«DILIGENCIA:
»Para hacer constar, que sin poder profundizar por tratarse de asunto tan delicado como todo lo que se relaciona con la Universidad, desde hace bastante tiempo era seguida y venía preocupando a esta Primera Brigada Regional la evolución política seguida por un grupo de universitarios, principalmente de la Facultad de Filosofía y Letras, evolución en la que se veía una orientación fija, tendente a un “liberalismo” que tenía como base el desbordamiento del S. E. U. Exponente de esta actividad es el Congreso de Escritores jóvenes, al que siguen charlas y disertaciones en la mencionada facultad, haciendo uso de la “Tribuna del Estudiante” en la que se diserta sobre poetas y escritores comunistas.
»El fallecimiento del filósofo ORTEGA Y GASSET da paso a que con pretexto del mismo, en diversos actos, este grupo de estudiantes demuestre una mayor actividad y un menor recato en sus manifestaciones, tales como: la confección de una esquela carente de cruz y la organización de una manifestación portadora de una corona con la dedicatoria “La juventud universitaria a su maestro”. El que, al indicar alguien en el cementerio que se rezase un padrenuestro, se oponga de forma terminante ENRIQUE MÚGICA dando el acto por terminado con la lectura de una elegía al Maestro por JESÚS LÓPEZ PACHECO.
»Lo anteriormente expuesto motiva que las gestiones de información y vigilancia se centren sobre estos dos personajes aludidos, que permiten determinar que el tal MÚGICA es uno de los principales promotores del congreso de escritores aludido y al que secundan de forma activísima JULIO DIAMANTE STIHL, LÓPEZ PACHECO y JULIÁN MARCOS. Se determina igualmente que son ellos los que pretendieron organizar un acto en el aula magna de la Facultad de Filosofía con lectura de obras de RAFAEL ALBERTI y de PABLO NERUDA, ambos conocidos comunistas. Se tiene igualmente conocimiento por esta Primera Brigada de que a dichos medios universitarios había llegado propaganda del partido comunista consistente en Mundo Obrero, Cuadernos de Cultura, propaganda específica del partido comunista; como lo indicaba el hecho de que a algunos universitarios se les viera leyendo la citada propaganda.
»Todo ello demostraba que existía una cabeza dirigente que encauzaba las actividades de dicho grupo estudiantil hacia sus fines propios…».
Don Roberto Sabuesa dejó en la mesa el informe que estaba leyendo. Una cabeza dirigente, en efecto, de eso se trataba.
En realidad, casi se sabía de memoria los documentos de la diligencia policiaca realizada en los medios estudiantiles de Madrid a raíz de los acontecimientos y tumultos del mes de febrero. Su buen compañero, Digno Fuertes Galindo, comisario principal jefe de la Primera Brigada Regional de Investigación Social, había solicitado su asesoramiento, y le había facilitado con dicho fin las copias de todos los informes, actas de interrogatorios y documentos anexos relativos a la citada investigación o diligencia.
La cabeza dirigente, eso era lo esencial. Lo que había que descubrir. La verdadera cabeza, por supuesto. No sólo la aparente. Esta última, por eficaz que fuese, y había demostrado que podía serlo, no planteaba mayores problemas. Y es que, aunque se tratase de «asunto tan delicado como todo lo que se relaciona con la Universidad», como oportuna y eufemísticamente decía en la introducción a su informe el comisario Fuertes Galindo, la cabeza visible siempre podría controlarse. Por hábil que fuera, a Enrique Múgica Herzog —de madre extranjera y judía, como se observará— siempre podría ponérsele freno, coto y control.
Lo mismo diría de otro de los cabecillas realmente peligrosos, por su apellido y su posición social, por el prestigio del que parecía gozar entre sus compañeros universitarios.
A don Roberto le subió un resquemor por el esófago que le llenó la boca de acidez. Podía ser la copa de orujo que se había tomado poco antes, que Eloy Estrada le había ofrecido. Podía ser también la rabia que le entraba, sorda pero irreprimible, cada vez que mencionaba o le venía a la mente aquel apellido. Cuando recordaba la sangre que había dado por España esa familia —padre y abuelo fusilados por los rojos; un tío que siempre se había destacado en las misiones de vanguardia de Falange—, le daba un arrechucho de santo furor pensar en aquel niñato irresponsable, mamarracho, traidor.
Unos días antes, precisamente el sábado 14 de julio, se le había rendido homenaje al mencionado tío, Juan José Pradera, recién nombrado por el Generalísimo embajador de España en Damasco. En el Arriba del domingo había leído don Roberto una reseña de dicho homenaje.
«Las palabras de Juan José Pradera», decía el periódico, «fueron selladas con continuados aplausos una vez que puso remate a las mismas con el compromiso de entregar a su tarea, como título reclamado por su nombre y su militancia, el de leal al Caudillo y España».
Pues bien, de ese tronco tan racial y espiritualmente sano había salido un retoño lleno de resentimiento, de odio hacia todo lo noble, todo lo prístino de la cristiana y civilizadora tradición de España.
A don Roberto y a todos sus colegas de la Brigada de Investigación Social les constaba que el nieto de don Víctor y sobrino de Juan José Pradera era uno de los máximos, tal vez el máximo responsable del movimiento universitario de oposición y de disgregación. Pero por su apellido y la situación de su familia en el Régimen, por el hecho de acabar de ingresar en el cuerpo jurídico del Ejército del Aire, la investigación policiaca a su respecto había tenido que desarrollarse con cautela, en detrimento de su eficacia.
Así, por ejemplo, no se le había podido enviar a Carabanchel como un preso cualquiera. Se le había tenido que confinar, bajo palabra de honor, en el recinto del aeródromo militar de Getafe, donde podía recibir visitas de su familia y hasta de sus amigos. A pesar de ello, los inspectores de la Brigada habían conseguido descubrir sus conexiones con los demás revoltosos, anudando los hilos de una muy turbia trama.
En suma, la información y vigilancia no planteaban mayores problemas en lo que se refiere a la cabeza visible, legal en cierto modo, de la revuelta. Lo que quedaba por descubrir, en cambio, era la cabeza dirigente real. La que entre bastidores daba órdenes, consignas o consejos a unos y otros.
Don Roberto se preparó un vaso de agua con una buena dosis de bicarbonato. Lo removió largamente con una cucharilla, pensativo.
Alguno de los inspectores del grupo de la Primera Brigada encargado de la investigación pensaba que el verdadero artífice de todo el cotarro, el hombre que servía de enlace entre los veteranos jefes comunistas del exilio y los novatos del interior, era un tal Antonio López Campillo.
Natural de Algeciras, bastante mayor que los demás estudiantes implicados en la conjura —había nacido en agosto de 1925—, López Campillo reunía, es verdad, algunas condiciones que podían hacerle sospechoso de cierto papel dirigente. En primer lugar, había viajado a París con relativa frecuencia durante los últimos años. Además, no podía ser afecto a los ideales del Régimen, ya que era un destacado elemento protestante que pertenecía a la Iglesia Evangélica española y al grupo Esfuerzo Cristiano, del templo sito en el número 25 de la madrileña calle de Calatrava.
