Mi oído estaba entrenado para distinguir su sonido. A lo lejos, en la distancia, aparecía el inconfundible sonido ululante y ondulante y aumentaba su intensidad a medida que se acercaba. El reloj señalaba las nueve y cuarto. Yo estaba sentado detrás del escritorio de la sala de primeros auxilios… esperando.
Para algunas personas situadas incluso más cerca que yo de la sirena, el sonido de ésta habría sido inaudible, mezclado entre todos los ruidos comunes de la calle. Otras, conscientes de su buena salud o ignorantes de que no estaban tan bien, se contentaban con que disminuyera el volumen de la sirena y pasara al plano inconsciente, entremezclado con el ruido de los vehículos, radios, voces. Para aquellas personas el ruido de la sirena era algo ajeno.
Para mí, el ruido crecía siempre porque yo era el interno asignado a la sala de primeros auxilios (la SU para los que la conocíamos y amábamos). Mis deberes en la SU podrían resumirse en el título que yo mismo me asignaba de anfitrión: el primero en dar la bienvenida a todos los que llegaban. Y por cierto, llegaban muchos: jóvenes, viejos, los insomnes, los deprimidos, los nerviosos y hasta los accidentados y enfermos. Allí yo trabajaba de manera febril; comía con frecuencia y, a veces, hasta me sentaba, pero, esperando siempre la temida ambulancia, casi nunca dormía.
El sonido de la sirena significaba conflicto y yo no estaba preparado para él y creía que nunca iba a llegar a estarlo. Aunque hacía más de un mes que me habían asignado a la SU y ya llevaba más de medio año como interno, la emoción que más conocía era el temor.
Temor de que se me presentara un problema que no pudiera resolver y de cometer algún error grave. Parecía una ironía: me habían sumergido en aquel ambiente nuevo, que requería tipos muy diferentes de juicios médicos, justo cuando estaba empezando a desarrollar cierta seguridad en las salas y en los quirófanos. En Urgencias habría estado solo de no ser por la colaboración de un grupo de enfermeras muy capaces. En realidad, yo era el único responsable de lo que pudiera ocurrir. Durante el día, el asunto no era tan malo pues había otros médicos por ahí (los doctores de la casa estaban a unos segundos de la SU) pero podían llegar a transcurrir de cinco a diez minutos hasta que llegara alguno de ellos a ayudarme. Y había cuestiones que requerían una decisión inmediata. A veces me veía obligado a tomarla.
Hasta el horario de la SU era diferente. Veinticuatro horas de guardia y veinticuatro horas libres. No suena tan mal hasta que pasa la primera semana. Si se comienza a trabajar un domingo a las ocho de la mañana, cuando llegan las ocho del miércoles ya se han trabajado cuarenta y ocho horas y faltan otras cuarenta y ocho para completar la semana. El resultado es que, después de dos semanas, el organismo se rebela: se tienen dolores de cabeza, desarreglos intestinales y un ligero temblor. Lo natural para el cuerpo humano es trabajar un número de horas diarias y luego dormir, no trabajar veinticuatro horas seguidas. La mayor parte de los órganos, las glándulas en particular, deben descansar; sus mecanismos cambian en función del tiempo a lo largo de veinticuatro horas, se duerma o no. Después de dieciséis horas de trabajo, las glándulas «se van a dormir», con o sin uno, pero hay que seguir tomando decisiones de la misma importancia y con las mismas posibles consecuencias. La vida no es más tranquila a las cuatro de la madrugada que a mediodía. En verdad, algunos estudios indican que está más indefensa. Se pierde la paciencia, todo resulta una lucha, el menor impedimento se convierte en un malestar agudo…
La sirena ya se oía muy próxima. Presté atención, con la esperanza de oír los matices que indican que la ambulancia se dirige hacia un pequeño hospital de las cercanías.
Esta vez no. No podía verla, pero por los ruidos sabía que la ambulancia había entrado en mi hospital. En unos segundos iba a estar en la puerta de entrada a la SU y yo tenía que estar allí para recibirla.
Vi por las pequeñas ventanillas de la parte posterior, que los ocupantes de la ambulancia hacían torpes esfuerzos para reanimar al paciente. Uno le daba masajes cardíacos presionando el esternón; otro trataba, en vano, de sostener una máscara de oxígeno sobre la cara del enfermo. Cuando la ambulancia se detuvo, la alcancé y abrí la puerta. Unos pocos peatones se detuvieron para ver qué ocurría. Para ellos el asunto había terminado con aquella ligera mirada echada por encima del hombro. La ambulancia había llegado y el médico estaba ahí, esperando, con un extraño surtido de instrumentos milagrosos en las manos. Todo estaba asegurado. Para mí era sólo el comienzo de algo. Me alegraba que nadie pudiera leer mi mente mientras me preparaba para la eventualidad.
—Tráiganlo a la sala A —les grité mientras los de la ambulancia disminuían sus esfuerzos. Ayudé a cargar la camilla y mientras recorríamos con rapidez el corto corredor, les pregunté cuánto tiempo había pasado desde que el paciente había respirado sin ayuda: había dado alguna señal de estar vivo.
—No ha respirado ni dado ningún signo vital desde que lo recogimos hace unos diez minutos.
Era un hombre con barba, de unos cincuenta años; tan grande que todos tuvimos que esforzamos para ponerlo sobre la mesa para examinarlo. Los segundos se estiraban hasta parecer horas para mí pues la necesidad de tomar una decisión me torturaba: la decisión que nunca se discute fuera de los círculos hospitalarios. Yo debía declarar que se trataba de un paro cardíaco o de «muerte al llegar». ¡Era demasiado pedir que decidiera semejante cosa con la base de lo que podía recordar de los libros de texto! Sin embargo, tenía que tomarla y ¡rápido!
¿Qué ocurriría si yo definía este hecho como paro cardíaco? Hacía seis semanas que habíamos resucitado a un hombre que había estado clínicamente muerto durante ocho minutos. En aquel momento estaba en la UCI. Llevaba sólo una vida vegetativa pero, legalmente, estaba vivo aunque estuviera muerto en cualquier otro sentido. Viendo a aquel hombre día tras día, llegué a pensar que al darle aquella semivida que hace posible la tecnología, lo habíamos privado, de alguna manera, de su dignidad. Durante seis semanas el cuerpo había funcionado (el corazón había latido, los pulmones bombeaban en forma mecánica, los ojos estaban dilatados y vacíos). Sus familiares habían llegado al límite de sus reservas emocionales y financieras. ¿Quién podría animarse a desconectar la máquina que lo hacía respirar? ¿Quién se habría atrevido a quitarle los líquidos que fluían a sus venas y mantienen la concentración adecuada de electrólitos para que el corazón pueda latir sin intervención del cerebro? Nadie quiere desgajar ese pequeño brote de esperanza que crece aun en la más objetiva de las mentes.
Hay que considerar, también, el problema de la cama. Se necesita para otro que tal vez esté en mejores condiciones de vida pero que, si se le privara de los recursos de la UCI, llegaría a morir. Se llega a una decisión basada en sutiles e indefinidas gradaciones de vida versus muerte. No es una cuestión de blanco o negro sino de muchísimos matices de gris. ¿Qué es, realmente, estar vivo? Pregunta que dejaría perplejo a cualquiera y que debe contestar alguien cuya mente está entorpecida por la fatiga.
¿Cuál es la guía del interno exhausto en un momento como aquél? ¿La universidad, donde conceptos tan estériles como verdad, religión y filosofía conducen, de inmediato, a aceptar que la vida es lo opuesto de la muerte? No encontramos ayuda allí. ¿La Facultad de Medicina? Podría ser, pero las complejidades que se presentan en la torre de marfil sobre la reacción de Schwartzman y el ordenamiento de los aminoácidos en las cadenas proteicas, han dejado de lado las preguntas fundamentales. Tampoco habrá ayuda de parte de un médico en ejercicio. Éste permanece siempre silencioso, tal vez asombrado, pero endurecido por la repetición del problema. ¿Y el pariente o amigo que acompaña al paciente? ¿Qué diría si usted le planteara que hay muchos puntos de contacto entre la vida y la muerte? ¡Por favor! Él sólo puede pensar en lo que es o fue el tío Charlie. El interno, librado entonces a sí mismo, toma decisiones arbitrarias que dependen de lo cansado que esté, de si es de día o de noche, de si tiene una pareja o está solo. Entonces trata de olvidar las decisiones que ha tomado; lo que le resulta fácil porque está agotado; y porque siempre está agotado, siempre olvida… hasta que, más adelante, el recuerdo puede aflorar del inconsciente. Desesperado e inseguro, ha sido probado una vez más y no estaba preparado…
Era una paradoja, pero yo estaba solo aunque me rodearan seis personas al lado de aquel bulto humano, con barba que no respiraba. Sus extremidades estaban frías pero su pecho estaba caliente; no tenía pulso ni respiración y las pupilas estaban dilatadas y fijas. Uno de los del equipo de la ambulancia seguía contándome lo que le había relatado un vecino que estaba con el hombre. Aquel hombre había llamado a un médico después de un ataque de asma, aquella misma mañana. Luego había empeorado; tanto que pidió a un vecino que lo llevara a una sala de la SU. En mitad del viaje había tenido un ataque muy agudo de disnea, de incapacidad respiratoria. Hizo parar el coche, se bajó, dio unos pocos pasos tambaleantes y se desplomó. El vecino corrió a pedir ayuda y allá fue la ambulancia.
—Muerto en el trayecto.
Lo dije con firmeza para cubrir mi propia inseguridad. La verdad es que mis pensamientos se desplazaban hacia varios lados, de manera caótica, en busca de alguna pauta.
Es extraño, pero las experiencias que hacen más vulnerable a un interno ocurren por las mañanas. A pesar del descanso superficial que significa haber dormido una noche, su capacidad para tomar decisiones está disminuida por el agotamiento que producen los ciclos alternados de veinticuatro horas. Su experiencia no es suficiente para tomar decisiones cruciales por puro reflejo y no sobre la base del pensamiento racional. Se toma por lógico el viejo aforismo de que la costumbre provoca la ciega aceptación. Y así es. Muy a menudo, al principio de la carrera, el interno se ve frente a alguna situación en la cual su mente está lo bastante lúcida como para razonar pero, sin embargo, no puede hallar las respuestas. Así como le ocurre al esquizofrénico, que no puede manejar un exceso de estímulos sensoriales, la información permanece disociada en la mente del interno. De manera que absorbe aquellas experiencias que lo arrollan; éstas flotan en su mente en un conglomerado sin orden hasta que se siente lo bastante cansado como para mandar todo al inconsciente y, eventualmente, llega a un punto en que ya esas experiencias le resultan familiares, comunes, y entonces las acepta sin pensar. Por ese entonces ha perdido, ya, gran parte de su humanidad…
Toda esta actividad mental se desarrollaba en milésimas de segundo. Yo no permanecí pesando los pros y los contras mientras el barbudo yacía ahí. Desde que abrí la puerta de la ambulancia y lo declaré «muerto en el trayecto», habían transcurrido treinta segundos o menos. Pero el tiempo me pareció mucho más largo y el hecho me afectó durante horas. Tenía algo que agradecer: mi entrenamiento ya estaba lo suficientemente adelantado como para que no volviera a tomarle el pulso.
Pero el meollo de la cuestión seguía intacto: ¿Por qué se me permitía tomar esas decisiones? Me sentía como si fuera un cómplice del demonio, un factor de la muerte de aquel individuo. Es verdad que si yo no hubiera decidido el asunto, otro habría tenido que hacerlo. Yo no era indispensable en aquel drama de definir a alguien como muerto. Pero todo eso es muy fácil de decir mientras uno está fuera de la cuestión; yo no podía deshacerme del problema con tanta facilidad. Yo había tomado una decisión sin la cual el barbudo no habría estado técnicamente muerto en aquel momento. Si no lo hubiera definido como muerto, ya estaría todo conectado a un montón de aparatos y estaríamos empujando su pecho, respirando por él, manteniéndolo legalmente vivo. De modo que yo sentía que, por haber impedido todo aquello, era, en cierto modo, responsable de su muerte.
¿Me había apresurado demasiado en declararlo «muerto en el trayecto»? ¿En elegir la salida fácil? Tan pronto como di mi «diagnóstico» todas las puertas médicas se cerraron. Si yo hubiera decidido de otra manera, a favor de intentar la reanimación, lo primero que habría hecho habría sido insertarle un tubo endotraqueal de modo que hubiésemos respirado en lugar de él. Siempre encontré esto muy difícil de hacer. Tal vez lo había declarado muerto para salvarme de aquel trabajo. O tal vez porque yo sabía que todas las camas de la UCI estaban ocupadas y me imaginaba que, aun en el caso de que lográramos salvarlo, sólo se convertiría en otro vegetal. Ahora sé que estas preguntas no tienen respuestas, pero en aquella época me volvían loco. En aquel estado salí al vestíbulo a hacer frente a la esposa y a la niñita. La mujer era alta y delgada, casi escuálida, con los ojos oscuros hundidos. Llevaba sandalias y una especie de vestido largo estampado. Casi envuelta en los amplios pliegues del vestido había una niña de unos siete años.
La situación parecía extraída de alguna serie de televisión que podría haberse titulado: «Los médicos jóvenes» o «Los internos» y que habría de estar repleta de situaciones dramáticas y sentimentales. De nuevo, la realidad no tenía nada que ver con Ben Casey. El encuentro con la mujer, asustada y preocupada, y la niña, no tenía nada de dramático ni de sentimental para mí: era sólo otro obstáculo que debería salvar. Tal vez alguna persona omnisciente habría tenido mejores recursos que yo. Yo no era esa clase de persona. Sabía lo que había pasado detrás de la cortina pero no tenía la menor idea sobre lo que estaba pensando aquella gente, sobre lo que necesitaban oír. Lo peor de todo era que yo estaba hundido tan desesperadamente en mis propios pensamientos locos sobre la muerte y mi responsabilidad y sobre lo que habría podido, tal vez, cambiar las cosas, que lo que les habría rogado que escucharan habría sido alguna de mis clases sobre el ciclo de Krebs o alguna otra sutileza médica. ¡Qué mal que me había preparado para aquello la Facultad de Medicina! «Recuerde sólo los conceptos Peters; lo demás vendrá después». El resto, la muerte, es algo que se aprende por el método de prueba y error, así que al fin, por suerte, uno cae en las cómodas y elegantes frases de la televisión.
—Lo siento muchísimo. Hicimos todo lo posible por salvarlo pero su esposo ha fallecido.
Lo dije con mucha suavidad. Las palabras triviales salieron de golpe, y sonaron bastante bien; en verdad tuvieron un efecto muy satisfactorio en aquellas circunstancias. Tal vez podría tener un futuro en la televisión. Lo único que me molestaba era aquella parte sobre «hicimos todo lo posible». No habíamos hecho nada. Lo que acababa de decir era sólo una muestra de hipocresía estúpida puesta a mi servicio. Ya se me pasaría. La mujer y la niña se quedaron rígidas y yo di media vuelta y me fui.
¡Gracias a Dios no tenía que ver a otros pacientes! Firmé el papel en el que quedaba registrado que yo definía al barbudo como muerto y me fui con rapidez al cuarto de los médicos y cerré la puerta de golpe. Eso provocó que se moviera un poco el cuadro que nos había regalado un laboratorio farmacéutico, que mostraba a un montón de incas abriéndole el cráneo a un pobre tipo. El calendario de Playboy colgado en la pared opuesta apenas se movió en señal de protesta y Miss Diciembre permaneció imperturbable. Me desplomé en un enorme sillón de cuero. La habitación era grande, con las paredes vacías excepto las que tenían a los incas y al calendario con Miss Diciembre. Deseé que mi mente quedara tan vacía y tan tranquila como el cuarto.
Me ayudó Miss Diciembre; la verdad es que me hipnotizó. ¿Qué tenía Playboy contra el vello corporal? Dejando de lado la abundante cabellera requerida sobre la cabeza, el resto de Miss Diciembre era tan liso como el mármol: ni un pelo alrededor de sus pechos, en las axilas ni en las piernas y, al parecer, tampoco entre las piernas, aunque esto era difícil de juzgar debido a la estratégica posición de una media de Navidad. Tal vez Playboy no comprendía a una buena parte de su mercado. Yo no creía que el vello púbico fuera algo antiestético. La verdad es que, recordando la noche anterior, decidí que el vello púbico de Joyce Kanishiro era uno de sus rasgos más atractivos. No quiero ofenderla con esto, sólo decir que tenía un montón de precioso vello. Cuando estaba desnuda, se veía desde cualquier lugar donde uno estuviera. Pensé que resultaría muy difícil que Joyce apareciera algún día en Playboy.
Miss Diciembre, Joyce y los encantos del vello corporal no pudieron sacar por completo de mi mente al barbudo. No había sido la primera vez que me había enfrentado con la muerte en la SU. En realidad, el primer día que pasé en la SU, cuando temblaba sólo al pensar que tendría, a lo mejor, que recibir a alguien con algún ligero ataque de asma, llegó una ambulancia, disminuyendo la intensidad del ruido de la sirena, de la que sacamos a un muchacho de veinte años al que el equipo de la ambulancia ya había estado dándole respiración artificial y masaje cardíaco. Yo estaba ahí, de pie, casi retorciéndome las manos y esperando que alguien llamara a un médico. Eso era ridículo: era a mí a quien habían ido a buscar, pasando las luces rojas y arriesgándose a todo.
