yo estuve en Capodimonte aquella mañana.
Mira cariñosamente a Lorenzo.
—En el museo…, donde descubrí el cuadro de la Gentileschi.
De pronto, Mercedes se da cuenta de que Benigno está hablando de algo que no puede saber: nadie ha podido contarle que su marido estaba citado con Benedetto Croce.
—Pero tú, Benigno, ¿cómo sabes lo de Croce? —pregunta, inquieta y asombrada.
Benigno y Lorenzo han estado hablando desde que se sentaron a la mesa del almuerzo, el uno junto al otro. Evocando, primero, al comisario Sabuesa, a su furibunda salida de la finca después de la ceremonia religiosa. Ésta había sido emocionante, ambos estuvieron de acuerdo en decirlo, aunque ninguno de los dos tuviese el más mínimo atisbo de fe católica.
Pero la entrada en la capilla de los dos ataúdes fue impresionante. El que contenía los restos mortales de José María Avendaño era llevado a hombros por sus dos hermanos, por Mayoral y Lorenzo mismo. Detrás venía la familia, cuyo séquito encabezaban Mercedes e Isabel. Y ésta, obedeciendo la orden de su madre, se había cambiado, poniéndose un estricto traje negro, con medias de seda del mismo color, y se había pintado los labios y peinado, sin duda con cierta sarcástica perversidad, como las mujeres sombrías y excitantes que retrataba Romero de Torres. De todo ello, y a pesar del velo y del color de su vestido, resultaba que la silueta de Isabel era todavía más provocativa que la de la muchacha andrógina de aquella misma mañana: Mercedes se dio cuenta inmediatamente de esto, pero no podía enfadarse ya que su hija, formalmente al menos, había acatado sus instrucciones.
El segundo ataúd, el de Chema el Refilón, entraba en la capilla a hombros de braceros y gañanes, que se agolpaban en torno, hieráticos y solemnes, en evidente homenaje al que fue guerrillero en los montes de Toledo durante muchos años después de la derrota. Al frente de la comitiva de campesinos marchaba un hombre con un mono azul de mecánico, pero limpio y planchado —mono azul de gala o de domingos, en cierto modo—, que Lorenzo identificó enseguida como el tractorista, el cabecilla del plante de hoy que tanto había preocupado a Sabuesa. Observándolo con atención, Lorenzo se percató de que era un tipo de buen ver, de buena planta: alto, enjuto, varonil. Ojalá lo esté observando ahora mismo Isabel, pensó Lorenzo con cierto cinismo, ojalá le guste, ¡podríamos resolver con el tractorista la cuestión de su virginidad!
De este último tema, claro está, no habló Lorenzo con Benigno durante el almuerzo. Hablaron del visible sofoco del comisario durante toda la ceremonia; sofoco que alcanzó grados de posible apoplejía cuando el sacerdote, joven y extraordinariamente elocuente, pronunció una homilía elaborada en torno a un comentario cristiano de las palabras paz, piedad y perdón. Imposible deducir de aquello que el sacerdote, deliberadamente, estuviese glosando una de las últimas intervenciones públicas de Manuel Azaña; imposible saber si el sacerdote conocía aquel discurso del último presidente de la República o si sólo un azar bienaventurado le había conducido a elegir aquellos términos. Pero el silencio profundo, atento, emocionado que se fue apoderando de la pequeña multitud agolpada en la capilla de la finca demostró hasta qué punto esa homilía religiosa reflejaba el sentir de los campesinos.
En aquel momento en la capilla, Mercedes se volvió hacia Lorenzo y le murmuró al oído: «Este curita parece haberse estudiado vuestro documento sobre la reconciliación nacional» dejándole a su hijo boquiabierto: nunca habría supuesto que su madre —sin duda por haberla encontrado entre sus papeles— conociera la declaración del partido de unas semanas antes.
Al terminarse la ceremonia religiosa, el comisario Sabuesa esperaba a Benigno y Lorenzo, que salían juntos de la capilla.
—Ya sé dónde nos hemos visto antes, Perales —le espetó a Benigno con voz bronca—. Nos hemos visto en la Puerta del Sol. Usted estaba en uno de los expedientes del partido, después de la caída de Quiñones…
Pero Benigno no se inmutó. Anotó mentalmente que el comisario no le había tuteado. Buena señal.
—Ya era hora, comisario —dijo, burlón—. Estaba a punto de creer que había perdido facultades…
Sabuesa dio un respingo de indignación ante tamaña insolencia. Ya no se gana para sustos, pensó, soliviantado.
Luego se dirigió a Lorenzo.
