Día 365
La despedida

El apéndice estaba a un lado, sobre la bandeja de acero donde yo lo había colocado un momento antes de volver a la mesa de operaciones. El cirujano terminaba de coser el lugar donde había estado el apéndice. Nuestra concentración era tan intensa que nadie vio la mano hasta que estuvo en el campo operatorio y comenzó, sin motivos, a palpar los intestinos carnosos y húmedos. Aquella mano no llevaba guante: algo completamente fuera de lugar en el campo, operatorio, normalmente estéril. Apareció como algo extraño en la zona crepuscular debajo de las sábanas quirúrgicas. El cirujano y yo nos miramos alarmados y ambos clavamos los ojos en Straus, el interno recién llegado, pero Straus no podía quitar los ojos de la mano. Durante unos segundos estuvimos en plena confusión mental ya que los tres tratábamos de relacionar la mano intrusa con alguno de los miembros del equipo. Justo cuando yo dejaba la aguja y el hilo para alejar la mano de la incisión, el cirujano se dio cuenta y gritó:

—¡Por Dios, George, este hombre tiene la mano sobre el vientre!

Sacado de sus ensoñaciones, George, el anestesista, asomó la nariz por encima de la pantalla de éter y comentó:

—¡Qué barbaridad!

*****

Lo dijo sin espantarse demasiado, antes de caer, de nuevo, sobre su banco. Con una habilidad y rapidez que desmentían su aparente torpeza, inyectó un poderoso paralizante muscular, succinil-colina en la línea del suero. Entonces se relajó la mano del paciente y cayó sobre las sábanas quirúrgicas.

—Cuando dijiste que ibas a darle la cantidad justa de anestesia, no imaginé que iba a tener que luchar con el enfermo —dijo el cirujano.

En lugar de contestar, George disminuyó lo que inyectaba de succinil-colina al tubo, con su mano derecha, mientras que con la izquierda, abría el tanque de óxido nitroso unas vueltas más. Después de algunas fuertes compresiones a la bolsa de ventilación, para apresurar la entrada del óxido nitroso a los pulmones del paciente, George se unió a las bromas.

—Ya sabes George que esa anestesia epidural tuya es muy divertida. Vuelve a convertir a la cirugía en un desafío, en una carrera contra el reloj. En verdad, has convertido a este caso en una apendicetomía del siglo XVI.

—Oh, no estoy seguro —replicó George—. En aquella época los pacientes atacaban no sólo con las manos sino también con los pies. ¿Has observado qué tranquilos estuvieron sus pies? Estamos progresando mucho en anestesiología.

Entre todas las bromas, ésta era una de las que más gracia tenía y el cirujano decidió no contestar. Puso toda su atención en salvar lo que se podía del campo operatorio. Mientras él sostenía, por precaución, la mano del paciente, yo cubrí la incisión con una toalla esterilizada empapada en suero fisiológico. Straus, la enfermera y yo estábamos estériles según la terminología de la sala de operaciones.

Romper la esterilidad del campo operatorio es un problema serio porque aumenta la probabilidad de infección posoperatoria con microorganismos como los estafilococos. Algunos cirujanos son maniáticos de la esterilidad, pero creo que nunca de forma racional. Por ejemplo, un profesor de la Facultad de Medicina obligaba a los internos, residentes y estudiantes a lavarse durante diez minutos. No era estricto, sin embargo, con su propia limpieza, que duraba no más de tres o cuatro minutos. Al parecer, los otros estaban más contaminados o las bacterias del cirujano eran menos resistentes.

Su insistencia sobre la esterilidad fue la responsable de un episodio memorable. El caso era interesante. Se trataba de una herida de bala en el pulmón derecho y los residentes e internos estaban en tres filas, alrededor de la mesa de operaciones. Un estudiante de Medicina, muy ingenioso (y bastante bajo), quería ver todos los detalles. Apiló varias banquetas y se subió encima de la pila, agarrándose de la lámpara para sostenerse. Así podía inclinarse y observar, directamente, el campo operatorio. Esto funcionó hasta que se le cayeron las gafas, con un inocente ¡plop!, justo sobre la incisión. Esto puso tan nervioso al profesor que se dirigió al residente para que continuara con el caso.

Por suerte, Gallagher, el cirujano de la apendicetomía, tenía un control más firme de sus emociones que el profesor de la Facultad de Medicina. Aunque era obvio que estaba alterado, mantenía el control.

—George, mira si puedes acomodar este brazo por debajo de las sábanas y atarlo de manera segura.

Gallagher dijo esto, mirando por encima de mí y girando los ojos ante lo absurdo de la situación, mientras el anestesista se metía de cabeza debajo de las sábanas.

—Straus, aléjate de la mesa —le dije.

El pobre Straus estaba confundido. Su mirada iba del cirujano que sostenía, aún, la mano del paciente, a la movediza masa de sábanas que indicaba los progresos del anestesista o la carencia de ellos.

—Cruza los brazos, Straus, y mantenlos a nivel del pecho.

Straus dio unos pasos atrás, contento con esas instrucciones.

El anestesista, con algunas dificultades, volvió a colocar la mano del paciente en su lugar e intentó mantenerla quieta sobre la mesa de operaciones. Entonces el cirujano se alejó de la mesa y permitió a la enfermera circulante que le quitara los guantes y el delantal, mientras la enfermera encargada de la ropa descendía de su banqueta con un nuevo equipo esterilizado.

«¡Qué manera de terminar el internado!», pensé. Aquella era mi última experiencia como interno… tal vez mi última intervención en una sala de operaciones en Calidad de interno, aunque, como iba a estar de guardia aquella noche, podía presentarse algún caso quirúrgico no programado. Aquel caso había sido un circo desde el principio. Al paciente le habían servido el desayuno porque yo me había olvidado de anotar en su hoja clínica «nada por boca»; y las enfermeras, que tendrían que haberse dado cuenta por todo el resto de instrucciones preoperatorias, se olvidaron, también, de aquella cuestión.

—Straus, ayúdame con las sábanas estériles.

Me incliné sobre el paciente y le di la punta de una sábana estéril al nuevo interno. Nuestras tareas se superponían por un día: su primer día y el último mío. Yo todavía era un interno oficialmente, aunque supuse que había estado actuando más como un residente desde la llegada de los nuevos internos. Parecía un buen grupo, tan ansioso y crudo como había sido el nuestro. Straus y yo teníamos los mismos horarios para que yo pudiera ayudarlo a enterarse de las cosas. Aquella noche íbamos a estar ambos de guardia.

—Sostenla en alto.

Lo dirigí subiendo la punta de la sábana hasta la altura de los ojos y dejando que el borde cubriera la sábana contaminada.

—Bien. Ahora deja caer la parte superior sobre la pantalla de éter.

Parecía entenderlo todo con rapidez y le di, entonces, la sábana más baja. Pero el cirujano, ya cambiado y con guantes, estaba impaciente y tomó la punta de Straus y me ayudó a completar, rápidamente, la colocación de las nuevas sábanas, sin pronunciar una palabra.

Eran las dos y cuarto en el gran reloj con su familiar cara institucional. No podía creer que fuera cierto que dentro de veinticuatro horas abandonara el internado. ¡Qué velozmente había transcurrido un año! Sin embargo, algunos recuerdos parecían tener mayor antigüedad: Roso, por ejemplo, ¿no había sido siempre una parte de mí? Y…

—¿Me ayuda un poco, Peters?

Gallagher ya estaba empuñando la aguja de cuya punta salía una fina hebra. Pero no podía comenzar porque la toalla con el suero que yo había puesto sobre la incisión estaba todavía allí.

—Una pinza grande y una palangana —pedí a la enfermera encargada de la limpieza y ella estrelló una pinza contra mi mano. Era un demonio cuando se trataba de procedimientos en la sala de operaciones. Al parecer, había visto muchas series televisivas porque le ponía a uno los instrumentos en la mano con una fuerza que llegaba a doler y cuando nos colocaba los guantes los estiraba como para que llegaran casi hasta las axilas. Saqué la toalla esterilizada con la pinza, sin tocarla de otra manera, y la puse en la palangana. Siempre me sorprendió el concepto de esterilidad en la sala de operaciones, así que, por lo general, siempre exageraba para estar seguro. Yo no sabía si Gallagher pensaba que aquella toalla estaba contaminada, pero, para no cometer un error, no la toqué. Por supuesto que después de que el paciente había estado tocando la herida con la mano desnuda, todo aquel procedimiento era pura tontería.