Desde París, el 15 de diciembre de 1955, Campillo había escrito una carta a uno de sus amigos madrileños, carta que fue intervenida en un registro domiciliario y en la que se aludía varias veces a la «Sagrada Familia» a los «padres de la Sagrada Familia», lenguaje a todas luces críptico, codificado. Un distinguido especialista en temas de comunismo de la Dirección General de Seguridad, Mauricio Carlavilla, consultado sobre este particular, había opinado —constaba su dictamen en la carpeta de copias y demás documentación de don Roberto, bajo el número 6121 del registro de salida de dicha dirección, con fecha del 28 de abril de 1956—, «que las denominaciones “Sagrada Familia”, “padre de la Sagrada Familia”, “los Padres”, “Su Santidad”, “Santo Padre” y otras, encierran indiscutiblemente una alusión simbólica a elementos que deben ser considerados como dirigentes u orientadores de actividades políticas. Antes ya de 1932, cuando el Comité Central del Partido Comunista de España estaba integrado por José Bullejos, Gabriel León Trilla y otros, recibieron, por parte de los propios militantes de aquel partido, el calificativo de “Sagrada Familia”…».
Pero esa carta de París del tal Campillo, prueba fehaciente para algunos inspectores de que el aludido participaba en las altas esferas del comunismo en el exilio, O que tenía, por lo menos, contacto con ellas, no significaba casi nada para don Roberto. Ateniéndose a una larga experiencia, estaba convencido de que un verdadero responsable del trabajo clandestino jamás hubiese enviado, por correo normal, misiva tan incauta, utilizando semejantes expresiones. Sólo podía haberlo hecho un neófito, o un compañero de viaje, correveidile de la organización.
Habría que buscar en otra parte la dichosa cabeza dirigente.
El comisario Sabuesa bebió de un solo trago el vaso de agua con bicarbonato. Sintió un alivio casi inmediato y eructó con satisfacción, dos veces seguidas.
Tenía una opinión personal sobre este asunto. Tan personal que todavía no la había comentado con nadie.
Tenía un candidato para el papel de dirigente de la conjura. Estaba seguro de conocer su nombre y apellido. Pero no adelantaba gran cosa conociéndolos. Y es que era el nombre, seudónimo más bien, de un mero fantasma. De un ser inexistente, no identificable, no fácil de identificar por añadidura. Ninguno de sus habituales confidentes, ni de los informadores ocasionales relacionados con los supervivientes, escasos, del naufragio de la organización comunista de Madrid, a finales de los años cuarenta, daban razón de aquel nombre y apellido. Ni tenían la más mínima idea de dónde podía surgir el personaje que utilizaba aquel seudónimo, nuevo en los anales de la clandestinidad.
A menudo, cuando pensaba con rabia o disgusto en ese asunto, al comisario se le antojaba ser espectador de una película de misterio: ya había aparecido en algunas secuencias una figura sospechosa, ya nos estremece verla deslizarse sigilosamente en las escenas más inocentes, bucólicas acaso, pero aún no sabemos su nombre verdadero, ni por qué parece disponerse a asesinar a la rubia deliciosa del vecino hotelito. Y, sobre todo, no sabemos qué hacer para avisar del peligro a dicha rubia.
Así, don Roberto estaba seguro de conocer el nombre, por desgracia supuesto, del dirigente, enlace o instructor del centro exterior del partido comunista cerca de los universitarios madrileños. Podría demostrarlo more geometrico, con el rigor que se exige para desarrollar cualquier argumentación matemática. Pero dicho saber era inútil: no le servía para nada.
Fueron interrumpidas sus cavilaciones, llamaban a la puerta. Se oía la voz de Eloy Estrada.
—¿Se puede, don Roberto? Tengo algo que enseñarle…
Dijo que sí, que se podía, que adelante, que a ver.
Estaba viéndolo: era una tarjeta postal que representaba, con colores chillones, una escena de degollación, desagradable, casi repugnante.
—Acaba de llegar —decía Eloy Estrada—. Desde Italia…
La mirada del comisario le envolvió en su frialdad.
—Yo recibo aquí el correo del pueblo —explicaba Estrada—. Antes de que se distribuya. Y como parecía interesarle el señorito Lorenzo…
Don Roberto no dijo por qué le interesaba Lorenzo Avendaño. Miró la postal, comprobó que venía de Italia, en efecto. De Florencia, según el matasellos. Una breve nota en italiano daba el nombre del pintor, A. Gentileschi, el tema de la obra. Se trataba de la degollación de Holofernes por Judit y su sirvienta.
Morboso, pensó el comisario. Luego leyó el texto escrito con una letra menuda, pero perfectamente descifrable.
«Mercedes del alma mía: el cuadro del que tanto me has hablado no está en Nápoles, sino en los Uffici de Florencia, como podrás comprobar. Y el vestido de Judit no es azul, como lo era en tu recuerdo, sino amarillo. Hasta en esta cochina reproducción puede verse. O sea, tu memoria del viaje de novios necesita contraste y precisión. En Roma, Piazza del Popolo, estupenda tarde con María Z. y algunos amigos suyos. Te lo contaré el 18, durante vuestra horrible ceremonia cavernícola… Ojalá sea la última: lo has prometido. Recogeré a Isabel en Madrid, llegaremos juntos. Lorenzo».
—¿Le parece importante? —preguntaba Eloy, obsequioso.
Al comisario le parecía más que nada indignante que un hijo llamara a su propia madre «Mercedes del alma mía». Pero no dijo nada. No eran cuestiones que iba a comentar con Estrada, desde luego que no. Por si acaso, anotó en su memoria el nombre que Lorenzo mencionaba en su postal: María Z. Averiguar quién podía ser. Se felicitó de que el joven Avendaño confirmara su asistencia a la ceremonia del día siguiente. No le asombró demasiado cómo la adjetivaba: «horrible» y «cavernícola». Pero le llamó la atención esta última palabra, poco usual ahora entre muchachos de veinte años. Sería lenguaje de tradición familiar, pensó.
Le devolvió la postal a Eloy Estrada.
—No —dijo—, no tiene importancia.
El propietario de La Prosperidad se le quedó mirando, como si esperara instrucciones.
—Voy a comer aquí —dijo el comisario—. Iré a la finca más tarde…
Eloy se movió enseguida, anunció que iba a mandar que le pusieran la mesa allí mismo, para que estuviese tranquilo, enumeró platos, guisos, vinos, quesos y postres. El comisario hacía gestos displicentes, despidiéndolo. Dijo que encargara lo más conveniente, a su antojo. Ya sabría él mejor que nadie. Se fue, pues, Estrada con la postal que representaba la degollación de Holofernes y que Lorenzo le había enviado a su madre desde Florencia.
Unas horas más tarde, Roberto Sabuesa vio aparecer otra vez la dichosa tarjeta postal. Estaban entonces en el salón de música de La Maestranza, antes de la cena, y Raquel la traía en una bandeja de plata.
Mercedes Pombo se apartó del grupo en que estaba conversando para leerla.
José Ignacio, el jesuita, el segundo de los hermanos Avendaño, estaba enfrascado en una discusión con el americano. Hablaban de Ortega, de la teoría de las generaciones, de España con y sin problema y del problema de España: vertebrada o acaso no. Al comisario Roberto Sabuesa te irritaba la presencia de Leidson. Le fue antipático desde que apenas le entrevió en la tienda de Eloy Estrada, por la mañana. Le observaba de reojo, acechando la primera ocasión de hacerle alguna descarga dialéctica. El jesuita, en cambio, parecía estar encantado con su interlocutor.
