Oye la voz a sus espaldas, no se vuelve.
Una voz de hombre, sorda, le llama por su nombre —es decir, por aquel otro nombre suyo—, pero lo hace levemente, sin insistencia ni estridencia, tal vez con un dejo de acento extranjero: anglosajón, como si el que habla a sus espaldas quisiera hacerle comprender que le ha reconocido pero que respetará su soledad, su anonimato, si así lo desea.
No se vuelve, en cualquier caso.
—Federico —ha dicho la voz leve, sorda—, Federico Sánchez…
No se vuelve, sigue con la mirada puesta en el cuadro que estaba contemplando cuando ha oído su nombre, bueno, aquel antiguo nombre suyo ya en desuso. Más que llamada, por cierto, fue una especie de apelación o de constatación. Como si el desconocido que ha pronunciado aquel antiguo nombre, suavemente, en voz baja —no necesitaba, por otra parte, levantarla, porque el silencio era profundo, denso, aquella mañana, en la sala del palacio de Villahermosa—, quisiera ante todo hacerle saber que le ha reconocido, identificado, pero sin ninguna urgencia, sin ninguna exigencia, sin necesidad de comunicación incluso, sin esperar, por tanto, una respuesta.
Federico, Federico Sánchez, sí, pero no se vuelve como si no fuera con él.
¿No va conmigo? Sí, cómo no, me concierne de alguna manera, piensa. Yo fui aquél. Lo fui de verdad, a fondo, tiene que ver conmigo. Puede ser, incluso, que aquel seudónimo tenga más que ver conmigo que mi propio nombre; bueno, tal vez exagere: nunca se sabe de antemano lo que mejor, y más esencialmente, le identifica a uno.
Aun así, le entra una especie de pereza, o de desgana, al oír ese nombre de antaño, al pensar en todo lo que significa, en los recuerdos que lleva consigo: momentos jubilosos y frustraciones; al imaginar qué tipo de conversación, acaso de inquisición, puede yacer escondida, agazapada, dispuesta a dispararse, en semejante interpelación.
¡Federico Sánchez!
La última vez que había surgido ese vocativo sí que se volvió. Era José Antonio H. con voz temblorosa, conmovido sin duda, pero agresivo, pidiendo cuentas amargamente, tal vez con desesperación. Casi gritando: tú llegaste a mi casa, decía, me convenciste, tu mensaje no era de paz, sino de lucha, viniste a traernos el riesgo, la incertidumbre, y aceptamos el riesgo, la incertidumbre, y un buen día te largas… No me largo, había contestado, me largan… Te largan, había dicho José Antonio H., porque no querías seguir luchando con nosotros. Mentira, dijo él, quería seguir luchando, pero de otra manera. Bueno, se sentaron en un café, estuvieron hablando, inútilmente. Porque en realidad a H. no le importaba tanto quién había tenido razón en aquel debate de comienzos de los sesenta, si ellos, unos cuantos, él, o la dirección del partido —además, era ya una discusión obsoleta: era tan evidente que habían tenido razón ellos, él contra la dirección, lo había demostrado con tanta fuerza, con tanta evidencia, el curso de la historia que parecía irrisorio volver a discutirlo años más tarde—, lo que todavía le dolía a José Antonio H., lo que seguía doliéndole, era la impresión de que los había abandonado.
Pero hoy no se vuelve hacia esa voz anónima, leve, con un ligerísimo acento anglosajón. No sabe, no contesta, se niega.
Insiste más bien en su inmovilidad absorta, en la rigidez de su postura. Sigue abstrayéndose en la contemplación de aquel cuadro, por cierto fascinante.
No por su tema, desde luego. La degollación de Holofernes es un ejercicio habitual de la pintura renacentista y barroca: un clásico, casi un tópico. Así, a bote pronto, sin siquiera reflexionar ni rebuscar en la memoria, recuerda varios pintores que han tratado ese tema, de Miguel Ángel a Botticelli, de Giorgione a Caravaggio. Pero este lienzo es singular, de una belleza espeluznante.
Aquella mañana de otoño de 1985 había entrado en el palacio de Villahermosa a visitar una exposición de pintura napolitana, con la intención de contemplar, muy particularmente, un cuadro de Artemisia Gentileschi. De ésta, al llegar, no sabía nada, apenas el nombre: todo lo fue aprendiendo en el catálogo de la exposición, que compró al entrar. Entonces creyó recordar que algún cuadro de su padre, Orazio Gentileschi, estaba colgado en el Museo de Bellas Artes de Bilbao: a más no llegaba su saber.
Pero de esta degollación de Holofernes le habían hablado, subrayando su pavorosa belleza, su interés, unos días antes en una cena. Tal vez Natalia. Sí, Natalia, seguro. También Javier había insistido en la insólita y cruenta, cruda, belleza del cuadro, instándole a ir a verlo sin falta.
Entró, pues, en el palacio de Villahermosa con la intención deliberada —además, naturalmente de echar un vistazo general a la muestra de pintura napolitana, De Caravaggio a Giordano, según rezaba el subtítulo del catálogo— de contemplar detenidamente el cuadro de la Gentileschi que Natalia y Javier tanto le habían incitado a ver.
Con razón: era escalofriante.
Lo primero que llamaba la atención era la blancura nevosa de los hombros de Judit, sus pechos casi desnudos, cuya belleza subrayaba la sombra que en el lienzo aislaba, realzándola, su mutua redondez. Judit, en aquel cuadro, lucía un vestido azul, muy escotado. Pero ¿lucía realmente? Era el vestido, en efecto, de un azul poco lucido, poco reluciente, más bien apagado, como recluido en su propia densidad. No era un azul que reluciera sobre el lienzo, triunfante, iluminándolo, sino que más bien lo impregnaba, lo empapaba, difuminando por la superficie del cuadro una nocturnidad diáfana que se armonizaba con el sordo color rojo del vestido de la sirvienta de Judit, adecentado éste, sin escote ni hombros desnudos, ni senos sugeridos, mostrados más bien en el caso de su ama, pero aquélla, la sirvienta, contrariamente a la tradición pictórica —bastaría recordar un cuadro anterior del Caravaggio sobre el mismo tema de Judit y Holofernes—, la sirvienta, en el cuadro de Artemisia Gentileschi, era joven y hermosa, y sujetaba a Holofernes mientras su señora le degollaba limpiamente, o sea, de un tajo de su corta y ancha espada que podía calificarse de limpio por lo decidido, lo tajante, precisamente, aunque produjera borbotones de sangre que ensuciaban las sábanas del lecho instalado en la tienda de campana del general enemigo de los judíos.
Había contemplado, absorto, estremecido, el cuadro, que, a pesar de la sangrienta brutalidad de la escena representada, contenía una equívoca carga erótica, sin duda por la juventud y hermosura de las dos figuras femeninas, por sus manos entrecruzadas sobre el cuerpo del hombre, que igual podrían haber estado acariciándolo en vez de degollándolo; por esa sangre derramada que podría estar pagando el precio simbólico de la virginidad de Judit, sacrificada al general asirio para irrumpir en su Intimidad, asesinarlo y salvar a su pueblo de una dominación invasora.
