Día 307
Cirugía General: Servicio de enseñanza privada

Para el interno de la segunda mitad del siglo XX, Alexander Graham Bell es el peor canalla de todos los tiempos. Esta acusación debe extenderse algo más para incluir al sádico que diseñó la campanilla. Y aún más: a todos los individuos que trabajan para empresas telefónicas y perpetúan el hecho. Ellos también son culpables. ¿Cómo funcionaban los hospitales antes de que se inventara el teléfono? A menudo pienso en mí como si fuera una extensión de esa pequeña pieza de plástico negro. Es tan aterrador como la ambulancia y más repentino… aunque siempre esperado por alguna parte de mi mente. Sin embargo, lograba cogerme desprevenido. No hay un sonido como ése, en todo el mundo, que perturbe más la paz.

Mi paz, en aquel entonces, consistía en quedar dormido al lado de Karen Christie, en su piso, después de un satisfactorio encuentro mutuo (por lo menos espero que haya sido mutuo). Cuando el teléfono sonaba a las dos de la madrugada, atendía cualquiera de los dos. Yo la dejaba a ella, por lo general, no porque la llamaran con más frecuencia que a mí. Ya que yo estaba de guardia, lo más probable es que llamaran para invitarme a volver a aquellos corredores. Pero podía tratarse del novio de Karen.

Lo cierto es que era el operador del hospital quien me comunicó con una enfermera.

—Doctor, ¿puede venir en seguida, por favor? Uno de los pacientes particulares del doctor Jarvis tiene inconvenientes para respirar y el doctor Jarvis quiere que usted se encargue del asunto.

Acostado de espaldas, contemplé el cielo raso y maldije en mi interior, manteniendo el teléfono lejos de mi oído. Conocía muy bien al doctor Jarvis. No era otro que nuestro amigo el Superveloz, famoso por sus carnicerías en las salas de operaciones, especialmente en las biopsias de mama.

—¿Está ahí, doctor? —preguntó la enfermera.

—Sí, enfermera. Estoy aquí. ¿Va a presentarse, en algún momento, el doctor Jarvis?

—No lo sé, doctor.

Típico. No sólo del Superveloz sino de la mayoría de los médicos afiliados al hospital. El interno veía al paciente, lo estudiaba para recomendar el procedimiento y luego llamaba por teléfono al médico particular quien, desde luego, decía al interno lo que se le ocurría que hiciera. En la mayor parte de las ocasiones, ni siquiera se molestaban en ser corteses. Una vez yo había pasado una hora trabajando sobre uno de los casos del Superveloz. Cuando fui a entregarle mi informe, el Superveloz había salido de su despacho y tuve que dejarle un mensaje con la secretaria para que él me llamara cuando regresase. Llamó, pero no a mí sino a la enfermera. Cuando ella le dijo que yo tenía urgencia en comunicarme con él, le contestó que no tenía tiempo para hablar con cada interno del hospital. Apresúrate, corre, por unos cuantos dólares más: ése era el juego del Superveloz.

El Superveloz tenía otra costumbre atractiva. Ponía a casi todos sus pacientes a disposición de un programa llamado «de enseñanza». Uno tenía derecho a pensar que un programa de enseñanza iba a dar por resultado que se aprendiera algo. Y Dios sabe que los internos necesitábamos aprender. En la práctica, el programa de enseñanza era una broma de humor negro. Consistía en que yo o cualquier otro de los internos hacíamos toda la historia clínica y el examen para admitir al paciente: el trabajo convencional. Como recompensa, se nos permitía, a veces, hacer la nota de alta, también. Pero entre una cosa y otra no se nos permitía intervenir en las recetas y en la sala de operaciones nuestra colaboración consistía en sostener las retractoras, extraer verrugas y, con suerte, atar algunos puntos si el doctor estaba de buen ánimo.

Lo peor en la larga historia del Superveloz había ocurrido hacía un tiempo, con aquella biopsia de mama que hizo tan mal. En la hoja de admisión, donde se daban los datos particulares del caso, él había agregado una notita donde decía que el personal de la casa (es decir: el interno), cuando trabajara en aquel caso, no debía examinar los pechos. Pues bien: ¿Cómo iba yo a hacer una historia correcta y un examen físico sin examinar las mamas? ¡Ridículo! Y quería que saltara de la cama, a las dos de la madrugada, para arreglar alguno de sus líos.

La enfermera esperaba en el teléfono.

—¿Es un paciente operado? —pregunté.

—Sí, esta mañana. La reparación de una hernia —contestó la enfermera—. Y no está en buenas condiciones. Hace varias horas que tiene dificultades respiratorias.

—Bueno, iré a verlo dentro de unos minutos. Mientras tanto, pida un equipo portátil de radiología para que le tomen una radiografía de tórax. Saque una muestra de sangre para recuentos y asegúrese de que esté disponible alguna máquina respiratoria de presión positiva y un equipo para sacar un electrocardiograma.

No quería tener que esperar toda la noche por alguna de las cosas que había pedido a la enfermera. Tal vez no habría de necesitarlo todo pero tanto mejor si estaba disponible. Cuando salí de la cama, Karen ni se movió. No importaba. Mientras me vestía pensaba en lo conveniente que me resultaba Karen. Su piso estaba frente al hospital, más cerca que mi cuarto. Tenía todas las comodidades: televisión, tocadiscos y una nevera bien provista de cerveza y fiambres.

Karen y yo habíamos comenzado a vernos cuatro meses antes, después justamente de que yo hubiera visto su extraña radiografía de pelvis la noche en que se cayó por la escalera. Después de eso la transfirieron al turno diurno así que nos encontrábamos más a menudo. Empezamos a tomar juntos el café. Una cosa llevó a la otra e ir a su piso se convirtió en un hábito en el momento en que Joyce ya dejaba de serlo.

Joyce, que también había sido transferida al turno de día, comenzó a querer hacer de turista y recorrer los lugares nocturnos. Junto con eso, llegó alguna presión para presentarme a sus padres y un desagrado, en aumento, por las entradas y salidas subrepticias en la madrugada. Traté de seguir con ella, pero su compañera de piso, la adicta a la televisión, todavía estaba allí y nuestra relación, que no había ido muy bien, terminó siendo completamente áspera. Joyce y yo decidimos separarnos por un tiempo para pensar sobre el asunto.

Karen tenía un novio que, realmente, me sorprendía. Ella lo veía de vez en cuando, tal vez dos o tres veces por semana, cuando iban al cine o a algún club nocturno. Ella me contó que aquel individuo quería casarse con ella pero que ella no se decidía a hacerlo. Yo no lo conocía ni sabía mucho sobre él. Sólo una vez habíamos hablado brevemente y por accidente, cuando telefoneó a la casa de Karen. Mi política es no poner en peligro algo bueno por exceso de investigación.

Mientras iba a atender al paciente del Superveloz, noté que la noche era tranquila en extremo, casi sin viento, a pesar de que un bajo banco de nubes colgaba sobre la isla oscureciendo el cielo. Había llovido intensamente toda la semana. Mientras caminaba hacia el extremo oeste del hospital, miré hacia la SU y el recuerdo del tremendo trabajo, casi a ciegas, perpetuamente exhausto, apareció de lleno en mi mente. Podía ver la actividad de siempre; la gente que esperaba y las enfermeras, que aparecían fugazmente, en una mezcla desordenada. Parecían trabajar más de lo acostumbrado un martes a aquellas horas y confié en que no se presentara trabajo que requiriera mi presencia. Cada vez que tenía una llamada de la SU por la noche, significaba, por lo general, un internamiento, probablemente para cirugía y podía ser grave.

El vestíbulo de la sala estaba mortalmente tranquilo y oscuro excepto por las pequeñas luces de noche que se escurrían desde las habitaciones mientras las pasaba, a paso vivo, en dirección al departamento de las enfermeras que estaba al final de la sección. A medida que me acercaba, la luz brillaba con más fuerza. Ya era una sensación familiar para mí caminar por aquellos oscuros corredores, con el silencio quebrado sólo por los ruidos de fondo del hospital: el ligero tintineo de algún frasco de suero intravenoso; en ocasiones, algún quejido durante el sueño. Aquellos sonidos siempre me habían hecho sentir solo en el mundo. Otros médicos me habían contado que tenían sensaciones similares. La verdad es que yo había dejado de analizar el hospital y los efectos que tenía sobre mí, con la profundidad con que lo hacía antes. Me había vuelto ciego a lo que me rodeaba. Como un ciego, confiaba en las señales que conocía, las diferentes puertas y las vueltas del corredor y, a menudo, llegaba a destino sin haberme fijado en el camino ni atendido a mis pensamientos.

Hacía un par de meses, la operadora me había llamado de madrugada por un caso de paro cardíaco. Me levanté de inmediato, me vestí y cuando estaba corriendo hacia el hospital me di cuenta de que ella no me había dicho dónde estaba el paciente. Por suerte acerté con mi suposición hecha mediante un sexto sentido; se llega al punto en que uno se automatiza de tal forma que cuando lo despiertan almacena la información correcta aunque no se la den.

Esto tenía desventajas ocasionales, como, por ejemplo, me ocurrió con una de las frecuentes llamadas con motivo de que un paciente se había caído de la cama. Corrí de manera automática e insensata a una sala y allí lo encontré, por supuesto, en buen estado. Después de comunicarme con su médico, dejé una orden para que le administraran Seconal para que pudiera dormir bien. Luego volví a acostarme. Hice todo sin haberme despertado totalmente. La misma enfermera me llamó un poco más tarde para decirme que el paciente se había caído otra vez y por un tramo de la escalera. Me levanté de nuevo y fui a la sala. A mitad de camino, mientras subía por las escaleras, tropecé con una masa inerte que yacía en el descansillo. Me quedé ahí, asombrado. Me llevó unos buenos diez segundos prepararme para admitir el hecho de que delante de mí estaba el enfermo que yo había ido a ver. ¡Debería haber estado en el piso de arriba! Pero, desde luego, estaba ahí porque se había caído por la escalera. Su cuerpo estaba blando en la caída, no se había hecho nada. Resultó que la enfermera le había dado todas las inyecciones al mismo tiempo: el analgésico, el antihistamínico, su relajante muscular y el Seconal que yo receté, e hicieron efecto con simultaneidad justo cuando dio el primer paso para bajar la escalera.

No siempre ando envuelto en la niebla. Sólo se trata de que desarrollé una habilidad especial para seguir durmiendo mientras hago algún trabajo simple en medio de la noche. Era diferente si me llamaban por algo grave o cuando estaba furioso. Pero ya que nuestro hospital padecía una epidemia de enfermos que se caían de la cama, aprendí a cumplir mi misión a medio despertar.

El piso de las enfermeras parecía tan luminoso como un estudio de televisión, después de aquella larga caminata en los corredores oscuros. La enfermera se alegró mucho de verme y lo demostró explicándome lo que había hecho hasta el momento. Había enviado la muestra de sangre al laboratorio y se habían sacado las radiografías; el equipo para electrocardiogramas estaba ahí y lo mismo la máquina respiratoria de presión positiva. Me entregó la hoja del paciente y miré los datos (por supuesto registrados por un interno). Una caja de bombones me sonreía desde un escritorio cercano y me puse un par en la boca. La temperatura era normal, la presión alta y el pulso muy acelerado. El relleno de ron y cerezas era buenísimo. No encontré nada que pudiera explicar la dificultad respiratoria. Todo parecía ser lo normal en un posoperatorio de hernia.

Volví al corredor y retrocedí casi hasta el final. Entré en la habitación, encendí la luz y ésta iluminó a un hombre pálido, incorporado en la cama, inhalando con fuerza en cada movimiento respiratorio. Cuando me acerqué pude ver que estaba en un estado de diaforesis, con gruesas gotas de sudor brillando en su frente. Me miró por un segundo y apartó la mirada como si quisiera concentrarse en la respiración. Con sorpresa me di cuenta de que desde allí veía el edificio y la ventana de Karen: la segunda a la derecha en el tercer piso. Me pregunté si se habría dado cuenta de que me había ido.

Con el estetoscopio en mis oídos, empujé al paciente hacia delante y escuché sus zonas pulmonares. Los ruidos de la respiración eran claros; sin crujidos, ronquidos ni silbidos. Allí no había nada. Tal vez sus campos pulmonares sonaran un poco más arriba de lo que corresponde pero eso estaba de acuerdo con el hecho de que el estómago estaba hinchado y bastante duro. Sin embargo, no le dolía. Cuando escuché los ruidos de su abdomen, aparecieron los familiares y normales borborigmos. Los ruidos cardíacos eran normales; no había signos de problemas en el corazón. Quedaba por ver si su estómago estaba lleno de aire. La dilatación gástrica suele ser un problema frecuente después de la anestesia general. Le pedí un tubo nasogástrico a la enfermera y mientras tanto, conecté el equipo para sacar el electrocardiograma. Estos aparatos siempre fueron una fuente de disgustos para mí cada vez que tenía que utilizarlos por la noche, sin técnicos cerca para ayudarme. Parecía que nunca iba a poder obtener un buen cero en el trazado y mis gráficos corrían por toda la hoja. Aquella vez conseguí hacerlo bien, conectando el aparato a tierra por medio del tubo del lavabo. Tomé el electro mientras el paciente respiraba con mucho esfuerzo. La enfermera había llegado con el tubo nasogástrico cuando yo aún no había terminado el electrocardiograma. Mientras engrasaba el tubo, no pude evitar el pensar en el otro médico, durmiendo en su casa, mientras yo colocaba su tubo.

Algo que yo conservaba dentro y que se había hecho más fuerte durante los últimos diez meses era la satisfacción que sentía cuando lograba el resultado deseado con rapidez y así fue como sentí un gran alivio cuando evacué una gran cantidad de fluido y de aire del estómago del paciente. Mi alivio fue mínimo comparado con el que él experimentó. Todavía soportaba algunos inconvenientes pero respiraba con mucha mayor facilidad. Cuando me dijo que me lo agradecía muchísimo, tuvo que hacerlo en dos emisiones de voz. Escuché, de nuevo, sus pulmones para estar seguro de que no había fluido en ellos. Estaban limpios. Sus piernas estaban en estado normal, no mostraban edema ni ningún signo de tromboflebitis. Mirando debajo del vendaje, encontré que la herida estaba muy bien, sin drenaje excesivo. Le pedí a la enfermera una bomba de succión para el tubo NG y la dejé conectada mientras fui al departamento de las enfermeras con el electro.

Todavía me ponía muy nervioso tener que leer electrocardiogramas pero aquél parecía normal. Por lo menos no se veían arritmias. Tal vez hubiera un pequeño signo de exceso de actividad cardíaca en la onda S, pero nada peligroso. Como medida de precaución decidí llamar al médico residente para que me ayudara en la interpretación del electro. Después de un minuto difícil en el que le expliqué la situación, me dijo que no iba a ir a ver el electrocardiograma porque era de un paciente quirúrgico particular.

Yo comprendía su negativa. Su situación se parecía a la mía cuando me llamaba de noche un interno de guardia para que lo ayudara en algo que había que hacerle a un paciente privado. Si los médicos particulares nos hubieran hecho sentir que era una cuestión de cooperación recíproca, cada uno atendiendo una parte de un todo, habría sido más fácil hacerse cargo de las tareas fastidiosas y sin importancia. Pero, en la Medicina norteamericana, la diferencia entre un interno y un médico que ejerce la profesión por sí mismo, es la misma que la que existe entre el día y la noche. Nos dejan hacer cualquier cosa después de que se ha puesto el sol, cuando no hay nadie que pueda enseñarnos algo, pero nada durante el día, cuando podríamos aprender. Como siempre, hay unas cuantas excepciones agradables que confirman la regla… pero muy pocas.

Cuando comencé el internado, había sido muy ingenuo sobre la relación amo-esclavo y no conocía nada de mis derechos. Hasta que se produjo mi desgaste, trataba de ver a todos los pacientes que pudiera, privados o no, en el servicio de enseñanza o no, aun aquellos con los malestares menos importantes. Pero llegó a ser una cuestión de supervivencia. Hoy día, cada vez que recibo una llamada nocturna para cualquier asunto de rutina con un paciente privado (una elevación de temperatura, por ejemplo) siempre pregunto el nombre de su médico. Si es uno de los malos (y la mayoría lo eran) le digo a la enfermera que lo llame y que los internos no tenemos la obligación de atender pacientes particulares a menos que sea una emergencia. Por supuesto que esto no era válido si uno tomaba parte en el servicio de enseñanza. En ese caso había que asistir, fuera cual fuese el médico particular.

A los médicos de edad madura y a los viejos les encantaba hacer comparaciones entre nuestra vida, supuestamente cómoda, y sus días espartanos distantes en el tiempo. ¡Era digno de oír! Contaban que treinta años atrás un médico interno estaba bastante por debajo de la línea que limitaba la pobreza. Nuestros salarios extravagantes que, debo reconocer, alcanzaban a la mitad de lo que gana un peón de fontanero, los ponían furiosos. «¿Adónde ha ido a parar el mundo? —decían—. Nosotros teníamos que hacer todo el trabajo preparatorio, en cada paciente, no importaba cuál fuera su situación, nunca dormíamos y no teníamos todas esas máquinas automáticas», etcétera. La actitud de ellos hacia nosotros era una simple cuestión de venganza: ellos habían sufrido y nosotros teníamos que sufrir también. En esta época de la civilización, es así como pasa de generación en generación la educación médica: cada uno se toma su dulce venganza.

Y ¿dónde se sitúa el paciente en todo esto? Justo en el medio, el lugar menos cómodo, donde caen todos los proyectiles del arsenal médico.