Miré al muchacho y vi que su ojo izquierdo estaba desviado. Su pupila, distorsionada, miraba hacia algún punto que no estaba en ninguna parte. ¿Qué podría hacer yo con aquel ojo? En realidad, no tenía que pensar tanto, puesto que el muchacho no respiraba y su corazón había detenido su marcha. El equipo me informó que no había tenido la menor reacción desde que lo recogieron, respondiendo a la llamada de un vecino. Cuando lo extendieron en la mesa, vi una herida en la parte posterior de la cabeza. Traté de observarla bien pero estaba bloqueada por trocitos de cerebro que salían de la herida, un agujero de una pulgada de diámetro y entonces, de repente, me di cuenta de que al muchacho le habían disparado un balazo y que la bala había entrado por el ojo izquierdo y salido por la parte posterior del cráneo. Las enfermeras y los muchachos de la ambulancia estaban ahí, de pie, agitados por los esfuerzos que habían hecho, mientras yo cumplía con la rutina. ¡Pura estupidez! Empecé con el estetoscopio (nada iba a cambiar el estado de las cosas) pero, por falta de otra estrategia, lo coloqué sobre su pecho. Todo lo que oí fueron mis propios pensamientos y mis dudas sobre qué hacer después. Siempre se espera que el interno haga algo pero aquel muchacho estaba tan muerto que ya estaba frío.
—Está muerto —dije, después de buscar los pulsos.
—«Muerto en trayecto». ¿No, doctor? No es paro cardíaco, ¿no es cierto?
Eso estaba bien. «Muerto en trayecto». La jerga médica me daba seguridad. Aquel muchacho con el agujero en la cabeza había sido algo muy diferente del hombre barbudo. Por supuesto que el agujero me había producido un gran susto, pero me sentía muy aliviado porque no tenía que encargarme de aquel ojo. Lo principal era que aquel agujero en su cabeza me relevaba de toda acción y responsabilidad. Por otra parte, sin la sábana que lo cubría, el hombre barbudo parecía muy normal, como si estuviera durmiendo. Así es la muerte que ocasiona el ataque de asma. Ni con una autopsia se encuentra demasiado a menos que haya tenido un ataque cardíaco masivo.
Sentado en el cuarto de los médicos, traté de imaginar a Joyce Kanishiro en la hoja central de Playboy. Quedaría muy bien. Hasta tenía unos pocos pelos negros alrededor de los pezones. Habrían tenido que retocar un poco la fotografía.
Joyce era una enfermera del laboratorio con un horario loco como el mío. Aquél no era el problema, pero ella tenía algo bastante desagradable en contra: su compañera de cuarto estaba siempre allí. Cada vez que llevaba a Joyce hasta su piso (las primeras veces que salimos juntos) estaba siempre su compañera allí, comiendo manzanas y viendo televisión. Había, además, un dormitorio pero nunca llegaba la oportunidad de ir a él. La compañera de Joyce era, evidentemente, una persona que vivía de noche. Si hubiésemos llegado a las cinco de la mañana la hubiésemos encontrado mirando las rayas en la pantalla del televisor. Después de unas cuantas noches en las que vimos series, noticieros y la última película, decidí que Joyce y yo tendríamos que cambiar de local.
Mis recuerdos de Joyce fueron apartados por otro recuerdo: el de un episodio que tuvo lugar al atardecer, unas dos semanas después que empecé mis tareas en la SU. La misma rutina: sirena, luces rojas y un individuo que, también, parecía normal. Mientras los auxiliares lo descargaban y lo metían en la SU, me contaron que aquel hombre se había caído desde un decimoquinto piso sobre un coche aparcado. ¿Se había movido? No. ¿Había tratado de respirar? No. Pero parecía normal y muy tranquilo, como el barbudo, sólo que mucho más joven. ¿Cuánto tardaron en llegar al hospital? Unos quince minutos. Siempre exageran acortando el tiempo para evitar que los critiquen. Observé los ojos de la víctima con un oftalmoscopio hasta que pude enfocar sus vasos sanguíneos. Al concentrar mi observación en las venas, vi acumulaciones oscuras que sólo podían ser coágulos de sangre.
—Muerto en el trayecto —dije—. No es paro cardíaco.
El caso también me había preocupado mucho, aunque caer desde el decimoquinto piso generalmente es definitivo.
La familia empezó a llegar, en grupos. Al principio no llegaron los parientes más cercanos sino primos y tíos y hasta vecinos. Al parecer, el hombre, que se apellidaba Romero, había perdido pie mientras pintaba el exterior de un edificio. Cuando las enfermeras llamaron a la mujer de Romero para avisarle que su marido estaba muy grave, la noticia del accidente ya se había expandido y cuando la señora Romero llegó el lugar estaba lleno de gente que quería saber cómo estaba él y esperaban verlo. Cuando le comuniqué a la señora Romero que su esposo había muerto, usando mi tono de voz más tranquilizador, ella levantó las manos al cielo y empezó a gemir. Todos los demás entendieron la clave y empezaron, también, a gemir. Desde aquel momento y durante una hora presencié la más increíble y estremecedora actuación de los Romero y sus amigos, que seguían llegando a la SU. Golpeaban las paredes, se tiraban de los pelos, gritaban, lloraban y se peleaban entre ellos. Finalmente, comenzaron a romper los muebles de la sala de espera. No tuve tiempo de preocuparme por las implicaciones metafísicas del caso porque estaba demasiado ocupado en protegerme (a mí y al resto del equipo). Han matado a internos en la SU. No es un chiste.
Más tarde vi el informe del patólogo después de la autopsia, Romero se había seccionado la aorta. Eso me hizo sentir un poco mejor. Pero sabía que el patólogo no habría de encontrar nada mal en el barbudo.
Dormitando y descansando en el viejo sillón de cuero, yo jugaba con los recuerdos mientras los pechos gigantescos, casi ridículos de Miss Diciembre, parecían crecer cada vez más. Los pechos de Joyce no eran así. Nos habíamos mudado a mi cuarto para evitar a la adicta a la televisión y yo recordaba, vagamente, haberme despertado a eso de las cuatro de la mañana cuando ella se iba por la puerta de atrás antes de que alguien pudiera verla. Había sido idea suya; a mí no me habría importado nada. Pero fue así como nos independizamos de Miss Manzanas y su televisor. El horario era maravilloso. Durante las veinticuatro horas que tenía libres, yo practicaba surf por las tardes y después leía. A eso de las once, cuando Joyce terminaba su trabajo, iba a mi cuarto y nos acostábamos. Ella era una chica atlética a la que le gustaba moverse por todo el lugar. Tenía mucha resistencia: era, realmente, insaciable. Cuando ella estaba cerca yo no podía pensar en otra cosa.
Pero la cama de mi habitación en el hospital hacía un ruido atroz y era muy pequeña. Cuando Joyce se iba, a eso de las cuatro y media, me parecía maravilloso expandirme por toda la cama lujuriosamente. Durante un tiempo, yo me levantaba cuando ella se iba, parecía lo adecuado, y la saludaba mientras ella bajaba por la escalera. Pero luego, sólo me apoyaba en un codo mientras observaba cómo se vestía. No pareció importarle. Aquella mañana había vuelto a mi cama pero vestida, toda de blanco y almidonada, y me había dado un beso ligero. Le dije que volveríamos a vernos muy pronto. Era una buena compañera de juego.
Cuando el teléfono sonó para despertarme, tres horas más tarde, me pareció que había pasado tan poco tiempo que casi me pareció ver a Joyce aún ahí. Debo de haberme quedado dormido antes de que ella llegara a la puerta.
El sábado era el día más movido de la semana en la SU. Eran las siete y media de la mañana del sábado. Aunque había estado en la cama durante ocho horas, me sentía agotado y descentrado. Era por aquel asunto de los ciclos de veinticuatro horas. Había cumplido la rutina habitual que comenzaba apoyándome en el lavabo y estudiando mis ojos inyectados y terminaba con mi llegada a la SU un minuto después de las ocho, como siempre. Era raro, pues a pesar de mi tendencia general a llegar tarde, siempre me las arreglaba para llegar justo a tiempo a la SU, a relevar a mi colega, que se iba lleno de gratitud, con la ropa salpicada de sangre y los párpados a media asta.
Hasta que llegó el barbudo, aquélla había sido una mañana tranquila para un sábado, sin grandes problemas. Sólo la procesión usual de personas. A alguna se le había caído una plancha sobre un pie; otra se había hecho daño con un vidrio. Todo había sido despachado con rapidez.
Había pasado una media hora desde el episodio del de la barba y era obvio que no había ocurrido nada más; de otro modo no estaría yo sentado en la habitación de los médicos. Mi reloj indicaba las diez de la mañana. Sólo era cuestión de esperar.
Oí golpear la puerta y entró una enfermera para avisarme que unos cuantos pacientes estaban esperando. Sintiéndome aliviado por el hecho de que alguien me sacara de mis ensueños, volví a la luz del día y leí las hojas que la enfermera ya había preparado. Me quito el sombrero ante las enfermeras. A cada paciente que llega lo conducen hasta el pequeño consultorio y allí toman los datos iniciales: administrativos, presión sanguínea y hasta temperatura (ésta si lo consideran necesario). En otras palabras: ellas interrogan muy bien al paciente. No deciden sobre quién debe ser examinado y quién no; de todos modos debo examinar a todos, pero tratan de establecer prioridades si hay mucho trabajo y de proporcionarme un poco de tranquilidad si no lo hay. Cada vez que un interno nuevo queda a cargo de la SU, supongo que las enfermeras deben de sentirse tentadas de resolverlo todo solas porque la mayoría de los que llegan no están preparados para actuar en emergencias.
Pero yo era el interno a cargo, con la bata blanca, los pantalones blancos, los zapatos blancos, el estetoscopio plegado y acomodado en el bolsillo izquierdo de una manera particular; estaba equipado con bolígrafos de varios colores, una linterna, un martillito para los reflejos, un oftalmoscopio y cuatro años de la Facultad de Medicina. Aparentemente, estaba preparado para todo. En la realidad, sólo podía encargarme de las cosas en las que ya había tenido alguna experiencia. Teniendo en cuenta que la cantidad de enfermedades y malestares es infinita, yo no estaba preparado para casi nada. Mi ineptitud era como una sombra que sólo desaparecía cuando el lugar estaba atiborrado de bebés que lloraban y de suturas para hacer. Después de diez horas, por lo general, ya estaba tan cansado que no podía pensar aunque no tuviera pacientes. De manera que lo peor era la mañana, había que pasar la tarde y el resto del tiempo parecía manejarse por sí mismo.
El primero de los dos nuevos pacientes era un surfista que se había golpeado en la cabeza con la tabla y tenía una herida de cuatro centímetros por encima del ojo izquierdo. Estaba no sólo consciente sino despejado y tenía la visión normal. Estaba normal excepto por la herida. Llamé a su médico particular quien, como era de suponer, me dijo que siguiera adelante y cosiera la herida. Y así se hizo. Los pacientes llegaban, yo los revisaba y luego llamaba a sus médicos particulares. Si no lo tenían, elegíamos uno para él siempre y cuando pudiera pagarle, por supuesto. Si no era así, se los consideraba pacientes del hospital y yo o uno de los residentes tomábamos la responsabilidad de tratarlos. «Sutúrenlo». Aquélla era la respuesta invariable de los médicos particulares en los casos de heridas. Durante los primeros días, pensé a menudo si los doctores particulares habrían de pasar cuentas por las suturas realizadas en el hospital, aunque la verdad es que cuando preguntaba sobre el asunto no me daban respuestas claras.
La verdad es que yo ya sabía hacer los puntos y las suturas muy bien en virtud de haber forcejeado para acercarme a los pacientes en las salas de operaciones. Ya había intervenido en tres hernias, unas cuantas hemorroides, una operación de apendicitis y la extracción de una vena. Pero en todas las demás no había pasado de sostener las malditas retractoras y, a veces, extraído verrugas.
Cuando el interno se comporta como es debido se lo recompensa dejándole extraer verrugas; es algo que está en la línea de la extracción de hemorroides pero unos cuantos escalones más abajo. Habíamos extraído docenas de verrugas en la Facultad de Medicina durante el curso de dermatología ya que el procedimiento no era nada arriesgado y estaba muy por debajo de la dignidad de un cirujano. Mi primera verruga hawaiana llegó con el Superveloz, un cirujano así apodado por su lentitud sin parangón, sinónimo de incompetencia. Nos habíamos lavado juntos antes de efectuar una biopsia de mama que, por lo general, si no se encuentra algo maligno a simple vista, es un trabajo de una media hora. Pero no cuando la hacía el Superveloz: él trabajaba durante una hora, más o menos, para poder enviar una pequeña muestra de tejido a patología. Yo deseaba que el análisis demostrara que el bulto era benigno y, por suerte, así fue. Entonces, el Superveloz cerró la herida. Actuar de asistente en una biopsia de mama no es algo emocionante en ninguna circunstancia; aquella vez, sin embargo, fue la peor para mí pues no había hecho nada: ni siquiera sostener las retractoras. Cuando el Superveloz terminó de atar el último nudo, dio un paso atrás, se quitó los guantes y me informó de que yo debía extraer la verruga de la muñeca, lo que hice mientras el Superveloz me daba una serie de malos consejos y no podía entender por qué yo no me mostraba más agradecido.
Mi segunda operación fue más complicada; en realidad, casi me sacó de quicio. Se trataba de la extracción de una vena y el cirujano era particular. Yo nunca me había lavado junto a él. Mientras nos lavábamos, me dijo que esperaba un buen trabajo de mi parte. Me di cuenta de que me había confundido con un residente pero no lo saqué de su error. Cuando le respondí que iba a tratar de hacer un buen trabajo, me dijo que tratar no era suficiente y que yo debía hacerlo bien o no hacerlo. No tuve valor para confesarle que nunca había extraído una vena. Yo había visto sacar venas pero sólo desde mi puesto de retractor; además, quería probar.
Como el cirujano era el que iniciaba la operación, yo retardé el comienzo todo lo que pude. La paciente tenía unos cuarenta y cinco años y venas varicosas en muy mal estado. Habiendo sido asignado al caso sólo unos pocos minutos antes de la operación, no había visto antes a la paciente de manera que tuve que imaginar cómo eran sus venas cuando estaba de pie. Aunque conocía bien la teoría, no tenía ninguna práctica. Era como haber leído un libro sobre la natación, saber los nombres de las brazadas y cómo hay que hacerlas y haber visto nadar a otras personas y zambullirse en aguas profundas con esa preparación. Mi trabajo consistiría en hacer una incisión en la ingle, encontrar la vena superficial llamada safena y atar, para que no tengan más contacto con la vena, a todas las pequeñas tributarias. Luego debería bajar hasta el tobillo, hacer otra incisión, aislar la misma safena allí y prepararla para el fleboextractor. Éste era un simple alambre que yo debería enhebrar en la vena desde el tobillo hasta la ingle. Eso era lo que se suponía que yo debía hacer, y conocía el procedimiento de memoria: había leído sobre él, lo había visto hacer y había pensado en él.
Casi sin ejercer presión, el escalpelo superafilado cortó la piel en la región inguinal. Comencé a disecar con tijeras pero no podía controlarlas muy bien. Cambié y usé una pinza hemostática, no para cerrar un vaso sanguíneo sino para separar bien los tejidos, abriendo la pinza después de haberla metido en la grasa. Ese método produce menos hemorragia y comencé a avanzar hacia mi destino a través de gruesas capas de grasa. Allá abajo, bien adentro de la ingle, no vi nada que pudiera reconocer, nada; era como caminar en la oscuridad… hasta que di con una vena. No tenía idea sobre cuál podría ser pero, al limpiar con lentitud los alrededores, pude seguir hasta una vena grande que, supuse, era la femoral. Si eso era cierto, la próxima que encontrara habría de ser la safena, pero no estaba seguro. Mis manos parecían tener pulgares solamente. Dos veces se me cayeron instrumentos porque ya mi desempeño me había puesto nervioso. Después de todo, ¿qué iba a decir el cirujano cuando se enterara de que yo nunca había operado antes; que lo único que había hecho eran canalizaciones y extracciones de verrugas? Pensé preguntarle si había llegado a la vena correcta pero esa confesión de mi ignorancia me habría alejado de toda participación posterior.
De todos modos, seguí adelante esperando encontrar la vena safena y no un nervio. La tarea se volvía cada vez más dificultosa. Estaba todo entreverado y yo empujaba y tiraba de una vena, tratando de sacarla de la mezcla con otros tejidos, abriendo mucho la pinza hemostática y absorbiendo la sangre con un apósito de gasa para mantener limpio el campo de acción. Unas cuantas veces, la vena se desgarró y salió sangre pero me las arreglé para detener la hemorragia con una hemostática y con algunos toques, al azar, con apósitos de gasa. La sangre me daba la seguridad de que lo que estaba aislando era un vaso sanguíneo y no un nervio.
Tal vez la peor parte fue atar alrededor de las hemostáticas que yo había colocado en lo profundo de la herida para detener la hemorragia. Pasar el hilo de seda alrededor de la pinza era fácil, pero mantener la tensión suficiente en el primer intento parecía imposible. Ocurría que cuando dejaba la atadura y retiraba la pinza, se abría nuevamente la venita y salía sangre. Tomando en consideración todos los factores desde el punto de vista técnico, yo podría haber estado destripando un cerdo. De vez en cuando echaba una mirada al cirujano que trabajaba en la otra pierna pero él parecía haber olvidado que yo estaba ahí.