Sin la toalla en el camino, Gallagher retornó al lugar donde había estado el apéndice. Por suerte, el paciente había elegido un buen momento para su activa intervención; no sólo ya había sido extraído el apéndice sino que su apoyo ya había sido invertido. Gallagher estaba por empezar la segunda capa de suturas en el área cuando apareció la mano misteriosa.

George, el anestesista, se había recobrado fantásticamente. Las cosas estaban volviendo a la normalidad. El sonido de la Panasonic portátil competía con el de la respiradora automática que se había pedido después de la succinil-colina. No era una mera precaución. La succinil-colina es tan potente que el paciente estaba totalmente paralizado y la máquina respiraba por él. Cuando Gallagher hizo el primer punto después de su lucha a brazo partido con el paciente, la atmósfera general había vuelto al nivel anterior a la crisis. Hasta hicimos una pausa para escuchar el informativo sobre surf que salía de la radio de George y pasaba la pantalla de éter. «Ala Moana tres-cuatro y lisa». Pero ya había vendido mi tabla. Gallagher era uno de los pocos cirujanos más jóvenes que, ocasionalmente, practicaba surf. Lo había encontrado algunas veces cerca de Waikiki y, decididamente, era mejor cirujano que surfista pues era más bien delicado. Tenía el hábito de asir los instrumentos quirúrgicos con el meñique enhieste, como las señoras cursis agarran las tazas de té.

Así hizo el último punto: extendiendo el meñique como para alejarlo lo más posible de los otros dedos y sacando la hebra de seda y depositándola en mis manos que la esperaban. Como yo era el asistente principal, me correspondía atar. Straus estaba con las retractoras. El primer nudo se hizo con la velocidad de un acto que ya era automático como un reflejo. Las paredes opuestas del intestino grueso se unieron sobre el tallo invertido donde había estado el apéndice. Mientras yo ajustaba la sutura, Gallagher hacía como que no miraba pero estoy seguro de que lo hacía de reojo. Como no dijo nada, pienso que aprobó el grado de ajuste del primer nudo. Entonces tomó la aguja con la hebra nueva de manos de la enfermera y comenzó la segunda hilera.

—Straus, ¿qué te parece si levantas un poco las retractoras para que yo pueda ver mi nudo?

Se me había ocurrido que Straus estaba mirando el espacio en aquel momento. Interrumpí el segundo nudo mientras miraba la herida y levantaba las retractoras con la mano derecha, ensanchando la herida. Eso hacía posible que mi índice derecho llevara la hebra hasta encontrar la primera hilera, donde ataba con una precisión que me parecía muy buena. Otro nudo pero, esta vez, con la otra mano llevando la hebra, de modo que el nudo quedara liso y no resbaladizo y granulado.

Cinco suturas cubrieron el área del pedúnculo del apéndice y estábamos listos para cerrar.

—Straus, ha hecho un trabajo fantástico —dijo Gallagher guiñándome un ojo mientras tomaba las retractoras de manos del nuevo interno.

—No podía haber hecho esto sin usted.

Straus, sin saber si Gallagher estaba bromeando o no, decidió, sabiamente, quedarse callado.

—¿Dónde aprendió a retraer de esa forma, Straus?

—Lo hice unas cuantas veces en la Facultad de Medicina —contestó con calma.

—Estaba seguro de ello —dijo Gallagher mientras una sonrisa asomaba a los lados de la máscara.

—Peters, ¿podrán usted y el joven cirujano cerrar la herida?

—Sí, doctor Gallagher.

Gallagher dudó, mirando la incisión.

—Lo he pensado mejor y creo que voy a quedarme. Si el paciente tiene una infección posoperatoria, quiero tener la menor cantidad de gente a quien echarle la culpa. Sólo a George. ¿Oyes, George?

—¿Qué? —George nos miró desde su sector, pero Gallagher no repitió lo que había dicho y se retiró a lavarse las manos en la palangana.

—Straus, ¿qué tal eres para hacer nudos?

—No muy bueno, creo.

—¿Quieres probar y hacer algunos?

—Sí, doctor.

—Muy bien. Cuando lleguemos a la piel, atarás tú.

Las suturas superficiales se hicieron con rapidez. Yo ataba, en aquel momento, con tanta velocidad como el cirujano hacía los puntos, y la enfermera tenía que esforzarse para seguir nuestro ritmo. Los sonrientes labios de la herida se unieron cuando se hicieron las suturas subcutáneas y se ataron.

—Bueno, Straus, veremos qué es lo que puede hacer —dijo Gallaghher, después de hacer el primer punto en el centro de la incisión y sacar la hebra por el abdomen del paciente. El primer punto en la piel, en el centro de la herida, es el más difícil porque, hasta que se hayan hecho las suturas adyacentes, es el que tiene mayor tensión y esto hace que sea difícil de atar con la tensión correcta. Gallagher me guiñó el ojo cuando Straus asió los extremos de la hebra. Straus ni siquiera tenía bien puestos los guantes: tenía arrugas en las puntas de los dedos porque los guantes no estaban bien estirados. No nos miró, por suerte, porque como yo ya sabía lo que ocurriría, tenía la cara deformada por una ancha sonrisa que anticipaba los acontecimientos.

¡Pobre Straus! Al segundo nudo, estaba sudando y los bordes de la herida seguían separados por una pulgada. Además, tenía los dedos mal puestos sobre la herida y parecía salido de una historieta cómica. Pero no nos miró. Un buen signo. Sería de los buenos.

—Straus, usted sabe cómo hacerlo, conoce la teoría. Las suturas de piel no deben ser apretadas. Pero una separación de un centímetro es exagerar la cosa.

Gallagher estaba bromeando.

—Muchachos, tómense todo el tiempo que quieran. El paciente estará paralizado, por un rato largo, con la succinil-colina —añadió George.

Corté la sutura, tiré de la hebra y la arrojé al suelo. Gallagher puso otra en su lugar, sacando la hebra con un movimiento, casi imperceptible, de la mano. Straus, en silencio, tomó los extremos y empezó a trabajar, de nuevo, afanosamente.

—Ésta no es la primera vez que veo una mano desnuda sobre una herida abdominal —dije mirando a Gallagher—. Una vez, en la Facultad, estábamos unos ocho estudiantes en una sala de operaciones, tratando de ver una intervención. El cirujano dijo: «Palpen esta masa. Díganme lo que piensan». Todos los residentes palparon, moviendo la cabeza en señal de acuerdo, cuando una mano sin guantes se escurrió entre dos residentes y palpó también.

—¿Era de uno de los estudiantes? —preguntó el anestesista.

—Es probable. Nunca lo supimos porque el residente principal nos echó a todos mientras trataba de calmar al cirujano.

Straus estaba, todavía, trabajando con la segunda sutura, tropezando con los dedos e inclinándose hacia uno y otro lado como en las flexiones gimnásticas. No entiendo qué esperaba de las flexiones pero reconocí que yo tenía la misma tendencia.

—¿Tuvo una infección posoperatoria el paciente? —preguntó Gallagher.

—No. Salió invicto de toda complicación.

—Esperemos que el nuestro también salga invicto.

Sin decir nada, desenredé la hebra de las manos de Straus e hice un nudo, con rapidez, tirándolo hacia el costado para que no quedara encima de la incisión. Straus, con obstinación, mantenía la cabeza gacha mientras Gallagher hacía otro punto.

—¿Qué tal ésa, cirujano prometedor?

Gallagher estiró los brazos hacia delante con los dedos entrelazados. Uno o dos nudillos crujieron.

Aquel Straus era un tipo callado; ni un sonido salió de él, concentrado en las suturas de la piel. La verdad es que yo ya estaba cansado del juego, de mirarlo afanarse. Ya eran cerca de las tres y yo tenía mucho que hacer: empaquetar las cosas de último momento y otros detalles. Ante una mirada de aprobación de Gallagher, volví a deshacer la sutura de Straus e hice un rápido nudo cuadrado y los bordes de la piel se unieron sin tensión.

—Bien, creo que entre ustedes dos pueden terminar esto. Recuerden que como apósito sólo quiero un pedazo de papel adhesivo.

Con esto, Gallagher se encaminó hacia la puerta, se quitó los guantes y desapareció. Straus levantó la cabeza por primera vez desde que empezó a observar las suturas.

—¿Quieres atar o coser? —le pregunté mirando su cara sudorosa y cansada. En realidad yo no podía decidir qué iba a ser peor si sus nudos o sus puntos. Yo sólo quería terminar cuanto antes.

