«… Que a pesar de los envíos que se le han hecho de propaganda comunista, nadie le ha hecho, sin embargo, proposiciones para su incorporación, en caso de que funcione el Partido Comunista, ignorando que alguna de las actitudes que tanto él como sus amigos han tomado se deban a instrucciones de dicho partido, y si en algún caso esto ha sucedido, él, y cree que sus amigos, han actuado por sí y no orientados por nadie…».
Son las últimas palabras de la declaración de uno de los detenidos del mes de febrero en Madrid.
De Fernando Sánchez Dragó, concretamente, «de diecinueve años, estudiante de Filosofía y Letras, hijo de Fernando y Elena, natural de Madrid, y con domicilio en Lope de Rueda, número veintiuno, tercero derecha, de esta capital», según se dice en el documento que Roberto Sabuesa acaba de consultar, por enésima vez, a medianoche.
Vuelve a colocar el comisario esta página —la decimoséptima del expediente, para ser totalmente exactos y fidedignos— en su legajo de copias.
Lo conoce al dedillo, casi se lo sabe de memoria, pero acaba de examinarlo nuevamente para comprobar que no se le ha escapado ningún detalle, por mínimo que fuese, relativo a la «cabeza dirigente». Es decir, cualquier detalle que pudiera ponerle sobre la pista de la relación —indiscutible, a su modo de ver, inevitable, por muy oculta que la mantengan los detenidos hasta hoy— entre las cabezas visibles del movimiento estudiantil y algún instructor (Federico Sánchez, ¡qué duda cabe!) del partido comunista.
Extrae ahora el comisario otras páginas del legajo que tiene señaladas: de la 50 a la 53.
Contienen éstas las declaraciones de don Pedro Laín Entralgo, catedrático de la universidad, «de estado casado, de 48 años de edad, vecino de Madrid, con domicilio en la calle de Lista, número 11, piso cuarto».
Vuelve a leer un párrafo de dicha comparecencia: «Que nunca sospechó que el tan mencionado Congreso de Escritores jóvenes Universitarios tuviese un contenido encubierto y simulado de tipo político y muchísimo menos que fuera un medio o instrumento de propaganda comunista clandestina o parecida dentro de España. Que es claro que si él hubiera tenido la más remota sospecha de que esto podía suceder, rigurosa y automáticamente hubiera tomado las medidas del caso para cortar tal finalidad subrepticia e ilícita. Que es más, la primera noticia que ha tenido acerca del particular se la ha dado hace dos días [la comparecencia de don Pedro Laín ante el juez está fechada el 27 de febrero de 1956] la prensa de Madrid, al publicar o trascribir cierta nota de la Dirección General de Seguridad de alguna agencia de información. Que por tanto tiene la primera noticia, como consecuencia de las preguntas que le acaba de formular el juzgado, de que los componentes y organizadores del congreso recibieron en sus respectivos domicilios para después propagarla y difundirla, propaganda de índole comunista que procediera de Francia y que se la remitieron desde ese país o desde el interior del nuestro, así como que esa propaganda la integraban folletos clandestinos del periódico Mundo Obrero, ejemplares de los que se titulaban Cuadernos de Cultura, conclusiones de un congreso comunista español en el exilio, etc., desconociendo también en todo que se utilizaran los ficheros de aquel congreso [una nota al margen de Sabuesa precisaba que en este caso se trataba del Congreso de jóvenes Escritores preparado por los revoltosos madrileños y no del congreso comunista] para cursar y dirigir tal propaganda. Que aunque tampoco lo sabe, tiene por seguro que las desavenencias o falta de entendimiento o colaboración del SEU con el congreso [“lo mismo repito”, había anotado el comisario de su puño y letra] no serían esas actividades clandestinas las que desenvolvieron los elementos más caracterizados de aquél, porque a su juicio es indudable que si ése hubiera sido el motivo, el SEU habría tomado sus medidas y se lo habrían dicho a él. Que lo único que sobre el particular recuerda y puede decir al juzgado es que el jefe nacional Jordana le dijo de manera genérica y sin darle carácter de gravedad que tenía cierta desconfianza con alguno de los elementos del congreso, dándole a entender, como ahora suele decirse, que eran un tanto incontrolables y que en esta circunstancia concurrente dimanaba la separación o cesación de la colaboración con ellos del sindicato español universitario…».
Sabuesa vuelve a colocar estas páginas en el legajo de copias.
Es comprensible, piensa, que Laín Entralgo mantenga ante el juez esa actitud de ignorancia en cuanto a una labor subversiva clandestina. Probablemente dice la verdad cuando explica sus relaciones con los cabecillas visibles del movimiento revoltoso. (No olvidar, sin embargo, que un hermano del rector, un José Laín, está exiliado en Rusia y ha sido del Comité Central comunista, aunque su nombre no figure ya en la última lista conocida de miembros de dicho organismo dirigente). Es lógico, en todo caso, que el aparato comunista clandestino no haya tenido contacto directo con el rector Laín Entralgo: le basta y le sobra con los agentes legales que tiene infiltrados en su entorno. Las afirmaciones de Laín, aunque sean, y sin duda lo son, sinceras y verídicas, no son probatorias. No tienen relevancia desde el punto de vista de una encuesta policial rigurosa.
A medianoche don Roberto Sabuesa vuelve a colocar en la correspondiente carpeta los documentos que ha estado consultando una vez más.
Cierra los ojos, meditabundo.
Horas atrás, en la taberna y tienda de Eloy Estrada, antes de ir a la finca de los Avendaño, había apuntado algunas reflexiones en su agenda personal.
Tiene la libreta abierta en la mesa, vuelve a leer sus apuntes.
«17 julio 1956 / Cabeza dirigente: FS, probablemente nuevo / No lo conocen los veteranos más o menos controlados / Ni los confidentes / Seudónimo, seguro / Vive sin duda temporadas en Madrid / Encargado principalmente de intelectuales y estudiantes / Caza y captura / Buscarlo por sus contactos con cabezas visibles: Múgica H., J. P., Campillo».
A estos tres últimos lo mejor sería volver a detenerlos bajo cualquier pretexto, se le ocurre de pronto, y presionarlos de verdad. ¡Basta ya de interrogatorios de guante blanco! Algo saldría si conseguimos que se desfonden, y estos niñatos suelen hundirse. Imposible, sin embargo, mejor olvidarlo. ¿Cómo convencer a los jefes de que se impone enchironar a Pradera, supongamos, con permiso para darle unas buenas palizas, cuantas haga falta? Ni soñarlo, pondrían el grito en el cielo. ¡El nieto de don Víctor! ¡El sobrino de nuestro embajador en Damasco!
Menudo griterío se iba a armar.
Con los otros dos, más o menos lo mismo. Aunque tal vez con Múgica Herzog pueda intentarse algo. No es de tan buena familia, y además, medio judío, ni siquiera converso, marrano o chueta. Su madre, extranjera: habría menos quejas y quejidos: pensarlo.
Tiene la boca seca, se levanta, se sirve un vaso grande de agua de botijo, fresquísima.
Luego, desalterado, hace memoria: quiere recordar lo más detalladamente posible su conversación con Castillo, unas semanas antes.
Se había presentado en su domicilio sin avisar, por sorpresa, como solía hacerlo, a la hora del almuerzo. Castillo era un hombre de unos cuarenta años, aunque aparentara más. Había sido miembro de un comité provincial del partido comunista: uno de los últimos comités de Madrid antes del desmantelamiento de las organizaciones comunistas a finales de los años cuarenta.
Al comisario le encandilaba llamar a la puerta de esa casa, comprobar cómo se descomponía el rostro de Pilar, la esposa de José Juan Castillo, militante también, en otros tiempos de guerra y de posguerra, pero de filas, sin responsabilidades. Lo había pagado con unos meses en la cárcel de Las Ventas.
Castillo, en cambio, fue importante cuando el partido comunista se reorganizó en Madrid.
En fin, sin entrar en detalles superfluos en este momento de la narración, cuando Castillo llegó al despacho de Sabuesa, antaño, después de varias semanas de interrogatorios, todavía se mantenía entero, tras resistir a las incontables palizas de los tipos de la Brigada Político-Social.
El comisario conocía a Castillo; sabía que por las malas, multiplicando los golpes a cualquier hora del día y de la noche, interrumpiéndole un sueño precario, transido de dolor, no era fácil conseguir algo. Castillo era capaz de morir a manos de los voluntariosos e infatigables muchachos de la brigada, sin decir siquiera esta boca es mía.
Sabuesa cambió radicalmente de métodos.
Dio tiempo y respiro al militante comunista para que se recobrara del sufrimiento que lo martirizaba; le quitó las esposas, le permitió fumar mientras conversaba apaciblemente con él, contándole los resultados de las recientes operaciones policiales, rotundamente coronadas por el éxito. De paso, como si tal cosa, le leyó extractos de las actas de los interrogatorios que demostraban cuánto habían cantado otros responsables clandestinos, deshechos por la tortura. De esa manera, sin estridencias, sin tocarle un pelo de la ropa ni hacerle ninguna pregunta directa, el comisario le fue comiendo la moral a José Juan Castillo.
Pero la puntilla se la dio Sabuesa unos días después, una tarde en que volvió a quitarle las esposas y le mandó traer una taza de auténtico café.
—No entiendo por qué te resistes tanto —le dijo suavemente—. En primer lugar, es inútil: ya lo sabemos todo de la organización actual de tu partido en Madrid y provincia. Los tuyos, los que quedan en libertad, los tenemos controlados; servirán de cebo para cuando llegue del extranjero un nuevo equipo de instructores del Central a reorganizarlo todo una vez más…
Esperó un momento a que Castillo interiorizara tan terrible evidencia.
—En segundo lugar —añadió en tono de confidencia y compasión—, ¿quién te garantiza que el partido va a tener en cuenta tu silencio? Depende de tantas cosas…
En su mirada de súbita angustia, Sabuesa descifró que Castillo había adivinado a qué aludía.
