Gott mit uns: luego se acordaría.
Estaba Lorenzo sentado en el asiento delantero, abriendo la portezuela del cuatro-cuatro, cuando se acercó el chico de la gasolinera. Vio la hebilla reluciente del cinturón militar que el muchacho utilizaba para sujetarse los pantalones de trabajo, de un azul descolorido.
Leyó la inscripción marcial y triunfalista: Gott mit uns. Se acordaría, desde luego, se lo contaría a los amigos de Madrid. A Domingo le haría gracia; también a Javier.
Pero en ese momento no tuvo tiempo, quizá tampoco ganas, de formularse explícitamente los interrogantes o hipótesis que se le ocurrieron atropelladamente.
¿Por qué un cinturón del ejército alemán? ¿Lo habría comprado el adolescente empleado de la gasolinera en un puesto del Rastro, durante algún viaje a la capital? Y, en ese caso, ¿lo habría comprado por interés? ¿Porque le interesaba el ejército alemán, su historia, sus andanzas bélicas? ¿O lo habría comprado por mera casualidad, sin saber a qué se refería, ignorante de que aquella invocación religiosa estaba en idioma germano, y menos aún de lo que significaba? Tal vez —otra hipótesis imaginable— alguien de la familia, un hermano mayor, un tío, el propio padre, quién sabe, habría estado en la División Azul y hubiese vuelto de Rusia con aquel cinturón.
Horas después, al caer la tarde, recordaría que la insólita jornada había comenzado —si es que puede saberse a ciencia cierta cuándo comienza en realidad un acontecimiento; si es que lo sucedido aquel día de verano de 1956 no había comenzado realmente años atrás: veinte años, día por día, el 18 de julio de 1936— bajo la invocación del dios de los ejércitos. De uno de ellos, al menos: uno de los dioses y uno de los ejércitos.
Así, en el porche de la casa grande de La Maestranza, en el mismo lugar —no podía ignorarlo, ya que había estado oyendo durante toda su infancia los interminables relatos de su madre, y los complementarlos, aún más detallados y morosos si cabe, de Raquel y de la Satur; así como los de Mayoral, más breves y tajantes, testigos como fueron los cuatro de una parte al menos del acontecimiento; pero también los de su tío José Manuel, que no lo había sido, lo cual no le impedía contar a Lorenzo, sin duda con santo afán pedagógico, deseoso de grabar en su memoria de niño las enseñanzas de aquella muerte antigua, cómo fue el asesinato de su padre—, en el mismo lugar, pues, en que José María había estado oteando la llegada del tropel de braceros en armas, Lorenzo se acordaría de que la jornada que acababa de transcurrir había comenzado bajo la invocación de un dios forastero, tal vez bárbaro, godo o gótico: Gott, en todo caso.
Pues que los coja confesados el Gott de los cojones, piensa Lorenzo, con una risa silenciosa y brutal. El Dios de las batallas, de las guerras civiles, de las sangrientas cruzadas: que los coja de mala manera, que los empitone por la ingle, por el mismísimo ojo del culo, que los parta por la mitad, que los malamuertee.
Pero eso es al atardecer, al caer la tarde, cuando todo ha terminado —si es que puede saberse exactamente cuándo un acontecer termina de verdad, cuándo ha acontecido del todo y se agotan sus posibilidades de seguir surtiendo efecto— en el porche de la casa de campo.
Alguien, sin duda Isabel, toca al plano una pieza melancólica, una melodía cuyas notas se desperdigan por el aire espeso del atardecer, como sílabas sueltas de un poema olvidado.
Veinte años antes, bajo otro sol del mismo julio, su padre había salido al porche de La Maestranza al oír la voz sobresaltada de Mayoral.
Eran las tres en punto de la tarde y acababan de sentarse a la mesa del almuerzo. Estaba Raquel llenando los vasos de un agua fresquísima, que empañaba el cristal. Entonces se oyó desde fuera la voz de Mayoral, descompuesta.
—¡Señorito, señorito José María!
Salió del comedor al porche de la casa, y Mayoral hacía gestos desaforados.
En la carretera de Quismondo, más allá de la hilera de chopos, se vislumbraba el movimiento confuso de un tropel de gente. Y de cabalgaduras, probablemente. Su padre se adelantó hasta la balaustrada y mandó a Mayoral que trajera los gemelos.
La luz de julio se desplomaba plomiza sobre el paisaje.
Entre el temblor de las delgadas capas de aire cálido, removidas por algún brusco ramalazo de viento, a su padre le pareció distinguir en el centro del remolino polvoriento la forma achaparrada de una camioneta. Durante un instante, por encima de las cabezas indistintas de los hombres apretujados en la plataforma del vehículo —adivinado, supuesto, más que realmente visto— refulgieron múltiples destellos.
—Escopetas —dijo.
No hacía falta decir mucho más. Pero acaso no fuesen sólo escopetas, sino también hoces alzadas. Y guadañas.
Lorenzo podría contárnoslo.
Aunque él no asistió a la muerte de su padre. No fue testigo de aquel acontecimiento. Además, si hubiera que expresarse con rigor, ni siquiera debería utilizarse por ahora la palabra «padre». No lo era, en efecto, todavía, aquel hombre joven que salió al porche de La Maestranza el 18 de julio de 1936, a las tres de la tarde.
Ni era su padre ni nunca supo que fuera a serlo.
Moriría sin saberlo, pocos minutos después. Aquel día no lo sabía nadie. Lorenzo no era todavía hijo de José María Avendaño. No era hijo de nadie. Mejor dicho, no era nadie. Ni nada, casi nada. Sólo un confuso movimiento visceral, un coágulo ovulándose, ovillándose, en las profundidades placentarias —placenteras— del vientre materno. Sólo quince días después de la muerte de su marido se percataría Mercedes Pombo de que estaba embarazada, de que su viaje de bodas con José María había tenido —sin duda en Biarritz, era fácil echar la cuenta— ese desenlace habitualmente calificado de feliz.
Pero el 18 de julio, cuando salió aquél, recién casado, todavía risueño, al porche de La Maestranza, ni él ni nadie sabían que hubiera engendrado a Lorenzo.
Éste, veinte años después, día por día, podría contar cómo su padre —ahora sí que lo es, extrañamente; aquel desconocido, aquel joven muerto, aquel personaje fantasmal, o fabuloso, ni tan siquiera coetáneo, con la vida del cual la suya no habría coincidido ni un solo segundo, personaje de otro tiempo, pues, de otra historia, ahora sí que es padre suyo, padre mío que estás en los cielos de la muerte desde antes de serlo—, podría contar cómo su padre había salido de la casa al oír la voz de Mayoral, llena de pánico, para ver acercarse en furiosa comitiva a los braceros de Quismondo.
Y podría contarlo porque durante los años de su niñez había estado oyendo, un tanto atemorizado, los relatos pavorosos, interminables, de aquella antigua muerte.
Pero eso fue al atardecer, cuando hubo terminado la ceremonia expiatoria, en gran parte frustrada por el plante de los braceros, cuando habían ya salido de la finca rumbo a Madrid José Manuel y el comisario Sabuesa, furiosos los dos, aunque por razones muy diferentes.
Ahora Lorenzo está todavía en La Prosperidad, la tienda de Eloy Estrada, mientras el chico de la gasolinera le está llenando el depósito del cuatro-cuatro.
Acababa de bajar del coche, había pensado vagamente que ojalá fuera verdad aquella invocación del Gott mit uns, o sea, «Dios con nosotros», o sea, que nos cogiera confesados, como suele decirse más castizamente. Sobre todo en un día como aquél, tan lleno de muerte. Y entonces apareció el dueño, Eloy Estrada.
—Bienvenido, Lorenzo.
Se le notaba algo extraño en su forma de adelantarse hacia él, como si quisiera darle alguna noticia, impaciente por ello, en sus gestos, su tono de voz, un nosesabequé de sombrío en los ojos.
Está raro el Eloy, pensó: nervioso y tristón, o preocupado.
Desde que Lorenzo tiene uso de memoria, desde que recuerda haber asistido a la conmemoración del 18 de julio instaurada por José Manuel Avendaño, en su oficio de pater familias, recién terminada la guerra civil —y asistió al cumplir los diez años: O sea, desde hace otros diez precisamente—, desde entonces Lorenzo recuerda que ese famoso día de julio siempre parecía ser de fiesta —tal vez con algo de gravedad añadida, de solemnidad, pero día de festejo en todo caso— para Eloy Estrada.
Y no sólo por la compra excepcional que hacían en la tienda en aquella ocasión los señores de La Maestranza para sus numerosos invitados. No sólo por el ajetreo, cada año repetido, de coches de autoridades de la provincia —y alguna vez hasta de la capital— que rompía la monotonía de la vida quismondeña. También, sin duda, por alguna razón oculta. Como si Eloy Estrada tuviera algo personal, apasionado, en relación con aquel lejano acontecimiento.
—¿Usted, Eloy, estaba en Quismondo cuando lo de mi padre?
No podía hacer la pregunta más escuetamente, no podía dársele una formulación más neutra, menos agresiva. A pesar de ello, Eloy Estrada reaccionó con febrilidad: tuvo un gesto brusco, se le derramó el vino tinto que estaba bebiendo. En la pechera de su camisa blanca, la roja mancha de vino pareció un súbito derrame de sangre.
Luego dijo palabras confusas.
Que no, que no estuvo en Quismondo, pero que sí, sí que estuvo, pero que no se enteró de nada, no recuerdo nada, Lorenzo, bueno, sí, la radio, los partes de unos y otros, los llamamientos, las proclamas de ese general que luego se hizo famoso en Sevilla, Queipo de Llano, sí, recuerdos así, pero de la muerte de José María Avendaño, de la muerte de tu padre, Lorenzo, no recuerdo nada, me enteré al día siguiente, o a los dos días, ya no sé, pero por lo que me han contado en el pueblo, al frente de la tropa aquella de braceros iba Chema el Refilón, que acaba de morir en Burgos, en el penal de Burgos quiero decir, y lo entierran hoy, ya lo sabes, ¿no?, lo entierran en la finca, en la misma cripta que tu padre, Lorenzo…
Pero Lorenzo no sabe nada.
No sabe nada del Refilón, ni quién era, ni por qué, ni por dónde, ni cuándo, ni a cuento de qué se le enterraba hoy con su padre, ni por qué había muerto en el penal de Burgos: Lorenzo no sabe nada de nada.
El chico de la gasolinera —una de esas de manejo manual, de bombeo a mano— sacaba en ese momento la manga del depósito del cuatro-cuatro, sin duda lleno.
Lorenzo salió de La Prosperidad, cogió de su bolsillo unos billetes, pagó la gasolina. Al chico del Gott mit uns le dejó una propina generosa.
—Bueno, Eloy, nos vamos viendo…
Entonces, en el último momento, cuando ya Lorenzo se inclinaba para meterse en el coche —Isabel no se había movido de su asiento, no había mirado nada, ni a nadie, absorta en sabe Dios qué ensoñación, ensimismada en no se sabe qué mismidad—, en ese último momento salió a la acera Eloy Estrada y soltó la noticia que le ponía nervioso.
—En la finca hoy va a haber lío —dijo—. Hay plante de los braceros…
Lorenzo interrumpió su movimiento hacia el asiento delantero del automóvil, se volvió.
—¿Plante? ¿Por qué? ¿Qué piden los braceros?
Eloy Estrada le explicó atropelladamante:
—Pues no piden nada… Pero ya no quieren hacer la función del asesinato de tu padre, Lorenzo… Dicen que basta ya, que ellos no estuvieron aquí cuando la muerte, ni saben de todo aquello… Y que ha llegado la hora del olvido… Insisten en que el contrato laboral no les puede obligar a semejante actuación… En fin, que se niegan a hacer la función…
A Lorenzo lo del plante le parecía muy bien. Estuvo a punto de mostrar su alegría. Ya era hora, por Dios, incluso por Gott, ya era hora de que terminase aquella bárbara ceremonia.
Se acordó de que había mandado desde Florencia una postal a Mercedes —cuando pensaba en su madre, siempre la nombraba por su nombre, Mercedes, o acaso, en broma, haciendo alusión íntima y jocosa al Tenorio de Zorrilla, que habían leído juntos, «Mercedes del alma mía»—, una postal en la que, al anunciar su llegada a la finca con Isabel, le recordaba su promesa de que fuese la última vez.
A Eloy Estrada, por su parte, no le importaba que fuese la última vez, muy al contrario, ni le preocupaba que los braceros se negasen a hacer la función. Lo que le inquietaba, poniéndole los nervios de punta, era, en el contexto particular del plante, con los líos que éste podía acarrear, la presencia en la finca del comisario Sabuesa.
Por si fuera poco —pero no le es posible al Narrador afirmar que Estrada tuviera la firme intención, ni es posible saber, a estas alturas del relato, si había tomado de verdad la decisión de contárselo a Lorenzo, siquiera resumidamente—, por si fuera poco, Eloy, en el reservado de La Prosperidad donde el comisario estuvo almorzando la víspera, y aprovechando un momento en que Sabuesa se había encerrado largamente en el baño, había ojeado los documentos que éste traía consigo aquella mañana y que dejó en la mesa, imprudentemente.
Al fajo de documentos —193 páginas, escrupulosamente numeradas— sólo tuvo tiempo de echarle un rápido vistazo, suficiente para enterarse de que se trataba de los interrogatorios de estudiantes y profesores que algo tenían que ver con las algaradas universitarias de febrero de ese ano; insuficiente para memorizar los nombres de los mencionados, también para saber si había en los documentos policiales alguna referencia a Lorenzo Avendaño.
Después de los sucesos estudiantiles de febrero, que tanto comentario habían suscitado, la familia envió a Lorenzo a Italia. Eloy recuerda que hubo una especie de consejo de familia, al cual asistió también el jesuita, habitualmente afincado en Alemania. Se reunieron en La Maestranza y el resultado concreto de aquella discusión fue la salida precipitada de Lorenzo rumbo a Italia para «ampliar estudios»: ésa fue la explicación que se dio a la gente.
De ello podía deducirse —y Estrada no tardó en hacerlo— que, aunque Lorenzo no formara parte del grupo de los emblemáticos detenidos de febrero, los más notorios de entre los revoltosos, «los cabecillas», al decir de Sabuesa, por alguna razón correría peligro permaneciendo en Madrid.
Así que puso tierra y tiempo por medio y se largó a Italia, de donde acababa de volver.