—Haré los puntos —contestó, y puso una mano sobre la que la enfermera, siguiendo fiel a su estilo, le pegó, con el sostén de la aguja, en la palma. El ruido seco del metal sobre el guante de goma tenso resonó en las blancas paredes de la sala de operaciones. Straus casi saltó, asustado por el golpe. Retrocedió un poco, se compuso y, echándome una rápida mirada, se inclinó sobre la incisión y trató de meter la aguja en la piel, en la parte superior de la incisión.

—Straus.

—¿Qué? —levantó la cara desde su posición inclinada.

—Sostén la aguja de manera que la punta quede perpendicular a la piel y luego gira la muñeca. En otras palabras: sigue la curvatura de la aguja.

Lo intentó pero cuando giró la muñeca, movió el sostén de la aguja sin tener en cuenta la distancia desde la punta del sostén hasta la de la aguja curva. El resultado fue un débil ruido metálico producido por la rotura de la aguja en la piel. Sus manos se quedaron inmóviles mientras sus ojos, llenos de incredulidad y ansiedad, iban de la punta de la aguja rota a mi.

«¡Qué jodido asunto!», pensé.

—No toques nada, Straus.

El Big Ben señalaba las tres y cinco. Puntas de agujas, agujas enteras, no podían encontrarse si se habían perdido. Por suerte yo podía ver la parte superior de ésta por encima de la superficie de la piel.

—¡Pinza mosquito!

Sin quitar la mirada de la casi invisible punta de la aguja, estiré la mano hacia la enfermera. ¡Paf! La fuerza con la que me entregó el delicado dispositivo, envió una corriente por mi brazo e hizo vibrar mi campo visual. Había perdido de vista la punta de la aguja. Hice un gesto de desagrado dedicado a la enfermera. Era un tanque, prácticamente esférica, y debía de pesar veinte kilos más que yo. Además, en aquel momento, sus ojitos brillaban llenos de malicia, de modo que decliné la oportunidad de decirle algo.

En lugar de eso me concentré en la delicada pinza mosquito que, a pesar de todo, tenía en la mano. Con el índice izquierdo en la incisión, tiré un poco por debajo de la aguja rota. Pude lograr alguna resistencia antes de intentar asir el trocito de metal. Sin embargo, en el primer intento, sólo conseguí hundirlo un poco más. En aquel momento decidí terminar solo las suturas y los nudos. El segundo intento tuvo éxito y saqué la brillante punta al retirar la pincita. Sentí un gran alivio al ver el trocito de metal asido fuertemente por la pinza y deposité la punta rota, con el cuidado de un relojero, en un rincón de la bandeja de instrumentos. Comparé con el resto de la aguja para ver si faltaba algo pero estaba completa de aquella manera. Satisfecho, pedí hilo evitando mirar a Straus.

La piel se hundía ante la presión de la aguja perpendicular hasta que ésta penetraba con un ¡pop! en la piel. Rotando la muñeca en un arco cuyo centro eliminaba la torsión de la aguja (el equilibrio de fuerzas que Straus desconocía), saqué la punta de la aguja por el lado opuesto de la incisión. Contra la presión ejercida por mis dedos índice y mayor de la mano izquierda, hice una rotación final, rápida y seca, con mi mano derecha y tiré de la hebra con lo que se completó el primer punto. Para desenhebrar puse la aguja de manera que el ojo apuntara hacia arriba; el peso del extremo de la hebra que estaba dentro de la piel tiró del resto, sacando la hebra del instrumento.

Siguiendo la rutina de costumbre, tiré el sostén de la aguja sobre las sábanas, entre las piernas del paciente. La enfermera sacaría el instrumento y volvería a enhebrarlo.

Mientras ella hacía esta operación yo me encargaba de los nudos y así terminé la tarea. Sólo entonces miré a Straus.

—¿Quieres cortar, Straus?

Sin contestar, cortó la hebra y continuó mirando la incisión. Diez suturas más se hicieron de la misma manera, rápidamente y sin conversación. Después de cortar un trozo de papel adhesivo y colocarlo sobre la incisión cerrada, me volví hacia Straus.

—¿Por qué no escribes las prescripciones posoperatorias? Alguna vez tiene que ser la primera. Yo les echaré un vistazo después de cambiarme. Luego te presentaré a tus pacientes. ¿Está bien?

—Está bien —dijo Straus con una voz sin matices.

—También te enseñaré todo lo que sé sobre suturas y nudos, si quieres.

Straus no me contestó.

«¡Qué pesado! —pensé—. Si ya está cansado, el año se le va a hacer muy largo». Pero era su problema, y su actitud no me molestó por mucho tiempo. Dejé los guantes en la bolsa al lado de la puerta y abandoné la sala de operaciones, por última vez como interno, sin el menor sentimiento de nostalgia. La verdad es que me sentía eufórico. Había cumplido mi tiempo de servicio y estaba preparado para ser residente… muy preparado. La práctica de la Medicina estaba, por fin, a mi alcance. Mientras caminaba por el corredor de Cirugía, me preguntaba qué coche me compraría… si un Mercedes o un Porsche. Siempre había querido un Porsche, pero no eran demasiado prácticos. ¿Un Cadillac? Nunca tendría un Cadillac. ¡Un coche obsceno!… A pesar de que era el favorito de los cirujanos. Hércules tenía uno y el Superveloz también. Un Mercedes me parecía lo más adecuado para mí.

En la carta figuraban como croquetas de ternera pero para nosotros eran las albóndigas misteriosas. El antídoto era el catsup. Como en casi todas las cafeterías de hospital, la comida requería la imaginación más poderosa de parte del que comía. Si en la carta figuraba ternera lo mejor era adherirse con tenacidad a la noción de ternera a pesar de todas las evidencias en contra en cuanto a gusto, textura y aspecto. También era conveniente: suprimir de la memoria cualquier conocimiento que uno pudiera tener de los mataderos, estar hambriento y tener la suerte de conversar sobre algo interesante.

Para ser justo, supongo que la cuisine de la cafetería de Hawai debía de ser tipo cordon bleu comparada con las que había conocido durante mi carrera en Nueva York. Sin embargo, aun en Hawai, los cocineros recurrían en ocasiones a misteriosas hamburguesas de carne picada. Como si hubieran querido ayudarme a celebrar, aquella noche había ternera, uno de mis temas de conversación favoritos. Yo estaba de guardia pero, aun así, la comida me pareció un banquete. Era mi última noche como interno pero ya estaba un paso más atrás de la línea de fuego. Sin duda alguna, Straus estaba en primera línea si el ataque comenzaba.

El ambiente del comedor era agradable. Por las persianas de las ventanas que miraban al sudoeste, entraban, filtrándose, algunos rayos de sol, finos y bien delimitados. Diminutas motas de polvo danzaban entrando y saliendo de los haces dorados. Parecían bacterias en el campo de un microscopio. No hay como un médico para hacer esas comparaciones poéticas. Uno de los inconvenientes del entrenamiento técnico intenso es que la mente termina por reducir todo a la experiencia técnica. Las motas de polvo podían haber sido peces en el océano, pájaros en el cielo. Pero para mí eran bacterias en una muestra de orina.

Yo formaba parte de un grupo que estaba alrededor de una de las mesas redondas, cerca de una ventana. Straus estaba a mi izquierda, después de Jan que estaba sentada a mi lado. En el contexto social, fuera de la sala de operaciones, Straus estaba muy lejos de ser tranquilo y retraído como me había parecido. Era, en verdad, extremadamente animado, conversador y, hay que reconocerlo, amante de la polémica. Parecía disentir de todo lo que yo decía, ya fuese sobre coches, el problema de las drogas o la Medicina.

Como ocurre con frecuencia, la conversación había derivado, de forma inexorable, al tema de la atención médica en Estados Unidos. Había seis o siete más, en la mesa, además de Straus, Jan y yo; pero, por una u otra razón, habían preferido, desde el comienzo de la cena, escuchar y no participar de la conversación. Comían y bebían sus cafés en silencio y nos dejaban discutir a nosotros solos. La única colaboración que nos prestaban de vez en cuando, era alguna carcajada, acompañada por miradas al cielo y sacudidas de cabeza, tendentes a demostrar que lo que se estaba diciendo era una ridiculez. Era obvio que no iban a añadir nada concreto. Empecé a dejarlos fuera de la charla y me concentré en Straus que seguía avanzando en la discusión.

—La única manera de que la atención médica se distribuya de forma equitativa, para que todos puedan gozar de sus beneficios, es reestructurar todo el sistema de aplicación.

Eso decía Straus mientras levantaba la mano y la apoyaba, con fuerza, en la mesa para subrayar los puntos que le parecían importantes.

—¿Quieres decir que hay que arrasar con el sistema actual de médicos, hospitales, etcétera, y probar una nueva forma de organización?