Resultaba curioso, pero toda la legislación al respecto, que emanaba de Washington, sólo contribuía a empeorar el estado de cosas. La tendencia, muy fuerte, era dar más y más asistencia privada a expensas del gobierno pero sin ninguna intención de controlar la calidad de la atención médica ni de educar al paciente potencial. Armado, de repente, con el poder del dólar, el paciente, que antes era indigente, aparecía en el mercado médico sin nociones sobre lo que debía tener en cuenta para elegir un médico y, de alguna manera, como por un designio maligno, fluían hacia aquellos médicos marginalmente competentes cuya práctica dependía de la cantidad y no de la calidad. El resultado inmediato fue que los pacientes que eran atendidos por internos y residentes de los hospitales aparecían en aquel momento en los particulares y se entregaban a los solícitos cuidados de médicos como el Superveloz, que no sabían tratarlos y mucho menos curarlos. Hasta mi amigo Roso había reaparecido con un malestar menor y estaba al cuidado de un médico particular que no quería que nadie del hospital metiera la nariz en la hoja. Al ser dejados en seco por la marea del dinero, los internos tuvimos que entregarnos a las garras de esos médicos arcaicos para tener alguna experiencia en ciertos tipos de casos. Todos sufrimos. En el pasado, cuando estos pacientes se internaban, eran atendidos con la ayuda de los mejores especialistas de los alrededores. Resultaba, lógicamente, que los médicos del hospital más capaces y con más conocimientos formaban parte del servicio de enseñanza porque el comité de enseñanza y el personal del hospital elegían, siempre, a los que más sabían. Cuando me llamaban de noche para ir a ver un paciente de esos médicos, yo iba, fuera cual fuese la situación.

Pero en aquel momento, en lugar de internarse en el hospital para ser atendidos por el personal del mismo, que siempre tenía el propósito de enseñar, y, al mismo tiempo, le proporcionaría la mejor atención posible, aquellos ex pacientes hospitalarios acudían, en manadas, a los «médicos» del Neanderthal. ¿Cómo era posible que algo tan vital, como la educación y la atención médica, llegara a ser tan retorcido? En particular me asustaba lo que ocurría en cirugía; cosas que hacían aparecer como iluminados a los ingleses, suecos y alemanes. Ellos sólo permitían operar en sus hospitales a especialistas. En Estados Unidos, cualquier idiota con un diploma de médico podía efectuar cualquier clase de operación si el hospital lo permitía. Yo sabía lo insuficiente que había sido mi preparación en la universidad para atender a los pacientes y, sin embargo, podía sacar una licencia para ejercer la Medicina, incluyendo la cirugía, en cualquiera de los cincuenta estados. ¿Qué hay en la psique norteamericana que nos permite gastar miles de millones de dólares en la vigilancia del planeta y que, sin embargo, nos hace acatar, con gusto, el criminal atraso de nuestro sistema médico? Como todas las preguntas importantes que me hice durante el internado, ésta también fue dejada de lado debido al cansancio. Comencé a aceptar la situación como si no hubiera alternativa. De hecho, en el presente, no hay alternativa. En aquel entonces, la pregunta sólo asomaba de mi inconsciente cuando se estaban gestando dificultades y sabía que iba a tener muchas con el Superveloz sobre las radiografías y las otras pruebas que yo había indicado para su paciente, al que le había arreglado una hernia. Otra vez me sorprendió que yo no hubiera elegido la investigación.

Antes de telefonear al Superveloz y despertarlo, quise mirar la radiografía que, a lo mejor, había tomado la máquina portátil. Era probable que el Superveloz estallase cuando se enterara de ello por la mañana. Pero no me importaba nada.

El laberíntico corredor parecía oscurecerse cada vez más a medida que yo lo recorría para llegar hasta Radiología. Allí también estaba todo tan oscuro y silencioso que no pude encontrar al técnico. Finalmente, ya con desesperación, cogí un teléfono y marqué uno de los números del departamento de Radiología. Alrededor de mí, una docena de teléfonos volvieron a la vida. Alguien, en algún lado, contestó por uno e hizo callar a los otros. Mientras le decía al que atendió que estaba en su departamento y quería una radiografía que había tomado con una portátil hacía una hora, aproximadamente, el susodicho apareció, por una puerta que estaba a pocos metros de donde yo hablaba, guiñando los ojos y acomodándose la camisa. Lo seguí hasta un lugar con unas cuantas cajas de observación y esperé mientras él buscaba entre un montón de placas.

Una cosa hay que decir de la gente de Radiología: nunca saben dónde están las cosas. Aquella radiografía tenía menos de una hora de antigüedad pero él no podía encontrarla. Dijo que no entendía cómo podía ocurrir aquello. Siempre decían lo mismo, y yo coincidía plenamente con ellos. Durante el día estaban las secretarias que eran muy eficientes para encontrar las malditas placas, pero aquellas chicas eran las únicas que podían hallarlas. Mientras el técnico revisaba una serie de placas, una por una, yo me apoyé en el mostrador y esperé. Era como contemplar la repetición sin fin de un pase sin terminar. Finalmente, extrajo una placa de un montón que se suponía ya revisado. La colocó en la caja de observación y encendió la luz que parpadeó un par de veces hasta quedar decididamente encendida. La placa estaba puesta al revés de modo que la giré.

Era un espanto: no el paciente sino la placa. Los equipos portátiles no eran demasiado buenos y no me cabe duda de que un radiólogo me habría dicho que era ridículo pedir un aparato portátil cuando el paciente podía ir a Radiología y hacerse una buena radiografía. Nunca traté de explicar que lo que justificaba la petición de la portátil era el hecho de que podía solicitarla desde mi habitación y tenerla (siempre que no se hubiera perdido) en la del paciente cuando llegaba. De otra manera, tenía que esperar una hora, con el culo plano de estar sentado, en mitad de la noche, mientras al paciente le sacaban una radiografía común. Este tipo de razonamiento no tiene sentido para alguien, un radiólogo, por ejemplo, que duerme durante toda la noche.

La radiografía parecía normal para lo que puede esperarse de una portátil, es decir: todo era una mancha borrosa excepto el gas que había en el estómago y el diafragma un poco elevado. Aun así era posible equivocarse pues con el enfermo acostado no se podía saber desde qué ángulo se había tomado la radiografía. Igualmente, parecía estar normal.

Llamé, entonces, por teléfono a la enfermera del laboratorio y le pedí los resultados de los recuentos. El laboratorio de hematología es muy bueno; por lo general obtienen resultados con rapidez. Pero aquella noche la enfermera que estaba de guardia quiso que me identificara porque el hospital no permite dar información a personas no autorizadas. ¡Qué asunto más ridículo! ¿Quién iba a llamar a las tres de la mañana para enterarse de los resultados de un recuento globular? Me identifiqué como Ringo Starr, lo que pareció satisfacer a la muchacha. Los recuentos eran normales también.

Armado con toda esa información, marqué el número del Superveloz. El sonido de la llamada era un deleite para mis oídos. Sonó cuatro, cinco, seis veces. El Superveloz, haciendo honor a su fama, dormía como un tronco. Por fin contestó.

—Habla el doctor Peters del hospital. He visto a su paciente, el de la hernia, porque tenía dificultades para respirar.

—¿Y cómo está?

—Mucho mejor doctor. Su estómago estaba muy dilatado. Evacué casi medio litro de fluido y muchísimo gas, con el tubo nasofaríngeo.

—Bien, pensé que ésa era la causa.

¡Mentiroso! Yo estaba convencido de que el Superveloz no tenía ni la menor noción de cuál podía haber sido el problema. Proseguí:

—Me pareció correcto controlar otros sistemas también, de manera que tengo los resultados de los recuentos, radiografía de pecho, y un electrocardiograma. Parece todo normal, todo menos el diafragma que…

Una descarga me llegó por teléfono:

—¡Cielos, muchacho, no necesita todo eso! Mi paciente no es un millonario ni ésa es la Clínica Mayo. ¿Qué diablos está haciendo? Yo podría haberle dicho lo que andaba mal usando sólo el estetoscopio y un poco de percusión. Ustedes, los jóvenes, creen que el mundo fue hecho para las máquinas. Cuando yo estaba haciendo su trabajo, no teníamos…

Me imaginaba que su cara iba poniéndose roja y que las venas del cuello sobresalían. Deseé, sinceramente, que tuviera insomnio por el resto de la noche.

—Peters, ¿qué hizo con el tubo NG?

—Lo conecté a la bomba, doctor, y ahí lo dejé.

—Pero ¿es que no sabe nada? Tendrá neumonía con esa cosa puesta. ¡Sáquelo en seguida!

—Pero doctor, el paciente todavía respira con dificultad y temo que su estómago vuelva a dilatarse.

—¡No discuta conmigo! Sáquelo. Ninguno de mis pacientes con hernia va a estar con un tubo NG. Ésa es una de mis reglas básicas, Peters, ¡básicas!

¡Clic! Yo estaba sosteniendo un teléfono muerto.

Volví a la sala y le saqué el tubo. El enfermo todavía luchaba por inhalar pero no tanto como antes. Cuando me iba, llegó una enfermera que titubeó y se puso nerviosa cuando me vio. Tenía una jeringa. Con tono culpable me dijo que el Superveloz la había llamado para decirle que le diera más sedante al paciente. Sentí que se habían meado encima de mí de tal manera que ni siquiera pregunté cuál era el sedante; simplemente, me fui.

Tenía que decidir adónde ir, si al piso de Karen o a mi cuarto. Lo primero no tenía sentido, pues Karen debía de estar profundamente dormida. Además, allí no tenía nada para afeitarme. Aquélla era una política que teníamos para evitar explicaciones al otro. Si me iba a mi habitación iba a poder afeitarme unas horas después. Eran más de las tres. De manera que fui a mi cuarto y llamé a la operadora para decirle que no estaba ya en el otro número. Ella me dijo que comprendía. ¿Cuánto comprendía?

Apenas apoyé la cabeza en la almohada, el teléfono sonó. ¡Oh, Jesús! Seguro que se trata de un internamiento y me llaman de la SU… ¡Qué puta noche de martes! Pero era la misma enfermera, otra vez, diciéndome que el operado de hernia estaba mucho peor y que el médico particular quería que yo lo viera en seguida. Ya me estaba cansando de aquel asunto: arriba, abajo, arriba, abajo, viendo parientes por los cuales mi responsabilidad era algo tan borroso que nunca sabía dónde estaba. La situación encerraba paradojas considerables. Casi no había acabado el Superveloz de gritarme por haber ordenado algunos ensayos de laboratorio y por haber dejado el tubo NG en el paciente, cuando ya había hablado con la enfermera (no conmigo) para que administrara una medicación; en aquel momento deseaba que yo viera de nuevo al paciente. Todo eso no tenía sentido a menos que se llegara a la conclusión de que uno era algo conveniente sólo para que el médico a cargo del caso pudiera seguir durmiendo. Era obvio que el enfermo no lograba la atención por la que pagaba. ¿Y yo? Pues yo lograba menos que cero de enseñanza. Algún día, si llegaba a tener suerte, podía llegar a ser un médico como él y no importarme un carajo lo que pasara con el interno, el paciente ni la atención médica en general.

A mí me esperaba, otra vez, el ascensor, atravesar el ancho vestíbulo, salir a la luminosidad azul oscura que envolvía al hospital.

Mis pasos sonaban con unos perceptibles clic-clic, como si anduviera en el vacío. Estaba todo tranquilo por el momento, pero a las siete y media yo no iba a estar en forma para cirugía. Me dieron ganas de internarme en el hospital para una buena revisión. Había perdido siete kilos desde el comienzo de mi internado.

De repente, detrás de mí, el mundo se destrozaba entre fuertes ruidos de metal y vidrio que se golpeaban. Me giré y vi al interno de la SU corriendo hacia mí, bajo la luz azulada del vestíbulo, sosteniendo un laringoscopio y un tubo endotraqueal. Una enfermera, detrás de él, empujaba el carrito con los ruidos.

—Paro cardíaco —dijo el interno haciéndome señas para que lo siguiera. En aquel momento corríamos ambos y yo me preguntaba si sería el paciente de la hernia.

—¿Qué piso? —pregunté.

—La sala de cirugía privada. Este piso.

El interno iba delante, pasando por las puertas giratorias. Una luz brillaba en la habitación donde yo había estado antes. Entramos y quedó, de repente, poblada. El paciente estaba en el suelo cerca del lavabo. Se había sacado el suero del brazo y se había levantado. Dos enfermeras estaban allí, una de ellas tratando de hacerle masaje cardíaco. Agarré la tabla que había llevado una de las enfermeras y la tiré sobre la cama para tener una superficie firme para el masaje.

—¡Pongámoslo ahí! —grité. Entre los cuatro lo levantamos y lo colocamos sobre la tabla.

No tenía pulso y no hacía ningún esfuerzo respiratorio. Sus ojos estaban abiertos, con las pupilas muy dilatadas y la boca tenía una posición absurda. El interno de la SU le golpeó el pecho con mucha fuerza: no hubo respuesta. Yo le apreté la nariz, puse mi boca sobre la de él y soplé. No hubo resistencia y el pecho se elevó un poco. Volví a insuflarle mi respiración e hice señas para que alcanzaran un laringoscopio mientras el interno de la SU comenzaba a practicarle masaje cardíaco, de rodillas en la cama, al lado del paciente. Cada vez que empujaba el pecho, la cabeza del paciente se sacudía con violencia.

—¿Puede sostenerle la cabeza? —pedí a una de las enfermeras. Trató pero no pudo. Entre sacudidas, deslicé el laringoscopio dentro de la boca hasta la garganta. La epiglotis aparecía y desaparecía de mi vista. Haciendo avanzar la punta un poco más, tiré de repente y el aparato golpeó los dientes del hombre. Nada. No podía orientarme entre los pliegues rojos de la membrana mucosa. Saqué el aparato rápidamente y le hice más respiración boca a boca durante las compresiones. El interno de la SU estaba logrando buenas reacciones del esternón, que se desplazaba hacia fuera y hacia dentro unos cuatro centímetros, forzando, sin duda, el paso de sangre por el corazón. Probé de nuevo con el laringoscopio con la punta hacia arriba. Lo introduje hasta la epiglotis y luego más y más. Vi las cuedas vocales por un segundo.

—El tubo endotraqueal. —Una enfermera me lo alcanzó. Yo no quitaba la vista de su garganta.

—¡Empuje la laringe!

Señalé la garganta del individuo. La enfermera empujo.

—¡Más fuerte!

Entonces vi de nuevo las cuerdas e introduje el tubo.

—¡La bolsa Ambu!

Conecté la bolsa y observé el pecho del paciente durante la compresión que le hice. En lugar de elevarse el pecho, el estómago se dilató un poco.

—¡Maldición! ¡La he perdido!

Saqué el tubo, volví a hacerle dos respiraciones boca a boca y luego volví a intentar con el laringoscopio. Esta vez tenía que colocarlo bien.

—Empuje otra vez la laringe.

Tiré con fuerza y entonces pude ver las cuerdas entre cada compresión del pecho.

—Ya está. Paren la compresión.

El interno interrumpió su ritmo por un segundo mientras yo introducía el tubo; entonces, de inmediato, siguió con el masaje. Con la bolsa Ambu conectada y comprimida, el pecho se elevó muy bien. La enfermera de la SU había colocado los terminales del equipo para electrocardiogramas y se obtuvo un sonido en el osciloscopio. No estaba bien puesto a tierra.

—Ponga el electro en dos —dijo el interno de la SU. Eso fue mejor. Yo estaba comprimiendo la Ambu cuando llegó una enfermera anestesista y se hizo cargo de la bolsa.

—Medicut.

La enfermera me dio un catéter y yo até un pedazo de goma, fuertemente, alrededor del brazo izquierdo del hombre. Los Medicuts tienen sus inconvenientes, en particular cuando se tiene prisa, pero son mucho más rápidos que los dispositivos que requieren incisión porque el Medicut se pone en vena empujando a través de la piel en lugar de pasar por la incisión. Empujé el Medicut dentro del brazo del paciente hasta que pensé que ya estaba en la vena; por suerte apareció un poco de sangre en la jeringa… pero eso sólo era la mitad de la batalla. Empujé el catéter plástico Para que avanzara en la aguja, esperando que permaneciera en la luz de la vena. Entonces, mediante movimientos de la aguja hacia delante y hacia atrás, intenté que el catéter se metiera más adentro de la vena. Cuando saqué la aguja, fluyó una sangre de color parduzco por el catéter y sobre la cama. Una enfermera luchaba todavía con el tubo plástico del frasco de suero endovenoso. Dejé que fluyera la sangre; eso no iba a cambiar nada. Después de asegurar el extremo del tubo al catéter, pude ver cómo desaparecía la sangre del mismo volviendo a circular por la vena junto con el líquido intravenoso. Saqué el torniquete de goma, observé el goteo y abrí la válvula para que corriera libremente hasta que lo regulé de manera adecuada.

—Cinta.

Con la cinta adhesiva aseguré el catéter al brazo. El osciloscopio del equipo de electrocardiografía mostraba una rápida pero ruda fibrilación.

—¡Epinefrina! —grité.

Pensaba que un estimulante cardíaco podría suavizar la fibrilación; antes tratamos de convertirla, eléctricamente, en un latido regular.

—¿Si lo inyectamos directamente en el corazón? —sugirió el interno de la SU.

—Primero probemos con el suero.

No tenía mucha confianza en la inyección intracardiaca. La enfermera me dio una jeringa y dijo que era 1 en 1000 diluida a diez centímetros cúbicos. La inyecté rápidamente en un punto del tubo que provenía del frasco de suero, apretando por encima del punto de inyección para evitar que la epinefrina se diluyera en el frasco.

—Bicarbonato.

Se lo pedí a la enfermera mientras extendía mi mano libre. La chica me puso en ella una jeringa y me dijo que tenía cuarenta y cuatro miliequivalentes.

—¿Cómo vas con la bomba? —pregunté al interno de la SU.

—Muy bien —respondió.

Inyecté el bicarbonato en el mismo lugar en que había inyectado la epinefrina y me pinché el dedo porque la aguja atravesó las dos paredes del tubo de goma. Chupándome el dedo índice, observé el electrocardiograma. Lentamente, comenzaba a aumentar la fibrilación.

—¿Y si desfibrilamos ahora? —propuso el interno de la SU. El desfibrilador estaba cargado. Una enfermera tenía las paletas, manchadas con sustancia conductora. Abandonando el bombeo, el interno de la SU se hizo cargo de las paletas. Colocó una sobre el corazón y otra al lado del pecho.