—Tienes un tío poderoso y bien situado en el Régimen, muchacho. Pero te voy a seguir la pista, y si se verifica lo que pienso, ni tu tío, ni Dios, ni Cristo que lo fundó te salvan de Carabanchel.
Lorenzo asintió con la cabeza.
—No sé lo que piensa, comisario, pero se equivoca. Mi pista no lleva a ningún sitio sospechoso. Sígala cuanto quiera y pueda: sólo le llevará a Italia, a los museos de Capodimonte y de Florencia, a una pintora que se llama Artemisia Gentileschi, que me interesa mucho. Tal vez escriba algo sobre ella, porque a mí lo que me interesa, comisario, es escribir…
Sabuesa estaba convencido de que Lorenzo Avendaño se burlaba de él, pero no podía demostrarlo todavía. No podía hacer nada.
Estaba tan furioso que cometió una imprudencia, en parte por jactancia para vengarse de su momentánea impotencia.
—Un recado, por si acaso: dile a tu Federico Sánchez que no va a durar mucho… Lo vamos a capturar el día menos pensado… y pronto…
Qué estupidez, pensó Sabuesa enseguida, qué tontería estoy haciendo… Si es inocente no puede entender lo que he dicho, y si entiende, va a avisar a los suyos.
Mecagoendiosylaputavirgenyenlamadrequeloparió, y siguió mascullando blasfemias y palabrotas, mientras se dirigía hacia su coche, pues José Manuel le había prohibido quedarse en La Maestranza.
—Pero tú, Benigno, ¿cómo sabes lo de Croce? —acababa de preguntar Mercedes, con inquietud y sorpresa inquisitiva.
A Perales sólo le cabía decir parte de la verdad para corregir su imprudencia. Se decidió inmediatamente, para que Mercedes no tuviera sospechas. Y es que, podía suponerse, ésta sabe con seguridad que su marido anotaba diariamente las peripecias del viaje de boda: incluso tal vez José María le leyó a su mujer algunos pasajes de su diario íntimo; y si fue así, debieron de ser los más crudos y sugestivos, los más adecuados para reavivar su memoria O su apetito erótico; y si Mercedes sabe que semejante diario existió, llevará años preguntándose si José María lo destruyó, antes de salir de Biarritz, o si lo escondió en algún lugar, en la casa de Alfonso XII o en La Maestranza; y ahora salgo yo con lo de Croce y Mercedes puede pensar, legítimamente, que he encontrado aquel diario, que ésa es la fuente de mi conocimiento del episodio napolitano, y estará angustiada, avergonzada probablemente, pensando en lo que puedo haber descubierto…
Hay que tranquilizarla enseguida.
—Me he encontrado con un cuadernillo de José María donde apuntaba sus reflexiones, sus lecturas…, habla de Keynes, de Ortega, de sus conversaciones con Bergamín y algunos colaboradores de Cruz y Raya: Eugenio Imaz y Semprún Gurrea… En ese contexto hay una recensión fechada en junio de 1936 de su conversación con Benedetto Croce, en Nápoles…
—¿Y por qué no me has dicho nada? —Pregunta Mercedes en un tono helado, tajante.
—Pero, Mercedes, si no he tenido tiempo… Lo encontré anoche, en la biblioteca, por casualidad… Ni he tenido tiempo de leerlo a fondo, ni de contártelo esta mañana, con todo lo que ha ocurrido…
La explicación es plausible, pero Mercedes no baja la guardia.
—Vete a buscar inmediatamente ese cuadernillo y tráemelo —dice con voz opaca de ordeno y mando.
Benigno vacila un instante, molesto sin duda por semejante tono imperativo, violento, casi desdeñoso. Pero hace un esfuerzo, se levanta y sale del comedor, seguido por las miradas de todos los demás.
Saturnina Seisdedos, la Satur, interrumpe lo que estaba haciendo para observar la salida de Benigno.
De pie junto al trinchero, está troceando una pieza de solomillo de apetitoso aspecto para que Raquel vaya llevando a los comensales, de dos en dos, los platos servidos.
De primero, les han puesto huevos fritos estrellados con patatas; de segundo, un besugo al horno; ahora toca el plato de carne.