¿Iba Estrada a contarle a Lorenzo que el comisario Sabuesa se interesaba por él? ¿Iba a decirle que había estado escudriñando atentamente la postal que envió desde Florencia, aunque hubiese aparentado luego falta de interés? ¿Iba a decirle que además, last but not least —Lorenzo tenía la manía, orteguiana y cursi, proclamaba Isabel en sus momentos imprevisibles pero mortales de crítica despiadada a su adorado hermano, de citar expresiones extranjeras, de idiomas vivos o muertos, desde el inglés o el alemán, al latín o griego—, Sabuesa también tenía entre sus papeles una nota en que se resumía el currículo familiar y universitario de Lorenzo y que terminaba con una observación que Eloy se había aprendido de memoria, pero que no entendió del todo?
La nota concluía así, en efecto, después de la enumeración de los datos biográficos: «Lorenzo Avendaño. Parece muy amigo de JP, o sea de una de las cabezas visibles de la subversión. Se le ha visto almorzar regularmente con éste. (Vigilar La Taurina, en Alcalá). Sería un enlace ideal para Federico Sánchez. Aprovechar la ceremonia de Quismondo para indagar: ponerle alguna trampa…».
Aun así, aunque no puede saberse con seguridad si Eloy Estrada estaba realmente dispuesto a contárselo a Lorenzo, en aquel encuentro mañanero junto a La Prosperidad, el caso es que no tuvo materialmente tiempo de hacerlo.
Isabel acababa de volverse hacia su hermano: su mirada era toda negrura y desafío.
—Oye, Lorenzo, ¿has decidido que me muera de hambre y de aburrimiento? ¿Quieres que se enfríe el desayuno de Satur, que me está esperando?
Lorenzo, entonces, se metió en el coche sin perder un minuto. Arrancó el cuatro-cuatro y nos quedaremos sin saber lo que Eloy Estrada había decidido decirle a Lorenzo, qué fragmento de la verdad, o la verdad entera tal vez: la que él conocía.
Nos quedaremos sin saberlo. Al menos, por ahora.
«… con esos ojos y esas ojeras…».
¿Por qué flotan de pronto en su memoria esas palabras? No lo sabe Lorenzo, no sabe por qué han surgido, sueltas, aisladas, fuera de todo contexto, cuando ha visto llegar a Raquel, cruzando hacia él el porche de La Maestranza con su andar armonioso.
Poco antes, nadie salió a recibirlos a Isabel y a él.
Aparcó el coche junto a otro automóvil con matrícula de Madrid, en el amplio espacio recubierto de arenilla blanca, cuidadosamente rastrillada. Fue hasta el porche, se derrumbó en una de las butacas de anea. Isabel ya corría hacia la cocina, hacia el desayuno y la cháchara de la Satur: hacia su paraíso infantil, en suma.
Se quedó solo. Un silencio profundo le rodeaba: espeso y cristalino a la vez. El aire de la mañana esparcía olores de campo y de jardín. Tal vez predominaba el de la yerbabuena. Tuvo otra vez la sensación, certidumbre más bien, de años anteriores, la de siempre: la misma de siempre. Aquí estaba en su sitio, en el lugar esencial de su vida, en la morada misma de su ser y de sus sueños, de su estar en el mundo.
En la morada misma de aquella muerte antigua, no puede olvidarlo.
Desde que tuvo dieciséis años —desde hace cuatro, pues— Lorenzo hacía el papel de su padre en aquella especie de auto sacramental que su tío se había inventado para perpetuar el recuerdo del asesinato de 1936; para inmortalizar aquella muerte absurda y prolongar, de generación en generación, una mala conciencia de culpabilidad entre los braceros de la finca.
Era algo que José Manuel había exigido de él, algo que le atemorizaba, además de repugnarle, pero que, por demasiado joven, no supo cómo oponerse.
A pesar de todo, estaba en efecto en la morada de su ser, como sí al encarnar la figura de su padre muerto se engendrara a sí mismo, heredero legítimo de la raza aventurera de los Avendaño, aunque él aún no existiera realmente en la jornada de aquella muerte antigua.
Era sobrecogedora aquella certidumbre, pero no angustiosa.
Entonces, en el silencio de la mañana, oloroso y denso, le llegó a los oídos una algarabía mujeril que provenía de la cocina: había llegado Isabel, ¡niña Isabel!
Con ese alegre griterío de fondo, apareció Raquel y, al verla acercarse con su andar armonioso, leve y altanero, deslizándose danzarina sobre las baldosas del porche, brotó en la mente de Lorenzo aquella frase aislada, sin duda incompleta, fuera de todo contexto, «con esos ojos y esas ojeras», que provenía probablemente de algún poema, alguna copla o canción, pero que ahora, en el porche de La Maestranza, viendo acercarse a Raquel, emergieron solas, y no hubo nada en torno a ellas, ni antes ni después, como si hubiesen surgido de la nada tan sólo para anunciar la llegada de Raquel.
En la mesita más próxima a la butaca que había elegido Lorenzo para derrengarse en ella, baldado por una noche en vela y el cansancio del viaje en el cuatro-cuatro desvencijado, Raquel depositó una bandeja con una tacita de café solo, fuerte, aromático, unas galletas, y un vaso grande de agua fresca: lo que a él le apetecía a esas horas.
—Lorenzo, qué alegría —decía a media voz, mirándole de frente.
Un atisbo de emoción sensual le hizo olvidar todo su cansancio. De pronto, aunque siguiera sin recordar de dónde procedían, se acordó de algunas palabras más en torno a las que había rondado su memoria.
¿A quién esperas tan de mañana
con esos ojos y esas ojeras:
enjauladita como las fieras
tras de las rejas de tu ventana…?
No estaba seguro de que fuese exactamente así, pero en fin, era algo parecido.
Siguió sin recordar la procedencia de aquellas palabras, ¿de qué canción, de qué copla, de qué poema acaso?
Raquel se puso de rodillas junto al sillón de anea.
—Cuánto tiempo sin verte, Lorenzo, qué alegría…
Se acordaron de lo mismo, lo adivinaron: supieron que habían recordado lo mismo al mismo tiempo.
Ella, de rodillas a sus pies, había reclinado su brazo izquierdo en el pecho de Lorenzo y con la otra mano acariciaba suavemente su rostro: sus párpados, sus pómulos, sus labios.
Se acordaron de lo mismo, con fervor, con gratitud, sin nostalgia ni amargura.
El año en que Lorenzo cumplió los dieciséis —cuatro años antes, por tanto, puede calcularse y proclamarse, si el amable lector es amante de la precisión cronológica—, en 1952, recibió en su casa de Madrid la visita, inhabitual y hasta insólita, de su tío José Manuel.
Lorenzo recuerda perfectamente que estaba bregando con un texto poético de Ovidio, de dificil versión por su sutileza concisa y enigmática, cuando sonó un toque en la puerta de su habitación, en la casa de Alfonso XII, esquina Juan de Mena, y entró su tío José Manuel diciendo: «¿Se puede, Lorenzo?». Y fue para decirle, prolijamente, con referencias numerosas pero un tanto desordenadas, pensó Lorenzo, a la reciente historia de España, a la de la Cruzada en particular, que había alcanzado la edad no sólo de la razón, sino de hombre, de heredero de su padre, alevosamente asesinado, que en paz descanse, y que por tanto…
En fin, resumiendo lo que fue larga perorata, que a partir del próximo mes de julio, de la próxima ceremonia expiatoria, le tocaba a él, personalmente, hacer el papel de José María Avendaño, su desgraciado padre, en La Maestranza.
Lorenzo ya había asistido en los últimos años, desde que cumplió los diez, a la dichosa ceremonia. Ya había visto a su padre —mejor dicho, al hermano de su padre, al jesuita José Ignacio, que hizo el papel hasta aquel año de 1952, precisamente, y que lo dejó entonces por haber envejecido demasiado, según José Manuel, artífice de todo aquel tinglado, y muy atento al aspecto realista del esperpento dramático—, lo había visto salir al porche de La Maestranza al oír la voz descompuesta y desaforada de Mayoral.
Y el papel de Mayoral seguía haciéndolo Mayoral, que gritaba con la misma voz descompuesta, desaforada, como aquel día de julio, veinte años antes, cuando vio llegar el tropel armado por la carretera de Quismondo.
Todo fue diferente, sin embargo, aquel día de hacía cuatro años, cuando cumplió los dieciséis e hizo por primera vez el papel de su padre: no era lo mismo ser actor en aquel simulacro que mero espectador. Al final, cuando los braceros descargaron la salva de sus escopetas, Lorenzo se cayó de bruces en el porche de la casa, como si hubiese sido, de verdad, mortalmente herido. Con tanta naturalidad, tan patético abandono de todo el cuerpo, que Mercedes Pombo, sobresaltada, pensó fugazmente que alguna escopeta, por accidente o por malevolencia, habría podido permanecer cargada de perdigones, o de alguna bala de las que se utilizaban en la comarca los días de caza mayor.
Pensó así, y se abalanzó sobre el cuerpo yacente de Lorenzo, lo cual dio aún más rasgo y rango de verosimilitud a aquel momento de la ceremonia. José Manuel Avendaño, el primogénito, cínico como de costumbre, estuvo a punto de aplaudir el espontáneo juego escénico. Sin llegar a tanto, todos los demás espectadores quedaron impresionados por la veracidad emotiva de la fingida muerte de Lorenzo, por el dolor de su madre, no fingido éste.
Pero ni Raquel ni Lorenzo se han acordado de aquel momento de hace cuatro años. Se han acordado, naturalmente, de lo que sucedió después. Se han acordado del amor, no de la muerte.
Cuatro años antes, cuando hubo terminado la parte teatral de la ceremonia, aquella especie de auto sacramental que el Avendaño primogénito había escenificado con todo detalle, tuvo lugar la habitual homilía religiosa, esa vez oficiada por un obispo coadjutor de Toledo, y luego el asimismo habitual discurso de José Manuel, dirigido a los campesinos para recordarles su miserable condición de asesinos, o de descendientes de asesinos, y enumerarles de paso los principios esenciales del Glorioso Movimiento.
Después hubo, también era habitual, un almuerzo multitudinario servido al aire libre, pero a la sombra de la centenaria arboleda de La Maestranza, por el mujerío cocineril de la Satur, bajo la vigilante mirada de Raquel: banquete más que simple almuerzo, que reunía a moros y cristianos, o sea, a braceros y a propietarios del contorno, amén de autoridades civiles y eclesiásticas; banquete presidido por el propio Lorenzo, ungido desde aquel día, simbólicamente, por el recuerdo de la sangre de su padre, como legítimo heredero de todas las vidas y las muertes de la estirpe.
Pero Lorenzo, como era de temer, y como algunos —algunas, más bien— habían temido, a disgusto con la circunstancia y consigo mismo, bebió demasiado, a pesar de los intentos para impedirlo de Mercedes, sentada a su lado, y de Raquel, que se daba cuenta y se acercaba de vez en cuando para vaciar en el suelo las copas de vino tinto.
Cuando ya se estaban sirviendo los postres, se levantó de pronto de su asiento, pidió silencio a golpes rítmicos de cuchillo contra el cristal de una copa vacía, y anunció que iba a recitar un poema de circunstancias.
Mercedes palideció, temiéndose lo peor.
Y fue lo peor, en efecto. No por el poema mismo, que era de Rafael Alberti y que fue espléndido —sigue siéndolo, por cierto—. Fue lo peor, en una circunstancia como aquélla, desde el punto de vista del escándalo público.
A estas alturas de su relato, el Narrador modestamente debe confesar sus dudas, subrayar alguna incertidumbre.
Y es que no sabe exactamente a qué atenerse en cuanto al poema de Alberti que Lorenzo recitó, o declamó, casi proclamó, aquel día. Aquel 18 de julio de 1952, cuando acababa de cumplir los dieciséis años y su tío José Manuel le obligó a hacer el papel de su padre en la ceremonia expiatoria.
Tiene el Narrador, en efecto, dos versiones distintas de dicho poema, aunque ambas procedan de Domingo Dominguín. En una de ellas —la primera, por otra parte— Lorenzo recitaba un fragmento del poema «Madrid-Otoño», que se encuentra en el libro De un momento a otro, escrito entre 1934 y 1938.
Lorenzo, en la primera versión de Domingo, recitaba con pasión, con una maestría retórica poco previsible a su tan corta edad:
Estos inesperados
retratos familiares
en donde los varones de la casa, vestidos
los más innecesarios jaeces militares,
nos contemplan, partidos,
sucios, pisoteados,
con ese inexpresable gesto fijo y oscuro
del que al nacer ya lleva contra su espalda el muro
de los ejecutados…
Fueron estas últimas palabras, fue esta durísima evocación del muro de los ejecutados lo que provocó la airada, indignada reacción de José Manuel Avendaño, que interrumpió a su sobrino echándole violentamente en cara lo que consideraba grosera y blasfema mofa de la muerte de su propio padre, prohibiéndole, terminantemente, que continuara recitando el poema de Alberti.
En la segunda versión de Dominguín, idéntica a la primera en cuanto a los pormenores del acontecimiento, Lorenzo recitaba otro poema en los postres del almuerzo multitudinario. Recitaba una poesía anterior, del libro El poeta en la calle, aquella que ostenta y enarbola por título la primera frase del Manifiesto comunista.
Recitó pues Lorenzo, según esta segunda versión, aquel poema-manifiesto: «Un fantasma recorre Europa / y las viejas familias cierran las ventanas…» (aquí, sin duda, el Narrador, que también tuvo una relación íntima, apasionada, con todos esos versos de Rafael Alberti, no podrá evitar, por fugaz que sea, un recuerdo personal, infantil: el del 14 de abril del año 1931, en el barrio de Salamanca de Madrid, cuando oyó cerrarse ruidosamente, como ofendidas, ventanas y contraventanas de las viejas familias del vecindario, al ver las oriflamas tricolores republicanas que su madre —la del Narrador, quede claro— instalaba en los balcones de su casa, en el cruce de Alfonso XI y de Juan de Mena). Lorenzo siguió recitando el comienzo de aquel poema de Alberti, que prosigue así: «y las viejas familias cierran las ventanas, / afianzan las puertas, / y el padre corre a oscuras a los Bancos / y el pulso se le para en la Bolsa / y sueña por las noches con hogueras…», y así, todo seguido, con voz firme, clara y potente, hasta el verso terrible, «los campesinos pasan pisando nuestra sangre», y entonces un rumor sordo, algo así como un sordo sollozo colectivo, recorrió la asistencia, hasta allí petrificada en un silencio atónito —¿o agónico?— y José Manuel Avendaño se puso a gritar, enfurecido, mandando a su sobrino que se callara, por Dios y por todos los santos, por los clavos de Cristo, ya está bien.