—¡Apártense de la cama!

La enfermera anestesista dejó la bolsa Ambu.

—¡Juam!

El paciente saltó, sus brazos se agitaron y el sonido desapareció del osciloscopio. Cuando volvió era aproximadamente igual.

Llegó un médico residente, sin aliento, y lo pusimos al tanto, rápidamente, de la situación.

—¡Pongan bicarbonato al cinco por ciento en el suero y denme Xylocaine!

La enfermera le alcanzó una jeringa con cincuenta miligramos al médico residente. Él me los entregó y yo los inyecté. Desfibrilamos al paciente otra vez. Lo hicimos cuatro veces hasta que la fibrilación desapareció. Pero en lugar de transformarse en un ritmo cardíaco normal, se desvaneció, también, toda evidencia de actividad del corazón y el indicador electrónico permaneció totalmente plano en la pantalla.

—¡Asístole! —dijo el residente observando el indicador.

Intentamos con todo lo que teníamos: epinefrina, isuprel, atropina, marcapasos. Mientras tanto, las pupilas del hombre habían recuperado su tamaño normal y no estaban en el estado de dilatación inicial. Eso significaba que el oxígeno estaba llegando al cerebro y que nuestro masaje cardíaco era efectivo.

Llegó otro interno y relevó al de la SU de la tarea, de modo que aquél pudo volver a su trabajo en la SU. ¡Pobre tipo!

Tomé mi turno en el masaje cardíaco.

—¿Si le diéramos calcio? —propuso el nuevo interno. El residente inyectó calcio. Yo pedí otro tubo nasogástrico Pero no pude colocarlo hasta que el otro interno me relevó en el masaje. No había mucho en el estómago excepto algo de gas y éste, probablemente, lo había hecho entrar yo, por error, cuando había colocado mal el tubo endotraqueal. Le dije al residente que aquél era el paciente por el que lo había llamado, antes, por teléfono. También le dije que el electrocardiograma que había tomado con la portátil mostraba un tórax despejado.

Miré detrás de mí y me sorprendió ver al Superveloz de pie, ahí, contemplando nuestra febril actividad. Debió de haberle avisado alguna enfermera. No dijo una palabra. El residente inyectó, varias veces, epinefrina en el corazón. Pero no pudimos romper la asístole y ya nos quedaban pocas opciones. Masajear y dar respiración boca a boca, masajear y dar respiración boca a boca, durante quince minutos más, mientras la pantalla del osciloscopio seguía mostrando una línea plana.

—Basta ya. Ya es suficiente. Déjenlo.

Era el Superveloz que, finalmente, había tomado la palabra después de habernos observado en silencio durante casi treinta minutos. Sus palabras nos sorprendieron y no hicieron blanco en nosotros, de modo que no nos detuvimos en seguida sino que seguimos con la respiración y el bombeo como si él no hubiera dicho nada.

—Ya basta —repitió. La primera en abandonar fue la enfermera anestesista que dejó de comprimir la Ambu. Luego el interno que estaba haciendo el masaje. Todos estábamos muy cansados ya, pensando en volver a la cama y conscientes del hecho de que lo habríamos dejado mucho antes si las pupilas del hombre no se hubieran reducido tan bien. La constricción de las pupilas es uno de los signos de reanimación; el que nos había hecho seguir. Pero era evidente que en aquel caso había sido una falsa esperanza. De manera que dejamos de trabajar y el hombre estaba muerto. El Superveloz salió y desapareció en el corredor rumbo al departamento de enfermeras donde se ocuparía del papeleo y avisaría a los deudos. Las enfermeras desconectaron el electrocardiógrafo mientras yo conseguía una larga aguja para intracardiaca.

—¿Qué tal eres para pinchar el corazón? —pregunté al otro interno.

—He acertado el ciento por ciento pero sólo lo he hecho dos veces —respondió.

—Yo sólo acierto el cincuenta por ciento de las veces —confesé. Después de conectar la aguja a una jeringa de diez centímetros cúbicos, me acerqué al hombre y palpé en busca del borde transversal llamado ángulo de Louis, cerca de la mitad del esternón. Esto me orientó respecto de la caja torácica. Entonces quedaba por localizar algo simple: el cuarto espacio intercostal izquierdo. La aguja entró con toda facilidad y cuando saqué, un poco, el émbolo de la jeringa, ésta se llenó de sangre.

—Creo que mi problema era que yo clavaba en el tercer espacio intercostal —dije.

Probé de nuevo, esta vez en el tercer espacio y cuando retiré el émbolo, no salió sangre.

—Era eso. Bueno, prueba tú —le alcancé la jeringa y él encontró el corazón en seguida.

Saqué el tubo endotraqueal del cadáver, limpiando la espesa mucosidad que estaba en la punta, con la sábana, en la que quedó una mancha gris.

—Fue muy difícil colocarle el tubo endotraqueal. ¿Quieres intentarlo?

Sosteniendo el tubo entre el pulgar y el índice, se lo alcancé al otro interno. Yo había llegado a ser bueno para entubar porque me había ocupado, durante los últimos meses, de practicar cada vez que se producía un caso como aquél de reanimación negativa, lo que ocurría muy a menudo. Él agarró el laringoscopio y lo introdujo. Dijo que no podía ver nada. Miré por encima de su hombro y pude ver que él no levantaba lo suficiente con]a punta de la hoja.

—Levanta hasta que creas que vas a dislocarle la mandíbula.

Su brazo temblaba con el esfuerzo. Todavía había algo que no funcionaba.

—Déjame probar.

Levanté bien y, entonces, con mi mano derecha, empujé el aparato en la laringe. Aparecieron las cuerdas vocales.

—Ahí hay un ángulo bastante agudo. Prueba de nuevo pero empuja un poco más adentro de la laringe.

Apareció la cabeza de una enfermera diciendo que necesitaba el laringoscopio para volver con el carrito a la SU. La detuve, por unos segundos, con un gesto de la mano, mientras miraba por encima del hombro del interno. Emitió un sonido de satisfacción cuando, por fin, vio las cuerdas vocales. Entonces, al salir, le dio el laringoscopio a la enfermera que lo agarró con un gesto de desaprobación.

De repente, quedé solo. La actividad se había trasladado a otras partes del hospital, como en un macabro desfile, hacia donde estaban los vivos. Dudé, otra vez, entre ir al piso de Karen o a mi cuarto. Era un momento solitario para mí, en especial porque el hombre había muerto. Yo había sido una de las últimas personas que lo había visto con vida. Pero había hecho todo lo que había podido, todos lo habíamos hecho; creo que pudimos proporcionarle una buena oportunidad y lo hicimos. Además, fue el Superveloz el que me hizo sacar el tubo NG y el que le había administrado no sé qué clase de medicación. De manera que no era por mi culpa aunque era probable que él pensara que sí. Sin duda, el Superveloz iba a echarme la culpa de todas las pruebas costosas. Aquélla era una de las penurias en el trabajo con pacientes particulares. Yo veía a los pacientes pero no se me daba ninguna responsabilidad, mientras que el médico particular que lo atiende tiene toda la responsabilidad pero no está más que un rato al día con el paciente. Eso daba un carácter muy ambiguo a mi posición. Pero era demasiado pensar a las cuatro de la mañana. Sin embargo, tenía curiosidad por saber cuál había sido la última inyección, la encargada por el Superveloz, que se le había dado a aquel hombre. La enfermera había dicho que era un sedante. Si iba a buscar la hoja tendría que encontrarme, de nuevo, con aquel bastardo y era probable que empezara a hacer comentarios sobre los costosos recuentos globulares. Pero mientras caminaba por el vestíbulo, pensé que el riesgo valía la pena.

Ya se había marchado el Superveloz. Sentí alivio pero, al mismo tiempo, pensé que aquél era un signo de su interés en la enseñanza. En la hoja pude leer: Seconal. No añadía nada a lo que yo ya conocía. Volviendo a leer toda la historia clínica de nuevo, noté que el hombre no tenía ningún antecedente de enfermedad cardíaca. El estómago y los riñones también eran normales. Leí, entonces, que la hernia había sido muy grande; del tipo pelota de baloncesto. Pero esto no justificaba la evolución ulterior de la enfermedad. Algo tenía que haber provocado la parada respiratoria que condujo, finalmente, a la cardíaca. La distensión gástrica, que yo había aliviado, podía tener algo que ver con el problema pero no era su causa. ¿Cuál había sido la anestesia? Leí que había sido inducida con Pentotal y mantenida con óxido nitroso y que no había habido complicaciones. Luché, en vano, por armar el rompecabezas con todas aquellas piezas sueltas. Estaba demasiado agotado. Lo mejor sería volver en seguida a la cama, por lo menos para estar ahí, pensé con ironía, cuando la operadora me llamara para despertarme. Muy gracioso.

Pero era una mala, mala noche de martes. Los martes por la noche son, por lo general, bastante movidos. Como los lunes. Se programan operaciones como para tenerlo a uno ocupadísimo durante todo el tiempo, pues las operaciones llevan aparejados los cambios de vendas durante la noche y los problemas del dolor y el drenaje. Sin embargo, por lo general, yo lograba dormir algo. Pero no aquella noche. Apenas había tocado la almohada con la cabeza, cuando sonó el teléfono. Se trataba de una amputación y me necesitaban en la sala de operaciones.

La amputación, en particular de una pierna, es algo que me altera profundamente. Extraer un apéndice o una vesícula o cualquier cosa de dentro del individuo, deja a la Persona intacta superficialmente. Pero coger una pierna de la mesa de operaciones y llevarla lejos de la persona a la que pertenecía, es un hecho irreversible de alteración total del individuo. Por más agotado que estuviese, nunca pude aceptar la amputación de un miembro como un procedimiento quirúrgico más.

Pero había que hacerla. De manera que me levanté, carente de motivación, y me arrastré hasta el quirófano. Allí cumplí la rutina del traje, el gorro y la máscara. Una vez que me hubieron colocado el gorro, lo bajé sobre la cara dejando las tiras atadas y me estudié en el espejo. Casi no reconocí al hombre desgastado que me miraba.

Por suerte, cuando entré en la sala de operaciones supe que no se trataba de una amputación sino de un intento de salvar una pierna cuya rodilla había sido destrozada en un accidente. Sólo el nervio y la vena estaban intactos en un hueco donde había habido una rodilla. La arteria, los huesos, todo lo demás, no existía. Me sorprendió encontrar en la sala a dos cirujanos privados, ambos excelentes para operaciones vasculares. Pregunté si me necesitaban (ya que eran dos) y la respuesta fue: «Tal vez». No tuve más remedio que lavarme y ponerme el delantal y los guantes esterilizados.

Mi tarea consistía en sostener el pie entre ambas manos de manera que quedara en una posición fija. Estaba en un extremo de la mesa de operaciones, frente al anestesista. Ambos cirujanos trabajaban, por supuesto, cerca de mí pero de espaldas como de costumbre, en particular el cirujano de la izquierda que tenía que inclinarse para su tarea. No pude ver nada de la operación. El reloj, a mi derecha, indicó que eran las cinco de la mañana cuando la operación comenzó. Por la conversación entre los cirujanos me enteré de que estaban uniendo la arteria principal que va desde la rodilla hasta el pie. Pasó una hora tan lentamente como puede pasar una hora. Con las agujas del reloj arrastrándose alrededor de la esfera. Hicieron la conexión y se sintió pulso en el pie, que desapareció a los pocos minutos. Eso significaba que los cirujanos tenían que deshacer lo hecho y extraer un coágulo recién formado. Hubo pulsaciones que desaparecieron también. Otro coágulo. Abrir otra vez.

Coágulo. El proceso se repitió varias veces. Yo estaba asombrado de la constancia y la paciencia de los cirujanos.

Sin nada que hacer y sin nada que ver, excepto el reloj, además, inmóvil con mis manos en una posición invariable sentí que el sueño se había vuelto incontrolable. El sonido de las voces de los cirujanos se acercaba y alejaba de mi mente, junto con la imagen de la sala. En un estado semiconsciente, luché para permanecer despierto y perdí; me quedé dormido sosteniendo el pie. No me caí sino que mi cabeza se aflojó y cayó hasta que mi frente chocó contra el hombro del cirujano que estaba a mi izquierda. Eso me despertó, tan cerca de la tela de su traje que pude distinguir la trama del tejido. El cirujano miró alrededor y me empujó con el codo hasta que me enderecé totalmente. Desde la máscara me miraron unos ojos azules y fríos, llenos de desaprobación. Yo estaba más allá de la posibilidad de preocuparme pero el incidente me sirvió para volver a situarme en el juego porque despertó toda mi furia contenida.

Ya eran las ocho de la mañana y ahí estaba, después de no haber dormido en toda la noche, con un horario completo de operaciones durante todo el día, de pie, sosteniendo el pie de un paciente como un peso muerto. Un trabajo para un par de bolsas de arena. En realidad, las bolsas de arena habrían hecho mejor el trabajo: no dan cabezadas ni se enfadan. No era la primera vez que me quedaba dormido en la sala de operaciones. Una vez, mientras sostenía las retractoras en un caso de tiroides, me había dormido, creo que por un instante, pues tuve una de esas sacudidas que lo vuelven a uno a la realidad y que sorprendió al cirujano. Me preguntó, en broma, si estaba por darme un ataque de epilepsia. Pero no creo que aquel cirujano se diera cuenta de que me había dormido. Éste sí y estaba enfadado, aunque él y su compañero continuaron sin hacer caso de mí. Cuando la operación estuvo terminada y yo me preparaba para irme, el cirujano me dijo:

—Si quedarse dormido durante una intervención, Peters, indica su interés por la cirugía, creo que debería informar de esto a las autoridades del hospital.

En lugar de decirle que se fuera al infierno, le expliqué todo lo que había estado haciendo antes y que me había ocurrido eso por falta de descanso y por no poder ver el campo operatorio.

—Espero, se lo aconsejo, que no vuelva a ocurrir algo así.

—No señor.

Me retiré albergando inútiles inclinaciones criminales.

Hacía más de una hora que habían empezado a realizarse las operaciones programadas. Yo ya había perdido mi primer caso, lo que no me perturbó demasiado. En una colecistectomía sin complicaciones, me habían asignado como segundo asistente. Tenía otras dos operaciones iguales programadas para aquella tarde. Me introduje en la sala de cirujanos y comí unos pedazos de pan: mi primera comida en unas quince horas. En el asunto dormir no andaba mucho mejor: una hora en las últimas veintiséis. Me sentía un poco débil. La idea de otro día completo en Cirugía no me resultaba alentadora.

En la sala de descanso de los cirujanos fui increpado por un jefe de los residentes que quería saber dónde había estado yo durante las rondas. Desde el comienzo del internado uno aprende que no es posible agradar a todo el mundo. En mi estado, me las arreglaba para no agradar a nadie, en particular a mí mismo. Informé al jefe de residentes sobre el estado de los pocos pacientes que estaban a mi cargo: aquellos en cuyas operaciones yo había actuado de asistente. Las dos hernias progresaban muy bien; el de la gastrectomía ya comía; las venas estaban bien y caminando y ninguna hemorroides había movido el intestino. Las enfermedades salían de mi boca como un desfile y yo no estaba ligado a ninguna persona ni pensamiento.

Casi olvidé mencionar al paciente de aneurisma al que debía hacérsele una aortografía aquel mismo día. A este paciente lo habían enviado desde una de las islas más alejadas porque apareció una sombra sospechosa en el campo del pulmón izquierdo, en una radiografía. Era probable que se tratara de un aneurisma, una hinchazón en la artería principal. Sin una intervención quirúrgica, el aneurisma, por lo general, estalla en unos seis meses y el paciente tiene una hemorragia mortal. De manera que es muy importante actuar de inmediato para estar seguros del diagnóstico y el mejor medio para hacerlo era el aortograma. Es un procedimiento bastante simple que consiste en inyectar una sustancia opaca a los rayos X en la arteria, justo por encima del corazón. Una serie de radiografías tomadas en rápida sucesión muestran la imperfección que pudiera haber en la arteria. Sólo después de esto puede saberse si hay que operar o no. Como yo había hecho la historia clínica y el examen físico de aquel hombre, quería estar ahí, en Radiología, cuando realizaran aquella prueba. Pedí autorización al residente principal para ello y me contestó:

—Por supuesto. Si lo que tiene que hacer en Cirugía se lo permite.

Aquella parte del sistema no había cambiado en los últimos nueve meses. A los internos nos mandaban de aquí para allá, entre casos, a entera disposición de Cirugía. Muy a menudo ocurría que no podíamos ver a nuestros pacientes. Si uno comienza a trabajar en un enfermo, debe seguirlo en el proceso de diagnóstico y el quirúrgico. Nadie se oponía a esto, ni desde el punto de vista académico ni desde el del bienestar o de lo que era conveniente para el enfermo. Sin embargo, cada vez que alguien necesitaba un par extra de manos (nuestras mentes no se consideraban para nada) para una extracción de vesícula, nosotros éramos los sacrificados, sin que se tuviera en cuenta el aspecto educacional ni el efecto psicológico sobre nuestros pacientes. Era sólo otra manera de hacernos saber que no éramos, en absoluto, necesarios.