—¡Virgen santa, qué comienzo! —exclamó de pronto Mercedes Pombo.
Todos se volvieron hacia ella.
Roberto Sabuesa comprendió entonces por qué se le habían antojado vagamente familiares las primeras palabras de la misiva de Lorenzo a su madre. La exclamación de ésta lo ponía de manifiesto. Era como en el Tenorio de Zorrilla, cuando la madre superiora lee la carta de don Juan a Inés: «Doña Inés del alma mía…». Y la superiora pone el grito en el cielo: «¡Virgen santa, qué comienzo!».
—Eso está en el Tenorio —dijo el comisario—. Sin embargo, usted no se llama Inés…
Mercedes Pombo le miró extrañada.
Pero aquello sería más tarde, en La Maestranza, antes de la cena. Ahora está todavía en el almacén de Eloy Estrada. Para que no le molestaran los clientes, Eloy le ha instalado en el reservado donde los feriantes suelen hacer sus partidas de cartas. Allí le han puesto la mesa y le han servido entremeses caseros, variados y odoríferos.
Era la segunda vez que don Roberto asistía en Quismondo a la ceremonia expiatoria del asesinato de 1936, al cumplirse el vigésimo aniversario de aquel luctuoso acontecimiento. En este preciso instante, al trascribir el adjetivo «luctuoso», el Narrador —¿o tan sólo el escriba, escribidor o escribano?— de esta historia no ha podido evitar un respingo. Y es que se trata de un adjetivo duro de pelar. Duro de aceptar y por tanto de escribir. Un adjetivo de abecedario, o sea propio del léxico del diario Abc, que ya se sabe inscrito en una determinada tradición retórica. Al Narrador adjetivos como éste le producían, en la época en que se desenvuelve esta historia —e incluso siguen produciéndole, según datos fidedignos—, cierto repeluco. Ahora bien, como dicho Narrador aún no se ha identificado, como todavía no sabemos cabalmente quién es, ni por qué lo es, tendremos que contentarnos con esta fugaz alusión: no hace suyo ni aprueba literariamente el uso del adjetivo «luctuoso», pero tampoco quiere censurarlo, ya que, y es lo único que de él puede aventurarse en este momento, no se trata de un narrador totalitario: sabe que es el dios de estos relatos, ¡cómo no!, pero un dios tolerante, nada mayúsculo ni majestuoso, pasado por las aguas bautismales de la modernidad narrativa, que le obligan a permitir que sus personajes se expresen alguna vez por su cuenta y riesgo, con su propio lenguaje, pase luego lo que pase.
El año anterior, como quiera que sea, en 1955, el comisario Sabuesa fue a Quismondo por pura casualidad. En Chicote, durante una copa de vino español que festejaba la promoción de algún amigo o conocido, el comisario se había encontrado con José Manuel Avendaño, hombre de negocios muy relacionado con determinadas esferas del Régimen y que hasta ese día no había tenido el gusto de tratar. Salió en la charla entre ambos el asunto de la conmemoración familiar de aquel hecho luctuoso (el adjetivo lo puso el comisario, ciertamente: dejemos constancia de ello). Avendaño le explicó en qué consistía la ceremonia y a don Roberto le pareció ejemplar. ¡Ojalá pudiera hacerse algo parecido a escala nacional! Algún acto multitudinario y religioso, en el Cerro de los Ángeles, tal vez, que recordara a los rojos que habían sido vencidos por los nacionales, que les obligara periódicamente a asumir su condición malévola, no sólo de vencidos sino también de condenados por la Historia y la Divinidad.
Pero este año no había ido a Quismondo sólo por curiosidad o simpatía. Estaba allí principalmente por razones profesionales.
Y es que, como ya ha dado a entender una frase de Eloy Estrada, al comisario Sabuesa de la Brigada Social le interesa el joven Avendaño. No es que éste haya tenido un papel de primer plano en la revuelta de febrero ni en los movimientos universitarios que la precedieron o que siguieron produciéndose después. Lorenzo Avendaño fue uno más, uno de tantos. Al comisario no le interesaba el papel que tuvo sino sus relaciones con algunos de los protagonistas del movimiento disgregador. Era amigo de Múgica Herzog, por ejemplo. Pero, sobre todo, parecía estar muy relacionado con el Gran Manipulador, el Traidor Máximo, cuyo nombre se resistía a pronunciar, incluso en su fuero íntimo. Ésta era una de las pistas que deseaba investigar más a fondo, y algo que no había podido acometer todavía porque la familia Avendaño, por consejo de José Manuel, el mayor, el hombre de los negocios, se las había arreglado para que Lorenzo desapareciera de Madrid durante cierto tiempo: lo había mandado a Italia, en viaje de estudios, decían.
Aprovechando la circunstancia de la ceremonia conmemorativa, don Roberto se proponía recomenzar la investigación. Si su intuición se revelaba acertada, Lorenzo Avendaño tal vez le permitiera —involuntariamente, muy a pesar suyo— seguir los hilos de la trama hasta la verdadera «cabeza dirigente» de la subversión.
En realidad, la eficacia de la acción policial, después de las algaradas y manifestaciones de febrero, había sido dudosa. A esa conclusión había llegado don Roberto Sabuesa. Se había incautado alguna propaganda, localizado a algunos activistas de la subversión liberal —ya que ésta era la piel de cordero con que se disfrazaban ahora los instructores del partido comunista: el liberalismo—, se había encarcelado y procesado a algunos cabecillas virtuales. Pero todos los detenidos habían tenido que ser puestos en libertad. La represión carecía por tanto de ejemplaridad. Si no corre algo de sangre, o mucho miedo por lo menos, mucho y santo temor, no se consigue nada: ya lo ha demostrado la experiencia. Además, la cárcel, cuando es poca y más bien benévola, no sólo no infunde temor en la sociedad, sino que puede, muy al contrario, otorgar prestigio y popularidad a los encarcelados, convirtiéndolos en mártires a poco precio.
Por otra parte, y esto era lo más negativo, la investigación policial no había conseguido desvelar los contactos del grupo de universitarios madrileños con el aparato clandestino del partido comunista. Que dichos contactos existieran, había que ser tan ingenuo como el traidor Ridruejo para negarlo o pretender ignorarlo. Éste, en efecto, en un informe enviado a las autoridades después de su salida de la cárcel, exponiendo las razones del malestar estudiantil, pretendía ocultar o descartar toda influencia de los comunistas, todo contacto con ellos.
Bien es verdad que en ninguno de los interrogatorios de los más destacados universitarios detenidos había salido a relucir relación alguna con la organización comunista clandestina. A primera vista, se confirmaba la opinión de Dionisio Ridruejo sobre la espontaneidad, la autonomía del movimiento subversivo. Pero sólo a primera vista. Y es que los interrogatorios habían sido más bien de guante blanco. No se había presionado bastante a los detenidos. Probablemente a los inspectores les había impresionado que fueran en su mayoría de buena familia: no se atrevieron a tocarles ni un pelo de la ropa. Ahora bien, sin un mínimo de presión física no se obtiene nunca nada. Algunas hostias bien dadas, en el momento oportuno, hacen ganar semanas en el conocimiento de las tramas subversivas.