Como puede verse, la diferencia entre las dos versiones de Domingo Dominguín, aunque curiosa desde un punto de vista literario, no altera realmente la transcripción de los hechos acontecidos. Lo esencial no cambia de una versión a otra.
El hecho es que José Manuel había interrumpido a su sobrino cuando estaba recitando un poema de Alberti.
Como no se sabe con certeza qué poema era, tampoco puede saberse qué verso pudo provocar la ira descomunal del tío de Lorenzo. En cualquier caso, Lorenzo enmudeció, demudado, ante la cólera brutal de José Manuel Avendaño, y ésta fue la señal inequívoca que dio por terminado el festejo conmemorativo.
Se disolvió el ágape y los comensales se alejaron del lugar en grupos taciturnos o burbujeantes de murmullos. Lorenzo permaneció sentado a la mesa, con la cabeza hundida entre los brazos cruzados sobre el mantel. Luego, largos minutos más tarde, saliendo de su postración, buscó a su madre con la mirada. Pero ésta había desaparecido, como todas las personas que habían estado sentadas en la cabecera del banquete.
Cerca de él sólo quedaba Raquel, atenta y protectora. Pero Lorenzo necesitaba ver a Mercedes, con urgencia desesperada.
Necesitó la inmediata presencia de su madre, su cariño, su regazo, su atención. Tenía que contarle de inmediato su vivencia de aquella tétrica ceremonia, cómo se había desvivido en ella. Tenía que contarle la certidumbre a la que había llegado esa mañana, sobrecogedora tal vez, pero no angustiosa: serena, luminosamente desesperada. Y es que había pensado que al encarnar, en aquel odioso simulacro, la figura de su padre muerto —y muerto antes de ser realmente su progenitor, antes de saberlo, en cualquier caso—, en cierto modo se engendraba a sí mismo, heredero legítimo de la estirpe aventurera de los Avendaño.
Lorenzo se puso a correr hacia la casa grande de La Maestranza, sin atender a las advertencias de Raquel, que sin duda temía lo que le esperaba allí.
En la puerta misma del apartamento de Mercedes —saloncito, dormitorio, baño y cuarto de los armarlos—, situado al fondo de la galería principal, Raquel consiguió interponerse. «No entres», le dijo a Lorenzo, «tu madre estará durmiendo la siesta…». Pero esa información, tan vulgar y corriente, tan inocente, la formulaba Raquel en un tono dramático, como si estuviese anunciando alguna catástrofe.
Lorenzo la apartó de un empujón y entró a la fuerza en el saloncito contiguo al dormitorio de su madre. No estaba ésta durmiendo, estaba fornicando. Tal fue la palabra, de catecismo o de clase de religión, que a Lorenzo se le ocurrió, «fornicación», para calificar la escena que se ofrecía a su mirada.
Desnudo de cintura para abajo, pero todavía con la camisa inmaculada y la corbata negra de la ceremonia fúnebre, espatarrado en el sofá, y diciendo a media voz palabras deliberadamente soeces, su tío José Manuel era cabalgado por Mercedes, medio desnuda, que movía las nalgas al frenético compás de las brutales instrucciones que pronunciaba él, y a las que ella correspondía con gemidos cada vez más agudos, embelesados, y entrecortadas exclamaciones de placer.
Lorenzo cerró los ojos con la desesperada ilusión de suprimir la realidad de aquella escena primitiva —en todos los sentidos de la palabra—, mientras gritaba desconsoladamente.
Todo fue desorden y tumulto después.
Se desacopló la pareja sorprendida. Mercedes se puso en pie, bajándose las faldas arremolinadas. José Manuel se apartó, saltando a trompicones, en busca de alguna prenda con la que ocultar sus erectas vergüenzas. Entretanto, Raquel había agarrado a Lorenzo y forcejeaba para arrastrarlo fuera de la habitación.
Lo consiguió, ya que él apenas oponía resistencia.
Luego le fue conduciendo por el largo pasillo hasta su propio cuarto y le tumbó en la cama, sumido en un profundo y jadeante sollozo sin lágrimas.
Cuando Lorenzo se hubo serenado, tumbado en la cama de Raquel, ésta le contó la historia de Mercedes —la suya, también, en cierto modo— desde aquel infausto día de julio de 1936.
Cómo Benigno Perales las había rescatado a las dos, escondidas en la habitación secreta, especialmente instalada para las amantes del abuelo Avendaño; cómo las había llevado a Madrid, y cómo habían sobrevivido en la capital, sitiada, adusta, bombardeada, durante unos años de zozobra y sobresaltos, con numerosos cambios de domicilio; lo dificil que había sido, en marzo del año 1937, resolver los problemas del alumbramiento de los gemelos, Isabel y él mismo, y los de su crianza en los años posteriores, hasta el final de la guerra civil; cómo, en aquel momento, había reaparecido José Manuel, vencedor entre los vencedores, prepotente, y cómo éste había prontamente reorganizado la vida de la familia y asumido su dirección; cómo Mercedes, tan joven madre desamparada, se había encontrado sometida a la autoridad de José Manuel, eficaz, restauradora del bienestar y de los privilegios de antaño, dueño y señor, objetivamente, de su destino y del de sus hijos, sobre todo por razones materiales; cómo, un día del año 1941, en La Maestranza, adonde José Manuel solía venir sin su mujer, una cursilísima de Valladolid que odiaba la finca y la vida de campo, que sólo aspiraba a los fastos de la vida de sociedad capitalina, Cómo, pues, la tarde de aquel día de la primavera de 1941, cuando Mercedes se retiró a su apartamento, después del almuerzo, para unas horas de descanso y de lectura —de soledad, en suma—, cómo, por tanto, José Manuel impuso su presencia, y la acompañó, diciéndole, en tono suave pero categórico, en el umbral del saloncito, «Hoy, Mercedes, supongo que ya lo habrás adivinado, voy a ejercer mi derecho de pernada»; cómo ella se revolvió, asombrada, «pero ¿qué estupidez estás diciendo?» y él se lo explicó tranquilamente, como se explican las evidencias, como se cuentan las cosas que ocurren normalmente, cada día; le explicó a Mercedes que siendo como era joven y hermosa —en realidad añadió algún comentario más preciso y grosero, hablando de lo cachonda que estaba, «calientapollas», aun no siendo coqueta, de lo calientes que nos pones a todos con sólo cruzar las piernas al sentarte en el salón—, siendo lo que era, por tanto, a sus gloriosos veintiséis años, no iba a permanecer mucho tiempo viuda, virgen y mártir, soltera en fin, y que él no estaba dispuesto a permitir que nadie le arrebatara el uso o goce de tan divino cuerpo, que nadie se le adelantara en semejante propósito, y que, por tanto, repito, voy a ejercer hoy mismo, a esta hora tan apropiada, propicia, de la siesta, mi derecho de pernada, que me viene de ser el primogénito de los Avendaño y tutor de tus hijos, y mientras le decía todo eso, se introdujo con ella en su dormitorio, y bien pronto en su cuerpo, con una violencia calculadamente bestial, habría dicho san Agustín —pero no es verosímil que José Manuel hubiera leído la más mínima línea de los tratados sobre el matrimonio cristiano del santo obispo de Hipona—, y de verdad, en san Agustín, aquella tarde, sólo pensó Mercedes en el momento en que su cuñado, sin demasiadas premisas ni delicados ni pacientes preliminares altruistas, la poseyera en el sofá hasta dejarla exhausta de placer y abrumada por un horrorizado sentimiento de culpabilidad, oscuramente delicioso.
Raquel, claro está —y se supone que ningún comprensivo lector habrá tenido la mínima duda a este respecto—, Raquel no relató a Lorenzo la historia de Mercedes aquella tarde de 1952, el año en que cumplió los dieciséis, tan prolija y procazmente como ahora lo hace el Narrador, el cual no tiene necesidad narrativa alguna, tampoco obligación moral, de edulcorar la salobre y salaz realidad de los hechos. Se limitó a narrar los episodios principales, insistiendo sobre todo en los procedimientos autoritarios, casi despóticos, que el primogénito de los Avendaño había puesto en práctica para ejercer lo que siguió llamando, con cinismo —pero asimismo para mantener claramente su relación con Mercedes fuera del ámbito de la santa legitimidad matrimonial—, su derecho de pernada.
En todo caso, ya serenado, Lorenzo escuchó aquel relato con los ojos cerrados. Oía la voz de Raquel y volvían a su mente las imágenes crudas que acababa de contemplar y que, al desplegarse de nuevo en su memoria, como en una especie de pantalla cinematográfica, encuadradas por su curiosa imaginación retrospectiva, adquirían extrañamente, más allá de la repulsiva sorpresa que habían suscitado en su flagrancia, un poder irreprimible de excitación erótica.
Y es que Raquel, mientras le contaba la historia de Mercedes, su madre, le estuvo acariciando con la sabia y precisa dulzura de sus dedos y sus labios expertos, iniciándole en el descubrimiento deslumbrante de los placeres de la carne.
—Cuánto tiempo sin verte, Lorenzo, qué alegría…
Ella está de rodillas, a los pies de Lorenzo. Se han acordado de lo mismo, mientras Raquel le acaricia suave, ligeramente, el contorno del rostro, sus pómulos, sus labios.
—¿Qué va a pasar hoy en la finca, qué quieren los braceros, quién es el Refilón? —pregunta Lorenzo atropelladamente.
Raquel se ríe.
—Muchas preguntas a la vez —dice, pero se aparta de Lorenzo, se sienta en un escabel de anea que anda suelto por allí cerca, y las contesta.
Le cuenta primero quién fue el Refilón: que había sido compañero de juegos infantiles de los señoritos, como Benigno Perales, aunque menos; que estaba en Quismondo, por casualidad, al comenzar la guerra civil; le contó lo esencial. Que estaba con los braceros, aquel día, pero que, por lo que ella sabe, por lo que él mismo dijo luego, el Chema, que no venían con mala intención, nadie quería matar a los dueños, lo que querían era ocupar las tierras de La Maestranza, colectivizar la finca, ésa era la palabra mágica que Raquel recuerda muy bien, la que ¡váyase a saber por qué! electrizaba a los braceros y a los campesinos sin tierra; colectivización: los ponía cachondos. En todo caso, nunca se supo por qué alguna escopeta se disparó contra el señorito José María, y luego hubo, por una especie de contagio mortífero, temor y rencor entremezclados, una descarga a mansalva hasta que el señorito cayó acribillado.
¿Pero qué pintaba hoy el cadáver del Refilón en La Maestranza, por qué iba a ser enterrado en la misma cripta que su padre?
—¿Quién te ha contado eso? —quiere saber Raquel.
—Pues Eloy Estrada hace un rato en La Prosperidad, ¿quién va a ser?
—¿Y te contó dónde estaba él aquel 18 de julio? —pregunta Raquel, irritada.
—No sabe, no se acuerda, recuerda los partes de la radio, las proclamas de unos y otros, pero por más que se esfuerza no consigue recordar lo que hizo aquel día, según me ha dicho esta mañana —aclara Lorenzo.
—Pues lo mismo le dijo ayer al gringo guapo, que ya no se acuerda. Menudo farsante el Eloy ese.
Naturalmente lo del «gringo guapo» le ha llamado la atención a Lorenzo. Quiere saber a quién alude Raquel y ésta se sonroja, recordando cosas que no quiere contar, aunque las recordara complacida, pero se sobrepone a su emoción íntima y le explica someramente lo que sabe de Leidson, el americano, a qué ha venido a La Maestranza. Eso de «gringo guapo» para hablar del americano lo había inventado Domingo Dominguín, aclara Raquel, y así lo llamaban Mercedes y ella. Bueno, la señorita Mercedes y yo.
Lorenzo sabía que su madre y Dominguín eran bastante amigos, que almorzaban juntos de vez en cuando: en Horcher, muy cerca de la casa de los Avendaño, cuando Domingo no estaba «fregado», como solía decir, o sea, sin un duro; o en algún tabernucho de los alrededores, cuando los negocios de la plaza de Vista Alegre no funcionaban.
Pero nunca le había hablado Domingo de aquel historiador americano. También es verdad que no tenía obligación de contarle todo.
Raquel estaba explicándole que Eloy Estrada, a pesar de su interesada desmemoria, estuvo en La Maestranza cuando los campesinos mataron a su padre. Y al frente de la tropa, además, aunque él mismo no hubiese podido disparar: no llevaba escopeta.
Meses más tarde, cuando los nacionales entraron en Quismondo camino de Madrid, lo detuvieron. Pero volvió al pueblo muy pronto, libre de cargos y de culpas. A mí, decía Raquel, nadie me quitará de la cabeza que compró su libertad poniéndose al servicio de las nuevas autoridades. Debe informar de lo que pasa en la comarca y en Quismondo. Estoy segura, seguía diciendo Raquel, de que lee el correo de alguna gente, Porque es él quien recibe las sacas que llegan de Maqueda, desde hace siglos, Y él lo clasifica, y es un chico del ayuntamiento, el tontito del pueblo, el que lleva luego las cartas a quien corresponda. Además, fíjate Lorenzo, este comisario Sabuesa que viene a La Maestranza por segunda vez es uña y carne de] Eloy: ayer, sin ir más lejos, al llegar de Madrid se paró en la tienda y estuvo almorzando allí en un reservado, solo con Estrada durante horas.
Pues ya que hablaba de Sabuesa, comentaba Lorenzo la presencia del comisario en la finca, en las circunstancias del plante de los braceros, le ponía nervioso a Eloy Estrada.
—Daba la impresión de que estuvo a punto de decirme algo a ese respecto, algo que le preocupaba.
—A Eloy sólo le preocupan sus negocios —dijo Raquel, tajante—. Y le van bien, requetebién.
Luego, para divertir a Lorenzo, le contó la absurda discusión de la cena de la víspera acerca de la virginidad. Raquel contaba muy bien, tenía don y duende para los relatos. Sabía no perderse en detalles inútiles, demorarse en cambio cuando era necesario resaltar los episodios significativos. Además, sus comentarios sobre la psicología de los personajes casi siempre eran atinados.