El jefe de los residentes desapareció y unos minutos más tarde recibí una llamada desde la oficina de Cirugía. Me comunicaron que él me había asignado para asistir en una gastrectomía que ya había comenzado. «Parece que necesitan otro par de manos». Terminé de comer el pan y me encaminé, una vez más, al área de las salas de operaciones, ordenando, mentalmente, el resto de mi día en Cirugía. Después de aquella gastrectomía, tenía una nefrectomía (operación en el riñón) en la Sala 10 y luego, las dos colecistectomías. Cuando pasé por la Sala 10 me di cuenta de que ya estaban operando el riñón y que aquella intervención estaba perdida para mí. Nakano, otro interno, estaba lavándose para el caso. ¡Suerte para él! Aquella nefrectomía me interesaba más que todos los otros casos juntos. El paciente tenía un tumor en el riñón y había que sacar el tumor aunque no era maligno. Hasta hacía poco, en un caso así el cirujano se veía obligado a extraer, también, el riñón; pero con los adelantos de la Radiología, los tumores podían ser localizados con tal exactitud que sólo se quitaba la parte del riñón adherida. «Bueno… otra vez tendré suerte». Seguí por el corredor hasta mi gastrectomía. Normalmente me habría resultado muy pesado participar en dos colecistectomías seguidas. Pero aquel día tenía suerte pues ambas las realizaba un cirujano que realmente enseñaba. Aquel hombre era como un oasis en el desierto del conservadurismo. Desde luego, existía la posibilidad de que la gastrectomía se superpusiera con la primera de las colecistectomías con el buen cirujano. Deseé que no.

Sin que me afectara la actividad que había alrededor, yo caminaba con lentitud hacia la Sala 4, sin prisa; todo me costaba un esfuerzo. Una mirada a la lista de operaciones programadas, en el boletín mural, aumentó mi desazón. El cirujano con el que tenía que trabajar en aquel momento era semejante al Superveloz: de edad avanzada, poca eficiencia y ninguna modestia. Él también se lanzaba a contar historias interminables que destilaban vanidad sobre su trabajo cuando empezó. Por lo que decía, parecía que había cargado sobre sus hombros, durante años, todo el peso del servicio médico en Estados Unidos; que había llevado a cabo prodigios de habilidad y paciencia que podían llegar a agotar la mente. Su mente estaba agotada: ése era un hecho. Un travieso residente lo había apodado Hércules y el nombre se popularizó. Hércules era otro de los que ponían a sus pacientes en el servicio de enseñanza para que el personal del hospital se encargara de hacer las historias clínicas y los exámenes físicos. Si uno llegaba a ordenar una radiografía o un recuento globular más, se ponía furioso y echaba a quien fuera por uso excesivo de costosos ensayos de laboratorio. Al parecer, el noventa y nueve por ciento de los análisis de laboratorio se habían desarrollado cuando él se graduó en la Facultad de Medicina, más o menos por la época en que los Curie estaban empezando a jugar con la esencia de blenda. Además, tenía la costumbre de recetar penicilina o tetraciclina a toda persona resfriada que apareciera por la SU; algo que todas las autoridades médicas rechazan diciendo que es mejor no hacer nada. Que se supusiera que aquel hombre podía enseñarnos algo a nosotros era sólo un mal chiste.

Yo ya había trabajado con Hércules, unos meses atrás, en la extracción de cálculos de un riñón. Contó, entonces, que acababa de leer un artículo, en una revista de la especialidad, recomendando una nueva manera de extraer los cálculos renales. Yo no creía que Hércules leyera en profundidad ni muy a menudo, pero aquel artículo parecía haberlo intrigado (aunque no se acordaba del nombre del autor ni de la revista, ni del lugar donde se habían hecho los experimentos). Mientras se abría paso hacia el riñón, acariciando la idea de practicar aquel nuevo procedimiento, seguía su inveterada costumbre de ir cortando arterias, indiscriminadamente, y dar un paso atrás para decir:

—¡Pinza el vaso, muchacho!

Y continuaba con su tema de conversación en el punto en que lo había dejado. El residente tenía, entonces, que arreglarse para sacar la sangre de la hemorragia con apósitos de gasa, esponja y pinzas hemostáticas, mientras él seguía pontificando.

El nuevo método que Hércules había leído, indicaba la colocación de un hilo de sutura: cromo 2-0 (es una hebra muy larga), a través del riñón y luego, sosteniendo las dos puntas del hilo, manipularlas para cortar el riñón. Se suponía que esto reducía la pérdida de sangre. El procedimiento me parecía un poco raro y demasiado simple. Mi escepticismo tuvo amplia justificación algo más tarde. Hércules había olvidado un punto que el artículo señalaba varias veces: antes de «cortar» con el hilo de sutura había que controlar el pedículo renal (la fuente de sangre del riñón) para que no fluyera sangre al riñón por un momento. Pues bien, nuestro temerario innovador siguió sus impulsos, sin controlar el flujo sanguíneo al riñón, y cortó en la forma indicada «para minimizar la pérdida de sangre». El resultado fue la peor hemorragia, sin control, que he visto en una sala de operaciones (exceptuando un caso en que el catéter aéreo derecho conectado a una máquina corazón-pulmón, se salió del paciente). Aquél era un accidente de los que pueden ocurrir, pero el desastre del riñón no tenía justificación. La sangre de los vasos renales llenó la herida de inmediato y cayó sobre la mesa y el equipo que operaba. Comenzamos a transfundir sangre al paciente que parecía un barril sin fondo. Cuatro litros más tarde, habíamos logrado pinzar todos los vasos y limpiar la herida lo suficiente como para que pudiera extraerse el cálculo. También tuvimos que hacer suturas enormes alrededor de la corteza renal. Como el cuerpo humano contiene unos cinco litros y medio de sangre, casi habíamos drenado por completo al paciente y lo habíamos llenado de nuevo. Todos tuvimos un susto espantoso. Hasta el anestesista, por lo general aislado en otro mundo detrás de la pantalla de éter, con un ojo en el respirador automático y ambas manos en el diario, se alteró.

Ciertamente no era para mí una agradable perspectiva aquella gastrectomía con Hércules a quien podía ver, ya trabajando, mientras yo me frotaba. Deseé fervientemente que no hubiera estado leyendo algo de literatura quirúrgica. Allí estaba, también, un residente llamado O’Toole pero no se veía a ningún otro interno. Mientras entraba de espaldas, rindiéndome, pude notar que la atmósfera era de cualquier cosa menos de camaradería.

—¡Quiero una pinza decente! —gritaba Hércules a la instrumentista mientras tiraba una contra la pared de mosaicos blancos, por encima de su hombro.

—¡Peters, venga de una vez! ¡Demonios! ¿Cómo suponen que puedo operar si no tengo ayuda?

Esos desplantes son típicos de muchos cirujanos. La mayor parte de las veces se comportan como niños malcriados; en particular, en lo que se refiere a los instrumentos que ellos mismos tienden a tirar por cualquier parte y a usar de maneras inesperadas (por ejemplo: una tijera quirúrgica para cortar alambre). Sin embargo, si en alguna operación les llegan a dar alguno de los instrumentos que ellos mismos pudieron haber estropeado, tienen un ataque de furia, y culpan de todas sus últimas chapuzas a la carencia de instrumental adecuado. Nadie se queja de esos exabruptos; todo el mundo llega a acostumbrarse después de un tiempo.

Cuando me acerqué a Hércules, me puso las manos alrededor de un par de retractoras y me dijo que tirara para atrás. Ya lo había oído antes. Siempre. En realidad yo podía simular que lo hacía pues no había nada que retraer en aquel momento. El estómago, en el que trabajaba Hércules, estaba encima de la incisión, a plena vista. Más tarde iba a necesitar retracción, cuando hiciera la conexión entre la bolsa estomacal y el comienzo del intestino o duodeno. Yo deseaba fervientemente que ya hubiera cortado los nervios del estómago que son, en parte, responsables de la secreción de ácido. Los nervios del vago describen una espiral alrededor del esófago y para que el cirujano pueda cortarlos, el interno tiene que sostener la caja torácica. No me gusta nada la retracción.

Ahí estaba yo, de nuevo en mi puesto en la sala de operaciones, observando la aguja que marcaba los minutos y parecía estar pegada, en una posición inmóvil, a la esfera. Mientras luchaba para mantenerme despierto, mis ojos se nublaban después de cada bostezo, y me picaba el lado izquierdo de la nariz de manera incontrolable, un poco por debajo del ojo, como si me hubiera atacado un insecto sutil y sádico.

La posición de mi máscara era otra tortura sutil. Cada vez que bostezaba, se bajaba un poco sobre mi nariz, tal vez media pulgada. Después de quince bostezos me dejó la nariz libre y sólo me tapaba la boca. Esto puso en actividad a la enfermera en circulación. Fue a mi lado y elevó la máscara moviéndola con tanto cuidado para evitar tocar mi piel casi como si toda mi cara estuviera infectada. Deseando aliviarme la picazón, traté, varias veces, de poner mi nariz contra su mano mientras me ajustaba la máscara, pero ella era demasiado rápida para mí y se alejaba cada vez, antes de que la nariz y la mano pudieran encontrarse.

Hércules estaba más nervioso y errático que de costumbre. Ninguno de los que estábamos alrededor de la mesa podía anticipar cuál sería su próximo movimiento. Por suerte, yo estaba inmovilizado por las retractoras y no se esperaba que pudiese contribuir de ninguna otra forma. Pero el pobre O’Toole estaba como una rata en un laberinto; tenía que darse cuenta de lo que se esperaba que él hiciera cuando la previsión era imposible.

—¡O’Toole! ¿Está conmigo o en contra? ¡Mantenga inmóvil ese estómago!

Mientras Hércules le espetaba la pregunta retórica, le pegó a O’Toole con una tijera Mayo en la mano izquierda. O’Toole apretó los dientes y agarró el estómago con más firmeza.

—¡Por las llagas de Cristo, Peters! ¿No sabe qué es una retracción?

Me agarró de las muñecas por sexta vez para ajustar las retractoras, aunque la retracción no tenía nada que ver con lo que él estaba haciendo en aquel momento. La verdad es que no me necesitaba; sin embargo, quería tenerme allí. Era como muchos de los cirujanos: se sentía menospreciado si no era asistido por un residente y un interno, hubiera necesidad de ellos o no. Yo era un símbolo de categoría.

Hércules se había desplazado hasta quedar de espaldas a mí, cuando comenzó con la segunda capa de suturas en la bolsa gástrica. Yo no podía ver el campo operatorio ni mis propias manos.

De repente, habló el anestesista:

—Peters, por favor, no se apoye en el pecho del paciente. Está comprometiendo su ventilación.

Empujó la parte baja de mi espalda a través de la pantalla de éter para que yo no obstaculizara la línea intravenosa. Pero yo no podía desplazarme porque ya estaba aplastado contra Hércules.

En aquel momento, O’Toole dio un paso atrás con una expresión de asombro en sus ojos. Tenía levantada la mano derecha. Pude ver unas gotas de sangre saliendo de un nítido tajo, a través del guante de goma, en el costado de su dedo índice.

—Si usted hubiera tenido el dedo donde se suponía que debía estar, no habría sucedido esto, O’Toole. ¡Despertémonos! —dijo Hércules casi alegremente.

O’Toole no dijo nada y se volvió hacia la enfermera encargada de la ropa y ésta le colocó otro guante. Pienso que debería estar agradecido por haber conservado el dedo.

A pesar de todo, el cirujano terminó la operación y nosotros empezamos a cerrar. Una de las cosas que yo tenía que hacer era irrigar, con una jeringa, después de que la «fascia», fuerte y fibrosa, de la pared abdominal fue cerrada con puntos de seda separados por un cuarto de pulgada, aproximadamente. O’Toole y yo, a esas alturas de la situación, ya nos lo tomábamos todo a broma y, mientras Hércules se enjuagaba las manos, yo levanté la jeringa y envié un chorro de suero fisiológico caliente, derecho a la barriga de O’Toole. Nuestras miradas se encontraron llenas de comprensión; éramos compañeros en una situación desgraciada.

Reuniéndose con nosotros alrededor de la mesa, Hércules se puso jovial de repente. Una vez más creía que había logrado lo imposible.

—Es una desgracia que mis habilidades queden cubiertas por la piel en lugar de quedar a la vista del paciente. Todo lo que él tiene para mostrar es esa pequeña incisión.

O’Toole puso los ojos en blanco en un gesto burlón.

Como O’Toole y Hércules ya estaban terminando, reuní todo mi valor para batirme en retirada.

—Tengo que participar, hoy, en varias operaciones, doctor. ¿Me permite retirarme?

El viejo se irritó pero me dio vía libre con un gesto de la mano como diciendo noblesse oblige.

Primero tuve la experiencia sensual de rascarme la nariz, mucho y fuerte. Después oriné, lo que resultó igualmente satisfactorio. Eran las once y veinticinco y, como estaban sacando de la Sala 10 al paciente con la nefrectomía, tenía unos minutos hasta que prepararan la sala para la primera colecistectomía. Cerca de ahí, en la puerta de la salita de recuperación, vi a Karen, mi ángel de gracia y sexo, diáfana en su uniforme blanco. Había ido a llevar a un paciente a su sala y cuando me vio sonrió ampliamente y me preguntó, con un deje de sarcasmo, si había dormido bien por la noche. Le dije que fuera amable o, una de estas noches, iba a hacerla caer de la cama. Mirando alrededor me hizo callar y añadió que le había dicho a su novio que no podía salir aquella noche; y lo más probable era que ella llegara a su casa a eso de las once, por si yo estaba desocupado. Registré la información pero pensé que no iba a servirme para nada.

Mi aneurisma tenía hora, para su aortograma, a las once y quince, así que fui a ver qué ocurría. Al entrar al cuarto de fluoroscopia, el jefe de los residentes estaba terminando de prepararlo todo para el estudio.

—Llega tarde, Peters. Pudo haberme ayudado a colocar el catéter en el bulbo aórtico.

—Habría llegado puntualmente si no hubiera tenido que asistir en otra operación —y me contuve para no decirle: ¡Gracias a usted!

—Bien, ésta es la posición del catéter. Primero póngase un delantal de plomo. Este fluoroscopio produce mucha radiación. Hay que proteger las buenas gónadas.

Siguiendo su consejo, saqué uno de los pesados delantales de plomo y me lo puse. Poniéndome detrás de él podía ver la pantalla fluoroscópica. Cuando se apagaron las luces, el fluoroscopio empezó a funcionar automáticamente con un bajo y resonante clic. La imagen era muy débil, como siempre. Para verla bien, es necesario adaptar los ojos mediante el uso de gafas rojas, durante treinta minutos, precisamente. Yo no podía distinguir bien al paciente de aneurisma en la pantalla porque no había tenido la oportunidad de adaptar mis ojos a la oscuridad, pero podía distinguir la espesa tira radio-opaca del catéter.

—Éste es el extremo del catéter.

El dedo índice del residente principal era dibujado por la luz de la pantalla.

—Está en la aorta, justo encima del corazón. ¿La ve saltar con cada contracción del corazón?

Podía distinguir todo aquello sin ninguna dificultad.

—Ahora vamos a inyectar colorante radio-opaco para tener una imagen de la arteria. Vamos a utilizar un inyector a presión.

Indicó un pequeño aparato que parecía una bomba de bicicleta con un lado levantado. Tenía al final tres o cuatro llaves. Yo pensé que una o dos habrían sido suficientes para evitar un desastre.

—Todo lo que se hace es apretar esta perilla y el colorante se lanza muy rápidamente, al corazón, a unos 400 psi. Al mismo tiempo, la cámara de Schonander sacará radiografías a una velocidad de una cada medio segundo, durante diez segundos. Observaremos en la pantalla del fluoroscopio.

El residente principal hizo los últimos preparativos, llamando a los técnicos de Radiología para saber si estaban listos y él se situó detrás del brazo del inyector de presión. Deseando toda la protección posible, me apreté, detrás de la pantalla de plomo, con la enfermera. Ésta era pequeña pero sólida. Observamos por la ventanilla de cuarzo.

El residente principal dio la orden y la enfermera accionó la cámara de Schonander, que ruido tras ruido, sacaba radiografías en rápida sucesión mientras el residente principal apretaba la perilla del inyector. El colorante saltó del inyector a las llaves pero, en lugar de dirigirse al corazón del paciente, se elevó hasta el techo en un airoso géiser y lo manchó antes de gotear sobre el residente principal, el paciente y toda la maquinaria. El residente principal había olvidado abrir la última llave. En cuanto al paciente, ahí yacía, sorprendido, tratando de imaginarse qué clase de análisis era aquél. El residente principal estaba en un estado de conmoción que, rápidamente, se convertía en exasperación. Como había que empezar todo de nuevo y yo ya llegaba un poco tarde a la colecistectomía, aproveché el episodio para irme sin llamar la atención y me apresuré a llegar a Cirugía.

Trabajar con un verdadero profesional es totalmente diferente a ayudar a Hércules o al Superveloz, y el doctor Simpson era el mejor profesional que había en el hospital. A un lado de él estaba el residente y al otro yo mientras nos lavábamos juntos, conversando y contando chistes. Simpson nos contó uno sobre un profesor de Columbia que descubrió la manera de crear vida en el laboratorio. Todo fue bien hasta que lo sorprendió la mujer.

Un chiste simple y tal vez, después de pensarlo, no demasiado bueno. Pero dentro del contexto de mis horas con Hércules, la imagen del colorante cayendo del techo y mi cansancio, aquel chiste me hizo reír a carcajadas histéricas. Todavía estábamos sonriendo cuando entramos en la sala de operaciones donde la atmósfera cambió, de inmediato, a la concentración de los tres en colaboración. Estábamos listos, aún animados por el chiste pero muy interesados en la tarea que teníamos por delante.

La enfermera alcanzó el escalpelo a Simpson. Era interesante la manera en que comenzaba una operación. No había pausa. Entraba el bisturí hasta el mango y luego cortaba, limpiamente, en diagonal, sobre el abdomen. No se detenía para colocar pinzas hemostáticas en los vasos. «¿Por qué arañar como un cobarde?», decía, completando la incisión con rapidez, con la misma decisión y propósito, mientras los tejidos se separaban. Luego el residente agarraba el tejido de un lado y el cirujano del otro, con fórceps dentados y con una entrada más del bisturí, ya quedaba expuesto el abdomen. Entonces se pinzaban algunos vasos sanguíneos y se ataban. No más de tres minutos desde la piel hasta la cavidad peritoneal. Perfecto.

Sin embargo, aquella vez, Simpson no hizo el primer corte. Nos sorprendió entregando el escalpelo al residente.

—Esta vesícula es suya —dijo Simpson—. Un movimiento en falso y lo condenaré a enemas durante un mes.