—No sé cuáles han sido tus relaciones con las sucesivas direcciones clandestinas en el interior… —machacó Sabuesa—. Hasta te diré que, hoy por hoy, ni me interesa ni me importa… Pero, fijate, haz memoria: Trilla vuelve de Francia en el año 43, por lo que sabemos enviado por Monzón… Restablece los lazos entre las diferentes organizaciones provinciales, crea una especie de órgano central… Él y Monzón, que también ha vuelto al país, fracasan en la operación del valle de Arán… Pero ahí están, existen, editan propaganda, ayudan a sus presos, organizan protestas… Pues bien, a Trilla lo asesina un grupo de guerrilleros comunistas venidos de Francia, en 1945, por orden del buró político… Fue en Madrid, en el campo de las Calaveras, a puñaladas… Pero no sé por qué te lo cuento, si tú lo sabes muy bien…
Castillo lo sabía, en efecto.
Algo había oído contar, por lo menos. Algo confuso, pero agobiante.
En 1945, Castillo volvió a incorporarse al trabajo político clandestino después de unos años de vagabundeo voluntario por España para borrar huellas y evitar las represalias de la victoria franquista. Tenía entonces veintinueve años, vivía emparejado con Pilar, ya tenían una niña. Ese año, al terminar la segunda guerra mundial, en la euforia de entonces, se estableció en Madrid, encontró un trabajo fijo en una imprenta, de corrector de pruebas, regularizó la situación con Pilar desde el punto de vista del estado civil. Y luego, en aparente contradicción con dicho asentamiento en la vida, buscó con prudencia, pero sin descanso, un contacto con la organización comunista clandestina. Lo encontró, fue acogido con entusiasmo, ya que tenía un estupendo historial de la época de la guerra civil.
Sí, entonces había oído hablar por primera vez del caso Trilla.
—Lo sabes, ¿verdad? ¿Quieres que te lo recuerde? —insistía el comisario.
José Juan Castillo tuvo un ramalazo de desesperanza. Le dolió todo el cuerpo de nuevo, súbitamente. Tuvo la certidumbre, angustiosa, de que no aguantaría nuevos interrogatorios si Sabuesa mandaba reanudarlos. Tuvo la certeza, abominable, de que no había remedio, ni salvación, de que estaba derrotado.
Sabuesa, al acecho, como siempre, se dio cuenta de ese momento de flaqueza, de abandono, de naciente resignación.
Decidió aprovecharlo.
—Tu vida —le dijo a Castillo—, incluso tu vida de militante, tu porvenir en el partido, está en mis manos. Será como yo decida. Si hago correr la voz de que te has rajado, que has cantado todo lo que sabías, e incluso algo más, acabo con lo que más aprecias, con lo que hace la sustancia de tu vida: tu ideal comunista, la amistad y el respeto de los militantes… Y nadie podrá poner en duda que has traicionado: sé lo suficiente de vuestra organización actual para atribuirte la responsabilidad de tal o cual caída… Puedo hacer creer que lo que vayamos descubriendo en los meses próximos es por culpa tuya… Estarás vivo, pero serás un hombre muerto… Estarás libre, en la calle, pero serás prisionero del desprecio, del temor horripilado de los tuyos, te verás solo, aislado, moralmente acorralado. Puede incluso que amanezcas en alguna cuneta, asesinado como Trilla… ¿De verdad no quieres que te cuente lo de Trilla?
José Juan Castillo creía saber por qué los dirigentes del buró político, los de fuera, como solía calificarlos, o sea Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo, Vicente Uribe: los que mandaban de verdad, por qué habían decidido asesinar a Trilla. Ellos dirían «ajusticiar», probablemente. Es igual, creía saberlo. Pero odiaba la idea de que el comisario se lo dijese. Odiaba la idea de que el hijoputa de Sabuesa dijera en alta voz ese secreto de familia. Escalofriante secreto, sin duda, vergonzoso, ciertamente, pero de familia. A resolver en casa, cuando llegara el momento, se decía.
Se frotó Castillo las muñecas, libres de esposas pero todavía entumecidas, doloridas. Miró al comisario. Estaban solos desde hacía un momento en el despacho de la Puerta del Sol. ¿Tendría tiempo de abalanzarse sobre Sabuesa, de estrangularlo, antes de que volviera algún funcionario? ¿Tendría, sobre todo, la fuerza para hacerlo? Concentró Castillo lo poco que le quedaba de coraje espiritual en aquella idea. Levantarse de golpe, tirarse al cuello del comisario, aplastarle con los pulgares la carótida: estrangularlo.
Su mirada, en ese instante, fue estremecedora. En cualquier caso, Sabuesa intuyó que algo podía ocurrir, que Castillo, desesperado, estaba a punto de cometer algún acto de locura.
Con gesto decidido, aceptando en su mirada el envite mortífero que destellaba en los ojos del militante comunista, Sabuesa sacó de la funda sobaquera una pistola del nueve largo.
Después de armarla —se oyó el ruido de la bala que pasaba del cargador al cañón del arma—, Sabuesa colocó la pistola en su mesa de despacho, muy cerca de su mano derecha.
—No seas loco, Castillo —dijo en voz baja.
Seguían observándose fijamente, desafiándose.
—Castillo —siguió diciendo el comisario, suavemente—, mira lo que voy a hacer. Por cárceles y comisarías va a correr la voz de que te has portado como un jabato. ¡Castillo el macho! Lo cual es verdad, por otra parte, te lo mereces… No te voy a interrogar más, porque es inútil, casi inútil por lo menos… Lo único importante, que tú sabes y que yo todavía no sé, es dónde está la imprenta del comité provincial… Bueno, te regalo la imprenta… Tú, a cambio, cuando salgas de la cárcel, porque de la cárcel no te salva nadie, lo entiendes, ¿verdad?, cuando salgas, dentro de algunos años, procuraremos que no sean demasiados, saldrás con una contraseña… Dondequiera que estés, en el penal de Burgos, en el Dueso, a los militantes como tú, muy bien me lo sé, el partido les da una contraseña clandestina para que la organización pueda retomar contacto con vosotros, una vez en libertad… Bueno, pues yo vendré a verte de vez en cuando, charlaremos…
No dijo nada más. Todo quedó resumido en ese «charlaremos» nebuloso pero escalofriante.
—No le veo muy optimista, comisario —dijo entonces Castillo, irónico.
Sabuesa tuvo un sobresalto.
—Así que —prosiguió Castillo— dentro de unos años, por lo menos cinco, calculo: porque a mí me toca la tarifa de los dirigentes: veinte años y un día, pero si hay suerte morirá algún Papa, habrá indulto especial, y luego está lo de la redención de penas por el trabajo… O sea, entre pitos y flautas me quedo en cinco años…, dentro de cinco años, por tanto, usted piensa seguir estando en la brecha, persiguiéndonos… ¿Todavía no se habrá acabado lo que ustedes llaman «subversión comunista»?
Sabuesa optó por pensar que la insolencia de Castillo era una cortina de humo, un gesto último para mantener el tipo en el instante en que, tácitamente, aceptaba su propuesta.
Puso la mano derecha en su pistola y habló lentamente.
—Esto, camarada Castillo (también en Falange decíamos «camarada» ¿verdad?), esto no se termina nunca… Mejor dicho, esto, lo nuestro, esta lucha a muerte por la supervivencia sólo se termina, de una u otra forma, si Rusia se desmorona, la Unión Soviética quiero decir… Mientras exista la Rusia de Lenin y de Stalin, seguiréis pensando que la revolución es posible, que vale la pena seguir sufriendo… Ahora bien, por muy optimista que me ponga, no creo que en cinco años haya desaparecido la Unión Soviética… En suma, que todavía nos veremos las caras, tú y yo…
Pero eso fue hace tiempo, anos atrás, en un despacho de la Dirección General de Seguridad.
Ahora estamos en La Maestranza, una finca de la provincia de Toledo, en la noche del 17 al 18 de julio de 1956.
El comisario Sabuesa, después de consultar una vez más los documentos relativos a la revuelta estudiantil del pasado mes de febrero, está haciendo memoria, morosa, sistemáticamente, de su visita a José Juan Castillo unas semanas antes. Está recomponiendo el rompecabezas de todos los detalles de aquel encuentro, por nimios o insignificantes que parecieran a primera vista.
Se había presentado como siempre sin avisar a la hora del almuerzo. Había comprobado una vez más, y con el mismo regocijo de siempre, en cuanto Pilar abrió la puerta, la temerosa y tenue llamarada parpadeante en los ojos de la mujer.
—¿Está tu marido? —preguntó.
Y sin esperar respuesta, sin atender al gesto de Pilar que pretendía cerrarle el paso, se metió por el pasillo hasta el comedor de la casa.
Allí estaba Castillo, que ya había adivinado quién se presentaba de esa manera, a destiempo, con semejante desparpajo. Sólo podía ser el cabrón de Sabuesa, desde luego.
Además —y esto se lo contará Castillo años más tarde al Narrador de esta historia; y se lo contará con visible satisfacción, casi con orgullo—, además, no sólo adivinó Castillo que era Sabuesa el que entraba en su casa con tanta grosería, sino que también supo, de inmediato, a qué venía el comisario, qué iba a preguntarle.
Años más tarde, muchos años más tarde, Castillo le diría al Narrador de esta historia cómo había supuesto, acertadamente, en virtud de un razonamiento relámpago, cuál iba a ser aquel día la principal curiosidad del comisario Sabuesa.
Iba a preguntarle qué sabía de Federico Sánchez, desde luego. Acertar en eso tampoco era cosa del otro mundo si se piensa mejor, pero, vamos, no estaba mal: acertar era prueba de agilidad mental, no cabe duda.
Todavía se reía satisfecho José Juan Castillo al contarle al Narrador cómo había adivinado cuál era el motivo de la aparición imprevista —como siempre— del comisario Sabuesa.