Pero no sólo se había respetado en demasía a esos señoritos de mierda. Además, los inspectores no habían comprendido que el objetivo principal de su investigación consistía en descubrir los contactos con la red clandestina del partido comunista. La «cabeza dirigente», como decía en su informe Digno Fuertes Galindo, era lo esencial. En ese sentido había que hurgar y apretar. Eso es lo que él mismo, tomando el relevo, se proponía descubrir sobre la base de los datos acumulados por sus subordinados.
Un breve escalofrío de placer anticipado le recorrió la piel, un nudo de calenturas le presionó la ingle, al pensar en la posibilidad de que su intuición se confirmara: con una pizca de suerte, Lorenzo Avendaño iba a conducirle, sin saberlo, hasta la «cabeza dirigente».
Satisfecho, volvió a eructar.
De entre los documentos que tenía en la mesa eligió algunos. Tres, concretamente. El primero era la copia de una nota oficial que el Ministerio de Información había estudiado enviar durante las algaradas a todos los diario de los fines del mes de febrero.
Se titulaba: Una maniobra comunista al descubierto, y decía así:
«Anticipándose en más de 24 horas a unos propósitos estudiantiles que ayer entorpecieron en Madrid el normal funcionamiento de algunos servicios docentes, el órgano oficial del partido comunista para España, Mundo Obrero, publicó el día 7 un artículo de Federico Sánchez conteniendo consignas para la juventud comunista española. Tales consignas demuestran dónde está la mano instigadora de ciertas sospechosas actitudes y el móvil posible de quienes tratan de convertir a nuestra juventud universitaria en primer objetivo para los fines de una amplia maniobra política.
»En este artículo, que revela cómo una fuerza que pretendía mantenerse en el secreto sigue queriendo perturbar la vida normal de los españoles, el citado editorialista de Mundo Obrero dice, en texto que ayer mismo fue transmitido como consigna a través de Radio España Independiente: El estudiante comunista debe combinar las formas de acción legales e ilegales, prestando especial atención a las formas de organización y de lucha que surjan espontáneamente en la masa estudiantil, para apoyarse en ellas sin dogmatismos preconcebidos…».
Bueno, no iba a seguir leyendo semejantes despropósitos.
Se conocía de memoria la jerga retórica de los agitadores comunistas: llevaba quince anos luchando contra ellos. Lo importante no era el contenido de este artículo, lleno de tópicos y de latiguillos. Lo importante era su firma, Federico Sánchez. Y es que el comisario había realizado una pesquisa sobre dicho nombre y apellido a raíz de su aparición con motivo de los sucesos estudiantiles de febrero.
Cabía decir lo siguiente: en primer lugar, que era un nombre de guerra relativamente reciente. Podría hasta afirmarse que muy reciente. Dos años antes, en efecto, no existía este Federico Sánchez. No aparecía, al menos, en las publicaciones del partido comunista. La primera vez que don Roberto pudo localizarlo fue en un número —el 18, para mayor precisión— de la publicación Cuadernos de Cultura, número dedicado íntegramente a la reunión del V Congreso del partido.
Según los datos que el comisario logró reunir pacientemente, algunos fidedignos, otros aleatorios, dicho congreso se había celebrado a finales de 1954. Y en el extranjero, por supuesto. Probablemente en Praga. Fuera como fuese, ésta es la ocasión en que aparece por vez primera el fantasma de Federico Sánchez: dicen los comunicados de la propaganda comunista que ha sido nombrado miembro del Comité Central. En el número de Cuadernos de Cultura mencionado se publica su discurso ante una sesión del congreso.
Tampoco en ese caso le interesa al comisario el contenido político de la intervención de Sánchez, en la que, por otra parte, sólo se recogen y desarrollan líneas tácticas del partido de estos últimos años, orientadas a presentarse como una corriente política democrática, tolerante. ¡Hasta patriótica, Dios nos coja confesados! Le interesan mucho más algunos detalles de la formulación utilizada. Y es que en su léxico y en su enfoque concreto, la intervención de Sánchez se diferencia bastante de los textos de los viejos líderes. Debe de ser éste un hombre de otra generación, que probablemente no haya participado en la guerra civil. Además, por ciertos detalles sobre la vida madrileña que Sánchez daba en su informe, puede deducirse que no es un hombre del exilio. Que conoce la España actual, donde tal vez resida. O donde, al menos, pase temporadas más o menos largas. En suma, que se trata de un dirigente de nuevo corte, de una nueva generación de cuadros comunistas, sin duda diferentes de los viejos capitostes formados en la época de la Cruzada, y dicha novedad extremaba el peligro que representaba.
Don Roberto enciende un pitillo y echa mano del tercer documento que quería volver a consultar.
Se trata de un ejemplar de Nuestra Bandera, «revista de educación ideológica del Partido Comunista de España», así reza el subtítulo. Revista ilegal, en papel cebolla de buena calidad, con pie de imprenta en Madrid —falso: los comunistas lo imprimen todo en el extranjero— y fechada en 1956, sin mayores precisiones. Pero ha circulado por la universidad en el mes de abril o de mayo. Además, en el breve artículo de Federico Sánchez que figura en el sumario de la publicación —junto a trabajos de personajes mucho más conocidos: Santiago Carrillo, Manuel Delicado, Pedro Ardíaca y Manuel Azcárate— se alude a la muerte de Ortega y Gasset, lo cual ayuda también a precisar la fecha de impresión. El mencionado artículo de Sánchez se titula: «Ortega y Gasset o la filosofía de una época de crisis».
El comisario de la Brigada Social vuelve a meter los tres documentos en el cartapacio correspondiente. Apunta algunas conclusiones en su agenda personal.
«17 julio 56 / Cabeza dirigente: FS, probablemente nuevo / No lo conocen los veteranos más o menos controlados / Ni los confidentes / Seudónimo, seguro / Vive sin duda temporadas en Madrid / Encargado principalmente de intelectuales y estudiantes / Caza y captura / Buscarlo por sus contactos con cabezas visibles: Múgica H., J. P., Campillo».
Cierra los ojos, piensa en Lorenzo Avendaño, intenta imaginar cómo será. «Bueno, mañana lo sabré».
Pero eso fue antes, unas horas antes, en la taberna y almacén de Eloy Estrada. Ahora está en el salón de música de La Maestranza, tomando una copa con los comensales de la cena prevista. Aunque, en realidad, los únicos que toman copas son él y José Manuel Avendaño. El americano bebe un zumo de naranja y los demás agua de Solares.
—Pues claro, ¡la coordinación de principio de Avenarius!
Oye esta exclamación a sus espaldas. Reconoce la voz del que habla, recién llegado a la reunión, un tal Perales. Había entrado éste en el salón de música poco antes de que Raquel presentara a Mercedes Pombo la tarjeta postal de Lorenzo, en una bandeja de plata. Ella se apartó para leer la postal de su hijo. Luego diría en tono declamatorio lo de «¡Virgen santa, qué comienzo!» que le hizo pensar en el Tenorio de Zorrilla.
El recién llegado era un tipo poco agraciado, más bien rechoncho, pero ágil de andares, cuyas gruesas gafas de concha no ocultaban una mirada avizora, acaso aviesa, José Ignacio, el jesuita, se había abrazado al desconocido, más tarde presentado como Perales, Benigno Perales. Contentísimos ambos de verse.
—Te he traído dos regalos de Alemania —le dijo el jesuita—. Ya verás…
Al otro le brillaron los ojos. Hasta se le empañaban los lentes de emoción.
