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Del legajo se escapó una tarjeta postal, la recogió del suelo. Una imagen en blanco y negro gastada por el tiempo, el uso, el manoseo. Pero Mercedes recordaba los colores del cuadro que reproducía. «Me parece estar viéndolos», le había comentado alguna vez a Raquel. Alguna de las veces, a lo largo de los años, en que comentó con ésta —¿con quién si no?— las peripecias del viaje de novios de aquel verano, veinte años antes.

Se acordaba, es verdad.

Lo primero que en Nápoles llamó su atención, en el Museo de Capodimonte, fue la blancura nevosa de los hombros de Judit, sus pechos casi desnudos cuya belleza subrayaba la sombra que en el lienzo aislaba, realzándola, su mutua redondez.

En aquel cuadro Judit lucía un vestido azul, muy escotado. Pero ¿lucía realmente? Era el vestido, en efecto, de un azul poco lucido, poco reluciente, más bien apagado, como recluido en su propia densidad. No era un azul que reluciera sobre el lienzo, iluminándolo, sino que lo impregnaba, lo empapaba, difuminando por la superficie del cuadro una nocturnidad diáfana que se armonizaba con el sordo color rojo del vestido de la sirvienta de Judit, adecentado, sin escote ni hombros desnudos, ni senos sugeridos, mostrados en el caso de su ama hasta el borde mismo del pezón.

La sirvienta sujetaba a Holofernes mientras su señora lo degollaba limpiamente, o sea, de un tajo de su corta y ancha espada que podía calificarse de limpio por lo decidido, lo tajante, justamente, aunque produjera borbotones de sangre que ensuciaban las sábanas del lecho instalado en la tienda de campaña del general enemigo de los judíos.

«Capodimonte, 1936, junio», estaba escrito al dorso de la postal que se acababa de escapar de la carpeta, en el espacio habitualmente reservado a la correspondencia, con la letra puntiaguda y vigorosa, la suya, de colegio de monjas, que se estilaba en los años treinta, hoy un tanto desvaída, casi borrosa, y es que había sido con lapicero.

Mercedes, un poco antes, pensando que no tardaría en llegar el americano, había buscado en el escritorio de su alcoba el legajo donde se amontonaban los recuerdos de aquel viaje: postales, fotografías, facturas de hotel, notas de restaurante, catálogos de exposiciones y guías de museos, programas de teatro y de concierto; huellas diminutas pero veraces de su viaje de bodas.

No sabía Mercedes por qué le encandilaba la visita de aquel desconocido: Leidson se llamaba. Tal vez porque gracias a él quedaría al menos un testimonio de la ceremonia que mañana iba a celebrarse por última vez, a Dios gracias. Y es que el americano era historiador, estaba trabajando sobre los orígenes y razones de la guerra civil, o algo así: se lo había dicho Domingo al sugerirle que le invitara.

—Un tipo simpático, inteligente y hasta guapo —había dicho Domingo—. Podrías aprovechar la ocasión para matar a tu cuñado José Manuel y fugarte con el gringo, ya que nunca quisiste fugarte conmigo.

Mercedes se rió. Siempre se reía con Domingo Dominguín, estaba a gusto con él, aunque sólo se vieran de tarde en tarde, alguna precisamente de toros, en Vista Alegre de Carabanchel o en la plaza de Toledo, las veces que venía algún matador de los que apoderaba Domingo. Acaso en Quismondo, en alguna de las dos fincas, en La Companza, que era de los Dominguín, o en La Maestranza, que era de ella. Mejor dicho, de ella y de sus cuñados, de manera indivisa.

Dos semanas antes, a comienzos de julio, Domingo la había llamado por teléfono para almorzar con ella en una taberna de Juan de Mena, de aspecto menesteroso, pero donde el cocido era de primera, se lo aseguraba.

—Domingo, por favor, si yo nunca como cocido —le había dicho ella—, eres demasiado castizo para mí.

Y él, muerto de risa:

—De castizo, nada… Te hubiera llevado a Horcher tan a gusto… Pero estoy fregado hasta las siete de la tarde por lo menos, según vaya la taquilla de Vista Alegre…

Así que comieron en aquel tabernucho. Muy bien, por cierto. Él, cocido, como Dios manda. Ella, un jamón de montaña y una menestra sabrosísima. A Mercedes le venía muy a mano aquel sitio, a dos pasos de su casa de Alfonso XII, aunque en verdad tampoco Horcher quedaba muy lejos.

Durante el almuerzo le habló Dominguito de un historiador americano, Michael Leidson, de su interés por la ceremonia expiatoria de La Maestranza. Le habló del encuentro con Hemingway, dos años antes. Mercedes dijo que iba a ser la última vez, que ya era hora de terminar con eso, que había por fin conseguido imponerse a José Manuel, y al hilo de la conversación y del recuerdo se encontraron ambos sumergidos en la vivencia de aquel verano de la guerra, en la sangrienta memoria de aquel remotísimo verano.

Parece que fue ayer, decían ambos.