Bajo su mirada experta, se hizo la misma clase de incisión y a la misma velocidad, aproximadamente. El cirujano exploró el interior con rapidez, luego el residente, luego yo. Estómago, duodeno, hígado, vesícula (pude palpar los cálculos), bazo e intestinos. El examen fue cauteloso y completo. Se tiende a ser cauteloso cuando tienes el brazo metido hasta el codo en el abdomen de alguien. Le dije a Simpson que tenía dificultades para palpar el páncreas. Me explicó cómo hacerlo y luego probé con éxito.

Utilizando la técnica de Simpson, el residente colocó, cuidadosamente, las toallitas blancas empapadas en suero fisiológico para separar la vesícula de la masa de intestinos. A mí me dieron las retractoras de costumbre. Por sugerencia de Simpson, el residente se desplazó un poco para que yo pudiera ver dentro de la herida. Todo se hizo con rapidez y Simpson alentaba al residente pero no lo ayudó manualmente. La vesícula salió limpiamente; se cerró la base y luego la piel, todo en treinta minutos. Sintiéndome muy bien en aquel momento, felicité al residente camino de la salita de recuperación. Él había hecho un trabajo profesional.

Teníamos treinta minutos disponibles así que Simpson y yo fuimos a visitar a algunos de sus pacientes, a uno de los cuales, una gastrectomía, lo atendía yo después de haberlo ayudado en la operación. Me había dado toda la responsabilidad para recetar, en aquel caso, pero yo trataba de satisfacer las preferencias de Simpson pues ya había aprendido que eran razonables y bien fundadas. Cuando él cambiaba alguna de mis órdenes, como ocurría ocasionalmente, siempre me dejaba una corta explicación escrita, una opinión sobre alguna medicación o procedimiento. Era un maestro nato.

*****

Después de nuestra vuelta por la sala, nos cambiamos y nos pusimos trajes limpios y empezamos de nuevo a lavarnos, en la misma forma amable de antes y sin histeria de mi parte. Decidí, para aquel lavado, usar Betadine; su color amarillo pálido ofrecía un poco de variedad después del pHiso-Hex incoloro que usábamos siempre. Al entrar en la sala de operaciones se observó el usual ritual jerárquico. Primero, una toalla para Simpson, luego otra para el residente y después una para mí. Lo mismo ocurrió con los guantes.

Cuando nos arrimamos al paciente, la enfermera alcanzó el escalpelo a Simpson, y éste, ante mi atroz confusión, me lo entregó.

—Bueno, Peters. Extraiga la vesícula y al primer intento, o extraeré la suya sin anestesia.

Yo nunca había hecho una colecistectomía aunque había visto cien o más pero, aquella situación no la había ni imaginado. Yo me había preparado para otra sesión como espectador interesado que observaría a dos profesionales (el residente se había graduado en la operación anterior) trabajar juntos. Pero en aquel momento yo iba a ser, no el espectador, sino un participante… en realidad, el primer actor. De repente, el enfermo que estaba sobre la mesa y el escalpelo en mi mano formaron una realidad nueva. Internamente lleno de inseguridad, sabía que si en aquel momento no me animaba a intentarlo, podía quedar tan aterrado que no lo intentaría jamás. De alguna manera pude vencer un temblor que amenazaba mi mano derecha, agarré el bisturí con firmeza y traté de imitar el primer corte de Simpson, al tope del abdomen, hasta el mango del escalpelo y luego siguiendo en diagonal, por el abdomen, hasta debajo de las costillas del lado derecho, tratando de mantener un ángulo de noventa grados con la piel. Deseaba complacer a Simpson como un hijo desea agradar al padre.

—¡Bueno, muchacho! Aún hay esperanzas para ti.

Lo dijo en tono de broma sin saber lo dulces que sonaban aquellas palabras para mí. Cuando repetí la maniobra, se retrajeron los músculos y la grasa. Hubo muy poca sangre.

*****

—¡Separadores!

La enfermera me dio un par a mí y uno a Simpson. Yo levanté un lado de la incisión y él el otro. En este punto estábamos muy cerca de la delgada membrana peritoneal que constituye el recubrimiento de la cavidad abdominal. En aquel momento la estábamos levantando para proteger los órganos que yacían debajo, mientras yo hundía la hoja del escalpelo. ¡Pop! Apareció un agujero en el abdomen y yo dejé los separadores.

—Mantenga los separadores —sugirió Simpson—, y corte mientras pueda ver.

Lo intenté, avancé cuidadosamente porque el hígado y los intestinos eran claramente visibles en la incisión que se abría. Salió bien. Entonces, para el extremo inferior de la incisión, tuve que cambiar de técnica. Dejando caer los separadores, deslicé mi mano en la herida y abrí el resto del peritoneo cortando con mis dedos. Mi corazón latía deprisa. No estaba cansado ni veía el reloj, la radio ni el anestesista. Tenía miedo pero estaba decidido. Simpson palpó, luego lo hice yo y después el residente y éste tomó las retractoras mientras yo me desplazaba para que él pudiera ver si lo deseaba. Traté de seguir la técnica de Simpson con las capas abdominales. Él me ayudó con la última y entonces, con su mano, asió el duodeno y lo separó de manera que pude ver una suave curva de tejido que se extendía desde el duodeno hasta la vesícula. Después de pinzar la vesícula y sacarla, usé las tijeras de Metzembaum para empujar los tejidos delicados. Por ahí había una arteria, la arteria cística que llevaba sangre a la vesícula. No debía cortarla.

Los músculos de mi cuello estaban duros como piedras cuando tenía que agacharme y estirarme para tratar de ver con claridad. Simpson me dijo que me enderezara porque no iba a durar quince minutos. Apareció la arteria (con el tamaño normal de la cística) y la aislé con una pinza de vesícula. La até y así los extremos de la hebra. Primer nudo. Pasé el índice derecho. Bien. Segundo nudo. Un poco bajo. ¿Cuánta tensión tendría que darle a la hebra? Ya estaba bien; no quería que se rompiera. Un nudo más para estar seguros. Con ayuda de la pinza de la vesícula, hice otra ligadura alrededor de la arteria cística. Esta vez tenía que llegar bastante adentro, cerca de la arteria hepática que alimenta al hígado. La arteria cística se separa de la hepática y tirando ligeramente de la ligadura alrededor de la arteria cística, pude ver la pared de la arteria hepática. Hasta pude ver la rama que va hasta el lado derecho del hígado. Eso me hizo sentir mejor, porque siempre existe el riesgo de confundir aquella rama con la arteria cística y atarla.

Me preocupaba mucho el segundo nudo en la arteria cística. Era el punto más importante de toda la operación. Si llegaba a caer unos días después, el paciente moriría de una hemorragia interna. Teniendo esto presente, palpé el primer nudo y observé por el agujero. Parecía estar bien. Involuntariamente miré a Simpson y éste no se quejó del procedimiento. De modo que lo terminé y luego corté la arteria que quedaba entre los nudos y comencé a aislar la vesícula.

Luego apareció el colédoco, el conducto por el que fluye la bilis. Lo traté de la misma manera, atándolo con dos ligaduras y luego cortando entre nudos. Una vez que estuvo aislada la vesícula, pasé el escalpelo por su lecho de manera que se partiera la capa exterior de tejidos brillantes. Con las tijeras comencé a separar la vesícula del hígado.

—Está haciendo parecer difícil todo esto —bromeó Simpson—. Si tarda mucho más desarrollará una gangrena.

Apenas lo oí. La operación había comenzado veinticinco minutos antes.

Con un corte más suave y un tirón, la vesícula quedó libre. La puse en la bandeja que había acercado una enfermera. Con la otra mano me alcanzaba el soporte con la aguja y hebra crómica 3-0. Tomando el tejido del borde del lecho de la vesícula y colocándolo sobre el conducto hepático y la arteria hepática derecha, hice un punto y lo até con fuerza. Demasiada fuerza. La sutura se rompió. Otra, en el mismo lugar pero esta vez con más atención y menos tensión. Entonces con facilidad ya, cerré el lecho de la vesícula.

Después de sacar las toallitas empleadas para separar el área de la vesícula de los otros órganos, comencé a cerrar. Las enfermeras empezaron su recuento de apósitos e instrumentos para asegurarse de que no había dejado nada dentro del paciente. Todo estaba en orden. Con todo cuidado, identifiqué todos los niveles de la pared abdominal especialmente la dura fascia que se había retraído y no quedaba a la vista. Puntada por puntada se trabajaba en la herida. El cirujano y el residente me ayudaron a coser. Metí la aguja curvada en el lado inferior y la saqué por la incisión; la volví a poner en posición con mi mano izquierda y luego la saqué por el lado superior. Cerré la incisión capa por capa, como si barajara un mazo de cartas; las veía juntarse y luego sobreponerse una encima de la otra. Por último, la piel. Cuando terminé, me sentí arrasado por mi propia seguridad. El sentimiento se parecía al que se tiene cuando ha terminado una buena ola y la tabla sale del agua blanca. Cuando me quité los guantes, el residente me devolvió la felicitación. El mundo era mío.

Mientras acompañaba al paciente a la salita de recuperación, aún me sentía excitado. Dos enfermeras Se hicieron cargo del paciente mientras yo escribía las órdenes para el posoperatorio y dictaba el informe de la operación. Luego volvió la fatiga. Decidí comer porque, excepto aquellas dos rebanadas de pan, no había comido nada desde la cena del día anterior, es decir, hacía ya unas diecinueve horas: eran las dos de la tarde.

Fuera del hospital la lluvia era torrencial; todo el día había llovido. Lo deduje del agua acumulada en los charcos. En el cielo se arremolinaban nubes grises, repartidas sobre toda la isla por el fuerte viento. Llovía con tanta intensidad que apenas podía divisar el café que distaba unos cien metros. Mientras corría, la brisa rizaba el agua que se había juntado debajo del toldo. Sentí que mi suerte empeoraba un poco cuando vi a Joyce al otro lado del local y, por supuesto, iría de inmediato a acompañarme. Había mucha gente cerca de nosotros hablando sobre la lluvia, el Huía Bowl y otros temas, de manera que, al principio, Joyce habló poco, lo que me sentaba muy bien. Pero, como si respondieran a una señal, se fueron todos y Joyce empezó.

—¿Has estado pensando mucho? —preguntó.

—¿Sobre qué?

Yo sentí curiosidad por saber.

—Ya sabes, sobre nosotros, como dijiste que lo harías.

—¡Ah, sobre nosotros! Sí. He pensado un poco.

—Bueno, yo también —añadió ella, acomodándose en el asiento—. Y creo que debemos ser más sinceros uno con el otro.

—¿Lo crees así?

Lo dije con un tono algo sarcástico pero no lo suficiente como para que ella lo notara.

—No hemos dicho nada sobre lo que sentimos y pensamos.

Estaba equivocada. Había estado diciéndome demasiado, especialmente sobre aquellas horribles escaleras por las que tenía que escapar. Presa del nerviosismo, me di cuenta de que ella estaba a punto de proponer una cura instantánea para no tener que escaparse: el matrimonio. Estaba un poco incontrolada.

—Tú has estado diciéndome lo que piensas con bastantes detalles. Nunca dejabas de decir algo sobre aquellas escaleras y cómo eran de espantosas.

—Bueno, aquello era demasiado incómodo.

Lo dijo como una gran verdad.

—¿Incómodo? Bueno, es cierto. ¿Por qué no haces algo con tu Miss Manzanas y TV de modo que yo pueda ir a tu piso como una persona normal?

—Mi compañera no tiene nada que ver con esto.

—Tu compañera tiene muchísimo que ver con esto. Si no fuera por ella, podríamos quedarnos allí y no tendrías que escapar por las escaleras.

—No te importo para nada —dijo, con malhumor.

—Sí, pero ése no es el asunto. Si tú…

—Ese es el asunto —interrumpió.

—Estás cambiando de tema —protesté.

—Bueno, pues es el único tema que me interesa.

Lo dijo poniéndose de pie y retirando su silla.

—De todos modos, he decidido que puedes dejar de pensar en nosotros y caerte muerto.

Se fue llena de indignación.

¡Caerse muerto! Una gran idea. En realidad, tenía una especie de atracción morbosa. Así estaba de cansado. Cuando se fue Joyce, el lugar se alejó de mí súbitamente. Muchas personas estaban sentándose alrededor de otras mesas pero no había un alma que tuviera algo que ver conmigo. Los sonidos de cien voces mezcladas, todas distantes, todas incomprensibles. Mirando por la ventana la lluvia y las nubes grises, mastiqué con la mente en blanco, lleno de soledad. No quedaba nada de la sensación de bienestar después de la vesícula; al volver en mí estaba, simplemente, desprovisto de toda emoción. Mirando el reloj me di cuenta de que había estado trabajando a todo trapo durante treinta horas. Pensé en la clínica y en que debería ir allí. Los internos deben ayudar a tratar a los pacientes ambulatorios en su «tiempo libre». Pero en mi estado no serviría para nada. ¡Al infierno con la clínica!

Las gotas de lluvia danzaban alrededor de la cornisa mientras que el viento las hacía entrar, en remolinos, a los lugares protegidos. Hacía un frío sorprendente. Cuando está cansado, el cuerpo no puede tolerar mucha variación de temperatura. Pero los escalofríos que me recorrían el cuerpo eran producto de mi estado físico más que del clima. Me apresuré, concentrándome totalmente en la idea de la cama; anticipando el placer. Todos los internos desarrollan un aprecio extraordinario por las cosas simples que para otros son comunes: el libre movimiento muscular, el derecho a rascarse cuando le pica, vaciar la vejiga, vaciar el intestino, comer con cierta regularidad, una cantidad decente de tiempo para dormir. En la cama, sentí que mi cuerpo se volvía inmenso y llenaba todo el cuarto hasta que mi inmenso cuerpo y la habitación se convirtieron en una unidad y me dormí.

El absceso era pequeño cuando empecé, no más grande que un grano. En aquel momento era enorme, cubría la mayor parte del brazo izquierdo y seguía creciendo. Cuanto más cortaba más grande aparecía. Ya trepaba por el hombro. Detrás de mí, Hércules le susurraba al Superveloz: «No saldrá bien. Ni él ni el paciente». Miré a Simpson para que me alentara y él dijo: «Sáquelo de una vez, Peters, o tendrá que establecerse en Hicksville». En un desesperado esfuerzo corté tejido hasta llegar al hueso y, para mi horror, seccioné el nervio cubital e inmovilicé la mano para siempre. «Se terminó el tiempo», pensé mientras sonaba una campanilla: ¡Fracaso! Era, por supuesto, el teléfono. Salté para atender, aún viviendo un poco el sueño y confundido por la luz. ¿Había faltado a las rondas? No, no se hacían hasta las cinco y mi reloj indicaba las tres. Era Cirugía. Me habían asignado a una operación que iba a comenzar quince minutos después.

Al cortar la comunicación, lentamente, empecé a orientarme. ¿Por qué había despertado en aquel estado de terror? Entonces conecté la pesadilla con la incisión y el drenaje que había realizado el día anterior en un gran absceso en el codo. Después de abrir el absceso con un bisturí bien afilado, produciendo una afluencia espontánea de pus, había colocado en la incisión una pinza para mantenerla abierta y asegurar el drenaje. Pero el absceso era mucho más profundo de lo que yo pensaba y parecía extenderse al área del nervio cubital. De manera que tuve que seguir cortando sin llegar hasta el fondo del absceso, abandonando por temor de seccionar el nervio, si es que ya no lo había hecho. De todos modos, por el momento decidí parar. Controlaría el caso cuando fuera hacia Cirugía.

El reflejo del terror me había sacado, rápidamente, de la cama, pero después comenzó a abrirse camino de nuevo mi desintegración física. Después de haber estado levantado durante tanto tiempo, el dormir menos de una hora me había dejado en peores condiciones. Nada en mí parecía funcionar bien: me sentí mareado y con náuseas en cuanto me puse de pie después de haberme puesto los zapatos. Por desgracia me miré al espejo. ¡Grave error! Me di cuenta de que tenía que afeitarme para volver al mundo de los vivos.

Mi mano temblaba y, como de costumbre, me corté un par de veces; no mucho pero salía sangre a pesar del tejido, el agua fría y una prolongada aplicación de un lápiz de alumbre que me produjo ardor.

Tuve que apresurarme para ir a la sala. Había dejado de llover aunque las nubes seguían colgando, espesas y pesadas, sobre las colinas. Mi paciente con el absceso debió de sorprenderse cuando entré al cuarto, corriendo, y le dije que levantara la mano y extendiera los dedos. Cuando lo hizo, yo traté de juntar sus dedos y encontré una buena resistencia lo que indicaba que el nervio cubital estaba bien. No tuve tiempo para ver a ningún otro enfermo excepto al del edema generalizado que estaba al lado del que había tenido el absceso. Me hizo una consulta acerca del diurético que, realmente, tenía que contestar.

Yo había desarrollado un gran respeto por los casos graves de edema que requieren la expulsión de líquido del cuerpo con ayuda de alguna clase especial de diurético. La llamada de atención sobre los edemas había sido repentina y brutal: una enferma de cáncer, transferida desde una sala de la clínica, se había hinchado con un edema general del cuerpo, estado que se conoce como anasarco. Llegué a la conclusión de que ella estaba en aquel estado porque el departamento médico había perdido el barco. Siempre existía algo de fricción entre aquellos que cortan, los cirujanos, y los que tratan con medicamentos, los médicos clínicos. Aquella paciente tenía un cáncer que se había diagnosticado mediante una biopsia de ganglio linfático. Aunque el núcleo primario no se había localizado ni se había determinado qué clase de cáncer padecía, alguien decidió someterla a la radioterapia que no tuvo efecto sobre el cáncer, y luego a la quimioterapia, que tampoco hizo nada. Mientras tanto, la paciente estaba con suero intravenoso y los clínicos dejaron que se llenara de agua y que sus niveles de sodio y cloruro cayeran hasta el punto de producirle un estado de delirio. También hicieron caso omiso de sus proteínas plasmáticas, que, también, habían descendido. Cuando me hice cargo de la paciente, estaba decidido a hacer que eliminara toda el agua de más. Le administré albúmina y un diurético. Conseguí que tuviera algo de diuresis y que mejorara algo del edema. Pero yo quería más. Cuando traté de buscar a alguien que me aconsejara, no conseguí que se interesaran mucho; ni siquiera se interesó el médico responsable de la enferma. Como la orina de la paciente era alcalina, decidí darle una buena dosis de cloruro de amonio con el diurético y, esta vez, los resultados fueron espectaculares. ¡Qué diuresis! El agua salía de ella a medida que la eliminación de orina aumentaba de manera considerable. Era maravilloso, sorprendente… excepto que no se regulaba y seguía en aumento hasta que de la noche a la mañana, quedó seca como una pasa. En seguida tuvo una bronconeumonía y, después de un día y medio, murió. Nunca dije nada más a los clínicos sobre el caso, pero en aquel momento me preocupaban mucho esos agentes diuréticos. Tenía sumo cuidado con el hombre que estaba al lado del paciente con el absceso. Sólo tomaba píldoras.