—Yo había salido del penal de Burgos dos años antes, en 1954 —contaba Castillo—. Con una contraseña del partido, en efecto, estaba enterado el hijoputa ese. Pilar había prosperado en su trabajo, era algo así como secretaria principal del director de la empresa, la niña había crecido: una adolescente guapísima y extraordinaria en los estudios; de sobresaliente en sobresaliente, tanto en ciencias como en letras, y hasta en idiomas: me leía versos en latín y en inglés, agárrate. Bueno, que las cosas en casa no iban mal. Yo volví a la imprenta, pero a los seis meses me cambiaron de puesto: me pusieron de director comercial. Pero es que en Burgos yo había aprendido mucho: contabilidad, gestión de personal, economía, la hostia… A veces lo decimos en broma, tomándonos unas copas, cuando nos encontramos los viejos presidiarios con motivo de algún nacimiento, de alguna muerte también: el penal de Burgos ha sido una escuela superior de formación de cuadros, pero no para la Revolución, así con mayúscula, como pensábamos algunos, sino para el desarrollo del capitalismo puñetero… En serio, Federico, la familia prosperaba… Al cabo de un año más o menos, en 1955 en todo caso, se presenta en casa Simón… O sea, Sánchez Montero, ya sé que lo conociste muy bien y trabajaste con él… Yo me lo había encontrado en el Dueso: un tipo sin demasiada formación teórica, pero valiente, solidario, indestructible, apreciado por todos los compañeros… Un hombre de fiar: la mano en el fuego por él yo hubiera puesto… Bueno, para qué contarte: tú pusiste por él la mano en el fuego… Yo, a Simón, le abro la puerta y le escucho en cualquier circunstancia… Pero venía con la jodida contraseña, o sea que estaba de nuevo en activo… No me faltaban ganas de decirle que sí, que volvía a la organización… Stalin había muerto y las cosas parecía que empezaban a moverse en la URSS… Se notaban aires nuevos: se acabó la pelea fratricida con los comunistas yugoslavos, aquello luego se llamó el deshielo, ¿verdad? Pero yo no podía aceptar un lazo orgánico con el partido, ya que Sabuesa seguía al acecho, esperando el momento en que se retomara contacto conmigo… Fíjate en la paradoja: por espíritu de partido tenía yo que evitar un contacto orgánico con el partido, para burlar la vigilancia de Sabuesa… A Sánchez Montero le dije por tanto que todavía era pronto para volver a la organización, que se las arreglaran para mandarme a las señas de la empresa, no a las mías personales, algún material de propaganda, más bien las cosas de tipo cultural o teórico, porque Mundo Obrero, el periódico, era una mierda… Bueno, así de rotundo no se lo dije, se lo di a entender… Pero que no me mandaran a casa ni propaganda ni a algún militante nuevo, desconocido, con tan sólo la contraseña, que sólo vinieran, en el caso de que él mismo no pudiese, camaradas como él, que yo conociera de la guerra o de la cárcel, desde siempre, vamos, que pudieran Justificar sus visitas ante la policía por los motivos personales de una vieja amistad… O sea, que para proteger al partido tenía yo que protegerme del partido… Y el comisario se presentaba de vez en cuando, no muy a menudo, y yo le decía que nada, que no había venido nadie a repescarme, que no podía decirle nada… Y charlábamos, tenía que charlar un rato con él para que no desconfiara… Hasta 1956, hasta el mes de junio de ese año, y te lo puedo decir con seguridad, porque aquel mes un periódico de París que se encontraba en algunos quioscos y librerías de Madrid, Le Monde, y que Nieves me traducía, ya te he dicho que mi hija se llama Nieves, ¿o no?, ese periódico publicaba un informe secreto de Jruschov en el XX Congreso del partido ruso sobre el culto a la personalidad y los crímenes de Stalin… Bueno, no voy a contarte, macho… Por esos días, yo había estado con Simón en una cafetería de Alcalá, cerca de Manuel Becerra, y le había preguntado si era verdad lo de dicho informe secreto o si, como algunos pretendían, sólo era un invento cabrón de los anticomunistas yanquis… Pues no, me dijo Simón, era totalmente verdad, y él estaba preocupado porque los camaradas de Madrid, sobre todo los obreros, no se lo querían creer, decían que todo era un invento de la propaganda fascista… Que si era verdad que existía tal informe, pues que Jruschov era un cabrón por haberlo hecho. A la semana, más o menos, se presenta Sabuesa a la hora del almuerzo, sin avisar, como de costumbre, y supe qué me iba a preguntar, supuse que iba a interrogarme sobre Federico Sánchez… No era tan dificil adivinarlo… Desde las manifestaciones estudiantiles de febrero, ese nombre salía en la Pirenaica, y hasta en la prensa del Régimen… Además, Nieves me había traído a casa unos folletos clandestinos que habían circulado por la universidad —no puedes imaginarte la emoción: ¡mi propia hija entregándome a mí, tan ufana, como si tal cosa, material del partido!—, bueno, pues unos Cuadernos de Cultura con un informe de Federico Sánchez para el V Congreso clandestino del partido y un ejemplar de Nuestra Bandera con un artículo del mismo sobre la filosofia de Ortega y Gasset… Bueno, a Simón, aquella tarde cerca de Manuel Becerra, se lo pregunté de sopetón, que me dijera algo de Federico Sánchez… Y Simón puso esa cara de regocijo, de orgullo recatado, que ponen los padres cuando se les elogia la inteligencia o la hermosura de algún retoño, y me dijo en voz baja una cosa increíble, «si quieres», me dijo, «cuando quieras, te lo presento, cualquier día de éstos que tú me digas: ése sí que es capaz de convencerte de que vuelvas a la organización»… En voz baja, pero, te lo repito, con ese tono alegre de los padres cuando les sale un hijo listo… O sea, que entró Sabuesa, le noté que se le ponía una mirada rarísima, un gesto de violencia contenida, extrañísimo, en cuanto vio a Nieves, pero nos fuimos enseguida del comedor, al despacho contiguo, y casi de entrada me suelta a bocajarro: dime lo que sepas de Federico Sánchez…
Don Roberto Sabuesa, aquella noche de julio, en La Maestranza, también lo recuerda así.
Había entrado en el comedor sin prestar atención al gesto de Pilar, la mujer de Castillo que pretendió cerrarle el paso, pero sin la suficiente autoridad.
En el comedor, Castillo no estaba solo.
Frente a él, terminando de comerse una fruta, había una chica de unos diecisiete años probablemente. Supuso que era la hija de Castillo, ¿quién iba a ser? Pero le invadió un sentimiento extraño, violento, irreprimible. De pronto, todo tuvo un sabor amargo, mezcla biliosa de odio, de rencor, de pulsión mortífera. De desaliento, incluso. Como si la aparición de una chica tan guapa, tan suelta y armoniosa de figura y de andares —enseguida se levantó, se apartó de la mesa, hacia un rincón del comedor, con mirada distante y mueca de disgusto—, como si ese aparecer de Nieves, airosa, joven, dueña inequívoca del porvenir, fuese la señal, por sibilina no menos acuciante, de su fracaso. Del fracaso histórico del comisario principal Roberto Sabuesa, de la primera Brigada Regional de Investigación Social, en su lucha contra los residuos, resabios y rescoldos del comunismo, sin cesar renacientes o reactivados.
En la explosión de aquel sentimiento súbito de frustración, de desaliento, sin duda desempeñó su papel —más tarde, rememorándolo fríamente, pudo tomar conciencia de ello el comisario— el hecho de que Nieves Castillo se pareciera tanto, ¡increíble parecido, milagrero!, a una de las chicas de las juventudes Comunistas que él había detenido en Madrid, en 1939, y mandado al piquete de ejecución. Una de las «trece rosas», como se las llamaba en la leyenda oral de la organización comunista.
Todo le volvió de golpe a la memoria, cuando vio que Nieves Castillo se levantaba de la mesa del comedor, abandonando la fruta a medio pelar, apartándose, con la mirada hosca, el ceño fruncido. Todo, de golpe. Como si estuviera, quince años antes, en la comisaría de Carabanchel ante las trece muchachas que iban a ser fusiladas, cuando aquélla —la que se parecía a Nieves, como un diamante a otro diamante— se adelantó unos pasos, saliendo de la fila, y le escupió su odio, su certeza de la inmortalidad del comunismo; su ilusión de porvenir.
En el comedor de la casa de Castillo, quince años después, todo se revolvió en su memoria.
Le subió desde la ingle un golpe de sangre: un odio mortífero que fue transformándose en deseo. Pero sin duda la palabra era floja para calificar el furor que le invadía, que casi le cegaba.
Furor de posesión, de destrucción. Tuvo ganas de desnudar brutalmente a la chica, de entrar a saco en ese cuerpo que se le antojaba delicioso, delicado, inmaculado.
Se contuvo, ya estaba Castillo, por otra parte, llevándole al despacho contiguo.
—Dime lo que sepas de Federico Sánchez —le espetó el comisario.
Pero yo, le decía Castillo al Narrador de esta historia, muchos años después de aquel verano de 1956, yo ya me esperaba esa pregunta, y sabía cómo contestarla.
Puso cara de asombro, y tardó en responder; como si no entendiera bien de qué se trataba, como si la pregunta le sorprendiese.
—¿Federico Sánchez? Eso me lo tiene que decir usted a mí, comisario, ustedes son los que han aireado ese nombre y apellido, desde la nota oficial de febrero…
—No te hablo de lo que yo sé —le dijo Sabuesa, tajante—. Te pregunto por lo que tú sabes.
Castillo le hizo frente, poniendo en su mirada toda la sinceridad que fuera capaz de aparentar.
—Yo sé lo que ustedes han estado diciendo, nada más…
«Seguimos hablando un rato y me las arreglé, Federico», contaba Castillo al Narrador de este relato, «años más tarde, para sonsacar al comisario algún dato más acerca de aquel fantasma de Sánchez».
Pues bien, Castillo comenzó a preocuparse, según contó aquel día, cuando se dio cuenta de que el comisario tenía una idea fija: el tal Federico, cualquiera que fuese su identidad real, era un enlace o instructor del Comité Central comunista en Madrid; cuando adquirió asimismo la convicción de que Sabuesa se había propuesto, a cualquier precio, la caza y captura —así lo formuló, con esas mismas palabras— de aquel enigmático personaje, cabeza dirigente, según él, de la conspiración universitaria.
Tenía que hacérselo saber lo antes posible a Simón Sánchez Montero.
