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Michael Leidson llegó a La Maestranza al final de la mañana.

Le esperaba Mayoral, el intendente de la finca, que le atendió, ofreciéndole un café, algún refresco, lo que deseara. Leidson dijo que tal vez algo de beber, un vaso de agua fría, ¿por qué no? ¿Nada más? No, nada, un vaso de agua vale.

Mayoral le invitó a que se sentara allí mismo, en el amplio porche de la casa, mientras llevaban su bolsa de viaje a la habitación que le estaba destinada. Había una mesa, unas butacas de mimbre; se sentó.

Hacía calor, sintió como una angustia leve, indefinida…

Una hora antes, a la entrada del pueblo según se viene de la carretera general, Leidson había franqueado la puerta del almacén de Eloy Estrada con la intención de preguntar cuál era el camino para La Maestranza. Desde luego no sabía que el dueño se llamaba Eloy Estrada: hasta allí no llegaban los datos que le habían facilitado para ese viaje. Ni lo sabía antes de llegar al pueblo ni lo supo entonces. Había visto el rótulo del establecimiento, LA PROSPERIDAD, y pensó que allí podrían indicarle el camino más corto a la finca; entró: eso es todo.

Dentro hacía fresco.

El local era amplio, abovedado, penumbroso. No sólo almacén o tienda, también taberna, acaso fonda. Se mezclaban olores muy diversos: a especias ultramarinas, a verdura y fruta fresca, a cuero de guarniciones y correajes, a café recién tostado, a vino recio y tinto. Y otros que Leidson no identificó de inmediato.

Se acercó al mostrador, le pidió al dueño un café cortado y una botella de agua mineral con gas.

Eloy Estrada —mejor dicho, aquel señor que todavía no tenía nombre pero sí presencia física, apariencia; que sólo era eso, lo que aparentaba ser, sin más: un hombre de estatura media, enluto de carnes pero, por lo que se notaba, fuerte, muy moreno de tez, con ojos de un verde pálido, asombroso— le miró sin decir nada, se apartó de la barra del mostrador, preparó el café.

En fin, lo que suele hacerse en estos casos.

Luego, mientras Leidson saboreaba el primer sorbo, le preguntó a bocajarro.

—Americano, ¿verdad?

—¿Tanto se nota? —dijo él.

Eloy Estrada movió la cabeza.

Desde ahora repetiremos su nombre para identificarlo como personaje, sin exquisiteces ni excesivos rigores o remilgos narrativos, aunque Michael Leidson —único testigo, hasta aquí, de su existencia— no lo sepa todavía. Lo diremos para comodidad del lector, quien también puede tener algo que ver con el desarrollo del relato, con su legibilidad. Además, no es Leidson el narrador de esta historia, ya se verá; no importa, pues, que él aún no conozca el nombre del personaje que acaba de servirle un café cortado, de destaparle una botella de agua mineral; alguien lo sabrá, se supone, como sabe todo lo demás, puesto que alguien está narrando esta historia y, si lo sabe, puede decirlo cuando se le antoje, arbitrariamente incluso, adelantándose a lo que Leidson mismo pueda adivinar a estas alturas.

Eloy Estrada negó con un movimiento de cabeza.

—En el acento, no —dijo—. ¿Conoce usted a Hemingway, el escritor?

No le dio tiempo a Leidson ni a asombrarse de semejante pregunta, ni a contestar que sí, que conocía a Hemingway, que le había entrevistado larga, minuciosa, casi morosamente, años atrás, cuando estuvo escribiendo un ensayo sobre la guerra civil española y los escritores americanos (en realidad, el proyecto inicial se fue ampliando en el curso de su trabajo hasta incluir a todos los escritores de lengua inglesa, Orwell por encima de todos, y fue su primer libro publicado sobre el tema de la guerra civil, que no había dejado desde entonces de interesarle).

Pero no le dio tiempo a decir que no sólo conocía a Hemingway, sino que incluso, al menos indirectamente, el escritor norteamericano era el responsable de que él estuviera allí aquella víspera del 18 de julio. Y es que Eloy Estrada siguió hablando, sin esperar respuesta a lo que tal vez no fuese en realidad una pregunta.

—Estuvo en el pueblo hace unos meses, el otoño pasado, en la finca de los Dominguín. La otra finca grande de la comarca. Aquí mismo estuvo tomando unas copas alguna tarde. Una vez se enzarzó en una partida de cartas con unos tratantes de Murcia. Venían o iban a una feria de ganado. Suelen hacerlo cada año un par de veces. Se juegan al póquer dinero en cantidades. A Hemingway lo dejaron sin blanca y el viejo se moría de risa. ¡Que me despojen unos feriantes de Murcia era lo que me quedaba por ver en esta puta vida! Muerto de risa. También bastante borracho. Bueno, borracho a su manera, que no era la de ir tambaleándose. Pero lo que le decía: a él sí se le nota el acento yanqui, aunque habla el castellano muy de corrido. A usted no, ni mucho menos. Es otra cosa. Un aire, la forma de vestir, esos zapatos que aquí no se estilan, cosas así… Como en las películas…

—«Nuestra guerra» —había dicho Hemingway—. Todos decís lo mismo. Como si fuese lo único, lo más importante al menos, que podéis compartir. El pan vuestro de cada día…

Mascullaba entre dientes, soliloquiando.

Y es cierto que tenía un acento yanqui inconfundible.

Ocurrió dos años antes. ¿Tanto tiempo ya? Pues sí, era fácil de contar: a finales de mayo de 1954. Poco más de dos años. Y fue en El Callejón, un restaurante de Madrid.

Leidson almorzaba con Hemingway y gente del toro. Recuerda a Domingo «Dominguín». No sólo porque éste fuera memorable, también porque fue Domingo quien habló por primera vez de aquella muerte antigua.

Estaban en la sobremesa, se bebía bastante. El cocido, como de costumbre, madrileño. A Michael Leidson le apasionaba la historia de España, no sólo la reciente. Pero no la cocina española. Mejor dicho, solía gustarle, pero le hacía trizas el estómago. Cocido para todos, no pudo evitarlo: la tarde sería de siesta y flatulencias.

Hemingway acababa de contar una anécdota de su primer regreso a España, después de la guerra civil. Se habían reído. Algunos años más tarde, cuando Leidson leyó «The dangerous summer», un relato de don Ernesto, aquella misma historia se contaba de otra manera. Menos interesante, por cierto. En el libro, que reseña la temporada taurina de 1959 con el constante desafío y mano a mano, henchido de inevitable sangre, de Antonio Ordóñez y Luis Miguel «Dominguín», la historia de aquel viaje a España se presenta, en efecto, de forma un tanto solemne. Incluso con algunas gotas de megalomanía.

Según la versión impresa, más grata desde luego para el narrador, el policía de fronteras en Irún había conocido inmediatamente a Hemingway, y se levantó para saludarle, felicitándole por sus novelas, que aseguraba haber leído. Difícil de creer, sin embargo. No parece plausible que en 1953 un policía de la dictadura hubiese leído, y apreciado, la obra novelesca de Ernest Hemingway.

En mayo de 1954, de todos modos, en El Callejón, Hemingway contó otra versión de aquella misma historia. Otra versión de su regreso a España. No sólo más verosímil, también más acertada como narración. Al fin y al cabo a un novelista cabe exigirle aciertos narrativos, no sólo mínimas verdades.

En El Callejón, en la morosa charla de la sobremesa, Leidson escuchó una primera versión de aquella historia del regreso. Según ésta, el policía comentó al revisar el pasaporte de Hemingway: «¡Hombre!, se llama usted como aquel americano que estuvo con los rojos, durante nuestra guerra…». Había levantado la vista al decirlo. Y Hemingway contestó: «Me llamo como él porque soy precisamente aquel americano que estuvo con los rojos durante vuestra guerra…». El policía dio un respingo. Se le llenó la mirada de rabiosa negrura. Impotente, sin embargo. Un yanqui era un yanqui, intocable, hubiera estado con los rojos, con los blancos o con el mismísimo demonio.

Se rieron, alguien contó otra anécdota de aquellos tiempos.

Más tarde, Hemingway volvió a hablar de la guerra civil.

—«Nuestra guerra» —murmuraba—. Todos decís lo mismo. Como si fuese lo único, lo más importante al menos, que podéis compartir. El pan vuestro de cada día. La muerte, eso es lo que os une, la antigua muerte de la guerra civil.