—Libros, supongo —dijo.
El jesuita le cuchicheó algo al oído y Perales batía palmas de satisfacción.
—Luego te los doy —replicó José Ignacio—. Tenemos mucho que hablar.
Enseguida recomenzó la discusión sobre Ortega y Gasset que José Ignacio Avendaño había entablado con el americano. Terciaba en ella Perales, perentorio.
El comisario les volvió la espalda, malhumorado.
La figura de Perales no le era desconocida: estaba seguro de que ya se había topado con él hacía tiempo. Mucho tiempo, sin duda. No era un recuerdo reciente. Pero Sabuesa gozaba de una memoria prodigiosa, casi fotográfica: años después podía identificar una fisionomía, aunque sólo la hubiese visto una vez. Ahora bien, esa memoria era selectiva: sólo funcionaba sin equívocos ni equivocaciones en el contexto de su actividad profesional. Así, por ejemplo, y con gran disgusto de su esposa, nunca reconocía a las amigas de ésta que venían cada semana a jugar a las cartas a su casa. En cambio, las facciones de cualquier sospechoso —y hablan sido cientos— que hubiera pasado por su despacho, aunque sólo fuera unos minutos, a lo largo de los muchos años de su actividad policíaca, quedaban grabadas en su memoria.
¿Dónde y cuándo habría visto a este Perales?
Por si fuera poco, el comisario no sólo tenía la impresión, casi podría decirse la certidumbre, de haberse encontrado ya con ese tipo, y en circunstancias que le hacían obligatoriamente sospechoso, sino que también estaba seguro de conocer el extraño nombre que había invocado el intruso: Avenarius. Le sonaba, sin duda. Y le sonaba en relación con alguna investigación policial. No sabía momentáneamente con cuál, pero ya se haría la luz. Algo reciente, en todo caso. Tenía un cerebro bien organizado y siempre terminaba poniendo en claro las intuiciones o iluminaciones que centelleaban en él, al azar de alguna asociación de ideas o de vocablos. Perales y Avenarius: acabaría identificándolos a ambos si tenían que ver con la subversión comunista.
Entretanto, continuaba a sus espaldas la discusión sobre Ortega y Gasset. Más que una discusión, en realidad era una perorata del tal Perales, que los otros dos escuchaban con atención, poniéndose ésta de manifiesto por alguna pregunta que le hacían, sin duda pertinente, ya que provocaba nuevas y más detalladas explicaciones de aquél, encantado de lucir sus saberes: se le notaba en la voz ahuecada.
Por lo que se deducía del relato de Benigno Perales, éste se había encargado desde hacia unos pocos meses —así se explicaba que don Roberto no lo hubiese conocido el año anterior, durante su primera asistencia a la ceremonia expiatoria de La Maestranza— de poner en orden y de catalogar la biblioteca de la casa.
Biblioteca impresionante —éste fue el adjetivo que utilizó varias veces Perales—, llena de tesoros bibliográficos, y hasta de bibliófilo, al parecer reunida por el abuelo fundador, ampliada luego por los sucesores. Alguno de ellos, en cualquier caso, o quizás el propio abuelo —en el lenguaje doméstico de dueños y servidores, la biblioteca se llamaba significativamente «salón del Indiano»—, había coleccionado numerosísimos volúmenes de literatura y de filosofía alemana del siglo XIX y comienzos del XX. Perales enumeraba títulos y nombres que al comisario le eran desconocidos, de los que no tenía ni idea, pero que suscitaban el asombro admirativo de sus dos interlocutores. En esa retahíla volvió a surgir el nombre de Avenarius, que ya había llamado la atención de Roberto Sabuesa, desde la interjección primera de Perales. Por segunda vez tuvo la certidumbre de que el tal Avenarius estaba relacionado con algún asunto policial que habría tenido recientemente entre manos.
Se volvió entonces hacia el trío de la discusión orteguiana para poder seguir más de cerca lo que iba a decirse en relación con el dichoso Avenarius. Y al volverse don Roberto se dio cuenta de que había entrado en el salón de música Mayoral, el intendente de la finca, que estaba contando algo, muy acaloradamente, pero en voz baja, a doña Mercedes y a José Manuel Avendaño.
—Pero dime —se asombraba José Ignacio, el Jesuita—, ¿Avenarius, de verdad? ¿El mismo?
—Pues el mismo —contestaba Benigno Perales, encantado—. El mismísimo, el que sale tan mal parado en el libro de Vladimiro…
—Más que libro, libelo —puntualizaba el jesuita—. Ya me parece habértelo demostrado hace años…
El otro movía la cabeza en un gesto que podía ser tanto afirmativo como dubitativo.
Lo que sí quedaba fuera de dudas es que el Avendaño jesuita y el tal Perales, ahora bibliotecario de La Maestranza, se conocían muy bien, aunque este último no hubiera estado viviendo en la finca el año pasado.
Pero intervenía el americano.
—Donde dicen Vladimiro ponemos Ilitch, ¿no es así?
Los dos confirmaban rotundamente, con gestos y monosílabos categóricos que así era, en efecto. Pero que el mencionado Vladimiro se transformara inopinadamente en Ilitch no permitía al comisario identificarlo.
En cambio, sí quedó claro que el Avenarius de los cojones había escrito ensayos de filosofía y que en uno de ellos —por cierto, el jesuita le corrigió con suavidad a Perales la pronunciación alemana del título—, en ése precisamente, el tal había formulado la tesis, que luego Ortega haría suya, sin anunciar la fuente, del «yo y su circunstancia». A partir de allí, la discusión rebasó ampliamente las posibilidades de entendimiento de don Roberto.
Pero a éste no le importaba media puñeta no entender casi nada de lo que se decía de la relación entre Avenarius y Ortega, de la prelación de las tesis del primero. Lo que le preocupaba, porque no era lógico —y la lógica es una de las ciencias maestras de toda investigación seria, también de la policial—, era que el tal Avenarius hubiese escrito a comienzos de siglo un ensayo en el que Ortega y Gasset se habría inspirado —según Perales al menos— y que el mismo sujeto pudiera, sin embargo, tener algo que ver (su infalible memoria le permitía afirmarlo, antes incluso de poder documentarlo) con una reciente pesquisa o encuesta de la Brigada Social.
No casaban las fechas, desde luego.
Pero se aclarará: todo se aclarará. No hay misterios que se me resistan, piensa el comisario en un momento de eufórica arrogancia que le hace levantar la vista y mirar fijamente al rostro de Benigno Perales.
Éste sostiene la mirada, preguntándose si Sabuesa acabará por reconocerlo. Desde el primer instante se ha dado cuenta de que el comisario le observa con el ceño fruncido. Con una curiosidad encubierta, pero constante. Como si estuviera cerniéndose, en la nebulosa de su memoria, una imagen, una escena, tal vez un escenario, que no acabara de recomponerse nítidamente, de cristalizar con claridad.
Desde el primer instante, desde que entró en el salón de música, Perales había tenido la certeza de que el comisario lo recordaba, sin conseguir identificar totalmente dicho recuerdo.
Él, por su parte, no había dudado ni un segundo. Había reconocido a Roberto Sabuesa en cuanto le vio. Claro que le era más fácil recordar al comisario que a éste acordarse de él. Diez años habían transcurrido desde el encuentro entre ambos, en un despacho de la Dirección General de Seguridad. Pero por dicho despacho, sin duda, habrían pasado decenas o centenares de detenidos. Él, entre tantos: Perales, Benigno. Uno de tantos: anónimo en cierto modo. En cambio, Sabuesa era único. No podía confundirse con nadie en la memoria de los detenidos.