Él tendría dieciséis, diecisiete años a lo sumo. Iba medio tirado en el asiento trasero del coche, un Graham Page americano, grande, solemne, sin duda incautado o requisado por los milicianos. Iba maniatado entre dos chicos de su misma edad más o menos, de paisano. Todavía no se había impuesto el uniforme del mono azul. Iban en mangas de camisa, pero con correaje, cartucheras, pistolones del nueve largo. Le llevaban detenido a alguna de las checas del partido comunista —no, eso no, había pensado aquel día en la taberna de Juan de Mena, contemplando la melancólica belleza de Mercedes Pombo, todavía no se decía eso de «checa», lo digo hoy, es un anacronismo, fue más tarde cuando surgió esa denominación—, alguna de las cárceles privadas del partido comunista. Y el coche subía a toda velocidad por Alcalá hacia Independencia, abriéndose paso a bocinazo limpio, y se metía luego por Serrano. Él se preguntaba adónde irían a matarle, pero sin duda no ocurrió lo que estaba previsto que ocurriese. Fácil deducirlo puesto que está recordando aquel episodio veinte años más tarde. Y es que Mije o Delicado, uno de los jerifaltes andaluces del partido comunista, lo sacó de la checa aquella y lo mandó poner en libertad. Creía recordar que fue Antonio Mije. Por eso de la torería, claro, porque era hijo de Dominguín. Así pudo salvarse, y pasar al otro lado. Pero aquel día, mientras el coche americano zumbaba por Serrano tocando la bocina sin cesar, Domingo levantó la cabeza para mirar a los chavales de su misma edad que ponían cara de duros, de héroes, de justicieros del Oeste, y entonces se fijó en el nombre de una tienda de Serrano ante la cual el automóvil desfilaba velozmente, una mercería que se encontraba a mano derecha hacia Goya y que se llamaba La Gloria de las Medias, y al verla le entró a Domingo una risa incontenible, y pensar, pensó, que el último destello de la realidad, su último guiño —porque sin duda iba a morir, sin duda era éste su último paseo, el Paseo mayúsculo y por antonomasia, el paso al otro mundo—, que la última visión de una realidad que continuaría perdurando después de que él hubiese muerto, pensar que iba a ser ese nombre tan cursi, tan rimbombante, enternecedor de serlo tanto, La Gloria de las Medias, y se imaginó el rótulo o reclamo que le hubiera gustado ver sobre el escaparate: unos angelitos de Murillo, gordezuelos eunucos, sosteniendo en vilo unas bellísimas piernas de mujer con medias negras y liguero, lo que más le excitaba en aquel remotísimo verano, piernas con medias y liguero, y la consabida entrepierna, claro, para después del ligue, y le entró una risa frenética, inacabable: esto es el sursum pene, pensó Domingo, pero sin pena ni gloria, ni siquiera de las medias, y los mozalbetes militantes y militarizados se volvieron a mirarle, uno le dio un empellón despectivo y el otro comentaba, airado, «pero será memo el cabrito este, será gilipollas, será tonto del culo, reírse así, sin ton ni son, en semejante trance…».

—¿Y vosotros qué hacíais en Quismondo un 18 de julio? —le preguntaba a Mercedes Pombo—. ¡Menudo lugar para un veraneo!

Estaban terminando de almorzar en la taberna de Juan de Mena.

Mercedes le contestó que, de mediados de junio a comienzo de julio, habían recorrido Italia en viaje de novios. Luego, tras unos días en París, se instalaron en Biarritz para pasar el verano en una casa que allí tenían de siempre los Avendaño. Bueno, desde esa eternidad relativa de las herencias y los patrimonios, frutos éstos, con frecuencia, de previos matrimonios.

Saturnina, la Satur, ya ancianita pero incomparable en la cocina, había venido de Madrid con dos doncellas. El mecánico, por su parte, había traído el Oldsmobile descapotable y se había vuelto a ir. José María no le necesitaba, le gustaba conducir él mismo.

Pero las noticias de Madrid eran preocupantes.

Es verdad que lo habían sido durante todo el viaje. José María se pasaba el día intentando captar informaciones por la radio. Al caer la tarde, bajaba hasta el quiosco de periódicos, cerca del Casino, para comprar prensa española. Veía de lejos a Fal Conde, confabulándose en los bares de los alrededores con emisarios carlistas, podía suponerse.

Hacia el 10 de julio llamó por teléfono José Manuel, el hermano mayor, desde Madrid. Estaba nerviosísimo, se le entendía mal. Vaticinó en cualquier caso acontecimientos inminentes. Entonces decidieron volver. Fue una corazonada, hicieron las maletas a toda prisa y se fueron a Madrid en automóvil. Unos días más tarde, estaban cenando en casa de un amigo médico, Eusebio Oliver. Hubo discusiones acaloradas, alguien gritó que ya era hora de que se pronunciase el Ejército, de que impusiera mano dura y acabara con tanto desmán de uno y otro bando. Luego, a la hora de la sobremesa, se serenaron un poco. Federico García Lorca les leyó una obra que acababa de terminar, La casa de Bernarda Alba. Lorca habló aquella noche de irse a Granada, allí estaría más tranquilo, decía, más seguro que en una ciudad tan áspera como Madrid si pasaba algo.