Pero en La Maestranza, aquella noche de julio, a Sabuesa le parece oír un ruido en los pasillos de la casa. Se dirige a la puerta de la habitación, la entreabre. Allá al fondo, en un recodo, le parece vislumbrar a Raquel en la semioscuridad. No está sola, va seguida a lo largo del pasillo por una silueta masculina.
Así le parece, al menos.
—¿Sabes algo de san Agustín? —pregunta Mercedes Pombo, casi a bocajarro.
Michael Leidson se sobresalta. No porque le llame de tú, desde luego que no: ya está acostumbrado a la igualitaria cortesía del tuteo hispánico.
—Alguna noticia tengo de él —contesta, recobrando enseguida una aparente impasibilidad.
Están en el saloncito adonde acaba de conducirle Raquel a lo largo de los pasillos penumbrosos. «SI no está cansado, le espera la señora», había dicho ella poco antes, en la puerta de su habitación. No, nada cansado, más bien lleno de curiosidad. Y siguió a Raquel, que iba encendiendo y apagando luces por los pasillos y galerías de la casa.
El saloncito está abierto de par en par al dormitorio contiguo. Se vislumbra un lecho matrimonial arreglado para el reposo nocturno. Sobre la nívea blancura de sábanas y almohadas, destaca —fantasmagórico cuerpo de mujer— un largo camisón desplegado, sonrosado, casi sonrojante por descubrir tanta intimidad.
Raquel se mueve por allí, silenciosa. Sigilosa, tal vez.
La mirada de Leidson vuelve a detenerse en Mercedes.
—Pero no es noticia reciente —añade, impertérrito—. Mi lectura de las Confesiones es bastante lejana…
Mercedes le invita a sentarse en el sofá, a su lado.
—No estaba pensando en las Confesiones —dice.
Capta y sostiene en la suya la mirada del «gringo guapo». Habla después, con un dejo suavemente burlón.
—… cum vero vir membro mulieris non ad hoc concesso uti voluerit, turpior est uxor…
Ahora sí que Leidson no consigue disimular su sorpresa.
Bien es verdad que no ha entendido, palabra por palabra, la consabida frasecita latina sobre el uso por el marido de los orificios de su esposa no aptos para la procreación, sólo para la concupiscencia. Y es que Mercedes no pronuncia los vocablos latinos como a él se lo han enseñado en los colegios de California. Aun así, ha entendido lo suficiente como para descifrar de qué va la sentencia agustiniana.
Se sobresalta. Intenta adivinar a qué alude Mercedes, a qué estará jugando.
—No es de las Confesiones —puntualiza ella—. Es un pasaje del tratado sobre el matrimonio cristiano, De bono conjugali…
Leidson sigue sin entender a qué viene esa reminiscencia de san Agustín, ni por qué provoca en ella esa sonrisa tan extraña, tan ambigua.
Pero el lector sí que lo entiende.
A estas alturas del relato el atento lector le lleva a Leidson una ventaja indiscutible. Aquél, en efecto, puede recordar lo que éste todavía ignora: que los tratados de san Agustín tuvieron cierta importancia durante el noviazgo de Mercedes, veinte años antes. Ya ha leído algo a este respecto. Recuerda, por consiguiente, si se lo propone —ha sido una información factual, incluida en el cuerpo del relato—, la interesada casuística empleada por el novio para obtener de su prometida atrevidos favores eróticos-bestiales, habría dictaminado el santo obispo de Hipona, ya que no tendentes al santificado fin de la procreación.
Con un mínimo esfuerzo, el atento lector podrá adivinar, en suma, por qué, en este preciso instante de una noche de julio de 1956, se acuerda Mercedes Pombo de una frase de san Agustín. Adivinará que ha sido la grosera y grotesca exclamación del comisario Sabuesa acerca de la virginidad lo que ha suscitado en su mente un proceso de rememoración.
El lector puede imaginárselo.
Veinte años antes, en Nápoles, apenas comenzado un almuerzo que se anunciaba delicioso, Mercedes decidió nombrar el deseo que avasallaba su sangre. «Pide una botella de champán, José María… subamos con ella a la habitación…, tengo ganas…».
No supo decir más, fue suficiente.
Cruzaron el comedor casi abrazados. Hubo como un silencio despavorido, pánico. Hasta la orquestina dejó de tocar el fox-trot que estaba interpretando. Todos pensaron con ardor o nostalgia en los gestos del amor, al verlos deslizarse levemente hacia su habitación. Acaso alguno, o alguna, cerró los ojos ante una visión interior, arrebatada, cruda, demasiado concreta en su indecente pero tierno fulgor.
En la habitación, Mercedes corrió las cortinas de las muchas ventanas. Encendió y apagó lámparas, buscando una iluminación adecuada, mientras José María se aislaba en el cuarto de baño.
Estaba descubriendo ella el lecho, hasta entonces poco matrimonial —es decir, nada procreador, pero concupiscente, eso sí—, cuando notó un leve movimiento a sus espaldas. Se volvió, sorprendida. Una doncellita morena, graciosa de cintura y de andares, estaba intentando escabullirse, huyendo de su mirada y de la habitación. La detuvo con voz de mando, fue hacia ella. La chica, sorprendida sin duda por el imprevisto regreso de la pareja, se llevaba a la lavandería unas camisas, alguna ropa interior, probablemente recogida en la cesta apropiada del cuarto de los armarios.
Se acordó Mercedes del cuadro de la Gentileschi, horas antes, en Capodimonte.
Se acordó de la joven y bella sirvienta de Judit, se acordó de la herida de Holofernes, que ensangrentaba el lecho. Se acordó del encanto de Judit, se acordó del turbio bienestar sensual que le había provocado, insensatamente, aquella violenta escena de simbólica castración.
Pero no supo por qué se acordaba de todo eso al contemplar la gracia juvenil de la doncellita napolitana.
Una idea —¿puede llamarse «idea» a tan súbita iluminación, a tan repentino arrebato?—, una idea, por decirlo de alguna manera, aunque el término no refleje la violencia visceral del sentimiento, floreció en su mente.
—No te vayas, quédate —le dijo a la chica.
Ésta tal vez no entendió cabalmente las palabras castellanas. En cualquier caso, entendió los gestos de Mercedes. Entendió que la empujaba suavemente, llevándola de la mano para colocarla detrás de un cortinaje.
—Aspetta e guarda —repitió Mercedes.
Aguarda y mira.
No supo ni quiso saber Mercedes de dónde le venía semejante impulso, oscuro, excitante, irresistible: una pulsión imaginativa y perversa que la llevaba a ofrecer a la desconocida doncella napolitana la visión de su entrega a José María. Pero tampoco le importaba demasiado ignorarlo. Se dejaba mandar por un deseo fervoroso, deslumbrante, que arrasaba todos los preceptos de su buena educación, toda norma moral aprendida o intuida.
En ese momento entraba en el dormitorio su marido, desnudo ya bajo una bata de seda azul ribeteada de raso carmesí.
Pero Michael Leidson, a diferencia del amable y atento lector, no puede imaginar nada de eso. No ha oído todavía hablar del papel de san Agustín en el noviazgo de Mercedes. Hasta el momento, de la ceremonia expiatoria de La Maestranza sólo le han interesado los aspectos históricos, políticos. Por otra parte, sólo a éstos se ha referido la viuda durante la conversación que mantuvieron aquel mismo día, a la hora del almuerzo y la sobremesa.
Habrá que contárselo ahora que ha llegado la hora de la intimidad.
Y Mercedes se lo cuenta, morosamente, con detalles y pormenores, en un idioma de pasmosa precisión, aunque desprovisto de toda vulgaridad, de cualquier inútil procacidad: un idioma de amor, de ensueño y carne.
Esa primera vez, cuando José María volvió al dormitorio, nervioso pero decidido al ejercicio cristiano, y por tanto procreador, del matrimonio, no se dio cuenta de la presencia de Luciana (aunque nadie la conozca aún, ni Leidson, ni los esposos Avendaño, que sólo se enterarán dentro de un rato, en el momento de la complicidad erótica entre los tres protagonistas del acontecimiento, ni el atento lector, podemos anticipar dicho nombre en aras de una mayor legibilidad del relato, ya que, de todas formas, el Narrador no puede ignorar que la doncella se denomina Luciana —¡por favor!, pronúnciese a la italiana, suena mejor— puesto que es como Dios, conocedor de lo conocido y de lo ignorado, de lo existente y de lo inexistente), en cualquier caso, José María no se había dado cuenta del leve movimiento de un cortinaje, mientras Luciana se ocultaba por indicación de Mercedes.
Fue después, en el momento mismo en que, una vez satisfecha la concupiscencia con las habituales y prolongadas caricias, agustinianamente bestiales, iniciaba el ejercicio de la penetración matrimonial y por ende procreadora, fue en ese preciso —¿precioso?— momento cuando José María vio a Luciana. Es decir, a una doncella jovencita, anónima, surgida de pronto de detrás de unos cortinajes, adelantándose varios pasos en el dormitorio, contemplando, visiblemente fascinada, la escena primitiva de la posesión amorosa.
Naturalmente, José María no adivinó que la chica estaba allí por indicación expresa de Mercedes. Pensó, en un fogonazo mental, que la jovencita se había visto sorprendida por la llegada imprevista de ambos a la habitación. Pero eso fue lo de menos: lo importante fue que la aparición de Luciana —será más sencillo seguir llamándola por su nombre, aunque ninguno de los protagonistas lo sepa aún— excitó prodigiosamente su imaginación, aumentando por tanto su presencia palpable en el vaso virginal de la procreación.
Fue en el instante del placer, del quejido clamoroso, del goce inédito —por idealmente compartido, por la fusión de cuerpo y alma, por la certeza de tan incierto albor—, fue en ese instante cuando Mercedes se dio cuenta de que José María se había percatado de la presencia de Luciana, y de que eso multiplicaba su alegría.
Le murmuró al oído que ella había sido quien retuvo a la doncella en el dormitorio, lo cual —independientemente del feliz resultado de aquella iniciativa— le hizo preguntarse dónde habría descubierto Mercedes tantas y tan eficaces, aunque perversas, artes de amar.