Como todos los demás, Saturnina ha notado la inquieta, sobresaltada reacción de Mercedes ante el anuncio por Benigno del descubrimiento de un cuadernillo de José María Avendaño. Pero ella sabe a qué atenerse, sabe por qué Mercedes ha mostrado tanto temeroso desconcierto. Lo puede adivinar, al menos. Como Benigno, aunque por otras razones, en virtud de otros datos, de otras confidencias, puede adivinarlo. La Satur, en efecto, no sabe nada del diario íntimo de José María: ni supo ni sabe de su existencia, ni sabe que Benigno lo ha descubierto por azar. Pero sabe lo bastante del viaje de novios, por los relatos entrecortados, fragmentarios de Mercedes, a veces de una extraña y hasta masoquista, en todo caso culpable, precisión; a veces jubilosos, desafiantes, repletos de nostalgia; sabe lo bastante como para intuir cuál puede ser su temor al haber oído nombrar la existencia de un cuaderno personal de José María recién descubierto.
Además, Saturnina fue testigo de las últimas peripecias de dicho y dichoso viaje de novios: había visto aparecer en la vida de ambos al joven fotógrafo inglés, aquel guapísimo Timothy. Y es que el señorito José María la había mandado ir a Biarritz para estar con ellos, con Mercedes y con él, durante las últimas semanas de veraneo previstas allí, en la casa de la familia Avendaño, a poca distancia de la playa de la Chambre d’Amour.
A pesar de los crecientes achaques de la edad, de las fatigas del viaje y de lo caluroso que se anunciaba aquel verano, la Satur fue gustosa a Biarritz. Le encantaba estar con los señoritos, juntos los tres, o por separado; le halagaba comprobar cuánto apreciaban no sólo sus guisos sino también sus cuentos. Le regocijaba que la trataran con tanta confianza, contándole todos sus pensares y pesares, viviendo ante ella con naturalidad y sin tapujos de ninguna clase.
Si se hubiese exigido de ella establecer preferencias, habría dicho que al primogénito, José Manuel, le tenía respeto y devoción por lo machote, decidido y audaz que era tanto con las mujeres como con los negocios; al segundo, José Ignacio, le tenía cariño con algo de compasión por considerarlo un tanto flojo, demasiado refinado, casi finolis, demasiado absorto en los libros, poco preparado para la crudeza de la vida: siempre tuvo temor a que se nos hiciera marica, comentaba; pero no, por fortuna se hizo cura, y más valía, según la Satur, esto que aquello.
Por el pequeño —esa apelación quedaba de la infancia de los chicos— tenía admiración, lo quería de verdad: era el más guapo de los tres, el más listo, el más generoso, aunque tal vez demasiado indeciso, probablemente por timidez, por falta de confianza en sí mismo.
O sea, que fue gustosa a Biarritz a reunirse con Josemari y la bellísima Mercedes.
Además, era casi una tradición pasar los veraneos con los señoritos, en Biarritz o donde fuera. Los años pares, por lo menos, porque los impares —nadie supo nunca, en la familia Avendaño, el origen de ese hábito repetitivo— se iban casi siempre a algún largo crucero por los mares árticos o por los tropicales.
Así, en 1932 Saturnina estuvo con los hermanos en Biarritz. Hacia el 10 de agosto de aquel verano todas las conversaciones de la casa, siempre llena de huéspedes, giraron en torno a un santo que la Satur desconocía, que no era de su devoción, un tal san Jurjo. Sólo se hablaba de éste, y los hermanos tuvieron con ese motivo discusiones acaloradas. Irritada por su propia ignorancia, Saturnina se atrevió a pedirle explicaciones a José María una tarde que estuvieron solos, segura de que éste, fuese quien fuese el dichoso e ignoto santo, no se reiría de ella. Y en efecto, José María le explicó que el santo no era tal, sino un general que se había sublevado contra el Gobierno a pesar de haber jurado la bandera de la República. Y se lo explicó sin burlarse de ella, seriamente, y además, y eso fue lo que Saturnina apreció por encima de todo, sin contárselo a los demás para hacerles desternillarse por lo de san Jurjo.
Al siguiente año par, o sea, en 1934, la Satur estuvo de nuevo de veraneo con los señoritos. De veraneo y de otoñeo, habría que decir. Y es que aquel año todo comenzó en el mes de julio en Santander, donde José María se enamoró de Mercedes Pombo y donde se hicieron novios; luego estuvieron en Biarritz —después de una escapada a la finca de La Maestranza, adonde vino Mercedes con la carabina de su madre, doña Constancia, para ser presentada a la familia Avendaño—, y a partir del mes de octubre se fueron los tres hermanos juntos esta vez, a París, donde el primogénito organizaba la despedida de soltero de sus menores.
De la estancia en París podía contar la Satur miles de anécdotas y se las había ido contando a Mercedes a lo largo de los años, ya que ésta fue el oscuro objeto del deseo y del enfrentamiento entre los hermanos.