Ella había estado en un rincón del comedor durante toda la cena, atenta a lo que necesitaran, e incluso adelantándose a lo que desearan los comensales, yendo del uno al otro, silenciosa y eficaz. Eso no le impidió escuchar la conversación y memorizar los momentos más interesantes.
La discusión sobre la virginidad la reprodujo con tal precisión y vivacidad expresiva que Lorenzo acabó riéndose a carcajadas. Eso sí, se le heló la risa, como es lógico, cuando Raquel rememoró la grosera y grotesca exclamación del comisario acerca de la mariconería de todo macho que acepte casarse con una mujer desflorada.
Lorenzo se inclinó hacia ella, acarició con el dedo, levemente, el relieve pulposo de su boca.
—Pues yo sí que me casaría contigo —dijo.
Raquel se encogió de hombros, sonriente.
—¡Pero si tengo edad de ser tu madre!
—Pues por eso, Raquel… Como no puedo casarme con la mía, porque está prohibido, primero, y porque es propiedad del tío José Manuel, también…
Ella dio un respingo, se enderezó, le cerró la boca con la mano.
—Se terminó, Lorenzo, eso se ha terminado, todo lo malo se termina hoy.
Pero Raquel no tuvo tiempo de decir qué era todo lo malo, ni qué se terminaba, ni por que.
A toda prisa llegaba Mayoral. Visiblemente inquieto malencarado, malhumorado, acercándose a grandes zancadas.
—¡La Guardia Civil! —grita—. Acaba de llegar.
—¿Y por qué? —pregunta Lorenzo.
—Los ha llamado el comisario —explica Mayoral—. Vienen por lo del plante, a buscar al cabecilla. Siempre hay un cabecilla, les ha dicho el comisario.
Raquel se revuelve, se pone enseguida en movimiento.
—Voy a avisar al señorito José Manuel —dice.
Y se va con Mayoral hacia el interior de la casa.
A Lorenzo le cuesta volver a la realidad, al mundo donde existen la Guardia Civil y la Brigada Político-Social. Permanece sentado, absorto en sus ensueños.
«Lorenzo Avendaño. Parece muy amigo de JP, o sea de una de las cabezas visibles de la subversión. Se le ha visto almorzar regularmente con éste. (Vigilar La Taurina, en Alcalá). Sería un enlace ideal para Federico Sánchez. Aprovechar la ceremonia de Quismondo para indagar: ponerle alguna trampa».
José Manuel vuelve a leer por tercera vez la nota que le ha entregado Eloy Estrada.
—Me lo aprendí de memoria —dice éste—, luego lo puse por escrito para poder enseñárselo a usted, don José Manuel.
Eloy está nervioso.
Y es que no está seguro de que le convenga de verdad hacer lo que está haciendo: tal vez le hubiera valido más quedarse con la información descubierta el día anterior, y no comunicársela a los Avendaño. A fin de cuentas, la suerte del señorito ese, Lorenzo, le traía sin cuidado. Más le hubiese valido dejar que ocurrieran las cosas que estaban escritas, si lo estaban. Pero un oscuro instinto le llevaba a hacerles un favor a los Avendaño. ¿Quién tiene más poder a la larga, quién manda más, mejor y más tiempo: los Avendaño o un policía de un gobierno que hoy es así y que mañana puede ser asá?
Optó por avisarles: a José Manuel, en particular, que era quien mandaba en la familia. Primero estuvo a punto de decírselo al propio Lorenzo en la gasolinera de La Prosperidad. No, habría sido un error. El muchacho, enterado de que Sabuesa sospechaba algo de él, hubiese sido capaz de cualquier barrabasada. No, lo mejor era informar a José Manuel en persona: ya sabría qué hacer. Además, así se garantizaba discreción y eficacia.
Por tanto, después de pensárselo mucho, de darle mil vueltas, cogió la moto y se fue a la finca, una hora después de que Lorenzo repostara gasolina en el surtidor de La Prosperidad, de que hablara con él.
Ante su insistencia, la urgencia que invocaba, Saturnina le acompañó hasta el patio de los naranjos, donde estaba José Manuel desayunando.
Ésa fue la primera sorpresa de aquel día sorpresivo: José Manuel desayunando solo, y no en su habitación, ni en la de Mercedes, sino en el patio de los naranjos. No es que fuera mal sitio para desayunar, más bien al contrario, pero no era el habitual en aquellos días de julio.
Muy temprano, se le había visto entrar en la cocina a medio vestir —con las botas puestas, pero en chaqueta de pijama— y pedir a Saturnina que le preparara el desayuno, que se lo llevara al patio de los naranjos. «Mucho café muy fuerte, un zumo de pomelo y pan con aceite». «¿Para ti solo?», preguntó Saturnina, sorprendida. José Manuel masculló una frase poco comprensible, porque la dijo muy deprisa y en voz baja, en la cual sólo destacaron dos palabras crudas, «puta» y «coño», y luego, serenándose, contestó en voz alta, inteligible: «¿Con quién crees que puedo desayunar a estas horas, a no ser contigo?». «Pues conmigo», dijo ella sin dudarlo. Y de hecho, cuando le llevó la bandeja del desayuno al patio de los naranjos —lo que había pedido más un trozo de manchego fresco y un poco de membrillo, que solía apetecerle por las mañanas—, Saturnina se sentó a su lado, y le acompañó con un vaso de leche tibia.
Y esperó a que él hablara.
—¿Cuántos años llevas con nosotros, Saturnina? —preguntó al cabo de un rato.
José Manuel no decía nunca Satur, siempre Saturnina.
—Todos —dijo la anciana cocinera—. He nacido en la finca.
—¿Cuántos años enterada de todos los secretos de la familia, quiero decir?
—Todos —reiteró la Satur—. Siempre ha habido secretos, siempre me he enterado.
—Sí, es verdad —dijo él—. Desde lo del abuelo que llegó de Cartagena de Indias y que le ganó la finca a su primo, en una partida de cartas… La finca y la dueña de la finca, la mujer del pobre primo… Un Avendaño de segundo apellido, que tuvo que pegarse un tiro… Una historia divertida cuando la cuentas tú, pero sabes que no es del todo verídica…
—Las historias verídicas del todo sólo le interesan a la Guardia Civil… Esta casa y tu familia se prestaban a la fantasía… Sigue siendo así.
—¿Cómo contarás lo que está sucediendo ahora en La Maestranza? —preguntó José Manuel.
Ella le miró, dio un suspiro profundo.
—¿A quién voy a poder contárselo? No me dará tiempo a contar la leyenda de hoy a los hijos de Lorenzo y de Isabel… A ellos sí que podría interesarles…
—Cuéntamela a mí, Saturnina… A ver si lo entiendo.
Ella contemplaba al primogénito de los Avendaño todavía vivos, después de tanta guerra colonial o civil, tantos siglos de aventura. Le tocó la mano, suavemente, con cierta ternura. Algo sarcástica, sin embargo.
—Algún día tenías que desayunar solo, Manuel —dijo la anciana.
Que siempre prescindía del primer nombre de los dos hermanos. Al mayor le llamaba Manuel y al segundón Ignacio, a secas. Sólo al hermano pequeño le había llamado por su nombre completo, José María. Y más a menudo, Josemari.
—Tienes una mujer muy guapa pero que te aburre, Manuel. Sólo de pensar en ella te dan ganas de bostezar. No sé cómo habrás conseguido acercarte lo bastante para embarazarla dos veces… De tanto aburrirte ni te pone cachondo, ya lo sé. Llevas años respetándola como a la Virgen de Fátima, ya me imagino lo que habrás inventado para que no se asombre ni se sienta humillada por tanto descuido, por tamaño desprecio, para que no se intranquilice pensando que te satisfaces con alguna otra hembra: le habrás contado que para que fructifiquen los negocios te has hecho del Opus, con voto de castidad, y que, en vez de polvos, le regalas millones, algo así habrás inventado, Manuel, que te conozco muy bien… Pero tú, a la única que has querido de verdad, lo que se llama querer, es a Mercedes Pombo. Yo estaba en el Sardinero con vosotros, siempre estaba con vosotros en los veraneos, en aquella época, en Biarritz, en el Sardinero; por eso de la confianza, y algo también por la cocina, porque sabía guisar todo lo que os gusta, lo castizo y lo aliñado, las migas y los potajes de garbanzos y las mollejas, así como la langosta a la americana, o el solomillo Rossini, todo lo que os gusta, vamos, y entonces vi aparecer a Mercedes, cuando ella y Josemari se hicieron novios, eso fue en el 34, el año que terminó mal, huelgas por todas partes, y la revolución de Asturias, y allí apareció también nuestro generalito, bueno, generalísimo, matando mineros en vez de matar moros, pero antes de eso, en el verano, apareció Mercedes, Josemari la conoció en una fiesta del Club de Tenis del Sardinero, y se enamoraron, se hicieron novios, y os la presentó a Ignacio, que ya iba para cura, y a ti, Manuel, que ya ibas para vivalavirgen, que ya estabas casado con la señorita de Trévelez, que es de Valladolid, guapísima pero cursi como el arroz con leche, y además estrecha de esfínteres, ya estabas requeteaburrido. Y Mercedes te deslumbró, y siempre has pretendido, has presumido de que te habrías quedado con ella, quitándosela a tu hermano pequeño, si no hubieras estado casado ya, si no hubieses sido un caballero, pero eso era pura pretensión, te lo puedo decir, pura y putera vanagloria, porque Mercedes sólo miraba a Josemari, ni se daba cuenta aquel verano de que existían otros hombres, has tenido que esperar a que muriera tu hermano para hacerte con ella, pero hoy se termina toda esa historia, porque Lorenzo tiene veinte años y su madre le prometió ese regalo de aniversario y ya no entrarás nunca más en su dormitorio, ni nunca más se abrirá de piernas cuando tú lo desees, Manuel, vas a tener que buscarte otra ganga…
Él la interrumpe, furiosamente.
—¿Sabes lo que me hizo anoche? Saturnina se reía de buena gana. Terminó de beberse el vaso de leche y contestó entre carcajadas.
—Lo sé, Manuel… Te cerró la puerta y metió al americano en su habitación. También estaba Raquel, ¿verdad? Tú sabrás lo que hicieron, o lo imaginarás, porque ya te ha sucedido a ti eso mismo, eso de estar toda la noche con las dos… Pero tal vez no sucediera nada, tal vez sólo hicieron el paripé, para que entendieras que ya no eres el amo…
Aparece una chica de la cocina, apresurada, a decirles que ha llegado Eloy Estrada, y que necesita hablar ahora mismo con el señorito José Manuel.
—Vete a ver lo que quiere, Saturnina, y tráemelo aquí si te parece urgente de verdad.
«Sería un enlace ideal para Federico Sánchez. Aprovechar la ceremonia de Quismondo para indagar: tenderle alguna trampa».
José Manuel Avendaño acaba de leer en voz alta las últimas líneas de la nota de Sabuesa que Eloy Estrada ha descubierto y copiado.
Sigue en el patio de los naranjos, pero ya ha terminado de desayunar, y se ha ido Eloy. Está tomándose una copa de orujo: la jornada promete ser agitada.
Las últimas líneas de la nota del comisario se las ha leído a Benigno Perales, a quien ha mandado venir. Le ha parecido, en efecto, que éste es quien más posibilidades tiene de ser escuchado, atendido entendido por Lorenzo.
A él no le haría ni caso.
—¿Quién es Federico Sánchez? —pregunta José Manuel.
Benigno le dice lo poco que sabe: un nombre nuevo en la clandestinidad comunista, aireado por la propaganda del propio régimen con motivo de las manifestaciones de febrero. Se han publicado algunos artículos suyos en la prensa clandestina, incluido un discurso en el V Congreso del partido, celebrado en el extranjero, probablemente en Praga, donde fue nombrado miembro del Comité Central, hace año y pico.
—Más no puedo decirte —concluye Benigno.
—Según Estrada, el comisario Sabuesa está convencido de que ese Sánchez (será un seudónimo, ¿no?) está en Madrid; convencido también de que lo va a detener uno de estos días…
Benigno recuerda lo que Domingo le dijo, imprudentemente, unos meses antes, algo que él no quiso oír hasta el final. Le dijo Domingo que si le interesaba conocer a Federico Sánchez éste irá a hablar con él a La Companza. Recuerda que le interrumpió, que no quiso saber nada. «Ni a mi me cuentes eso», le había dicho a Dominguín abruptamente.
Aquella propuesta de Domingo, por indiscreta o imprudente que fuera, parecía demostrar que aquel Federico Sánchez, un fantasma tan mencionado, estaba en España, que no era uno de esos de fuera que tan escasa confianza le merecían a Benigno.
Era posible, pues, que el comisario tuviera razón: tal vez estuviese viviendo en Madrid.
Pero José Manuel había vuelto a la nota de Sabuesa y leía de nuevo en voz alta otra de sus frases.
—«Parece muy amigo de JP, o sea de una de las cabezas visibles de la subversión…». Sigue hablando de Lorenzo. ¿Tienes idea de quién puede ser ese JP?
Benigno tenía una idea clarísima, no le cabía la menor duda sobre el nombre completo que se ocultaba tras las iniciales. Además, y por si fueran pocos los datos objetivos que conocía, Javier Pradera había estado almorzando en La Companza hacía unas semanas, a comienzos del verano. Había venido a Quismondo con Dominguín y con otro chico de su edad, aunque muy diferente, un poco charlatán, le pareció, dicharachero al menos, que pronunciaba la erre arrastrada, palatal más que labial, como los franceses, y que acabó identificando como Enrique Múgica, sobre el que la prensa falangista había estado publicando larguisímos reportajes que parecían de novela de espías por entregas, acerca de su papel en la revuelta estudiantil de febrero.
Múgica acababa de llegar de San Sebastián, adonde había tenido que volver, después de su encarcelamiento tras los hechos de febrero. Utilizaba el pretexto de un trámite universitario para retomar contacto con la organización comunista estudiantil y discutir con Pradera el conjunto de la situación: balance y perspectivas, según el habitual lenguaje codificado, la jerga más bien, del partido.
Estuvieron hablando solos un rato, luego se reunieron con los demás comensales.
Después del almuerzo se acercó a tomar café, desde La Maestranza, Lorenzo Avendaño, cabalgando una bicicleta extrañísima, solemne y rígida como un pastor de la religión protestante, pero ello tuvo su explicación: era un artefacto holandés con freno de pedal, pesado pero «Inasequible al desaliento», decía Lorenzo, mofándose de la conocida consigna falangista.