Cuando entró en aquel despacho de la Puerta del Sol, diez años antes, a Benigno Perales ya le habían apaleado lindamente en los locales de la Brigada Social. Día y noche, durante días y noches. Su cuerpo enflaquecido ya sólo era una bolsa de dolor, un saco de angustias viscerales. Pero no consiguieron sacarle ni un dato, ni un nombre, ni siquiera la confirmación de datos o de nombres que ya conocían. Sólo habló para decir sus señas de identidad. Una vez, sin embargo, se permitió el farol de contarles algún episodio de su niñez en Quismondo. Le escucharon un momento, por estupefacción tal vez. O por cansancio de tanto golpearle. Sea como sea, cuando le subieron al despacho de la planta noble de la Dirección General de Seguridad, Benigno estaba deshecho físicamente pero moralmente entero. Tal vez porque se encontraba ya más allá del dolor. Más allá también de la esperanza. En un desierto de soledad: más bien, de solidaridad solitaria. Nada podía ocurrirle ya, nada determinante, en todo caso. Entró en el despacho y supo que era el comisario Sabuesa. Estaba removiendo con una cucharilla un vaso de agua con bicarbonato. Con un aire de cansancio grisáceo, displicente. Supo que era Sabuesa por lo del bicarbonato. Por esa mirada gris y sórdidamente odiosa. O sea: cuajada de odio.
Y es que el comisario Sabuesa, desde que había organizado la caída y el fusilamiento en 1939 de un grupo de chicas de las Juventudes Comunistas de Madrid —las «trece rosas» en la memoria mítica de la resistencia—, era famoso, triste, abominablemente famoso, entre los militantes. Todos, más o menos, hasta que hacia 1949 fueran barridas las últimas organizaciones clandestinas, tendrían algo que ver con Sabuesa. Tendrían que vérselas con él: verse las caras con él. Y allí estaba, en su despacho de la Dirección General de Seguridad, removiendo una cucharilla en un vaso de agua bicarbonatada.
Tantos años antes, el comisario había levantado la vista, observado su llegada. Una mirada gris, cuajada de odio desalmado, desesperado. ¿Cómo olvidar esa mirada? Benigno Perales no la había olvidado.
Entró Benigno en el salón de música cuando ya estaban reunidos allí todos los comensales de la cena. Estaba Leidson, el historiador norteamericano. Poco antes se lo había encontrado en la biblioteca, leyendo lo que en el diccionario de Madoz se dice del pueblo de Quismondo. Benigno volvía con un libro curioso que había descubierto al establecer el nuevo catálogo: uno de los muchos libros curiosos que iban apareciendo en aquella biblioteca milagrera, según progresaba en su trabajo de ordenación.
Se trataba de un volumen en octavo, primorosamente impreso y encuadernado en piel, aunque sin referencia de editor. En el lugar habitual de pie de imprenta sólo figuraba la fecha de publicación, 1773, en números romanos, claro está. Escrito en francés, idioma de las ideas universalistas de la época, el libro tampoco ostentaba nombre de autor. Más precisamente: se presentaba como obra póstuma, ouvrage posthume, de M. B. I. D. P. E. C. Una inverosímil acumulación de iniciales que equivalía a un anonimato deseado. Este dato, la falta de pie de imprenta, ciertas características de la tipografía y del papel utilizado, le hacían conjeturar a Benigno Perales que el volumen, por su contenido subversivo —bajo el título de Recherches sur L’Origine du Despotisme Oriental se desplegaba un fortísimo alegato contra los gobiernos teocráticos, una defensa e ilustración de las ideas ilustradas, valga la repetición—, había sido impreso en Amsterdam, como solía ocurrir por aquellos años de gestación de los principios del pensamiento crítico moderno. Se veía Perales reforzado en dicha suposición por un ex libris que figuraba en la página de la contracubierta y que atribuía la propiedad del precioso volumen a un tal Agostinho de Mendonça Falcão, que podía imaginarse miembro de la ilustre y erudita comunidad judía portuguesa de aquella nórdica capital del comercio y de las bellas letras.
Sea como fuera, a Perales le había interesado sobremanera la susodicha investigación sobre el despotismo oriental y la había leído con fruición.
Dos horas antes, pues, al entrar en la biblioteca para devolver el libro a la estantería recién ordenada y catalogada, se encontró con Michael Leidson, absorto en la lectura de un tomo del Diccionario Geográfico-Estadístico de España y sus Posesiones de Ultramar, de Pascual Madoz. Supuso, y adivinó en efecto, que el americano —de cuya venida a La Maestranza ya tenía alguna noticia— estaría leyendo la entrada relativa a Quismondo. También él lo había hecho, meses atrás, cuando le tocó fichar y colocar el dichoso Diccionario en el anaquel que le correspondía a partir de la nueva ordenación. Quismondo aparecía, por orden alfabético, entre Quisicedo y Quitapesares. La entrada siguiente a esta última le había encantado a Benigno: Quitasueños. Se trataba de un cortijo de la provincia de Sevilla, en el partido judicial de Alcalá de Guadaira: ¡hasta los cortijos y fincas vienen reseñados en el Madoz! «Pues sí» decía Leidson, sonriente, «me divierte el estilo descriptivo de don Pascual. ¿Se acuerda de lo que escribe aquí?». Leyó en voz alta unas líneas del diccionario: «… “es de clima templado, con buena ventilación y se padecen catarros…”. Estupendo, ¿no? Los catarros de Quismondo, parece un título de comedia de enredo rural…».
En suma, que Leidson y él simpatizaron enseguida. A la media hora ya estaban haciéndose confidencias sobre sus respectivas ilusiones vitales.
El americano, pues, estaba hablando con José Ignacio cuando Benigno entró en el salón de música, antes de la cena. Se acercó a ellos, se abrazó con el Avendaño jesuita. Éste iba vestido con un impecable terno de verano, de seda negra, donde sólo el cuello clerical ponía un sello distintivo. José Ignacio le anunció que le traía un par de regalos. ¿Libros? Pues sí, libros, como Dios manda. Bueno, en este caso, no sé si Dios, le cuchicheó al oído: se trata de un volumen hasta ahora inédito de Marx, los Grundrisse, que tal vez pueden considerarse como los borradores de El Capital, y de una edición alemana del informe secreto de Jruschov. Estuvo a punto de pedirle a José Ignacio que le diera inmediatamente ambos textos, pero era imposible: no podía faltar a la cena para encerrarse a leer. Los dejaría para después, tenía la noche por delante.
Estaban Leidson y Avendaño hablando de Ortega y Gasset y Benigno se entrometió en la discusión.
Y es que acababa de hacer un descubrimiento filosófico que se le antojaba importante y quería comunicárselo sin tardanza: acababa de descubrir las fuentes de la formulación orteguiana acerca del «Yo y su circunstancia».