En todo caso, todavía desnudos, jadeantes, mandaron a Luciana que se acercase al lecho matrimonial. Allí, la chica, obediente aunque temblorosa, se dejó desvestir por Mercedes, que sólo permitió, O decidió, que conservara sus medias de crudo algodón negro, con liga a medio muslo. Conste, sin embargo, que en los subsiguientes juegos eróticos, por placenteros que fueran, nada se produjo que menoscabase la virginidad de la doncellita, al menos desde el punto de vista del vaso de la procreación.
Quince días más tarde, a punto de abandonar Italia —después de Roma y Nápoles, habían estado en Florencia, y recorrido la región toscana—, en un precioso hotel a orillas del lago de Orta, a la hora de la cena, Mercedes había sorprendido la mirada de su marido sobre la camarera que servía un vino blanco, seco y fragante.
—Hasta ahora —dijo en cuanto se hubo apartado la sirvienta—, hasta ahora sólo has elegido tú…
—Elegir es mucho decir —contestó suavemente José María—. Me he limitado a organizar un poco lo inevitable…, mejor dicho, lo que aparentaba ser posible…
Es cierto que desde aquella tarde de Nápoles fue siempre José María el que tomó la iniciativa —aunque nunca fuera algo rutinario, ni siquiera ritual, sino una suerte de arrebato improvisado— de invitar a una tercera persona del sexo débil a ser testigo y parte en las batallas del amor —en el campo de plumas de las largas siestas libidinosas— de la pareja. A él le dejaba Mercedes distinguir primero el gesto, el duende, la mirada —oscura pero relampagueante—, la sonrisa provocativa, sumisa también, de alguna de las camareras o doncellas que les atendían en los sucesivos albergues italianos de aquel viaje de novios, y que hacían previsible la aceptación del envite que él formulaba.
En Siena, sin embargo, al regreso de una maravillosa excursión a San Giminiano, no fue una chica de servicio —servicial, sin duda, como todas las demás, aunque sus favores venéreos nunca fueran venales— la que participó con ellos en una de aquellas largas siestas. Fue una bellísima turista escandinava, sentada a una mesa vecina con un anciano y digno caballero —que resultó ser un marido de mucha mayor edad, aparentemente fuera de juego—, la que de pronto abandonó su almuerzo para acercarse a ellos, hablándoles en francés, lengua universal entonces para cualquier empresa diplomática o cultural, y el erotismo tiene que ver con ambos ámbitos, diplomacia y cultura.
—Vous êtes fascinants de beauté, tous les deux —dijo la rubia desconocida—. Vous m’invitez?
—À quoi? —preguntó José María, escuetamente.
—À partager vos plaisirs —dijo la nórdica belleza, con precisión inequívoca.
Desde luego fue invitada.
—Lo que quiero decir, Josemari —decía Mercedes aquella noche en el hotel del lago de Orta—, es que hasta ahora, desde la doncellita de Nápoles que nos resultó tan divertida, sólo has elegido, o hemos, si prefieres, chicas. ¿Por qué no nos buscamos alguna vez una mirada masculina?
A José María Avendaño se le derramó el vino de la copa que estaba saboreando al escaparse ésta de su mano tan grande fue la sorpresa.
En ese preciso momento —es decir, en el momento en que Mercedes, en su minucioso pero extrañamente distanciado relato de su viaje de novios, veinte años antes, estaba contando aquella conversación en los parajes del lago de Orta, pocas horas antes de abandonar Italia, rumbo a Biarritz, donde pensaban terminar el veraneo—, en ese exacto momento Michael Leidson se dio cuenta de lo que estaba aconteciendo. De lo que iba a acontecer, más bien. Tal vez de lo que se esperaba de él.
Raquel, en efecto, acababa de entrar en el saloncito, viniendo del dormitorio contiguo. Se había inmovilizado ante ellos, Mercedes y él, sentados en el sofá, y comenzaba a desvestirse. Desanudaba los lazos que ajustaban su blusa a las muñecas y al cuello, desnudaba sus hombros y aparecía ante ellos, altanera y distante, pero ofreciéndose. Cuando comenzó a desabrocharse la larga falda negra, Leidson cerró los ojos, inerme ante tanta belleza desvelada.
Mercedes le cogió de la mano, murmurando:
—Tenía razón Dominguito: ¡gringo guapo!
A medianoche Benigno Perales oye un ruido de pasos en la galería. Un murmullo indescifrable. Se dirige a la puerta de su habitación, la abre con cautela. Allá, a pocos metros de distancia, Raquel está conduciendo al americano sin duda hacia el dormitorio de Mercedes.
Un dolor punzante cruza su pecho, lo crucifica.
Siempre ha estado enamorado de Mercedes, sin declararse jamás, claro está, ni siquiera aludir, aunque fuese ligera, irónicamente, a esa pasión absoluta que ha mantenido a lo largo de los años absolutamente secreta.
Benigno había nacido y se había criado en Quismondo. De niño fue compañero de juegos de los hermanos Avendaño: juntos iban a descubrir los nidos en los árboles, a cazar culebras —algunas las traían vivas a la finca, para dar el gran susto a la Satur y al mujerío de la cocina—, a montar a pelo los potros salvajes de la ganadería, a desafiar a las demás pandillas de chavales de Quismondo y de los pueblos vecinos.
Luego, de adolescente, a principios de los años treinta, Benigno se fue a Madrid en busca de trabajo. Hizo de todo: de peón de albañil, oficio por donde suele empezarse cuando no se tiene por donde empezar; de tramoyista en un teatro, luego —o antes, no consta con exactitud— en el circo Price; de cochero de simón. Lo esencial, sin embargo, fue su descubrimiento del movimiento obrero, de militancia, que le llevó a integrarse en un grupo de la CNT.
Cuando se produjo el pronunciamiento militar contra la República, Benigno Perales ya militaba en el partido comunista. Fue uno de los primeros voluntarios de las milicias del partido que luego se agruparon en el 5.° Regimiento.
A primeros de agosto de 1936, desde Toledo, donde formaba parte de las columnas milicianas que ponían cerco —desordenado, ineficaz— al Alcázar de Moscardó, Benigno, que ya había ascendido a puestos de responsabilidad por su vivísima inteligencia, por su espíritu combativo, requisó un coche y se fue a Quismondo con un grupo de compañeros armados, a enterarse de lo que pudiera haber ocurrido en la finca de La Maestranza.
Así supo de la muerte de José María, el más joven de los hermanos Avendaño. Su preferido, por otra parte. Y no sólo porque gracias a él había conocido a Mercedes, su imposible amor. (Así suele decirse en los tangos y cuplés, ¡qué se la va a hacer!: también las letras de los tangos dicen grandes verdades).
En efecto, en abril, pocas semanas antes de su boda con José María, Mercedes estuvo unos días en La Maestranza, adonde no fue sola, la duda ofende, sino con su mamá, doña Constancia, en su papel de carabina, precaución esta aumentada y reforzada por la presencia del confesor de la novia, el padre Rupérez, activísimo aquellas últimas semanas de soltería en los ejercicios espirituales tendentes a preparar a Mercedes para el penoso aunque necesario sacrificio de su virginidad.
Fue entonces cuando Benigno vio a la señorita Pombo por primera vez. Entonces cuando el venablo del amor desesperado lo clavó contra la opaca pared del tiempo por venir.
La dulce boca que a gustar convida
un humor entre perlas destilado,
y a no invidiar aquel licor sagrado
que a Júpiter ministra el garzón de Ida,
amantes, no toquéis, si queréis vida;
porque entre un labio y otro colorado
Amor está, de su veneno armado,
cual entre flor y flor sierpe escondida…
En los sonetos de don Luis de Góngora, como puede verse, encontraba entonces Benigno Perales, genial autodidacto, las palabras convenientes para la expresión de su apasionado y amargo desespero.
Pero antes ya de la gloriosa aparición de Mercedes, era José María el hermano Avendaño preferido de Benigno. Porque era el más abierto a la discusión, el que le prestaba libros y discutía con él poemas de Alberti y de Miguel Hernández —Sobre los ángeles y El rayo que no cesa—, porque incluso le hablaba de Keynes y de sus teorías, con motivo de la visita del economista británico a Madrid, invitado por la Revista de Occidente a pronunciar en 1930 una conferencia. En suma, porque le trataba sin desdén ni arrogancia, como a un igual.
Por todo ello, la muerte del menor de los Avendaño le pareció a Benigno algo absurdo e injusto. Algo que le enfureció, además de entristecerlo.
Fue a La Prosperidad, la tienda de los Estrada —todavía vivía el padre de Eloy, que llevaba el negocio—, a hablar con éste y con Chema el Refilón. Los encontró allí, jugando a las cartas y bebiendo copas.
Estalló su ira.
—¡Aquí están los jabatos! —gritó—; ¡los valientes de la retaguardia! ¿Por qué no se os ve en el frente, coño, pegando tiros a los fascistas?
Ni a Eloy Estrada ni al Refilón les faltaron ganas para contestar por las malas, aun a riesgo de armar trifulca. Pero Benigno entraba en la tienda con el mono azul, uniforme miliciano en aquellos primeros tiempos de la guerra civil. Mono azul con correaje y las insignias de sargento, la estrella roja del 5.° Regimiento («Con el Quinto, quinto, quinto, / con el quinto Regimiento, con Líster y con Modesto, / con el comandante Carlos, no hay milicianos con miedo…») y al cinto un pistolón del nueve largo. Por si fuera poco, los tres milicianos que acompañaban a Benigno iban fuertemente armados con sendos naranjeros.
Así que Eloy y el Refilón tuvieron que tragarse los reproches y vituperios de Benigno:
—Contentos estaréis, ¿verdad?… A eso llamáis lucha de clases: asesinar al único liberal de la familia Avendaño, indefenso además… Pues ya que tenéis tantos cojones, os movilizo, machos… Os incorporo a una de las compañías de choque del 5.° Regimiento, a demostrar vuestra valía.