Leidson estuvo a punto de decirle a Hemingway que tal vez no fuese sólo la muerte lo que compartían los españoles en el recuerdo, acaso eucarístico, de la guerra, su guerra. También la juventud: el ardor. Aunque quizá no sea la muerte más que uno de los semblantes de la ardorosa juventud.

O viceversa, vaya usted a saber.

Pero en aquella ocasión no dijo nada. Los demás, sí. Los españoles que asistían al almuerzo tenían todos algo que decir. La guerra, nuestra guerra: su juventud. Todos habían luchado en aquella contienda, dieciocho años antes. Pero no todos en el mismo bando. Ahora bien, ni los unos ni los otros parecían tan convencidos hoy de sus razones, o de sus ideales sinrazones, como sin duda lo estuvieron en 1936: lo bastante convencidos, antaño, como para haberse jugado la vida.

Domingo Dominguín, creyó entender Leidson, había luchado con los nacionales. Al parecer en una milicia de Falange. Fue herido al comienzo de la guerra. Otro de los comensales, de más edad que Dominguín, un antiguo banderillero allegado a la familia de éste, había estado con los rojos. Se burlaba cariñosamente de Domingo, de su remoto pasado falangista. Aludía con benévola sorna a sus aventuras en el hospital de sangre. Todas las monjitas estaban enamoradas de él, comentaba el banderillero, y se las calzaba, el muy fresco, tan a gusto en su lecho de dolor.

Se rieron, se siguió bebiendo.

A Michael Leidson le pareció que, a fin de cuentas, ya no enfrentaban a aquellos hombres las pasiones de antaño. No de la misma manera en todo caso. Los que habían luchado con los nacionales —el propio Dominguín en primer lugar— parecían estar muy de vuelta. Parecían ahora más de izquierdas, incluso más radicales, que los que habían estado con los rojos, y ahora tenían cierta propensión a criticar, ante todo, los excesos o errores de su propio bando.

Fue entonces, en el barullo de una charla entrecruzada, cuando Domingo Dominguín contó la historia de aquella antigua muerte.

Habló sin apartar la mirada de Hemingway y de él. Se lo contaba a ellos, por encima de las anécdotas, las risotadas y las exclamaciones de los demás. Les contaba aquella muerte porque estaban fuera de ella, más allá de esa vivencia. Es decir, más allá de aquella sangre de la guerra civil, al otro lado de la memoria de esa sangre. Aunque próximos a ella. Capaces de entender por tanto el sangriento mensaje —¿estéril, repetitivo, absurdamente heroico, injusto, necesario?— de aquel pasado.

Hemingway calentaba una copa de alcohol en la cuenca de sus manos, absorto.

El 18 de julio de 1936, contaba Domingo Dominguín, en una finca de la provincia de Toledo los campesinos, al enterarse del alzamiento militar, habían asesinado a uno de los dueños. Al más joven de los hermanos. El único liberal de la familia, por otra parte, según decían en el pueblo. Pero es que la muerte no siempre elige a sus prometidos. No los elige a sabiendas en cualquier caso. Son sus prometidos y nada más.

Aquella muerte, sin embargo, aun siendo la causa de todo, era lo de menos. Hubo tantas aquellos días. Lo interesante era lo que vino luego. Cada año, en efecto, desde el final de la guerra civil, la familia —la viuda, los hermanos del difunto— organizaba una conmemoración el mismo día 18 de julio. No sólo una misa o algo por el estilo, sino una verdadera ceremonia expiatoria, teatral. Los campesinos de la finca volvían a repetir aquel asesinato: a fingir que lo repetían, claro. Volvían a llegar en tropel, armados de escopetas, para matar otra vez, ritual, simbólicamente, al dueño de la finca. A alguien que hacía su papel. Una especie de auto sacramental, así era la ceremonia.

Los campesinos volvían a sumergirse —es decir, se veían obligados a sumergirse— en el recuerdo de aquella muerte, de aquel asesinato, para expiarlo una vez más. Algunos, los más viejos, tal vez habían participado en la muerte de antaño, al menos pasivamente. O habían asistido a ella. O tenían de ella noticia directa, memoria personal. Otros, los más, que eran los más jóvenes, no. Pero se veían zambullidos cada año en aquella memoria colectiva, culpabilizados por ésta. No habían sido los asesinos de 1936, pero la ceremonia los hacía en cierto modo cómplices de aquella muerte, obligándoles a asumirla, a hacerla de nuevo presente, activa.

Un bautismo de sangre, en cierto modo.

Así, al perpetuar aquel recuerdo, los campesinos perpetuaban su condición no sólo de vencidos sino también de asesinos. O de hijos, parientes, descendientes de asesinos. Perpetuaban la insufrible razón de su derrota al conmemorar la injusticia de aquella muerte que justificaba alevosamente su derrota, su reducción a la condición de vencidos. En suma, aquella ceremonia expiatoria —a la que solían asistir algunas de las autoridades de la provincia, civiles y eclesiásticas— ayudaba a sacralizar el orden social que los campesinos, temerariamente sin duda —temerosamente también, como puede suponerse—, habían creído destruir en 1936 asesinando al dueño de la finca.

Nadie dijo nada cuando Dominguín terminó de contar. Acabó de redondearse, transparente y espeso, el silencio en ciernes desde el comienzo del relato, Michael Leidson cerró los ojos, intentó imaginar el paisaje, los rostros, el ceremonial de la expiación. Hemingway bebió un largo trago de alcohol, murmuró algo, una sola sílaba sibilante. «Shit». (Mierda, sí, nunca mejor dicho).

Fue dos años antes, más o menos, en El Callejón.

—Viene a lo de mañana, claro —dice Eloy Estrada—. Por lo visto será la última vez.

Ha estado hablando detalladamente —es narrador de pormenores, se conoce— de la visita de Hemingway a La Companza, la finca de los Dominguín, unos meses antes. Es, con la de los Avendaño, la otra finca grande del pueblo, ha dicho Estrada. El abuelo de los de ahora (quedan dos hermanos: José Manuel, el mayor, hombre de empresa y de poder; José Ignacio, que es jesuita; y doña Mercedes, la viuda de José María, el muerto; bueno, quedan también dos hijos póstumos del muerto, Isabel y Lorenzo, que son gemelos y tienen veinte años), el abuelo Avendaño, el Indiano, ganó la finca aquí mismo, en una memorable partida de cartas. Pero tal vez no tenga tiempo ni le interese el tema. Perdone la molestia, en tal caso.

Leidson le dice que tiene tiempo y que le interesa, que puede ir contando.

Pues lo del abuelo Avendaño, prosigue Eloy, me lo contó a mí mi propio abuelo —aquí estamos los Estrada desde hace no se sabe cuánto tiempo: Eloy Estrada, para servirle—. Aquí paraba hace ya más de un siglo tres veces por semana un coche de mulas que venía desde Maqueda con el correo y algún que otro viajero —los papeles, las cuentas, todo está allá arriba, en el desván, todo muy ordenado; el otro día estuvo viéndolos Benigno Perales, el secretario de doña Mercedes, y le interesaron muchísimo—, el establecimiento ya es muy antiguo, le decía, y mi propio abuelo asistió a aquella partida de cartas, el Indiano llegó de Maqueda precisamente, aunque, bueno, llegaba de Cartagena de Indias en realidad, que es donde hizo fortuna, según decían, aunque nunca se supo cómo la hizo, en qué negocios, pero fortuna sí que hizo, y llegó de Maqueda un buen día, aunque lo de bueno queda por ver, vamos a dejarlo, no se sabe por qué, qué buscaría por estas tierras, ya que los Avendaño son de allá arriba, de la Montaña de Santander, allí tienen la casa familiar, allí volvían los indianos, que siempre los hubo —pero estos Avendaño, a pesar de lo que se creía la gente, tan ignorante, no iban a Cuba, como casi todos, Cartagena de Indias está en Colombia, usted lo sabrá, sin duda—, y el abuelo llegó de Maqueda a ver a su primo, que era entonces el dueño de La Maestranza —la finca no se llamaba así, por cierto, ese nombre se lo puso el Indiano, precisamente, para que rime con La Companza, dicen que decía— y nunca se supo qué había entre ellos, qué pleito, qué rencor o qué niño muerto, nunca se supo por qué el Avendaño de aquí —de segundo apellido, pero Avendaño a fin de cuentas— tuvo que aceptar aquel desafío, jugarse a las cartas la propiedad de la finca, su propia vida, porque se pegó un tiro después, y más valía, así se evitó el inri de la deshonra, y es que el Indiano aquella misma noche —pero no tenía por qué saber que su primo segundo se había pegado un tiro, esto ocurrió cuando él ya hubo llegado a la finca—, y aquella misma noche —bueno, yo se lo cuento como me lo contaron, no fui testigo presencial, lógicamente, aquello fue en el siglo pasado, no puedo asegurarle que alguien, de relato en relato, en el pueblo, en mi misma familia, no haya ido añadiendo algún detalle, algún ornamento, pero yo se lo cuento como mi abuelo me lo contaba— y aquella misma noche, el Indiano no sólo tomó posesión de la finca sino asimismo de la viuda —aunque tal vez no supiera, al acostarse con ella, que ya era viuda, eso queda por ver— y dicen que la estuvo gozando la noche entera, que se oían en toda la casa las risitas y los gemidos, luego los alaridos de ella, dicen que la viuda aquella, la muy zorra, nunca había conocido semejante fiesta, gozaba como una burra, y al parecer el Indiano decía guarrerías a grito pelado —bueno, hay todavía en la finca una vieja que fue cocinera y ahora ya no hace nada, que se pasa las horas bobas a la sombra con las manos cruzadas, contando historias, y esa vieja, la Satur, pretende que era muy niña pero que recuerda todavía el escándalo de aquella noche mientras el Indiano se cepillaba a la viuda de su primo—, en fin, que en La Maestranza están acostumbrados a las historias, y usted viene a lo de mañana, claro. Va a ser la última vez…