Esa opinión de García Lorca hizo reflexionar a José María y volviendo a casa, de madrugada, le dijo a Mercedes: «¿Por qué no nos vamos a la finca unos días, a ver qué ocurre? Estaremos mejor que en Madrid, de cualquier forma».

—Y nos fuimos al día siguiente, fijate, por lo que dijo Lorca aquella noche.

Ya habían salido de la taberna y estaban en la calle, frente al chaflán de Juan de Mena y Alfonso XII, de pie, despidiéndose, cuando Domingo le preguntó a Mercedes:

—¿Cómo fue exactamente lo de aquel día? Nunca me lo has contado.

¿Nunca se lo había contado?

—Eran las tres de la tarde del 18 de julio, y acabábamos de sentarnos a la mesa del almuerzo, en La Maestranza… Raquel estaba sirviéndonos un vaso de agua…

Pero se interrumpió. No sabía cómo continuar el relato.

Mejor dicho: lo sabía demasiado bien. Lo sabía tan de antemano, tan de corrido, tan de ritual, que no le merecía la pena continuarlo, había perdido el interés. En efecto, era un cuento mil veces contado, con el fastidio de lo repetitivo, lo codificado. No podía esperarse ninguna sorpresa, ningún hallazgo, de un relato que comenzaba de esa forma, con tanto lastre memorioso. Tal vez pensó Mercedes entonces, podría contarse de otra manera toda aquella historia. Empezando en Capodimonte, por ejemplo, con la contemplación de aquel cuadro de Judit. O por aquella otra mañana en la playa de Biarritz. Mil maneras, acaso, pero todas terminarían igual: en el momento en que aparecieron los campesinos armados de escopetas y guadañas en la carretera de Quismondo.

Comoquiera que fuese, los acontecimientos de aquella tarde de Julio parecían haberse vaciado de sustancia, como si sólo fuesen eso, un cuento, y al comenzar a contarlo una vez más, Mercedes se vio tediosamente sumida en la realidad de un relato y no en el relato de una realidad. Como si lo importante no fuese ya la verdad de la tarde del 18 de julio, veinte años antes, sino la del relato: en sí misma, en un autónomo desplegarse del «érase una vez». Y ya se sabe que la verdad de un relato es engañosa, que su objeto puede ser incluso la mentira, la irrealidad al menos.

Sin embargo, en el hastío de un contar que había comenzado como siempre, como mandaba el Dios de las narraciones familiares —«eran las tres de la tarde y acabábamos de sentarnos a la mesa del almuerzo…»— inevitablemente fieles a un insidioso código, Mercedes sintió de pronto una emoción nueva. Renovada, más que inédita. Recordó aquel frescor anunciado o denunciado por el vaho que enturbiaba la transparencia del cristal. Recordó la sed, el ansia de agua fresca, las manos de Raquel. Recordó lo que aquel frescor, aquella agua, aquellas manos de Raquel le evocaban.

—¿Para qué seguir, Domingo? Tú sabes qué es la muerte.

—Por eso mismo, porque lo sé, me extraña que continúes organizando tan funesta ceremonia fúnebre —dijo él.

Mercedes tuvo un gesto negativo, tajante.

—Nunca he sido yo. Es cosa de José Manuel, como sabes…

Es verdad que lo sabía, admitió.

—Por cierto, este año va a ser la última vez —prosiguió ella—. Así que dile a tu gringo guapo que venga, para que quede un testimonio de tanto horror hispánico… Que lo escriba en algún libro…

Eso fue quince días antes, más o menos.

«Capodimonte, 1936, junio».

Mercedes Pombo había vuelto la postal que reproducía en blanco y negro un cuadro del museo de Nápoles. Contemplaba, pensativa, las palabras que ella misma escribió veinte años antes.

Siempre había tenido la intención de volver alguna vez a Nápoles. A Nápoles y a Florencia: hay una Judit parecida en los Uffici. Pero no había podido ser. De Nápoles conservaba un recuerdo más vívido, más agobiante también. No acababan de gustarle las grandes ciudades del Mediterráneo. «Bueno, gustarme tal vez sí, pero me desasosiegan por ese tufo que tienen de humedad humana, de jungla urbana, de promiscuidad… Demasiado griterío, demasiado lenguaje apasionado, tópico, deslenguado… Prefiero la luz nórdica, de aristas y deslindes más precisos, pero a la vez más suave en sus adentros, en el meollo de su luminosidad, más callada».