Y quedó claro que JP y Lorenzo congeniaban, que sus lecturas y preocupaciones coincidían.
O sea, que no estaba mal informado el cabrón de Sabuesa.
Pero Benigno Perales no le dijo nada de todo eso a José Manuel Avendaño.
—¿JP? Pues no caigo, así, de sopetón. Tal vez se me ocurra algo repasando los nombres de los amigos de Lorenzo.
Y en eso llegan corriendo Raquel y Mayoral al patio de los naranjos.
—La Guardia Civil, señorito —grita Mayoral, con la voz ronca, descompuesta, de hace veinte años.
Pero hace veinte años no llegaba la Guardia Civil, llegaba el tropel en armas de los braceros sin tierra.
José Manuel pregunta, enfurecido:
—La Guardia Civil, ¿y por qué? ¿Quién la ha mandado venir?
Mayoral explica que ha sido a petición del comisario Sabuesa, para indagar en el asunto del plante.
José Manuel está fuera de sí.
—¿Sabuesa? —grita—. ¿Y quién se lo ha permitido? En esta casa sólo mando yo, aquí no manda ni el comisario ni el obispo ni Cristo que lo fundó.
Y se va hecho una furia, seguido por Mayoral, con largas zancadas.
Benigno y Raquel se quedan solos. Curiosamente, las mismas rimas que rondaban la memoria de Lorenzo hace un rato rondan ahora la de Benigno, mirando a Raquel:
¿A quién esperas tan de mañana
con esos ojos y esas ojeras,
enjauladita como las fieras
tras de las rejas de tu ventana…?
Pero Benigno sabe muy bien de dónde proceden esas rimas: se acuerda.
—¿Dónde está Lorenzo? —le pregunta a Raquel—. Tengo que hablar con él cuanto antes…
—Hace un ratito estaba en el porche. ¿Pasa algo?
—Va a pasar —dice Benigno.
Y se va en busca de Lorenzo.
—Parece de película —dice Isabel—. De película rusa, claro, de esas tan horrendas que tanto te gustan a ti.
Lorenzo dio un respingo, denegó enérgicamente con la cabeza.
—Ni me gustan tanto ni son tan horrendas, Isabel.
—No discutas, Lorenzo: te gustan y son horrendas.
Eran ya las once de la mañana y estaban en una de las galerías interiores abierta a un patio, al rumor de las fuentes. La Satur les había traído un piscolabis, porque la comida se retrasaría, les dijo, a pesar de que la ceremonia iba a ser hoy, por fuerza, más breve —misa de funeral cantada y sanseacabó—, este último 18, de julio.
—Bueno, Satur —había dicho Lorenzo—, último en esta casa, pero lo que es en España todavía nos quedan bastantes, por desgracia.
La Satur no opinaba nunca cuando se trataba de política.
—¿Te gusta el bocadillo que te he preparado?
Le encantaba: un bocadillo de tortilla de patatas, jugosa, dorada, suculenta. Y con el bocadillo, una jarrita de vino tinto de la casa, recio, tal vez demasiado —18 grados de alcohol—, pero que entonaba.
Hacia un rato ya que la Satur los había dejado solos. Isabel volvió a la carga.
—La que vimos juntos en París, El juramento, era horrenda y te gustó.
Había en aquella película, que trataba los problemas de la colectivización de las tierras, una secuencia increíble. A Stalin le presentan en la Plaza Roja de Moscú una armada de tractores nuevos, recién salidos de las fábricas del plan quinquenal. Durante el desfile, uno de los tractores se para, de pronto averiado, y el mecánico no consigue poner en marcha el motor. Se acerca Stalin, echa un vistazo, toca no se sabe qué puñeta y el tractor arranca de buenas a primeras. Mano de santo, pues, mano de rey taumaturgo: una secuencia ejemplar para Ilustrar lo que ha sido el «culto a la personalidad».
—No me gustó, me interesó —dijo Lorenzo escuetamente.
—No me vengas con sofismas, Lorenzo —dijo ella.
Lorenzo no replicó, no le apetecía en ese momento una discusión con su hermana acerca del «culto a la personalidad» que acababa de ser denunciado por el informe secreto de Jruschov en el XX Congreso del partido ruso.
Isabel bebió un sorbo de vino. No había pedido bocadillo, pero el tinto de la finca le gustaba: lo saboreó.
—¿Se puede saber en qué se parece todo esto a una película soviética? —preguntó Lorenzo.
—Pues en todo —se apresuró Isabel, perentoria—. Los braceros, el plante, el tractorista, que es el cabecilla naturalmente, como Dios manda, o mejor, mandan los manuales de marxismo que no te gustan nada. Oye, Lorenzo, ¿y por qué te gustan las películas rusas y no el manual de Kostantinov de marxismo-leninismo si son iguales? Quiero decir, igual de pesados, primarios, bienpensantes, aburridos. Pero vamos, que es de manual lo que está pasando: en la finca vivían nuestros braceros, sufridos, curtidos, resignados, trabajando de sol a sol sin protestar jamás, y nos llega un tractorista, porque tío José Manuel ha metido en La Maestranza la explotación intensiva de la tierra, acabando con la dehesa y los bucólicos pastos de ganado medieval, lo que llamáis los clásicos y tú la vía prusiana al capitalismo, o sea, ha metido tractores, y llega un mecánico de un taller de Madrid, un proletario de verdad, y les infunde conciencia y espíritu de clase. ¿No está en los manuales, precisamente, lo del papel de vanguardia de la clase obrera?
Lorenzo se echó a reír, se abrazó a su hermana, la besó.
—Oye, Isabel, esta mañana estás genial… Bueno, tal vez me pase: ingeniosa, eso es.
—Pues entonces ¿qué? ¿Te intereso o te gusto?
Isabel le miraba a los ojos, desafiante.
—Me gustas —dijo él—, pero no voy a degustarte…
Bebió un largo trago de vino, de pronto se le había resecado la boca.
—Lo que vas a conseguir, sinvergüenza, es disgustarme —contestó Isabel, en voz baja.
Se miraron, se rieron a carcajadas: desde niños les había divertido jugar con las palabras, inventándolas cuando fuese preciso. Escuchaban con fervor los cuentos de la Satur, no sólo por la historia en sí, también porque el lenguaje de la anciana tenía un sabor particular, un vocabulario sorprendentemente rico y lleno de vocablos olvidados o en desuso.
Se rieron y la chica ocultó su rostro contra el hombro de su hermano.
Después del desayuno y de la cháchara chismorrera con la Satur y su séquito mujeril en la cocina, Isabel había subido a su habitación para ducharse y cambiarse de ropa. Ahora, en la galería, llevaba pantalones vaqueros y botas campesinas, con un ancho cinturón de cuero que subrayaba la finura del talle, y una camiseta ajustada que ponía de relieve la firmeza de sus pechos menudos.
Isabel y su hermano gemelo se parecían, no es insólito, como dos gotas de agua, y ella procuraba acentuar el parecido con su melena corta, muy de chico, y sus camisas masculinas, amplias, de dos o tres tallas por encima de la suya, en las que se difuminaba su torso, disimulando así la turgescencia… (al llegar a esta palabra, mejor dicho, cuando le llega esta palabra, tiene el Narrador la impresión de que, precisamente, le llega de un remoto pasado, de una remotísima lectura infantil; se deja llevar, pues, por las asonancias y resonancias que despierta esa palabra que le viene de antaño, y enseguida se recompone en su dichosa memoria la frase, o el fragmento de frase, de la que procede: «la deliciosa turgescencia de un seno de mujer»; Dios mío, cuántos años, cuántas vidas y muertes acumuladas desde entonces, desde esa frase de una novela del Oeste, de Zane Grey, autor que, con Emilio Salgari, fue el más leído durante la infancia y la primera adolescencia, autor de aquella novela cuyo título no recuerda, una de tantas, donde un vaquero solitario y valiente descubre de pronto, en el dificil trance de una emboscada o tiroteo, que su joven compañero de armas es una compañera, y lo descubre por aquello precisamente, por la «turgescencia, la deliciosa turgescencia de un seno de mujer», de pronto, en plena refriega, por azar desvelada; y el Narrador, al acordarse de Zane Grey, se pregunta si la figura de Isabel Avendaño no se habrá forjado, o amasado como arcilla adánica, en su memorioso subconsciente gracias al recuerdo postergado pero inolvidable de aquel muchacho de una novela del Oeste, súbitamente revelado como muchacha por la «deliciosa turgescencia» de un seno descubierto en el ardor desordenado de un tiroteo, ¿y si así fuera?, sí aquella palabra que tanto intrigó y excitó al Narrador, todavía niño, por desconocida y sugerente, si tal vez aquella palabra hubiese navegado por los cauces de su sangre, de su intimidad —abrasadora sangre, tímida intimidad—, hasta ir engendrando esta figura de Isabel, tan real como la de aquella muchacha imaginaria de Zane Grey, esta Isabel que ahora está escondiendo el rostro en el hueco del hombro de su gemelo, al que tanto se parece y aún más quisiera parecerse, hasta confundirse con él, o que la confundan con él, hasta fundirse ambos en una sola imagen, esta Isabel abrazada a Lorenzo, figura andrógina, con sus vaqueros y su melena corta, que hoy no lleva una camisa de hombre demasiado amplia, sino una camiseta ajustada que subraya la deliciosa turgescencia de sus menudos senos de mujer).
En cualquier caso, Isabel y Lorenzo no se atreven a mirarse, se ocultan mutuamente la mirada que un oscuro y culpable deseo podría hacer refulgir peligrosamente.
Hasta la tardía aparición de la sangre menstrual —tan tardía que Mercedes llegó a preocuparse y llevó a su hija a un especialista, que no supo decir gran cosa, que todo parecía normal, que había que esperar a que la naturaleza decidiera, mientras Isabel, orgullosa en cierta manera de esa especie de anormalidad suya, se alegraba de aquella tardanza que prolongaba su semejanza con Lorenzo—, hasta entonces Isabel había vivido su infancia a lo garçon, compartiéndolo todo con su hermano gemelo: todas las horas del día, los juegos y los estudios primerizos. Juntos habían descubierto, más tarde, el movimiento de los astros y de los imperios, el alfabeto de la imaginación; juntos hablan leído —la biblioteca de La Maestranza, aun antes de que Benigno la ordenara más o menos, fue inagotable fuente de maravillas— a los poetas y a los filósofos; juntos habían conocido las primeras pandillas y peleas, las primeras complicidades aventureras y venturosas, más o menos lícitas, con otros chavales y chavalas en el Retiro, tan próximo a su casa de Madrid, o en Quismondo.
Isabel odió la radical diferencia que estableció entre ella y Lorenzo el fluir de la sangre femenina: tardó en aceptarla, en asumirla. Durante los primeros tiempos hizo lo imposible para ocultarla y ocultársela. Luego se acostumbró a desaparecer de la vida de Lorenzo durante los días de la menstruación, como si tuviera vergüenza de ser diferente, tan radicalmente diferente, como si esa diferencia le repugnara.
Fue aquélla la ocasión en que Isabel descubrió que la relación con su madre podía ser singular: personal, específica. No sólo filial, sino también femenina. Tuvo con Mercedes largas conversaciones que la ayudaron decisivamente a entenderse a sí misma, no sólo como gemela de Lorenzo, gemela de varón, idéntica en apariencia —y con el deseo de acrecentar en la medida de lo posible dicha identidad, dicha identificación—, sino como diferente, como perteneciente a otra forma de ser, de estar en la humanidad, compartida con los varones, desde luego, pero como hembra, como eslabón autónomo de la estirpe femenina.
De esa estirpe, Isabel acabó asumiéndolo, la sangre es seña de identidad, de esencial diferencia, Mercedes se lo explicaba con paciencia y delicadeza: sangre menstrual que sólo interrumpía, provisionalmente, el embarazo; y definitivamente, la menopausia; sangre, por tanto, de la fecundidad; sangre de la virginidad, entregada a un hombre para ungirlo no sólo como dueño y señor de su cuerpo, sino como compañero del alma y de los sueños; o arrebatada por aquél en un acto de toma de posesión, de violencia que nunca podría excluir del todo —por muy legítima que apareciera—, por mucha ternura que circulara entre los cuerpos jadeantes, la viril arrogancia fálica.
En alguna de aquellas conversaciones, a lo largo de largas tardes en La Maestranza, tal vez en el patio de los naranjos; o tal vez en Madrid, en la terraza de la casa de Alfonso XII que dominaba la escalinata de una puerta monumental del Retiro, al final de la calle de Antonio Maura, alguna de aquellas tardes (pero ¿quién era el ami go de José María que les recitaba sus poemas, en el Sardinero, al comienzo del noviazgo, o sea hacia 1934 o 1935? No se acuerda del nombre de ese amigo, pero no, no era José María del Río Sainz, se acuerda en cambio de algunos versos: «se acabarán las tardes, pero LA TARDE queda; / la clara y la perenne que hay en mi fantasía, y que cuando ya todas traspongan la vereda, / ha de hallar —no sé dónde ni cómo— el alma mía»), alguna de aquellas tardes, en alguna de aquellas largas conversaciones, Mercedes le contó a Isabel, y nunca se sintió tan próxima de su hija, le contó algo de su viaje de novios por Italia, aquel lejanísimo mes de junio de 1936.
No le dijo nada de Luciana, claro está, la doncellita napolitana, ni de la belleza nórdica que se les ofreció en Siena, ni del joven Timothy, el fotógrafo inglés de Biarritz, aunque se acordara de dichos episodios al contar otros de aquel viaje de novios, menos excitantes pero igualmente verídicos. Le contó a Isabel cómo y por qué se había demorado la peripecia, o ceremonia íntima, de la desfloración hasta la estancia en Nápoles y, de paso, le reveló la posibilidad multifacética, nunca mejor dicho, del placer carnal sin menoscabo de la sacrosanta virginidad —sacrosanta, antes de la boda, aclaraba Mercedes, por lo menos en nuestras sociedades patriarcales, orientadas a la supervivencia procreativa más que a la vivencia placentera—, y en ese contexto, naturalmente, algo le dijo a Isabel de san Agustín y de sus sugerentes consejos acerca del matrimonio cristiano.