Ya no estaban en la barra de La Prosperidad, de pie a cada lado del mostrador. A esas alturas de los recuerdos y relatos estaban sentados a una mesa. Y Michael Leidson ya no tomaba café, sino una copa de orujo que le había ofrecido Estrada y que no se atrevió a rechazar. Un orujo de sabor espeso, cálido, violento.

Tal vez tomaron este mismo alcohol, o alguno parecido, los Avendaño —aunque uno de ellos sólo lo fuera de segunda mano, por vía materna— cuando se jugaron a finales del siglo pasado la propiedad de la finca y de la hembra —es de suponer que la mujer era lo que siempre estuvo en juego entre ambos, no podía ser de otra manera— a lo largo de una partida de cartas que duró dos días y una noche. Y al terminar el segundo día fue el Indiano a la finca y le esperaban en el porche los peones, los mayorales, toda la servidumbre, y él entró, tiró el sombrero en una mesa y subió a la alcoba, donde, sin duda, la mujer estaría aguardando al ganador.

—La última vez —dice Leidson—, ¿y eso?

—Veinte años ya —contesta Eloy Estrada—. Doña Mercedes opina que es hora de enterrar a los muertos, que descansen en paz…

—Los muertos… ¿Hubo varios?

Estrada niega con la cabeza.

—Muertos hubo muchos, ya lo sabrá si le interesa la historia de nuestra guerra. Pero aquí, aquel día al menos, solo ése: José María Avendaño.

—¿Estaba sin enterrar? —pregunta Leidson.

Estrada se ríe brevemente. Le vuelve a llenar la copa de orujo.

—Está enterrado y bien enterrado. Estaba, mejor dicho. Hoy de madrugada lo han sacado del cementerio del pueblo y lo han llevado a La Maestranza. La señora ha obtenido permiso para tener una cripta en la propia finca. Ahí van a volver a sepultarlo solemnemente mañana.

—Un solo muerto, entonces —dice Leidson.

—Dos muertos —corrige Estrada, tajante.

Pero tiene que levantarse de la mesa para atender a una mujer que viene a comprar. Queda en suspenso lo de los dos muertos.

Aquel año era sabático para Michael Leidson.

Había decidido aprovechar el tiempo que le regalaban las largas vacaciones universitarias para terminar el ensayo que tenía entre manos: la crisis de la Segunda República y la guerra civil. Hasta entonces se había ocupado funda mentalmente de la situación de braceros y campesinos et los años veinte y treinta, de las luchas de clase en Anda lucía y Extremadura, pero quería ampliar su campo de investigaciones.

Había estado todo el otoño trabajando en su casa de San Diego, California, escribiendo un primer borrador del ensayo. Luego, en enero, con su manuscrito bajo el brazo, se fue a Madrid. Entraba el año de 1956, ya habrá podido calcularse. Como testigo interesado, asistió a las manifestaciones estudiantiles de febrero, captó enseguida sus posibles repercusiones. Se entrevistó con decenas de personas, protagonistas o simples participantes —víctimas, acaso— en los sucesos de la guerra civil. Revolvió archivos privados, violentó con su cortés insistencia —«inasequible al desaliento», como decía irónicamente de sí mismo, repitiendo la frasecita joseantoniana— olvidos interesados. Se sumergió en aquella memoria hasta algunos de sus más odiosos, gloriosos o lamentables recovecos.

Fue feliz aquellos meses en Madrid.

Un día, a finales de junio, volvió a encontrarse con Domingo Dominguín. Le recordó la historia de aquella antigua muerte. Por cierto, ¿cómo se llamaba el pueblo toledano? Pues Quismondo. ¿Quismondo? El nombre tenía rotundidad, cierto empaque clásico.

Quismondo: sin duda sonaba bien. Y recio.

Era en Ferraz, en casa de Domingo, al caer la tarde. Estaban en una terraza del último piso. Hubo un entrar y salir de gente, sin cesar. Unos venían a resolver asuntos taurinos, otros a pedir dinero, o a devolverlo. Otros, probablemente, a conspirar, cuchicheando en algún rincón. O a buscar algún libro prohibido que tal vez estuviera en la biblioteca de la casa, disparatada pero abundante. Otros no venían a nada, es decir, venían a lo más importante, a estar con Domingo en la terraza, sin más, tomando copas, charlando, mientras caía la tarde, luego la noche.

Leidson se apartó de aquel bullicio generoso. Se acercó a la balaustrada de la terraza.

Tal vez no caía la noche de junio, pensó, sino que más bien se levantaba: se alzaba la noche como un vaho o velo de oscuridad desde la oquedad misma de la tierra. Se levantaba sobre el paisaje azul de la meseta, por encima de los jardines situados frente a la casa de Ferraz, en el lugar en que antaño estuvo el Cuartel de la Montaña. Sobre el fondo azul, que iba oscureciéndose, del paisaje de la meseta, hasta el horizonte del Guadarrama aún impregnado de luminosidad lateral por un sol ya desaparecido, se levantaba la noche. Desde los grises y los ocres del campo, desde el verde ensombrecido de los encinares, se alzaba tal vez, en lugar de caer, la oscuridad creciente de la noche.

Al apartar la vista de aquel crepúsculo portentoso, Michael Leidson le preguntó a Domingo Dominguín si se celebraría este año también, en aquella finca de la provincia de Toledo, la ceremonia que le había contado el día del almuerzo con Hemingway.

Pues sí, desde luego, se celebraba. Ése como todos los años.

Cuando Eloy Estrada volvió a sentarse frente a él, después de haber despachado a algunas amas de casa, Leidson le preguntó si se encontraba en el pueblo hacía veinte años, si recordaba los acontecimientos de aquel día de julio de 1936.

Sí, dijo el dueño de La Prosperidad. Pero no, añadió. Sí que estaba en Quismondo, pero no, no recordaba nada. Le miró de soslayo, moviendo la cabeza.

—Es curioso —dijo Estrada después de un largo silencio— que me haya olvidado, suelo tener buena memoria. Sé que estaba en Quismondo, recuerdo los gritos de la radio, los discursos, las músicas marciales, las consignas de unos y otros. Pero no consigo recordar lo que hice aquella dichosa tarde, por dónde anduve exactamente. Y eso que me he esforzado, de verdad. Pues es inútil, totalmente inútil…

Al hablarle de este olvido suyo, tan inexplicable, Eloy Estrada le miraba entornando los párpados, ocultando el destello habitualmente avizor, penetrante, de sus ojos de un verde muy pálido.

—¿Y el otro muerto? —preguntó Leidson.

Pero volvió a entrar alguien.

Estrada levantó la cabeza y echó un vistazo. Se puso de pie, nervioso, se adelantó hacia el recién llegado con un gesto obsequioso. Casi se le trabó la lengua cuando le saludó. Don Roberto por aquí, don Roberto por allá, ¿qué va a tomar, don Roberto?, ¿cómo está, don Roberto?

Michael Leidson contemplaba a don Roberto.