Aquella primavera, las chicas y las chachas de la casa de Alfonso XII, antes de que salieran de viaje de novios, cantaban lo de «Soldado de Nápoles, que vas a la guerra…». Y en Nápoles fue Mercedes sola al Museo de Capodimonte. José María tenía ese día una entrevista, no recordaba ahora con quién: un profesor o un filósofo. Algo así como un Ortega y Gasset italiano, pero aún mejor, recordaba Mercedes que le había dicho su marido. El caso es que fue sola al Museo de Capodimonte. No había casi nadie, algún que otro vigilante viejito y adormilado en un rincón. La acompañaba el ruido de sus tacones sobre las baldosas de mármol de los pisos y las escaleras, «un ruido que parecía precederme y seguirme, y de pronto me encontré ante aquel cuadro… Me paré, impresionada, no por el tema ciertamente; Judit y Holofernes son un tópico de la pintura, al menos desde que la pintura tiene tópicos, temas impuestos por la tradición… Por ejemplo, en Roma, dos días antes, ya habíamos visto José María y yo, juntos aquella vez, un cuadro homónimo del Caravaggio… No era el tema, pues, sino la violencia del tratamiento pictórico, la serenidad de dicha violencia, la frialdad de semejante frenesí, la indecencia provocativa del escote de Judit, la juvenil hermosura de su doncella y ayudanta en el feroz degüello de Holofernes… Ambas estaban dedicadas a decapitar al general asirlo con una precisión algo distante, con un aire extraño, sobrecogedor, de complacencia, casi de placer… Y me acerqué para ver el nombre del pintor y era una pintora, una mujer, Artemisia Gentileschi. Me quedé absorta ante el lienzo, inmóvil, como fulminada, hasta que se aproximaron, inquietos y solícitos, dos viejos vigilantes preocupados sin duda por esa inmovilidad prolongada, temerosos tal vez de que me hubiese convertido en una estatua de sal, y no andarían del todo descaminados: era mi alma en aquel instante un desierto de sal y de deseo…».

Aquella mañana de junio de 1936 había regresado del Museo de Capodimonte desconcertada por la impresión que le produjo el cuadro de Artemisia Gentileschi. Desconcertada de que fuera tanta y tan turbia.

Desconcertada por su desconcierto, en suma.

José María la esperaba en el comedor del hotel, un antiguo palacio de corredores penumbrosos y laberínticos, de inmensos salones de caoba y palosanto, donde, al atardecer, frágiles damas de organdí y bigotudos señores de chaqué tocaban al plano y entonaban algunas de las arias más célebres del repertorio.

Sentado a una mesa redonda, solitaria en el centro del comedor, José María Avendaño era el blanco de todas las miradas femeninas. Franca y hasta descaradamente dirigidas a él, cuando se trataba de señoras no acompañadas por caballero alguno. Miradas solapadas, y por ello, por su fulgor encubierto, todavía más audaces, impertinentes o provocativas, si se trataba de damas acompañadas por algún marido, padre, novio o hermano: algún varón, a fin de cuentas, con derecho de pernada, filiación, usufructo, o de mera protección, sobre las hembras a las que visiblemente fascinaba la insolente guapeza de José María.

Éste, además, estaba esperando a una mujer, se le notaba. En su impaciencia desprovista de inquietud, llena de soltura y hasta de altivez; en la forma displicente para su entorno con que sorbía breves tragos de un martini seco y frío; en la soberbia rosa roja que tenía preparada sobre la inmaculada blancura del mantel para ofrendársela, sin duda, a quien no tardaría ya en llegar: en todo su aire y su aura varonil se notaba que estaba esperando a una mujer.

Ello le prestaba aún mayor encanto y las miradas femeninas se volvían, por la curiosidad que las consumía hasta el fondo de las pupilas, todavía más codiciosas.

Desde el umbral de la puerta de cristales del comedor, medio escondida detrás de una palmera enana en su recipiente de azulejos, Mercedes contempló un instante a su marido.

La roja rosa sobre el níveo mantel la hizo pensar en el ensangrentado lecho de Holofernes. En algo mucho más íntimo también. Se ruborizó, sintió que la invadía algo desconocido hasta ese momento, al menos con tal contundencia, con tan brutal e inocente crudeza: su deseo de aquel hombre, difícil de nombrar por su insólita y sofocante precisión.

Voy a entrar como una novia, pensó Mercedes, a entregarme a José María, y que lo vean todos, señoras y señores, y hasta monsignori, que nunca faltan en el comedor, a entregarle la roja flor de mi inocencia…

Pero esto último le pareció indecente, no tanto por atrevido sino más bien por cursi.

Se acentuó su rubor.

En ese momento, una orquestina que solía amenizar desde un estrado al fondo de la sala los almuerzos y las cenas con piezas musicales comenzó a tocar los primeros compases de un tango.

A Mercedes le pareció de buen augurio, porque era Caminito. Entró en el comedor, entonces, al ritmo desgarrado de aquella música. La misma que se oía en el Club de Tenis de la Magdalena, en Santander, el día de verano de 1934 en que conoció a José María.

Y entonces viniste tú

de lo oscuro, iluminada

de joven paciencia honda…

No se equivoca, desde luego. No se confunde, a pesar de las apariencias.

Hoy, martes 17 de julio de 1956, sabe perfectamente que no es ésta la letra de Caminito, aquel tango. Sabe que la letra de aquel tango, de aquel día de verano de 1934, es muy diferente.