¡Qué manera de aprender! Pero parecía el único camino. Si él hubiera sabido que yo era novato en la extracción de venas, no me habría dejado hacerla. Era tan simple como eso. De modo que proseguí y logré librar la safena de todas sus tributarias. Aun con las venas tributarias fuera del camino, me ponía muy nervioso la idea de cortar la vena en dos: un acto irreversible. De modo que hice la incisión en el tobillo y allí localicé la safena con mucha facilidad pues eso lo había practicado en las canalizaciones para introducir los fluidos intravenosos. Enhebré el alambre en la vena, lo empujé y lo saqué por la parte inguinal. Después de atar el extractor a la vena, en el tobillo, tiré del alambre por la incisión en la ingle y, con un poco de fuerza, saqué todo de la pierna. Un chorro de sangre, un ruidito seco y crujiente y salió la vena atada a la punta del extractor. Hacía rato que el cirujano había terminado con la vena de la otra pierna y desaparecido de la sala de operaciones para tomarse un café, dejándome toda la tarea de suturar. Nunca escuché comentarios negativos sobre los resultados de las operaciones de aquel día así que supuse que la señora quedó bien y que mi debut no tuvo malas consecuencias.
A pesar de haber cosido centenares de incisiones en las salas de operaciones, las primeras heridas que tuve que suturar en la SU fueron muy importantes para mí. Uno de los problemas era que los pacientes de la SU, casi todos, estaban conscientes y lo observaban todo. Cuando, el primer día que trabajé en la SU, una enfermera me preguntó qué clase de sutura quería, habría dado lo mismo si me hubiera preguntado cuál era la población de Madagascar. En el quirófano, el cirujano estipula la clase de material para suturar que desea, antes de comenzar a operar; uno coge, simplemente, lo que la enfermera le da, aun cuando el cirujano ya se haya retirado de la sala de operaciones. Pero en la SU me encontré enfrentado a una serie de materiales: nilón, seda, mersilene, catgut, que existían en una amplia variedad de calibres. La enfermera no estaba tratando de hacerme pasar un mal momento sino que, simplemente, quería saber qué tenía que alcanzarme.
—¿Qué sutura va a emplear, doctor?
Yo no tenía la menor idea.
—Las comunes, enfermera.
—¿Las comunes, doctor?
Era obvio que no existían.
—Esteee… nilón —dije, arriesgando.
—¿Qué calibre?
—Cuatro-0 —contesté lleno de curiosidad por saber qué había pedido.
Por supuesto que aprendí con rapidez todo lo relativo a suturas y materiales, pero, siempre, por prueba y error. En el primer caso, hice demasiados puntos y en el segundo, llegué al final de la herida con demasiada piel sobresaliendo entre los puntos. Lentamente, aprendí los pequeños trucos, como coser los labios apenas unidos, y hasta ciertas finezas como las pequeñas zetas que corrigen la dirección de la herida para disminuir la cicatriz. Llegó a gustarme muchísimo suturar porque era un problema claro con una solución clara y pura. Aprendí rápidamente a ser útil en este aspecto. Me hacía sentir realmente útil, y aquélla era una sensación no frecuente y hermosa.
Todo lo que había aprendido tenía que aplicarlo en aquel momento. El surfista estaba esperando con una toalla sobre la cabeza. Por la ventanita que se abría sobre la herida, comencé a limpiar y a anestesiar el área con Xylocaine. Después de recortar ligeramente los bordes, pasé la aguja con el hilo de sutura, más o menos por la parte media de la herida, y la saqué a pocos milímetros de uno de los extremos. Guiada por el movimiento rotatorio de mi muñeca, la aguja perforaba la piel, atravesaba el corte y emergía por el otro borde. Yo empujaba la aguja con el sostén. Apenas asía los bordes de la herida con la aguja, hacía un nudo con el hilo de sutura, no apretado sino un poco flojo para que la hinchazón de la herida juntara los labios de la misma. Cuatro suturas más y listo.
El otro paciente era una chica algo misteriosa, de unos veinte años, que parecía tener una enfermedad crónica. Dijo que había sido tratada después de un diagnóstico de lupus eritematoso sistémico. Hasta el nombre es imponente y, ciertamente, el lupus es una enfermedad grave. Fue una de las enfermedades que discutimos ad náuseam en la universidad, ya que es tan rara y se sabe tan poco sobre ella que se presta para las discusiones académicas. Así que no me sentí tan mal preparado para el caso excepto por el hecho de que la chica se quejaba de dolores abdominales, los cuales no son síntomas habituales del lupus. Tratando de conectar las dos cosas, le palpé el vientre y le hice preguntas sobre su enfermedad, que contestaban ella o su madre. Yo tenía que pensar sobre el asunto, así que fui a sentarme detrás del escritorio que había en la SU y empecé a estrujarme los sesos en busca de alguna relación entre el síntoma y la enfermedad crónica de la chica. Mientras estaba llegando a la conclusión de que debía ordenar un complejo análisis de laboratorio, la madre y la hija vinieron a decirme que se iban porque la chica ya no sentía ningún malestar. Así me fue cuando intenté revelar los misterios de un diagnóstico, en la SU, para el cual me había preparado la Facultad de Medicina.
En aquel momento llegó Casi, al borde del colapso, y apoyó la frente en el mostrador, agitado y ahogándose. Su verdadero apellido era Fogarty pero le llamábamos Casi porque siempre esperaba casi hasta el último momento para que en la SU le tratáramos el asma. Era como alguien que condujera su coche hasta que se acabara la gasolina y tuviera que ir caminando hasta el surtidor más próximo. Las enfermeras lo llevaron a uno de los consultorios: estaba azul y se ahogaba. Yo, mientras tanto, preparaba la inyección de aminofilina. Había visto a Casi varias veces: la primera fue el segundo día de trabajo en la SU. En la Facultad de Medicina yo había aprendido mucho sobre el asma en términos de diagramas de presión en los pulmones, cambios de pH, función de los músculos lisos y fenómenos alérgicos; hasta conocía los medicamentos que servían para el caso: epinefrina, aminofilina, bicarbonato, THAM y esteroides, pero… ¡no sabía una palabra sobre las dosis! De modo que, la primera vez, mientras Casi estaba en otro consultorio, respirando con ayuda de la máquina respiratoria de presión positiva, yo corrí hasta el saloncito de los médicos del hospital y leí las dosis en un folleto. Cualquier cosa antes que preguntar a las enfermeras. En realidad, por los casos que había atendido en las salas, yo sabía cuánto había que administrarle a un paciente internado. Pero aquel hombre era ambulatorio, no yacía en una cama, y eso marcaba una gran diferencia. No pueden emplearse las mismas cantidades. Preguntar algo más a las enfermeras me habría desmoralizado. De cualquier modo, el viejo Casi y yo ya nos conocíamos y, como siempre, se mejoró con una aminofilina endovenosa.
La SU está, a veces, tan llena, que los pacientes se sientan en el suelo o se apoyan contra las paredes pero, lo más común, es que haya una corriente continua de enfermos durante el período de veinticuatro horas, llegando en número, tal vez, a unos ciento veinte durante los días laborables y al doble los sábados. Ya eran las diez y media. La corriente había comenzado a fluir y yo iba de un consultorio a otro y llamaba a los médicos particulares sin pensar demasiado en el temor omnipresente, en el terror que podría producirme el caso siguiente.
Leí en una hoja: «Malestar principal: depresión». La paciente tenía treinta y siete años. Cuando entré al consultorio, ella encendió un cigarrillo protegiendo la llamita del fósforo como si estuviera expuesta a un viento fuerte. Echó la cabeza hacia atrás con el cigarrillo colgando, en forma precaria, de una comisura. Me miró sin expresión.
—Lo siento, señora, pero aquí no se puede fumar. Aquellos cilindros verdes están llenos de oxígeno.
—Está bien, está bien.
Era obvio que estaba de mal humor y aplastó el cigarrillo con muy pocas ganas en un platito de metal que, por accidente, estaba en el consultorio, sobre la camilla. Estaba en silencio. Una vez que el cigarrillo quedó destruido totalmente, levantó la cabeza y me miró con expresión agresiva, se me ocurrió que estaba a punto de estallar.
—Su nombre es Carol Narkin, ¿no es así?
—Así es. ¿Usted es el único médico aquí?
Quería agredirme.
—Sí, el único aquí, por ahora. Pero llamaremos también a su médico. Aquí dice que es el doctor Lane.
—Sí. Y es un excelente médico —dijo como defendiéndose.
—¿Hace mucho que no la ve?
Yo estaba tratando de calmarla con preguntas de rutina, haciendo algún rodeo para llegar a saber por qué había ido a la SU.
—No se haga el listo conmigo.
—Lo siento, señorita Narkin, debo hacerle algunas preguntas.
—Pues no voy a contestar nada más. Llame a mi médico.
Indignada, no me miró más.
—Señorita Narkin, ¿qué le digo a su médico?
No reaccionó.
—Señorita Narkin…
Era evidente que yo no podía ayudarla, de manera que me fui, pensando volver a verla después de atender al enfermo siguiente. ¿Por qué habría venido? No tenía sentido llamar a su médico particular sin darle alguna información por lo menos. Cuando volví, después de unos minutos, ella se había marchado. Eso era típico de la SU: trabajo rápido, a veces inconcluso, mucho tiempo perdido.
La enfermera me puso cinco hojas en la mano y señaló el consultorio de al lado con cierto aire de culpabilidad. Una familia entera estaba ahí: madre, padre y tres niños. Todos esperando que los atendiera.
Habló la madre:
—Doctor, hemos venido porque Johnny tiene fiebre y tos.
Miré la hoja: «Temperatura: 37 grados».
—Y, ya que estamos aquí, pensé que podría mirar unas plaquitas que tiene Nancy en la lengua. Y Billy se cayó en la escuela, la semana pasada. ¿Ve esa pupa en su rodilla? No pudo ir al colegio y necesita un certificado médico. Y George, que es mi marido, necesita que un médico firme su declaración para Bienestar Social ya que no trabaja por el estado de su espalda y hace poco que hemos llegado de California. Y yo no ando bien del intestino desde hace tres o cuatro semanas.
Los miré a la cara. El marido bajó la vista y los niños estaban ocupados subiéndose a la camilla. La madre estaba encantada con todo y me miraba con excitación. Mi primer impulso fue echarlos. No deberían haber ido a la SU. Allí no podíamos atender a pacientes que no estuvieran en un estado de emergencia pero, si me dejaba llevar por mi impulso, seguramente la madre iba a quejarse al administrador del hospital. Iba a decirle que yo no los había atendido cuando lo necesitaban. El administrador iba a informar de eso a las autoridades a cargo de los servicios de enseñanza y yo iba a terminar lleno de mierda. Porque no puede contarse con el apoyo de nadie.
Además, todavía era por la mañana; el sol, brillante, entraba por la ventana y yo me sentía muy bien. ¿Por qué echarlo todo a perder? Así que, en lugar de enfadarme, miré las plaquitas y el arañazo y les di unas píldoras. Pero no firmé el papel para Bienestar Social. Con los recursos de la SU yo no podía hacer nada para diagnosticar algo de la espalda. Muchas veces había visto, más tarde, a aquellos tipos andando en motocicleta.
El paciente siguiente era un borracho llamado Morris que también era un visitante frecuente de la SU. En su hoja se leía: «Intoxicado. Contusiones múltiples». La descripción estaba bien hecha. Al parecer, el hombre se había caído en un tramo de escalera, como de costumbre. Cuando entré al consultorio, se incorporó sobre los codos con gran dificultad; los párpados le tapaban las pupilas hasta la mitad y gritaba:
—¡Yo no quiero un interno! ¡Necesito un médico!
Es increíble que frases de esa clase pueden afectar las partes más sensibles de mi cerebro y ocasionarme una crisis. Aquel borracho estúpido realmente hirió mis sentimientos. Me hizo consciente de que a veces yo tenía que correr para ver cuáles eran las dosis que indicaba un libro o un folleto y que, la mayor parte del tiempo, estaba asustado por el hecho de que había memorizado durante cuatro años cosas que parecían no servir para nada. Con él no pude contenerme:
—¡Cállese, viejo borracho! —grité.
—No estoy borracho.
—¡Otro comentario como ése y lo saco de aquí de cabeza!
—No estoy borracho. Hace años que no tomo una gota.
—¡Está tan borracho que apenas puede tener los ojos abiertos!
—No lo estoy.
Casi se cayó de la camilla al tratar de señalarme con un índice.
—Sí lo está.
Nuestro nivel de comunicación no fue precisamente elevado. Continuamos el intercambio, casi infantil, de frases mientras yo lo examinaba con brusquedad. La verdad es que casi doblé mi martillo para reflejos al golpearle los tendones de Aquiles, pero él tenía sentido táctil en sus extremidades inferiores. Terminé por enviarlo a Radiología, más para librarme de su presencia que para que le sacaran radiografías de los huesos que podrían haberse lesionado.
Al final de la mañana, el número de pacientes que entraban excedía al de los que salían. Llegaron, en el mismo momento, un montón de bebés ululantes, como si se hubieran puesto de acuerdo previamente, y los distribuyeron en diferentes consultorios. No me gustaba mucho tratar bebés. Era algo así como lo que se me ocurre que es la Medicina Veterinaria: ninguna comunicación con el paciente. La mitad de las veces me guiaba más por lo que me decía la madre que por el examen del bebé. Tampoco podía oír nada por un estetoscopio aplicado al pecho de un niño de dos años que grita. Los problemas comunes eran: resfriados, diarrea y vómitos. Nada serio. Parecía que los niños aguantaban las ganas de orinar o defecar hasta que yo los examinaba.
Aquel sábado por la mañana no era una excepción. Había niños por todos lados, con sus alteraciones habituales. El primer bebé hacía días que expulsaba algo por el oído derecho, que su madre pensaba que era alimento para bebés. Comenzó a sospechar que se trataba de otra cosa cuando el problema siguió pese a haberle cambiado la dieta. Por el aspecto higiénico de ambos, supuse que podía ser aquello pero resultó ser pus. El bebé tenía una espantosa infección en ambos oídos medios, detrás de los tímpanos. El tímpano derecho se había perforado y por ahí eliminaba el pus; el izquierdo estaba intacto pero hinchado hacia delante por la presión de lo que había atrás. Habría estado bien hacer una perforación en el tímpano izquierdo para facilitar la salida de pus, pero yo no sabía cómo hacerla y cuando hablé con el médico particular de la familia, éste sólo quiso que tratara al bebé con medicamentos como penicilina (como siempre) y Gantrisin, que es una sulfamida. Cuando le señalé la gravedad del tímpano derecho que estaba perforado, me cortó diciendo que vería al niño el lunes por la mañana. Obedientemente, firmé la receta de penicilina y Gantrisin.
El siguiente bebé hacía una semana que no se alimentaba bien. ¡Vaya emergencia! El próximo había tenido diarrea pero sólo una vez. Parecía increíble que una madre hubiera corrido con su bebé al hospital porque estaba un poco flojo de vientre pero, pronto se aprende, todo es posible en la SU. Otros niños estaban resfriados, con las narices tapadas y un poco de fiebre.
Para trabajar de forma concienzuda tenía que examinar cada oído, cada garganta. Esta tarea resultaba, a menudo, el capítulo «Lucha Libre» de la Medicina. Los niños, hasta los bebés, tienen una fuerza sorprendente y aunque siempre le pedía a la madre que le sostuviera los brazos por encima de la cabecita, terminaban por liberarse y los niños agarraban el otoscopio, se lo sacaban del oído y junto con el aparatito salían algunas gotas de sangre del canal del oído. Aquel hecho proporcionaba alegría y confianza, por supuesto, pero yo examinaba de nuevo y espiaba por el agujerito de la oreja de algún bebé que lloraba y se contorsionaba. Si alguno de ellos tenía una temperatura realmente alta, treinta y nueve grados o más, le decía a la madre que lo lavara con una esponja mojada con agua fría. Aquella mañana tuve dos casos de ésos. A veces, la SU parecía una clínica pediátrica. Desde luego, se presentaban emergencias, pero no tan a menudo como la gente cree. Por lo común, se trataba de problemas triviales que no necesitaban realmente tratamiento de urgencia.
Cuando ocurrió aquel hecho extraño y terrible, todos nos quedamos sombríos y retraídos durante muchas horas. Una mañana, llegó una mujer bajita y morena, llevando a su bebé, tranquilamente, sobre una manta rosada. No le presté atención cuando entró porque estaba ocupado con otro caso. Una enfermera cogió una hoja en blanco y desapareció con la madre. Unos segundos después apareció corriendo y me dijo que debía ver al niño de inmediato. Cuando entré al consultorio el niñito estaba aún envuelto en la manta rosada. Cuando lo destapé vi un bebé azul-negro, con el abdomen hinchado el doble de su tamaño normal y rígido como una piedra. No podía tener seguridad absoluta sobre cuánto tiempo llevaba muerto pero calculaba que podía ser un día, más o menos. La madre estaba sentada en un rincón sin moverse. No hablamos; no había nada que decir. Sólo miré al bebé, firmé la hoja y me fui.