Eloy Estrada, tembloroso pero astuto, logró escabullirse de aquella situación. Con el pretexto de despedirse de su madre, que estaba en el piso de arriba de la casa, se escapó por una ventana que daba al campo abierto. No se molestó Benigno en organizar su persecución: ¡que le dieran por el culo, al mamón aquel! Chema el Refilón, en cambio, no sólo se dejó incorporar a filas en el 5.° Regimiento, sino que destacó bien pronto por sus dotes de combatiente, hasta el punto de ser reclutado, un año después, para las unidades de élite del XIV Cuerpo de Ejército de la República, al mando de Ungría, el famoso cuerpo de guerrilleros adiestrados para actuar en el interior de la zona franquista, en terreno enemigo: ejercicio arriesgado que ocasionaba bajas numerosas.
Ahora bien, si Benigno consiguió enterarse al detalle de los pormenores y peripecias de aquel 18 de julio en La Maestranza; si supo cómo había sido la muerte de José María Avendaño, en cambio no pudo saber a ciencia cierta qué había ocurrido con Mercedes y Raquel. Pues al parecer las dos mujeres habían desaparecido.
Obedeciendo un impulso, una intuición imperiosa que se manifestó clarividente, Benigno se fue con su patrulla de incondicionales a la finca de La Maestranza.
La mansión no había sufrido demasiados destrozos.
La ira de los braceros contra toda aquella riqueza no duró mucho: una breve racha de desahogo destructor antes de que el tropel de campesinos pobres abandonara el lugar. Desde entonces, la casa había permanecido abandonada. Sólo la Satur, a pesar de sus años, y la mujer de Mayoral, el intendente o capataz, que se había escondido en Madrid, venían un par de días por semana a una limpieza somera, a arreglar posibles desperfectos, naturales o malévolos.
Benigno estaba seguro de que Mercedes y Raquel se habían escondido en la casa misma. Nadie, en efecto, ninguno de los testigos que pudo interrogar, pocas semanas después del día de autos, había visto salir de la finca el Oldsmobile descapotable con el que Mayoral debía de haberse llevado a las dos mujeres.
Por ningún sitio apareció, ni en Quismondo, ni en sus alrededores, aquel automóvil, vistoso por otra parte, dificil de esconder por su color llamativo: rojo encendido.
Además, Benigno sabía, por habérselo oído contar a los hermanos Avendaño, compañeros de juego de su niñez, de su primera adolescencia, que existían en la casa pasadizos ocultos —algunos descubrieron los chavales en sus correrías y juegos de escondite—, así como una estancia secreta, donde, según la leyenda doméstica, el Indiano, el abuelo fundador, escondía a las amantes que instalaba a veces en su domicilio para poder gozar de ellas sin llamar la atención ni provocar la ira ni el llanto de la esposa legítima, muy tranquila y segura de su primacía en el dormitorio matrimonial.
Benigno estaba seguro de que Raquel y Mercedes, probablemente con alguna complicidad exterior —la de la Satur y la de Josefina, la mujer de Mayoral, parecía evidente—, seguían escondidas en alguno de los recovecos de La Maestranza.
Y así fue.
No tardó Benigno en descubrirlas —descubriendo, de paso, la famosa estancia secreta, donde se habían refugiado— atemorizadas, enflaquecidas, despeinadas, hasta greñudas, pero vivas, y Mercedes más hermosa que nunca, pensó Benigno, aunque tampoco Raquel le pareció desdeñable. Las rescató, pues, del encierro voluntario, les dio tiempo para que se bañaran y arreglaran un poco, se vistieran modestamente, a fin de no llamar la atención en las calles de Madrid, hostiles durante todos aquellos meses a todo lo que se pareciera, en hombres y mujeres, al atuendo burgués, y las acompañó con su escolta de milicianos a la capital, donde encontraron fácilmente refugio. Benigno Perales, caballeroso hasta el fin, no quiso saber dónde, para que, si se producía algún tropiezo, nunca pudieran pensar que fue por culpa suya.
A decir verdad, aquella noche de julio de 1956, en vísperas de la tradicional ceremonia expiatoria, no se acordó Benigno de todos estos episodios del pasado, veinte años antes. Sólo se han narrado ahora y aquí por respeto al amable lector, para hacerle cómplice en la legibilidad de este relato. Y es que, aunque el lector le lleve cierta ventaja al americano —mejor dicho, le llevaba: desde la reciente confesión de Mercedes al atónito Leidson, sabe éste tanto como aquél en cuanto al papel de los tratados de san Agustín y a la virginidad de la novia—, aunque el inteligente lector conozca, por tanto, suficientes datos de esta historia como para no perder el hilo del relato, no es puro capricho ni mero refocileo del Narrador el haber recordado algún episodio de la vida de Benigno Perales, que sin duda ayudará a mejor entender a este último, tal vez incluso a tener por él mayor simpatía.
Sea como fuere, la verdad es que Benigno no se acordó aquella noche de su expedición a Quismondo en agosto de 1936. Demasiado nervioso le habían puesto los acontecimientos recientes para semejante rememoración, que hubiera exigido sosiego reflexivo.
La presencia misma de Roberto Sabuesa, que seguramente le había reconocido, aunque no identificado, era en sí tan agobiante como para no hablar de los exabruptos del susodicho comisario de los cojones, recio ejemplar de la hispánica estulticia, bárbara y ciega.
Además, a Benigno le preocupaba la noticia del plante de los braceros que Mayoral había anunciado a José Manuel Avendaño y a Mercedes poco antes de la cena, y que ambos habían comentado después para los demás comensales.
No fue, naturalmente, el plante anunciado lo que a Benigno le inquietaba. Esta noticia más bien le regocijaba, sino el comentario de Sabuesa declarando que siempre había un cabecilla en semejantes circunstancias, y en este caso Benigno suponía quién era, quién podía ser. Lo que le preocupaba, pues, es que el policía aprovechara su estancia en la finca para indagar en esta cuestión con el riesgo de que terminara descubriendo a los instigadores del plante del día siguiente.
Ahora bien, a dicha difusa preocupación, al malestar que ésta había provocado, se añadía en el espíritu de Benigno la excitación que suscitaron los regalos que José Ignacio, el Avendaño jesuita y culto, le había traído de Alemania. ¡Nada menos que un ejemplar del informe secreto de Jruschov para el reciente congreso del partido comunista ruso! Y por si fuera poco, un grueso volumen de acartonadas tapas azules que contenía los manuscritos económicos de Marx de 1857-1858, recopilados bajo el título de Grundrisse der Kritik der Politischen Ökonomie, título que no era del autor, sino de los editores, pero que subrayaba verazmente su contenido: Elementos fundamentales de la crítica de la economía política, en efecto. Estos textos de Marx, que algunos consideran como borradores de El Capital, pero que tienen entidad propia, y de más amplio alcance, de mayor singladura que su obra maestra, por otra parte inacabada, tal vez inacabable, dormían en los archivos hasta que fueron publicados en 1939 y 1941 en Moscú, lugar y fechas poco apropiados, dadas la circunstancias bélicas, para la repercusión pública erudita o popular de esa edición.
El volumen que José Ignacio Avendaño había traído era una reimpresión de 1953, publicada en Berlín Este por Dietz Verlag, editor habitual de las obras de Marx.
Apenas le hubo entregado José Ignacio sus regalos, Benigno se encerró después de la cena en su cuarto para leer de un tirón, estremecido, sobresaltado, atónito, el informe secreto de Jruschov sobre el culto a la personalidad de Stalin y los crímenes de éste. Su primera reacción, una vez atenuada la impresión de sofoco y de cólera que le produjo la lectura, fue, al menos en apariencia, paradójica. Pensó que tan absurdos crímenes, tan irracional estrategia como la que Stalin había desplegado contra los supuestos «enemigos del pueblo», al ser desvelada y denunciada, aunque fuese de forma primitiva, sin elaboración teórica coherente que explicara las raíces sociales de tanto libertinaje despótico, restablecían en cierto modo una posible racionalidad de la historia de la revolución.
Lo históricamente irracional, en efecto, lo imposible de pensar, aunque tantos lo hayamos creído, al menos parcialmente, pensaba Benigno, era que Trotski o Bujarin fueran «agentes del enemigo» vendidos a los servicios del espionaje imperialistas. Al destruir la falsa veracidad de esa ingente mentira, el informe de Jruschov —más bien destinado a provocar emociones que a suscitar reflexión autocrítica, eso sí— permitía, sin embargo, una mirada nueva sobre la historia del comunismo. Historia trágica, sin duda, en la que los actores de semejante tragedia habían intercambiado sus papeles. No sólo porque las víctimas de tantas purgas, procesos, deportaciones masivas y calumnias recobraban su inocencia, sino también porque volvía a abrirse la posibilidad —sin duda frágil, trémula flor en el desierto glacial de un despotismo absoluto— de un renacer de la iniciativa, de la autonomía democrática, en los partidos comunistas del universo mundo.
A pesar de la emoción que le embargaba, de las ideas más o menos elaboradas que se disparaban en su mente —así, por ejemplo, Benigno no pudo evitar, y se comprende, el recuerdo de Heriberto Quiñones, a quien había conocido en la época, inmediatamente posterior a la victoria franquista, en la cual éste había reconstruido la organización clandestina del partido en España; no pudo evitar el recuerdo de Quiñones, ferozmente torturado por la policía de los Sabuesa y demás ralea hasta el punto de haber sido transportado en una camilla, incapaz de moverse por sí mismo, hasta el piquete de fusilamiento; no pudo evitar el recuerdo de las calumnias que el partido, su dirección, al menos, los Carrillos y Pasionarias, habían vertido sobre aquel cadáver heroico, acusando a Quiñones de aventurero, de agente del espionaje inglés, ¡válgame Dios!, acusaciones repetidas hasta todavía hacía poco, en 1954, durante el V Congreso del partido comunista, y que esa noche, después de la lectura del informe secreto de Nikita Jruschov, pudo situar en un contexto global de perversión irremediable de las ideas y las prácticas del comunismo—, a pesar de su emoción, Benigno se apresuró, después de su lectura del folleto, el famoso informe impreso en alemán, a buscar un escondite para preservarlo, necesidad que la presencia de Sabuesa en La Maestranza hacía aún más imperiosa.
Pero la búsqueda de algún escondite seguro ocurrió después de medianoche, después de que oyera en la galería de la casa los pasos y leves murmullos que revelaron la presencia de Raquel y de Leidson, camino del dormitorio de Mercedes Pombo.