Al desempolvar, ordenar y catalogar en efecto los miles de libros de la biblioteca del Indiano, Benigno se había encontrado con un montón de libros alemanes de fines del siglo pasado y comienzos del XX. Tres le llamaron la atención particularmente. Por el nombre de su autor: Richard Avenarius. Cierto que sólo conocía la obra de este filósofo por referencias, ya que había sido blanco privilegiado de las obras, había dicho él; de Lenin («Vladimiro» «Ilitch», había precisado Leidson) en su librito Materialismo y empiriocriticismo.
Pues bien, prosiguió Benigno, entusiasmado con su hallazgo, de aquel famoso Avenarius había tres libros en la biblioteca del Indiano, vaya usted a saber por qué. Los volúmenes de la Kritik der reinen Erfahrung y un tercero que se titulaba Der menschliche Weltbegriff, en el cual, precisamente, se encontraba la tesis de la coordinación de principio entre el Yo y el Mundo, cuya formulación por Avenarius era exactamente la de Ortega, Ich und meine Umgebung: «yo y mi circunstancia», sólo que anterior en varios años a la orteguiana y ya conocida por tanto en los círculos universitarios alemanes en los que vino a ampliar estudios el joven filósofo español.
En realidad, si Benigno Perales exponía su tesis con tanta pasión y precisión —puede decirse que hasta con excesiva volubilidad—, si se enfrascaba él y arrastraba a los otros dos a tan erudita disquisición, era sobre todo para evitar, o al menos postergar, el momento de su enfrentamiento con el comisario Sabuesa. El momento, sin duda inevitable, en que éste, cuya mirada no dejaba de perseguirle y sopesarle, se acordara de dónde, por qué y cuándo le había visto por primera vez. Y no es que Perales temiera la irrupción de ese recuerdo policiaco, ni muchísimo menos. De hecho no le importaba nada que el cabrón de Sabuesa acabara reconociéndole. Pero le molestaba la idea de que ese reconocimiento provocara un incidente desagradable en casa de los Avendaño. Por Mercedes, desde luego, por la tranquilidad de Mercedes.
No ocurrió, sin embargo. Mejor dicho, ocurrió algo, pero nada tenía que ver con aquel asunto, con aquel lejano encuentro en un despacho de la Dirección General de Seguridad. De hecho, el comisario Sabuesa no recordó las exactas circunstancias en que, por primera vez, se había topado con Perales hasta más tarde, y de una forma que no conviene ni da tiempo a adelantar ahora y aquí, porque acaba de entrar en el salón de música Raquel, con su andar leve y armonioso.
—¡Caballeros! —dice Raquel, para llamar la atención de los presentes.
Se volvieron hacia ella.
Sólo el comisario se había percatado de la aparición de Mayoral poco antes. Sólo él se había fijado en la acalorada discusión —por los gestos podía adivinarse que así era— que el intendente de La Maestranza estaba teniendo con el primogénito de los Avendaño, José Manuel, y con la cuñada de éste, Mercedes Pombo. Más que discusión, pensó don Roberto, parecía que Mayoral traía alguna noticia importante, probablemente mala, desagradable al menos, a juzgar por los ademanes y visajes que al escucharle hacían los otros dos. Enseguida se habían escabullido del salón y ahora, al cabo de diez minutos, Raquel volvía y solicitaba la atención de todos con voz alta y perentoria.
—La señorita Mercedes me ha encargado que les pida mil perdones, caballeros. Va a haber cierto retraso en el servicio de la cena… El señorito José Manuel y ella están resolviendo un asunto urgente…
—¿Tiene que ver con la fiesta de mañana? —preguntó inquisitivo el comisario.
Raquel dio un respingo.
—¿Fiesta? No lo llamamos así nosotros…
El comisario se encogió de hombros.
—Bueno, ya me entiende. ¿Tiene que ver con lo de mañana, llámese como se llame?
Tenía que ver, desde luego. Pero Raquel no contestó la pregunta imperativa del comisario Sabuesa. No era ella quien contaba las historias, ya se lo había dicho al gringo guapo —así lo denominaba la señorita Mercedes, sonriente— aquella misma mañana. Ella las vivía, acaso, eso si, pero sin contarlas.
Volvió los ojos hacia Leidson, que se estaba acercando, mientras Benigno y José Ignacio seguían apartados, en silencio, expectantes. Captó Raquel la mirada de Leidson, la mantuvo en el fulgor entornado de la suya, un instante: casi una eternidad.
—¿Cuánto retraso? —preguntó José Ignacio—. No importa, de todas maneras, todavía es temprano…
Se volvió hacia Benigno.
—Puedes contarnos algo más de ese Avenarius…
Se oyó entonces un grito, casi un alarido, aunque enseguida sofocado, reprimido. «¡Avenarius!», aullaba el comisario, «¡Ya está: Federico Sánchez!».
Todos le miraron, sorprendidos por aquel súbito chillido.
Más tarde, cuando tuvieron ocasión de recordar aquel incidente y comentarlo, comprobaron que ninguno de los tres había entendido lo mismo. Mejor dicho: el nombre de Avenarius sí, lo oyeron y entendieron todos. Se comprende: habían estado citándolo a menudo, al escuchar las explicaciones de Perales sobre el origen de la orteguiana fórmula del «yo y su circunstancia». Fue la segunda parte del confuso chillido lo que no entendieron por igual. José Ignacio Avendaño, sin duda por su formación o deformación profesional, que era de escolástica y de clericatura, entendió Tomás y no Federico Sánchez. En realidad, lo que había oído y grabado en su memoria era el apellido Sánchez, al cual antepuso inmediatamente el nombre de Tomás en un proceso mental de asociaciones tortuoso, aunque fácil de esclarecer: Tomás Sánchez fue, en efecto, un teólogo andaluz de fines del siglo XVI, jesuita y reputado casuista, cuyo tratado más conocido, De sancto matrimonii sacramento, había ojeado José Ignacio en algún momento de su estudiosa juventud.
Ahora bien, lo que no comprendió era el porqué de la conexión o concatenación de ambos nombres, tan dispares, Avenarius y Sánchez, en el súbito grito del comisario.
Benigno Perales, por su parte, no percibió claramente el sentido de la exclamación de don Roberto. Le oyó gritar, se dio cuenta de que su rostro expresaba una sorpresa extática, tal vez una satisfacción algo histérica, pero no supo a qué atribuirlo. Pensó primero que Sabuesa le habría por fin identificado, que habría terminado acordándose de pronto de aquel lejano encuentro en su despacho de la Puerta del Sol. Pero enseguida comprendió que no era así. Además, ni Avenarius ni Federico Sánchez tenían nada que ver con el lejano encuentro en el despacho del comisario Sabuesa.
El único que oyó los dos nombres, tal y como los pronunció éste, fue Michael Leidson, el americano. Oyó «Avenarius» y oyó «Federico Sánchez» efectivamente. De Richard Avenarius y de la influencia probable de éste en la filosofía de Ortega y Gasset acababa de enterarse por las minuciosas explicaciones de Perales acerca del volumen descubierto en la biblioteca de La Maestranza, Der menschliche Weltbegriff. De Federico Sánchez también sabía algo. Y es que Leidson, como el comisario Sabuesa pero por razones radicalmente opuestas —por interés y simpatía, en suma—, se había ocupado intensamente de la revuelta universitaria de febrero. Había preguntado, indagado, curioseado, acumulado documentación de todo tipo, escrita y oral, sobre aquel acontecimiento. Como el comisario, Leidson había comprobado la aparición reciente en la historia de la clandestinidad comunista de aquel nombre de guerra. Sin duda sabía algo más que Roberto Sabuesa de aquel fantasma, porque se desenvolvía en los medios estudiantiles e intelectuales de Madrid con mayor soltura que el policía.