Entre José Manuel y José María, por lo menos; de los pensamientos íntimos del futuro jesuita poco se sabía.
En cualquier caso, atenta como estuvo la Satur a las conversaciones durante el almuerzo, también ella notó que José Ignacio había censurado de su relato todos los datos escabrosos, y particularmente lo que se refería a la noche en el Esfinge —José María, al hablarle de aquel episodio, tradujo al castellano el nombre del lujoso burdel parisino, convencido de que la Satur no podría ni pronunciarlo ni memorizarlo en francés—, o sea, del Esfinge no dijo nada durante el almuerzo José Ignacio, sin duda por discreción y caballerosidad dada la presencia de Mercedes, objeto antaño del violento enfrentamiento entre los hermanos. Pero, Dios mío, si ella quisiera contar, pensaba la Satur mientras observaba el desarrollo del servicio en el comedor, si ella quisiera contar, otro gallo cantaría. Pero no va a contar nada, ahora por lo menos no va a contar nada, no va a interrumpir el almuerzo ni a pedir silencio para contar lo que ella sabe de la historia de los Avendaño, pero aunque ahora no vaya a decir nada, sabe muy bien la Satur, intuitiva maestra en el arte tan dificil de poner orden a los relatos, sabe muy bien por dónde empezar: por aquella noche en el Esfinge, de juerga, de orgía incluso, en el exacto momento en que José Manuel anunció que estaba decidido a ejercer sobre Mercedes su derecho de pernada, de primogénito a la antigua; y lo dijo en francés, droit de cuissage, no sólo porque los hermanos acostumbraban hablar entre ellos ese idioma, que dominaban a la perfección, cuando estaban en París o Biarritz, sino porque eran francesas las dos mujeres con las cuales José Manuel acababa de estar en un reservado, para un momento de regocijo y regodeo triangular, y que se habían quedado a tomar con ellos unas copas de champán, vestidas tan sólo con medias negras y antifaces del mismo color, y se explica lo último porque no eran prostitutas sino señoras de la buena sociedad que acudían regular pero anónimamente al Sphinx a entregarse al mejor postor, ya que la venalidad de sus actos era para ellas un aliciente más, como lo era el hecho, asaz frecuente, de que alguno de sus amantes ocasionales fuese un caballero que frecuentaran en las cenas o fiestas de la buena sociedad parisina, pero que ignoraba, naturalmente, con quién estaba gozando.
Pero la Satur no va a contar nada ahora. No sólo porque no es el momento oportuno —todos están pendientes del regreso de Benigno y del cuadernillo que vaya a traer—, sino también porque ha quedado ya con el gringo guapo, el americano, para después del almuerzo: va a grabar éste su relato antes de salir hacia Madrid, al final de la tarde.
Mercedes tiene en sus manos el cuadernillo que Benigno acaba de entregarle. Todos notan su emoción, la ansiedad de su búsqueda, al olear las páginas manuscritas.
Nadie dice nada.
Mercedes no ha necesitado mucho tiempo para comprobar que el cuadernillo que ha encontrado Benigno no tiene nada que ver con el diario íntimo que escribió su marido a lo largo del viaje de novios, desde Nápoles al menos, y del cual le había leído algún pasaje para excitar su memoria.
Aquí, en efecto, sólo se tratan cuestiones serias —pero cuando piensa con esa palabra, serias, le entra a Mercedes una especie de tristeza irónica, profunda: ¿no era serio, hasta grave, aquel placer que José María y ella descubrieron juntos en Nápoles, no era probablemente lo más serio que les había ocurrido en su tan breve vida en común?—, en fin, cuestiones que habitualmente se consideran así: opiniones de Keynes y comentario sobre las teorías de éste; notas de lectura sobre ensayos o artículos de Ortega y Gasset, resúmenes de discusiones con Eugenio Imaz y José Bergamín, y así sucesivamente. Y también, una nota bastante larga sobre la conversación con Benedetto Croce.
Cierra los ojos, todos ven que cierra los ojos.
Recuerda el Museo de Capodimonte, recuerda su contemplación, primero rutinaria, luego fascinada, del cuadro de la Gentileschi. Recuerda todo lo que puede recordar.
—Lorenzo —dice luego, al reabrir los ojos, al entregarles a todos los comensales una mirada húmeda de memoria emocionada—, Lorenzo, me parece que este manuscrito de tu padre debe ser para ti: te pertenece lógicamente, te permitirá saber mejor quién era…
Le entrega el cuadernillo a Lorenzo.
Éste lo ojea a su vez. Grita de pronto.