En ese momento, al ver desaparecer a Raquel y al americano en un recodo de la galería, se olvidó del informe secreto, se olvidó de Heriberto Quiñones, y hasta se olvidó de las incontables e inolvidables palizas que había sufrido al ser detenido en la racha represiva que siguió a la caída de Quiñones.
Se olvidó del comisario Sabuesa, de su crispada sonrisa de desprecio —¿o de odio?, ¿o de miedo?— en el despacho de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol. Es mucho olvidar, sin duda, pero es que un dolor punzante le atravesó el pecho, obligándole a encogerse, a agazaparse en cierto modo dentro del sufrimiento que provocaba aquella imagen nocturna en el recodo de la galería.
Al salir de la cárcel, Benigno volvió a Quismondo, donde aún vivía una hermana de su padre, mujer de misa diaria y devoción irreprimible a la Purísima —«sin pecado concebida»—, devoción cristiana que las desgracias familiares habían acrecentado profundamente. Su hermano, en efecto, el padre de Benigno, había sido fusilado por los regulares cuando entraron en el pueblo, en octubre, camino de Madrid. Se decía que fue el mismo oficial del ejército de Franco, de la división de Yagüe, al mando de una columna compuesta por un tabor de regulares y un destacamento de la legión, el que, poco más tarde o poco antes de entrar en Quismondo, cambió por Numancia el nombre de Azaña —de la Sagra, en uno y otro caso—, por creer que tal denominación tradicional provenía de algún turbio homenaje a don Manuel, presidente de la odiada República.
En todo caso, el padre de Benigno fue juzgado sumarísimamente y fusilado por sus malos antecedentes y, sobre todo, por tener un hijo comunista, de sobra conocido. Su madre murió poco después, no por enfermedad, sino por soledad apesadumbrada. Para apurar las cuentas familiares, puede recordarse —aunque el hecho no tenga con nuestra historia ni relación ni consecuencia alguna, a mero título informativo, pues— que un primo de Benigno, en cambio, murió en el frente de Madrid durante el sitio de la ciudad, en un combate cuerpo a cuerpo en la Ciudad Universitaria, pero del otro lado, en una bandera de Falange.
Corrían por entonces los primeros años cincuenta y enseguida se enteraron en La Maestranza de que Benigno había regresado a Quismondo al salir de la cárcel. Un buen día, José Manuel y Mercedes se presentaron en la casa de Purificación Perales, la tía de Benigno, que le había concedido a su sobrino techo y cubierto sin condiciones ni límite de tiempo, a pesar de ser madre de un muerto falangista.
O precisamente por ello, váyase a saber.
Al recién excarcelado le propuso un acuerdo —un pacto, más bien, una especie de contrato moral— el Avendaño primogénito, hombre de dinero (lo hubo desde siempre en la familia, pero José Manuel lo hacía prosperar infinitamente) y de poder, bien introducido en las esferas dominantes del Régimen.
—Tú y yo sabemos quiénes somos, Benigno —vino a decirle a éste—. Sabemos lo que nos separa irremediablemente a golpes de sangre. Pero también sabemos lo que compartimos en la memoria de la infancia, que sigue siendo sagrada para mí. Te propongo que vuelvas a La Maestranza, que es en cierto modo tu casa, a trabajar como secretario de Mercedes, que lleva la hacienda, y de bibliotecario: hay que poner orden allí, establecer un catálogo, ¡nadie sabe ya encontrar un libro en tamaño barullo! A cambio de esa labor y del sueldo que percibas (ya lo discutiremos si estuvieses de acuerdo), yo no te pido que cambies de opiniones, ni que traiciones tus fidelidades, sino tan sólo que no hagas nada que pueda recaer sobre mi familia, que menoscabe o dificulte mi situación social en este Régimen…
Y Benigno Perales aceptó el pacto porque, en verdad, no pensaba volver a ninguna actividad de partido mientras sus dirigentes máximos siguieran siendo los mismos que calumniaron a Quiñones y que poco antes habían mandado asesinar a León Gabriel Trilla, desde la impune comodidad del exilio.
Así, instalado hacía unos dos años en La Maestranza, conviviendo a diario con Mercedes Pombo, Benigno había sufrido en silencio el delicioso dolor tantálico de un amor irrealizable.
A medianoche, ya se ha dicho, Perales cierra la puerta entreabierta para ver deslizarse por la galería las sombras de Raquel y del americano, el «gringo guapo». Así le había apodado Domingo Dominguín, según contaba Mercedes, al anunciarle, unas semanas antes, la venida de Leidson a la última ceremonia expiatoria. «Un tipo simpático, inteligente y hasta guapo», había dicho Dominguín hablando de Leidson, según le contó Mercedes. «Podrías aprovechar la ocasión para matar a tu cuñado José Manuel y fugarte con el gringo, ya que nunca quisiste fugarte conmigo».
Se habían reído ambos: Mercedes, al recordar la frase de Domingo. Y Benigno, al recordar a Dominguín. Siempre le era grato el recuerdo de Dominguín, como lo era el trato con él cada vez que iba a La Companza, la otra finca grande de la comarca donde el fundador de la dinastía, don Domingo, había trabajado de bracero en su juventud y que compró más tarde con el dinero ganado como matador y empresario taurino.
Fue Domingo precisamente quien le dio un ejemplar del periódico del partido comunista Mundo Obrero una tarde en La Companza, y es que, naturalmente, Domingo conocía los antecedentes políticos de Benigno.
—Ya sé que ahora vas por libre —le dijo Domingo aquella tarde en el salón grande de La Companza, adornadas sus paredes con cabezas astadas de algunos de los toros más nobles y bravos que habían matado los Dominguín, padre e hijos—, aunque no sepa por qué, tus razones tendrás, pero te propongo que celebremos en Quismondo un pequeño congreso clandestino para elegirte secretario del interior. Serías nuestro consejero político: fijate qué ventaja, en vez de tener que esperar las consignas de fuera, París o Praga, vendríamos a consultarte a Quismondo, Y nuestra teoría la llamaríamos marxismo-peralismo, en vez de marxismo-leninismo, que suena mucho menos castizo, ¿no?
Benigno se reía sin duda de buena gana, pero al mismo tiempo le recorría el espinazo cierto escalofrío. ¿Cuántos dirigentes comunistas del interior habían sido expulsados, calumniados y hasta asesinados por intentar, precisamente, crear un centro autónomo de dirección clandestina?
Sin embargo, nada le dijo a Domingo de aquella siniestra memoria. Le dijo tan sólo, para seguirle la broma, que podrían imaginarse dos alas o corrientes del marxismo de Quismondo: el ala marxista-peralista y el ala marxista-dominguinista.
Eso de las dos alas del partido le recordó a Domingo una anécdota que alguien le había contado recientemente: el partido no es una gallina ni una golondrina, no necesita tener dos alas, decía alguien en aquel episodio.
Pero ¿quién le había contado esa anécdota y con qué motivo, en qué contexto? Después de varias copas de orujo de más, en el salón grande de La Companza, Domingo se acordó de pronto. Se lo había contado Agustín Larrea, o sea Federico Sánchez, en la terraza de Ferraz, alguna noche de aquéllas, y el autor de la frase era un comunista checo, listo y chepudo. Pero ¿dónde lo habría conocido Agustín? Eso quedaba sin esclarecerse.
Aprovechó Domingo el recuerdo súbito para soltarle a Benigno, a bocajarro, algo que a éste le sobresaltó por imprudente.
—Un día de éstos me traigo a La Companza a Federico Sánchez y habláis, seguro que os entendéis…
A Benigno se le derramó la mitad de la copa de orujo. Se puso serio.
—¡Ni a mí me digas cosas así, Domingo, ni siquiera a mí!
Por el tono, se dio éste cuenta de que el otro no estaba dispuesto a seguir escuchándole; cambió inmediatamente de conversación. Ahora bien, a Benigno le quedó, a pesar de todo, después de su legítima reacción ante la imprudencia de Domingo, cierto sinsabor: le hubiera gustado saber algo más de ese Federico que acababa de aparecer en la prensa clandestina, desde la celebración del V Congreso del partido comunista.
Pero eso fue en La Companza, y ahora estamos en La Maestranza, a medianoche, entre el 17 y 18 de julio. Benigno acaba de cerrar la puerta de su habitación y recuerda la frase de Dominguín acerca del «gringo guapo» y en esa frase, lo que más le ha llamado la atención es lo que se refiere a José Manuel: «Podrías aprovechar la ocasión para matar a tu cuñado…».
Aunque nunca lo hubiera dicho, también él había pensado más de una vez lo mismo que Domingo: para recobrar su libertad, algún día Mercedes tendría que matar a José Manuel y fugarse, pero ¿con quién? Con Raquel probablemente, el ser que le era más próximo, más cómplice, más dispuesto a arriesgarlo todo por su felicidad. Si es que, tratándose de Mercedes, todavía podía esperarse alguna felicidad en lo que le quedaba por vivir.
En cuanto se instaló en La Maestranza, una vez concluido el acuerdo con José Manuel, Benigno intuyó —luego tuvo de ello evidencia— que el primogénito de los Avendaño, amo y señor de la finca y de la familia, ejercía sobre las dos mujeres, rescatadas de la muerte, de la cárcel al menos, por su intervención en agosto de 1936, una especie de feudal derecho de pernada.
¿Desde cuándo? No era una historia reciente, sino, por todos los indicios, algo habitual y hasta ritualizado, un secreto a voces entre el personal de la finca. Tal vez desde el final de la guerra civil, cuando la familia Avendaño recuperó bienes y posesiones, dinero y autoridad, tras la victoria del Generalísimo.
Sea cual fuese el comienzo de esa relación posesiva, el caso es que en 1955, cuando Benigno llegó a La Maestranza, pudo percatarse de ella, comprobarla. Cada vez que aparecía en la finca, donde Mercedes vivía la mayor parte del año salvo contadas estancias en Madrid y el tradicional veraneo en la playa del Sardinero, en Santander, José Manuel hacía constar sin recato ni pudor su situación de dueño de la casa y propietario de los cuerpos de ambas mujeres.