—¡Por supuesto! Veamos la realidad: la Medicina quedó atrás en la organización y distribución de la atención. Piensa en cuánto ha cambiado la tecnología en los últimos quince o veinte años y ¿ha cambiado la Medicina? No. Sabemos más, conocemos más hechos científicos pero eso no ayuda al hombre de la calle. Los gatos gordos se benefician con el nuevo análisis, el isozimograma, con todos y cada uno de los adelantos como ciencia. Pero ¿qué pasa con el pobre tipo? No los aprovecha para nada. ¿Sabes que hay cuarenta millones de norteamericanos que nunca han visto un médico?

Straus no esperaba que se le contestara sino que continuó con el ataque, acercándose más a la mesa. Hizo bien al no esperar que le contestara porque cuarenta millones de personas me parecía una exageración y yo quería poner en duda la cifra. Además, ¿qué importaba la cifra si todos sabemos que muchísimos norteamericanos mueren de hambre? ¿Qué importancia tiene la Medicina más avanzada cuando no se tiene lo suficiente para comer? Pero las estadísticas se perdieron en la conversación, ya que Straus continuaba.

—Lo que tenemos es un montón de médicos, tipo vendedores ambulantes, empujando carritos, en la era espacial. ¡Y es culpa de los médicos!

—Eh, espera un momento… —dije. No podía dejar pasar aquella generalización—. Puede ser que las cosas no estén organizadas de la mejor manera, pero hay un montón de dedos en ese pastel.

—Es cierto. Un montón de dedos ávidos. Quiero decir que, cuando la atención de la salud, mala como es, absorbe el siete por ciento del producto interno bruto y éste es de unos setenta mil millones de dólares por año, está cantado que va a haber muchos interesados. Pero subsiste el hecho de que los médicos han creado un sistema en Estados Unidos y lo gobiernan. Manejan los hospitales, las facultades de Medicina y la mayor parte de la investigación. Lo más importante es que los médicos controlan la producción de médicos.

—¿Qué pasa con las compañías de seguros sanitarios y los laboratorios farmacéuticos?

—¿Compañías de seguros? Bueno, no tienen las manos demasiado limpias pero, por lo menos, no han interferido en la relación médico-paciente, supongo que por temor a la AMA. Quiero decir que, si una de las compañías presiona demasiado, la AMA puede negarse a tratar a los pacientes de dicha compañía.

—¡Oh, Straus, sé razonable!

Miré alrededor en busca de apoyo pero no encontré a nadie interesado, excepto Jan que asentía con la cabeza de manera vigorosa.

—¿No crees que la AMA podría hacer algo así? —preguntó Straus.

—Ni puedo imaginarlo.

—¡Ja, ja, amigo mío! ¿Conoces algo de la gloriosa historia de la AMA?

—¿Qué quieres decir? Sé algunas cosas sobre su organización.

La verdad era que yo estaba lejos de ser una autoridad en el asunto por dos razones: una era que en la Facultad de Medicina no nos habían enseñado nada al respecto y otra, porque no me interesaba mucho.

—¿Qué quieres decir con «algunas cosas» de la AMA? ¿Eres socio?

—Bueno, casi. Sabes que todos los internos y residentes pueden asociarse mediante el pago de una cuota reducida. Así que lo hice, pero no he asistido a ninguna reunión ni he votado ni participado en modo alguno.

—¡Ahí está! ¡Ése es uno de los problemas! Eres un miembro de la AMA. Figuras en sus estadísticas. A ellos les agrada pensar que todos los médicos son miembros, unos más activos que otros. La AMA dice que representa a doscientos mil médicos en el país, pero ¿sabes?

—¿Qué?

Me daba la impresión de que Straus conocía muy bien el tema.

—Las cifras que dan no son reales. En muchos estados, los médicos, para poder utilizar las facilidades hospitalarias, deben asociarse a la sociedad local y por ese hecho, automáticamente, son miembros de la AMA. Y ¿crees que a la mayoría de los médicos les importa qué es lo que ocurre en la AMA? Si lo crees así, sigue soñando. No les interesa. Se dicen: «tengo mucho trabajo», «tengo muy poco tiempo». Y hasta tienen la sensación, aunque no la racionalizan, de que la AMA es sólo sucia política. En eso tienen razón. Pero, debido a la apatía de sus miembros, la dulce y querida AMA se pone de pie en Washington y habla por doscientos mil médicos que nunca la contradicen. Para empeorar las cosas, no sólo habla en nombre de ellos sino que, también, gasta su dinero. ¿Te das cuenta de que el presupuesto de la AMA es de más de veinticinco millones de dólares anuales pagados por los médicos que dicen que no tienen tiempo para saber cómo andan las cosas ahí?

—Bueno, bueno —tuve que interrumpirlo. Estaba excitándose demasiado. Dos de los residentes que estaban sentados al otro lado de la mesa se levantaron y se fueron, dejando las servilletas sobre las bandejas. Eran más de las seis y yo tenía que hacer las maletas. Sin embargo, no podía dejar de atender a Straus. En aquel momento se inclinaba hacia mí, pasando por encima de Jan, literalmente, que se sentó muy derecha para dejarle paso. Era un tipo flaco e intenso. Sus ojos echaban chispas.

—Straus, no voy a defender a la AMA pero todos sabemos que ha elevado el nivel de la Medicina considerablemente, desde el caos en que estaba en el siglo XIX. Antes del Informe Flexner, hacia 1910, la preparación médica era un mal chiste y fue la AMA la que tomó la responsabilidad de cambiar ese estado de cosas.

—Por supuesto que lo hizo. Pero ¿con qué finalidad?

—Qué quieres decir… ¿qué finalidad? La de rectificar una penosa situación.

—Tal vez pero, también, para sus propios fines.

—No te entiendo…

—Yo estoy de acuerdo con la disminución del número de facultades de Medicina y la elevación del nivel. Pero, al mismo tiempo, ganaron el control de las facultades de Medicina. Traducido significa: tienen el control de la producción de médicos y el control de la enseñanza. En otras palabras: han determinado el camino social que deben transitar los médicos en potencia y se han asegurado de modelar a los estudiantes para hacerlos aptos para el sistema.

—Straus, eres un romántico. ¿Estás seguro de que quieres comenzar el internado?

—Quiero ser médico y si no hay otra manera de llegar a serlo, lo cumpliré. Para cambiar de tema, Peters, dime, ¿te das cuenta de la carga histórica que asumes al entrar en la profesión médica en Estados Unidos?

—¿Adónde quieres ir a parar?

Los dos últimos comensales que habían estado sentados frente a nosotros, retiraron sus sillas y se fueron. Sólo quedamos Straus, Jan y yo, apoyados sobre una mesa cubierta de platos sucios y bandejas manchadas.

Sin inmutarse, Straus continuó.

—La AMA tiene un historial, casi sin excepciones, de fracasos, no sólo en el apoyo a los cambios sociales progresistas sino en la iniciación de estos cambios. Por ejemplo, la AMA estuvo en contra de que el Servicio de Salud Pública diera las vacunas antidiftéricas y estableciera clínicas para la atención de enfermedades venéreas. Y estuvo en contra del seguro voluntario de salud de Seguridad Social y de la práctica en grupo. En los años treinta, la AMA calificó a los grupos médicos ¡de soviets!

Me moví, tratando de decir algo pero no supe qué.

—Y algo más. ¿Sabes que la AMA luchó contra los jefes de hospitales con dedicación exclusiva? Y algo que nos toca más de cerca: estuvo en contra de los préstamos, con bajo interés, a los estudiantes de Medicina.

—¿Cómo es eso? —Yo había empezado a sintonizar otra emisora mientras Straus recitaba su lista de quejas, hasta que oí las palabras «préstamos» y «estudiantes». Yo debo todavía bastante dinero desde mis días de estudiante.

—¿Estuvo en contra de los préstamos a los estudiantes de Medicina?

—Puedes creerme.

—¿Por qué? —Aquello me había sorprendido realmente.

—¡Sólo Dios lo sabe! Creo que es porque facilitaba el estudio a los que no eran ricos. Uno de los aspectos más patéticos de la situación es que, después de que tales reformas han sido aceptadas por la sociedad y forzadas dentro de la AMA, ésta quiere tener el crédito de haberlas logrado. Te hace pensar en Mil novecientos ochenta y cuatro, de Orwell. Creo que todo eso tiene que cambiar y pienso que el gobierno debe tomar cartas en el asunto.

—Straus, ¿estás tratando de decirme que después de todos los años de estudio y de los que te faltan todavía, tienes deseos de trabajar para el gobierno federal? Entiendo que eso es lo que quieres decir.