Una vez por semana se producía la entrada de alguna pareja de padres histéricos que llevaban un niño con convulsiones. Por lo general se trataba de un bebé y la primera vez que vi a uno en aquel estado casi me desmayé de la angustia. Era una niñita de unos dos años. Estaba doblada hacia atrás, con los brazos apretados contra el pecho; de la boca salía sangre y saliva y todo su cuerpo se sacudía con convulsiones rítmicas y sincrónicas. Como ocurre en esos casos, la niña no tenía control sobre su orina ni sus he ces. Aterrorizados aún pero con cierto alivio porque había un médico allí, los padres la pusieron en la camilla. Como estaban demasiado nerviosos para poder ayudar, les pedí que esperaran fuera. También quise evitar así que fueran testigos de lo que yo iba a hacer… o no hacer. La verdad es que no sabía cómo encarar el asunto. Entonces, una de aquellas enfermeras maravillosas me sacó del apuro alcanzándome una jeringa y ofreciéndose para sostener a la niña mientras yo buscaba la vena. De repente recordé: Amobarbital endovenoso. El problema que se presentó entonces fue encontrar la vena. Eso que es difícil aun en un bebé tranquilo y en reposo, es casi imposible en uno con convulsiones. Otro dilema era ¿cuánto había que inyectar? Pensé inyectar un poco y esperar para ver si había alguna reacción. Después de varias pruebas conseguí introducir la aguja en una vena y al inyectar un poco del líquido, las convulsiones empezaron a disminuir hasta desaparecer y la nena ¡gracias a Dios! respiró normalmente. Después de esta experiencia, disminuyó mi terror ante los niños con convulsiones, en particular después de aprender a usar Valium, o para aldehído y Fenobarbital intramuscular. Pero aquella primera vez pudo pasar cualquier cosa.
Me había llevado un susto mucho mayor (en lo que a niños se refiere) con un caso que parecía simple. Sirvió para reforzar el temor que yo tenía de que una situación común empezase a empeorar ante mis ojos y me dejara sin la posibilidad de hacer nada. El niño, de unos seis años, era gracioso y simpático. Lo habían llevado a la SU unos padres demasiado preocupados. El pequeño no se sentía muy bien; eso era evidente ya que había vomitado tres veces y tenía otros síntomas agregados a una gripe. Tanto por la tranquilidad de los padres como por el niño mismo, le di un antiemético que ya había usado, con muy buenos resultados, después de centenares de operaciones. Pero esta vez se presentó una reacción de aquellas que uno lee al pie de los folletos informativos sobre el uso del producto, el tipo de hecho del que no gusta hablar a los fabricantes y los médicos raras veces ven. Unos dos minutos después de la inyección, el niño empezó a tener convulsiones, los ojos se le giraron, no podía estar sentado por sí mismo y comenzó un evidente temblor rítmico. Los padres estaban espantados, especialmente porque yo les había explicado que lo del niño no era muy grave. Lleno de desesperación, sedé al niño con Fenobarbital; tendría que haber hecho lo mismo con los padres y conmigo. Hice que internaran al niño en el hospital. No hace falta añadir que los padres no quedaron muy complacidos con mi trabajo. Ni yo.
Las horas del sábado iban deslizándose por la SU, que era una combinación de clínica pediátrica, fábrica de suturas y que, en ocasiones, resolvía algo crítico. Los pocos trabajos de sutura habían sido fáciles y rápidos. El único problema que me perturbaba era el del hombre barbudo, pero las horas y el tedio lo fueron borrando, de modo que aquel día se convirtió en uno más, típico, en general monótono, pero salpicado por algunos momentos de terror e incertidumbre.
En realidad, empezaba a gustarme la rutina rápida de la SU. Ningún paciente requería una atención tan profunda que pudiera hacerte sentir comprometido emocionalmente. ¡Qué diferente había sido seis meses atrás, cuando había empezado mi internado! La señora Takura, por ejemplo, me había llegado al corazón. Nos habíamos hecho amigos; su larga operación, durante la cual yo había sostenido las retractoras, representó para mi un trauma físico y emocional. Cuando, finalmente, después de la operación, me había ido con Jan a la playa, tenía la intuición de que todo iba a ir bien en el caso de la señora Takura. El haberla encontrado muerta cuando regresé al hospital fue la gota de agua que rebasó el vaso de mi desencanto en cuanto a mi internado. Había estallado como reacción al sistema que nos agotaba en pequeñas cosas, en las retractoras, que nos negaba la enseñanza necesaria y nos proporcionaba, en su lugar, el temor constante a errar. Me había llevado mucho tiempo reponerme de la muerte de la señora Takura; no se trataba de aceptar la situación sino de hacerla a un lado y jurarme que nunca más volvería a permitir que mis emociones se vieran afectadas. Desde entonces fue más fácil no permitir que los pacientes me produjeran sentimientos personales. Comencé a pensar en ellos en secos términos médicos como hemorroides, apéndices o úlceras gástricas.
Roso también había sido una dura prueba. A diferencia de mi entendimiento con la señora Takura en un corto tiempo, mi relación con él se había desarrollado a lo largo de muchos meses. Hasta le corté el pelo una vez. Había estado tanto tiempo con nosotros que su pelo se había convertido en una melena larga y desordenada que flotaba casi hasta la mitad de su espalda. Como no tenía dinero, me ofrecí a cortarle el pelo si él quería. Quedó encantado; sentado en un banco alto, a la luz del sol, en la sala, parecía orgulloso de estar vivo. Todos coincidieron en que era el peor corte de pelo que habían visto en su vida.
Roso había sonreído siempre, hasta cuando se sentía terriblemente mal, lo que ocurría casi siempre. Tuvo casi todas las complicaciones que figuran en los libros y algunas más que no figuraban en la literatura médica. Sus vómitos y el hipo habían persistido hasta que hubo que operarlo otra vez. Yo asistí en mi lugar, o sea, detrás de la espalda del residente sosteniendo las pinzas, durante seis horas y media, mientras la Billroth I de Roso se convertía en la Billroth II. Su pequeña bolsa estomacal se unió en aquel momento al intestino delgado en un punto que quedaba diez pulgadas más lejos del lugar habitual. Se esperaba que con este procedimiento se terminaran los problemas de Roso porque la obstrucción de su sistema digestivo que los estaba provocando estaba en el lugar de la conexión entre el estómago y el intestino que se le había practicado en la primera intervención. Pero después de la segunda operación todos los datos de su hoja eran críticos; transcurrían en forma sinusoidal. El hipo, los vómitos, la pérdida de peso y algunos episodios horrendos de hemorragias gastrointestinales me mantenían ocupado; en particular, las hemorragias. Una semana después de la Billroth II, Roso vomitó sangre pura y cayó en estado de inconsciencia. Me quedé con él varias noches seguidas, irrigando su estómago, de forma continuada, con suero fisiológico helado y sacando el tubo nasogástrico cuando se obturaba con coágulos, volviendo a colocárselo luego. Resistió todo: nuestros errores y los míos en particular y el curso complicado de sus posoperatorios.
Después de la hemorragia, nada podía llegar hasta su estómago si no era por la vía de la sonda nasogástrica que yo pasaba, con mucha suerte, por la anastomosis e introducía en su intestino delgado. Los nutrientes especiales llegaban, así, directamente al intestino. Algunos eran retenidos, pero Roso tenía diarrea. Un día estornudó y se salió el tubo nasogástrico. Lo alimenté, entonces, en forma endovenosa, durante cuatro meses, equilibrando el sodio y el potasio y los iones de magnesio. Se le infectó la herida, se le inflamaron las venas de las piernas, tuvo una ligera neumonía y una infección urinaria. Entonces nos dimos cuenta de que tenía un absceso debajo del diafragma que era lo que le producía el hipo. Otra vez a cirugía. No sólo sobrevivió a todo sino que se curó. Tardé cuatro horas en hacer el informe para darlo de alta: su legajo pesaba dos kilos y medio: dos kilos y medio de papeles escritos con mi letra y manchados con sangre, mucosidades y vómitos. Cuando se fue del hospital, yo me sentí feliz por el hecho de verlo vivo y aliviado por el de no atenderlo más. El caso de él y mi dedicación habían sido una carga demasiado pesada encima de todo lo demás. A veces, durante sus hemorragias, mientras le administraba el suero fisiológico y observaba el tubo, había empezado a preguntarme yo mismo si no tomaba a Roso como un desafío sólo porque todos decían que no iba a sobrevivir. Tal vez no me importaba nada él y sólo lo usaba para probarme a mí mismo que era capaz de manejar un caso tan complicado como aquél. Pero llegó el momento en que empecé a tratar a mis pacientes como hernias o lo que tuvieran, eso era mucho menos agotador. La SU era más fácil para cualquiera que tuviera el hábito de meditar sobre cada cosa. Uno estaba siempre tan ocupado o tan cansado o demasiado asustado como para pensar…
Estaba a punto de ir a comer algo a las once y cuarenta y cinco de la mañana cuando entró una chica de unos veinte años, muy pálida, con dos amigas. Después de una rápida consulta con la enfermera, la chica pálida la siguió hasta uno de los consultorios. Las otras dos se sentaron y encendieron cigarrillos, nerviosamente. El sonido del acento neoyorquino fue llegando desde el consultorio mientras yo escribía la última frase en la hoja de un bebé y la colocaba en la bandeja de «Concluido». Ansioso por irme al mediodía, entré rápidamente en la salita donde la enfermera había conducido a la muchacha. La hoja indicaba una hemorragia vaginal desde hacía dos días, y aquella mañana habían aparecido coágulos. La chica sacó un cigarrillo.
—Aquí no se puede fumar, señorita.
—Lo siento.
Guardó el cigarrillo, me miró y en seguida desvió la mirada. Tenía una contextura media y vestía una blusa de manga corta y una minifalda. Podría haber sido bonita si hubiera tenido un poco de color en la cara. Su manera de hablar sugería una cultura que no iba más allá de la escuela secundaria.
—¿Desde cuándo tiene la hemorragia?
—Desde hace tres días —dijo—. Desde que me hicieron el aborto terapéutico.
Ambos estábamos nerviosos. Intentando ocultar mi inseguridad, traté de permanecer tranquilo y con actitud comprensiva.
—¿Por qué tuvieron que hacerle un aborto terapéutico?
—No lo sé. El médico me dijo que lo hiciera. ¿Le parece bien?
Demostraba indignación.
—¿Dónde se lo hizo, aquí o en Nueva York?
—En Nueva York.
—¿Y vino en seguida aquí?
—Sí —dijo.
El acento era indudable. El hecho de viajar a Hawai inmediatamente después de un aborto terapéutico era sospechoso. No es un procedimiento médico habitual dejar viajar miles de kilómetros a una paciente después de un aborto.
—¿Lo realizó un profesional? —pregunté.
—¡Claro! ¿Qué quiere insinuar con eso? ¿Quién podría haberlo hecho?
¿Qué hacer? Si ella se había practicado un aborto (y de eso estaba bien seguro) iba a tener dificultades para encontrar un médico particular. Recordé, demasiado bien, que en la Facultad de Medicina había visto a unas cuantas chicas con conmoción producida por endotoxinas causadas por infecciones en abortos mal hechos. ¡Puede ocurrir de manera tan rápida e intempestiva! Los riñones dejan de trabajar y desaparece la presión sanguínea. La presión de aquella chica era normal, por lo menos en aquel momento. En realidad, todo indicaba que su organismo funcionaba bien: lo único que hacía pensar otra cosa era su nerviosismo y su palidez. Me pregunté si no estaría tratando de interpretar mis pensamientos. No tendría que haberse preocupado. A mí no me importaba cómo había llegado a aquel estado sino cómo sacarla de él. La probabilidad de que yo pudiera descubrir la causa exacta de la hemorragia era muy pequeña. Lo más probable era que tuviera que hacerse otro raspado. Si era así, yo tendría que encontrar algún ginecólogo particular pero éstos, por lo general, no quieren meterse en esa clase de asuntos, o, para decirlo de otra manera, no les agrada arreglar lo que otros han hecho mal. De una manera u otra, había un examen ginecológico en mi futuro inmediato y eso era lo que menos deseaba hacer antes de comer.
El recuerdo de mi primera inspección pelviana flotaba en mi conciencia. Había sido durante el segundo año del curso de diagnóstico físico en la Facultad de Medicina. Yo carecía de preconceptos, por suerte, ya que mi paciente era una dama bastante gorda. Había ido a la clínica para una revisión periódica. Al principio creí que mi brazo no era lo bastante largo como para llegar hasta el útero, y el tipo que estaba detrás de mí, sostenía que había perdido su reloj allí (aunque más tarde lo encontró en la bolsa en la que había tirado los guantes). Por aquel entonces todavía no habíamos cursado obstetricia ni ginecología y nos resultaba bastante perturbador trabajar con aquella señora. Después de unos cien exámenes ginecológicos, éstos se convierten en una rutina como cualquier otra. El único problema radica en encontrar el cuello uterino (lo que parece absurdo ya que es seguro que se encuentra allí). Pero cuando hay mucha sangre y coágulos, la tarea puede ser bastante difícil, en particular si la paciente no coopera. Además, uno no desea hacer daño a la mujer tocando por ahí. De modo que los minutos extra que se empleen en el procedimiento pagan dividendos en la forma de un trabajo bien hecho. Pero no antes de almorzar.
—¿Cuánto tiempo de embarazo? —le pregunté, de repente, a la chica neoyorquina.
—¿Qué?
Otra vez estaba tartamudeando por la sorpresa. Para mí era un dato importante así que dejé la pregunta flotando.
—Seis semanas —contestó, después de un silencio.
—¿Lo hizo un médico u otra clase de persona?
—Un médico; en Nueva York. —La respuesta tenía un dejo de resignación.
—Bien, bien. Veremos qué podemos hacer por usted —le dije y ella asintió con gesto de alivio.
Al irme de la salita le dije a la enfermera que la preparara para un examen pelviano. A los pocos minutos fue a avisarme que ya estaba todo listo. Cuando entré de nuevo en la salita, la paciente estaba esperando, nerviosamente, en posición ginecológica, con las faldas subidas hasta la cintura. Mientras me preparaba para insertar el espéculo, no pude evitar el recuerdo de una noche, seis semanas atrás, cuando una enfermera me llamó porque no podía introducir la sonda en la vejiga de una paciente de edad porque no encontraba el agujero necesario. Me había sacado de la cama y cuando yo estaba a mitad de camino hacia el hospital, me di cuenta de lo ridículo de la situación. ¿Cómo iba yo a encontrar el orificio si la enfermera no había podido hacerlo? Pero lo encontré. Sólo había que tener paciencia.
Fue lo mismo para encontrar el cuello uterino. Había que armarse de paciencia. Estaba rodeado de sangre y coágulos; lo despejé lo mejor que pude y el cuello apareció de repente. El orificio estaba cerrado y no sangró cuando lo toqué con un hisopo. Avancé con el tacto en el abdomen, lo que produjo grandes molestias a la muchacha, y no apareció nada. Pero encontré una pequeña rasgadura que sangraba con lentitud en la parte posterior del cuello de la matriz. Aquél podría ser el problema. Lo cautericé con nitrato de plata, llamé a un ginecólogo, le expliqué el asunto y fui a almorzar con la sensación de haber hecho algo positivo. Milagrosamente, conservaba el apetito.
Almorzar era asunto rápido. Quince minutos para devorar dos bocadillos y un buen vaso de leche entre comentarios sobre el surf, la cirugía y el sexo. Nada serio: no había tiempo para ello. Quedé con Hastings, en principio, en que iríamos a practicar surf al día siguiente. Carno comía en una mesa alejada; ya casi no nos encontrábamos fuera del hospital. También hablé unos minutos con Jan Stevens. Hacía un tiempo que no nos veíamos aunque, durante julio y agosto, al poco tiempo de comenzar mi internado, habíamos tenido unas fogosas relaciones que culminaron en un viaje de fin de semana a Kauai.
Habíamos partido un sábado y todo aquel día fue maravilloso. El coche estaba cargado con cerveza, fiambres y queso. Así emprendimos la marcha hacia el gran cañón de Kauai. El camino ascendía hasta las nubes y volvía a bajar, haciéndonos entrar y salir de rápidos chaparrones mientras, a los costados, ondulaban las plantaciones de caña de azúcar. El cañón era aún más impresionante y espectacular de lo esperado. Encontré un lugar que era, en realidad, un mirador y Jan se abocó a preparar los bocadillos. Le pedí que no hablara; ésta era una precaución muy necesaria porque, a medida que se desarrollaba nuestra relación, también lo hacía su deseo de comunicación. El paisaje era estupendo: lluvia, cascadas y arcos iris centelleando en los valles profundos que salían del cañón como ramales. Yo experimentaba una profunda paz.
Por la tarde habíamos ido por el camino que conducía hasta la costa norte, justo al comienzo de la zona de Napali. En un claro entre grandes árboles armé la tienda que me habían prestado. Cuando el sol estaba preparándose para acostarse entre las pequeñas nubes redondeadas, nadamos desnudos en las aguas tranquilas protegidas por el arrecife. No nos importó que hubiera más gente acampando en la playa, en el otro extremo, aunque me preguntaba por qué lo hacían tan cerca del agua en lugar de entre los pinos, como nosotros.
Sin embargo, en un estado de semi-conciencia, corrimos al coche; yo me puse unos tejanos blancos y Jan se enfundó en un impermeable de nilón. Ni siquiera otra tanda de cerveza y bocadillos pudo destruir la atmósfera del lugar. La noche caía con rapidez pero permanecía el ruido del oleaje en el arrecife, mezclado con el susurro de la brisa entre las copas de los árboles, por encima de nosotros. Al oeste, el cielo era sólo un borrón rojo. Jan estaba divina a media luz y saber que no llevaba nada debajo del impermeable me parecía fantásticamente excitante. En aquel momento, mi sensualidad llegaba al delirio. Otra vez desnudos, fuimos a la playa. Mientras entrábamos en el agua, la luna llena hawaiana subió por el arrecife y siguió hasta las copas de los árboles. La escena era tan perfecta que parecía irreal. No pude resistir un momento más. Nos cogimos de las manos, corrimos hacia la tienda y caímos sobre los colchones. Yo quería devorar a Jan y retener aquel momento en mi mente.