Caminito que el tiempo ha borrado

y que juntos un día nos viste pasar…

Pero es que se superponen los recuerdos, las letras de los tangos y las palabras de los poemas. No es que sean comparables, pero fueron contemporáneas.

Hoy, en su habitación de La Maestranza, lo recuerda todo a la vez. El Club de Tenis, el tango, la aparición de José María Avendaño, la brusca pulsión de su sangre —¡que me saque a bailar, por Dios, que me saque a bailar!— y también los versos de Pedro Salinas.

Cuando te miré a los besos

vírgenes que tú me diste,

los tiempos y las espumas,

las nubes y los amores

que perdí estaban salvados…

A los dos días de su encuentro, en efecto, le regaló José María un libro de Salinas que se había publicado el año anterior, La voz a ti debida. Desde entonces, desde aquel primer regalo, los versos de Pedro Salinas habían acompañado su historia: la de su amor. Bueno, todo habrá que decirlo: los versos de Salinas y las prosas de san Agustín. Pero de éstas se hablará en su momento, que no es éste aún: nunca conviene trastornar el orden enigmático de los relatos.

Así que aquella mañana de junio Mercedes entró en el comedor del hotel napolitano, alegre y decidida, deslizándose por el piso de ajedrezadas baldosas, súbitamente despojada de todo sentimiento de culpabilidad, segura de atraer la mirada celosa de las mujeres, la complacida de los hombres.

Su marido se levantó, le ofreció la rosa roja, incandescente, le dispuso una silla para que se sentara. Seguía el tango, seguía su letra melancólica: «Desde que se fue, nunca más volvió…». Seguían las miradas concentradas en la bellísima pareja que formaban.

Ambos pensaron lo mismo, en el mismo momento, como comprobarían más tarde. «Si supieran que esta mujer no me pertenece de verdad», pensó él. «Si pudiesen imaginar que no soy suya aún», pensó ella.

Pero se rieron al unísono, sin saber muy bien por qué. Sabiendo, al menos, que les encantaba volver a encontrarse, aunque sólo hubieran estado separados unas pocas horas.

Mercedes se había sentado, lo miraba, volvía a reírse.

—Tengo un apetito feroz —murmuró.

José María captó la luz agorera de aquellos ojos, pero no adivinó por qué refulgían así, prometedores, no entendió de qué. No pudo imaginarse, obviamente, que la Judit de Capodimonte tuviese algo que ver con la alegría sensual perceptible en la expresión de Mercedes.

—¿Apetito? —dijo él—. Apetitosa estás tú… Feroz tú, tal vez. Se lo preguntaremos a san Agustín…

Se le ocurrió a Mercedes una barbaridad, pero se contuvo. Un camarero acababa de acercarse a la mesa para tomar nota.

Apenas hubieron pedido, José María comenzó a contarle su entrevista con Benedetto Croce. Pero Mercedes no le escuchaba. Y es una lástima, porque la falta de atención de Mercedes Pombo va a impedirnos conocer el contenido de la conversación, uno de cuyos temas esenciales fue el papel de los filósofos —y más general, más genéricamente también, de los intelectuales— en los sombríos tiempos de las dictaduras. Finstere Zeiten, «tiempos oscuros», decía José María.

A estas alturas, en efecto, no es posible, y con los elementos que tenemos a mano, suplir con algún artilugio narrativo aquella falta de atención de Mercedes: tenemos que someternos al azaroso pero imperativo contexto de la situación.

Y es que estamos refiriéndonos a las peripecias de aquella jornada napolitana desde el recuerdo de Mercedes, privilegiado, sin duda, porque su memoria es única, insustituible, ya que José María Avendaño ha muerto. En estas circunstancias, desaparecido él, amnésica ella —por su culpable distracción durante aquel almuerzo napolitano—, tenemos que renunciar al contenido de la discusión entre Avendaño y Croce, y dejar que se sume en el olvido, por muy interesante que resultase. A menos que, ulteriormente, algún otro documento o testimonio nos permita volver sobre este episodio y rescatar su significación.

El caso es que aquel día, en Nápoles, Mercedes no escuchó a su marido. Hizo un gesto, saliendo de su ensimismamiento, para interrumpir lo que tomaba camino de convertirse en una larga divagación político-filosófica.

—¿Qué sabes de Artemisia Gentileschi? —preguntó a bocajarro.

José María asumió con un respingo la abrupta interrupción, en plena reflexión sobre el pensamiento liberal. Asumió también la pregunta concreta, intentando localizar aquel nombre de mujer en alguno de los sectores memorizados de su vasto saber.

—¿Es una amiga tuya? —Interrogó finalmente.

Mercedes le explicó.

Le habló del Museo de Capodimonte, del cuadro de la Gentileschi. Le recordó que habían visto en Roma un lienzo del Caravaggio sobre el mismo tema. Le comentó las diferencias de tratamiento pictórico. Le mencionó el escote de Judit, la juvenil belleza de su sirvienta. Aludió a la impresión que la obra le había producido.