Un hombre de unos cincuenta años, con una sonrisa tenue, amarga y arrogante, una mirada gris, inaprensible. Desaprensiva, también. Con ese aire de cansancio que suelen tener los poderosos, y sólo éstos; que no es cansancio físico, sino algo más profundo, váyase a saber por qué.

Así, el asunto del otro muerto al que había aludido Eloy Estrada y que iba a ser, según dijo, enterrado con José María Avendaño al día siguiente, quedó sin esclarecer.

Por ahora, al menos.

—Siéntese —había dicho Mayoral, aquella mañana—. Siéntese un momento. Raquel le traerá un vaso de agua fresca, si es lo que desea.

Leidson se sentó en el porche de la casa grande de La Maestranza, en una de las butacas de mimbre, con la mirada vuelta hacia el campo: amarillo, pelado, pardo. El llano, una hilera de árboles, unas lomas a lo lejos. El sol se desplomaba sobre el paisaje, plomizo. Sintió una angustia leve, indefinida. Se preguntó si Avendaño habría visto llegar desde ese sitio a los campesinos, en tropel armado. Hacía veinte años. Miró la hilera de chopos que bordeaban el camino de Quismondo, inmóviles en el aire espeso del mediodía.

Por allí llegaron sin duda.

Notó una presencia, un suave crujido de ropa almidonada. Volvió la cabeza, una mujer se acercaba. Era Raquel con un vaso de agua en una bandeja de plata. Le emocionó la extraña belleza de aquella mujer vestida de luto.

Horas más tarde, poco después de medianoche, volvió a ver a Raquel en la penumbra del pasillo. Alguien acababa de golpear levemente con los nudillos en su puerta. Fue a abrir sorprendido: era Raquel.

—Si no está cansado —le dijo—, le espera la señora. Para seguir contando… —dejó la frase en suspenso un instante. Y añadió, con una mirada de envite, casi de provocación femenina—: En su habitación, claro…

Habló en voz baja, con ronco murmullo, y ahora tendía la mano para conducirle sin duda por los corredores ensombrecidos de la casa.

—Yo le llevaré —añadió Raquel.

A Michael Leidson le latía el corazón con violencia.

Cuando oyó que tocaban en la puerta de la habitación, acababa de escribir un relato de la jornada. Acababa de cerrar el cuaderno, de formato oblongo y tapas de cartón, de color rojo —de este mismo color, distinguiéndose tan sólo por un ligero relieve, podía leerse en la cubierta la palabra inglesa DIARY—, donde solía anotar las reflexiones, los interrogantes, los datos más importantes de cada día.

Aquella noche no había sido fácil resumir, para memorizarlos, los acontecimientos de la jornada del 17 de Julio de 1956. ¿Por dónde empezar el relato, en efecto? Por el comienzo, es obvio, siempre conviene empezar por el comienzo. Sin embargo, es más fácil decirlo que hacerlo. Michael Leidson había comprobado una vez más que no es tan sencillo determinar cuándo comienza de verdad una historia: cuándo debe empezar lógicamente su relación.

A primera vista, podría pensarse que el relato empieza con su llegada a Quismondo, la conversación con Eloy Estrada en el almacén de La Prosperidad. Pensándolo mejor, sin embargo, no era ése el verdadero arranque de la historia. Si dos años antes no se hubiera encontrado con Hemingway —pura casualidad, por cierto— en el bar del Palace de Madrid; si Hemingway no le hubiese invitado a acompañarle al almuerzo con gente del toro que tenía apalabrado aquel día, esta historia ni siquiera habría sido posible.

Al menos para mí, pensó.

¿Sería oportuno, pues, comenzar su relato por el almuerzo en El Callejón? Podía parecerlo. Si Hemingway no hubiese mascullado aquellas frases sobre la muerte, la guerra civil, al final del almuerzo, sin duda Domingo Dominguín no se habría acordado de la historia de Quismondo, de aquella antigua venganza.

Pero tampoco podía asegurarse, pensándolo aún mejor, que el almuerzo en El Callejón, dos años antes, fuese un comienzo verdaderamente indiscutible, un acontecimiento real, radicalmente originario.

Y es que la historia de sus relaciones con Ernest Hemingway no comenzaba ese día en el bar del Palace. Si Hemingway le había invitado a acompañarle, después de tomarse unas copas juntos, era sin duda porque ya se conocían, porque ya habían tenido largas conversaciones, cuando Leidson trabajaba en su ensayo acerca de los escritores norteamericanos y la guerra civil española. Entonces había surgido entre ambos tal vez no una amistad, sería mucho decir, pero sí cierta complicidad intelectual.

Pero no, tampoco las conversaciones con Hemingway, por interesante que pudiese ser su transcripción pormenorizada, podían considerarse como un auténtico inicio de una historia.

En efecto, no era Hemingway, a solas y a secas, Hemingway en sí, por decirlo de alguna manera, lo que le interesaba cuando fue a hablar con él. Era España en la obra de Hemingway. España: los sanfermines, las tardes de toros, los vinos, las tascas, los decires, la guerra civil, todo aquello. Cierta relación de Hemingway con España. Se sabe que esa relación es sustancial, que no puede imaginarse a Hemingway sin ella. Pero tan sustancial como ésta es la relación de Hemingway, de su obra novelesca, con otras varias cosas. Con las mujeres, su belleza inasequible y traicionera, por ejemplo; con la figura del padre; con la caza mayor; con la sensualidad de manjares y bebidas, con varias cosas más. Ninguna de éstas, sin embargo, le interesaba particularmente en Hemingway cuando fue a hablar con él. Sólo España. O mejor aún: la guerra civil española. Y ésta no le interesaba por Hemingway sino por algo muy anterior.

O sea, que a fin de cuentas —si es que realmente puede contarse algo hasta el fin; o hasta el principio, más bien— todo comienzo aparente de esta historia de Quismondo parecía remitir a otro acontecimiento anterior, tal vez olvidado, oscurecido por el transcurrir del tiempo, pero que lo determinaba torvamente. Nunca se terminaría de saber cuándo comenzaba en realidad esta historia, por dónde habría que empezar a contarla. Pero quizá no ocurra sólo con ésta: tal vez ocurra con todas las historias.

La víspera, no obstante, Michael Leidson había tenido la certidumbre —fugaz, vertiginosa, eso sí, pero absoluta: absolutamente cierta de su certeza— de que llegaba al final de un recorrido. Mejor aún: de que volvía al radical origen de un recorrido, el de su propia vida.

Fue en Toledo.

Pocos días antes, leyendo una noche el Voyage en Espagne de Théophile Gautier, se encontró con la descripción de Santa María la Blanca: «À peu de distance de San Juan de los Reyes se trouve, ou plutôt ne se trouve pas, la célèbre mosquée-synagogue; car, à moins d’avoir un guide, on passerait vingt fois devant sans en soupçonner l’existence…».

Así, hacía más de un siglo, en 1840, Gautier tuvo la sorpresa de descubrir, abandonado entre escombros y míseros talleres de artesanos, el edificio prodigioso de Santa María la Blanca, la más antigua sinagoga de Toledo, que describe con fervor en su libro de viajes.

Al leer aquella página, Michael Leidson recordó la llave, la gruesa llave medieval de metal repujado. Durante toda su infancia, en la segunda mitad de los años veinte y comienzos de los treinta, había visto aquella llave colgando en algún lugar preferente, en los cuartos de estar de todas las moradas de su familia. «Es la llave de mi casa» solía explicar la madre de Leidson. La llave de la casa de sus antepasados, entiéndase. «La llave de Toledo», añadía su madre, con una voz llena de orgullo y de nostalgia. Luego, cuando Michael se fue haciendo mayor, se enteró de que no se trataba del Toledo de Ohio, USA, sino del de verdad. Del Toledo de Sefarad, cuna, al parecer, de la familia de su madre.

Unos días antes, pues, había apartado la vista del libro de Gautier y saboreado el alcohol de frambuesa, muy frío, que estaba tomando. Recordó la llave de Toledo, que los antepasados de su madre se habían llevado consigo siglos atrás cuando los judíos fueron expulsados de España. En Túnez, luego en El Cairo, en Salónica finalmente, la llave de la casa de Toledo fue el principal ornato de los salones familiares a lo largo de los siglos. Eran los Levi de Toledo, los antepasados de su madre, que terminaron apellidándose Levi-Toledano. Después de la primera guerra mundial, huyendo de las batallas, guerrillas, golpes de mano y de Estado, desembarcos ingleses, griegos o turcos que asolaron aquellas regiones, al hundirse el Imperio Otomano, la familia de su madre abandonó Salónica y emigró a América.