—¡Fijaos qué coincidencia novelesca! ¡Una nota sobre Semprún Gurrea a propósito de un ensayo que éste publicó en Cruz y Raya! Pues yo le conocí en Roma, hace poco, en casa de María Zambrano… Y hablamos de ese ensayo del año 34, que yo también he leído… Fadrique Furió Ceriol, consejero de príncipes y príncipe de consejeros…
—¿Era Zambrano? Tu padre la conoció… Pero en tu postal sólo ponías María Z. —comentaba Mercedes.
—Al comisario Sabuesa esa Z le intrigaba… Le hubiera interesado saber el apellido completo —añade Benigno.
—¿El comisario? ¿Pero qué coño tiene que ver Sabuesa con mi postal?
—No seas grosero, Lorenzo. Habla así con tus amigos, si te parece, pero en mi casa no —protesta Mercedes.
—Bueno, mil perdones, pero ¿qué tiene que ver?
Benigno explica lo que sabe.
—Tengo entendido que vio la postal en la tienda de Eloy Estrada. Le indignó que llamaras a tu madre «Mercedes del alma mía» y quiso saber quién podía ser esa María Z.
—Pues Zambrano, ya está dicho… —Se vuelve hacia su madre—. Lo mejor es que Semprún Gurrea, según me contó aquella tarde en Roma, estuvo con vosotros en casa de Eusebio Oliver la noche en que Lorca leyó su última obra, La casa de Bernarda Alba…
Mercedes asiente.
—Te lo iba a decir ahora mismo. Pocos días antes del alzamiento de Franco en Melilla… José María y yo acabábamos de llegar de Biarritz… Y nos fuimos a Quismondo, vinimos aquí al día siguiente…
Carmela Oliver, la rubia esposa de Eusebio, el gastroenterólogo, les había preparado una cena de verano: gazpacho y vichyssoise, ensaladas de mariscos, merluza fría a la vinagreta, ternera empanada también fría, con vinos blancos y sangría. Asistían a aquella cena, que Mercedes recuerde, además de García Lorca y del boticario Revilla —pero está segura de que se olvida de algún comensal— Semprún Gurrea con su mujer; ésta de segundas nupcias: una alemana o suiza, discreta, casi insignificante, rubiales, mucho más joven que su marido, que hablaba un castellano fluido pero con extrañas palabras de origen germánico apenas castellanizadas: que, por ejemplo, decía «alotria» para decir jaleo o barullo; y que había sido la fräulein de sus hijos, tenía no sé cuántos, siete, un montón, con su primera mujer, una Maura Gamazo, hija de don Antonio, hermana de Honorio, que vivía en la misma casa que nosotros, en Alfonso XII, esquina Juan de Mena…
Y Mercedes recuerda que durante la cena hubo tremendas discusiones, acaloradas, que alguno de los presentes, tal vez el propio dueño de la casa, Oliver, proclamó a voz en grito que ya era hora de que el Ejército pusiese orden, actuara con mano dura en tanto disturbio callejero, tanto asesinato, tanta huelga revolucionaria; pero José María Avendaño y Semprún Gurrea eran de la misma opinión, totalmente opuestos a la intervención del Ejército, y al final hubo tranquilidad y Lorca pudo leer la obra que acababa de terminar…
Y a Mercedes le pareció que existía una oscura, inexplicable coherencia entre el tema fundamental de La casa de Bernarda Alba, o sea, el tema de la sangre femenina, de la virginidad, y su experiencia del viaje de novios.
De los comensales de aquella cena, Mercedes recuerda sobre todo a Semprún Gurrea, no sólo porque estuvieron de acuerdo, su marido y él, en lo que concierne a la situación política de España, sino más bien porque, de madrugada ya, salieron juntos los dos matrimonios de la casa de Eusebio Oliver para volver paseando hasta sus propios domicilios, muy cercanos el uno del otro. Les acompañaba a los cuatro el boticario Revilla, personaje del Madrid de la época, tertuliano asiduo en el Lyon d’Or, en La Granja del Henar, en todos los cafés literarios, asistente a todos los estrenos teatrales, en los cuales era célebre porque solía, si la obra no le gustaba, apostrofar a los actores o al autor con mortífera ironía. Pues bien, al salir de la casa de los Oliver, en Claudio Coello, los empleados de la empresa Granja Poch ya estaban repartiendo las botellas de leche pasteurizada por el barrio de Salamanca: era el último grito de la distribución, aquel reparto matutino de botellas por unos empleados vestidos de uniforme vistoso, en unos carritos silenciosos por estar montados sobre ruedas con neumáticos.