—No necesariamente. Todo lo que digo es que los médicos han tenido todo el control y torcieron la situación. Su responsabilidad es mucho más amplia que la de tratar sólo a algunos pacientes. Ellos tienen que tener en cuenta la totalidad del cuidado de la salud, incluso el tratamiento de un hombre en Harlem o de una familia en los Apalaches. Ellos son tan importantes como pacientes como el presidente del directorio del Harkness Pavilion. Si los médicos fallan otra vez, el gobierno tendrá que tener el control y tendrá que reorganizar la profesión médica para que cumpla con lo que debe. Después de todo, una buena atención médica es el derecho de todo ciudadano.

—Eso es fácil de decir pero no estoy tan seguro de ello. Después de todo, cuando a alguien le molesta un dolor de cabeza a las cuatro y media de la mañana y saca a un médico de la cama porque tiene derecho a la atención de su salud, ¿qué pasa entonces con los derechos del médico? Me imagino que también tendremos derechos… Además, si alguien necesita de las máquinas para reemplazar a sus riñones y todos los riñones artificiales están en uso, ¿a quién demanda ese paciente? La sociedad no puede tener una máquina renal para cada habitante, por si acaso. El hecho es que la atención de la salud es un servicio provisto por gente muy entrenada y por equipos complejos. No hay muchos de unos ni de otros. No se puede prometer atención de la salud cuando los recursos son limitados.

—No voy a discutirte ese punto, Peters. El gobierno federal ha definido la atención de la salud como un derecho de sus ciudadanos y la ha legislado aprobando las leyes Medicare y Medicaid.[1]

—Straus, me gustaría hablar contigo cuando hayas terminado el internado. Hasta ahora has sido sólo un estudiante y pudiste dejar la carrera si todo era tan malo y dejar la responsabilidad a otros. Me pregunto si pensarás de la misma forma cuando termine tu año de interno.

Jan había estado escuchando, tranquilamente y creo que de acuerdo conmigo. En aquel momento intervino.

—Creo que hay algunos problemas con la distribución de la atención médica, pero tenemos la mejor medicina del mundo, Straus. ¿No es cierto? Todos lo sabemos.

—¡Tonterías! —Contestó Straus—. Piensa en la mortalidad infantil, por ejemplo, Estados Unidos ocupa el puesto número catorce en la prevención de la mortalidad infantil, el dieciocho en la esperanza de vida y el doce…

—Un momento, Straus, detente —dije, porque ya no aguantaba más estadísticas.

—¿El decimocuarto puesto en la lucha contra la mortalidad infantil?

Jan preguntó porque la cifra, evidentemente, la había impresionado.

—Querida Jan, no te dejes apabullar por las estadísticas. Puedes probar cualquier cosa con estadísticas si tratas con diferentes muestras de población. Puede llegar a ser la confusión con forma matemática. Straus, el hecho de que ocupemos ese puesto puede tener que ver con el hecho de que en este país se llevan buenos registros. En muchos países sólo se registra a los que nacen en hospitales. Todos los demás nacimientos quedan sin registrar.

—En Suecia son muy buenos para registrar —dijo Straus, sonriendo.

—Bueno, pero los registros pueden diferir si se toman en cuenta momentos diferentes de nacimiento. Dentro del útero, el feto es un ser con vida. Si se consideran los muertos in utero, los nacidos muertos o la muerte cuando el niño ya ha nacido, todo eso cambia los valores y todo cambia según el punto en que un país trace la línea cuando se registran los datos.

Straus levantó las manos con las palmas hacia mí y luego, las bajó, lentamente y continuó.

—No voy a discutir los detalles técnicos de las estadísticas, pero aun así, no estamos al tope. Y el decimocuarto lugar es muy bajo cuando tienes en cuenta dónde estamos en la mayor parte de los campos tecnológicos y de servicio. Francamente, Suecia nos hace quedar muy mal.

—Suecia no tiene nuestros problemas —dije en tono un poco cortante—. Tiene una población homogénea, relativamente baja, mientras que en Estados Unidos la sociedad es diversa. ¿Quieres decir que un departamento de Bienestar Social de tipo socialista, como el de Suecia, es la respuesta a todos los males sociales y la solución para nosotros?

—Parece ser mejor contra la mortalidad infantil, la atención odontológica de los niños y la longevidad. Pero no estoy diciendo que Estados Unidos deba adoptar el sistema sueco de gobierno ni de atención a la salud. Lo único que digo es que hay lugares donde la atención médica funciona mejor que aquí. Traducido significa: el mejoramiento de la situación es posible y nosotros debemos lograrlo.

—Pues bien, no puedes crear un servicio como la atención médica de la nada, ni puedes legislar para cambiar todo de golpe. Los cambios en la estructura social ocurren sólo cuando cambian las actitudes de los individuos. Estos cambios son lentos y están en relación con las fuerzas educacionales organizadas para absorber los cambios. La gente está acostumbrada a la actual relación médico-paciente y no creo que quiera cambiarla.

—¡Hostia! ¡Peters, hay cuarenta millones de personas que nunca han visto un médico! ¿Cómo pueden haber desarrollado una actitud? Hombre, ésa es una hueca excusa. Sin embargo, es típica. Tú y los que piensan como tú podéis creer en miles de pequeñas razones sin importancia que apoyan el mantenimiento del sistema. Por eso es por lo que hay que cambiar, totalmente, la estructura. De otra manera, sólo haremos crecer los problemas regándolos con compromisos como Medicare y Medicaid.

—¿Hasta piensas mal de Medicare y Medicaid? Straus, eres un terrorista. Todo lo ves negro desde donde estás sentado. Yo creo que Medicare y Medicaid son leyes bastante buenas. El defecto que les encuentro es que han retorcido tanto el sistema de enseñanza para graduados que, al hacer posible que muchos pacientes sean atendidos por médicos particulares que no dejan intervenir en los casos a los residentes ni a los internos, hemos perdido una gran población de pacientes para aprender.

—Bueno, eso es muy importante —dijo Straus—, e indica que han querido curar gigantescas enfermedades sociales con una tirita adhesiva. Pero el problema más grande de Medicare y Medicaid es que han arrojado más dinero en la caja al crear más demanda. Si la demanda aumenta y la oferta no lo hace, los precios suben.

—Sí, sí —yo me estaba enfadando un poco—. Lo que tú quieres es otra monolítica burocracia gubernamental con millones de archivos y de máquinas de escribir. Pero eso va a costar muchísimo dinero. El coste del cuidado de la salud aumentaría en lugar de disminuir. Y supongo que piensas que los médicos deberían trabajar a sueldo del gobierno.

¡Eso sería interesante! La sociedad va a sufrir una conmoción cuando sepa cuánto dinero se necesita para pagar a esos médicos. La remuneración tendría que ser adecuada pues los médicos aprenderían rápidamente, en comparación con alguien como un piloto de aviación civil, miembro de su sindicato, que gana cincuenta mil dólares al año con sesenta y cinco horas de trabajo al mes. ¿Cuántos médicos se necesitarían si fueran a trabajar sesenta y cinco horas al mes? Además, querrán los beneficios de la jubilación…

—Eso es…

—Déjame terminar, Straus. El que los médicos trabajen por un sueldo tendrá otros efectos sutiles. Si tú tienes un sueldo, no importa lo que hagas, eso afecta tu motivación en situaciones críticas. Mira, Straus, cuando sales, arrastrándote, de la cama a las cuatro de la mañana, quieres algo a cambio, algo más que la satisfacción de poder hacerlo. Y muchas veces eso no te proporciona satisfacción alguna. Por el contrario.

»Después de todo, el que recoge la basura, el piloto de aviones, todos ganan más por horas extra. Bueno, los médicos van a querer lo mismo, o no van a salir de la cama. Te lo digo de otra manera: cuando trabajas por un salario, tienes un horario determinado. A las cinco de la tarde, el médico se lavaría las manos y se iría a su casa. Creo saber una cosa: un médico, despojado de toda la mitología que lo rodea, es un ser humano vulgar.

—¿Puedo hablar ahora?

—Por favor.

—Te diré varias cosas. Número uno: un servicio nacional de la salud no es la única respuesta. Estás saltando a conclusiones. Los planes sanitarios privados funcionan bien, por ejemplo, y además, aumentan la productividad de los médicos por varias razones. El papel del gobierno puede ser el de garantizar, a todos, la participación en ese tipo de planes. Cada persona debe tener cubiertas sus necesidades básicas de atención médica, por lo menos. Y número dos: no estoy de acuerdo contigo en lo que dices de los médicos que van a quedarse durmiendo. Pero sí lo estoy en que habrá que pagarles en relación a alguna escala racional que los compare con los pilotos y los fontaneros o cualquier otra clase de trabajadores, teniendo en cuenta la duración de su preparación y lo que se ha invertido en él, así como su largo horario de trabajo. Pero creo, además, que el placer profesional de ejercer la Medicina hará que los médicos superen algunos obstáculos, en particular si se los releva de la carga del papeleo y otras tareas irrelevantes que consumen el veinticinco por ciento del tiempo de un médico particular. Además…

—Doctor Peters, doctor Peters.