Ahora bien, lo que tampoco entendió el historiador americano en aquel primer momento fue la Ilación o relación que parecía establecer entre ambos personajes el grito del comisario. «¡Avenarius! ¡Ya está: Federico Sánchez!».
Cabalmente no tenía sentido.
Aquel misterio sólo se aclaró dos días más tarde, con la llegada de Lorenzo Avendaño a La Maestranza. Éste había regresado a Madrid unos días antes de un largo viaje por Italia y había intentado retomar contacto con alguno de los responsables de la organización universitaria comunista.
Múgica estaba en San Sebastián, de donde era oriundo y adonde se había trasladado al salir de la cárcel. A Fernandito Sánchez Dragó fue imposible localizarlo. Pero Lorenzo consiguió hablar con Pradera. Estuvieron almorzando juntos en una tasca de Alcalá, La Taurina, y luego charlando en el Retiro, sentados en un banco a la sombra, junto al estanque del Palacio de Cristal.
Le contó Pradera lo que había ocurrido en Madrid desde que se fue a Italia. Y Lorenzo, todavía embelesado por los descubrimientos de su viaje, le habló de los museos de los libros que había comprado, de los mítines del PCI a los que había asistido. Y de una velada en casa de María Zambrano, en Roma. «Fíjate qué casualidad», decía Lorenzo, «estaba allí un tal Semprún Gurrea, que es algo así como un embajador o representante del gobierno republicano en el exilio. Y que fue amigo de mi padre. Me habló de su último encuentro, hace veinte años, casi día por día, horas antes de que estallara la guerra civil. Aquí en Madrid, en casa de un amigo común, un médico, un tal Eusebio Oliver. Y aquella noche Lorca les leyó La casa de Bernarda Alba que acababa de escribir. Increíble, ¿no?».
«Novelesco por lo menos…», comentó Pradera.
Pero a éste, más que los recuerdos de García Lorca, lo que le interesaba eran los libros que Lorenzo había traído de Italia. Tanto que pasaron un momento por casa de los Avendaño, en Alfonso XII, para que Pradera se llevara un volumen de Gramsci.
Luego, al caer la tarde, estuvieron en Ferraz con Domingo Dominguín.
(No se extrañe el lector ni se regocije, en el caso de que fuera malévolo —hay lectores para todos los gustos y disgustos pensando que el Narrador ha perdido el hilo y se ha olvidado de que estaba esclareciendo el sentido de la exclamación extemporánea del comisario Roberto Sabuesa. De hecho, ni se ha perdido el hilo ni mellado el filo del relato: hacia el anunciado esclarecimiento caminamos, con paso seguro aunque desenfadado. Y es que fue Dominguín quien facilitó a Lorenzo, sin saberlo por cierto, la posibilidad de que, dos días más tarde, pudiera entenderse lo que pasaba por la mente del policía cuando reunió sorpresivamente en un solo aullido los nombres de Avenarius y de Federico Sánchez).
No puede decirse que reinara aquella tarde un ambiente de paz y de sosiego reflexivo en la casa de Ferraz. Se abrían y cerraban puertas estrepitosamente, había carreras de niños y mayores por los pasillos. Al parecer, «la Patata» (así se apodaba, extrañamente porque era una niña preciosa, la hija mayor de Domingo, mientras la segunda —tercera, en realidad, pero el primogénito era un varón, Domingo, como su padre—, la segunda, de nombre Marta, recién nacida, se apodaba «Yuri», en homenaje al primer cosmonauta ruso sin duda), la Patata, pues, había tenido un accidente camino del colegio y se estaba esperando con angustia la llegada de un médico que pronosticara sobre las consecuencias de la caída, aparatosa, según proclamaba el coro plañidero y ruidoso de las chachas. Por si fuera POCO, en la antesala de aquel octavo piso un sujeto fornido y furibundo exigía a voces, a duras penas contenido por dos empleados de la plaza de Vista Alegre, el pago inmediato de una factura o deuda de veinte mil duros, supuestamente a cargo de Domingo Dominguín.
Éste, sin apenas inmutarse, estaba en uno de los dormitorios del fondo. Había colocado una compresa fría en la frente de la Patata y le hablaba a media voz, con ternura («Patatita, mi amor, niña del alma…»), esperando la llegada del médico. Lo cual no le impedía mantener con Pradera y Avendaño, que se habían introducido en aquella habitación sorteando obstáculos y griteríos de toda índole, una conversación animada.
—Te voy a dar algo para Perales —le decía Domingo a Lorenzo—. Se lo tengo prometido.
Se volvió hacia Pradera.
—¿Sabes quién es Benigno Perales? Deberías conocerlo. Un tipo de Quismondo, genial… Ha estado en la cárcel, se las sabe todas… Comunista por libre, que ahora no tiene contacto regular con la organización…
Su tono se hizo burlón.
—Debería ser nuestro principal teórico. ¡Nuestro maestro!… Fijaos qué cómodo: en vez de tener que consultar con París los problemas teóricos que surjan, iríamos a Quismondo… A la vuelta de la esquina… En vez de marxismo-leninismo, que suena bastante exótico, tendríamos marxismo-peralismo… Mucho más castizo, ¿no?
Se rieron, Domingo se apartó un momento, revolvió en un armarlo entre un montón sedoso de ropa interior femenina y extrajo de allí un ejemplar del último Mundo Obrero y otro de una revista de diminuto formato, Nuestra Bandera, publicaciones clandestinas ambas del partido comunista.
Lorenzo se embolsó aquellos papeluchos para llevárselos a Benigno Perales dos días después.
Y así fue como Benigno y él descubrieron juntos, en Nuestra Bandera, un artículo del tal Federico Sánchez sobre la filosofía de Ortega y Gasset en que podía leerse la frase siguiente: «Ya en 1894, el señor Avenarius pretendía revolucionar la ciencia, superando la oposición entre materialismo e idealismo con su famosa “coordinación de principio” —desenmascarada por Lenin en Materialismo y empiriocriticismo— al escribir que el yo y el medio ambiente (lo que Ortega llama circunstancia) siempre son dados conjuntamente».
Pero todavía no hemos llegado a estas alturas de la narración. Y es que el Narrador, sea quien fuera, se ha adelantado un cierto trecho a los datos objetivos que han ido hilvanándose cronológicamente ante el atento y amable lector (siempre conviene suponerle a éste atención y amabilidad, de otro modo sería ardua en exceso la tarea del narrador, escriba, escribano o escribidor).
En verdad, todavía estamos en el salón de La Maestranza, antes de una cena que se está demorando por razones desconocidas, el 17 de Julio de 1956.
Lorenzo sólo llegará a la finca mañana, con Isabel, su hermana gemela.
Y el comisario Sabuesa acaba de chillar incontrolada, casi histéricamente, porque recuerda de pronto dónde y cuándo ha visto aparecer ese extraño apellido que tanto han mencionado algunos de los comensales: Avenarius. Lo ha visto en un artículo reciente de Federico Sánchez, en el ejemplar de Nuestra Bandera que ha vuelto a ojear hoy mismo.
Por eso grita, desaforado, excitadísimo.
—¡Avenarius! ¡Ya está: Federico Sánchez!