Estremecido, en todo caso, frente al cuadro de Artemisia Gentileschi.
Entonces, como ya le había ocurrido otra vez años atrás en La Haya, en el Museo del Mauritshuis, ante un lienzo célebre de Vermeer, La vista de Delft, entonces, de pronto, insensatamente —es decir, sin que el sentido profundo de lo que estaba ocurriéndole fuese inmediatamente legible, descifrable—, la nebulosa de historias, de deseos, de situaciones, de realidades y de ficciones, de verdades y de inventos que rondaba su imaginación desde hacía algún tiempo, en ese mismo instante todo aquello cristalizó, adquirió una oscura coherencia: una idea de novela tomaba cuerpo.
A primera vista no parecía que hubiera mucha relación entre los temas novelescos que habían ido constituyendo esa nebulosa —literalmente, una masa de materia narrativa, difusa y luminosa— y el cuadro mismo de Artemisia Gentileschi, y sin embargo así era.
Al igual que las peripecias y complejos vericuetos de la novela que terminó titulándose La segunda muerte de Ramón Mercader se engarzaron y entramaron de pronto, en Holanda, antaño, ante La vista de Delft, sin que hubiese para ello una explicación racional indiscutible, lo mismo volvía a ocurrir un día de otoño en 1985, unos quince años después, en el palacio de Villahermosa ante un cuadro de Artemisia Gentileschi: como una diosa griega surgida del océano materno o del cerebro paterno, la novela de aquella antigua muerte de 1936 surgió en su mente, de pronto, de cuerpo entero.
De nuevo sonó la voz a sus espaldas, leve.
—Federico —decía—, Federico Sánchez: soy Leidson, el historiador, el gringo, me conoces.
Leidson, sí, lo había conocido. En Ferraz, en casa de Domingo Dominguín, justamente. Luego leyó algún libro suyo. Leidson: su presencia, su voz, a sus espaldas, precisamente ahora, era un guiño inconfundible del destino.
Leidson también le había oído a Domingo contar la historia de aquella antigua muerte.
Se volvió: Michael Leidson, en efecto, el gringo guapo. ¿Quién lo había apodado así? Tal vez Carmela, la mujer de Domingo. O la niña, la Patata: ocurrencia de mujeres en todo caso.
Desde luego, iba a ser un personaje de la novela.
—No —le corrige Leidson— la primera vez no fue en casa de Domingo. Fue antes, en El Callejón: un almuerzo con Hemingway y gente del toro…
Estaban en el bar del Palace. Se multiplicaban las copas, los recuerdos, incluso las nostalgias: hablaban.
—Ese día yo estaba citado con Hemingway, aquí mismo, él me invitó a acompañarle. Tú y yo nos conocimos entonces, ¿no te acuerdas?
Pues sí, se acuerda.
El amable lector, si lo desea, también puede acordarse. Ya se ha mencionado dicho almuerzo de El Callejón, aunque no se haya dicho en su momento que había asistido el Narrador, comensal más bien silencioso pero atento. Y no ha mencionado el Narrador su presencia, en parte, por ejemplar modestia; en parte, asimismo, para no interferir en la objetividad del relato con las digresiones y disquisiciones a las que, para bien o para mal, está acostumbrado.
En cualquier caso, había llegado a dicho almuerzo con Domingo Dominguín y éste le presentó como Agustín Larrea, amigo suyo, opositor a una cátedra de Sociología.
—¿Sociología? —preguntaba Hemingway estrechándole la mano—. ¿Sabe usted lo que decía Pepe Bergamín de la sociología?
Larrea lo sabía —o sea, yo, Narrador, lo sabía muy bien—, recordaba cuál era la definición bergaminiana de la sociología. Y es que Bergamín había sido amigo de siempre de la familia, desde la infancia madrileña. Pero hizo un gesto negativo, de ignorancia. No conviene llamar la atención, de ninguna manera, conviene hacerse el tonto, no distinguirse, cuando se trabaja en la clandestinidad política.
Hemingway prosiguió con su inconfundible acento yanqui, que no entorpecía la fluidez de su castellano:
—Pues dijo que la sociología es una ciencia vaga, sin domicilio conocido. —Se reía Hemingway, contento con la definición de Pepe Bergamín.
—¿Vaga y maleante? —preguntó Larrea, siguiéndole la broma.
Hemingway se reía aún más y le dio en el hombro un amago de golpe con el puño cerrado. Pero de repente se puso serio.
—¿Es usted de verdad sociólogo, Larrea, no periodista?
Y es que Hemingway, que lo había sido, brillantemente, desconfiaba de los periodistas en general y odiaba, en particular, a la mayoría de los corresponsales de la prensa franquista: no quería ningún contacto con éstos.
Intervino entonces Dominguín, garantizándole a Hemingway que Larrea no era periodista.
Sea como sea, en el curso de aquel almuerzo Dominguín contó por primera vez la historia de la ceremonia expiatoria.
Alguien acababa de evocar un episodio de la guerra civil, para hablar de ello dijo «nuestra guerra», como solía decirse en aquellos tiempos, y Hemingway comentó dicha expresión.
—«Nuestra guerra» —murmuró—. Todos decís lo mismo. Como si fuese lo único, lo más importante al menos, que podéis compartir. El pan vuestro de cada día. La muerte, eso es lo que os une, la antigua muerte de la guerra civil.
Leidson estuvo a punto de decirle a Hemingway que tal vez lo que compartían los españoles en el recuerdo de la guerra, su guerra, no fuese sólo la muerte; la juventud también, el ardor. Que quizá no fuese la muerte más que uno de los semblantes de la ardorosa juventud, estuvo a punto de decir Leidson.
Y se dio cuenta de que Larrea pensaba lo mismo: algo parecido, al menos. Porque se inclinó hacia él y murmuró:
—¿Nuestra guerra o nuestra juventud?
Luego, Domingo Dominguín contó la historia de aquella muerte antigua, la historia de la ceremonia expiatoria de la familia Avendaño.
Pero ahora, al escribirla, al trascribirla, el Narrador —que ya no se llama Larrea, ni Artigas, ni siquiera Federico Sánchez por supuesto, que ha cambiado de nombre varias veces desde entonces—, el Narrador, en todo caso, no puede afirmar que el apellido de aquella familia, Avendaño, hubiese sido pronunciado la primera vez en El Callejón. Tal vez sólo fue pronunciado la segunda, cuando Domingo volvió a contar la historia de aquella muerte antigua, violenta, insensata, y eso fue en La Companza, la finca de los Dominguín, en las cercanías de Quismondo.