En 1922, en Los Ángeles de California, Raquel Levi-Toledano se casó con Ilya Leidson, y Michael nació al año siguiente.

Los Leidson no procedían de Toledo sino de Riga, que no podrá compararse, desde luego. Cuando los bolcheviques disolvieron la Asamblea constituyente de Petrogrado, en 1918, el padre de Ilya Leidson, abuelo de Michael por tanto, convocó a la comunidad familiar y explicó cómo iban a ser las cosas para los comerciantes en general, y para los judíos del gremio en particular, en aquella región del universo mundo durante los próximos decenios. Después de discutir el tema, largamente, examinando todas las hipótesis plausibles, la comunidad familiar decidió emigrar a América.

Pero se fue sin la llave de la casa de Riga. Tal vez porque ninguno de los Leidson pensó jamás en volver a Riga. Tal vez porque aquella casa no tenía llave digna de ser expuesta, sacramentalmente, en los salones del exilio y del ensueño. Tal vez porque Riga, por hermosa que fuese, insinuaba Raquel L. Toledano, en ningún caso podía serlo tanto como la Toledo de Sefarad.

Comoquiera que fuese y aun cuando la llave no estuviese a la vista, su madre le habló siempre en castellano, al menos en la intimidad familiar, de puertas adentro. Siempre le contaba prodigios y leyendas de Sefarad, país remoto y entrañable, que despertaban en Michael, desde su más temprana edad, un interés apasionado por la historia y las historias de España.

Aquella noche, pues, dejó en la mesa baja de su estudio la copa helada de alcohol de frambuesa, calculó que era una hora decente, en California, para hablar por teléfono con su madre y marcó los números necesarios para obtener comunicación con la casa de ésta en Beverly Hills.

—¿Madre? —dijo—. Soy Miguel.

—¿¡Quien iba a ser!? ¿Crees que no te conozco la voz?

Se rió Michael, saboreó un sorbo de alcohol.

—¿Estás enfermo? —preguntaba su madre.

Él dijo que no, que estaba bien, contento. Era otro el motivo de su llamada.

—¿Cuál es la calle de Toledo? ¿Dónde estaba la casa de los Levi de Toledo?

Oyó como un suspiro, allá, en California, al otro extremo de la comunicación telefónica. Un respiro profundo, al menos.

—¿Ahora te acuerdas de Toledo? —decía Raquel Levi_. Ahora, de repente, después de tanto viaje a Sefarad y tantos meses en Madrid, que está vecino… ¿Ahora? ¡Pues ya era hora, Miguel!

Pues sí, sólo se acordaba ahora. Y había hecho falta la lectura ocasional de un libro de viajes de Théophile Gautier para que resurgiera el recuerdo de la llave aquella, clave de los sueños y de los cuentos infantiles.

—Bueno, dime el nombre de la calle, madre… Ya te explicaré por qué me acuerdo ahora. Por teléfono resultaría demasiado costoso…

Ella se rió con cierta agresividad irónica. Como si quisiera subrayar, de esa manera, y sin entrar en inútiles disquisiciones, lo impropio de semejante observación relativa al costo de la comunicación. Como si necesitase sugerir, con aquella risa breve, cortante, lo trivial que es ponerle precio al resurgir de un recuerdo esencial.

—La calle —dijo la madre—, en su recorrido actual, que algo ha cambiado desde nuestra época, es la que sube de San Juan de los Reyes, cruzando la antigua judería… Ahora se llama de los Reyes Católicos, ¡menudo escarnio!

Raquel Leidson nunca había estado en España. A Sefarad sólo iré, solía decir, cuando sea un país libre. Tendrá que morir antes el general Franco. Quizá no me dé tiempo, pues los caudillos suelen llegar a ancianos en nuestras historias. Tal vez sea el clima del altiplano madrileño, tan grato para los supervivientes, añadía; tal vez el agua de Lozoya, o el jamón de Jabugo, pero el caso es que nuestros caudillos acostumbran llegar a viejos.

Ahora bien, aunque nunca hubiese estado en España, la madre de Michael conocía al dedillo la topografía de Toledo por los libros de viajes, los álbumes de fotos, las guías turísticas, los catálogos de museos y exposiciones, cuya publicación seguía atentamente.

—¿Cuándo vas a Toledo? —preguntaba Raquel Leidson.

—A mediados de julio —dijo él. Tenía que estar por razones de su libro en un pueblo de la provincia, unos días más tarde; entonces iría.

—Pues me da tiempo a mandarte una carta con los detalles —aclaró su madre—. Será menos costoso para ti —concluyó con leve sorna.

La víspera, 16 de julio, camino de Quismondo, Michael Leidson estuvo en Toledo. Comenzó su recorrido en San Juan de los Reyes, tal como se lo recomendaban tanto su madre como Théophile Gautier, que no podían haberse confabulado a un siglo de distancia.

Pero no fue Santa María la Blanca, en vías de perezosa restauración, lo que más le impresionó. Fue, un poco más lejos, más arriba, la sinagoga del Tránsito. Era un edificio pequeño, sin boato exterior que pudiese llamar la atención. Dentro, sin embargo, Leidson permaneció inmóvil, sobrecogido. La escueta belleza de la única nave de los arcos ornamentados, del techo artesonado, desprendía una atmósfera de serenidad ancestral, desgarradora.

Se colocó en el centro de la nave, absorto, sumergido en aquel torbellino de inmovilidad secular, contemplando el friso de inscripciones hebraicas. Entonces, durante unos largos minutos de meditación, fue cuando tuvo la certeza de una verdad radical, originaria, que tal vez pudiese ser la fuente —cegada, olvidada, pero imperecedera— de su propia vida.

Luego, al salir de la sinagoga, en el paseo del Tránsito, buscó la sombra porosa de unos árboles frente al paisaje del Tajo. Leyó en una guía que la sinagoga había sido edificada en el siglo XIV por encargo de Samuel Levi, famoso tesorero del rey don Pedro. Entonces comprendió una alusión de su madre en la carta que le había enviado por correo urgente. Alusión a cierto parentesco con algún Levi de Toledo que había sido célebre.

Fue la víspera, en el paseo del Tránsito, de tan oportuno nombre cuando se reflexiona sobre el sentido de la vida.

Pero Michael Leidson no es novelista.

Aquella noche, después de la cena, cuando se retiró a su habitación de La Maestranza y anotó en su dictarlo los acontecimientos de la jornada, no empezó su relato por la sinagoga del Tránsito, por la evocación de Samuel Levi. Pensó, eso sí, fugazmente, que nunca se sabe cuándo comienza realmente una historia. También se acordó de Hemingway y de Théophile Gautier. Evocó, cómo no, la figura de su madre, Raquel L. Toledano. Pasaron por su mente —si es que la mente puede considerarse un lugar por donde algo pasa— recuerdos o imágenes más o menos borrosos. De haber sido novelista, todo aquello habría ido agregándose sin duda a la nebulosa de una novela en curso. O hubiera provocado el movimiento de espiral centrípeta que suele dar origen a una nebulosa novelística. Pero Leidson no era novelista, no se le planteaban de esa manera los problemas de una articulación narrativa.

Por ello, después de algunos instantes de indecisión, de ensoñación, fáciles de admitir al cabo de una Jornada tan llena de acontecimientos y hasta de sorpresas, Michael Leidson comenzó a escribir en el cuaderno rojo, de tapas de cartón, de su dietario.