En la calle, antes de separarse de ambos matrimonios, que iban por Alcalá y la plaza de la Independencia hacia la calle Juan de Mena, el boticario Revilla, que se disponía a emprender la dirección contraria, vio pasar una fila de carritos lecheros y silentes: «Ahí van los ejércitos del mariscal Poch» proclamó.
Y se fue, tan contento con su chiste.
Semprún Gurrea y su mujer, doña Anita, se despidieron de ellos ante el portal de su casa, después de un último comentario cansino sobre el calor que se avecinaba, ya perceptible en el frescor de la madrugada.
Arriba estaban los muebles enfundados de hilo blanco, para el veraneo. Mercedes fue a la nevera, a buscar algún refresco. José María dio cuerda al mecanismo del gramófono y puso un disco: el tango, su tango, la música fetiche que sonaba en Santander cuando se conocieron, en Nápoles, cuando se poseyeron, «Caminito que el tiempo ha borrado…».
Estaban bailando, muy agarrados, cuando José María vio a Raquel, que se enderezaba en un sofá donde había debido de quedarse dormida, esperándoles. ¿Qué edad podría tener la nieta de Saturnina?, se preguntó. Entre dieciséis y diecisiete, algo así. Su mirada se cruzó con la de la chica. Mercedes no se había dado cuenta de nada: Raquel se encontraba a sus espaldas. Entonces, manteniendo su mirada fija en la de Raquel, comenzó a desnudar a Mercedes, a quitarle la chaquetilla de lino y la blusa. Mercedes, hasta entonces soñolienta, comprendió lo que ocurría: lo intuyó al menos. Se volvió, vio a Raquel, se excitó, se contuvo, hizo un esfuerzo, apartándose del cuerpo de José María, de los muslos que la aprisionaban. Se terminó, murmuró casi sollozante, se terminó, José Mari, me lo habías prometido, lo habíamos decidido, querernos sólo por nuestra cuenta.
Pero él estaba ya más allá de todo recato, de toda reflexión: poseso, en suma.
Seguramente también un poco bebido.
—Pero, Mercedes, ¿no has oído? Va a haber alzamiento, matanza, guerra civil: una más, pero más cruel que nunca… Un modelo de guerra civil hispánica, sin tregua ni cuartel… ¿No has oído a nuestros amigos, tan educados, tan cultos, cómo se han puesto al hablar de la situación? ¿No los has oído pidiendo muerte? El pobre Lorca estaba asustado… O sea, que va a ser la última vez… Después de Raquel, el diluvio…
Tuvo una risa tristísima y declamó un verso de Alberti:
—«Los campesinos pasan pisando nuestra sangre…».
Terminó de desnudar el torso de Mercedes y llamó a Raquel.
Veinte años después, en el comedor de La Maestranza, Mercedes ha terminado de contar aquella cena en casa de Eusebio Oliver.
No ha contado hasta el final, claro está: ha terminado su relato con la broma de Revilla sobre el mariscal Poch. Casi nadie la ha entendido porque casi nadie sabe algo de la Granja Poch; ha tenido que explicarlo.
De todas maneras, no ha contado el final.
El final también lo conoce Raquel.
Ésta ha cruzado el comedor, como hace veinte años, ha ido a buscar el botijo de agua fresquísima, ha llenado el vaso de Mercedes.
Las dos mujeres se miran, piensan en lo mismo. ¿Pero puede llamarse pensamiento a ese ramalazo de sangre alborotada, desesperada?
Isabel se acerca a Lorenzo, ha estado ojeando con él aquel cuadernillo de notas de su padre, José María Avendaño: ese padre muerto antes de que ella naciera.
Desde que la ha descifrado Benigno, es la única —ni Mercedes, ni Lorenzo se han fijado— que toma nota de la inscripción final, apenas legible: «Maestranza, 16 de julio 36; Fotos, Enciclopedia Toreo».
Lo graba en su memoria.
Al caer la tarde, alguien, sin duda Isabel, está tocando al plano una pieza melancólica, una melodía cuyas notas se desperdigan por el aire espeso del atardecer, como sílabas sueltas de un poema olvidado.
Lorenzo está en el porche de la casa, se detiene, presta atención: Isabel, sin duda. Suele ponerse al plano cuando está sola.
Se acuerda de unos versos.
Aquella misma madrugada —hoy mismo, ¡qué extraño, tantas cosas en un solo día!—, esa madrugada, en la calle Alfonso XII, al volver de la casa de Domingo, se había acordado de unos versos de Blas de Otero.