El Narrador había estado en La Companza algún fin de semana a finales de los años cincuenta. Seguía llamándose Agustín Larrea y seguía preparando unas oposiciones: ya se sabe que tamaña empresa exige tiempo, dedicación y paciencia. Una noche, cenando con la familia Dominguín en la inmensa cocina, un sitio estupendo lleno de fogones, de botellas, de jamones, de exquisitos olores a guisos campesinos y campechanos, donde se atareaba la Satur, dueña y señora del lugar, espléndida cocinera, y viviente, vivaz, a veces mordaz, pero siempre enternecida memoria de la leyenda del lugar (porque la Satur estaba ya en la finca antes de la guerra, nuestra guerra, cuando Domingo Dominguín padre, el fundador de la dinastía, trabajaba allí de bracero, en esa finca que luego compró, por parcelas, y al final la casa también, con sus ganancias de matador y de empresario taurino, y toda su ilusión había consistido en eso particularmente, en hacer suya esa tierra donde había trabajado de sol a sol, de bracero, y el Narrador recuerda en una de aquellas tardes en que estuvo en La Companza, a finales de los cincuenta, cómo Domingo padre, en este caso abuelo, cómo paseaba por la ancha extensión de la finca, acompañado por Dominguito, el nieto, ya que en aquella familia todos los primogénitos de entre los varones se llamaban Domingo, cómo, pues, a caballo los dos, le hacía contemplar a Dominguito la belleza y la extensión de aquellas tierras; pero la Satur, de eso se trataba, ya estaba en la finca antes de que la compraran los Dominguín, y contaba, muy bien por cierto, la legendaria crónica de La Companza), y una noche, cenando con la familia: don Domingo y doña Gracia, que había sido en su juventud señorita pelotari profesional, y que todavía podía, en el frontón de la finca, con la mayor parte de los amigos de su hijo —a Pedro Portabella una vez le dio una memorable paliza pelotera, apaleándole, nunca mejor dicho, en un partido a pala—, y estaban también Domingo hijo, el nuestro, y Carmela, y los hijos de ambos, Dominguito y la Patata, y sin duda también la última, Marta, apodada «Yuri» por Gagarin, claro, por la gesta soviética que había colocado por primera vez a un hombre en el espacio, en órbita, pero Marta, tan chica como era, estaría sin duda en algún dormitorio, lejos del ruidoso ambiente de la cocina; una noche, pues, cenando con la familia, llamaron a una puerta que daba al campo y entró la pareja de la Guardia Civil, de ronda por la nocturnidad de la comarca, y a Domingo le hizo gracia, ya que la impunidad era total, que la Guardia Civil se estuviera tomando unos vasos de tinto en la misma cocina que el Narrador, dirigente por entonces del partido comunista clandestino, con el seudónimo de Federico Sánchez, e hizo lo que pudo para prolongar la charla, pidiéndoles a los guardias su opinión sobre la situación social y política del campo toledano.
Luego, cuando la pareja de la Benemérita terminó marchándose de la cocina, Domingo, sin duda movido por una asociación de ideas y de vivencias fácil de entender, volvió a contar la historia de la ceremonia expiatoria, y entonces dijo el apellido de aquella familia, Avendaño: familia de la Montaña santanderina, una de cuyas ramas se había afincado en Valladolid durante el siglo XIX, y que había adquirido luego una propiedad en la provincia de Toledo, en circunstancias bastante oscuras, novelescas, según se murmuraba en las crónicas orales pueblerinas.
Pero acerca de este último punto, es decir, de la ubicación de la finca, Domingo se vio corregido por su hermano Pepe, que se había quedado a dormir en La Companza, de viaje de regreso a Madrid después de alguna gira empresarial taurina por cuenta de la dinastía. Según Pepe, que corroboró sin embargo la veracidad global de aquella historia —«Por una vez», dijo, sarcástico, «lo que cuenta este embustero de Domingo es totalmente verídico, yo también tengo referencia indiscutible de semejante ceremonia»—, la finca aludida no estaba en la provincia de Toledo sino cerca de Coria. Y Domingo, burlón, encogiéndose de hombros, muerto de risa, preguntaba qué carajo de importancia podía tener semejante detalle, para qué coño tanta precisión.
A fin de cuentas, que la finca donde se producía anualmente tan fúnebre y significativa ceremonia estuviese cerca de Toledo o cerca de Coria no quedó aclarado. Pero era sin duda lo de menos. El desacuerdo de los hermanos Dominguín a este respecto no parecía poner en entredicho la veracidad fundamental del relato.
Al terminar la cena, a la hora de los orujos, chinchones y demás aguardientes viriles, cuando Larrea —para seguir nombrándolo por su apellido de entonces— salió al porche de la casa a gozar del frescor de la noche, se le acercó la Satur, un tanto sigilosa, para decirle en voz baja que ella podría contarle toda la historia, que en realidad todo había ocurrido aquí mismo, en La Companza, que había sido propiedad de aquella familia Avendaño, deshecha por un crimen de la guerra civil y por otra historia, todavía peor, más sangrienta, pero que Mercedes Pombo, la que vendió la finca a Dominguín, la viuda del Avendaño asesinado al comenzar la guerra civil, vivía en Madrid, mujer de unos cuarenta y cinco años, todavía guapa, y que, si quisiera, podría conocerla.
Leidson le interrumpe a estas alturas del relato.
—Ya lo creo —dice—, más que guapa, bellísima, Federico… ¿No te importa que te llame Federico? De todos tus nombres es el que más me impresiona… Pero sigue, sigue. Dijiste que Domingo te había contado tres veces aquella historia… Cuéntame la tercera… Luego te diré cómo conocí a Mercedes Pombo.
La tercera y última vez que Domingo González Lucas volvió a hablar de aquella muerte antigua, de aquella especie de auto sacramental de recuerdo expiatorio, fue durante una cena, anos más tarde, en el pueblo de Fuencarral.
Estos últimos tiempos —o sea, casi medio siglo después—, cuando ya estaba escribiendo este relato fidedigno, lo más completo posible —lo más complejo también, inevitablemente, sin duda por su completitud misma—, el Narrador estuvo buscando la taberna donde había tenido lugar aquella última cena, sin encontrarla.
Para sus adentros, en francés, que es a menudo la lengua de sus adentros, el Narrador, que ya ni siquiera se acuerda, si no hay necesidad imperiosa de acordarse por alguna razón excepcional, de que alguna vez se llamó, o le llamaron, Agustín Larrea, para sus adentros, ya se ha dicho, recita en el silencio de su íntima soledad un verso de Baudelaire: «La forme d’une ville change plus vite, hélas!, que le coeur d’un mortel…». Y es verdad que Madrid ha cambiado más aprisa que el viejo corazón del mortal, a cada minuto más mortal, que está narrando esta historia.