«17.VII.56. Eloy Estrada, La Prosperidad: extrañamente no se acuerda de nada. La viuda alude a él con desprecio. Historia del abuelo Avendaño, de su forma de hacerse propietario de la casa: en gran parte, leyenda familiar, dice la viuda. Quismondo: tuve tiempo de leer lo que se dice de este lugar en el Madoz (¡tienen el Madoz en la biblioteca de la casa, bienvenido prodigio!) y además topé en la misma estantería con un libro de John Maynard Keynes dedicado al difunto José María. Luego, ella me explicó esto de Keynes (¡qué novela, si fuese novelista en vez de meramente historiador!). Almuerzo: solo con las dos mujeres, la viuda, la Avendaño (Mercedes y de apellido propio, Pombo) y la otra, Raquel (pero ni Levi ni de Toledo). Difícil definir, intuir incluso, las relaciones entre ambas. Parecen viudas las dos del mismo hombre. Hice preguntas acerca del día de hace veinte años. Así se aclaró lo de los muertos: su marido, José María, y un muchacho de la finca, apodado “el Refilón”, no recuerda ella por qué, que fue jefe de partida guerrillera por los montes de Toledo. Luego, brevemente (me pareció que con cierta reticencia, como si no quisiera entrar en recuerdos íntimos), contó algo de su viaje de novios. Italia, París, Biarritz. (La Saturnina de que habló ¿será la Satur de Estrada? Seguramente. La noche de san Jurjo, así como suena…). Regreso a Madrid, en julio, por la situación política. Lectura de Lorca, La casa de Bernarda Alba, en casa de Eusebio Oliver, un médico, pocos días antes del comienzo de la guerra. A las cinco interrumpidos por la llegada de los hermanos del muerto (o del finado, como dicen en Abc). El primogénito, José Manuel: inteligente, duro, hombre de dinero, de poder. José Ignacio, el jesuita: refinado, cultísimo. Antes de la cena, me encontré con Benigno Perales, secretario-bibliotecario o algo así, un tipo estupendo. Hablamos algo, a solas. Estaba también invitado el don Roberto que tanto parecía impresionar a Estrada (no conseguí saber su apellido, todos le llaman por su nombre), comisario de la Brigada de Investigación Social. Astuto, nada primitivo, buen conversador, mal enemigo me imagino: peligroso. Increíble discusión, en un momento de la cena, sobre la virginidad».

No recordaba Leidson cómo había comenzado aquella discusión acalorada. Intentó hacer memoria. De todas maneras, cualquier cosa podría haber encendido la áspera y confusa controversia, cualquier chispa ocasional. El ambiente estuvo tenso desde el comienzo.

Apenas se hubieron sentado —Mercedes Pombo había colocado a Leidson a su derecha y al cuñado jesuita a su izquierda; frente a ella a su otro cuñado, flanqueado éste por don Roberto y Benigno, quien se alegró de esta disposición, ya que así evitaba estar directamente expuesto a la mirada inquisitiva del comisario—, el primogénito de los Avendaño les explicó cuál era el problema que había provocado tanto retraso.

Los braceros de la finca, les dijo, se negaban a hacer al día siguiente el papel de los asesinos del 36. No quieren hacer la función, concluyó abruptamente.

¿La función? Hubo un instante de desconcierto, se miraron los comensales. ¿Qué estaba diciendo José Manuel? Luego Leidson se acordó del almuerzo de hacía dos años en El Callejón, la primera vez que había oído hablar de aquella extraña ceremonia expiatoria. «Es como una especie de auto sacramental», había dicho alguien, tal vez el propio Dominguín.

«Shit», había murmurado Hemingway, más prosaico y contundente: «mierda».

A Leidson le había impresionado que tanto tiempo después de la guerra civil los campesinos de la finca continuaran aceptando un papel de asesinos.

Mercedes intervino, de forma menos brusca que su cuñado.

—¡Veinte años, ya está bien! Se entiende que no quieran seguir con ese horrible simulacro. Además, quedan pocos de los que estaban aquí el 18 de julio aquel. ¡No se les puede pedir que sigan cargando con esa culpa antigua!

La interrumpió el comisario:

—Veinte años no son nada, señora. Todo lo que queda de siglo deberían estar repitiendo esa ceremonia, o alguna parecida. Ellos y sus descendientes: de raza le viene al rojo, ya se sabe…

Hasta a José Manuel se le veía molesto con Roberto Sabuesa. Se encogió de hombros, desvió la mirada, mientras desmenuzaba unas migas de pan. Ahora, al proseguir su diatriba, el comisario se le encaraba.

—Ya se lo dije el año pasado, don José Manuel… La ceremonia de ustedes es ejemplar. Tendría que hacerse algo semejante a escala nacional cada 18 de julio. En el Cerro de los Ángeles, por ejemplo…

Leidson le escuchaba, entre horrorizado y divertido. Ya casi no quedaban, pensó, ejemplares humanos tan representativos de la hispana barbarie. Se hizo el ignorante, aparentó no haber entendido la alusión, para ver hasta dónde llegaba la estulticia sectaria del policía.

—¿El Cerro de los Ángeles? ¿Por qué precisamente allí?

Roberto Sabuesa le fulminó con una mirada de odio displicente.

—¿No era usted historiador? ¿No sabe lo que ocurrió allí durante la Cruzada?

Leidson lo sabía, desde luego, pero fingió que no, con un gesto entre perplejo y compungido. Sabuesa proseguía, triunfal, prepotente.

—Pues que esos bestias le pusieron el nombre de Cerro Rojo y organizaron el fusilamiento de la estatua de Cristo Rey por un piquete de milicianos. Hay fotografías de tan sacrílego acontecimiento…

—No veo la relación —dijo entonces el Avendaño jesuita, en tono relajado pero tajante. Y volviéndose hacia su hermano—: Bueno, cuéntanos lo que ocurrirá mañana, José Manuel…

Años más tarde, cuando el comisario Sabuesa, ya jubilado, recordara episodios y peripecias de su vida profesional, acaso con algún compañero, tomando copas o jugando al mus, a la brisca o al tute arrastrado —a cualquier juego de naipes, con tal de que fuera castizo—, o acaso solo, repantigado en una butaca ante el televisor; cuando surgiera, por el motivo que fuese, y son infinitos los motivos posibles, ya se sabe, imprevisibles, e imperiosas las ocasiones, algún recuerdo de aquella época, de aquel año desgraciado de 1956, Roberto Sabuesa llegaría a la conclusión de que ese día de julio, en el comedor de La Maestranza, al oír a los hermanos Avendaño, al ver de qué manera displicente apartaban de la conversación el tema del fusilamiento de Cristo Rey por los rojos en el Cerro de los Ángeles, de qué manera se pusieron a explicar y casi a justificar el subversivo abandono por los peones de la finca de la tradición expiatoria, aquel mismísimo día fue cuando tuvo la intuición o premonición, dolorosa pero irrebatible, de que, pese a las apariencias, los suyos, los bien llamados nacionales, estaban empezando a perder la guerra. Mejor dicho: a dejar que se perdieran los frutos de la victoria, al agostarse los valores que la habían hecho posible; a perder la confianza y la seguridad que debiera otorgarles y que hasta entonces les había otorgado el haber ganado la guerra, a costa de tanto sacrificio, tanto mártir célebre o desconocido, tantos caídos por Dios y por España.

Al ver cómo José Ignacio —un sacerdote, para mayor inri— despachaba con gesto desdeñoso el tema de la expiación, y cómo José Manuel —debería caérsele la cara de vergüenza, por ingrato; riqueza y poderío se los adeudaba al Régimen, a la excelsa situación que en éste había tenido oportunidad de conseguir, y ahora nos sale con la soflama de una necesaria y urgente liberalización del sistema económico, ¡caradura!— le seguía la corriente, entonces fue cuando, con profundo sobresalto y súbita presión arrítmica de la sangre, comprendió el comisario que en España se marchitaban los ideales de la Cruzada, que la patria se enfangaba en un materialismo escéptico y egoísta.

Aquella noche no formuló con tanta rotundidad sus impresiones. Pero tuvo un momento de asombro, de absorta indignación, cuando comprobó que los hermanos Avendaño le interrumpían sin miramientos ni cortesía durante su disquisición sobre la necesidad de ejemplares ceremonias de expiación y remordimiento.

Encajó el golpe en apariencia sin inmutarse. Pero es que enseguida pensó en su probable venganza: plato que puede servirse frío, ya se sabe, que no necesita comerse caliente. Se deleitó recordando lo que ya sabía y lo que aún creía posible averiguar acerca de Lorenzo Avendaño. Pensó que si su intuición resultaba acertada, y las suyas solían so serlo, bien pronto tendría, gracias al hijo de la casa, aunque muy a pesar de éste, ocasión de propinar una buena lección, un buen susto, a los arrogantes dueños de La Maestranza.

Y es que, si Lorenzo estaba metido a fondo en la conjura universitaria, como parecían establecerlo todos los datos que obraban en su poder; si sus relaciones con la «cabeza dirigente» visible de aquélla permitían acercarse sigilosamente a la invisible, la realmente decisiva, entonces se le brindaría la oportunidad de un sabroso desquite.

Entretanto José Manuel estaba concluyendo.

—No vamos a traer a la Guardia Civil para que los lleve por la fuerza a la ceremonia, ¿verdad? No hay razón para ello, de ningún orden: todo, hasta ahora, ha sido voluntario. Un asunto casi de familia. Sí no hay voluntad no hay ceremonia, por mucho que me pese…

Estas últimas palabras se dirigían claramente al comisario, que permaneció inmóvil, sin reaccionar.