En realidad los habían descubierto juntos, en París, dos años antes, cuando su madre los mandó allí a que se espabilaran. En un libro de poemas publicado poco antes, Ángel fieramente humano, que a ambos les pareció novedoso, inaugural en cierto modo de otra forma de escribir poesía. Habían descubierto esos versos una tarde, después de haber visitado la tumba de Stendhal en el cementerio de Montmartre. Sentados en la terraza de un café de la Place Blanche, Lorenzo le había leído aquellos versos.
«Mademoiselle Isabel» tal era el título del poema. Pero Lorenzo se ha olvidado, al menos no recuerda al pie de la letra los primeros versos del soneto. Luego, sí, recuerda literalmente:
Princesa de mi infancia; tú, princesa
promesa, con dos senos de clavel;
yo, le livre, le crayon, le, le… Oh Isabel,
Isabel… tu jardín tiembla en la mesa.
De noche, te alisabas los cabellos,
yo me dormía, meditando en ellos
y en tu cuerpo de rosa; mariposa…
Y así seguido, hasta el final, un terceto más tarde.
Isabel, embelesada, tuvo un gesto atrevido, pero lo llevó a cabo recatadamente, valga la contradicción, cuidándose de que sólo pudiera verlo él.
Se desabrochó la ligera blusa de verano y le enseñó los pechos, libres, sueltos, dorados, bajo el lino inmaculado de la camiseta.
—Isabel, estás loca —dijo Lorenzo, cerrando los ojos, deslumbrado. Y luego murmuró—: «dos senos de clavel…».
Fue en un café de París, después de haber estado meditando ante la tumba de Stendhal en el cementerio de Montmartre.
Esta madrugada, dos años más tarde, cuando se ha encontrado con Isabel, que le esperaba en la casa de Alfonso XII enfundada de blanco, Lorenzo ha vuelto a recordar los versos de Blas de Otero.
Su hermana estaba acostada contra su cuerpo, acariciándolo.
Lorenzo intentó distraerse de la oleada de deseo que le subía desde la ingle, avasallándole. Intentó pensar intensamente, insistentemente, en algo que le distrajera. De nada le sirvió: ni un excurso mental, sistemático, por el último ensayo filosófico leído; ni una reflexión sobre un tema tan alejado del sexo como la política de reconciliación nacional recién lanzada por el partido comunista; ni un ejercicio espiritual de olvido y dominio del cuerpo, aprendido de un compañero de facultad adepto del yoga: nada pudo distraerle del deseo creciente.
Tuvo un último destello de conciencia irónica antes de sucumbir: ni el yoga me distrae del yogar, pensó Lorenzo.
Pero tal vez por los nervios, tal vez por un difuso sentimiento subyacente de culpabilidad que frenaba su apetito libidinoso, tal vez por la precipitación misma de una inexperta Isabel, el caso es que Lorenzo disfrutó enseguida, que no pudo mantenerse en estado de penetrar a Isabel y desflorarla.
Ella lloriqueó, defraudada. Él se enfureció consigo mismo, y con ella también, naturalmente. Pero pronto volvieron a la ternura de un largo abrazo.
Mientras la luz del sol crecía por los cristales de las ventanas que daban al Retiro, Lorenzo susurraba al oído de Isabel otros versos de Blas de Otero:
No vengas ahora.
Huye.
Hay días malos, días que crecen
en un charco de lágrimas.
Escóndete en tu cuarto y cierra la puerta y haz un nudo en la llave
y mírate desnuda en el espejo, como
en un charco de lágrimas…
Y ella se levantó de golpe, no quiso oír más, se fue a la ducha, volvió a la media hora, limpia, lisa, intocable.
—Ya estoy —dijo—, ¿nos vamos a Quismondo?
Se fueron.
Ahora, al final de la tarde de ese día 18 de julio, Lorenzo está en el porche de La Maestranza. Dentro se desgranan las notas del plano. Acaba de despedirse de Michael Leidson, que volvía a Madrid.
El historiador americano se ha ido muy contento: el relato que me ha hecho Saturnina, le dijo a Lorenzo, es precioso. Supongo que es, en buena parte, un invento o un embuste, pero me da igual: es estupendo. ¡Qué talento natural tiene esta ancianita para contar las historias! Cuenta como Faulkner, pero sin esforzarse. ¿Has leído a Faulkner?
Lorenzo se encoge de hombros: la duda ofende, dice muy serio.
Y añade, deliberadamente provocativo, presumiendo aposta:
—He leído casi todo lo que se ha escrito en este mundo. Pero tienes razón: la Satur cuenta como la Rosa Coldfield de Absalón, Absalón… Ahora bien, no leo siempre en el idioma conveniente. El Quijote lo leí en alemán, y esa novela de Faulkner en italiano… No creo que tenga demasiada importancia. La patria del escritor no creo que sea la lengua, sino el lenguaje…
Leidson emite un silbido admirativo.