En todo caso, éste, que ha vuelto a acordarse de que por entonces se llamaba Larrea —¿y por qué Larrea? Fue un seudónimo elegido por él mismo. «Esta vez ¿qué apellido te pongo?» le había preguntado Domingo Malagón, del aparato clandestino del partido comunista, genial artista a la hora de falsificar los documentos de identidad, y Artigas contestó (Artigas era entonces el nombre de su DNI falso, que convenía precisamente cambiar): «Pues ponme Larrea», en recuerdo y homenaje a Juan Larrea, interesante escritor bilingüe del exilio republicano, homenaje íntimo y desinteresado—, el Narrador, por tanto, no consiguió volver a encontrar la taberna del pueblo de Fuencarral donde había estado cenando con Domingo Dominguín y Juan Benet, y donde asaban estupendas chuletas de cordero.
Esta vez, tercera y última, sin duda por la presencia de Juan Benet, que todavía no había publicado ningún libro, pero que ya tenía entre los amigos prestigio de inevitable gran escritor, Domingo, probablemente para lucirse, contó la historia de aquella ceremonia con un lujo de peripecias pintorescas, asombrosas, una serie de detalles psicológicos apasionantes, con una densidad de la tensión dramática que no había conseguido antes —seguramente por no habérselo propuesto— en sus dos primeros relatos de aquella misma historia.
Hasta tal punto que, deslumbrado, Benet declaró que aquel asunto era digno de una narración novelesca. Y añadió, supremo elogio, que parecería una novela de Faulkner.
—Esa Satur que mencionas —le dijo Benet a Domingo— podría ser una de las narradoras de la historia…
Entretanto, Michael Leidson había pedido otro whisky: el tercero, si no se han contado mal. E interrumpía el relato de Larrea (mejor seguir dándome ese nombre, ya que era el de uso corriente entre los amigos, en Madrid, en la época que se está relatando).
—¡Menuda novela, en efecto, si yo fuera novelista! Pero tú lo eres, Federico, ¿por qué no?
Pues sí, precisamente: algo había cristalizado de pronto esa misma mañana, hacía tan sólo un rato, al contemplar el cuadro de la degollación de Holofernes, en el palacio de Villahermosa. Escenas, paisajes, episodios, briznas de relatos, de recuerdos, adquirieron una especie de coherencia, de consistencia. Todavía era muy pronto para saber si la coagulación de tanta materia narrativa difusa acabaría convirtiéndose en un proyecto concreto de escritura.
Sin embargo, algo se removía vertiginosamente en su imaginación. Se lo dijo a Leidson, le contó una primera versión, precipitada, todavía caótica, de aquella novela posible.
—Lo que no entiendo todavía —dijo Leidson después, al cabo de un largo silencio emocionado— es cómo la contemplación de un lienzo, que parece tan lejano a todo esto, ha podido servir de catalizador, de arranque o núcleo del torbellino narrativo…
—Hombre —le contestó Larrea, irónico—, algo de misterio debe permanecer, prevalecer incluso, en el proceso de la creación literaria.
«Tenía razón Juan Benet», dice Leidson, en el bar del Palace, aquel día en que Artemisia Gentileschi, con uno de sus cuadros, Judit y Holofernes, irrumpió en sus vidas, en la del Narrador, por lo menos, que ya casi no se acordaba de que había sido Agustín Larrea, como había sido tantos otros personajes acaso olvidados o borrados de la historia, incluso de la memoria; pero el Narrador, aquel día del Villahermosa, en el otoño de 1985, no sabía nada de Artemisia Gentileschi, debe confesarlo, ni del cuadro aquel; luego se enteró, buscó todo lo que se había publicado sobre la pintora, en todos los idiomas que le eran asequibles, fue acumulando documentación, reproducciones fotográficas, tarjetas postales, fotocopias de páginas de enciclopedias, hasta que, unos años después de aquel descubrimiento, de su encuentro con Leidson —significativo, premonitorio—, en el palacio de Villahermosa, en donde terminó instalándose el museo Thyssen-Bornemisza, cuatro años después, en Nueva York, lo primero que hizo fue comprar un libro que acababa de publicarse, un grueso volumen espléndidamente ilustrado de Mary D. Garrard, Artemisia Gentileschi, The Image of the Female Hero in Italian Baroque Art, libro tal vez definitivo, apasionante narración de la vida de Artemisia, pertinente análisis de su obra pictórica, de las relaciones oscuras, trágicas —son las más productivas de significaciones polisémicas—, entre vida y obra: Artemisia, joven artista, hija de artista, desflorada con violencia y artimaña por un amigo de su padre Orazio, tal vez en presencia y con la ayuda de otro conocido de aquél; marcada como una yegua salvaje por aquel hierro candente del recuerdo, para siempre, a pesar de la decisión a su favor de un tribunal eclesiástico romano que hubo de enjuiciar el estupro; Artemisia, que sin duda pintaba un autorretrato al pintar la figura de Judit, en el lienzo tantas veces mencionado, un autorretrato de mujer ejerciendo su violento derecho a la revuelta, a la venganza, contra Holofernes, encarnación de la fuerza bruta, bestial, de un machismo arrogante; pero Leidson acaba de decir: «Tenía razón Juan Benet, tenía mucha razón, porque la Satur, en efecto, podría ser la narradora de aquella historia; la que inicia la serie de los relatos, por lo menos, la que narra la parte legendaria de aquella realidad».
Luego, Leidson permaneció un instante en silencio, saboreando un sorbo de whisky con hielo.
—La Satur —concluyó—, en esa novela; la tuya, ¡ojalá! Haría el papel de Rosa Coldfield en el Absalón, Absalón de Faulkner…
Larrea interrumpió a Leidson, sobresaltado.
—¿Te lo contó Domingo? ¿Lo has adivinado?
—¿El qué? —pregunta Leidson.
—Lo de la novela de Faulkner, precisamente ésa: Absalón, Absalón.
En Fuencarral, años atrás, después de que Domingo contara su más completa, compleja y hermosa versión de aquella muerte antigua, Benet habló de Faulkner, ya se ha dicho. Y más concretamente de Absalón, Absalón. Larrea intervino, con algún matiz, en el monólogo de Juan Benet.
Éste, por entonces ingeniero de caminos, se le quedó mirando un tanto ofuscado. Al menos, sorprendido.
No le parecía normal que Larrea, de quien no sabía gran cosa, de quien suponía bastantes, a pesar de haber admitido la ficción que Domingo contaba a su respecto; no le parecía normal, en todo caso, que este miembro del aparato clandestino del partido comunista —eso sí que estaba claro, aunque no supiera con qué cargo— pudiese saber algo de Faulkner; lo bastante, al parecer, para intervenir de forma acertada, aguda incluso, en la conversación en torno a Absalón, Absalón.
Naturalmente lo que Larrea no le había contado a Juan Benet, en Fuencarral, porque hubiera sido contrario a las normas de la clandestinidad, era cómo, por qué y en qué condiciones había leído a Faulkner.
Ahora sí puede contarlo.
Hoy, en el bar del Palace, puede contárselo a Michael Leidson.