Así ocurrió una vez que Lorenzo entró en el salón de Alfonso XII, que se prolongaba en terraza hacia la perspectiva del Retiro, en concreto hacia el paseo de las Estatuas y el estanque, y las sorprendió leyendo juntas, muy arrimaditas, un mismo libro, que resultó ser un volumen de la Biblioteca de Autores Cristianos, el tomo XXXV de las Obras completas de san Agustín, que contiene la parte tercera de los escritos antipelagianos, y muy especialmente el tratado sobre El matrimonio y la concupiscencia, y al acercarse Lorenzo y verlas leyendo así y murmurando al alimón no pudo contener la risa y les largó irónicamente, «pero si parece que estáis leyendo un libro erótico», y «algo de eso hay», contestó Isabel, pero luego se puso colorada, lo cual intrigó a Lorenzo, que les quitó el volumen de las manos y se asombró ruidosamente al constatar que era de san Agustín, asombro que se transformó en curiosidad irónica cuando vio en la portada el título de uno de los escritos: El matrimonio y la concupiscencia, precisamente, y quiso burlarse de ellas diciendo a Isabel, «seguro que te interesa más la concupiscencia que el matrimonio», a lo que ella contestó, para hacerle rabiar, «te lo diremos cuando seas mayor, Lorenzo», y claro que se puso rabioso.
Sea como fuere, al contar a Isabel —aunque omitiera ciertos episodios— la historia de su viaje de novios, Mercedes se dio cuenta de que una oscura coherencia gobernaba el decurso de las jornadas de aquel viaje: desde el lienzo de Artemisia Gentileschi en el Museo de Capodimonte hasta la obra de García Lorca, La casa de Bernarda Alba, que Federico mismo les leyó, una noche de julio, en casa de Eusebio Oliver; es decir, desde la Degollación de Holofernes por Judit, virgen judía, ofreciendo el sacrificio de su doncellez para salvar a los suyos, hasta la muerte de Adela, hija menor de Bernarda, desflorada por Pepe el Romano, para deshonra de la familia —¿no gritaba la madre, Bernarda Alba, desesperadamente, contra toda evidencia, cuando descubre que su hija menor se ha ahorcado: «¡Descolgadla! ¡Mi hija ha muerto Virgen! ¡Llevadla a su cuarto y vestirla como una doncella! ¡Nadie diga nada! Ella ha muerto virgen…»?—, desde el comienzo hasta el final del viaje de novios, pues, un flujo de sangre femenina fue, sin duda oscuramente, el agobiante, infausto signo del destino.
Pero Isabel se ha apartado de su hermano, vuelve a beber un trago de vino tinto.
—Te lo digo, Lorenzo —dice—: Parece de película rusa…
—Bueno, pues bien, pero no digas que son horrendas, hay de todo.
Las películas rusas las habían descubierto dos años antes, en 1954. Acababan de cumplir los dieciocho, y Mercedes los había enviado a París, dos meses enteros, en verano, «para que se espabilaran», dijo, antes de ingresar en la universidad.
Naturalmente en París descubrieron no sólo las películas rusas, sino el cine en general: el buen cine clásico y moderno de todos los continentes, que la mierdosa situación de censura mojigata y de provincianismo cultural de la sociedad española de la época les había impedido conocer.
Se dieron un atracón fílmico, yendo de los cines de estreno a los de barrio, de las sesiones especiales de los cineclubes a las sesiones de la filmoteca: se pasaron la vida consultando carteleras y programas.
Mucho más eficazmente que los libros de historia que habían tenido entre manos durante los años del bachillerato, la realidad del mundo se les desveló en algunas ficciones cinematográficas: To be or not to be, de Lubitsch; Las uvas de la ira, de John Ford; El acorazado Potemkin, de Eisenstein, I vitelloni, de Fellini, entre otras, y por citar tan sólo las primeras que se le ocurrían a Lorenzo.
Pero París no fue sólo una fiesta de cines y de librerías. Desde este último punto de vista, el de los libros, Isabel y Lorenzo tenían menos retraso que colmar: la biblioteca de La Maestranza estaba llena de autores interesantes, o sea prohibidos; así, por ejemplo, en ediciones inglesas y francesas —y también en alemán, por supuesto, su lengua original— había obras de Marx, y de los marxistas germánicos de los años treinta, sin olvidar las traducciones al castellano de algunos textos clave de aquél, realizadas y anotadas por Wenceslao Roces para las ediciones Cénit.
París fue también una ventana abierta a los acontecimientos de la época, una atalaya sobre el paisaje histórico.
Stalin había muerto el año anterior y ya comenzaba a crujir la rígida armazón del imperio soviético; en Berlín, pocos meses después de la desaparición del «padre de los pueblos», había tenido que intervenir el ejército soviético —fue la primera, pero no la última vez— contra las manifestaciones obreras, apoyadas por la mayoría de los ciudadanos de la Alemania oriental: todo ello provocaba discusiones, reflexión autocrítica, y también desconcierto y desánimo en la Izquierda europea, debate convulsivo y reflexión colectiva que tuvieron en París, como es lógico, como era de prever, uno de sus focos y foros más vivos y productivos.
Por si fuera poco, comenzaba el principio del fin de la era colonial3 lo cual provocaba en Francia conflictos exasperados, dado precisamente el retraso que la tradición centralista y estatalista de este país había supuesto para la solución de los problemas de la independencia o autonomía de los diversos países del imperio colonial, solución que la Gran Bretaña había ya puesto en marcha desde hacía años.
En 1954, pocos meses antes de que Isabel y Lorenzo se instalaran en París, el campo atrincherado del ejército colonial francés había capitulado ante las tropas del Viet-Minh en Dien-Bien-Phu, preludio de la derrota definitiva de Francia en Indochina. Y pocas semanas después de su estancia en la capital francesa, en noviembre de aquel año 1954, comenzaba la insurrección argelina.
Durante aquellas semanas de efervescencia intelectual, de dudas y de opciones arriesgadas —Lorenzo volvió de París decidido a buscar un contacto con las actividades comunistas clandestinas, de las cuales Benigno Perales, aunque orgánicamente distante, algo le había insinuado en los últimos tiempos—, Lorenzo halló un refuerzo ideológico en un largo reportaje que Jean-Paul Sartre publicó aquel verano, al regresar de un viaje por la URSS.
En su defensa e ilustración de la política soviética, de la necesaria alianza de los intelectuales con el partido comunista, Sartre llegó a escribir, nuevo Pangloss reencarnado, que «hacia 1960, en todo caso antes de 1966, si la situación económica de Francia sigue estancada, el nivel de vida medio en la Unión Soviética será de un 30% a un 40% superior al francés…».
Pero Isabel se había apartado de su hermano, ofreciéndole de nuevo una mirada interrogante.
—¿Te acuerdas de nuestras lecturas en París hace dos años? —le pregunta a Lorenzo.
—Me acuerdo —dice él.
—¿Te acuerdas de La gitanilla de Cervantes? —insiste ella.
—¿Te acuerdas del Quijote? —replica él.
Se ríen de nuevo, cómplices en la leve alegría, irónica y tierna, de la memoria.
En el apartamento que unos amigos de Mercedes Pombo habían puesto a su disposición, con el servicio correspondiente, para alojar a Isabel y Lorenzo durante su estancia en París, había una apreciable biblioteca (y el Narrador se pregunta, en el momento de puntualizar este verídico detalle de su relato, si no será la presencia de ricas bibliotecas en todos los lugares en que Lorenzo ha tenido la oportunidad de vivir, si no será esta circunstancia uno de los mayores privilegios de tan, en cierto modo, privilegiada existencia), y en dicha biblioteca habían encontrado las obras de Cervantes, pero, curiosamente, no en español. Lorenzo había leído el Quijote, del cual hasta entonces le había apartado la ritual y convencional admiración académica, en una edición alemana, barata y Popular, de Tauschnitz. Isabel, por su parte, había devorado las Novelas ejemplares en una versión francesa: La gitanilla fue, por tanto, La petite gitane.
—Pues bien, en La gitanilla —decía Isabel—, todo gira en torno a la virginidad de Preciosa, que ésta quiere preservar como único tesoro en su posesión…
Y Lorenzo la interrumpía, declamando un romance de Lorca:
—«Niña deja que levante tu vestido para verte. / Abre en mis dedos antiguos / la rosa azul de tu vientre. / Preciosa tira el pandero / y corre sin detenerse. / El viento-hombrón la persigue / con una espada caliente…».
Isabel bate palmas de alegría y excitación.
—Pues sí, tienes razón, Lorenzo. No había caído en ello… También se llama Preciosa la gitanilla de Lorca.
—Y también —dice él— protege su virginidad… aunque no sepa del valor de cambio y de uso de su tesoro tanto como la de Cervantes…
—¿Te acuerdas del final del romance? —pregunta Isabel.
Lorenzo se lo recita en voz baja, con los ojos cerrados, como se dicen al oscurecer palabras de amor o de nostalgia, como se dice el sabor de la vida. O de la muerte.
Preciosa, llena de miedo,
entra en la casa que tiene,
más arriba de los pinos,
el cónsul de los ingleses.
El inglés da a la gitana
un vaso de tibia leche,
y una copa de ginebra
que Preciosa no se bebe…
Permanecen en silencio unos instantes, acunados por la música del romance lorquiano.
Luego, al cabo de ese silencio, Isabel murmura casi al oído de su hermano:
—Ya sabes lo que he decidido, Lorenzo, ya te lo dije esta mañana: me tienes que desvirgar tú.
Lorenzo no se sobresalta; lo sabía, en efecto, ya se lo había dicho Isabel aquella madrugada, cuando él volvió a casa y ella estaba esperándole.
Con tamaña contundencia se lo había dicho por primera vez aquel día, pero desde los tiempos de la estancia en París, dos años antes, había estado rondando en las conversaciones de Isabel ese antojo, ese deseo de ser desflorada por él, aunque siempre, hasta ahora, lo había dicho de forma más bien alusiva, en tono más bien jocoso, como una gracia o broma privada, íntima.
Muy al contrario de la gitanilla de Cervantes, aquella Preciosa —la de Lorca, siglos después, era una imagen poética, patética, en la cual se expresa con perfección literaria el casi mítico, en todo caso fascinado terror, u horror, del poeta andaluz ante la sangre femenina de la fecundidad, ante esa señal de otredad radical, tal vez hostil, o al menos incomprensible, angustiosa obsesión sobre la cual Lorca edifica la trilogía trágica de Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba—, muy al contrario, por tanto, de la gitanilla de Cervantes, para la cual la virginidad era prenda o tesoro que convenía administrar de la mejor manera, tanto sentimental como materialmente; muy al contrario también de la opinión y el hábito predominantes en la sociedad, Isabel, y no se sabe muy bien por qué caminos, a causa o por culpa de qué vivencias (no ha tenido, en todo caso, el Narrador la posibilidad de investigar la raíz u origen de la determinada actitud de la muchacha a este respecto, no puede en este caso, remitirse, ni remitirnos —incluyendo en esta primera persona del plural a todos los posibles lectores— a ningún documento ni testimonio fidedigno), Isabel, en cualquier caso, había decidido hacía ya tiempo librarse lo antes posible de esa maldita —para ella, para otros sacrosanta— virginidad, conquistando lo que consideraba su libertad de mujer mediante el sacrificio voluntario, y si fuera gozoso, mejor, de su doncellez.
En París lo había intentado dos años antes, sin conseguirlo.
Mercedes Pombo, su madre, los había enviado allí a Lorenzo y a ella «para que se espabilaran», y se habían tomado en serio el consejo. Isabel, sobre todo, porque Lorenzo, desde que Raquel le inició en los placeres de la carne aquel 18 de julio de sus dieciséis años, después del alboroto provocado por su recitación de Alberti, después del odioso descubrimiento de la brutal fornicación de su madre con tío José Manuel, había seguido espabilándose con Raquel, experta, sumisa, audaz, espléndidamente educativa en esos menesteres, y no sólo en los corporales, por cierto, también en los gestos y los modos del alma y la ternura; así que, en París, dos años más tarde, Lorenzo prosiguió su exploración de la eterna feminidad —das ewig Weibliche, decía en alemán, cuando le daba por lo que su hermana denominaba «cursilería orteguiana»— con la ayuda embelesada de alguna que otra amiga de Mercedes, todas ellas casadas y acaso jóvenes madres de familia, pero intrigadas y seducidas por la inteligencia, el alegre desparpajo y la guapeza varonil de Lorenzo, primero, atracción confirmada post festum, por el imaginativo vigor que el joven Avendaño demostraba en las refriegas del amor adúltero; Isabel, sobre todo, decidió espabilarse, pero sus tentativas fueron fracasando.
En una ocasión creyó reunidas las condiciones ideales para pasar del dicho al hecho. El candidato elegido por ella para sacrificarle su flor y nata era un argentino de unos treinta años, guapo, inteligente, rico —y hasta podía decírsele el conocido y ripioso pareado, porque se llamaba Federico—, con el cual salió Isabel varias veces, todas placenteras, pero llegada la hora posible de la verdad se descubrió que el argentino era un tipo muy convencional que sólo se permitía contemplar la desfloración de Isabel —perspectiva, por otra parte, que se le antojaba deseable, porque estaba enamorado— dentro de un estricto marco de noviazgo y casamiento. Y cuando la chica insistió, formulándole claramente su deseo de hacerse mujer con él, incluso sin intención ni necesidad matrimonial por parte alguna, ni la suya ni la de él, sino como un acto de unión libre y adulta, el argentino se puso furioso, se indignó ante semejante propuesta escandalosa.
Para ese viaje, le dijo a Isabel, me voy de putas, para nada te necesito a ti, muñeca, ¿cómo puedes imaginarte que me case con una mujer desvirgada, O sea, desvergonzada? Pero desvirgada por ti, hombre, no seas estúpido, decía Isabel. Que te entregues a mí, argumentaba el Federico aquel morbosamente serio, por las buenas, sin más, quiere decir que te hubieras entregado a cualquiera, que ya no eres cosa mía, pero ¿no lo entiendes, Isabel, no entiendes que para ser mía tienes que serlo de verdad, en el sacramento del matrimonio?
En una palabra, no hubo nada que hacer.
La discusión, en un bar a la moda de Montparnasse, de mullidos sillones y sofás, todo de caoba y palosanto, terminó abruptamente. Cansada de sofismas y soflamas, Isabel le tiró a la cara su copa de champán y se largó dejándolo plantado.