A la una y a la otra —a Mercedes y a Raquel, alternativamente, y a veces al mismo tiempo— se las veía pasar la noche en las habitaciones del cuñado de la viuda (que algunos braceros llamaban «Cuñadísimo», en alusión a un conocido e influyente político de los primeros tiempos de la dictadura; denominación que permitía atrevidas y soeces sentencias, chascarrillos y adivinanzas onomatopéyicas: «El Cuñadísimo está encoñado, pero ¿qué hará el Cuñadísimo con el coño de Raquel mientras tiene a su cuñada encañonada?»).
Hay que admitir que la lengua más viperina en esos dimes y diretes era la de la vieja Satur, que tenía, además, una explicación personal para semejante situación de «imperio de la guarrería» (así se expresaba la vieja cocinera, que nunca dejaba de insistir en que el mejor de los Avendaño —el único bueno en realidad, aunque el tercero fuese cura— había sido el señorito José María), explicación que se fundaba en lo que ella había descubierto en Biarritz, adonde fue a reunirse con Mercedes y el señorito —cuando éstos volvieron del viaje de novios por Italia—. En Biarritz me di cuenta, contaba la Satur a media voz, de que a los dos les gustaba hacerse el amor en presencia de una tercera persona, aunque ya nadie estaba dispuesto a seguir creyendo sus fábulas o fabulaciones, y ella insistía, creedme, por favor, en Biarritz hubo al menos un tercero, un fotógrafo inglés, joven, guapísimo, y yo diría que más bien marica, que aceptó un papel en aquel enredo, más por el señorito José María que por la señorita Mercedes…
O sea que en La Maestranza se las veía a las dos, Raquel y Mercedes, pasar la noche en las habitaciones de José Manuel, o entrar en éstas a la hora de la siesta.
Aquel 17 de julio, en cualquier caso, a medianoche, Benigno pudo comprobar casualmente que los relatos de la Satur, por lo menos en lo que se refiere a los sucesos de Biarritz en aquel lejano verano de 1936, no eran mera fábula, mero vapor calenturiento.
Cuando hubo cerrado la puerta de su habitación, después de vislumbrar las siluetas de Raquel y del americano, camino del dormitorio de Mercedes, seguramente, Benigno se propuso ir a esconder el informe secreto de Jruschov en la biblioteca de la casa, lugar ideal para ello. En cualquier otro momento hubiera dejado tranquilamente aquel folleto en su escritorio: a nadie le interesaba en La Maestranza hurgar en sus pertenencias personales. Pero la presencia del comisario Sabuesa en la finca lo complicaba todo, le incitaba a ser particularmente prudente.
En la planta baja, apenas penetró en la biblioteca, el salón del Indiano, Benigno volvió a sentir el extraño bienestar, a la vez relajado y excitante, que siempre le producía el entorno de las estanterías repletas de libros, la mayoría de ellos hermosamente encuadernados, recubriendo hasta el techo las paredes de la sala, que ocupaba toda un ala de la mansión y se elevaba hasta la altura de un segundo piso, iluminada de noche por multitud de lámparas bien dispuestas para la comodidad de la lectura, y de día por la transparencia multicolor de una vidriera que constituía su cubierta.
Benigno había decidido esconder el folleto de Jruschov en alguno de los tres volúmenes de las obras de Donoso Cortés que había descubierto recientemente en un montón de libros sin clasificar, una preciosa edición encuadernada a media piel, en el espesor de cuyas tapas se le antojaba posible abrir delicadamente con una hola de afeitar una hendidura en la cual ocultar las páginas del informe secreto.
Lo más curioso de aquella edición de Donoso Cortés era que se trataba de una traducción al francés, publicada en París en 1862 por la Librairie d’Auguste Vaton, Editeur, 50 rue du Bac, con una introducción de Louis Veuillot, conocido periodista ultramontano y polemista, acérrimo defensor de la infalibilidad pontificial, director del diario L’Univers, y a Benigno le había hecho gracia descubrir en traducción francesa la altisonante prosa del marqués de Valdegamas.
De los tres volúmenes de las obras de Donoso Cortés, Benigno eligió uno al azar que resultó ser el tomo tercero, enteramente dedicado a la traducción del famoso Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo. Antes de buscar la mejor manera de hendir con delicadeza la tapa del libro, lo hojeó, éste se abrió por casualidad al comienzo del capítulo sobre el libre arbitrio, en la página 139. Leyó unas líneas, primero distraídamente, luego con creciente interés, «Le libre arbitre de l’homme est le chef-d’oeuvre de la création, et, s’il est permis de parler ainsi, le plus prodigieux des prodiges divins…». Iba Benigno a abandonar la lectura de tan retóricas sentencias —ni siquiera la traducción al francés, idioma por esencia racional y comedido, quitaba hierro grandilocuente a la prosa castellana— cuando se detuvo en su propósito de cerrar el libro.
«C’est invariablement par rapport au libre arbitre que toutes choses s’ordonnent, de telle sorte que la création serait inexplicable sans l’homme, et l’homme inexplicable s’il n’était libre. Sa liberté explique l’homme et en même temps toutes choses. Mais qui expliquera cette liberté sublime, inviolable, sainte; si sainte, si sublime et si inviolable que Dieu, qui l’a donnée, ne peut l’ôter; que par elle l’homme peut résister, d’une résistance invencible, à Dieu, de qui il la tient, et, épouvantable victoire, vaincre Dieu?».
En ese momento de su lectura, Benigno sintió la necesidad de sentarse, de coger papel y lápiz, y de traducir al castellano —al suyo propio, sin duda, ya que el original de Donoso Cortés no le era asequible— las sentencias de éste:
«… de manera que la creación sería inexplicable sin el hombre y el hombre inexplicable si no fuese libre. Su libertad explica al hombre y explica al mismo tiempo todas las cosas existentes. Pero ¿quién explicará tal libertad sublime, inviolable, santa; tan santa, tan sublime y tan inviolable que Dios, que la ha otorgado, no puede suprimirla, y gracias a la cual el hombre puede resistirse, con invencible resistencia, a Dios, de quien la obtuvo, y, ¡espantosa victoria!, puede vencer a Dios?».
Leídas así, con calma, las frases de Donoso Cortés le parecieron dignas de reflexión. Pero no tenía tiempo, tampoco estaba en condiciones en aquella precisa y urgente situación para mucho pensar. Tenía que esconder cuanto antes el texto de Jruschov, que la presencia del comisario Sabuesa en la finca convertía en algo peligroso.
Cerró el volumen, prometiéndose volver a estudiar más adelante el capítulo sobre el libre arbitrio del hombre en el ensayo de Donoso Cortés, y palpó las tapas del tomo tercero buscando el lugar más espeso por donde hendirlas suavemente.
Así es como tuvo la sorpresa de descubrir que ambas tapas del volumen ya habían sido rasgadas y ajustadas de nuevo cuidadosamente con algún pegamento. Así es como descubrió Benigno Perales, aquella noche de julio, dos manuscritos de José María Avendaño, dos cuadernos, uno de ellos diario íntimo, redactado en un lenguaje escueto, por momentos casi telegráfico, pero de una absoluta precisión.
Escondido en la tapa anterior del libro, se encontraba el diario redactado por José María durante el viaje de novios, en el cual se relataban, concisamente, las peripecias eróticas del viaje, desde el día originario de Nápoles y de Capodimonte: de Judit y de Luciana.
El segundo documento —ambos estaban escritos en un finísimo papel cebolla de buena calidad, con una caligrafía diminuta—, escondido en la tapa posterior, no era propiamente un diario íntimo, sino una serie de apuntes, notas y reflexiones sobre temas históricos y políticos: desde el resumen de una conversación en Madrid, en 1930, con John Maynard Keynes —así se explicaba que hubiese en la biblioteca un libro de éste, General Theory, de 1936, enviado desde Londres con una dedicatoria cordial—, hasta la relación pormenorizada de una entrevista en Nápoles con Benedetto Croce, durante el viaje de novios, pasando por una serie de apuntes críticos sobre ensayos o conferencias de Ortega y Gasset, Manuel Azaña y Fernando de los Ríos.
En realidad, Benigno Perales no tuvo tiempo ni humor de leer detenidamente esta segunda serie de reflexiones por el sofoco que le produjo el primer texto, o sea, la cruda —y tanto más por ser escueta— confesión de José María en lo que concierne a su enredado viaje de bodas, al oscuro placer de voyeurismo activo y pasivo, descubierto en Nápoles, gracias a Mercedes, con la deliciosa Luciana, y ulteriormente practicado por la pareja con algunas otras chicas serviciales.
Hasta Biarritz por lo menos, donde aparecía de pronto un chico en el diario, un tal Timothy, joven fotógrafo inglés. Pero al llegar a este episodio, Benigno, virtuoso y hasta puritano, cerró los ojos, optó por no saber, no enterarse, y abandonar la lectura de las páginas del diario íntimo.
Más tarde, más adentrado en aquella noche de insomnio, ya de regreso a su habitación, Benigno se dio cuenta de que el segundo documento —se había llevado, en efecto, el cuadernillo que contenía las reflexiones de José María sobre diversos temas histórico-filosóficos, para leerlo detenidamente, dejando en cambio el diario íntimo en su escondite originario, que volvió a cerrar cuidadosamente, mientras colocaba en la otra tapa del volumen de Donoso Cortés el informe secreto de Jruschov— se terminaba con una nota encabezada por la inscripción: «Maestranza, 15 de julio 36», y que decía así, sibilinamente: «Fotos: Enciclopedia Toreo».
Pensó, como es lógico, que aquella indicación significaba que en algún volumen dedicado a la tauromaquia —no faltaban en la biblioteca, ¿sería alguno de los tomos de Cossío?— se ocultaban fotografías. Pero ¿cuáles?
Recordó que Timothy, el joven inglés de Biarritz, era fotógrafo, según constaba en el diario secreto de José María Avendaño. Temió lo peor: no, ni hablar, no iría a buscar esas fotos en ninguno de los volúmenes de la biblioteca taurina de La Maestranza, ¡ni pensarlo!