Aun en la profundidad de nuestro húmedo abrazo, me di cuenta, con lentitud y desagrado, de la nube de mosquitos. En nuestro deseo de hacer el amor, habíamos tratado de hacer caso omiso de ella, pero los mosquitos nos picaban con furor. Ninguna pasión era capaz de resistir aquel ataque. En unos segundos espantosos se desintegró toda la atmósfera de sensualidad. Jan corrió a refugiarse en nuestro Volkswagen. Todavía temblando de deseo, resolví, sin embargo, quedarme en la tienda y no dormir enroscado en un coche hecho para enanos. Me envolví en una de las mantas de modo que sólo mi boca y mi nariz quedaran expuestas. Aun así, los mosquitos me atacaron de tal forma que mi cara empezó a hincharse. Finalmente me rendí y fui hacia el coche acompañado por una nube de mosquitos tan insatisfechos como yo.
Golpeé la ventanilla y Jan se sentó, con mirada de susto. Se tranquilizó al ver que era yo y abrió la portezuela. Me metí como pude en el Volkswagen y le dije a Jan que siguiera durmiendo. Yo mismo me quedé dormido, después de aplastar a cuanto mosquito había entrado conmigo, apoyado sobre el volante y enroscado hasta parecer sólo un bulto. Al cabo de unas dos horas, me desperté sudando. La temperatura y la humedad eran dignas de un baño turco; el agua se había condensado en todas las ventanillas. Abrí una lateral y entró una ráfaga fresca junto con unos cincuenta mosquitos. Eso puso fin a todo. Encendí el motor, le dije a Jan que se quedara tranquila y conduje, por el camino principal, hacia Lihue, hasta que encontré un lugar alto donde soplaba el viento y allí me arreglé para dormitar hasta que salió el sol. Mi desayuno al aire libre consistió en pan y queso mezclado con hormigas y arena. Bebí la cerveza caliente. Luego desperté a Jan y volvimos a la ciudad.
Después de aquello, Jan y yo comenzamos a separarnos. No es que yo la haya culpado de aquel fin de semana. La razón principal fue que ella comenzó a molestarme, en particular desde que empezamos a acostarnos, preguntándome si la amaba y ¿por qué no? y qué era lo que yo pensaba. A veces la amaba, de una manera difícil de explicar; en cuanto a lo que yo pensaba… cuando estaba con ella, por lo general, no pensaba nada. El hecho era que yo no podía responder a sus preguntas. Lo mejor había sido dejar que la relación fuera convirtiéndose en una amistad superficial. Pero me agradó verla en la cafetería. Aún era muy guapa para mí.
La SU había cambiado en los quince o veinte minutos de mi almuerzo. Un grupo nuevo de personas estaba esperándome y había ocho hojas para ver en la bandeja del escritorio. Era obvio que no había ningún caso de urgencia pues no habían ido a buscarme las enfermeras. Más casos de rutina. Uno de los pacientes era un visitante crónico de la SU que estaba esperando su inyección de costumbre: Xylocaine para aliviarle un malestar en la espalda, según decía. Iba con una frecuencia tan regular que las enfermeras tenían siempre lista una inyección de Xylocaine esperándolo, en una bandeja. Mister Xylocaine, como lo llamábamos, había desarrollado cierta experiencia en su malestar y en la SU llegaba su momento brillante cuando me dirigía en la inserción de la aguja y en la dosis. Yo me sentía casi como la víctima de un ritual pero hacía lo que él quería; él respiraba hondo con alivio a simple vista y se iba.
En el cuarto B fui saludado, de nuevo, por mi amigo Morris, el borracho, que había vuelto de Radiología. Tirado sobre una camilla y asegurado a ella por un cinturón, Morris sostenía un gran sobre lleno de radiografías recién tomadas. Su saludo fue:
—¡Todo lo que consigo es que me atienda un maldito interno! ¡No sé por qué sigo viniendo aquí!
El almuerzo me había tranquilizado y fui capaz de hacer caso omiso de sus maldiciones mientras sacaba las radiografías del sobre y las observaba, una por una, contra la luz de la ventana. No esperaba encontrar nada serio excepto, tal vez, en la parte superior del brazo izquierdo donde tenía un gran moretón. Antes, cuando le levanté y giré aquel brazo Morris me había retribuido con una sarta de obscenidades. Había algo ahí pero en la radiografía de aquella zona no aparecía. Revisé de nuevo toda la serie: rodilla izquierda, rodilla derecha, pelvis, muñeca derecha, codo izquierdo, pie izquierdo… No estaba entre ellas. No tenía mas remedio que volver a enviarlo a Radiología.
—Van a quererlo mucho allí, doctor Peters —dijo la enfermera—. Aterrorizó a todo el Departamento de Radiología durante toda la mañana y gastó dos cajas de placas.
—No me sorprende —le respondí, tomando un montón de hojas nuevas y dirigiéndome al cuarto C.
Los bebés de la tarde son iguales a los de la mañana: tienen resfriados y diarrea. A uno hubo que empaparlo con la esponja con agua fría porque tenía cuarenta grados. A otro, un niño de unos cuatro o cinco años, hubo que ponerle unos puntos en una herida que tenia en la barbilla. Suturar a un niño es muy, muy difícil. Su terror, cuando lo llevan sangrando al hospital y, a menudo, con dolor, sólo puede aumentar cuando se lo ata al artefacto que, se supone, lo mantendrá inmovilizado mientras se sutura. Pero en este caso ni el artefacto podía inmovilizar la barbilla del niño; era como tratar de acertar un blanco móvil. Lo peor para él era estar debajo de la sábana con el agujero. Después del pinchazo con Xylocaine, no sintió nada más que presión y una ligera tracción. Sin embargo, chilló como si sintiera todo; no le gustaba estar ahí. A mí tampoco.
Un hombre de treinta y dos años, en otro cuarto tenía un catálogo de malestares que comenzaban con sequedad de garganta y de ahí bajaban a todo el resto del cuerpo. Su verdadero objetivo era que lo admitieran como paciente internado pero cuando se dio cuenta de que su garganta seca no me había impresionado demasiado, me habló de un dolor en el lado derecho del pecho. Para probar su reacción, le dije que el hospital estaba lleno y ante esto estalló su ira. Se fue diciendo que cuando uno realmente necesita un hospital, éste no lo admite como paciente.
La tarde fue transcurriendo sin que aparecieran casos graves. Ya había examinado a unos sesenta pacientes, la cuota habitual, sin mayores dificultades. Pero estaba acercándose la noche del sábado y eso siempre traía problemas. Dos hombres viejos, con asma, llegaron juntos y las enfermeras los pusieron en cuartos separados con máquinas de presión positiva para respirar. El hombre del cuarto C estaba recuperándose. Su pecho huesudo se mantenía casi en posición de inspiración máxima; su espalda, derecha, y tenía las manos sobre las rodillas. Le pregunté si fumaba y me contestó que hacía muchos años que no lo hacía. Me agaché y saqué del bolsillo de su camisa un paquete de Camel mientras sus ojos seguían el movimiento de mi mano y advirtieron los cigarrillos. Cuando me miró, la expresión de su cara, aun en medio del sufrimiento, era tan cómica, traviesa y cálidamente humana que no pude evitar una sonrisa. Era como haber sorprendido a un niño en una mentira trivial. Ahí radica la atracción de la SU: en su lujosa muestra de la variedad y locura de la humanidad.
Seguían llegando viejos conocidos. Otro borracho, muy popular entre nosotros, apareció, tambaleándose, quejándose de haberse caído de una mecedora y de que la caída le había producido… ¡una úlcera crónica en la pierna! Yo le había visto la misma úlcera unas semanas antes, cuando el borracho era uno de los internados y se las arreglaba para vivir a su manera. Pese a las rigurosas medidas de seguridad, había estado siempre ebrio, durante días, hasta que lo dieron de alta, proceso que debió de acelerar el hecho de que un residente lo encontró detrás del banco de sangre con dos botellas de Old Crow y una paciente.
Esta vez le vendé la llaga y le dije que se presentara el lunes en la clínica.
Entre los borrachos y los bebés resfriados que lloraban, llegó una ambulancia sin anunciarse con la sirena y las luces rojas intermitentes. Eso significaba que no se trataba de una verdadera urgencia. Cuando descargaron la camilla, vi que se trataba de una señora delgadita, de unos cincuenta años, con las ropas sucias y rotas. Seguí a una de las enfermeras que me decía que no habían obtenido ninguna respuesta por parte de la paciente. Tampoco la obtuve yo. Tenía una pequeña herida en la línea del pelo, sobre la frente, pero ni siquiera necesitaba una sutura. Parecía estar totalmente consciente pero se mantenía inmóvil. Comencé a practicarle el examen neurológico: primero observar sus pupilas y luego medir los reflejos. No había señal de nada malo. Pero cuando traté de hacerle la prueba de Babinski, frotando muy suavemente la planta del pie con una llave, dio un salto que casi la hizo tocar el techo, gritando que no tenía nada en los pies y «¿qué estaba haciendo yo con sus pies, si era su cabeza la que estaba herida?». Saltó de la camilla y corrió al vestíbulo mientras una enfermera la perseguía. Tuvimos que llamar a la administración del hospital y a la policía. Terminaron por llevársela mientras seguía gritando que estaba muy bien.
En el consultorio F había un señor, ya mayor cuyas piernas estaban hinchadas por el exceso de líquido, ya que se había quedado sin diurético o sea, sin sus píldoras para eliminar agua. Resultó ser una de aquellas personas con un talento especial para hablar sin parar y, en apariencia, de manera razonable, sin decir nada. Mientras yo trataba de examinarlo, fluían de él torrentes de palabras. Me habló de su percepción extrasensorial y de las muchas veces que la había empleado, en particular para comunicarse con su mujer, quien había muerto hacía varios años. Contra mi voluntad, tuve que escucharle contar cómo podía tomar una botella con agua y destilarla en su propio modelo de universo. Él creía que la tierra era sólo una diminuta porción de algún objeto gigantesco de otro universo, en otra dimensión. Cuando ya me sentía mareado por su charla, le di las píldoras y le dije que se recostara en su casa, que no estar de pie y tomé la hoja siguiente.
Era importante escuchar a estos pacientes aunque lo que dijesen fuese tonto o trivial. Muy a menudo, sus devaneos son signos de algo. Una vez, en el hospital de la Facultad de Medicina, llegó, a la SU, un paciente que manifestó haber comido varios vidrios rotos sin pan, que era el complemento habitual. El residente y el interno comenzaron a escoltarlo hacia la puerta diciéndole que volviera al día siguiente, por la mañana, cuando hubiera gente en el Departamento de Psiquiatría. Al ver que no le creían, el hombre sacó del bolsillo del interno un tubo de ensayo y un hisopo de madera para la garganta, y masticó y tragó ambas cosas ante el personal del hospital paralizado por la insólita situación. Entonces lo hicieron retornar al consultorio y le sugirieron, con toda suavidad, que se quedara hasta el día siguiente. Su estómago apareció, en la radiografía, como una bolsa de vidrios rotos.
—¡Maldito hospital! ¡No voy a volver aquí! ¡La próxima vez iré al St. Mary!
Esto provenía del ubicuo Morris mientras lo depositaban sobre la camilla de examen. Ya era evidente que iba a perseguirme todo el día, aunque me daba algunas esperanzas el hecho de traer con él la radiografía del hombro izquierdo. Tal vez pudiera desembarazarme de él.
—Doctor, una llamada para usted por el ochenta y cuatro —dijo una de las enfermeras.
Yo ya tenía el auricular en la oreja y estaba escuchando la señal de «ocupado» en mi tercer intento de comunicarme con el doctor Wilson, uno de cuyos pacientes había ido con una infección del tracto urinario. Sintiéndome frustrado, apreté el botón del ochenta y cuatro.
—Habla el doctor Peters.
—Doctor, mi hijo está con un dolor de cabeza terrible y no puedo encontrar a nuestro médico. No sé qué hacer.
Lo que me contaba se mezclaba en mi cabeza con el llanto de los bebés que estaban en la SU. No nos hacía falta otro enfermo curable con aspirinas pero yo no podía decirle eso. Sin muchas ganas, le contesté:
—Si está convencida de que el niño está enfermo, por favor, tráigalo a Urgencias.
—Doctor, una llamada por el ochenta y tres.
Le dije a la enfermera que lo hiciera esperar mientras yo intentaba otra vez comunicarme con Wilson y ya daba por segura una señal de «ocupado». Pero no. Atendió el mismo doctor Wilson.
—Doctor Wilson, tengo aquí a una paciente de usted, la señora Kimora.
—¿La señora Kimora? No creo conocerla. ¿Está seguro de que es una de mis pacientes?
—Es lo que ella dice, doctor Wilson.
Ocurría con frecuencia que los médicos no recordaban los apellidos de sus enfermos. Tal vez una descripción del problema le refrescaría la memoria y así me pareció cuando le dije:
—Ella tiene una infección en el tracto urinario, con mucho ardor al orinar y su temperatura…
—Déle Gantrisin y envíela a mi consultorio el lunes —me contestó interrumpiéndome.
Me callé, aguantando las ganas de colgar. ¿Por qué ni siquiera oír algo sobre el caso; la temperatura, el análisis de orina, el recuento globular?
—¿Le parece conveniente que le hagamos un cultivo? —pregunté.
—Sí, está bien. Háganle un cultivo.
—Bien. —Apreté el ochenta y tres para recibir la llamada que había dejado pendiente.
—Doctor —dijo una voz—, acabo de ir de vientre y apareció sangre.
—¿Manchó de color rojo brillante el papel higiénico?
—Sí.
Coincidimos en que la causa eran sus hemorroides y que no era necesario que fuera a Urgencias pero debía ir a ver a su médico el lunes. Con un suspiro de alivio y muy agradecida, cortó la comunicación. La enfermera tenía otra llamada para mí por el ochenta y cuatro pero aquel tipo de cosas podía seguir indefinidamente; así que no hice caso. Fui en seguida a ver a la señora Kimora y le expliqué con toda claridad cómo debía tomar el Gantrisin: dos píldoras, cuatro veces al día. Una enfermera llevó la orina para el cultivo.
En aquel momento le tocaba el turno a Morris. Estaba inmóvil sobre la camilla y, en apariencia, menos borracho, pero me saludó con la cordialidad de siempre:
—¡Quiero salir de aquí de una vez!
Por lo menos eso nos complacería a ambos. Estudié la radiografía contra la luz de la ventana y vi, de inmediato, con desilusión, que tenía una fractura entre el codo y el hombro: una fractura neta como si hubiera sido provocada por un golpe de kárate. Iba a estar con nosotros por un tiempo.
—Señor Morris, usted tiene roto un brazo —le dije, mirándolo seriamente.
—No —respondió—. Usted no sabe lo qué está diciendo.
Para evitar otro intercambio de sí y no, me alejé y escribí, de inmediato, una orden que ponía a Morris en manos del traumatólogo residente. La enfermera llamó e informo del asunto al residente.
A media tarde, a duras penas conseguía que salieran más de los que entraban. A eso de las cuatro nos vimos saturados por un grupo de surfistas con arañazos en el cuero cabelludo, cortaduras en los dedos y heridas profundas producidas por corales. ¡El surf estaba de moda! Los bebés parecían llorar, sin parar, por todos lados, con sus fiebres, diarreas y vómitos. Yo suturaba como loco, enviaba gente a Radiología y trataba, con desesperación, de observar los oídos de niños que no tenían ningunas ganas de cooperar. Una madre en estado de desesperación, diciendo que su bebé había caído, desde un tercer piso, sobre una pila de basura. Estuve tentado de preguntar cómo había ocurrido aquello pero, en lugar de hacer preguntas, examiné al niño y le saqué anillos de cebolla enroscados en los lóbulos de las orejas y café del pelo. Estaba, asombrosamente, intacto; sin embargo, lo envié a Radiología porque parecía dolerle el brazo derecho, y resultó que tenía fracturado el húmero: lo menos que puede esperarse después de haberse caído desde un tercer piso sobre una pila de basura.
Mientras tanto, se apilaban las radiografías, todas de partes diferentes del cuerpo, desde los pies hasta las cabezas. Soy el primero en admitir que yo no era demasiado bueno para interpretarlas. Pero así era el sistema: el interno debía ver las radiografías los fines de semana y por la noche. No cambiaba nada el que nuestro entrenamiento para aquella tarea fuera malo. Teníamos que hacerlo lo mejor que pudiéramos. Conociendo mi inexperiencia en aquel aspecto, siempre tenía miedo de pasar algo por alto. En particular después de la experiencia humillante con aquel dedo del pie. Ocurrió un sábado por la noche, cuando llegó una chica sostenida por el brazo de su novio. Se había golpeado el dedo. Cuando la envié a Radiología, la acompañó su novio. Casi una hora después, en medio del pandemónium, miré la radiografía, la mayor parte de los metatarsos, y les dije que parecía que no había nada y… El novio me interrumpió para decir, amablemente, que cuando él había visto la placa había creído que mostraba una fractura. Me atraganté y le pregunté:
—¿Usted cree?
Volví a mirarla en la caja iluminada y él me señaló una línea en la falange media del tercer dedo que era, decidida mente, sospechosa y podía haber sido, la verdad es que fue, una fractura. ¡Así es de bueno nuestro entrenamiento!