Había aprendido, también, a respetar mucho los abscesos. Había entrado un paciente (no mío, aunque lo veía cuando hacía rondas diarias) que fue internado por una celulitis generalizada en la pierna derecha proveniente de un área con absceso. Cuando llegó al hospital, la mayor parte del músculo de la pantorrilla estaba licuada. Se cultivaron varios microorganismos diferentes provenientes del absceso. Todos parecían trabajar contra el paciente. Un día, cuando se puso enfermo el interno que controlaba este caso, tuve que efectuar el drenaje. El olor era indescriptible, una vez más recurrí a tres máscaras para no vomitar. Cuando intenté abrir la cavidad del absceso, me di cuenta de que se ramificaba en todas direcciones y en toda la profundidad que era posible alcanzar con la pinza hemostática. Se había discutido ya varias veces, durante las rondas, si habría que amputar la pierna o no, pero ganaron la discusión los partidarios de un nuevo método de perfusión continua con antibióticos y se vertieron galones de antibióticos en su pierna con lo que pareció estabilizarse por unos días. Pero, de repente, un día, mientras lo estábamos observando durante una ronda, murió. Nos habíamos acercado hacía poco a la cama y un interno nos estaba informando de que el estado del paciente era «esencialmente estacionario». Es extraño cómo se usa la palabra «esencialmente» durante las rondas. Aquel hombre había tenido fallo hepático, cardíaco y renal. En otras palabras: fallo total del organismo. Y mientras el interno nos daba su neutro informe, se quejó y murió. Pareció algo de muy mal gusto. Nos quedamos aturdidos. Nadie trató de reanimarlo porque todos nos habíamos acostumbrado a la idea de que su estado era desesperado. Nuestros insignificantes remedios lo habían sostenido, de manera precaria, por un tiempo, hasta que ya no fue posible, como había ocurrido en la Facultad de Medicina, con los casos de sepsis Gram negativas. Era como si el paciente no tuviera defensa alguna contra la infección. Así aprendí a respetar los abscesos. Ocurría que, a medida que pasaba el tiempo, aprendía a respetar cada enfermedad, por más inocua que pareciera.

En aquel momento iba casi corriendo a Cirugía pues ya llegaba tarde. Había mucha actividad en el piso de Clínica. Pasé grupos de internos, residentes y médicos particulares, de pie, alrededor de las camas, hablando, como siempre. A menos que estuvieran sentados en la salita de los clínicos, también hablando. La mayor parte de las discusiones versaban sobre el tratamiento o los medicamentos que habrían de administrarse. Cuando parecía que llegaban a un acuerdo acerca de uno, alguno de los participantes habría de traer a colación un efecto colateral y entonces se recomendaría otro remedio para contrarrestar el efecto; el segundo medicamento, a su vez, podía tener un efecto secundario. Se presentaba entonces el problema: ¿qué era peor, el efecto secundario o la enfermedad original? ¿Empeoraría el segundo medicamento los síntomas originales antes de que el primero los mejorara? Y la discusión seguía, seguía y seguía hasta que se volvía tan complicada que había que empezarla, de nuevo, con el próximo paciente. Así se me presentaban las salas de Clínica. Charla, charla y charla. Por lo menos en Cirugía hacíamos algo. Pero los clínicos tenían su buen argumento contra nosotros: cortábamos porque no podíamos curar. Nuestra respuesta a aquel argumento era que, a menudo, cortar significaba curar. La polémica iba, venía y se desarrollaba. Siempre de modo amistoso y hasta jovial, pero las raíces de la discusión estaban profundamente implantadas.

Ponerme un uniforme para operar era asunto repetido, déjà vu. Empezaba a vivir dentro de ellos. Como no quedaban tallas medianas, tuve que ponerme un uniforme grande y las tiras para atar los pantalones me daban dos vueltas alrededor de la cintura. Pasé las puertas giratorias y entré al área de la sala de operaciones. Mientras me ponía las botas de algodón, miré el boletín para ver quién operaba. ¡Ay! Operaba el Todopoderoso Cirujano Cardíaco. Pero… ¿qué estaba haciendo allí? La intervención figuraba con el nombre de «Absceso abdominal, sucio» y era claro que por lo general el Todopoderoso operaba el tórax. Sin embargo, las cosas raras ya habían dejado de sorprenderme. Cuando levanté la vista, él me vio y me saludó por mi nombre; se mostró muy amistoso pero yo, que lo conocía, no bajé la guardia. Era sólo el primer movimiento, un acto condescendiente al empezar la función (lo consideré así, sobre todo porque gritó el saludo desde la mitad del corredor para asegurarse de que todos lo oían y se daban cuenta de que estaba de excelente humor, pleno de alegría y camaradería).

Recuerdo con desagrado una vez en que un residente y yo fuimos asignados a un caso cardíaco que iban a operar, no un cirujano sino dos del estilo del Todopoderoso. Aquellos hombres eran exactamente iguales por sus maneras; escondidos detrás de las máscaras sólo la cantidad de grasa los diferenciaba ya que uno era mucho más gordo que el otro. Aquel caso había comenzado muy bien, amablemente, con afabilidad y palmaditas en la espalda. De repente, sin que nadie pudiera suponerlo, uno de los cirujanos empezó a regañar al residente por administrar sangre a un paciente que estaba muriendo de cáncer de pulmón. Era un tema para discusión pero no tan urgente como para justificar semejante humillación delante de todos los que estábamos allí. Dicho cirujano sólo estaba haciéndose propaganda, inflando su imagen. Siguió durante la operación elogiando y atacando cada paso que se daba hasta que llegamos a una especie de crescendo delirante en la crítica, el cual, gradualmente, disminuyó hasta volver al buen humor. Había sido como trabajar en un manicomio.

Muchos cirujanos tienen algo de esa actitud: una especie de enfoque de la vida impredecible, pasivo-agresivo. Durante un minuto uno es un amigo querido y valorado; al minuto siguiente, ¿quién sabe? Era casi como si estuvieran esperando, tendiendo una emboscada, a que uno cruce cierta línea invisible y cuando uno lo hacía: ¡Paf!, caía la andanada verbal.

Tal vez éste sea un efecto natural del sistema, el resultado final de demasiada intensidad y represión a lo largo de muchos años de práctica. Yo mismo había empezado a sentirme así. Si quiere seguir adelante, un interno debe aprender a mantener la boca cerrada. Más tarde, como residente, aprende tan bien la lección, que ya se incorpora a su naturaleza. Pero debajo de todo eso, está furioso la mayor parte del tiempo. A pesar de lo bien que me habría hecho sentir contestar los insultos, nunca lo hice y nunca lo ha hecho nadie. Estar al pie del poste por el que aspiramos a subir y llegar más alto que el que está arriba, significa, para poder lograr nuestro propósito, seguir las reglas del juego.

En este juego, el miedo y la furia están en simbiosis. Si algo puede diferenciarlos es que el miedo es más complicado. El interno vive temiendo, casi siempre; por lo menos yo vivía así. Al comienzo, como cualquier humanista de bolsillo, uno tiene miedo de cometer errores porque éstos pueden dañar al paciente y hasta costarle la vida. Después de seis meses, el paciente comienza a perder importancia a medida que la carrera del interno avanza. A estas alturas, el interno llega a creer que nunca va a sufrir un retraso en la carrera por la desaprobación oficial de su manera de practicar la Medicina, por más que ésta sea descuidada e incompetente. Lo que no se le tolerará jamás es que critique el sistema. No importa que el interno se agote, que aprenda a paso de caracol (si es que aprende algo) ni que sea explotado mientras tanto. Si se desea llegar a tener una buena residencia (y yo la deseaba con desesperación), debe aceptar todo sin un murmullo. Hay un montón de tipos como uno, haciendo cola para ocupar el lugar en las grandes ligas. Así que yo sostenía retractoras y pies y cargaba con la mierda ajena. Y siempre crecía la furia en mí.

La mayoría de nosotros no creía en la demoníaca teoría de la historia ni en el concepto del pecado original, así que sabíamos que esos viejos, que odiábamos, habían sido como nosotros alguna vez. Primero idealistas, después airados y, finalmente, resignados, habían llegado a ser tan malos como el demonio. Por fin la ira y la frustración, silenciadas durante tanto tiempo, explotaban en un magnífico despliegue de autoindulgencia. ¿A expensas de quiénes? ¿De quién más? Los pecados de los padres y de los abuelos recaen sobre nosotros, los hijos del sistema. ¿Llegaría a ocurrirme a mí? Creo que sí. En realidad, ya había comenzado porque había superado el período de idealismo de la Facultad de Medicina. Ya no me sorprendía que hubiera tan pocos caballeros entre los cirujanos; la verdad es que lo que me sorprendía es que algunos médicos se mantuvieran como seres humanos completos. Muy pocos lo lograban. Entre ellos no se encontraba el Todopoderoso a quien acababa de encontrar.

Me dio palmadas en la espalda, deseando saber todo sobre cómo me iba. Parecía un político haciendo su campaña para reunir votos, dándome golosinas o besando a mi hijo. Estaba juntando puntos para su ego. Yo estaba tan cansado que no me importaba lo que dijera ni lo que hiciera. Mantenía mi cabeza hacia abajo, cepillándome, haciendo todo paso a paso. Me puse el delantal, luego los guantes. El escenario me parecía irreal. La voz del cirujano dominó a todos y a cada uno, varios decibelios por encima de la de cualquiera. El anestesista parecía estar inmunizado o usar unos efectivos tapones en los oídos; sin atender al cirujano, se ocupaba de sus menesteres. Hasta la enfermera que lo ayudaba parecía hacer caso omiso del Todopoderoso. Tanto si solicitaba una pinza de manera cortés como si lo hacía gritando, ella se la alcanzaba con la misma eficiencia y reserva con que seguía arreglando los instrumentos. Yo esperaba que por lo menos él se escuchara ya que parecía ser el único público.

El caso consistía en una segunda tentativa debido a la inflamación de los divertículos que padece mucha gente anciana en la parte inferior del colon. Aquel paciente, sin suerte, había sido operado de su diverticulosis hacía un mes. Lo habitual es realizar la operación en tres etapas pero el primer cirujano había querido hacerlo todo en una. El resultado fue un gran absceso, que estábamos a punto de drenar, y una fístula fecal, que partía de la incisión anterior y llegaba al colon, por la que drenaba pus y heces.

Por suerte, la operación duró poco. Yo até unos puntos. Ninguno pareció satisfactorio al cirujano. Por lo demás, permanecí en silencio e inmóvil mientras él hablaba de las vicisitudes de su vida cuando era interno. «Era muy duro en aquellos tiempos… hacer las historias y los exámenes físicos… cada paciente… por la puerta… y además… un cuarto de lo que ganan ahora… y ustedes, bandidos…».

Apenas lo oía. El cansancio me había inmunizado contra todos los comentarios que él pudiera hacer.

Al final, salí y me cambié de ropa. Eran casi las cuatro. Un poco del sol de la tarde había logrado traspasar algunas nubes y se colaba por las ventanas. Los rayos se refractaban y hacían brillar las gotas de lluvia que se aferraban a las ventanas. Me hizo desear ir a hacer surf. Pero faltaban las rondas de la tarde. Todavía no estaba libre.

Fui hasta una de las salas privadas, en Cirugía. Visité a mi paciente operada de la vesícula. Estaba muy bien. Presión, pulso, eliminación de orina… todo era normal. El suero endovenoso estaba bien pero había que escribir las indicaciones para la noche. Lo hice en la hoja y fui a ver a la otra vesícula aunque estaba seguro de que el residente ya la había visto y así era.

Fui hasta Radiología y pedí a la secretaria que me localizara el aortograma de mi aneurisma que se había tomado aquella mañana, de manera que pudiera echarle un vistazo. Al parecer, el residente principal había logrado hacerlo después de mucha lucha. La secretaria lo encontró en seguida y yo empecé a colocar las radiografías en el visor. Había tantas que no todas aparecían en la pantalla. Gracias a Dios, los números me permitieron ponerlas en orden. Veríamos cuál era el problema. Para mí se trataba de una cuestión sobre la cual sólo podía hacer suposiciones sobre la base de conocimientos teóricos. Pero, esta vez, hasta yo pude ver en seguida una hinchazón en la aorta, más allá de la arteria subclavia izquierda. Al verme frente a las placas, el radiólogo me llamó para hacerme su discursito habitual sobre las portátiles. Se calló cuando supo que el paciente había muerto. Tal vez en aquel momento pudiera creerme que no podía haberlo enviado para que sacara una radiografía con el equipo estable. La victoria me deleitó aunque las radiografías, malas o buenas, no lo habrían curado.

Todo estaba bajo control en la atención de las salas. Ambas hernias estaban bien, ya caminando; el de la gastrectomía había comido un menú completo; el de las venas volvía a casa al día siguiente por la mañana y una de las hemorroides había defecado. Mi paciente con absceso quería saber, y tenía razón, por qué yo le había apretado los dedos, y el hombre del edema preguntó, de nuevo, por sus píldoras, asombrado porque le hacían perder agua. Puse contentos a ambos pacientes con respuestas en términos muy simples.

Sólo un problema: tenía que trabajar sobre un nuevo paciente, nuevo pero ya viejo conocido para mí. Este hombre, con una enorme úlcera por decúbito había sido internado ya unas veinticinco veces. Una había sido por tragar hojas de afeitar, otras por intentos de suicidio con métodos más tradicionales y por reacciones de conversión psiconeuróticas, convulsiones, alcoholismo, dolor abdominal, úlcera gástrica, apendicitis, insuficiencia hepática… Su historia clínica era un catálogo de enfermedades primarias y secundarias. Había estado entrando y saliendo, durante diez años, de un hospital para enfermos mentales. Justo la clase de paciente que necesitaba en aquel momento de buen humor y frescura. Hablar con él era imposible porque estaba tan intoxicado que sólo podía recordar, de manera fragmentaria, lo ocurrido en las últimas horas. Tratar de examinarlo y leer la hoja me llevó casi una hora. En aquel momento tenía que limpiar su úlcera, proceso conocido por el romántico nombre francés de debridement.

Agachado sobre los glúteos del paciente, observando la úlcera negra, húmeda y necrótica que se le había formado por haber estado acostado en la misma posición durante mucho tiempo, deseé haber estudiado Derecho. Con un título en Leyes habría estado ganándome la vida dos años antes. Tendría un guardarropa lleno, una oficina impresionante, papeles limpios y crujientes, una secretaria, dormiría todas las noches… toda la noche. Podría haber tenido todo eso. Pero, en lugar de esos logros, ahí estaba, inclinado sobre el trasero maloliente de un alcohólico, sacando tejido muerto, tratando de no oler para no tener náuseas. Había sido excitante el primer año de la Facultad de Medicina; ponerme el guardapolvo blanco y fingir que ya era parte del atractivo y misterioso complejo hospitalario. Y ¡cómo envidiaba a los estudiantes de los últimos años y a los internos, con sus estetoscopios, sus libretitas negras y sus aires de saber y de tener ciertos propósitos! Yo había llegado, subiendo, lentamente, la escalera de la Medicina y saltando los obstáculos específicos… hasta que la realidad apareció ante mis ojos. Aquellos glúteos eran la realidad, la parte posterior de la vida, donde yo vivía.

Mientras cortaba, la úlcera comenzó a sangrar un poco en los bordes. Cuando los nudillos del paciente se volvieron blancos en las manos que apretaban la sábana y cuando empezó a jurar y a golpear la almohada, supe que había llegado a tejido vivo. Unté Elase, que se supone que continúa limpiando la herida por lisis del tejido muerto; luego tapé la úlcera con gasa con iodoformo. Aquella gasa con iodoformo no era precisamente Chanel Nº 5, pero, por lo menos, dominaba los otros olores y los cambiaba de naturaleza: de asquerosamente sucios a desagradables desinfectantes. Yo prefería el olor de los desinfectantes. ¿La Elase? No sabía si iba a funcionar pero la colocaba porque había leído un artículo reciente sobre el tema; me hacía creer que estaba haciendo algo científico.

Me esperaba la diversión de la ronda de la tarde. A nadie le gustan esas rondas y pocos son los que creen que sea necesario que todos estemos allí para que todas las órdenes esenciales se hagan por acuerdo de tipo comité. Sin embargo, teníamos que respetar las rondas de la tarde como si fuera uno de los diez mandamientos. De pie, alternadamente apoyándonos sobre uno y otro, durante unos espantosos treinta minutos, hablábamos y hacíamos gestos indicando aquí una hemorroides, allí una gastrectomía. Mirábamos todas las heridas para asegurarnos de que estaban cerradas y no en carne viva. Se cambiaban las vendas veloz y descuidadamente mientras los pacientes se sometían al sacrificio en el altar. Cuando alguno de ellos preguntaba algo, por lo general se hacía caso omiso de él; su pregunta quedaba flotando entre: «¿Cuántos días hace que lo operaron?», «¿podríamos ponerlo a una dieta blanda o seguimos con la fluida?». Como los demás, yo presentaba mis casos de manera abreviada y monótona:

—Hemorroides: dos días de posoperatorio. No sangran. No defecó aún. Dieta normal.