—En fin, que hemos decidido hacer más breve y sencilla la ceremonia de mañana… Se limitará al sepelio en la nueva cripta de nuestro hermano José María y de Chema el Refilón…

Se revolvió el comisario, torciendo el gesto.

—¿Qué Refilón? ¿El que fue jefe de guerrilla comunista?

—Comunista no se sabe muy bien —aclaró José Manuel—. Jefe de guerrilla, eso sí… Se mantuvo años con su partida en los montes de Toledo… Cayó capturado hacia el 49…

De pronto, como si le aburriera dar tanta explicación, o le pareciera inútil, el Avendaño primogénito enmudeció. Se desinteresó del relato iniciado. Se puso a saborear cuidadosamente, con visible deleite, el gazpacho que Raquel había servido.

Pero Mercedes tomó el relevo.

—Acaba de morir en Burgos, en el penal —dijo dirigiéndose a Leidson—. Como no tiene familia, hemos rescatado el cuerpo de la fosa común, lo hemos traído aquí… Descansará para siempre junto a José María, en la cripta que nos autoriza el obispo a tener en la finca.

Así que dos cadáveres. Tenía razón Estrada.

Michael Leidson miró a Raquel, que estaba presentando a Perales la bandeja con tazones de loza blanquiazul que contenían los diversos aderezos del gazpacho.

—Es que Chema era de aquí, del pueblo y de la finca… El Refilón… Con él hemos jugado todos de niños —concluía Mercedes.

Benigno fue el último en servirse migas de pan, trocitos de pepino, de tomate y de cebolla, todo lo que suele añadirse al untuoso líquido del gazpacho. Raquel se había apartado hacia un rincón del comedor, atenta desde allí a cualquier deseo de los comensales.

Veinte años antes, el señorito José María había mandado a Mayoral que trajera los gemelos. Más allá de la hilera de chopos, en la carretera de Quismondo, se veía llegar a un tropel de gente. Cabalgaduras, también. Refulgían hoces alzadas, cañones de escopetas. Más tarde, cuando volvieron a pasar frente al porche de la casa grande, en el Oldsmobile rojo que conducía Mayoral, estaban llegando los braceros. Y al frente de aquella tropa marchaban Chema Pardo, el Refilón, y Eloy Estrada.

El sofoco del comisario era mayúsculo. Había enrojecido, sudoroso; casi tartamudeaba.

—No me cabe en la cabeza, es difícil de creer… ¡Su difunto marido y el guerrillero comunista que probablemente participo en su asesinato, en la misma tumba!

Intervino el jesuita, suavemente irónico:

—La misma cripta, sí, pero en tumbas separadas. No sea usted más franquista que Franco, comisario… Lo que se hace aquí es tan sólo un Valle de los Caídos a escala familiar…

Se quedó el policía boquiabierto: nunca lo había pasado tan mal.

—Bueno —dijo José Manuel, saboreando el gazpacho—. No vamos a estar toda la noche con el mismo tema. Han cambiado los tiempos. Lo esencial es preservar la paz y el orden que nos dio la victoria, aunque sea con otros métodos. Así que, por mí: ni una palabra más…

Pero al comisario le costaba dar su brazo a torcer.

—¿Quién será el cabecilla de ese plante de los braceros? Porque habrá un cabecilla, siempre lo hay…

Hubo un silencio que fue prolongándose, haciéndose espeso, pegajoso.

Pero Leidson no recuerda cómo surgió el tema de la virginidad.

Recuerda, a medianoche, cuando está esforzándose por rememorar la jornada en todos sus detalles y peripecias para anotarlo en su cuaderno, recuerda que se produjo aquel silencio al aludir el comisario Sabuesa a un cabecilla de los braceros.

Recuerda también que sorprendió miradas entrecruzadas, probablemente cargadas de sentido, aunque él no lo descifrara; miradas entre Mercedes y Benigno, entre éste y José Ignacio Avendaño.

Más tarde, y sin que viniera a cuento, por lo menos en su recuerdo, el jesuita estuvo haciendo una preciosa, tal vez algo pedante y demasiado larga disquisición sobre el cristianismo primitivo, sobre la voluntaria renuncia al amor carnal en numerosas comunidades cristianas del Mediterráneo, principalmente del oriental. Y de pronto, sin que pudiera recomponer la ilación de los acontecimientos, se encontraron enzarzados en una absurda discusión sobre la virginidad.

Aunque, en realidad, griterío y barullo sólo hubo al final, cuando el comisario, descompuesto, enfurecido, hizo su extraño pronunciamiento.

—¡Maricones —gritaba Sabuesa—, todos los que aceptan casarse con una mujer que ya no es doncella son maricones, aunque no lo sepan, aunque no se lo crean!

Insistía groseramente al ver los gestos, al oír las exclamaciones de asombro de los demás comensales.

—¡Maricones, maricones perdidos: en el coño de la mujer sólo los pone cachondos la huella, el rastro del miembro que la ha desvirgado!

Todos miraban al comisario atónitos, consternados. Uno de los hermanos Avendaño le recriminó la inaceptable grosería de su proclamación.

—Se olvida usted, comisario, de que hay señoras aquí.

Sabuesa estuvo a punto de responder que no veía señoras, lo que se llama señoras de verdad por ninguna parte. Pero se contuvo.

Leidson está acabando de escribir su resumen de la jornada cuando oye que golpean suavemente con los nudillos en la puerta de su habitación. Mira sorprendido el reloj: son más de las doce de la noche.

Va a abrir, Raquel está en el pasillo, a oscuras.

—Si no está cansado —dice—, le espera la señora.

Horas antes, al final de la mañana, Michael Leidson estaba sentado en una de las butacas de mimbre, en el porche de La Maestranza.

—Raquel le traerá un vaso de agua —le había dicho el intendente.

¿Raquel? Pensó en su madre, naturalmente. Se acordó de la carta que ésta había mandado por correo urgente. A mano izquierda del Tránsito, le escribía Raquel L. Toledano, hay una callecita que se llama de Samuel Levi. Allí está la casa-museo del Greco. Ese Levi fue tesorero del rey don Pedro, él hizo edificar la sinagoga que acabo de contarte. Era pariente nuestro, no muy próximo, pero pariente. Es nuestra calle, la de Samuel Levi. Pero la casa cuya llave conservo no estaba allí. Estaba más abajo, más cerca de San Juan de los Reyes y del puente. Y bien digo «estaba» porque fue derrocada cuando hicieron no sé qué urbanizaciones en el siglo XVIII. La llave ya sólo abre las puertas de la memoria, del ensueño…

Así decía la carta de su madre más o menos.

Se acordó de ella mientras contemplaba el paisaje pardo de la meseta. Luego notó una presencia suave, volvió la cabeza. Era Raquel con un vaso de agua.

Bebió un largo trago, se le llenó la boca de frescor. Respiró, volvió a beber. Estaba sediento, desde las copas de orujo con Eloy Estrada en La Prosperidad.

—¿Es usted Raquel? —Miraba a la mujer, mientras le devolvía el vaso vacío.

—¿Quiere más agua? —dijo ella.

Tenía una voz melodiosamente grave, con destellos de sonoridad ronca, desgarrada: provocativamente sensual. Pero Leidson corrigió enseguida esa calificación. En realidad nada era provocativo en aquella mujer, aún joven de aspecto pero de luto severo, sin adornos ni colorines. Tez blanca, natural; labios sin pintar; ojos negros, sin realce artificial de ningún género. Nada provocativo, en suma, salvo su feminidad misma, luminosa, angustiosamente femenina. Bueno, no angustiosa en sí, sino en Leidson, en quien la presencia de Raquel despertaba, de manera súbita e irresistible, esa leve angustia, ese temblor que siempre acompaña el surgir de un deseo, por fugaz o irrealizable que sea: angustiosamente revelador de su propia virilidad.

Dijo que no, que no quería más agua.

Pero tuvo de nuevo la boca seca. Ya no era de sed, sino de deseo. Se refrenó, se propuso dominar el repentino ardor que invadía su pecho, subiendo desde la ingle, a bocanadas de sangre removida. Contuvo el gesto absurdo que nacía en sus dedos: acariciar sin previo aviso el pómulo de Raquel, su cintura, la cadera que ponía en evidencia el porte enderezado y altivo de la mujer.