Morris estaba, en aquel momento, convenientemente instalado en el consultorio del traumatólogo, fuera del alcance de mis oídos. El traumatólogo residente había examinado a Morris y las radiografías y desapareció después de tratar, infructuosamente, de conseguir al principal traumatólogo de guardia. Morris habría de quedarse en Traumatología hasta que se encontrara al médico de guardia, de manera que Morris aún era un albatros cuya persecución deberíamos soportar pero ya no colgaba de mi cuello. Pude olvidarme de él.
A eso de las cinco y media comenzaron a fluir los heridos por golpes. Siempre ocurría cuando el tráfico se ponía pesado y los coches comenzaban a apilarse unos sobre otros. A cualquiera que se quejara de un golpe había que palparle cuidadosamente el cuello, hacerle un examen neurológico concienzudo y una radiografía de la parte cervical de la columna antes de llamar a su médico particular. Todas aquellas radiografías me parecían atrozmente iguales y, cuando ponía una de ellas en la gran caja de observación, me sentía tan transparente y vulnerable como el negativo mismo. Para colmo, los pacientes siempre estaban observando por encima de mi hombro mientras yo leía sus placas. Yo sólo abrigaba la esperanza de impresionarlos con mi sabiduría, con el «hecho» de poder sacar tantas conclusiones de aquellos manchones negros, blancos y grises, que correspondían a huesos y otros tejidos. Era en beneficio de ellos que yo simulaba realizar una observación profunda, deteniéndome algo más en contemplar alguna parte en especial. En realidad, yo no era capaz de diagnosticar por radiografías algo que fuera un poco más fino que una luxación o un hueso partido en dos. Ambas cosas se diagnosticaban, por evidentes, en unos segundos. Todo lo demás era como tirar al aire: podía ocurrir que acertara con algo. Pero no se puede hacer quedar mal al hospital, de manera que yo miraba las radiografías con aire de saber, murmuraba cosas y tomaba notas mientras los pacientes se ponían nerviosos esperando lo peor.
Cuando las agujas del reloj estaban ya acercándose perezosamente a las seis de la tarde, el flujo de pacientes disminuyó de forma inexplicable, dándome un respiro. Hasta pude adelantar un poco de trabajo y, después de extraerle un anzuelo a un hombre maduro, no quedaba nadie esperando. De repente, comenzó a reinar la tranquilidad en la SU. Afuera, el sol dorado de la tarde arrojaba una mancha de luz violeta sobre el aparcamiento. Aquello era la calma que precede a la tormenta y el armisticio provisional entre dos batallas. Sintiéndome cansado y solitario (sorprendentemente solitario entre tanta gente) fui a comer algo. En el camino encontré a algunos que esperaban que alguien los dejara en sus casas. Aquellos que habían estado en la SU me saludaban con amabilidad y sonreían; yo les devolvía la sonrisa, contento de tener un segundo contacto con ellos y esperaba haberles hecho algo de bien. El hecho de vernos con los pacientes fuera del hospital nos hacía sentir como seres más reales y quitaba algo del temor que nos perseguía y nos hacía esperar el desastre a medida que giraban las agujas del reloj.
Sentarse era una experiencia casi lujuriosa. Estiré las piernas debajo de la mesa y puse los pies sobre la silla de enfrente. Llegó Joyce y se sentó conmigo, lo que resultaba agradable aunque no teníamos demasiado que decirnos. Ella estaba llena de chismes del laboratorio y de recuentos globulares, lo que me resultaba indigesto. Yo no tenía ganas de hablar sobre la SU. Comí con rapidez, pensando que cada bocado podía ser el último de aquella noche. Por lo menos ese aspecto de la vida de los médicos aparece bien tratado en las series de televisión. Terminamos por hablar de surf con otro interno llamado Joe Burnett, de Idaho.
Todos los internos necesitamos un escape, una válvula de seguridad. El surf era la mía. Me proporcionaba el escape perfecto. No sólo el ambiente era distinto al habitual, en ruidos, paisaje y sensaciones: en la cresta de una buena ola, luchando y concentrándose para poder llegar a la costa, no era posible pensar en otra cosa. A medida que transcurrían los meses y aumentaba mi adicción al surf, comencé a comprender por qué la gente sigue al sol en busca de la ola perfecta. Supongo que es más sano que las drogas y el alcohol, pero la adicción es igualmente fuerte y un mal movimiento puede matar. Hawai no hace publicidad de esto como debiera.
Pero no importa. Aun cuando no se encuentre una buena ola, la belleza está ahí en todo lo circundante. Y ¿quién podría saber cuándo? Una ola gigantesca puede aparecer en cualquier momento y desafiarnos. El surf es personal y único; básicamente distinto de todos los demás deportes, aunque de manera superficial se parezca a esquiar en la nieve. La diferencia está en que la nieve permanece estática en la montaña y en la ola todo se mueve: uno mismo, la montaña, la tabla, el aire alrededor. Y cuando uno cae de la tabla, no sabe adónde lo llevará la ola. Todo lo que se sabe es que no fue hecho para estar ahí. De modo que Joe y yo hablamos del surf con excitación, describiendo pequeños episodios. Nuestras manos y pies se movían para tratar de explicar cómo se curvan las olas y cómo es que, a veces, uno resulta aprisionado por ellas o rechazado hacia su exterior.
Olvidé la SU.
Lo más curioso es que el surf no es un deporte sociable excepto cuando te encuentras lejos del agua y hablas de él. Cuando se está solo sobre la tabla, apenas se dice alguna palabra que otra. Uno forma parte de un grupo de personas que están aisladas unas de otras; lo único que las liga es el agua pero a ninguna le importa la otra más que para maldecirla cuando usa la misma ola que tú. Cada ola que usas, la sientes como exclusiva; es mi ola o su ola aunque hayas ido con otra persona a hacer surf. Siempre se va con alguien pero no se habla.
Me llamaron por teléfono y tuve que despedirme de Joe; había trabajo en la SU. Cuando llegué allá ya no había tranquilidad. Durante los treinta minutos que había estado ausente habían llegado más bebés que lloraban, con sus malestares habituales. Una adolescente se quejaba de calambres. Le pregunté cuántas aspirinas había tomado y me dijo que ninguna. Le di dos. Otro tratamiento milagroso que justificaba los cuatro años en la Facultad de Medicina. Y estaban los resfriados. Había varias personas con resfriados de la variedad más silvestre: nariz acuosa, garganta irritada, tos. Lo común. Estaba más allá de mi capacidad de comprensión el entender por qué aquella gente iba a la SU. A pesar de que ya estaba en la tercera etapa de la guardia pues ya había cenado, todo el humor que pudiera contener aquella situación no me llegaba. Había gente que estaba esperando que se le suturara alguna herida y yo tenía que examinar todas las narices chorreantes.
Uno de los trabajos de sutura estaba fuera de lo común. Una señora se había seccionado totalmente la punta del dedo índice con un cuchillo de trinchar. Había tenido la calma y la rapidez suficiente como para recuperar la pequeña porción separada del dedo. Después de remojarla, se la cosí, con hilo muy fino, en su lugar. Hice todo esto mientras el médico particular daba explícitas instrucciones por teléfono. ¿Realmente habría creído yo que vendría a hacer, él, el trabajo?
En uno de los consultorios posteriores había un hombre de edad que se quejaba de dolor de espaldas y de no poder retener la orina. El último síntoma se notaba en el olor del ambiente. Mientras examinaba al paciente, el olor me resultaba tan insoportable que tenía que salir, cada momento, de la habitación, para respirar un poco de aire fresco. Los malos olores eran todavía mi bête noire. Pensé que tal vez habría que internarlo ya que tenía una infección del tracto urinario y era evidente que no podía atenderlo solo. Pero el primer médico al que llamé para consultar lo conocía y no quería tenerlo como paciente. Me dijo que buscara a otro médico. Parece que el viejo era un conocido «mal paciente» famoso por desaparecer del hospital, sin que se le hubiera dado de alta, y regresar a medianoche o durante el fin de semana. El segundo médico que llamé también se negó a atenderlo y me aconsejó que recurriera a otro. Por fin, después de llamar a cinco médicos, conseguí uno que aceptó al enfermo. Pero cuando las enfermeras estaban preparando al paciente para su ingreso en el hospital, descubrieron que era veterano de guerra, de modo que todos mis esfuerzos no sirvieron para nada pues hubo que enviarlo a un hospital militar.
Al pasar por el vestíbulo para ir a otro consultorio a ver a otro paciente, me topé con una muchacha de unos veinte años, que llevaba a un caniche en brazos y era acompañada por un muchacho no mayor que ella. La chica gritaba que no quería ver a ningún maldito médico. Mejor para mí. Seguí mi camino pero, eventualmente tendría que examinarla más tarde. Cuando tuve que hacerlo, ella no pronunció palabra; habría sido más fácil comunicarse con el caniche al que todavía llevaba en brazos. Decidí dejarla por un rato, allí sentada, pero fue un error porque unos minutos después corrió hacia el vestíbulo y desapareció. Yo estaba demasiado ocupado para notarlo hasta que poco después llegó el psiquiatra de la familia, con los padres de la chica. Parece que alguien del hospital había llamado a la policía cuando la vio arrancando flores del jardín. Me sorprendió ver al psiquiatra pues siempre tengo mucha dificultad para que los psiquiatras consientan en ir al hospital los fines de semana o después de las cuatro de la tarde. Yo podía contar con dos o tres pacientes de ese tipo los sábados por la noche; es un día malo para ellos. Como nunca había logrado que apareciera algún psiquiatra a la SU, trataba de que aquellos pacientes estuviesen cómodos y tranquilos. Pero un sedante y algunas palabras amables no hacen mucho por ellos.
—Doctor, por el ochenta y cuatro.
Me llamó una enfermera desde el mostrador principal. Cogí el teléfono que estaba al lado del consultorio B y apreté el ochenta y cuatro.
—Peters, soy Sterling.
Sterling era el traumatólogo residente.
—Al fin encontré al doctor Andrews que hace guardia en Traumatología este mes y cree que lo mejor para Morris será hacerle una escayola.
Hubo una pausa. Empecé a dibujar círculos que se conectaban, en el cuadernillo del teléfono. El bastardo de Sterling no tenía la menor intención de ir al hospital y colocar una escayola por necesaria que fuera.
—¿Por qué no prueba, Peters? Si tiene alguna dificultad, llámeme ¿eh?
—Tengo ocho pacientes esperando que los examine.
—Bueno, si hay que esperar demasiado tiempo, llámeme por teléfono.
—¡Por Dios, Sterling! Ese hombre está aquí desde las diez de la mañana. ¿No le parece que ya es demasiado tiempo? ¡Son nueve horas!
—No, está bien… Así puede recuperar la sobriedad.
Discutir con Sterling requería más esfuerzos y razones de lo que yo podía permitirme. Además, discutir iba contra mi decisión reciente de mantenerme en mi lugar para que no se me mearan encima.
—Bueno. Vale. Lo haré tan pronto como pueda.
Corté la comunicación y organicé, mentalmente, la media hora siguiente.
—Enfermera, pídale al asistente que traiga agua caliente y escayola y tenga todo listo en el consultorio del traumatólogo.
—¿Qué medida de escayola, doctor?
—De cuatro y seis centímetros. Cuatro rollos de cada medida.
Adoptando una expresión de absoluta despreocupación, fui al consultorio del traumatólogo y busqué, a toda velocidad, algún libro de Traumatología en los estantes. Por suerte encontré uno y hojeé, rápidamente, el índice. Ahí estaba: escayola, página 138. Encontré la descripción de todo tipo de fracturas del húmero. Justo lo que necesitaba. A pesar de mi angustia por tener que hacerlo por primera vez, me asombró el ingenio que se usa para hacer escayolas que trabajan por tracción. En lugar de escayolar todo el brazo y el hombro, se colocaba la escayola alrededor del área de la fractura, por debajo y por encima del codo. El peso del material acomodaba, de nuevo, el hueso fracturado. El brazo se empujaba luego sobre el pecho y esto mantenía inmóvil el brazo pero permitía que el hombro se moviera. Sorprendente.
Asomó una enfermera y me avisó:
—Doctor, hay nueve pacientes esperando.
Sabía que las enfermeras iban a ocuparse si aparecía algún caso de emergencia; aquél era el momento de terminar de una vez por todas con Morris. Después de volver a poner el libro en su lugar, fui al consultorio donde estaba ya todo preparado para escayolar; hasta yo estaba mejor preparado que cinco minutos antes. Cuando entré en la habitación, me di cuenta de por qué había podido olvidarme de Morris durante más o menos una hora: yacía inmóvil en la camilla, atado con un ancho cinturón de cuero, profundamente dormido y roncando un poco. No despertó ni siquiera cuando maniobré para sentarlo y tuve que sostenerle la cabeza porque la dejaba caer hacia cualquier lado. ¡Maldito Sterling! Aquélla era su tarea. Yo había escuchado el ruido del televisor cuando llamó por teléfono. Después de cortar la manga izquierda de la camisa a la altura del hombro, le coloqué una base de gasa gruesa para la escayola, tratando de no tocar la parte fracturada.
—Doctor, tiene una llamada por el ochenta y tres.
Ni siquiera le contesté a la enfermera, esperando que fuera lo que fuese, se resolviera por sí solo.
—¡Ohhh!
Morris despertó cuando puse su brazo en posición para escayolar.
—¿Qué está haciéndome?
—Señor Morris, usted se rompió el brazo cuando cayó por la escalera y voy a escayolarlo.
—Pero no quie…
—¡Sí, voy a escayolarlo! Y no hable más.
Tenía la esperanza de que alguna vez Sterling me pidiera un favor. Después de remojar los rollos de escayola en agua hasta que desaparecieran las burbujas, pasé la venda, muchísimas veces, alrededor del brazo de Morris, desde abajo hacia arriba, haciendo la escayola poco a poco. La hice gruesa, de casi dos centímetros de espesor. Ya que funcionaba por la tracción que producía su peso, la mía iba a trabajar muy bien.
—No se mueva, señor Morris. Quédese donde está hasta que se seque la escayola.
Cuando llegué a la parte principal de la SU, cogí el ochenta y tres pero nadie contestó. Buena estrategia. Eran sólo las siete y media; ya estaba atrasado en once pacientes y sabía que el asunto se pondría peor. Agarré un manojo de hojas y miré la primera: picazón.
Los problemas de piel me dejan el cerebro en blanco a pesar de las veces que he leído y releído las descripciones de erupciones vesiculares papuloescamosas eritematosas acompañadas de prurito. Las palabras perdían todo su sentido, dando vueltas y retorciéndose en mi memoria de manera que si veía algo diferente del acné o la urticaria, estaba perdido. Y ahí, frente a mí, estaba un hombre con una violenta picazón eccematosa y eritematosa. Yo me di cuenta de lo que era porque las mismas palabras las había empleado un dermatólogo para describir la quemadura de sol que yo había tenido, después de Pascua, en Miami, cuando cursaba la carrera de Medicina. Significaba picazón húmeda y roja, pero los dermatólogos prefieren usar la complicada jerga de la especialidad. La verdad es que la Dermatología es la única rama de la Medicina que hasta el presente sigue utilizando palabras en latín de manera abundante, lo que me parece muy apropiado porque no creo que haya avanzado mucho desde los tiempos de los alquimistas. Aunque la terminología y el diagnóstico de las enfermedades de la piel son difíciles, el tratamiento es la simplicidad misma. Si la lesión es húmeda, se usa un agente secante; si es seca se usa un humectante. Si el paciente mejora, se continúa con el mismo tratamiento; si no es así, se prueba otro y así ad infinitum.
El paciente que tenía delante de mí era un individuo flaco, con los pómulos marcados, tema el pelo oscuro, desordenado y sucio. Mientras miraba sus manos y sus brazos, lo único que yo podía pensar era ¡qué poco sabía de dermatología! El paciente no tenía médico particular de manera que yo tendría que llamar a alguno y me preocupaba lo que tendría que decirle al dermatólogo para no parecer un idiota.
Noté que le picaban las palmas de las manos, también. Una distante campanita empezó a sonar en mi mente. Hay pocas enfermedades dermatológicas que producen picazón en las palmas de las manos. La sífilis es una. Hummm… Estaba tan preocupado con mis propios pensamientos que apenas oí cuando el paciente dijo que tenía neurodermatitis y necesitaba más tranquilizantes. Todavía estaba yo tratando de recordar la lista exacta de las enfermedades que presentan síntomas en las palmas de las manos, cuando sus palabras, por fin, fueron escuchadas por mi parte consciente. Neurodermatitis. Con la práctica, yo había desarrollado una gran capacidad para no demostrar sorpresa ni gratitud ante aquellos repentinos obsequios en forma de diagnósticos que se me presentaban y continué examinando, detenidamente, las manos del paciente durante un tiempo que consideré razonable. Sentí que mis conocimientos de Dermatología eran casi iguales a los del hombre, cuando supuse, correctamente, que tomaba Librium. Él se alegró de conseguir más.
Cuando el atardecer empezó a diluirse con la noche, mis pasos se hicieron más lentos y pesados y mis temores más grandes, llegando a imaginar que una serie de casos desesperados estaban esperando para arrojarse sobre mí. La corriente continua de enfermos no tenía pausa y me mantenía siempre atrasado en la atención de cinco o seis personas. Yo suturaba más rápido debido a una combinación de prisa con disminución de interés. Cada vez que hacía una sutura, aumentaba el número de pacientes que esperaban, de manera que tenía que trabajar rápidamente y no fijarme en nimiedades como recortar los bordes. No es que fuera chapucero sino que me había vuelto menos cuidadoso y tal vez me satisfacía más fácilmente. Como, por ejemplo, con la sutura que le hice a un hombre que tenía una herida en el brazo con colgajos de piel desgarrada. Si hubiera llegado durante el día, lo más probable es que yo hubiese cortado los colgajos y suturado como si se tratara de una herida lineal. En aquel momento lo cosí, con colgajos y todo, deseando que saliera bien.