Aquí, en este mismo lugar, tal vez en este mismo rincón del bar, había comenzado la historia. Bueno, nunca se sabe cuándo ni dónde empiezan las historias de verdad. Lo que sí había comenzado aquí hacía más de treinta años —se dice pronto— era la posibilidad de un relato, más o menos completo, más o menos acertado, de la historia de aquella antigua muerte. Leidson estaba citado con Hemingway, éste le invitó a un almuerzo en El Callejón, allí estaban Larrea y Dominguín, éste contó el cuento de la ceremonia expiatoria, a todos les impresionó, Hemingway sólo dijo una brevísima palabra, al final, una sola sílaba sibilante: «Shit».
O sea, la posibilidad de un relato nace aquí; aquí yace.
Entonces, como ya no hay razón alguna para ocultarlo, porque ya no es imprudente contarlo, le dice a Leidson cómo ha descubierto las novelas de William Faulkner cómo y cuándo, y quién se las hizo descubrir.
Fue una chica, una estudiante que conoció en París, en la Sorbona —«y al parecer, ¿no conoces esa anécdota?, al parecer, Primo de Rivera padre, el dictador de la Dictablanda, creía que la Sorbona era una persona, una de esas mujeres francesas de mala vida y peores artes que corrompía a los nobles muchachos españoles»—, en la Sorbona fue aquel encuentro, durante un examen de la asignatura de Moral, obligatoria en el curso de licenciatura de Filosofia, y la chica aquella, Jacqueline B., le regaló una novela de Faulkner, Sartoris, y quedó definitivamente prendado de aquella escritura, de aquel arte de novelar —de aquella chica también, por cierto, bellísima, con ojos de verde transparencia, larga cabellera suelta, salvaje y tierna Jacqueline B, tan próxima, tan lejana, inalcanzable, que introdujo en su juvenil imaginación, en su deseo todavía adolescente, una nefasta dualidad entre el amor, que sólo podía ser platónico y cortés, y el deseo carnal, que no podía compaginarse, por su exigencia posesiva, con una adoración embelesada, y aquel mismo año del descubrimiento de Faulkner y del puro amor fue el de la lectura de Sartre, Heidegger y Merleau-Ponty, del adiós a los estudios, del compromiso político, y terminó con la detención por la Gestapo, así que Absalón, Absalón era una novela que leyó en alemán, porque casualmente había un ejemplar en la biblioteca de Buchenwald.
A Juan Benet, naturalmente, no le había dicho nada de esto, aquella noche de chuletas de cordero y vino tinto en Fuencarral durante la cual comenzó a fraguar la posibilidad de este relato.
—¿Te cuento lo de la Satur? —pregunta Leidson, después.
—Adelante —dice él.
Piden otro whisky, y algo de picar: jamón, queso, patatas fritas, lo que sea.
—Como soy historiador —dice Leidson—, te lo voy a contar no como cuentas tú, en desorden, por asociaciones de ideas, de imágenes o de momentos, hacia atrás, hacia delante; te lo voy a contar por orden cronológico; un gran invento el orden cronológico, un artilugio divino: el primer día de la Creación Dios hizo esto, el segundo hizo aquello; una astucia genial para contar las cosas. Para mí todo empieza en 1954, hace treinta y un años, ¿te das cuenta?, es el espacio histórico de dos generaciones. Empieza el día del almuerzo en El Callejón. El relato de Domingo me impresionó, lo recordé; a los dos años estaba de nuevo en Madrid, un año sabático en el que pensaba terminar mi libro sobre la República del 31 y en febrero ocurrió lo de los estudiantes, y apareciste tú, Federico, el fantasma de Federico Sánchez, por lo menos en la prensa del Régimen, en la radio, en los cuchicheos de un círculo bastante amplio —quizá demasiado— de estudiantes e intelectuales madrileños, y yo no dije nunca nada, no hice comentario alguno, pero estaba casi convencido de que ese Agustín Larrea que me había presentado Dominguín no era tan sociólogo como decían, que en realidad ese nombre era un seudónimo de Federico Sánchez —que también era seudónimo por otra parte—; y a veces se me ocurría preguntarme: ¿cómo sabrá quién es, de verdad, entre tanto seudónimo? Bueno, aquella primavera del 56 volví a ver a Domingo y le pregunté si todavía se celebraba aquella ceremonia expiatoria, y me dijo que no, ya no, pero que si me interesaba la historia, que le acompañara a La Companza el 18 de julio, veinte años después de la muerte originaria, donde me presentaría a la Satur, muy vieja ya, una cocinera estupenda que trabajaba y vivía en la finca antes de que la comprara Dominguín padre, y que podría contármelo todo, y así hicimos, y la Satur me lo contó…
«Yo siempre lo he contado» decía la Satur, la tarde del 18 de julio de 1956 —y la víspera, por la noche, Larrea estuvo en casa de Domingo, en la terraza de Ferraz, pero Leidson acababa de irse, después de quedar citado con aquél la mañana siguiente para ir a Quismondo juntos en coche; y esa noche apareció a las tantas un estudiante amigo de Pradera que volvía de un viaje por Italia, y fijate, querido gringo, qué portentosa casualidad: el muchacho aquel, un tal Lorenzo si no recuerdo mal, había estado en Roma en casa de María Zambrano, en una cena con algunos exiliados republicanos, y entre los asistentes a dicha velada, decía, hubo un Semprún Gurrea, y nos explicaba, me explicaba a mí, fijate, quién era éste, amigo de Bergamín, decía, fundador con él de la revista Cruz y Raya, me explicaba a mí, en suma, quién era mi padre, fijate qué situación más novelesca, y de ese Lorenzo no he vuelto a saber nada, no sé qué se hizo de él, pero algún día, en algún libro, tendré que resucitarlo para que me cuente de nuevo aquella noche en casa de María Zambrano—, y decía la Satur, la tarde del 18 de julio de 1956, «yo siempre lo he contado como si hubiese ocurrido en otra finca, no sé por qué, tal vez para no reavivar el mal de ojo, la maldición de los Avendaño, pero todo ocurrió aquí, en La Companza, que era de ellos, y yo estaba en la finca, aquí he nacido, cuando los campesinos mataron al señorito José María, no se supo nunca por qué, por la maldición seguramente, porque estaba escrito; sí hubiera tenido explicación que mataran al mayor, a José Manuel, al enterarse el pueblo de Quismondo de que se había sublevado el ejército de África, porque era muy carca y muy duro, sigue siéndolo, pero el pequeño, José María —entre ambos había un tercero, un jesuita—, era republicano, en fin, la mala suerte, el mal de ojo, la maldición, y la señorita Mercedes quedó viuda, embarazada, daría a luz a dos huérfanos, pero una viuda muy joven, y guapísima, destrozada por aquella muerte, a su marido lo adoraba, pero su cuñado José Manuel, después de que ganaran la guerra los suyos, los nacionales, se la metió en la cama y la gozó todo lo que quiso y pudo —a la finca venía siempre solo, sin la mujer legítima, que por otra parte era pelmaza y cursi y que no salía de Madrid para venir a un pueblo tan aburrido como Quismondo, tan triste—; así que el fresco de José Manuel, tan de misa de domingos y de comunión por Pascua Florida, tenía mujer en Madrid y querida en La Companza, y una vez la señorita Mercedes me dijo que sin duda era un pecado muy grande, y yo le contesté que no, que pecado no era, que era una indecencia, pero no pecado; en fin, que su cuñado era un tirano, desde luego, pero que en la cama estaba a gusto con él, era incansable, que lo necesitaba para los menesteres de la carne aunque estuviera tan lejos de su alma, tan lejos sus almas una de otra; pero cuando los gemelos tuvieron dieciocho años —porque habían sido gemelos, chico y chica, los de aquel embarazo de Biarritz, al final de un viaje de novios por Italia, un mes antes de nuestra guerra—, ella descubrió que los hermanos estaban enamorados locamente, que se acostaban juntos, y Mercedes quiso prohibirlo, acabar con ese estupro, separarlos, y lo único que consiguió fue que se suicidaran, aquí, en La Companza, una tarde, en el dormitorio de la madre, desnudos ambos, y él mató a su hermana primero y luego se pegó un tiro en la sien, qué horrible verlo, tan jóvenes, tan hermosos, tan inundados de sangre, y ella vendió la finca enseguida, a Dominguín padre, que estaba rondando una ocasión, obsesionado por comprarla…».