—¡Ahí tienes un tema de tesis doctoral! —exclama.
Se ríen.
—De los relatos de la Satur, ¿cuál es el que más te ha impresionado? —pregunta Lorenzo.
Leidson no duda ni un minuto: ya lo sabe.
—Cómo ha contado la ceremonia de esta mañana: la llegada del féretro de tu padre y el del Refilón a la capilla. Luego, para concluir, ha imaginado una conversación entre ambos, una vez solos, después de la homilía y de los responsos. Se abren los ataúdes, salen los muertos, que siguen siendo jóvenes, como lo eran en el 36, y se hablan, se cuentan toda la historia de sus familias: la historia de España… Una maravilla: lo tengo grabado. Si te interesa, te mando una transcripción…
—Me interesa —dice Lorenzo.
Pero ya se ha ido Leidson.
Y también se ha ido Mercedes. No estaba previsto, pero de pronto, a media tarde, le ha pedido a Mayoral que prepare el coche y se ha ido con Raquel y con Benigno a Madrid, sin más explicaciones.
En La Maestranza se ha quedado solo con Isabel.
Ocurrirá lo que está escrito desde siempre: en su sangre, en su imaginación, en el turbio destino de la estirpe.
Se pone en marcha hacia la música melancólica que está tocando Isabel. Hacia el cuerpo de Isabel: «dos senos de clavel».
Las fotos, una docena, están expuestas en la brillante superficie superior del piano de cola.
Son desnudos de mujer, y las pruebas fotográficas son muy contrastadas, como se estilaba en los años treinta. La misma mujer, desnuda, en diferentes poses, algunas atrevidas, incluso indecentes: de pie, o sentada, o tumbada, de manera que sus muslos, sus caderas, sus pechos, resal~ ten en la visibilidad más sugestiva.
En un grupo de fotos, la mujer oculta su rostro, volviendo la cabeza, o escondiéndolo con su cabellera, o con las manos. En otras, la mujer está de espaldas, inclinada sobre el respaldo de un sofá, o de una butaca, de forma que se afirme la redondez perfecta de sus nalgas.
En alguna de las fotos en que la mujer desnuda oculta su rostro, se distingue con nitidez su sexo y el triángulo sedoso y sombrío del vello púbico.
Pero en tres o cuatro de las pruebas fotográficas está la mujer de frente, con los brazos abiertos, ofrecida, con el rostro visible: Mercedes Pombo.
Lorenzo ha visto las fotos, las ha estado contemplando una por una.
Deslumbrado por la belleza de ese cuerpo de mujer, admirable en sus proporciones y volúmenes, a la vez insolente y frágil en su transparencia carnal. Pero aterrorizado al mismo tiempo por lo que estas imágenes significan: ¿ante quién y para quién ha posado desnuda su madre?
Lorenzo se vuelve hacia Isabel, que sigue tocando al piano, impasible en apariencia.
—Isabel —dice con voz apagada—, ¿qué es esto?
Ella se encoge de hombros, deja de tocar su melancólica sonata, cierra el plano.
—Esto, mamá, ¿no lo ves?
—Lo estoy viendo, Isabel. Pero mamá ¿con quién, cuándo, por qué?
—Mamá en Biarritz, al final del viaje de novios. Ya me había contado algo Saturnina de un fotógrafo inglés, joven y guapo… Si le das la vuelta las fotos están firmadas «Timothy» ¿lo ves? Satur pensó primero que era marica, un enamorado de papá, pero sin duda lo usaron los dos; he quemado algunas, que no quede ni rastro ni recuerdo, pero tal vez no olvidaré jamás las fotos de los tres, acting, como diría el británico; guapísimo, en efecto, y garañón, indiscutiblemente, ¡no te me pongas colorado, Lorenzo!; unas fotos impresionantes, tristes, excitantes, horribles, bellas, mejor destruirlas, es lo que he hecho, sólo he conservado las de mamá sola. ¿Has visto qué hermosura de mujer? Ya quisiera parecerme…
Tiene como un sollozo, se pone en pie, besa a Lorenzo, tierna, suavemente.
—Adiós, Lorenzo, me voy… Me voy a estudiar a Inglaterra, a Estados Unidos, donde sea… Volveré gorda y madre de familia…
Se aparta, se vuelve para mirarlo por última vez.
—Me lleva Mayoral, te llamaré, quédate con las fotos… «Adiós, amor, adiós hasta la muerte…».