En el consultorio de Ojos y Oídos estaba un niño de cuatro años sentado, como si se hubieran olvidado de él en la camilla. El abuelo andaba cerca. Cuando entré, el niño se puso a lagrimear, lanzando sus brazos hacia el abuelo que lo abrazó mientras yo leía la hoja. «Cuerpo extraño. Oído derecho». Después de conversar unos minutos con el niño tranquilamente, lo convencí de que me dejara mirar el oído. Pude ver algo negro en la profundidad del canal; parecía una pasa o una piedrita.
Como el abuelo no conocía a ningún otorrinolaringólogo, elegí uno de la lista de médicos, un tal doctor Cushing y lo llamé por teléfono.
—Doctor Cushing, le habla el doctor Peters, de la SU. Aquí tengo a un niño de cuatro años con un cuerpo extraño en el oído.
—¿Qué apellido tiene, Peters?
—Williams. El nombre del padre es Harold Williams.
—¿Tienen seguro?
—¿Qué?
—¿Tienen seguro de enfermedad?
—No tengo la menor idea.
—Bueno, consiga el dato, muchacho.
«¡Bonita escena!», pensé mientras volvía al cuarto de Ojos y Oídos. Había una docena de personas esperándome y yo tenía que averiguar lo del seguro. El abuelo me dijo que no tenían.
—No, doctor Cushing, no tienen seguro.
—Entonces averigüe si alguno de los adultos está empleado.
Volví otra vez al cuarto de Ojos y Oídos para interrogar al compungido abuelo. Pero yo sabía que recoger aquella información era más fácil que llamar a una docena, o más, de médicos hasta encontrar alguno a quien no le importara tanto el asunto de cobrar. Igualmente me parecía algo burdo e inhumano.
—El padre y la madre están empleados, doctor Cushing.
—Bien. Entonces, ¿cuál es el problema?
—El niño, David Williams, tiene un cuerpo extraño en el oído: algo negro.
—¿Puede extraerlo usted, Peters?
—Sí, puedo intentarlo.
—Muy bien. Que vengan a mi consultorio el lunes y vuelva a llamarme si tiene alguna dificultad.
—Sí, doctor Cushing. ¡Ah, doctor Cushing…!
—¿Qué?
—Esta mañana atendí a una niña que tenía infectados los dos oídos medios. —De repente me había acordado de la niñita del pus—. Un tímpano se había perforado y el otro estaba a punto de hacerlo. ¿Debería haberlo drenado?
—Sí, lo mejor es hacerlo.
—¿Cómo se hace?
—Se usa un instrumento especial, el bisturí miringotómico. Simplemente, se practica una diminuta incisión en la parte posterior e inferior del tímpano. Es muy simple y el paciente se alivia de inmediato.
—Gracias, doctor Cushing.
—De nada, Peters.
Así era: de nada, doctor Cushing. Después de toda la cháchara yo tenía que extraer el cuerpo extraño. En cuanto a incisiones en el tímpano, ya podía considerarme instruido.
En el consultorio de Ojos y Oídos inmovilicé al niño y busqué en el oído, tratando de agarrar el objeto negro. Salió cuando abrí la pinza para separar y cuando vi lo que era me negaba a creerlo. Era una pata trasera de una cucaracha. El pequeño lloraba mientras yo extraía la cucaracha, parte por parte, sintiendo pena por él, deseando terminar de una vez y casi vomitando de asco. Los últimos trocitos salieron cuando irrigué el oído. Poco a poco, el niño dejó de llorar y yo le puse un desinfectante. El muchachito parecía estar bien pero yo estaba a punto de desmayarme.
Durante toda la etapa final del procedimiento, una enfermera había estado esperando detrás de mí. En aquel momento me informó, en un tono bastante frío, que Morris estaba todavía en la salita de Traumatología. A veces, las enfermeras me producen un fastidio mortal, en particular, por la noche. Yo me sentía un poco culpable por lo de Morris porque ya hacía unas doce horas que estaba en el hospital y supongo que parte de mi fastidio hacia la enfermera se debía a mi sentimiento de culpa. A Morris no le importaba nada, ya que estaba profundamente dormido. La escayola ya estaba bien seca. Por desgracia tuve que despertarlo para vendar el brazo sobre su pecho con un vendaje común. Al hacerlo recibí otra de sus descargas verbales que no estaban a la altura de las anteriores. Me preocupaba si Morris iba a poder mover el hombro teniendo el brazo tan ajustado sobre el pecho. Yo estaba haciendo lo que decía el libro y si algo salía mal, me despedirían el lunes del hospital. Al volver a la parte principal de la SU le dije a la enfermera fastidiosa que Morris ya podía irse a su casa si ella encontraba tiempo, entre café y café, para aplicarle una vacuna antitetánica.
A las diez de la noche, el lugar estaba vibrando, lleno de todas las variedades de enfermedades humanas. Con el aumento de la clientela, me había retrasado todavía más; tal vez una docena de hojas. Esperando tranquila, en el centro de la enorme sala de espera, estaba una mujer que deseaba que yo le examinara una pequeña herida que se había hecho unas ocho horas antes con las tijeras de podar. Su apellido era Josephs. No entendía yo por qué había esperado tanto la señora Josephs pero, de cualquier modo, su médico la había enviado a la SU para que se le aplicara una vacuna antitetánica. Era una buena precaución. Sin embargo, el toxoide del tétanos sólo ayuda al cuerpo a crear inmunidad y, además, trabaja con lentitud. Parecía apropiado suplementar la acción de la antitetánica con anticuerpos, ya hechos, para una protección temporal, sobre todo cuando la herida tenía ya ocho horas. Acabábamos de recibir el nuevo envío del suero con anticuerpos humanos, el Hypertet, de gran eficiencia pero yo no podía aplicárselo a la señora Josephs sin autorización de su médico particular, el doctor Sung, famoso por su lengua aguda y su anticuada Medicina. No sabía si haría bien en llamarlo mientras marcaba su número.
—Doctor Sung, le habla el doctor Peters de la SU. La señora Josephs está aquí y voy a ponerle una vacuna antitetánica pero creo que debería dársele algo que la inmunizara hasta que la inyección le haga efecto.
—Sí, Peters, tiene razón. Déle una dosis de antitoxina de caballo y hágalo en seguida, por favor. No quiero que tenga que esperar…
—Tenemos una globulina inmunizadora contra el tétanos, muy buena; se llama Hypertet, doctor Sung. ¿No será mejor que el suero de caballo? Actúa más rápidamente y además…
—No me discuta, Peters. Usted no lo sabe todo. Si hubiera querido Hypertet lo habría pedido.
—Pero doctor Sung, si uso suero de caballo podría producirse alguna alergia. Tendría que hacer las pruebas antes y eso lleva tiempo.
—Bien. ¿Para qué demonios le pagan? Vamos, haga lo que le digo.
El ruido seco, al cortar la comunicación, me zumbó en el oído. Aguantarse. El viejo doctor Sung practicaba muy mal la Medicina y algún día se la iba a aplicar a él. ¿Por qué calentarse? Y el Hypertet esperando ser inyectado, estaba ahí, bien envueltito. Diez a uno a que el viejo bastardo nunca había oído mencionar el Hypertet. «Así que es para esto que nos pagan», pensé mientras hacía la lista de instrucciones para las pruebas de alergia al suero de caballo y quince personas esperaban fuera.
Pero no llegué más allá en mi preocupación por el suero de caballo. A lo lejos, el ulular de una sirena acaparó todo mi temor. Ante mi horror e incredulidad, tres ambulancias llegaron al mismo tiempo y los equipos respectivos saltaron de las mismas y empezaron a descargar restos de personas, víctimas todas del mismo accidente de coche y acomodándolos en las salitas donde ya había otros pacientes. Un cuerpo destrozado habría sido aterrador; cinco hacían un efecto más allá de toda descripción. Mientras las enfermeras llamaban arriba pidiendo ayuda a los demás médicos del hospital, yo traté de hacer algo, cualquier cosa antes de que la situación me dejara paralizado. Uno de los pacientes era un muchachito con un lado de la cabeza aplastado. Respiraba con estertores y a veces su respiración se detenía por completo pero recomenzaba después. Lo conecté a un frasco de suero intravenoso que, probablemente, no necesitaba ya pero podía hacerle falta después. Me mantuve ocupado con eso y sacándole un poco de sangre para determinar el grupo Rh. Ponerle una sonda endotraqueal era lo menos que se podía hacer. Siempre fue algo difícil para mí, pero aquella vez fue fácil porque la mandíbula inferior del muchachito estaba rota y yo podía apartarla de su cara. Después de quitarle de la boca y la garganta, pedacitos de huesos y mucha sangre, puse el tubo para ayudarlo a respirar. Lo sorprendente fue que su presión estaba bien. Quería quedarme con el muchacho a pesar de que ya no había nada que pudiera hacer por él, pero había otros pacientes allí, clamando por auxilio y, de todas maneras, un neurocirujano iba hacia la SU. Después supe que el muchacho había muerto al salir de la sala de operaciones. Me preocupó durante un tiempo hasta que razoné que ya estaba virtualmente muerto cuando lo atendí.
En aquel momento, después de tantos meses, me resultaba más fácil no sentirme comprometido emocionalmente en los casos. Me esperaban otros problemas que demandaban mi atención. Por ejemplo, la señora que estaba en la salita de al lado y cuyo estado era, también, crítico. Una superficie amplia de piel y pelo que iba desde su oreja izquierda hasta la punta de la cabeza estaba separada y dejaba ver una red de múltiples fracturas de cráneo. Parecía la cáscara de un huevo duro que estaba siendo pelado. La pupila del ojo izquierdo estaba dilatada de forma notable. ¿Por dónde empezar? Estaba observando el cráneo cuando ella, de repente, vomitó como medio litro de sangre, ensuciando la mesa, mis pantalones y mis zapatos. Agradezco al cielo la existencia del suero intravenoso que pone algún orden en el caos de mis pensamientos. Puse eso en marcha y extraje muestras de sangre para la tipificaron, imprescindible para saber qué clase de sangre había que transfundirle. Como había vomitado sangre, pensé que Podríamos necesitar ocho unidades para la transfusión en lugar de las cuatro habituales, pese a que su presión era sorprendentemente buena. Ese asunto de la normalidad de la presión sanguínea en organismos que estaban funcionando muy defectuosamente, había comenzado a intrigarme. Todos los libros citan la medida de la presión como el principal indicador de la función sistemática general. Hasta entonces, mi experiencia no coincidía. De todas maneras, palpé el abdomen de la mujer en busca de la causa de la hemorragia.
Entonces una enfermera me llamó para ir a otra salita donde estaba un hombre que apenas respiraba y que, ella pensaba, tenía convulsiones. Era visible que el estómago había recibido el golpe, pensé, y que él era uno de los conductores. La enfermera me alcanzó Amobarbital para detener las convulsiones pero, antes de dárselo, me di cuenta de que, en lugar de convulsiones, tenía lo que algunos llaman enfisema seco, una especie de arqueo para vomitar. Él también vomitó un poco. No era sangre sino algo que olía a alcohol y también se las arregló para salpicarme los zapatos. Cuando llamó el doctor Sung para saber si ya había inyectado el suero de caballo, estuve tentado de insultarlo, pero sólo le dije que no, que estábamos ocupados.
Una motocicleta estaba complicada en el mismo accidente. El conductor estaba, prácticamente, como una llaga viva. Tenía magulladuras en todas partes excepto en la cabeza. Era uno de los pocos que habían usado casco. Todos los fines de semana devoran su cuota de imprudentes. Pero tienen una suerte espectacular; tanto es así que uno de los chistes que corren por el hospital, menciona a un motociclista que llegó en varias ambulancias. Todo el cuerpo lastimado, fractura y abrasiones era todo lo que podía decirse para describir este caso. Si estos individuos, en el estado en que están, pudieran decir algo, dirían que, después de todo, la motocicleta no es tan peligrosa porque uno es arrojado, libremente, cuando hay un accidente. Pero ser arrojado de cabeza sobre el pavimento cuando se va noventa kilómetros por hora y ser luego atropellado, no nos deja demasiado sobre qué trabajar. Aquel hombre estaba no sólo lleno de heridas sino que tenía la parte inferior de la pierna izquierda destrozada. Los dos huesos formaban un ángulo de cuarenta y cinco grados y el pie estaba unido sólo por algunas fibras de tendón. Metidos dentro de las heridas había trozos de pantalón, calcetines, tierra y asfalto.
Lo asombroso era que estaba consciente; sólo un poco mareado.
—¿Siente mucho dolor?
—No, dolor no, pero algo hay que me molesta en el ojo derecho.
¡Por Dios! Con todas las heridas que tenía se preocupaba por unas cenizas que le habían entrado en el ojo. Se las extraje. Su presión era normal y el pulso alto: ciento veinte. Le conecté el frasco con suero endovenoso y envié una muestra de sangre para que determinaran grupo y Rh y, arbitrariamente, pedí cinco unidades de sangre. No parecía necesitar transfusión en aquel momento pero era obvio que le harían alguna operación en los huesos. Con una pinza hemostática traté de disminuir la cantidad de sangre que perdía por los músculos de la pierna que estaba a la vista. Me sorprendió lo poco que sangraba.
Volví a ver a la señora que había vomitado sangre y sentí alivio al ver que la presión seguía manteniéndose bien. Pensé que, a lo mejor, había tragado la sangre que perdía por las fosas nasales. Veinte minutos habían transcurrido desde la llegada de las ambulancias y estaban colaborando otros médicos del hospital en la atención de los accidentados. Llamé a Radiología y en seguida fueron a sacar placas de cráneos, esternones y otros huesos. Es imposible describir aquella situación. Era el caos total. Los resfriados, las diarreas, los bebés y los asmáticos mezclados con huesos rotos y cráneos aplastados. Aunque los asistentes pedían a los no accidentados que esperaran fuera, la situación no mejoraba mucho. Finalmente, las salas de operaciones empezaron a absorber a las víctimas del accidente.
El doctor Sung llamó de nuevo amenazando con enviar una queja al hospital si a su enferma no se le aplicaba en seguida el suero de caballo. En aquel momento me importaba un carajo el suero de caballo, de modo que corté la comunicación. Eso ocasionó que veinte minutos después llegara él al hospital, dispuesto a decirme de todo, justo cuando estábamos transportando al último de los heridos, en estado crítico, a la sala de cirugía. Yo estaba ahí, cubierto con una mezcla de sangre y vómitos y lo oía hablar como si lo hiciera desde otra dimensión. Aquel lunático podía crearme inconvenientes, de manera que no dije nada. Sólo volví a mencionar el Hypertet y su acción inmediata. Eso lo puso más furioso aún y terminó por llevarse a su paciente. Por supuesto que, unos días más tarde, apareció en mi bandeja de papeles una reprimenda por parte del hospital. ¡Quién tiene en cuenta las prioridades!
A eso de las once de la noche, el ciclón ya había terminado. Quedaba el grupo de pacientes comunes, sólo que era mucho más grande. Estaban por todas partes: dentro, fuera, sentados sobre las plataformas de las ambulancias, en el suelo, hasta en sillas. Empecé a ir de uno a otro cuarto, escuchando a medias y trabajando como una máquina gastada. Un hombre se había caído a una piscina durante una fiesta, se había roto la nariz con el trampolín y se había hecho un corte en el pulgar con un vidrio proveniente de un vaso. La nariz estaba derecha, de manera que no la toqué. Suturé la herida del pulgar rápidamente, después de haber relatado la triste historia al médico particular. Incluso éste tenía voz de ebrio.
Era la gran noche de los bebedores; la mayoría de los que llegaban tenían pequeñas heridas y magulladuras o los problemas clásicos con náuseas y vómitos. Y los niños seguían llegando, aun a aquellas horas, con sus narices chorreantes y con sus diarreas y fiebres. De vez en cuando traían a alguno con más de cuarenta grados y, sin embargo, yo no le encontraba nada mal. Esto me ponía muy incómodo. Como ser humano, uno tiene el deseo irresistible de curar; los demás esperan que uno cure. Casi siempre, los pacientes claman por penicilina pero yo, la mayoría de las veces tenía suficiente sentido común como para no ceder. Tratar un síntoma como la fiebre solamente, es mala medicina. Pero a veces sólo podía echar un vistazo a los tímpanos y gargantas de aquellos pequeños ululantes. A veces les recetaba fármacos y a veces no. Me guiaba por suposiciones basadas en una educación media.
En la SU siguió transcurriendo una típica noche de sábado. La multitud de pacientes disminuyó a eso de la una. Desde aquella hora veríamos menos de los diversos malestares que alejan a la gente del televisor y la envían, durante la noche, a buscar la santidad de la SU. Malestares como resfriados, diarreas y magulladuras. Dentro de una hora empezarían a llegar las personas con problemas que les impiden dormir. Durante el día no hacen caso de aquellas perturbaciones y no las tienen en cuenta hasta que les impiden conciliar el sueño y entonces van a la SU, a media noche, para que las examine un interno listo y comprensivo. Para que entienda la picazón de los muslos, por ejemplo. A eso de las cinco de la mañana me había quedado dormido después de haber cumplido otra etapa de trabajo, sólo para que me despertaran porque a algún paciente le picaban los muslos.