La segunda ocasión —si nos referimos sólo a las ocasiones de verdad, dejando de lado los flirteos tan efímeros como inevitables— también se frustró, pero esta vez por muy diferentes razones. El chico, un madrileño de «buenísima familia», decía extrañamente Mercedes, que nunca parecía prestar atención ni interés a la situación social ni al escalafón jerárquico de los padres cuyos retoños frecuentaba Isabel, aquel chico, pues, rechazó inmediatamente la posibilidad de desflorar a la muchacha porque no quiero privarte, le decía, sería una canallada, de ese tesoro que constituye en nuestras sociedades tu virginidad, pero en cambio, sin deshonrarte ni desvalorizarte para cualquier pacto matrimonial digno de tu estatuto familiar, sí te propongo que exploremos juntos los caminos del placer, enseñarte cuantas cosas pueden hacerse gozosamente sin menoscabo alguno de tu doncellez.
Pero si lo que yo quiero es menoscabo precisamente, contestaba Isabel airada. Lo que yo quiero es dejar de ser virgen, aunque no conozca de inmediato el placer. Lo que quiero es poder disponer libremente de mi cuerpo, sin ese temor o ese tabú que me aparta de vosotros, que me hace diferente. Lo que tú me propones, en cambio, por muy atrevido que parezca, y aunque resulte agradable, sólo confirma el tabú de la virginidad. Además, ya sé lo que es, al menos teóricamente.
El madrileño se extrañó, ¿cómo que ya sabes?, un tanto perplejo, más bien escandalizado. Pero no pongas esa cara de bobo, le decía Isabel, todos los modos del amor no procreativo están en san Agustín, en su tratado sobre el matrimonio y la concupiscencia.
El chico se quedó boquiabierto, no supo qué decir. La mención del santo obispo de Hipona le resultaba visiblemente incomprensible.
No le dijo Isabel al novio virtual, que en ese mismo momento acabó de serlo —y no sólo por la egoísta desfachatez de su propuesta, ni por su ignorancia relativa a los tratados de san Agustín, sino también, conviene aclararlo, porque había resultado ser hincha del Real Madrid, y a Isabel eso se lo tenía terminantemente prohibido Lorenzo, partidario incondicional de los equipos periféricos, igual daba la Real Sociedad que el Barça, y por muy buenos que fueran los jugadores merengues, que solían serlo—, no le dijo Isabel, en cualquier caso, al joven madrileño que fue su propia madre, con la ayuda de san Agustín, quien le había contado detalladamente los procedimientos eróticos no procreativos.
En definitiva, Isabel volvió de París con alguna experiencia nueva del baile agarrado, del manoseo y del beso profundo, pero tan virgen como había llegado.
Aquella madrugada del 18 de julio, al volver Lorenzo a casa vio que las luces estaban encendidas. Isabel le esperaba, bebiéndose un anís con hielo y agua: mucho hielo, una pizca de agua. Seguro que no era el primero.
Se tiró Lorenzo en un sofá, desperezándose.
—«¿A quién esperas tan de mañana, / con esos ojos y esas ojeras, / enjauladita como las fieras, / tras de los hierros de tu ventana?». Bueno, fiera sí que lo eres, o que lo estás, pero enjauladita, ni hablar…
—¿Dónde has estado golfeando? —pregunta Isabel.
Y mientras le pregunta, viene a tumbarse junto a él y lo olfatea.
—Pues no —concluye—. No parece que hayas estado con ninguna de esas amigas desvergonzadas de mamá. Todas te pegan un olor a perfume francés… carísimo… Suelen ser muy ricas y muy putas.
—He estado en casa de Domingo —dice él—, en la terraza de Ferraz… A gusto, divertido…
—Vaya noticia —dice ella—. Con él siempre estás a gusto, divertido.
Lorenzo se ríe, ella le reprocha que se ría como un tonto, sin ton ni son.
—Pues tiene ton y son —dice él, riéndose aún más—. ¿Sabes lo que se me ha ocurrido?
No lo sabe, mueve la cabeza negativamente, incorporándose junto a su hermano, mirándole a los ojos.
—Se me ha ocurrido que podríamos pedírselo a Domingo como un favor…
—¿Pedirle el qué?
—Que te desvirgue, seguro que lo haría.
—Pero ¿no está casado? —se extraña Isabel—. ¿No me dijiste que Carmela es guapísima y simpática?
—Pues claro. Tendría que saberlo también ella, y estar de acuerdo. Podría hacerle gracia.
—A mí no me hace ninguna —dice Isabel rotundamente—. No rehúyas tu responsabilidad, Lorenzo.
Él se indigna, aparenta indignarse, por lo menos.
—¡Lo que nos faltaba! Así que yo soy responsable de que sigas siendo virgen…
—Tú —dice ella—, sólo tú. ¿Tanto te cuesta imaginarlo, tanto te repugna?
Él quiere explicárselo una vez más. Isabel no le deja hablar.
—No me vengas con el cuento de siempre: la prohibición del incesto como un paso adelante en el proceso de civilización. Aunque fuera así, aquí no estamos en un curso de antropología, ni de psicoanálisis, Lorenzo. Aquí estamos tú y yo, iguales y diferentes, y a nadie querré nunca tanto como a ti, y lo mismo te ocurre a ti, ¿para que ocultártelo?, y te pido un favor, sólo tú puedes hacérmelo sin provocar herida ni rencor ni remordimiento. Y me dices que el peligro es que te enamores, pero si no pasa nada, hijo, enamórate, mejor estarás enamorado de mí, que todo te lo consentiré, hasta que te desenamores, que me olvides, y me apartaré de ti cuando lo decidas y lo desees, mejor así que seguir cepillándote tanta casada infiel, de buena familia y de mala vida…
—No me digas locuras —dice Lorenzo, enronquecido.
Ella le habla al oído, mientras se abraza a él, aún más estrecha, más atrevidamente.
—Tienes razón, no diré más locuras: las haré…
Y están en el salón de la rotonda, en la casa de la calle Alfonso XII, donde años atrás, de niños, la Satur les había cantado aquel romance popular, «de los árboles frutales, me gusta el melocotón, y de los reyes de España, Alfonsito de Borbón» y están en el salón de la rotonda, ya emerge el sol naciente por encima de los árboles del Retiro, por encima del monumento a Alfonsito de Borbón precisamente, que se alza sobre la superficie brillante y mansa del estanque, y el sol refulge en los cristales de la rotonda, y al subir hacia aquella atalaya barroca, hace un rato, Lorenzo se ha dado cuenta de que todos los sofás, sillas y sillones de la casa, todos los muebles de delicada marquetería, habían sido enfundados de blanco para el veraneo, dando a la casa un aspecto fantasmal, o fantasmático, pero no pudo acordarse, ¿cómo acordarse si aún no había nacido?, no pudo saber, pues, ni siquiera adivinar, que veinte años antes, casi día por día, en otra madrugada de julio, al volver paseando de la casa de Eusebio Oliver, muy cercana, donde Federico García Lorca les había estado leyendo su última obra, La casa de Bernarda Alba, al volver a su casa, también Mercedes Pombo y José María Avendaño, sus padres, habían subido al salón de la rotonda, enfundados de blanco sus sillones y sofás, y Mercedes fue a buscar en la nevera una jarra de horchata fría, y anotó mentalmente que el hielo estaba derritiéndose, que habría que reponerlo, pero Lorenzo no puede saber ni adivinar nada de lo que entonces ocurrió, aquel amor gozoso y desgarrado de madrugada, último amor entre ambos, pocas horas antes del tropel confuso por la carretera de Quismondo, pero…
Pero llega Benigno, apresurado, gritando.
—¡Por fin, Lorenzo! Te ando buscando por toda la casa, tenemos que hablar.
A Isabel no la divierte nada la irrupción de Benigno, sudoroso, apremiante, en ese preciso momento.
Ellos estaban solos, evocando en su memoria enternecida la alegría desgarradora de aquella misma madrugada. Evocando el sol naciente contra los cristales de la rotonda, por encima de la arboleda del Retiro, del paseo de Estatuas, el sol creciente sobre los muebles fantasmales, enfundados de hilo blanco («una tristeza de hilo blanco para hacer pañuelos», ¡Dios mío!). Y Lorenzo en mis brazos, recordaba Isabel, a punto de sucumbir, y yo besándole la comisura de los labios, el lóbulo de la oreja, mordisqueándole, y el temblor de su ingle bajo el atrevimiento de mis dedos, Y esa evocación viene a interrumpirla brutalmente Benigno y ya no estamos en el ensueño de mis suenos, piensa Isabel. Ya estamos otra vez en La Maestranza, en el relato de la realidad o en la mera realidad del relato, ¡qué fastidio!
Pero a Benigno Perales no le importa nada la negra y hostil mirada de Isabel. Ha venido a hablarle a Lorenzo del comisario Sabuesa, a avisarle de sus aviesas intenciones, y así lo hará, sin miramientos con los caprichos de Isabel.
—Pues claro: Avenarius, Federico Sánchez, ¡ahora sí que lo entiendo!
Están en la biblioteca de La Maestranza, solos los dos, y no ha sido fácil abandonar a Isabel, enfurecida.
Lorenzo le ha entregado a Benigno Perales los papeles que Dominguín le había dado para él la antevíspera en Madrid, en su casa de Ferraz. Unos ejemplares del periódico Mundo Obrero y de la revista Nuestra Bandera. Benigno ha escondido los primeros entre los libros que se acumulan en una estantería cercana y ha dejado el ejemplar de Nuestra Bandera en su mesa de escritorio, para ojearlo mientras habla con Lorenzo.
Nuestra Bandera es una publicación clandestina de pequeño formato y de ciento diez páginas impresas en papel cebolla. Revista de educación ideológica del Partido Comunista de España, reza su subtítulo. El ejemplar que Benigno ojea lleva el número 15, su precio anunciado es de tres pesetas, y el pie de imprenta dice Madrid, 1956, sin más precisiones.
Así pues, ya habrá podido comprobarse, este número de Nuestra Bandera que Dominguín le ha dado a Lorenzo para Benigno Perales es el mismo que don Roberto Sabuesa ha estado examinando el día anterior, 17 de julio, y el sumario que ahora descubre Benigno ya ha sido estudiado por el comisario y comentado en su agenda personal.
Los autores que firman los artículos de la revista del partido son conocidos de Benigno: son los dirigentes de siempre, los de fuera, cuyos nombres le infunden un extraño sentimiento, mezcla de respeto y de radical desconfianza. Respeto histórico por el papel que aquellos hombres habían desempeñado durante la guerra popular contra el fascismo; desconfianza radical —más aún: rechazo doloridamente indignado— por la actitud de los mismos en los asuntos internos del partido en España, bajo la dictadura. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, las calumnias contra Heriberto Quiñones o el asesinato de Gabriel León Trilla?
Pero entre los nombres tradicionales, archiconocidos, que figuran en la cubierta de la revista clandestina —Carrillo, Delicado, Ardíaca, Azcárate—, Benigno descubre con sobresalto el de Federico Sánchez. «Ortega y Gasset o la filosofia de una época de crisis»: éste es el título del artículo de Sánchez que se anuncia en la portada de Nuestra Bandera.
Entiéndase: no es el nombre de Ortega y Gasset ni la mención un tanto rimbombante de la «filosofía de una época de crisis» lo que hace que Benigno se sobresalte. Es la inesperada reaparición de Federico Sánchez. José Manuel acaba de leerle la nota del comisario Sabuesa, que revela su convicción de que el tal Sánchez algo puede tener que ver con Lorenzo Avendaño; que revela también su decisión de prepararle al muchacho alguna trampa a este respecto, durante su estancia en La Maestranza.
O sea, ese nombre que parece estar de moda entraña un peligro, constituye una amenaza.
Primero comenzó siendo el nombre de un personaje nuevo, pero fantasmal. Salió en la prensa del Régimen con motivo de las manifestaciones estudiantiles de febrero. Y también en la Pirenaica, con algún artículo sobre la estrategia comunista en la universidad. Luego, un buen día, Dominguín le mencionó ese nombre, como el de alguien que podría venir a verlo a La Companza. Y ahora resulta que un comisario de la Brigada Político-Social, que parece interesarse particularmente por el dicho y dichoso Sánchez, cualquiera que sea su verdadero nombre, se desplaza a Quismondo, en apariencia para asistir a la puñetera ceremonia expiatoria, pero en realidad para seguir investigando en ese asunto.
Por eso, Benigno Perales se ha sobresaltado y ha comenzado a leer a toda prisa el artículo de Sánchez que se publica en Nuestra Bandera, hasta llegar a la frase que todo lo explica: al menos todo lo que atañe a la exclamación de Sabuesa.
«De hecho», escribe Sánchez en su artículo, «esa solución del problema crucial de toda filosofia es, desde hace cosa de un siglo, el clavo ardiendo a que pretenden asirse todos y cada uno de los pensadores de la burguesía liberal. Ya en 1894, el señor Avenarius pretendía revolucionar la ciencia, superando la oposición entre materialismo e idealismo con su famosa “coordinación de principio”, desenmascarada por Lenin en Materialismo y empiriocriticismo…».
Y Benigno Perales levanta la vista del papel que está leyendo y exclama:
—Pues claro: Avenarius, Federico Sánchez, ¡ahora sí que lo entiendo!
Lorenzo le mira, encogiéndose de hombros.
—Pues yo no —dice.
Benigno se lo explica: el chillido del comisario Sabuesa al final de la cena de anoche; la conversación, antes, sobre Ortega y Avenarius, precisamente, con su tío jesuita y con Leidson, el historiador americano —«el gringo guapo», murmura Lorenzo, y Benigno hace un gesto afirmativo—, y termina diciendo: Aquí está la explicación.
Le subraya a Lorenzo el párrafo de Federico Sánchez en que éste habla de Avenarius.
—Seguro que el comisario estuvo escuchando nuestra conversación sobre Ortega —dice Benigno—. Ese nombre de Avenarius, que tanto mencionamos los tres, le sonaba de algo. De pronto se acordó, y se puso a chillar. Se acordó del artículo de Federico Sánchez…
Lorenzo se asombra.
—¿Se acordó? O sea, ¿sugieres que ya lo había leído? ¿Y por qué le interesa Ortega y Gasset al comisario Sabuesa?
—Ortega no le interesa nada, le deja frío su filosofia, y sus raíces en Avenarius todavía más —dice Benigno—. Lo que le interesa es Federico Sánchez… Por eso ha venido a La Maestranza. Por Federico Sánchez y por ti.
Lorenzo se sobresalta, mientras Benigno concluye.