Leidson interrumpe de pronto el relato de la Satur, termina el whisky que estaba bebiendo —el quinto, si hubiera que contarlos—, se da cuenta de que está emborrachándose, que necesita comer algo, y se le ocurre una solución.
—Oye —dice—, son las tres, hay que comer algo. Aquí cerca, en Juan de Mena, hay una tasca donde sirven un buen cocido, vamos, si te parece.
—Vamos —contesta—. Pero lo del cocido me asombra: ¡qué castizo te has puesto, gringo viejo!
—No es por el cocido, Federico. Es que Mercedes Pombo, viuda de Avendaño, vivía al lado…
—Yo también —le interrumpe, tajante.
Él también en efecto había vivido cerca de Juan de Mena, donde pasó toda su infancia, incluso puede decirse que hasta el mes de julio de 1936 vivió en Juan de Mena mismo, aunque el portal de su casa estuviera en Alfonso XI, y las vacaciones veraniegas de aquel año comenzaron en Lekeitio, el mismo día, a la misma hora tal vez en que los braceros de Quismondo, en tropel confuso, se dirigían hacia la finca de La Companza, hambrientos de tierra más que nada, para terminar matando por casualidad al único liberal de la familia Avendaño.
—¿Tú dónde vivías? —pregunta Leidson.
—En Alfonso XI —contesta—, esquina Juan de Mena, precisamente.
Ya están camino de aquella tasca de la que ha hablado Leidson.
La primera vez que volvió a Madrid, clandestinamente, en junio de 1953, en cuanto se hubo instalado en una pensión de Santa Cruz de Marcenado, se tiró a la calle. Anochecía, fue andando a largas zancadas hasta el barrio de Salamanca, fue recorriendo las calles de la infancia, todo era igual, todo —casi todo, salvo algún pequeño retoque en alguna fachada, salvo la presencia o la ausencia de algún escaparate—, todo era idéntico a las imágenes de su memoria, y sin embargo fue adueñándose de su espíritu un incomprensible sentimiento de extrañeza, de confuso desasosiego: nunca se había sentido tan extranjero como aquella noche, al regresar al conocido paisaje de la infancia. Desorientado, desanimado, fue recorriendo las calles del barrio, buscando un punto de referencia, de permanencia de arraigo, de continuidad tranquilizadora. Lo encontró finalmente por azar. Estaba en Serrano, por donde había circulado en tiempos el tranvía número 11, línea que iba de Claudio Coello hasta el paseo de Rosales; estaba allí, desconcertado, angustiado por la extrañeza radical de lo más antiguo, originario, de su propia memoria, cuando vio de pronto, en la acera de enfrente, el escaparate iluminado de una mercería, La Gloria de las Medias. Pues sí, claro, sin duda, por fin, ya era hora: ¡La Gloria de las Medias! Súbitamente, al aparecer aquel rótulo de antaño, aquel nombre enternecedor, grandilocuente, pareció que todo el torbellino de sentimientos, de angustias, de preguntas, volvía a serenarse, que la riada de una memoria desbordada volvía a su cauce, se amansaba en el remanso de la evidencia. La Gloria de las Medias era el símbolo, a la vez insignificante, doméstico, pero patético, de un transcurrir del tiempo denso y homogéneo: desde la infancia hasta el día de hoy, a pesar de tanta mudanza, tanta muerte, tanto éxodo y exilio, un hilo rojo de idéntica sangre viva recorría los vericuetos de su vida.
Al cruzar la calle de Alfonso XI, subiendo por Juan de Mena, Leidson le observa a la espera sin duda de que le diga algo, dónde estaba su casa, por ejemplo. Pero no dice nada, demasiado absorto en su recuerdo de aquella modesta mercería cuyo nombre inmodesto, La Gloria de las Medias, tantos años antes le había devuelto a su ser lo que era, a la mismidad de su ser quién era, pese a tanto y tan profundo desarraigo, tan prolongado: aquel nombre algo irrisorio, por no decir ridículo, que lo resucitaba de entre los muertos, al desenterrarle del destierro.
—Aquí es —dice Leidson, a la entrada de la tasca. Y allí estaba la casa de Mercedes Pombo, añade mostrando el desemboque de Juan de Mena en la calle Alfonso XII, frente al Retiro.
—¿Allí? ¿En el chaflán? —Y se muere de risa.
Pero Leidson no entiende la palabra «chaflán» ni entiende por qué se ríe. Se lo explica. Le explica lo que es un «chaflán» y por qué le hace reír que Mercedes Pombo haya vivido en esa casa.
—Desde luego —exclama—, si esto no es novelesco yo ya no sé lo que es una novela. En esta misma casa, agárrate, ha vivido un tío mío con su familia. Honorio Maura, uno de los hermanos de mi madre, no su preferido, que era Miguel, el republicano. Honorio era carca y escribía obras de teatro, comedias de enredo, nunca he leído nada de él. Uno de sus hijos, Iván, primo hermano mío, ha destacado luego como campeón de gol£ Existe una canción satírica de los años treinta que se tarareaba con la música del himno de Riego, y que se metía con los Maura. Sólo me acuerdo del primer verso: «Son de España los Maura el oprobio», y esta última palabra se asonantaba con Honorio, y las otras dos rimas del primer cuarteto eran Miguel y Gabriel, o sea, se cargaba la cancioncilla a los tres hermanos, pero de las hermanas no se decía nada, por fortuna, con lo que quedaba el honor de mi madre a salvo…
Mientras le cuenta eso ha llevado a Leidson, cogido del brazo, hasta el chaflán en donde se abre el portal de la casa de Honorio Maura y de tía Cota. También de Mercedes Pombo.