Nos movimos a la cama siguiente; un par de médicos parecían interesados en una grieta del yeso del techo, cerca de una de las lámparas.

—Gastrectomía: seis días de posoperatorio, dieta blanda, ha eliminado gases pero no heces, la herida cicatriza bien, mañana se quitan los puntos, será dada de alta.

Alguien preguntó si le habían hecho una Billroth I o una Billroth II. Por supuesto, no le importaba nada; era una de aquellas preguntas que siempre se hacen frente a una gastrectomía.

—Billroth II.

Alguien me preguntó si había habido una vagotomía.

—Sí, hubo una vagotomía y el informe final fue positivo para tejido nervioso.

Esto interesó al paciente, que preguntó qué era una vagotomía pero nadie le prestó atención. En lugar de ello, un residente preguntó si la vagotomía había sido selectiva. (Otra pregunta convencional pero que podía meternos en un laberinto).

—No, no fue selectiva. El informe de Patología sobre la úlcera señalaba un diagnóstico preoperatorio de enfermedad péptica.

Al insertar información concreta, no asociada directamente con la tendencia de la conversación, había cambiado, eficazmente, el tema. Seguimos a la cama siguiente.

Estábamos soñolientos, cada vez más cansados y quisquillosos y arruinábamos los vendajes. El médico principal nos dijo que todo parecía estar bajo control y que nos veríamos, de nuevo, a la misma hora, al día siguiente. Como si jugáramos a las escondidas en sexto grado, todos salieron en distintas direcciones, excepto yo. Parecía que tenía que ponerme a contar para ir a buscarlos, porque me quedé allí, sin pensar, contemplando la esquina torcida de una mesa, que daba un toque extraño a la perspectiva.

Cuando salí de aquella especie de semitrance, no sabía qué hacer. Podía volver a ver a los enfermos particulares o podía sentarme cerca de la sala y esperar los nuevos internamientos o podía ir a dormir una siesta. La última opción fue descartada de inmediato por superstición. Si me iba a dormir, seguramente iban a llamarme para algunas admisiones para internamiento mientras que, si me quedaba en la sala, tal vez no entrara nadie. Un análisis muy científico del asunto. Me detuve en el departamento de las enfermeras y hojeé algunos números atrasados de Glamour que había olvidado una de las chicas. No registraba nada de lo que veía. Mientras iba pasando las páginas, los colores de las ilustraciones se mezclaban con las letras. Yo estaba perdido en mi propio mundo cerrado, oyendo y viendo los sonidos y movimientos alrededor de mí pero completamente indiferente a ellos. Un acontecimiento de orden externo penetró mi pared: había empezado otra vez a llover. Es curioso pero el ruido de la lluvia me dio ganas de hacer surf; una o dos olas buenas pueden lavar todos mis pensamientos depresivos. Yo estaba más allá del cansancio y sabía que iba a estar muy intranquilo si me dirigía directamente a dormir. Además, todavía quedaba una buena hora de luz natural.

La lluvia cayó, fría, sobre mi espalda desnuda cuando ataba la tabla al techo del Volkswagen. Una vez dentro del coche, encendí la calefacción y traté de ver algo por la ventanilla. Llovía fuertemente y los limpiaparabrisas estaban fallando, como de costumbre, cuando se mojaban. Yo tenía mucha confianza en el Volkswagen excepto en los limpiaparabrisas. Nunca mantenían las ventanillas con una buena visión, clara y sin distorsión. Parecía raro tener una muestra de mala ingeniería en un coche tan bueno en todo lo demás.

Mientras me dirigía a la playa, la lluvia aumentó su intensidad, quebrando la imagen del camino en manchones de gris y negro. De cuando en cuando, sacaba la cabeza por la ventanilla lateral para tener algo de perspectiva. El limpiaparabrisas del lado del pasajero estaba un poco mejor y encontré que podía ver inclinándome hacia aquel lado. De alguna manera, la lluvia empezó a reconfortarme, acercándome un poco al mundo exterior y dominando, fuertemente, mi interés.

La lluvia cayó aún más fría sobre mi espalda cuando trataba de sacar la tabla del portaequipaje. Una vez que la tabla estuvo fuera del coche y sobre mi cabeza quedé protegido de las gotas heladas. No había sido una buena idea la de encender la calefacción. Ansioso por ver las olas, crucé corriendo la calle y llegué a la playa pero, desde luego, no podía ver más que hasta unos metros más adelante entre el gris del ambiente y el cielo. Por primera vez encontraba la playa completamente desierta. Dejé caer la tabla en el agua y salté encima, de rodillas y comencé a empujarla con furia, tratando de calentarme un poco en el proceso. La lluvia caía con una fuerza que yo sentía que me golpeaba la nariz y me forzaba a poner la cabeza hacia abajo y a mirar por debajo de las cejas. El agua estaba picada y era incontrolable. Seguí adelante. Cuanto más lejos llegaba, resultaba más difícil mantener la velocidad y la dirección por causa del viento kona que sopla hacia la playa. Remé con las manos, mirando hacia abajo y encontrándome solo con la tabla frente a mis rodillas. El agua pasaba arremolinada. Cuando el frente de la tabla salía del agua, parecía estar seco, por la cera que tenía, pero en seguida se sumergía, de nuevo y yo me inclinaba para remar de nuevo.

Desde el mar, la playa y la isla desaparecían entre la neblina de una pared de agua. El mar estaba picado, había viento y todo era imprevisible. Cuando agarraba una ola no podía saber qué iba a pasar: si iba a romperse o sólo desaparecer. No estaban los familiares movimientos armónicos ni las conocidas señales en tierra. Podía pensar que estaba a mil kilómetros de la playa. Los únicos ruidos eran los del viento, la lluvia y las olas. Empecé a ver formas fantásticas en las olas y en la cortina gris que colgaba sobre mí. Imaginaba que habían tiburones patrullando por debajo de la arremolinada superficie y, entonces, saqué del agua los brazos y las piernas y me acosté sobre la tabla. Una ola que rompió, inesperadamente, me revolcó. Presa del pánico, trepé de nuevo a la tabla como un gato con las orejas agachadas, con miedo de mirar hacia atrás. Dejé que la marea y el viento me llevaran a la playa mientras escudriñaba en busca de signos de la isla para asegurarme de que no estaba a la deriva en un mar solitario. Me inundó una sensación de alivio cuando distinguí los contornos de un edificio. La tabla rozó un coral. Entonces apareció la playa desierta, con su superficie convertida por la lluvia en un inmenso conjunto de diminutos cráteres. Unas cuantas personas corrían como globos grotescos, sin rostros, buscando refugio de la lluvia y del viento.

De regreso al coche, encendí la calefacción con mis dedos arrugados y sentí, como una bienvenida, la ráfaga cálida que salió del ventilador. Estaba azulado y temblando, conduciendo de vuelta al hospital, inclinándome sobre el asiento del pasajero para poder ver el exterior. Todavía llovía muchísimo y las luces, de los otros vehículos, rebotaban en el pavimento mojado y salían disparadas en caminos diversos.

La felicidad es una ducha caliente. Oleadas de vapor llenaban el cuarto de baño y se llevaban la sal y el frío y los pequeños temores estúpidos que mi mente había creado. Me quedé en la ducha unos veinte minutos, dejando que el agua cayera sobre mi cabeza y corriera, luego, por todas las concavidades y salientes de mi cuerpo. Una vez relajado, empecé a pensar en la manera de pasar la velada. Dormir, debería dormir. Pero sentía también la compulsión de alejarme del hospital, de estar con alguien. Karen me había dicho que no iba a salir. Karen. Allá iría. Me sentaría frente al televisor, bebería cerveza y dejaría que mi mente vegetara. Las noches en que estaba libre no sonaba el teléfono. Era un placer saber que no iba a sonar. Aquélla iba a ser una noche tranquila. ¡Ahhh!

Me sequé lenta y lujuriosamente y luego caminé por mi cuarto con una toalla arrollada en la cintura. La cama aparecía tentadora pero tenía miedo de acostarme, dormir unas seis horas y luego levantarme pues no iba a poder acostarme de nuevo. Mejor era quedarme levantado y dormir después. Entonces, sonó el teléfono. Atendí con toda ingenuidad. No debí haberlo hecho porque era el interno que estaba de guardia. Tenía un lío por el que debía ir a su casa por unas horas, dos a lo sumo. Era un problema que no podía postergar.

—Lo siento, Peters, pero tengo que resolverlo. ¿Puedes reemplazarme?

—¿Hay alguna operación en perspectiva?

—No, ninguna. Todo está tranquilo.

Aunque la idea de reemplazarlo me hacía sentir mal, no podía negarme. Es parte del código y ¿quién sabe? Tal vez yo iba a necesitar lo mismo algún día.

—Bueno, te reemplazaré.

—¡Muchas gracias, Peters! Le diré a la operadora que tú me reemplazas. Volveré lo más pronto posible. Gracias de nuevo.

Al colgar pensé que si hubiera tenido que volver a Cirugía me habría desmayado. Estaba seguro de que me haría trizas, mental o físicamente, si tenía alguna larga sesión de cualquier clase, en especial un roce con alguien como el Superveloz o Hércules o el Todopoderoso Cirujano Cardíaco.

Anticipándome, me puse el uniforme blanco, esperando con ello detener cualquier llamada por exceso de preparativos. Llamé a Karen pero no contestó y recordé, vagamente, que había dicho algo de las once… pero no podía recordar exactamente qué. Por falta de otra ocupación, me recosté y abrí un libro de cirugía que apoyé sobre mi pecho. Su peso me dificultaba la respiración. Como no podía concentrarme en el libro, mi mente vagó hacia Karen. ¿Qué estaría haciendo a las siete de la tarde si no dando un paseo con su novio? No podría decir que confiaba en ella, pero ¿qué significaba eso de confiar? ¿Por qué tenía que pensar en algo así? Era digno de un adolescente pensar en la confianza, si sólo éramos algo conveniente el uno para el otro.

Mis ensoñaciones me habían llevado a quedarme dormido cuando sonó el teléfono y me despertó. El maldito texto de cirugía estaba, todavía, sobre mi pecho y yo estaba respirando con mis músculos abdominales. Era de Urgencias.

—Doctor Peters, le habla la enfermera Shippen. La operadora me ha dicho que usted está en lugar del doctor Greers.

—Así es —dije con bastante disgusto.

—El interno que quedó aquí está bastante atrasado. ¿Podría venir y ayudarlo?

—¿Cuántas hojas hay en la bandeja?

—Nueve. No, diez.

—¿Pidió ayuda el interno? Diablos, yo me atrasaba diez hojas todos los viernes y sábados durante los meses que estuve en Urgencias.

—Bueno, pero él es lento y…

—Si se atrasa unas quince y el interno mismo pide ayuda, llámeme de nuevo.

Colgué, harto de esas enfermeras de la SU que siempre pretenden dirigir la sección y tomar decisiones. La SU es el territorio del interno; hasta podía llegar a enfadarse si yo aparecía por ahí. En eso había un gramo de verdad y un kilo de razonamiento. Sin embargo, en los dos meses que yo había pasado en la SU, ni una vez le había pedido ayuda al interno de guardia. No podía pensar que estuviera con tanta gente y tan ocupado un miércoles por la noche. Traté de leer un poco más pero no avanzaba y cada vez me ponía más nervioso y alterado. Mis manos temblaban un poco (algo nuevo) mientras hacía equilibrios con el libro sobre el pecho. Mis pensamientos corrían, desconectados, de Cirugía a Karen y al mal rato que había pasado haciendo surf y vuelta a Cirugía. Me levanté y fui al cuarto de baño. Tenía una ligera diarrea.

Cuando el teléfono volvió a sonar, era la misma oficiosa enfermera de la SU, diciéndome, con toda satisfacción, que el interno había pedido ayuda. Sentí que se habían meado encima de mí de tal forma que colgué sin decir nada. Antes de tener tiempo de salir de la habitación, sonó, de nuevo, el teléfono. Era la antipática enfermera que quería saber si iba a ir o no. Junté toda la mala uva que pude y le dije que iba para allá, siempre que pudieran controlar la situación mientras me ponía los zapatos. No hizo efecto. Ella estaba más allá de las groserías y yo más allá de las ganas de seguir diciéndolas y de apresurarme a llegar a la SU. Tal vez cuando llegara ya estaría todo en calma. No me habría importado hacer una tranquila sutura, o dos, algo de ese estilo. Pero, seguramente, iba a tener que lidiar con algún accidente o con convulsiones.

Había dejado de llover y una o dos estrellas titilaban entre las masas violetas de pesadas nubes. El viento había cambiado de dirección. Otra vez soplaba hacia fuera desplazando al kona.

Al llegar a la SU tuve que aceptar que la situación no era de calma precisamente. Estaban trabajando dos residentes con el interno. Además, había cuatro o cinco médicos particulares, con sus propios pacientes. Una de las enfermeras me dio una hoja y dijo que aquel individuo estaba esperando desde hacía bastante tiempo; no habían podido encontrar a su médico particular. Tomé la hoja y me encaminé hacia uno de los consultorios, leyéndola. Lo principal era: «Nerviosismo. Se le acabaron las pastillas». ¡Cristo! Me detuve y leí con atención. El médico particular era un psiquiatra; con razón no habían podido localizarlo. El paciente era un hombre de treinta y un años y estaba en el consultorio para los casos psiquiátricos. Estaba en dirección contraria a la que yo había tomado: a la derecha. ¡Mala suerte! Un caso psíquico. ¿Por qué no era una simple herida en la cabeza… algo que yo podía arreglar, en lugar de un problema dentro de la cabeza?

Cuando entré al consultorio me senté frente a un hombre de aspecto juvenil, sentado en el diván. El diván y la silla de respaldo recto eran los únicos muebles que estaban en el cuarto desnudo, de paredes blancas. Tanto el diván como la silla estaban fijados al suelo. Todo estaba inmaculadamente limpio e iluminado por los tubos fluorescentes de un artefacto del techo. Miré de nuevo la hoja y luego al paciente. Era un tipo bastante buen mozo, con pelo castaño, ojos castaños y bien peinado. Tenía las manos asidas por delante de él y aquél era el único signo de su nerviosismo: las frotaba una con otra como si estuviera modelando algo con arcilla.

—¿No se siente bien? —pregunté.

—No. Estee… sí. No me siento muy bien —contestó, poniendo las manos sobre las rodillas y alejando la mirada de mí—. Supongo que usted es un interno. ¿No vendrá mi médico?

Lo miré por unos segundos. Había aprendido que lo mejor es dejarlos hablar pero, era evidente, que él quería que contestara a sus preguntas.

—Sí, soy un interno —dije, un poco a la defensiva—. No podemos localizar a su médico. Creo que podemos ayudarlo, por ahora, y usted podrá ver a su médico más tarde o mañana.

—Pero lo necesito ahora —insistió, sacando un cigarrillo que yo le permití encender. Los pacientes psiquiátricos pueden fumar si lo desean. En esos consultorios no hay oxígeno.

—Si me cuenta algo de lo que le pasa, el psiquiatra residente o yo podremos ayudarlo.

Yo estaba seguro de que no iba a ir el psiquiatra residente pero podría decirme algo por teléfono.

—Estoy nervioso. Siento los nervios por todo el cuerpo y no puedo quedarme tranquilo. Me temo que voy a hacer algo.

Hubo una pausa. Otra vez me miraba y sostenía la mirada. Aunque había encendido el cigarrillo, no se lo había llevado a los labios sino que lo tenía entre el índice y el dedo medio. Un hilo de humo ondulaba como una serpiente. Los ojos, muy abiertos, mostraban las pupilas dilatadas. El sudor brillaba en la línea del pelo, sobre su frente.

—¿Qué es lo que teme hacer?

Yo quería darle toda la cuerda posible. Además, no me importaba el tiempo que iba a tener que estar sentado allí. Los otros problemas de la SU, en pleno caos, se resolverían sin mi intervención. Lo tenían bien merecido por haberme dado un caso mental.

—No sé lo que podría llegar a hacer. Eso es parte del problema. Lo que sé es que cuando estoy en este estado no tengo mucho control sobre lo que pienso… sobre lo que pienso. Pienso.

Estaba mirando fijamente la pared blanca, mirando sin pestañear. Entonces hizo una mueca que convirtió su boca en una raya.

—¿Hace mucho que tiene este tipo de problema?

Le hice la pregunta tratando de romper el estado de trance, de lograr que siguiera hablando.

—¿Cuánto tiempo hace que lo atiende el psiquiatra?

Al principio parecía que no oía y yo estaba a punto de repetir la pregunta cuando se volvió hacia mí y dijo:

—Unos ocho años. Me diagnosticaron una esquizofrenia de tipo paranoide y estuve dos veces internado. Estoy en tratamiento psiquiátrico desde mi primer internamiento y me siento bastante mejor, sobre todo desde hace un año o algo así. Pero esta noche me sentí como hace años. La única diferencia es que ahora sé lo que está ocurriéndome. Por eso necesito más Librium y debo ver a mi médico. Tengo que detener esto antes de que se descontrole.

Sus conocimientos me sorprendieron. Supuse que había sido tratado con toda intensidad; tal vez hasta había sido psicoanalizado. Era evidente que era inteligente. Aunque yo era un novato en estas lides, sabía lo bastante como para tratar de hacerlo hablar y comunicarse. Habría sido más corto darle Librium y esperar para saber si le hacía efecto o no, pero yo estaba interesado, en parte en él, en parte porque me mantenía fuera de las actividades de la SU. Oí, de fondo, el llanto de un niño.

—¿Por qué tuvo que internarse? —pregunté.