Pero ocultó lo esencial: el ardor sensual que había provocado en su intimidad la contemplación de tan bárbara escena. Ocultó el extraño goce, el ansia venturosa, inexplicables a primera vista, y hasta reprobables, que le despertó aquel descubrimiento.

José María no supo decirle nada acerca de Artemisia Gentileschi, pero prometió enterarse.

—De Judit, en cambio, lo sé todo. O casi todo. ¿Te cuento?

—Cuéntame —dijo Mercedes.

En ese momento dos camareros diligentes y dicharacheros comenzaron a servirles el primer plato del almuerzo. El aroma de los tortellini con gambas era tan suculento que Mercedes tuvo un arrebato de alegría: algo físico, un acaloramiento, una emoción anudándole la garganta, anidando en su pecho: como si se le hiciera la boca agua.

Pero es que se le hacía realmente la boca agua.

—¡Qué rico va a estar esto! —exclamó.

Estuvo a punto de decirle a José María la barbaridad que ya se le había ocurrido. Estuvo a punto de proponerle que abandonaran el comedor enseguida, sin comenzar siquiera el almuerzo, para subir a la habitación y encerrarse, corriendo las cortinas, atrancando la puerta, pidiendo no ser molestados, encendiendo alguna lámpara tutelar en algún rincón de la alcoba, abriendo de par en par el lecho matrimonial cuyas sábanas ostentarían la inmaculada blancura de una inocencia a punto de sucumbir, gozosamente, «Y me desnudaré ante tu mirada, me abriré al fin a tu vigor, eso, ya sabes, no tengo palabras para semejantes cosas, tu sexo, no tengo habla, no sé nombrarlas, pero quiero ser tuya del todo, pertenecerte de verdad, al fin, que te hundas en mí, me penetres, me crucifiques…».

«Se lo preguntaremos a san Agustín», había dicho José María poco antes.

San Agustín les acompañó, en efecto, durante el viaje de bodas. En realidad, durante todo el noviazgo, a lo largo de casi dos años.

Y es que el confesor de Mercedes Pombo, el padre jacinto Rupérez, era un ferviente lector, devoto comentarista también, de los escritos del santo obispo de Hipona. Por eso, cuando ella le anunció su boda con el más joven de los hermanos Avendaño, se vio sometida a una intensa preparación moral y teológica, fundada esencialmente en el estudio de los tratados agustinianos más directamente referidos a las cuestiones del matrimonio cristiano: De bono conjugali y De conjugiis adulterinis. Sin olvidar, claro está, la parte de los escritos antipelagianos de san Agustín que vuelven prolijamente sobre dichos temas.

Para el padre Rupérez, y así se lo repetía una y mil veces a Mercedes, el matrimonio sólo era un bien relativo. O un mal menor, si se prefiere. El máximo ideal cristiano era, desde luego, el de la castidad. Ahora bien, puestos a admitir, las torpes exigencias de la sociedad y de la carne —o sea, de la suciedad humana de la vida—, a buscar componendas y frenos a la pecadora propensión del ser humano, el matrimonio podía considerarse positivamente. Con la expresa condición de que su fundamento fuese la intención de procrear, y no aquella, bestial, de la pasión: la concupiscencia.

El confesor utilizaba los textos latinos de san Agustín, «copulatio itaque maris et feminae generandi causa bonum est naturale nuptiarum, sed isto bono male utitur qui bestialiter utitur, ut sit eius intentio in voluntate libidinis, non in voluntate propaginis…». Y a Mercedes, que no se atrevía a pedirle al padre Rupérez explicaciones complementarlas, lo del «uso bestial» del matrimonio, o lo del «deseo voluptuoso» opuesto a la «voluntad de procreación» la sumía en infinitas inquietudes y cavilaciones, vista su corta sabiduría en materias de sexo.

Inquietudes que se acrecentaban al no tener a nadie, fuera de su confesor —con el cual era obviamente imposible—, a quien hablar de tan pavoroso como excitante asunto. Mercedes no tenía amigas ni primas de su misma edad con quienes debatir todo aquello, en cuchicheos entrecortados por risitas nerviosas. Y de su madre más valía no hablar. Por doña Constancia habían pasado nueve embarazos y alumbramientos como rayo de sol por el cristal, sin que se rompiera ni manchara una ignorancia casi virginal. Cuando hablaba de su progenitura, lo hacía como si su cuerpo hubiese sido mero instrumento o receptáculo carnal elegido por la Providencia, con incomparable levedad. Inútil, pues, intentar aclarar con su madre los «usos bestiales» del matrimonio en que tanto, y con tan grande recelo y pavor, insistía el confesor de la novia, para alejar la voluntad y la imaginación de ésta de tan abominables prácticas.

A esta acción de rearme moral emprendida por el confesor de Mercedes frente a los peligros de un matrimonio que no fuera capaz de suprimir, o al menos de reprimir las apetencias libidinales, y por ende libidinosas, no tuvo más remedio que enfrentarse José María Avendaño.

Pero lo hizo con tacto, con suma habilidad, como por otra parte solía hacerlo todo. No se opuso de plano a los planteamientos del padre jacinto, y aún menos a los de san Agustín. Muy al contrario, se amparó dialécticamente en estos últimos para sembrar la duda en el enfervorecido espíritu de Mercedes, y conseguir de paso algún favor erótico.