Volvió la vista, serenándose, hacia el paisaje del altiplano. Vio la hilera de chopos, la planicie zurcida de geométricas y desiguales piezas de color ocre, amarillo, pardo. Parece un cuadro de Caneja, pensó. Había conocido al pintor pocas semanas antes, había visitado su taller.

—Raquel, ¿estaba usted en La Maestranza hace veinte años? —preguntó sin mirarla.

Antes de que volviera la cabeza, ella comenzó a contestarle.

—Estaba —dijo.

—¿Y qué pasó?

Se miraron.

Michael Leidson tuvo la certeza, fugitiva pero aguda, de que también ella estaba turbada. ¿Por su presencia masculina o por haberse percatado de que él lo estaba? ¿Le turbaba él o el percatarse de que ella le turbaba? Comoquiera que fuese, sintió circular entre ambos, impalpable y espesa, la soterrada corriente de un deseo. No solía engañarse en semejante trance. No solía tampoco hacerse ilusiones, aunque le hiciese ilusión en aquel preciso momento esa certeza inconsecuente.

—Eran las tres de la tarde —decía Raquel—. Estaba yo llenando los vasos de agua, en el comedor. Los señoritos iban a empezar, a almorzar. Se oyó fuera la voz de Mayoral, frenética, llamando al señorito José María. Salió al porche, pidió los gemelos para observar a los campesinos que venían en tropel, por la carretera. Desde el comedor, con las puertas abiertas, se ve todo lo de este lado de la casa. Lo vimos la señorita Mercedes y yo…

—¿Qué edad tenía usted, Raquel?

—Diecisiete —dijo ella.

La voz de Mayoral, fuera, descompuesta.

Pues sí, eran las tres de la tarde y acababan de sentarse a la mesa del almuerzo. Mercedes acariciaba con el dorso de la mano el mantel almidonado. Sin duda algo se removió en su memoria, porque sonrió mirando a su marido.

Estaba Raquel llenando los vasos de un agua fresquísima y las miradas de ambos coincidieron allí, en las manos de la chica. El cristal se empañaba con aquel frescor de oquedad subterránea.

Raquel notó la doble mirada.

Levantó la vista, ruborizada pero desafiante. ¿Recordarían lo mismo los tres? Supuso que sí. Supuso que los tres recordaban la extraña felicidad, brutal, el hontanar de placer oscuro descubierto aquel amanecer. Dos días después del regreso de Biarritz, cuando terminó el viaje de novios.

Raquel se había quedado en Madrid a esperarlos. En la casa de Madrid, cuyo portal aparatoso, rimbombante se abría en el chaflán que forman las calles Juan de Mena y Alfonso XII, frente al Retiro.

Los señoritos Avendaño seguían dando a la calle, en efecto, su antiguo nombre de Alfonso XII, y no por razones políticas, sino por mera costumbre. ¿A quién podía ocurrírsele llamarla por su nueva denominación de Niceto Alcalá Zamora? «Lo de Niceto parece de chotis o de choteo» decía con sorna displicente José Manuel, el hermano primogénito. Pero éste sí que podía decirlo por razones políticas: sin duda, por eso lo diría.

En todo caso, como burlándose suavemente de su hermano mayor, José María recordaba un chiste de moda por entonces. Después de la victoria de la CEDA en las elecciones generales de 1933, Alfonso XIII había enviado un telegrama a don Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República: «Ante la CEDA cede. Te cito en Biarritz. Alfonso». Telegrama al que contestó el presidente con otro, tan irreal como el primero, pero gracioso: «Ni CEDA, ni cedo, ni cita. Niceto».

Pero aquel día de julio de hacía veinte años, Raquel miraba a Mercedes, veía la tierna y ambigua sonrisa de Mercedes.

El señorito José María las miraba a las dos.

Entre ellos la blancura crujiente del mantel almidonado, que recordaba otra blancura, como de nevado ensueño: la de las butacas y los sofás enfundados para el verano, en el salón penumbroso de la casa de Alfonso XII aquella madrugada.

Le pareció que el señorito José María iba a decir algo, cuando se oyó fuera la voz de Mayoral, desaforada.

Veinte años antes, día por día, y bajo un mismo sol de verano, José María Avendaño había salido al porche de La Maestranza y los campesinos llegaban en tropel armado por la carretera de Quismondo.

—Diecisiete años, sí —prosiguió Raquel—. Yo he nacido aquí, en la finca. Y mi madre también. Y mi abuela, la Satur. Ya estaba aquí ella cuando llegó el Indiano y se quedó con la finca… El abuelo de los señoritos de ahora… Pero bueno, no entenderá usted nada: es una historia larga de contar…

—Algo me ha dicho Estrada —dijo Leidson.

Ella se encogió de hombros, furiosamente.

—¿Eloy? ¿Le ha contado lo del Indiano? Y lo de hace veinte años, ¿le ha contado dónde estuvo hace veinte años?

—No se acuerda —dijo Leidson.

Raquel tuvo un gesto de desprecio. Volvió a encogerse de hombros.

—La señorita Mercedes y yo lo vimos todo. Primero desde el comedor. Luego nos fuimos acercando, sobrecogidas, cogidas de las manos, por el salón de música, por el cuarto del Indiano, o sea la biblioteca, acercándonos hasta el borde mismo del porche, aquí mismo… El señorito José María se había apoyado en la balaustrada y le mandó a Mayoral que le trajera los gemelos. Más allá de la hilera de chopos, en la carretera de Quismondo, se divisaba un tropel de gente. Y de cabalgaduras, también. Brillaban hoces alzadas al sol. Y los cañones de las escopetas. Cuando llegó Mayoral con los gemelos, el señorito se volvió para cogerlos y nos vio. Estábamos en el salón de música. Nos sonrió. «¿Traigo las armas?», preguntaba Mayoral, frenético. Y el señorito gritó que no, que ni hablar, que acabarían matándolos igual. «Coge el Oldsmobile», dijo el señorito, «el maletín de cuero que está en el comedor. Y llévate a las mujeres, rápido…». Pero Mayoral se resistía, quería quedarse con el amo, claro, a lo que fuera. El señorito José María se enfureció. «¿Quién manda aquí, Mayoral? ¡Llévatelas, arrea!». Y Mayoral se resignó. Dio un grito, como un alarido de dolor o de rabia. Salió corriendo, tropezó con una silla, nos llevó hacia fuera, por detrás de la casa…

Raquel se interrumpe, su mirada se pierde en lo remoto de un cielo de antaño, de una angustia resurgida.

—Cuando Mayoral metió el automóvil hacia el camino de Quismondo, el único por donde se podía escapar, volvimos a cruzar por aquí, frente al porche. Los campesinos ya estaban entrando… Y era fácil reconocer a los que marchaban al frente de la tropa. Estaba Chema el Refilón… Y Eloy Estrada…

No le sorprendió a Leidson que Estrada estuviera allí, aquel día de veinte años antes.

Raquel hizo un gesto de resignación. O de indiferencia.

—Veinte años ya —dijo—. Borrón y cuenta nueva. Pero que no diga que no se acuerda…

Hubo un silencio. Del campo achicharrado no llegaba rumor alguno. Olores, sí, densos.

—Si le parece —dijo Raquel—, le acompaño a su habitación. Podrá refrescarse. La señorita Mercedes le espera a almorzar dentro de hora y media.

Leidson siguió a Raquel por los pasillos y las escaleras de la casa.

—También dice Estrada —añadió Leidson— que mañana va a ser la última vez, que va a cambiarse de sepultura a los muertos… Y que hay dos muertos…

En la amplia galería interior del primer piso, que circundaba un patio refrescado por el murmullo de unas fuentes, Raquel abrió una puerta. Se apartó, le miró.

—La última vez, sí… Dos muertos, es verdad… Está bien enterado el Eloy, como siempre…

Pero Michael Leidson quería saber más, se le notaba.

—Mañana se entierra solemnemente —añadió Raquel—, en una cripta especial, aquí mismo, en la finca, al señorito José María y a Chema el Refilón…

Leidson la contemplaba, inmóvil en el umbral de la puerta.

—Pero yo no soy la que cuenta las historias… Lo hará la señorita Mercedes, luego… Tenga un poco de paciencia…

Entró en la habitación, le enseñó a Leidson dónde estaban las cosas: los armarlos, las perchas, las almohadas, el botijo de agua fresca, el aseo, los timbres. Todo lo que pudiese necesitar.

Él la veía moverse por la habitación, embelesado.