Respondió con ansiedad:

—Yo estaba en un colegio en Nueva York y tenía algunas dificultades con mis estudios. Vivía en casa con mi madre. Mi padre había muerto cuando yo era pequeño. Entonces, cuando estaba en segundo de bachillerato, mi madre empezó a tener relaciones con aquel hombre y eso me fastidió mucho; aunque, al principio, no podía saber por qué. Era muy caballero, buen mozo y agradable. Supongo que tenía que haberme caído bien. Pero no fue así. Lo sé ahora. La verdad es que lo odiaba. Al principio yo me repetía que me agradaba. En realidad, él me atraía. Ahora sé eso, también.

Yo me daba cuenta de que lo que me contaba era el marco que le había proporcionado el psiquiatra para su cuadro de ansiedad. Ya había empezado a hablar y continuaba.

—Y empecé a odiar a mi madre también, por muchas razones. El odio estaba en un nivel inconsciente, desde luego. Una de las razones era su relación con aquel hombre y el haberse desligado de mí; la otra era que lo tenía para ella. Creo que yo tenía una tendencia homosexual latente. Pero amaba a mi madre. Era la única persona de la que me sentía cerca. No tenía muchos amigos… nunca los tuve… ni sentía mucho placer saliendo con chicas. Bueno, cuando el presidente Kennedy fue asesinado, oí que el criminal había sido un joven. Estaba viajando en el metro, de vuelta del colegio, y pude ver en los diarios que leían a mi alrededor: «KENNEDY ASESINADO POR UN JOVEN». Estaba nervioso, lo había estado durante días, y, de repente, como era un joven, decidí, no me pregunte cómo, que yo había asesinado a Kennedy. Los días que siguieron fueron infernales; así es como los recuerdo. No fui a casa. Tenía terror de que todos estuvieran persiguiéndome. Lo que empeoraba las cosas era que la gente lloraba por todos lados. Me preocupaba atrozmente que se dieran cuenta de que yo era el asesino; de manera que seguí huyendo, durante dos días, temeroso de cualquier persona que viera y, créame, es difícil huir de la gente en Nueva York. Por suerte terminé en un hospital. Tardé cerca de un año en calmarme y otro año de tratamiento intensivo para entender qué era lo que me había ocurrido. Entonces, las cosas…

De repente se interrumpió en mitad de la frase y empezó, otra vez, a mirar fijamente a la pared. Entonces me miró y preguntó:

—¿Me tomaría la presión? Me temo que la tengo alta.

Con gusto le habría tomado la presión pero no había equipo en aquel consultorio. Salí en busca de un aparato, ligeramente mareado por la historia repentina, concisa y espeluznante del desarrollo de una esquizofrenia paranoide.

Cuando volvía al consultorio, una enfermera quiso darme otra hoja pero no la cogí, diciéndole que aún no había terminado con el paciente.

De vuelta en el consultorio, mi paciente se levantó la manga con anticipación. Se mostraba interesadísimo mientras yo le ponía la banda alrededor del brazo y trató de leer el manómetro cuando yo bombeaba. Su presión era 14,2/9,6. Le dije que estaba apenas por encima de lo normal y que era la que correspondía a su estado de nerviosismo. En realidad, me sorprendían las lecturas por su magnitud. Entonces, le pregunté qué había pasado cuando salió del hospital.

—¿Cuál salida? —preguntó.

—¿Estuvo internado más de una vez?

—Dos veces. Ya se lo conté.

—¿Qué pasó después de la primera?

—Todo fue bien. Visitaba regularmente a mi psiquiatra. Entonces, de repente, empecé a sentirme nervioso, como ahora, y empeorando por momentos hasta que tuve que internarme durante cuatro meses.

—¿Cuánto duró el intervalo entre los dos internamientos?

—Casi un año y medio. El verdadero problema es que no puedo entender qué pasó la segunda vez. Yo no estaba paranoico sino nervioso. Tenía lo que ellos llaman «estado de ansiedad prevaleciente». Entonces, mi psiquiatra comenzó a hablar de esquizofrenia pseudoneurótica, pero eso yo no lo entendía tan bien aun cuando leía mucho al respecto. Por eso me preocupa tanto mi estado actual. Ahora estoy nervioso, muy nervioso. Tengo la misma ansiedad que tenía antes de internarme por segunda vez y eso no puedo resistirlo. No quiero que, otra vez, todo empiece a ir mal. No sé por qué me siento así ahora. Todo ha ido bien últimamente. Hasta mi negocio va bien.

Me di cuenta de que había tenido una buena compensación psicológica. Había sido capaz de establecer un nuevo hogar en Hawai y hasta de comenzar con un negocio. Era raro pero, yo también me sentía nervioso; desde luego que por diferentes motivos y en distinto grado. Yo estaba agotado pero mi problema podía curarse durmiendo un poco y relajándome. El de él podría llegar a tener una solución a largo plazo. Además, le preocupaba el llegar a descontrolarse. Una enfermera abrió la puerta y empezó a decir algo, pero se interrumpió y la cerró cuando nos vio hablando.

—¿Tiene muchos amigos aquí?

—No, realmente no. Nunca he tenido muchos amigos. Prefiero quedarme en casa y leer. No me divierte salir y sentarme en bares y beber. Me parece una pérdida de tiempo. Creo que no tengo demasiado en común con el resto de la gente. Me gusta el surf, de vez en cuando, y tengo un par de compañeros para eso, pero la mayor parte de las veces voy solo.

Eso me divirtió por un momento. Un surfista esquizofrénico. Pero, de alguna manera, su estilo se parecía al mío.

—¿Y su madre? ¿Dónde está ella?

—Está en Nueva York. Se casó con aquel individuo. Mi psiquiatra sugirió que me fuera por un tiempo, por eso vine a Hawai. Por cierto que mi vida cambió para mejor.

Me puse de pie y caminé hasta la puerta. Una de mis piernas se había dormido y sentía hormigueo en el pie.

—¿En qué se ocupa?

—Soy fotógrafo. Trabajo por mi cuenta y hago también algunos trabajos para la industria. Eso me mantiene ocupado.

También se puso de pie y caminó a lo largo del cuarto hasta la pared donde estaba la silla. Yo me di vuelta, me agarré las manos a la espalda y me apoyé en la puerta. Él parecía haberse calmado algo, haberse aliviado un poco la ansiedad.

—¿Y las mujeres? —le pregunté, dudando un poco, preguntándome qué habría pasado con aquellas tendencias homosexuales que había mencionado.

Me miró por un segundo cuando le hice aquella pregunta y entonces se sentó en la silla, mirando el suelo.

—Bien, muy bien. La verdad es que nunca he estado tan bien. Voy a casarme dentro de poco con una chica excelente. Por eso quiero estar bien seguro de que todo va bien conmigo. No quiero pasar más tiempo internado en algún maldito hospital. Ahora no.

Comprendí su aflicción. Por haber hablado de aquello, la conversación tomó un cariz más personal. En realidad ya habíamos estado conversando en un plano muy personal, pero el hecho de que conectara su deseo de casarse con sus dificultades psíquicas me facilitaba la comprensión y la simpatía. Después de todo si él llegaba a establecer una buena relación con su novia, ella podría ser una fuente permanente de compensación. Por lo menos era una buena oportunidad. Aquel tipo actuaba de manera diferente a la de los perturbados mentales: estaba tratando, realmente, de salir del pozo. Eso me gustaba. Entonces me senté en el diván cerca de la silla donde estaba sentado él.

—Eso está muy bien. Usted está superando sus problemas fundamentales.

—Sí, es maravilloso —dijo, pero sin mucha emoción.

El hecho de que los esquizofrénicos desarrollen efectos espectaculares apareció en mi mente como recuerdo de alguna clase de psiquiatría. Me produjo la sensación momentánea de comprensión y placer académico.

—¿Cuándo se casa? —pregunté para ver si obtenía alguna respuesta emocional.

—Bueno, ése es uno de los problemas —dijo—. Ella no ha fijado una fecha aún.

Me chocó la respuesta.

—Pero ¿le dijo que sí, que quiere casarse con usted?

—Claro que lo ha hecho. Pero aún no ha decidido cuándo nos casaremos. La verdad es que estaba pensando preguntarle otra vez, esta noche, si nos casaremos este verano. Me gustaría casarme este verano.

—Y ¿por qué no se lo pregunta esta misma noche?

Yo comenzaba a tener la impresión de que se trataba de la hipersensibilidad del esquizofrénico ante cualquier signo de rechazo. Tal vez lo que provocó su ansiedad era el temor de verse rechazado por la chica. Todos los signos apuntaban en aquella dirección.

—Esta noche no voy a poder —dijo.

—¿Por qué no?

Era una situación crucial. Si las cosas iban bien con la chica todo sería dorado; si iban mal, podía ser devastador. Él no lo ignoraba.

—Porque esta mañana me llamó y me dijo que hoy no podía verme. Cuando le pregunté por qué, me contestó que tenía algo importante que hacer. Muy a menudo pasa eso.

Comprendí que él estaba en una situación difícil. Cuanto más se postergase el casamiento, más dependiente se volvería de la estabilidad mental de la novia. Yo ya no sabía qué decir. Habíamos llegado a un punto muerto y pensé que lo mejor sería darle el Librium. Entonces me habló.

—Tal vez usted la conozca —dijo—. Trabaja aquí; es enfermera.

—¿Cómo se llama?

Sentí mucha curiosidad.

—Karen Christie. Vive muy cerca del hospital. Enfrente.

Sus palabras golpearon mi cerebro y rompieron murallas defensivas, cuidadosamente levantadas, y arrasaron con todo. Sentí que mi mandíbula caía involuntariamente y que mis ojos se ponían vidriosos reflejando mi confusión y descreimiento interior. Tuve que luchar duro para recuperar mi compostura exterior. Él estaba tan sumido en sus problemas que no se dio cuenta de mi malestar. Continuó describiendo su relación con Karen. En aquel momento, veinte segundos después de la revelación, yo había recuperado mi calma aparente y lo escuchaba, pero, dentro de mí, mis propios mensajes urgentes despojaban las palabras de él de todo significado. Éramos dos hombres hablando del mismo tema pero en diferentes idiomas.

De manera que aquél era el «novio», el fiancé. Yo compartía a Karen con un esquizofrénico que dependía totalmente de ella para su equilibrio mental, cuyo mundo se haría pedazos cuando se le negara aquella compensación, como había ocurrido por la decisión de Karen de pasar aquella noche conmigo. De una manera grotesca pero real, habíamos intercambiado los papeles; en aquel momento él era el terapeuta y yo el paciente. ¡Qué apropiado era que yo estuviese sentado en el diván y él en la silla! Hacía media hora que yo me había sentido rechazado porque Karen no podía verme hasta las once de la noche. Y, al mismo tiempo, ilógicamente, había bendecido mi suerte. Ella tenía otro hombre que la sacaba a pasear y la dejaba en casa a tiempo para tomar una cerveza y hacer el amor conmigo. El hecho de compartir algo con un esquizofrénico me hizo sentir la tentación de identificarme con él, de verme bajo la misma luz. Pensé en cuánto tendría de esquizofrenia mi personalidad. Pero yo no era esquizofrénico; mi comprensión de la realidad era demasiado buena. No podía creer que viviera ilusiones porque, por encima de todo, soy muy realista, en particular sobre mi papel como interno. Nunca tuve alucinaciones. Lo habría sabido, pensé. ¿Lo habría sabido?

Me di cuenta, de repente, de que me miraba esperando una respuesta. Con la mirada le pedí que hiciera de nuevo la pregunta.

—¿La conoce? —repitió.

—Sí —dije mecánicamente—, trabaja de día.

Una vez más empezamos a hablar y a pensar en idiomas diferentes cuando él continuó describiendo su media vida con Karen y yo me retraje en mis pensamientos. No, yo no era esquizofrénico pero, tal vez, un poco esquizoide. Buscando, en la memoria, las clases y las páginas de los libros de texto, trataba de recordar las características de la personalidad esquizoide. La mayoría de esos casos evitan las amistades o relaciones firmes y duraderas. ¿Entraba yo en eso? Sí, con toda seguridad, sobre todo en los últimos tiempos. Ciertamente que nadie describiría mis asociaciones con Karen, Joyce y hasta con Jan como firmes, ni caracterizadas por el respeto y el afecto. Eran sólo relaciones circunstanciales y convenientes en las que no invertía mucha emoción ni afecto (y era probable que las chicas tampoco). Tenía que admitir que para mí ellas eran vaginas que caminaban más que personas completas, que no servían como medios de acercamiento sino como forma de escape y para una ulterior separación. Lo mismo ocurría con mis pacientes. En el transcurso de los meses, había cambiado mi actitud hacia ellos. Cada persona se había convertido en un órgano o en una determinada enfermedad o en un procedimiento operatorio. Desde lo de Roso, yo había evitado todo contacto amistoso, toda confianza, y no me sentía involucrado con nadie. En aquel momento, aquella actitud me parecía esquizoide. Súbitamente, ideas viles y enfermizas me inundaron el cerebro, envenenándome. Me di cuenta de que tenía que irme de aquella habitación, salir del hospital e ir a algún lugar donde pudiera respirar. Dominando mis pensamientos, me concentré en la realidad que tenía frente a mí. Le pregunté apresuradamente:

—¿Qué tranquilizante usa?

—Librium de 25 miligramos —contestó un poco confundido. Era evidente que lo había interrumpido.

—Muy bien. Le daré una receta pero le aconsejo que vea a su médico esta noche o mañana. Mientras tanto, para que sienta el efecto de inmediato le haré dar una inyección de Librium.

Antes de que pudiera decir nada, me levanté del diván y salí al barullo y la luz de la SU. Escribí, mecánicamente la receta: «Librium 25mg x 10». No podía dejar de pensar en lo absurdo de que el paciente se hubiera transformado en terapeuta y el médico en paciente. El hecho en sí era casi una ilusión esquizofrénica. Una enfermera quiso darme otra hoja pero la rechacé. Le dije a otra enfermera que le diera una inyección intramuscular de Librium al paciente que estaba en el consultorio número cincuenta. Yo estaba sólo semiconsciente de la realidad de mi alrededor. Antes de irme tuve que volver para ver si el esquizofrénico no había sido una alucinación. Abrí la puerta y ahí estaba: bien, mirándome.

Cerré la puerta y empecé a caminar por el largo pasillo hacia mi cuarto. Todo era cierto. Todas las cosas que yo había pensado sobre mí después de que él pronunció el nombre de Karen. Yo era un frío e impersonal hijo de puta y cada día lo era con más intensidad. Todo lo que pensaba lo confirmaba. Mi amistad inicial con Carno, por ejemplo, había desaparecido bajo el disfraz de los horarios inconvenientes. La verdad es que había sido demasiado egoísta y perezoso para mantenerla. El surf era, posiblemente, lo menos honrado ya que lo usaba, al parecer, para llenar y aliviar mi vida progresivamente solitaria. Y Karen misma…, una relación vacía e insignificante, como no había conocido ninguna. Los sentimientos, apenas los había notado, el vacío; un deseo, no dirigido, de afecto… Yo había buscado, en vano, reprimirlos con relaciones con Karen, Joyce y hasta Jan. Todo esto se hizo atrozmente claro mientras estaba sentado, a oscuras, en mi cuarto, buscando respuestas.

No siempre había sido así. En el bachillerato había tenido amigos permanentes. ¿Y la nostalgia solitaria que en aquel momento me inundaba? Tal vez la había sentido, un poco, durante el primer año del colegio pero no después. La Facultad de Medicina había venido luego. ¿Se habrían sembrado ahí las semillas del cambio? Sí. Después de todo, fue durante los cursos de la Facultad de Medicina cuando los amigos empezaron a apartarse y mis actitudes y prácticas con las mujeres cambiaron por necesidad, debido al escaso dinero y el tiempo limitado. Pero aquellas semillas no germinaron hasta el internado, en aquel momento yo no era más que un turista que navegaba por el hospital en lugar del mundo real. ¡Qué diferente se había tornado todo! Sonó el teléfono pero no contesté. Me quité el uniforme blanco y me puse un tejano color natural y una chaqueta negra.

¿Por qué me había pasado aquello? ¿Era sólo el exceso de trabajo? ¿O eso combinado con el temor y la ira dentro de mí? ¿Era mi disgusto por mi propia actitud de no hablar y no decir lo que pensaba: que el sistema estaba podrido? ¿Mi disgusto por dejarme llevar y aceptar todo? ¿Estaba mi cerebro tan desgastado por el agotamiento que no trabajaba con lógica? No lo sabía. Cuanto más pensaba, más confundido y deprimido me sentía. Confundido en cuanto a las causas, no a los efectos. En perspectiva, los efectos se veían con toda claridad: me había convertido en un verdadero hijo de puta.

De repente recordé a Nancy Shepard. Pensé en cómo la había sacado de mi mente, en cómo había rechazado sus preguntas y acusaciones. Aquella noche en que discutimos, ella había estado tratando de decirme lo que yo acababa de aprender de mi terapeuta (mi terapeuta, el esquizofrénico). «¡Qué triángulo! —pensé—: una enfermera deshonesta, un esquizofrénico apenas compensado y un interno retorcido». Nancy Shepard me había llamado «egotista increíble», una masa egoísta yendo hacia un punto en el que el amor sería un imposible. Y ella tenía razón. ¡Qué importaba que hubiera que analizar más la cuestión! ¿Qué importaba que yo no fuera así de manera innata sino que aquella personalidad se hubiera desarrollado, que hubiera sido alentada, día a día, para evitar comprometerse emocionalmente, porque hacer aquello era la defensa natural que yo podía construirme para lidiar con la ira, la hostilidad y el agotamiento? ¿Qué importaba que la rutina del interno fuera de una monotonía sin sentido, ni que el sistema médico estuviera hecho para abusar de él y arrasarlo? Para Nancy Shepard… para cualquiera, el resultado final que se manifiesta en la personalidad es lo que cuenta. Ella me había tocado suavemente con una verdad y yo la había sacado a patadas de mi vida, por su preocupación.

Acostado en la cama, me pregunté qué podría hacer en aquel momento; quizá dormir. ¿Cuántos puentes tenía todavía para salvarme? ¿Y Karen? No sabía lo que haría. Tal vez la vería, tal vez no. Esperaba no hacerlo, pero sabía que lo más probable era que la viera.