Mi nombre brotó, de repente, de los altavoces cerca del techo y resonaron en todo el comedor. Straus siguió hablando mientras yo caminaba hacia el teléfono.

—Además, en el trabajo en equipo —continuó Straus—, existen más oportunidades de control por parte de los colegas. Los médicos pueden fijarse en lo que hacen los médicos y ofrecerse, mutuamente, ayuda y críticas cuando sean necesarias. Y registros. Los datos de los pacientes serán registrados mucho más completamente porque la organización será la misma tanto si consultan a un interno como a un especialista.

Straus estaba gritando ya cuando yo llegué al teléfono. Entonces ¡gracias a Dios!, se calló.

La operadora me pasó la comunicación al piso de cirugía privado, así que tuve que esperar mientras buscaban a una enfermera determinada.

—¿Doctor Peters?

—Sí.

—Tenemos una paciente del doctor Moda que tiene alguna dificultad respiratoria. Quiere que la vea un interno. También necesito una orden para el laxante de uno de los pacientes del doctor Henry.

—¿Es muy serio el problema respiratorio?

—No lo es. Cuando se sienta se mejora.

—El doctor Straus irá en seguida.

—Gracias.

Volviendo sobre mis pasos, me di cuenta de que la cafetería estaba desierta excepto por nosotros. El sol había desaparecido y la iluminación del lugar había cambiado de una mezcla de luces y sombras a un suave y discreto resplandor. La escena era de paz y a esa agradable sensación contribuía el hecho de que podía enviar a Straus a ver a la señora con el problema respiratorio y a controlar el caso de estreñimiento.

—Peters…

—¿Sí?

La voz que me llamaba me resultaba familiar.

—Habla Straus.

—No me lo habría imaginado. Parecía que ibas a estar muy ocupado.

—No puedo evitarlo. Todo anda mal —dijo.

Miré la hora: eran las diez y media.

—Bueno, ¿cuál es la crisis?

—Murió una anciana. De ochenta y cinco años. Una paciente privada de la sala F del segundo piso.

Hubo una pausa. Yo no dije nada esperando que me diera algunos datos del problema. Podía oír la respiración de Straus pero, al parecer, no tenía más que añadir. Entonces, le pregunté:

—Bueno, murió una anciana. ¿Cuál es el problema?

—Problema, en realidad, no hay. Pero ¿no podrías venir a echar un vistazo?

—Escucha Straus: está muerta ¿no?

—Sí.

Hubo otro breve silencio.

—Pensé que a lo mejor querrías verla.

—Gracias, compañero, pero no acepto la invitación.

—Peters…

—Aquí estoy.

—¿Qué hago con la familia y los papeles?

—Pide los papeles a las enfermeras. Ellas saben cuáles son. Todo lo que tienes que hacer es firmarlos, notificar a la familia y conseguir la autorización para la autopsia.

—¿Una autopsia? —Estaba sorprendido.

—Claro. Una autopsia.

—¿Crees que el médico particular la pedirá?

—Debería pedirla. Si no lo hace, queda sin efecto. Pero nosotros debemos conseguir las autorizaciones para las autopsias de todos los que mueren aquí. Puede que no sea fácil pero haz que la familia consienta.

—Muy bien. Trataré pero no aseguro nada. No creo poder comunicar mucho entusiasmo por una autopsia.

—Estoy seguro de que podrás manejar el asunto. Ciao.

Ciao.

Colgó y yo también, recordando otra vez a la mujer amarilla del cuarto de autopsias en la Facultad de Medicina. Jan me interrumpió.

—¿Pasa algo malo?

—No. Alguien murió y Straus quería saber lo que tenía que hacer.

—¿Vas a ir hasta el hospital?

—¿Estás bromeando?

Jan estaba ayudándome a hacer las maletas. En realidad, simplemente estaba allí. No necesitábamos excusas para estar juntos; habíamos pasado mucho tiempo en mutua compañía. Tanto que mi inminente partida ponía una sombra, aunque ya habíamos dejado de hablar de eso.

El punto de discusión era si yo la amaba lo bastante (palabras de ella) como para pedirle que me acompañara a mi lugar de residencia. Yo había sugerido eso muchas veces pero algo me impedía pedírselo directamente. Lo que traté de explicarle era que yo quería que ella tomara una decisión sin que yo interviniera. No quería cargar con la responsabilidad de forzarla a ir conmigo. Así veía yo las cosas. Porque, ¿qué iba a pasar si después no nos llevábamos bien en la residencia? Si yo la obligaba a abandonar Hawai, me sentiría responsable y forzado a aceptarla y eso no quería hacerlo. Yo deseaba que fuera, pero por su cuenta.

Jan y yo habíamos reanudado nuestra relación de manera magnífica. Fue un alivio tener una relación importante con ella después del desastre con Karen Christie y su retorcido novio. Fui unas cuantas veces a visitar a Karen después de haber conocido al novio pero llegó un momento en el que me di cuenta de que no podía continuar, así que no la vi más.

Sonó el teléfono.

—Morgue municipal —dije con una voz alegre y ruidosa cuando levanté el auricular.

—¿Eres tú, Peters?

—A tu servicio, compañero.

—Por un segundo me has confundido. No me hagas eso —dijo Straus.

—Bueno, trataré de ser educado. ¿Qué pasa?

—Tuve una llamada de la UCI por un paciente que tiene dificultad para respirar. La enfermera dice que es probable que se trate de un edema pulmonar. Al parecer, el médico particular está preocupado por un fallo cardíaco.

—Buenas enfermeras, ¿eh, Straus? Diagnóstico y todo. Ése es un servicio. ¿Estás de acuerdo con ellas?

—Todavía no he visto al paciente. Voy para allá. Te llamé por si querías estar en la acción desde el principio.

—Straus querido, tu cortesía me calienta el corazón pero ¿por qué no vas corriendo allá, ves cómo están las cosas y me llamas después?

—Bueno, te llamaré más tarde.

—Muy bien.

Jan estaba tratando de meter mis libros de Medicina en varios baúles. Era evidente que era algo extremadamente complejo y que requería una solución igualmente drástica. Tenía que decidir qué libros habría de dejar; terrible tragedia para un médico. Muchísima gente aprecia los libros, pero los médicos los idolatran y se comunican con ellos en una forma casi sensual. Por poco realista que sea un médico, en seguida acepta el hecho de que nunca podrá tener todos los conocimientos que guarda su biblioteca. En consecuencia, se rodea de libros, buscando ansiosamente un motivo para comprar otro libro nuevo que a lo mejor nunca leerá. Los libros proporcionan la seguridad de encontrar lo que uno necesita saber. A mí me hacían ese efecto.

La mera idea de descartar algún libro rayaba en el sacrilegio. Ni siquiera podía dejar aquel texto de psiquiatría o el de urología. La urología no era mi especialidad favorita. A veces me preguntaba cómo era posible que alguien pasara el resto de su vida trabajando con orinas. Sin embargo, el campo no debía de ser tan malo, porque los urólogos forman un grupo feliz, por lo general. Sin duda será porque tienen el mejor repertorio de chistes.

—Nunca vas a poder meter todos los libros aquí —dijo Jan.

—Saquémoslos y empecemos a colocarlos de nuevo. De lado en lugar de planos.

Le mostré lo que quería colocando los veinticinco kilos del manual de psiquiatría en un lado del baúl. Volvió a sonar el teléfono. Era Straus y su voz tenía un tono de apremio.

—¡Peters!

—¿Qué pasa ahora, Straus?

—¿Te acuerdas del paciente del que te hablé, con el edema pulmonar según las enfermeras?

—¿Qué pasa con él?

—Bueno, creo que tiene edema pulmonar. Puedo oír las burbujas con el estetoscopio en ambos campos pulmonares, casi hasta los ápices.

—Muy bien, Straus, cálmate. ¿Has llamado al residente de guardia?

—Sí.

—¿Qué te dijo?

—Que te llamara.

—¡Ah! —traté de calmarme—. ¿Es un paciente privado?

—Sí, del doctor Narra o algo así.

—¿Es un caso del Servicio de Enseñanza?