—Ahora comprenderás —le dice a Leidson— por qué me es tan dificil, a pesar de que me empeñe, escribir novelas que sean novelas de verdad: por qué a cada paso, a cada página, m e topo con la realidad de mi propia vida, de mi experiencia personal, de mi memoria: ¿para qué inventar cuando has tenido una vida tan novelesca, en la cual hay materia narrativa infinita? Ahora bien, la novela auténtica es un acto de creación, un universo falso que ilumina, sostiene y acaso modifica la realidad. Habría que poder decir como Boris Vian: en este libro todo es verdad porque me lo he inventado todo. Yo también quisiera inventármelo todo…
Están ya en la taberna comiendo, no cocido, ninguno de los dos se ha atrevido a tanto, pero sí muy sabrosamente.
—¿Qué ha sido de Honorio Maura? —pregunta Leidson.
—Muriose, como decía para hablar de los fusilados de nuestra guerra, de los paseados, de los muertos en la cuneta, los que «al nacer ya llevan contra su espalda el muro de los ejecutados» uno que yo conozco, y de cuyo nombre prefiero olvidarme. Lo mataron los Rojos (yo empecé rechazando ese calificativo, por sectario, injusto históricamente, y he terminado aceptándolo, porque el exilio era rojo, en efecto, rouge espagnol, en francés, Rotspanier en alemán, así que terminó gustándome ser rojo de esa manera, con aquella buena gente, con aquella hermosa esperanza, aunque fuese derrotada), pero, bueno, O mejor dicho, malo, se murió Honorio Maura: lo fusilaron los primeros días de la guerra en San Sebastián…
—¿En San Sebastián? Como al padre y al abuelo de Pradera entonces.
Sí, en efecto, como al padre y al abuelo de Pradera, como a padres o abuelos de tantos jóvenes compañeros de lucha de aquellos viejos tiempos.
¿Estaba Pradera, treinta años antes, en la terraza de Ferraz, en casa de Domingo, la noche de ese día 17 de julio? No es imposible, porque solía estar. Pero no se acuerda. Él, Larrea, venía a despedirse por una temporada, porque al día siguiente, o tal vez a los dos O tres días, no lo recuerda tampoco, pero no tiene importancia ese detalle, poco después en todo caso de aquella noche calurosa —y no sólo por el clima del Julio madrileño, también por el fervor de la fraternidad— tenía que salir de viaje. Se había convocado un pleno del Comité Central del partido, en efecto, para discutir la nueva línea política, una vez derrotada, difícilmente, la de Dolores Ibárruri y Vicente Uribe gracias a la firmeza de Claudín, a la habilidad táctica de Carrillo y, sobre todo, a las repercusiones en el grupo dirigente del Partido Comunista de España del informe secreto de Jruschov sobre los crímenes de Stalin en el XX Congreso del partido ruso.
Se despidió de los compañeros sin decirles, claro está, por qué se iba, ni a qué, ni adónde, pero esto último, aunque hubiese querido decirlo, no habría podido: él mismo no lo sabía.
Hoy sí lo sabe: sabe dónde estuvo, cerca de Berlín Este, en la escuela de cuadros Edgar André del partido alemán, en un hermoso paisaje de lagos y bosques. Sabe dónde está: en una taberna de Juan de Mena, y como es un escritor realista, hasta puede decir lo que ha estado comiendo: primero una menestra de verduras, luego una merluza a la plancha. Ningún postre, sólo café solo.
—Bueno —dice—, cuéntame lo que sepas de Mercedes Pombo. Es lo único que me falta para la novela: la última pieza del rompecabezas…
—¿Vas a escribirla de verdad? —pregunta Leidson, visiblemente satisfecho.
Se encoge de hombros.
—¡Yo qué sé! No es imposible, algo está germinando. Pero puede ocurrir como otras veces que se interrumpa el proceso o que me entre la desgana: es frecuente. Además, ese libro tendría que escribirlo en castellano.
—¿Y qué? —exclama Leidson, asombrado—. Como la Autobiografía, ¿no?
Asiente con un gesto de la cabeza y dice sibilinamente:
—Pues por eso.
Vuelve a su tema, tozudo.
—Háblame de Mercedes Pombo.
—Saturnina Seisdedos —dice Leidson—, o sea la Satur, me había contado la historia de Mercedes aquel 18 de julio de 1956, hace treinta años, casi treinta, cuando estuve en La Companza con Domingo. Me dijo dónde vivía, estuve llamándola por teléfono infinitas veces, no quería verme, no quería ver a nadie. Meses después, un buen día, una noche más bien, ya tarde, me llama ella: quería verme imperativamente al día siguiente. Me acuerdo muy bien porque ese día tenía que volver a San Diego: había terminado mi libro, me esperaba mi cátedra en la universidad. Pero cancelé el vuelo de regreso, avisé al rector, que estuvo de acuerdo en prolongar por tres días más mi año sabático, vine a verla aquí, a su casa, que fue también la de Honorio Maura (por cierto, ¿cómo pretendes evitar que tu memoria o tu imaginación novelesca no desemboquen tan a menudo en la memoria histórica, si ambas están, en lo que se refiere al menos a este siglo XX, totalmente entrecruzadas, entreveradas?).
Era una mujer de unos cuarenta años, pocos más —cuando mataron a su marido, en el 36, tenía recién cumplidos los veintitrés: me lo dijo Saturnina Seisdedos, o sea, que eran cuarenta y tres los que tenía entonces— y, en cierto modo, no los aparentaba: bellísima, buen tipo, juvenilmente esbelta, cuidada, pero, por otro lado, con una mirada devastada, arruinada por la vida, por la muerte; mejor: una mirada mortífera. ¿No te ha ocurrido ya, Federico, ver entrar a la muerte, disfrazada tal vez de mujer atractiva, incluso joven, en algún lugar público?
Pues sí, me ha ocurrido, piensa él, y se lo dice a Leidson. Me ocurrió por última vez en París, en el otoño de 1975, en una cervecería cerca de la plaza Víctor Hugo; estaba yo con unos amigos y la mesa vecina era ruidosa: gente de cine y de teatro, extravertidos, llamando deliberadamente la atención, dichosos de suscitar interés y acaso envidia, celos por lo menos; y llegó hasta ellos, con retraso, recibida con aplauso y alborozo, una mujer joven, atractiva, sexy, vaporosamente vestida de sedas blanquinegras, y todos la interpelaron embelesados: ¡Daisy!, ¡ha llegado Daisy! Por casualidad, al sentarse miró hacia mí, y yo capté esa mirada: no me cupo la más mínima duda, era la Muerte. Y aquella misma tarde me llamó desde Madrid Javier Pradera, con una voz enronquecida, destrozada, apenas audible: había muerto en Guayaquil Domingo Dominguín, se había pegado un tiro.