Comenzó por demostrarle que no era el matrimonio tan poca ni parca cosa como parecía afirmar su confesor. Después, y una vez convencida Mercedes de que había que tomárselo en serio, José María argumentó en base a la quaestio particularis de la primera sección del tratado agustiniano De bono conjugali, con tal poder de convicción que obtuvo de su joven prometida favores que, sin poner jamás en peligro su virginidad, sí menoscababan peligrosamente su honestidad y candidez.

¿No decía el santo varón de Hipona «cum masculus et femina, nec ille maritus nec illa uxor alterius, sibimet non filiorum procreandorum, sed propter incontinentiam solius concubitus causa copulantur…»? O sea: «He aquí a un hombre y a una mujer; ni él es marido de otra, ni ella mujer de otro; tienen relaciones carnales no con vistas a procrear hijos sino tan sólo para satisfacer su concupiscencia; sin embargo, se han comprometido mutuamente a no tener relaciones, ni él con otra mujer, ni ella con otro hombre; ¿puede llamarse matrimonio dicha unión? Sí, ciertamente, se puede, con rigor y sin que sea absurdo…».

Éste es exactamente nuestro caso, argumentaba José María. Ni yo tengo mujer alguna, ni tú marido. Ni, en ninguno de los dos casos, tenemos amante. Por tanto no es absurdo, según san Agustín mismo, que tengamos relaciones carnales para satisfacer nuestra concupiscencia. Sobre todo si se tiene en cuenta nuestra decisión de casarnos, de vernos esposados por los leves y santos lazos del matrimonio, que de antemano santifica y absuelve lo pecaminoso que en nuestra relación pudiese haber, ya que no se propone, por ahora y por supuesto, ninguna intención procreadora.

Pero Mercedes quería saber qué era la concupiscencia.

Saberlo de verdad, lo que se dice saberlo, sólo lo sabría practicándola, le explicaba José María. Hay un proverbio inglés que dice: «The proof of the pudding is in the eating…». O sea, ¡que a comer el pudding de la concupiscencia!

Y lo comieron, efectivamente, alguna que otra vez, a lo largo de los largos meses de noviazgo, en cuanto la ocasión se hizo propicia. Y no se hizo a menudo, desgraciadamente, pues doña Constancia, la madre de Mercedes, se afanó en imponer las modalidades de un cortejo a la antigua, con horas fijas, testigos respetables, acaso senescentes y otras limitaciones de toda índole.

Sin embargo, cada vez que hubo ocasión de soledad, por breve que fuese, comieron, devorándolo, con la ilusión de algún día poder saborearlo, el glorioso pudding de la concupiscencia. Así, la alusión al proverbio británico («sólo se sabe cómo está el pudding probándolo») se convirtió entre ambos en un lenguaje cifrado, código irreverente que les permitía comentar, incluso en público, y aunque fuera metafóricamente, los placeres del gusto, la vista y el tacto que alimentaban su relación erótica, aunque nada procreadora.

Sin embargo, y por grato que le resultara a Mercedes sucumbir a los envites y embates de la concupiscencia —que dejó de ser palabra indescifrable para hacerse realidad concreta y palpable, vivencia fervorosa, territorio infinito adonde aventurarse con la pasión de la curiosidad y de la invención—, no por ello dejaba de recobrar talante y compostura de virginal decencia.

En esos momentos de redoble de conciencia cristiana, Mercedes también esgrimía argumentos de san Agustín, con los que intentaba refrenar los apetitos de José María. Le recordaba por ejemplo que, según el santo, el pacto matrimonial se funda en la decisión de procrear, que ellos, pecaminosamente, rehusaban. «Cum vero vir membro mulieris non ad hoc concesso uti voluerit, turpior est uxor…».

«Más infame es la mujer, piénsalo, José María», decía Mercedes con palabras de san Agustín, «más infame al permitir que el marido use de alguno de sus órganos no apto para la procreación, con el solo fin de la concupiscencia…». Pues, amor mío, ¡tú no haces otra cosa!

¿Pero no habíamos quedado, mujer, respondía él, no habíamos quedado en que, según san Agustín, nuestra relación puede considerarse como matrimonial? ¿Que no es absurdo tenerla por tal? Pues bien, prosigamos, decía José María, utilizando el mismo estilo de razonamiento que el jesuita padre Rupérez, prosigamos con los textos del propio santo…

«Ut et quod non filiorum procreandorum, sed infirmitatis et incontinentiae causa expetit…». O sea, Mercedes del alma mía, «lo que exigen la debilidad y la incontinencia, aunque no tengan por fin la procreación de hijos, no deben negárselo mutuamente los esposos, ni el marido a su mujer, ni la mujer al marido; ello les impedirá caer, seducidos por Satanás, en innobles corrupciones… El acto conyugal, en efecto, cuando tiene la procreación por objeto, no es pecado; y sólo lo es venial cuando se comete entre esposos para satisfacer la concupiscencia…».