—No lo sé.

—Bueno, averígualo, Straus.

Me quedé jugando con la campana de mi estetoscopio mientras Straus iba a averiguar. Jan adelantaba mucho con los libros; parecería que no iba a tener que dejar ninguno.

—Sí, es un caso del Servicio de Enseñanza, Peters —dijo Straus.

—¿Has llamado al doctor Narru?

—Fue lo primero que hice.

—¿Qué dijo?

—Que hiciera todo lo que fuera necesario y que él vendría más tarde a controlar lo que habíamos hecho, después de que hiciera sus visitas nocturnas.

Con el índice, toqué el reloj para poder ver el dial. Once y cinco. O Narru estaba bromeando con Straus o sus visitas nocturnas las realizaba hasta muy tarde. No podía creer en eso.

—Jan, ¿por qué no pones la Cirugía de Christopher antes que esos libros pequeños? Un minuto, Straus. El Christopher, ese libro grande, rojo. Ése mismo. Bueno, Straus, ¿qué operación le hicieron a ese paciente?

—No estoy seguro. Algo en el abdomen. Tiene unas vendas ahí.

—¿Tiene fiebre?

—¿Fiebre? No lo sé.

—¿Está con digitalina?

—No lo sé. Oye, lo único que he hecho ha sido auscultar el pecho.

—¿Has oído el corazón?

—Más o menos.

—¿Tenía un ritmo acelerado, como un galope?

—No estoy seguro —contestó.

«¡Por Dios! ¡Qué ansioso por saber cómo está este muchacho!», pensé con ironía y le dije:

—Straus, ¡quiero que examines al paciente teniendo en cuenta tres diagnósticos posibles!, edema pulmonar, embolia pulmonar y neumonía. Lee la hoja y entérate de su historia cardíaca. Mientras tanto, pide una radiografía de tórax, recuentos, análisis de orina, un electrocardiograma y cualquier otra cosa que se te ocurra. ¿Está en estado de estupor?

—No, está muy alerta.

—Bueno, dale diez miligramos de morfina y ponle una máscara de oxígeno. Obsérvalo detenidamente cuando empieces a darle el oxígeno. Entonces, cuando tengas todo organizado, llámame.

Iba a colgar cuando me acordé de otra cosa.

—Escucha, si nunca ha tomado digitalina, o por lo menos no lo ha hecho durante las ultimas dos semanas, dale un miligramo de digitoxina intravenosa, pero lentamente. Straus, ¿estás ahí?

—Aquí estoy.

—Tendremos que darle también algún diurético para que elimine el exceso de líquido. Dale veinticinco gramos de ácido etacrínico.

Yo sabía que era un diurético tan potente que era capaz de sacar pis de una piedra. Potente… mi temor a los diuréticos me hizo volver a pensar y cambié de idea.

—Pensándolo mejor, espera y no le des el diurético hasta que estemos seguros de que es edema pulmonar. Si tiene neumonía no va a ayudar para nada.

La anciana con cáncer, a quien yo había matado con el diurético se apareció en mi mente. Ella había muerto de neumonía. Finalmente, corté la comunicación.

—¡Eh, Jan! ¡Eso está muy bien!

Ella había conseguido guardar todos los libros menos uno pequeño. El que quedaba era uno muy apropiado para tirar. Era la propaganda de un laboratorio, esperando convencer a alguien de que su fármaco era apto para erradicar todos los demonios de la patología. Nunca lo había leído ni pensaba hacerlo. Sin embargo, metí el libro en una de mis maletas ya llenas.

Todo estaba guardado. Sólo quedaban fuera mis artículos de tocador, las ropas que iba a usar al otro día y el uniforme blanco, sucio, que llevaba puesto. Los que cargaban el equipaje que iba en barco, irían por la mañana a llevarse mis baúles; yo llevaría las maletas junto con varias cosas que no cabían en ellas, como un gran trozo de coral. Por fin estuvo todo listo. Podía relajarme y gozar de lo que quedaba de mi año en Hawai.

Jan eligió aquel momento para tirar su bomba; me informó de que se iba a su casa. Justo cuando podíamos olvidarnos del equipaje y estar juntos, ella decidía irse. Me cogió por sorpresa pues yo pensaba que dormiríamos juntos, como siempre.

—Jan, ¿por qué tienes que irte? ¡Por Dios! Quédate, por favor, es mi última noche.

—Necesitas dormir bien antes del viaje —me dijo sin darme otra explicación.

—Pero… ¿Por qué?

Miré su rostro bien tostado. Ella me miró con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante y a un lado, coqueteando de manera experta y sugiriendo que sus melindres estaban basados en complicadas razones femeninas. Pero yo no estaba seguro. No podía entender si su deseo de irse provenía de su desdén hacia una noche de despedida, hacia hacer el amor como una especie de ritual para celebrar una época terminada. Era probable que la unidad que sentíamos normalmente no estuviese presente aquella noche porqué ambos estábamos ocupados con otros pensamientos.

Me besó suavemente, dijo que me vería por la mañana y flotó, sin ruido, hasta la puerta. Todo ocurrió tan rápidamente que no lo pude digerir.

Fugazmente pasó por mi mente la idea de ir a la UCI aunque, en realidad, no quería ir; pero deseché la idea porque pensé que Straus tenía que situarse sobre sus dos pies.

De modo que decidí darme una ducha. No bien me puse debajo de ella, sonó el teléfono. La única manera de apagar el sonido era poniendo la cabeza directamente bajo la alcachofa. No debería haber dejado abierta la puerta del baño. Ganó el hábito. Cuando sonó por cuarta vez, corrí a la habitación a atender mientras el charco, a mis pies, se expandía.

—Peters, habla Straus.

—¡No puedo creerlo!

—¿Adivina lo que ha pasado? ¡Tengo buenas noticias!

—Me gustará mucho oírlas.

—El paciente con edema pulmonar está en el servicio de Clínica, no era de Cirugía, y el interno de Clínica asumía el control.

—¿Y la operación? —pregunté sorprendido.

—No lo operaron. Por lo menos no ahora. La venda cubría una colestomía que le hicieron hace años.

¡Straus! Tu primer éxito clínico como interno. Pero ¿por qué no te quedas ahí? Amenos que tengas algo más…

—Lo siento, no puedo quedarme. Me llamaron de Cirugía. Van a operar una rodilla. Un accidente de coche, creo. Amenos que quieras ir tú, yo voy para allá.

¡Una rotulectomía! ¡Un caso traumatológico! En aquel momento veía claramente lo maravilloso que era ser residente y no interno.

¡Poder mandar a otro a una rotulectomía a medianoche! Era la verdadera felicidad.

—No te privaría de ese placer, Straus. Ve tú y entérate.

La cirugía traumatológica realmente me aburría. Antes de la Facultad de Medicina yo tenía la idea errónea de que la cirugía era una ciencia delicada, de precisión. Luego había venido la primera operación de Traumatología, donde vi colocar un clavo, perforar y cortar hueso de una forma que nunca había imaginado. No sólo eso: la mutilación estaba acompañada por comentarios como: «Necesito una radiografía aquí para saber dónde diablos se metió el clavo». Luego, después de mirar la placa: «¡Maldición! ¡Le erré a la cadera por completo! Pongamos otro pero esta vez hay que apuntar hacia el ombligo».

Tales experiencias eliminaron a la cirugía ortopédica como especialidad para mí. La neurocirugía también había caído de su pedestal cuando vi al mejor neurocirujano de Nueva York, durante un caso, mirar por el agujero que acababa de perforar en el cerebro de un paciente, y preguntar: «¿Qué es esa cosa color gris claro?». Nadie contestó, después de todo, él hablaba consigo mismo, pero aquél fue el final de la neurocirugía para mí. Si él no sabía dónde estaba después de veinte años, yo no podía tener la esperanza de aprender.

Con todos mis libros de Medicina en las maletas, no tema nada para leer antes de dormir. Entonces me acordé del «apto para tirar» que había metido, a presión, en una maleta. Lo saqué y volví a apoyarme en la almohada fresca y blanca. Muy oportunamente, se titulaba La anatomía del sueño. Lo hojeé hasta el fin y me di cuenta de que era una manera dura de vender una píldora para dormir. Abrí el volumen a azar y empecé a leer. Con todo lo que tenía en la cabeza, me arreglé para leer una hoja antes de que se me cayeran los párpados.

Me llegó el ruido del teléfono antes de que hubiera tenido tiempo de empezar a soñar algo decente. Con el pánico acostumbrado, descolgué el auricular como si en ello me fuera la vida. Cuando la operadora me comunicó con la enfermera que había pedido la llamada, yo ya estaba orientado en cuanto a tiempo, lugar y persona.