—Está convencido de que conoces a Federico Sánchez… Tiene la intención de seguirte la pista hasta él…
Lorenzo se ríe, muy seguro de sí, algo fanfarrón.
—Pues va dado, el cabrón —afirma.
A Benigno no le convence esa reacción.
—¿Qué me dices de La Taurina?
Lorenzo casi se enfada.
—Óyeme, ¿es un interrogatorio?
—No, una mera advertencia.
Benigno saca de su bolsillo y pone sobre la mesa la nota de Sabuesa que Eloy Estrada descubrió en la tienda y que se aprendió de memoria, antes de trascribirla para José Manuel Avendaño.
Lorenzo lee la nota, mientras Benigno le explica su procedencia.
—Ya lo estás viendo —añade Benigno—, «Vigilar La Taurina, en Alcalá». Y al final, lo más gordo: «Aprovechar la ceremonia de Quismondo para indagar: ponerle alguna trampa…».
—No sé qué trampa puede ponerme, pero lo de La Taurina es preocupante —comenta Lorenzo—. Suelo ir a esa tasca, es cierto…
—¿Con Pradera?
—No sólo con él, pero con él también…
La última vez que estuvo en La Taurina con Javier Pradera, recuerda Lorenzo, ocurrió algo raro. Hacia el final del almuerzo Javier le dijo de pronto, «en la mesa de allá, no te vuelvas, hay un tipo extraño, que sólo está pendiente de nosotros. Por la edad y la pinta puede ser policía o militar. Como ya hemos pagado, nos largamos, ahora, ya», y en efecto, se pusieron en pie y se fueron, y luego, en la calle, se separaron enseguida y cada cual cogió un taxi diferente, y sanseacabó. La última imagen del tipo aquel lo mostraba de pie, pidiendo la cuenta a gritos, acalorado, sorprendido por la rapidez de la salida iniciada por Pradera.
Éste tenía una explicación para aquel incidente, se la dijo la vez siguiente. Resultaba, en efecto, que ese día Pradera se había puesto para almorzar con Lorenzo una americana deportiva, de tweed, y unos pantalones de franela gris, no excesivamente bien planchados, pero sin cambiarse la camisa y la corbata del uniforme de teniente del Cuerpo jurídico del Aire, al cual pertenecía todavía, ni quitarse los zapatos negros reglamentarlos. A aquel tipo, pues, presumiblemente un militar, suponía Pradera, le habría llamado la atención esa forma incorrecta de vestir, y por ello les había vigilado.
Explicación plausible, pero que la nota de Sabuesa no parecía confirmar. Una cosa estaba clara en todo caso: a La Taurina ya no podían volver nunca más. Lástima, porque se comía bien y barato.
—Pero vamos —pregunta Benigno—, ¿a Federico Sánchez lo conoces?
Lorenzo le mira a los ojos.
—No lo sé —contesta—. Pero aunque lo supiera no te lo diría.
—Me parece muy bien —dice Benigno, visiblemente satisfecho, golpeándole cariñosamente la espalda—. Pero si el tipo existe y tienes forma de mandarle algún recado, cuéntale todo esto: que tenga muchísimo cuidado.
Lorenzo supone que sí, que conoce a Federico Sánchez, pero no quiere explicarle a Benigno por qué lo supone. No quiere darle los datos que le permiten suponer que lo conoce. En realidad, tiene la certeza íntima, aunque no la confirmación, de que así es.
Dos meses antes, más o menos, en mayo, una tarde ya soleada, casi veraniega, estaba citado con Javier Pradera en una terraza de Doctor Esquerdo. Allí estaba también Rafael Sánchez Ferlosio y un estudiante con el cual Lorenzo ya había tenido alguna conversación, Fernando Sánchez Dragó —uno de los detenidos de febrero—, así como otro muchacho que le era desconocido, que Javier le presentó como Clemente Auger, creyó entender. Hablaron de lo divino y de lo humano, de todo lo que cupiera entre ambos términos: de cine, de libros, de toros y hasta de chicas, fueran novias o no.
En ésas, se sentó con ellos un tipo de unos treinta anos, que todos parecían conocer y a quien todos trataban con cierto respeto —no, no es la palabra, piensa ahora Lorenzo: más que respeto, con una especie de complicidad intelectual, alerta pero deferente—, en cualquier caso, la conversación siguió por los mismos derroteros, aunque Lorenzo tuviera la impresión, tal vez absurda o infundada pero imposible de ahuyentar u olvidar del todo, de que aquel desconocido estaba examinándole a él, Lorenzo Avendaño; la impresión de que estaba siendo sometido a una especie de examen, de que las preguntas de aquel desconocido acerca de sus lecturas no eran totalmente gratuitas o inocentes. Así, se dio cuenta de que el desconocido —alguno de los presentes le llamó Agustín en un momento dado, pero otros le interpelaban con el nombre de Federico, y a nadie parecía extrañarle esa ambigüedad—, el desconocido, en cualquier caso, Agustín o Federico, sea como fuere, conocía perfectamente sus andanzas, sabía que llevaba unos meses en Italia, y que allí iba a volver, hasta fin de curso, después de unos días de vacaciones en Madrid, y lo de Italia provocó súbitamente una discusión más seria, menos deslavazada, en torno a Gramsci, que Lorenzo había comenzado a estudiar, que Pradera y Auger también habían leído, parcialmente al menos, y en esa discusión intervino el desconocido, Agustín o Federico, comentando la opinión de Gramsci sobre el papel de los intelectuales en las luchas político-sociales en España, durante el siglo XX, opinión original, que les llevó a hablar de la actualidad madrileña.
Fue más o menos a esas alturas de la tarde y de la discusión cuando, con irónico goloseo conceptual, Ferlosio entabló un análisis semántico del lenguaje del partido comunista —en realidad, la palabra misma, «partido» nunca fue pronunciada, pero era evidente que se hablaba del lenguaje de la organización comunista—, y decía Ferlosio, burlón pero sin agresividad, que existían en cierto modo tres niveles de expresión en el lenguaje comunista. Así, por ejemplo, le decía Ferlosio a ese Agustín o Federico, a veces tú nos hablas en primera persona del singular: «he pensado», «creo que», «me parece», para darnos una opinión o una orientación. En una segunda forma o modo verbal, ya no dices «yo» dices «nosotros», te pasas al plural, no sé si mayestático: «hemos pensado», «nos parece», «hemos decidido». La primera persona del plural os da espesor histórico, os identifica, os hace diferentes, señala vuestro territorio; así tenemos Nuestra Bandera, Nuestras Ideas, Nuestro pueblo. Y alguno de los presentes, tal vez Pradera, añadía jocosamente, Nuestra Dolores, Nuestro Stalin, ¿no es así? Y por último, concluía Ferlosio, en las más solemnes o peliagudas ocasiones, y por ello las más discutibles, surge el «se», el «Man» heideggeriano, la instancia suprema, anónima y aparatosa, porque es la instancia del aparato, la instancia lejana del poder de fuera: París, Praga, Moscú: «se ha pensado», «se ha decidido», «se va a hacer»…
Todos se rieron de buena gana, empezando por el desconocido, Agustín Larrea o Federico Artigas —los apellidos también acabaron saliendo a relucir, tan diferentes como los nombres, y a nadie parecía preocuparle esa incoherencia, como si nombre y apellido fueran lo de menos, como si la identidad de aquel desconocido no necesitara ser nombrada, identificada con nombre y apellido, para ser admitida, reconocida por todos ellos.
Pero no le cuenta a Benigno ese recuerdo de un atardecer, en una terraza de Doctor Esquerdo.
Tampoco le cuenta que ha vuelto a ver a ese personaje del que cabe suponer que es Federico Sánchez, y fue ayer mismo, o sea la víspera de este 18 de julio, en la terraza de Ferraz, en casa de Domingo Dominguín. Esa noche todos le llamaban Agustín, o Larrea, cuando empleaban su apellido supuesto: todos, el propio Domingo, Carmela, su mujer, y los dos hijos mayores, chico y chica, Dominguito y la Patata, que estuvieron en la terraza hasta las tantas y no hubo forma de mandarles a la cama, y en un momento dado, Dominguito, el chaval, le cantaba al Agustín aquel una cancioncilla insolente, pero la cantaba cariñosamente, en la cual «Larrea» rimaba con «brea», última palabra de un verso que decía «y te huele el culo a brea», pero, sea como fuere, anoche, él, Lorenzo, les contó a los presentes, y estaban Pradera y su novia, una hermana de Ferlosio, rubia extremeña como Carmela Oliver, la mujer del médico en cuya casa, veinte años antes, estuvo Lorca leyendo La casa de Bernarda Alba (pero en este instante del relato, el Narrador tiene que pedir perdón a los lectores, porque se le ha ido la mano, o la imaginación o la nostalgia: es imposible que Lorenzo pueda Comparar ninguna belleza femenina con la de Carmela Oliver, ya que no puede haberla conocido, y al Narrador, por tanto, mil perdones, se le ha ido la mano, el ensueño, sin duda por culpa de esta dura alegría del escribir, y le ha atribuido a uno de sus personajes sentimientos o recuerdos o anhelos personales), en cualquier caso, y eso sí que podía comprobarlo Lorenzo, la hermana de Ferlosio, novia aquella noche de Pradera, era una belleza aguileña y desenvuelta, y estaba en la terraza de Ferraz con Javier, con un tal Alberto Machimbarrena, que hablaba poco y bebía mucho, y con los Aldecoa, Josefina e Ignacio, y tal vez alguno o alguna más; a todos los presentes, pues, Lorenzo Avendaño les contó un episodio de su estancia en Italia, fijaos qué coincidencia, decía Lorenzo, estuve una noche en casa de María Zambrano, en Roma, y había algunos exiliados españoles, republicanos, y uno de ellos era un tal Semprún Gurrea, y yo conocía ese nombre, fíjate, porque el año pasado estuve leyendo en la biblioteca de La Maestranza la colección completa de la revista Cruz y Raya, que mi padre había mandado encuadernar, y en el sumarlo de varios números sale ese nombre, Semprún Gurrea, y por pura casualidad había yo leído los ensayos de éste en dicha revista, tal vez porque me llamó la atención el título del primero que se publica —y era José Bergamín el director, seguro que os acordáis— que era algo así como «Fadrique Furió Ceriol, consejero de príncipes y príncipe de consejeros», un título como de Feuerbach, o del joven Marx, ¿verdad?, y se lo digo, que le he leído, y él se sorprende y se emociona, ¿cómo es posible que un mozo de veinte años, se pregunta y me pregunta, en la España de hoy, haya leído Cruz y Raya y sus artículos? Y yo le hablo de la milagrosa biblioteca de La Maestranza, y él, entonces, me pregunta mi nombre, y cuando le contesto Lorenzo, Lorenzo Avendaño, por poco se me desmaya: fijaos, era bastante amigo de mi padre, y asistió en casa de Eusebio Oliver, dos o tres días antes del alzamiento militar en Marruecos, a la lectura de Lorca, y por poco se nos desmaya, digo, y nos quedamos todos sobrecogidos, y el más sobrecogido parecía precisamente ese Agustín Larrea, que Lorenzo supuso era Federico Sánchez, de verdad tocado, conmovido, y tuvo la impresión de que estuvo a punto de decir algo, algún comentario a lo que acababa de contar, pero no, movió la cabeza negativamente y dijo, sin más: «Desde luego, parece de novela».
Pero extrañamente conmovido, eso sí.
Sin embargo, Lorenzo no le cuenta nada de esto a Benigno; no le dice nada acerca de Federico Sánchez; no le dice que está seguro de haberlo visto ayer mismo.
—De verdad —dice Lorenzo, no veo qué trampa puede ponerme ese comisario.
Benigno entonces le informa de los últimos acontecimientos.
—Sabuesa está furioso. Ha llamado esta mañana a la Guardia Civil para que indague lo del plante, y eso, a tu tío José Manuel, le ha sentado como una patada en los huevos, como una ofensa personal: le ha pedido cortés pero firmemente al sargento de la Benemérita que se retire con sus hombres, porque no hay aquí nada que indagar, que la ceremonia expiatoria es algo privado, no obligatorio, y que de todas formas los Avendaño habían decidido juntos que ésta iba a ser la última vez. Pero luego, cuando se retiró la Guardia Civil, tuvo con Sabuesa una discusión acalorada, a grito pelado, y en esta casa mando yo, aullaba José Manuel, y a mí no me da usted lecciones de lealtad, comisario, seguía chillando, con el Generalísimo estuve de caza hace tres semanas, bueno, que aquello terminó como el rosario de la aurora, y no sé qué va a pasar en la misa cantada y en el almuerzo, después…
Pero una voz le interrumpe, la voz de Mercedes Pombo.
—No va a pasar nada, Benigno. Acabo de hablar con José Manuel… Después de la ceremonia religiosa se vuelve a Madrid.
—¿Y Sabuesa se queda? —pregunta Lorenzo.
Mercedes mira a su hijo, con ojos destellantes de cariño, de admiración.
—Hola, Lorenzo. Todavía no nos hemos visto. Gracias por la postal de Florencia. No, Sabuesa se va también. Tu tío se lo ha exigido.
Había entrado en la biblioteca sin que se dieran cuenta. Ahora está junto a la mesa de escritorio y recoge, para contemplarlo, el ejemplar de Nuestra Bandera.
—Revista de educación ideológica del Partido Comunista de España —dice leyendo el subtítulo, y añade sibilina—: Menudo programa.
Deja el ejemplar de la revista clandestina otra vez en la mesa y le pregunta a Lorenzo.
—A Leidson, el historiador americano, ¿lo has conocido ya?
—¿Al gringo guapo? —pregunta Lorenzo, insolente.
—¿No es gringo, no es guapo? —dice Mercedes, tranquila.
Nadie lo pone en duda, ella prosigue.
—Habla con él, Lorenzo. Es un tipo interesante.
Luego se vuelve hacia Benigno.
—El comisario ya se acuerda de dónde te vio por primera vez, acaba de decírmelo. En la Puerta del Sol: tú estabas en los calabozos, él en su despacho.
Los mira, tiene una leve sonrisa.
—Bueno, ahora vamos a la misa cantada… Y vamos todos… Todos, ¿verdad? Dile a tu hermana, Lorenzo, que se vista como una mujercita, no como un ganan, que si no la echo de la capilla.
Los mira otra vez, vuelve a sonreír.
—Es la última vez, ya lo sabéis.