En el minuto de silencio siguiente, entre Leidson y él, mudos, creció desmesurado, atrozmente triste, el recuerdo de aquella alegría de vivir, insolente, tierna, imaginativa, desesperada, generosa, que encarnaba Domingo.
Pues bien, prosigue Leidson, aquella tarde de invierno soleado de finales del 56 la muerte no se llamaba Daisy, se llamaba Mercedes: bien es verdad que la muerte puede llamarse de cualquier manera, por eso es innombrable. Nada más entrar en la casa, al primer vistazo, me detuve impresionado: todos los muebles, casi todos, sin duda los más frágiles y costosos, estaban enfundados de blanco, como antaño, cuando las familias de la burguesía madrileña salían de largo veraneo. Además no había ni una flor, ni una fruta, nada efímero, nada perecedero: nada vivo, en suma. Todo aquel despliegue de hilo blanco parecía mortífero, como si un sudario recubriera la memoria de la familia Avendaño.
Mercedes Pombo debió de notar mi sorpresa, mi inquietud tal vez.
—Así estaba la casa en julio de 1936, cuando volvimos de Biarritz, del viaje de novios, pocos días antes de la guerra… —Me miró, como desafiante—. Así se quedará hasta el final.
Luego quitó las fundas de dos sillones, nos sentamos.
—Usted ha escrito sobre los escritores americanos y la guerra civil. Y también sobre los poetas españoles durante esa guerra. ¿Qué opina de Pedro Salinas?
En aquel momento yo, francamente, no opinaba nada de Pedro Salinas… No supe qué contestarle. Pero Mercedes no esperaba respuesta: ella quería hablarme de Salinas por otras razones.
Empezó a recitarme, casi en voz baja, algunos de sus versos. Me pareció identificar poemas de Razón de amor o de La voz a ti debida. Pero eso no era lo esencial, eso sólo fue una entrada en la materia de su relato, de su obsesión: la poesía de Salinas había acompañado su noviazgo con José María Avendaño, en Santander, en el verano de 1934, cuando el poeta fue rector de la universidad de verano de La Magdalena. La poesía de Salinas y unos tangos argentinos que yo nunca había oído, Caminito y Cabecita loca…
Federico interrumpe a Leidson, exclamando:
—Por favor, gringo, y sin embargo hermano, ¿no conoces esos tangos? ¡Pero si forman parte del repertorio mundial de la nostalgia!
Y le canta lo de «caminito que el tiempo ha borrado…».
Esta vez es Leidson quien le interrumpe, indignado:
—La letra la sabes, Federico…, pero desafinas de lo lindo…
—¿Tú también lo notas? Siempre me lo dicen… Nunca me han dejado cantar, ni en las reuniones de familia, ni en las del partido… Por algo será…
Pero aquella tarde de invierno madrileño, a finales del año 56, contaba Leidson, Mercedes se levantó, fue a buscar un disco antiquísimo, de esos de cera que pesaban un montón, y lo colocó en la platina de un gramófono igual de antiguo, de los de manivela para darles cuerda. Y empezó a sonar aquel tango, y ella de inmediato me sacó a bailar, imperiosa, y bailaba tango estupendamente, muy agarrada, su mirada más mortecina aún, más mortífera que hasta entonces. Fue, Federico, uno de los momentos más extraños pero más emocionantes de mi vida: aquella música, aquel salón de blanco ensueño enfundado, aquel exquisito cuerpo de mujer contra el mío, sus pechos, sus caderas, sus piernas insinuándose entre las mías y, al mismo tiempo, la certidumbre que me embargaba de estar bailando con la Muerte: esa angustia, esa sensación de vértigo, todo a la vez, Federico.
Cesó la música y se quedó en mis brazos un instante, pero luego se apartó de mí con una especie de sollozo; volvimos a sentarnos y me contó sus amores con el Avendaño muerto: su viaje de novios, cómo fue desflorada en Nápoles, me habló de su intimidad con una precisión desconcertante, pero sin indecencia alguna, sin obscenidad, a pesar de la crudeza de ciertas peripecias —una doncellita napolitana, una turista escandinava en Siena, un joven fotógrafo inglés en Biarritz, que participaron en sus juegos eróticos—, tal vez porque lo contaba como si le hubiese sucedido a otros, a otra pareja de recién casados, como si fuera un relato en tercera persona, con la misma objetividad. Hacia el final entró en el salón una mujer aparentemente de su edad, quizás un poco más joven que ella: una señorita de compañía o ama de llaves, una persona de con lanza que me presentó con el nombre de Raquel, a secas, pero era perceptible entre ambas una larga complicidad, hasta el punto de que Mercedes contó delante de ella, y Raquel no se inmutó, como si estuviera oyendo algo ya sabido, el episodio de aquel fotógrafo inglés, joven, guapo, que actuó de mirón, por lo menos, al final del viaje de bodas en Biarritz.
Lo que sí quedó claro, terminó de contar Leidson, es que Raquel estaba con ellos en la finca de Quismondo, La Companza, el 18 de julio, cuando llegaron los braceros en tropel armado: ella fue la que me contó la muerte del señorito José María, y fue algo extraño, porque me dio la impresión de que me recitaba un texto ya escrito, como un actor recita su papel, como si el relato de aquella antigua muerte estuviera ya determinado, establecido, codificado…
Se produce un largo silencio en la tasca de Juan de Mena, tan cerca de la casa donde había vivido Mercedes Pombo.
—¿Y los hijos póstumos de Avendaño? —le pregunta a Leidson—. ¿Los gemelos, aquel chico y aquella chica que se enamoraron?
—Cuando estuve aquí en su casa —dice Leidson—, hice una cosa que no está bien, ya lo sé… Pero quería que hablara con libertad: así que grabé sin que se diera cuenta toda la conversación… Tengo los casetes en mi casa de San Diego. Te lo mandaré todo, las cintas y algunas fotos de Mercedes Pombo y de los chicos… Pero escribe la novela, por favor… Y la grabación de la Satur también te la mandaré, la de su primer relato, en julio de 1956…
—Mándamelo, de acuerdo. Tal vez me decida a escribir esa historia…
—Lo que no entiendo —dice Leidson— es cómo vas a meter ese cuadro de la Gentileschi en la trama de la novela posible…
—Pues muy fácil —le contesta, sonriendo—. Facilísimo, querido Watson… ¿No me dijiste que estuvieron en Nápoles durante el viaje de novios? ¿No te dijo ella que había sido desflorada en Nápoles, ante la mirada de una doncellita del hotel? Pues evidente: antes de aquel momento de consumación, o acaso de consumición del matrimonio, Mercedes estuvo en Capodimonte, donde descubrió el cuadro de Artemisia, que la conmovió sensualmente…
Leidson le mira atónito.
—Está claro que no soy novelista —dice luego, con ejemplar modestia.