—Doctor Peters, le habla la enfermera Cranston de la F-2. Siento despertarlo pero la señora Kimble se ha caído de la cama. ¿Podría venir a verla, por favor?

La esfera luminosa del reloj me indicaba que había dormido casi una hora.

—Miss Cranston, tenemos un nuevo interno esta noche. Se llama Straus. ¿Por qué no lo llama para informarlo de este problema?

—La operadora ya lo intentó —me dijo—, pero el doctor Straus está en Cirugía.

—¡Mierda!

—¿Qué dice usted doctor?

—¿Está bien la paciente? —Yo trataba de esquivar el bulto.

—Sí, así parece. ¿Viene, doctor?

Gruñí algo que implicaba una afirmación y colgué. Estaba claro que todavía no había terminado el internado. Hasta que no pusiera mi cuerpo fuera del alcance de los acontecimientos, siempre habría un paciente que se caería de la cama. Haberme quedado en la cama, pensando, fue un error: volví a quedarme dormido.

Cuando sonó de nuevo el teléfono, contesté con el pánico usual, preguntándome cuánto tiempo habría dormido. La operadora me dio la información: veinte minutos. Como era sagaz, no tuve que hacer el esfuerzo de excusarme sugiriendo que me había quedado dormido otra vez. Esas cosas pasan hasta con llamadas de emergencia. Si no ponía los pies en el suelo frío de inmediato, la probabilidad de que me levantara era bajísima. Durante un tiempo había recurrido a poner el teléfono a unos metros de la cama de manera que tenía que levantarme del cálido nido para atenderlo. Pero, como había tantas consultas que podía solucionar desde la cama, abolí mi propio truco y volví a poner el aparato al lado de la cama.

Después de la segunda llamada, me levanté y me vestí en seguida. Con suerte estaría de vuelta en unos veinte minutos. Mi récord seguía siendo diecisiete minutos.

Las luces fluorescentes del vestíbulo, las puertas del ascensor, las estrellas en el cielo… la verdad es que aquel recorrido hasta la sala F no fue registrado por mi mente porque empecé a funcionar como un ser racional cuando me encontré cara a cara con la señora Kimble.

—¿Cómo está usted, señora Kimble?

Traté de calcular su edad a la débil luz de la lámpara sobre la mesita. Debía de tener unos cincuenta y cinco años. Era limpia y ordenada y daba la impresión de ser una persona muy minuciosa. Su pelo estaba peinado hacia atrás y ajustado en un rodete que mostraba estrías grises.

—Me siento terriblemente, doctor, muy mal —me dijo.

—¿Se hizo daño al caer? ¿Se golpeó la cabeza?

—¡Cielos, no! No me hice nada. Ni siquiera me caí, me senté.

—¿No se cayó usted de la cama?

—No, nada de eso. Volvía del baño y me agaché aquí. —Señaló el suelo justo debajo de mis pies—. Estaba tratando de sacar mi libreta de apuntes de la mesa de la lámpara cuando perdí el equilibrio.

—Bueno, ahora debe tratar de dormir, señora Kimble.

—Doctor…

—¿Sí, señora?

Tuve que mirarla por encima de mi hombro pues ya estaba camino de la puerta.

—¿Podría usted, por favor, darme algo para los intestinos? ¡No he tenido una evacuación normal en cinco días! Venga, déjeme que le muestre.

Con gran esfuerzo, abrió el cajoncito de la mesita y extrajo un cuadernito de diez centímetros. Tuvo que estirarse tanto para alcanzar la libreta que pensé que iba a caerse, después de todo. Me acerqué a la cama y puse los brazos debajo de su extendido torso.

—Mire, doctor.

Abrió la libreta y recorrió con el dedo una especie de hoja con fechas. Cada fecha estaba seguida de una gráfica y completa descripción de su actividad intestinal: forma, color y esfuerzo invertido. De repente, su dedo se detuvo en uno de los días.

—Aquí, hace cinco días tuve la última evacuación normal aunque no del todo porque no era marrón sino verde oliva y sólo de este diámetro.

Con sus dedos índice y pulgar definió una circunferencia de una media pulgada de diámetro.

¿Qué podría haber dicho que indicara competencia, interés y, sobre todo, que me permitiera irme de inmediato? Mi mirada iba desde la libreta a la cara de ella, esperando que se me ocurriera algo y no logré nada. Entonces hice el pase.

—Estoy seguro de que su médico particular sabe mucho mejor que yo qué es lo más apropiado para usted, señora Kimble. Por ahora trate de dormir.

De vuelta en el departamento de las enfermeras escribí algo en su hoja sobre la falsa caída; es obligatorio escribir algo después de tales «caídas». Y comencé el viaje de retorno a la cama.

«Bien, Straus —pensé—. ¿Dónde pondrías este episodio en tu nuevo sistema? ¡Placer profesional! ¡Mierda!».

*****

Mi fe en los aviones no es ilimitada. En realidad no creo en los principios de la aeronáutica. Pero tengo que admitir que los motores Pratt & Whitney sonaban roncos y seguros. Podía oírlos ulular ganando potencia y luego el enorme cuerpo del 747 despegó de tierra, dejando atrás Hawai y mi internado. Tenía un asiento al lado de la ventanilla, en el costado izquierdo del aparato; a mi lado había una pareja de edad madura que lucía camisas floreadas iguales. Mi equipaje de mano había planteado un problema: dónde ponerlo. En aquel momento estaba sentado con mi trozo de coral que no estaba diseñado para caber en un medio de transporte público.

El adiós había sido bastante discreto. En el aeropuerto, Jan me había colocado cuatro collares. Dos de ellos estaban hechos con pekaki y su aroma delicado flotaba alrededor. Jan y yo no habíamos hablado nada más del futuro. Nos escribiríamos.

Yo sentía emociones mezcladas al abandonar Hawai pero ninguna ambivalencia respecto de la finalización del internado. Sin embargo, ya notaba en mí una tendencia a recordar y magnificar los grandes momentos, la diversión del año y a olvidar el cansancio y el miedo que habían sido los sentimientos dominantes. El cuerpo tiene poca memoria.

El avión enfiló hacia la izquierda y vi, por última vez, la isla de Oahu. Era de una belleza innegable. Las montañas que la bordeaban apuntaban hacia el cielo, cubiertas por una vegetación aterciopelada y rodeadas por el mar azul oscuro. Apretando la nariz contra el vidrio pude mirar directamente abajo, donde las olas rompían en el arrecife de Waikiki formando largas arrugas de espuma blanca. Iba a añorar eso.

Pensé en Straus comenzando su internado con todo un año por delante. En aquel momento mismo tendría alguna de las experiencias que yo había tenido. La vida se repite. Straus y Hércules: aquélla iba a ser una confrontación. Me imaginaba que los filosos bordes del idealismo de Straus iban a redondearse pronto, después de cuatro o cinco colecistectomías con Hércules.

Como un gran pájaro en cámara lenta, el avión volvió a tomar su rumbo hacia California. El único signo de que estábamos en movimiento era una vibración casi imperceptible. La isla había desaparecido y la reemplazaba un horizonte sin cambios en el que se expandía el ancho océano y se mezclaba con el cielo. Pensé en la señora Takura, en el bebé nacido en el Volskwagen, en Roso y, de nuevo, en Straus. No estaba de acuerdo con todo lo que él había dicho pero había logrado que me diera cuenta de lo poco que sabía y lo poco que me importaba el sistema, excepto, desde luego, cuando me afectaba directamente. ¡Pensar que la AMA había querido anular mi préstamo con bajo interés, cuando yo estaba en la Facultad de Medicina! En un impulso, giré un poco hacia la derecha, abrazado a mi coral, y saqué la billetera del bolsillo. Acomodándome en el asiento, busqué entre tarjetas y documentos hasta que apareció: «El médico cuyo nombre y firma aparecen en esta tarjeta, es un miembro activo de la American Medical Association». Las palabras eran impresionantes. Sugerían una alianza con la poderosa institución. Había trabajado durante cinco años y en aquel momento estaba allí.

Entonces sentí el primer pozo de aire y en seguida otro más fuerte mientras se iluminaba el cartel: «Damas y caballeros: se ruega atarse los cinturones. Se espera alguna turbulencia local». La azafata holgazaneaba y eso proporcionaba seguridad.

Ahí estaba yo sentado al lado de la pareja con las camisas floreadas, con mi trozo de coral y doblando, nerviosamente, la tarjeta de la AMA, hacia uno y otro lado hasta que se partió en dos mitades.