Así que, amor mío, proseguía José María, entregándome tu cuerpo y cada uno de sus orificios, salvo el de la procreación, no sólo cumples con una de las obligaciones del pacto matrimonial, que sólo constituye un pecado venial —y que por añadidura nos gusta—, sino que además, lo dice taxativamente el tratado de san Agustín, me permites huir del pecado mortal de la fornicación o del adulterio al evitarme tener que buscar el placer con otras mujeres, ya sean casadas infieles o meras meretrices.

De esta manera, entre pitos y flautas —si se nos permite expresión tan equívocamente frívola para tan serio asunto—, Mercedes llegó virgen al día de la boda pero instruida en muy diversos modos de obtener el placer. Y de procurarlo. Así había seguido durante el viaje de novios, cada vez más instruida y acaso más instructiva, hasta el día de Judit y Holofernes, en Nápoles.

La primera noche del viaje fue en coche-cama. Y entre la jaqueca de Mercedes, debida a los agobios del día (solemne ceremonia en la iglesia de los Jerónimos; recepción por todo lo alto en casa de los Avendaño, en Alfonso XII, hasta muy entrada la tarde; salida apresurada hacia la estación, entre los sollozos de doña Constancia y otras señoras de la familia), el nerviosismo de José María, amante experto pero marido sin estrenar, o sea, desconocedor de la concreta y delicada tarea del desfloramiento, y la ligera ebriedad de ambos, que apuntilló la botella de champán que les esperaba en el coche-cama y que se bebieron enseguida, mientras se desvestían mutuamente, descubriendo al fin la ignota desnudez entre risas y leves obscenidades dichas en el tono de la ternura confidente y confiada; con todo aquello, sin olvidar la inadecuación de la litera, por su estrechez y por el ajetreo del expreso nocturno, no pudo cumplirse aquella primera noche el sacrificio de la virginidad de Mercedes. Lo cual no provocó en los novios, que ya habían conocido juntos el goce carnal, ni excesiva desazón, ni herida narcisista de vanidad en el varón, ni frustración sensual en ambos. Toda la noche, aunque no se produjera la posesión procreativa, la penetración arrogante, Mercedes ofreció su cuerpo agradecido para que José María se introdujera en éste bestialmente, según la definición de san Agustín.

Y así había ido retrasándose la ceremonia propiamente nupcial, hasta aquel día de Nápoles, el día del Museo de Capodimonte.

Apenas hubo probado los tortellini con gambas y comprobado su delicioso sabor, se decidió Mercedes a decir lo que venía rondando su imaginación.

—José Mari —dijo en voz baja, enronquecida.

Él adivinó lo que iba a decir. Supo, al menos, de qué iba a hablarle; lo leyó en sus ojos.

—Pide una botella de champán… Subamos con ella a la habitación… Tengo ganas…

Se sonrojó, no supo decir más. Era suficiente.

Todos miraron hacia ellos cuando cruzaron el comedor, casi abrazados, con la botella de champán, después de haberse levantado bruscamente de la mesa del almuerzo. Hasta la orquesta dejó de tocar el fox-trot que estaba interpretando. Todos pensaron con ardor o nostalgia en los gestos del amor, al verlos deslizarse levemente hacia su habitación. Hubo incluso alguno, acaso alguna, que cerró los ojos con el corazón sobresaltado.

«Capodimonte, 1936, junio».

Así está escrito en la postal desgastada por el tiempo.

En el coche-cama, la primera noche del viaje de novios, no había solamente una botella de champán. También había un libro. Un pequeño volumen de versos primorosamente editado: Razón de amor, de Pedro Salinas.

Mercedes Pombo cierra los ojos, veinte años después.

¿Serás, amor,

un largo adiós que no se acaba?

Vivir, desde el principio, es separarse…

Ha cerrado los ojos, pero se acuerda. Con una especie de sollozo alegremente desesperado. Alegría del recuerdo, de la belleza de lo que fue. Desesperación del recuerdo, de la tristeza de lo que dejó de ser.

Oye un ruido fuera. El de una portezuela de automóvil. Luego voces. La de Mayoral, reconocible.

Vuelve a colocar la tarjeta postal en el legajo y éste en el escritorio.

Se acerca a una ventana, aparta levemente un visillo.

Mayoral está hablando con el americano, Michael Leidson.

Es lo que puede deducirse, aunque el recién llegado esté de espaldas: no puede ser otro. Sólo a él se le espera a estas horas.

El supuesto Leidson está cerrando el maletero del coche y Mayoral se lleva una bolsa de viaje. Luego le dice algo al americano, haciendo un gesto con la mano libre hacia el porche de la casa.

Después de ponerse a caminar, Leidson se vuelve.

—El gringo guapo —murmura Mercedes.

Tenía razón Domingo: no estaría mal fugarse con un tipo así. Se acordó de Raquel. Pero también podía Raquel fugarse con ellos, ¿por qué no?

Michael Leidson acaba de desaparecer bajo el porche de La Maestranza.

Mercedes se sonríe, sola.