Poco después de la una había llegado una ambulancia sin que la precediera el ruido de la sirena. El equipo descargó a la muchacha, de unos veinte años, sumida en un sueño profundo, casi en coma. Ingestión. Lo habitual. Había ingerido doce aspirinas, dos Seconales, tres Libriums y un puñado de cápsulas de vitaminas. Todas aquellas drogas, excepto, tal vez, las vitaminas, podrían ser peligrosas (en particular, el Seconal, un somnífero), pero había que tomar una tremenda cantidad si la cosa iba en serio. De otro modo se trataba sólo de un gesto, una infantil llamada de atención a la trama social o a la vida personal; el caso más frecuente de la ingestión es el de la mujer joven perdida en el mundo irreal de la revista Romance Ideal. Podría llegar a interesarme y a comprenderla pero no en el estado en que yo estaba; tan cansado que toda compasión se había convertido en irritación hacía ya muchas horas. ¿Cómo se le ocurría a aquella estúpida chica, hacer semejante cosa a aquellas horas del sábado?
Como siempre, llegaron varios miembros de la familia y algunos amigos un poco después que la ambulancia. Permanecieron en la sala de espera hablando nerviosamente y fumando. Miré a la chica que estaba en la camilla. Cogí su barbilla con las manos y comencé a sacudirla llamándola por su nombre de pila: Carol. Abrió, lentamente, los ojos (sólo se veía la mitad de las pupilas) y susurró:
—Tommy.
—¡Tommy mierda!
La irritación se convirtió en ira y mi cansancio y hostilidad quisieron expresarse y lo hicieron. Pedí a la enfermera que me alcanzara ipecacuana y decidí hacerle a la chica, un lavado de estómago. El lavado no era un procedimiento agradable para ella ni para mí, pero quería que recordara lo que había tenido que pasar en la SU. Además, cuando llamara a su médico particular éste iba a preguntarme qué le había extraído del estómago.
Un tubo para lavado tiene un centímetro de diámetro. Después de incorporarla para que quedara sentada, coloqué una sonda que entraba por su fosa nasal izquierda y descendía por la garganta. Abrió los ojos súbitamente y comenzó a luchar por librarse de los asistentes que la mantenían inmovilizada. Vomitó un poco cuando logré que la sonda avanzara dentro del estómago y entonces salió todo el contenido estomacal que incluía un Seconal sin disolver y parte de una cápsula de Librium. Cuando saqué la sonda, salió el resto. Unos minutos después comenzó a hacer efecto la ipecacuana y vomitó unas cuantas veces, aun cuando su estómago estaba ya vacío. Tommy ya se había reunido con los otros en la sala de espera. Tal vez quería también un poco de ipecacuana para compartir el papel estelar en aquella situación melodramática.
Después de haber enviado una muestra para saber si la aspirina había cambiado la acidez de la sangre y enterarme de que no, llamé por teléfono al médico de Carol. Le dije lo que ella había ingerido y que, aparte de tener mucho sueño, ella estaba ya bien, totalmente tranquilizada.
—¿Qué apareció en el lavado?
—Un Seconal, pedacitos de Librium, bastante poco.
—Muy bien, Peters, buen trabajo. Envíela a su casa y dígale al padre que me telefonee el lunes.
Poco después se llevaron a Carol cubierta de gloria y vómitos. Nunca me reproché la actitud ruda que había tenido con Carol; no después de dieciocho horas en la SU. Si bien no me siento orgulloso de haber actuado de aquella manera, así son las cosas.
Llegó la hora del cambio de guardia de las enfermeras. Eran las dos de la madrugada y yo estaba realmente agotado pero las nuevas enfermeras constituían un grupo limpio y con mucho espíritu que desplegaba una notable agilidad y ganas de trabajar a aquella hora de la madrugada. El contraste me hacía sentir aún peor, me destacaba como un ser negativo. Y la enferma que llegó no contribuyó a mejorar el estado de cosas. Leí en su hoja: «Respiración deprimida y dificultosa».
Cuando entré al consultorio, mis temores hallaron confirmación al instante, al ver a una dama de cerca de cincuenta años que vestía una bata de color celeste. Yacía en la camilla con una mano apretada contra el amplio pecho, en un gesto dramático. Otras dos damas, además de la enfermera andaban por ahí diciéndome, casi histéricamente, que su amiga no podía respirar. Desde donde estaba, yo notaba que la señora estaba respirando con toda facilidad.
—¡Oh, doctor! —Gimió la señora, estirando cada palabra con el típico acento sureño—. Apenas puedo respirar. Tiene que ayudarme.
Olía como un martini de una semana. Una de las amigas histéricas me mostró un frasco de remedio. Lo miré. Seconal.
—Oh, aquellas pildoritas rojas. Tomé dos. ¿Era demasiado?
La dama sureña me hizo una caída de ojos; estaba divirtiéndose mucho a las dos de la madrugada. Sentí el fuerte impulso de sacarla de la SU a patadas en su culo neurótico. Pero eso habría sido una bomba en administración, quizás hasta… el suicidio como médico. Mi desencanto del sistema no me había llevado a tanto.
—¿Oye algo raro, doctor?
Yo estaba esforzándome para escuchar algo en su pecho pero estaba totalmente claro.
—Seguro que va a tomarme la temperatura y la presión —dijo alegremente—. Me siento bastante débil. No puedo comprender qué me está pasando…
Coloqué alrededor de su brazo el brazalete para medir la presión y en la boca el termómetro, aprovechando para hacerla callar. La oportunidad de alejarme de ella por unos minutos me puso contento: iba a llamar al médico que atendía en el hotel donde ella vivía. Dijo que le diera Librium.
Otra vez delante de ella, me obligó a comportarme en forma cortés.
—Señora, el médico del hotel ha sugerido que le administre Librium.
—¿Librium, doctor? ¿Son esas pastillitas verdes y negras? Por desgracia soy alérgica a ellas. Me producen tantos gases que —dijo, sentándose y subiendo el tono de la voz— que a veces se salen las hemorroides.
Con esto se lanzó a contar la larguísima historia de sus píldoras y los horribles detalles de su tracto gastrointestinal inferior. La interrumpí en medio de su recital (su desempeño era digno de Blanche Dubois) para decirle que tal vez la Thorazine naranja fuera adecuada para ella.
—¡Thorazine naranja!
Literalmente, chilló de placer.
—¡Nunca he tomado eso! ¡Oh, doctor! Nunca podré agradecerle lo suficiente. ¡Ha sido tan amable!
Y se fue, charlando alegremente con sus amigas sobre los milagros de la Medicina.
Apareció una de las enfermeras de una sala privada, renqueando un poco. Se había caído por un tramo de la escalera y, en apariencia, no tenía nada serio pero ella prefería que la examinara. En eso estuve de acuerdo. Se llamaba Karen Christie y no se presentó nada anormal en el examen de la cadera pero le sugerí que mejor sería que se hiciera una radiografía de la pelvis para estar totalmente seguros. Los hospitales reaccionan con mucha sensibilidad ante el menor riesgo de accidentes de trabajo de su personal. Cuando me llevaron la placa, unos quince minutos después, la coloqué en la caja de observación, entre cráneos y huesos rotos. Mis ojos estaban un poco cansados mientras miraban los huesos de la señorita Christie: fémur, ilíaco, sacro, etcétera. Estaba todo normal y casi me pasó inadvertida la presencia de la espiral blanca en el centro y no podía imaginarme cómo el técnico de Radiología se las había arreglado para radiografiar un cuerpo extraño, tan extraño. Entonces me di cuenta, medio dormido, de que lo que estaba viendo era un dispositivo intrauterino anticonceptivo que cumplió un propósito doble: convertir a la señorita Christie en un caso mucho más interesante y mejorarme el humor por un momento.
Por desgracia mi malhumor retornó con el enfermo siguiente. Estaba sentado, llorando en silencio porque se había golpeado en la nariz cuando el coche que conducía chocó contra una bomba de agua para incendios. A pesar de que no le pedí que me contara nada, con gran locuacidad me relató toda la historia. Él estaba conduciendo cuando fue abordado por una lesbiana que estaba tan preocupada por su compañera de cuarto que le hizo llevarse por delante la bomba de incendios. No le pregunté qué le pasó a la lesbiana y me sentí agradecido por no tener que atenderla a ella también. Pensé con amargura, de manera casi inhumana, que aquel individuo era el final desagradable de la noche en más de un sentido. Atenderlo me resultaba casi más de lo que podía tolerar en mi estado de carencia absoluta de compasión. Todo lo que podía resolver, dados mis conocimientos, eran problemas médicos simples: diagnóstico y tratamiento. Aquel individuo necesitaba más que eso. Lo rechazaba todo, excepto estar ahí, sentado, llorando y pidiendo que llegara tío Henry. Por fin llegó tío Henry y ni él pudo convencerlo de que una radiografía no era letal. Sólo cuando tío Henry accedió a acompañarlo todo el rato, se encaminaron hacia Radiología. La placa mostró una nariz rota. Su médico particular lo hizo internar en el hospital mediante una llamada telefónica. Un poco más tarde llegó un policía y contó la verdadera historia. Había recibido un puñetazo, en uno de los bares de homosexuales; lo de la lesbiana había sido pura imaginación.
Otra vez escuché el sonido fiel de la ambulancia acercándose desde lejos y me encontré deseando que pasara de largo. Pero la ambulancia entró en el aparcamiento y se acomodó, rápidamente, contra la plataforma. Yo no estaba en condiciones de ver lo que vi: las víctimas de otro accidente de coche. Era evidente que las dos chicas que llevaban en camillas habían salido por el parabrisas. Estaban ensangrentadas desde la cintura para arriba, con vendajes que les cubrían la cabeza y la caras. Después de las chicas, salieron dos hombres de la ambulancia por sus propios medios, mostrando sólo algunas magulladuras.
Cuando quité las vendas de la cara de una de las chicas, un géiser de sangre brotó directamente hacia mi cara y mi pecho. Era un caso de libro de texto de hemorragia arterial, pensé mientras le cambiaba las vendas. Me puse un par de guantes esterilizados y una máscara y entonces saqué las vendas de golpe y apreté, de inmediato, un aposito de gasa contra la herida, repitiendo el procedimiento a todo lo largo de la herida que iba desde la frente, entre los ojos, casi hasta la boca. Los vasos sanguíneos rotos echaban chorritos de sangre en varias direcciones. Con gran dificultad, me arreglé para colocar minúsculas pinzas hemostáticas. Antes de poder atar, la chica se las quitaba. Estaba borracha. Alrededor de un minuto duró la rutina cruel y desagradable. Ella se quitaba las pinzas en cuanto yo las colocaba. Ganó mi persistencia y, finalmente, pude atar todos los vasos pero, porque no pudo ser de otra manera, dejé trabajo suficiente como para enriquecer a un cirujano plástico. En el ínterin había llegado un médico residente y estaba atendiendo a la otra chica. Entonces descubrimos que las dos dependían del ejército y como estaban en estado estacionario (o sea que no iban a morir en aquella hora) las trasladamos a un hospital militar. Eso me dejó con los dos individuos que estaban, relativamente, en buen estado. Limpié sus magulladuras y suturé un par de laceraciones en el cuero cabelludo sin decir palabra.
A eso de las tres y media quedaba por ver un solo paciente: un bebé de dieciséis meses. Yo ya me arrastraba y no recuerdo mucho sobre el caso excepto que los padres habían llevado al niño porque no se alimentaba bien desde hacía una semana más o menos. Creyendo que no había oído algo les hice repetir varias veces lo que me habían dicho. Mientras tanto, el niño estaba sentado allí, sonriendo y bien despierto. Con cierto sarcasmo les pregunté si no pensaban que su conducta era un poco rara. Quisieron saber por qué pensaba yo que era rara. Ellos querían saber, estaban preocupados. Yo ardía mientras examinaba a aquella criatura perfectamente normal y luego fui hasta el teléfono para llamar al médico particular que se irritó tanto como yo porque lo desperté. Eso también era absurdo. Él se enfadaba porque su paciente estaba fastidiándome a las tres y media de la mañana. Terminé por pasar todo el problema a las enfermeras y ellas los enviaron de vuelta a casa. No pude volver a hablar con ellos.
Cuando se llevaron al niñito, salí y caminé un poco por la plataforma, tratando de ver en la silenciosa penumbra. Sentía náuseas y estaba exhausto pero sabía, por dura experiencia, cuánto peor iba a sentirme cuando me despertaran para atender al inevitable próximo paciente, después de haber dormido sólo quince o veinte minutos. Todas las enfermeras estaban ocupadas en pequeñas tareas excepto una que tomaba café. Me sentí raramente desprendido, como si mis pies no estuvieran apoyados del todo en el suelo, y completamente solitario. Hasta el miedo había desaparecido, barrido por el cansancio. Si llegara a aparecer, en aquel momento, alguien con un problema serio, todo lo que yo podría hacer sería tratar de mantenerlo con vida hasta que llegara un médico. Bueno… era una función útil. Pero, desde luego, habría de continuar obrando milagros entre los borrachos, los deprimidos y los bebés que no comían muy bien… mi verdadera especialidad.
En algún cercano punto y acercándose más aún, sonaba la bocina de un Volkswagen, perturbando la aparente tranquilidad de la SU. Mientras el sonido se oía cada vez más fuerte, comencé a acordarme del personaje de una historieta llamado el Correcaminos; asociación absurda adecuada a mi estado mental. Bip-bip. Tal vez era el Correcaminos. Treinta segundos más tarde la fantasía fue reemplazada por un Volkswagen que aparcó, mientras aún sonaba la bocina, al lado de la plataforma. Un hombre salió del coche gritando que su mujer estaba dando a luz en el asiento de atrás. Después de llamar a la enfermera y decirle que llevara el equipo para partos, corrí al Volkswagen y abrí la portezuela del lado derecho. Era cierto: allí atrás una mujer yacía sobre un costado, en las últimas etapas del parto. La luz era muy escasa y el área de parto estaba muy oscura. Tendría que hacerlo todo por tacto. Cuando ella comenzó otra contracción, sentí la cabeza del bebé sobre el perineo. Como las bragas de la mujer se interponían, las corté con una tijera para vendas y mientras ella se quejaba durante la contracción, mantuve mi mano sobre la cabeza del bebé para impedir que saliera en aquella posición. Después de convencer a la parturienta de que se acostara de espaldas, recliné para atrás los asientos delanteros y amarré una de las piernas de la mujer a la ventanilla posterior y la otra sobre el asiento del conductor. Mis manos se movían en aquel momento por reflejos mientras mi mente hacía cosas absurdas como recordar un chiste viejo: «¿Hay algo más difícil que meter a una elefanta preñada en un Volkswagen? Sí, dejarla preñada en un Volkswagen». Cuando terminó la contracción, saqué, lentamente, la cabeza del bebé, la giré hacia abajo para que saliera un hombro y luego hacia arriba para que saliera el otro y, de repente, me encontré con una masa resbaladiza en las manos. Casi se me cayó cuando salí del coche. Gracias a Dios, en aquel momento, el bebé se ahogó y comenzó a llorar. No sabiendo qué hacer mientras ocurría todo esto, el padre se había comportado de manera extraña; pero en aquel momento, interrumpió la angustia audible que tenía sobre el estado del tapizado (que para aquel entonces, era realmente deplorable) para preguntar si era varón o mujer. En la oscuridad, yo no lo podía saber. No debía de ser el primer hijo de aquel hombre, pensé. Quise sacar hacia fuera la boca del recién nacido, con una jeringa, pero el bebé estaba demasiado resbaladizo para sujetarlo con una sola mano. En lugar de eso le entregué el bebé a una de las enfermeras, dándole explícitas instrucciones de mantenerlo al mismo nivel que la madre, y, después de poner algunas pinzas, corté el cordón. Entonces todos, asistentes, enfermeras y padre, ayudaron a la madre a salir del coche. El posparto se produjo sin esfuerzo en la SU. Me sorprendió que no se hubieran producido desgarramientos. Todo el equipo desapareció hacia el área de Obstetricia.
El bebé redimió la noche. Tal vez le pusieran mi nombre. Pero más probable era que lo llamaran Volkswagen.
Ni me molestó ya ver al sucio borracho que había entrado durante la excitación del parto. Tenía una herida en el cuero cabelludo que cosí sin administrarle anestesia mientras él me maldecía. La verdad es que me insultaba y amagaba golpearme cada vez que yo aparecía en su campo visual. Estaba tan ebrio que no tenía sensibilidad. Después del último punto me fui a la habitación de los médicos y me tiré en la cama quedándome dormido al instante.
Eso fue a las cinco menos cuarto; a las cinco y diez, una enfermera llamó y entró para avisarme que había una paciente esperando. Al principio estaba desorientado, incapaz de recordar dónde me encontraba y consciente sólo del martilleo de mi corazón. En los veinticinco minutos transcurridos, el sueño, el gran terapeuta, me había incapacitado; me había dejado mareado, débil y con destellos en la periferia de mi campo visual. Pasaron cuando empecé a moverme. Aun así, mi ojo izquierdo se negaba a enfocar y, cuando abrí la puerta para salir, la luz del vestíbulo me pareció emitida por miles de lamparillas intermitentes. Me sentía como la mierda pero todavía funcionaba.
La paciente… ¿dónde estaba la paciente? La hoja que tenía yo en la mano decía: «Dolor abdominal, doce horas».
¡Jesús! Eso significaba que iba a tener que registrar una historia completa y, probablemente, esperar los informes del laboratorio. Entré a la salita y vi a la paciente. Debía de tener unos catorce años. Pelo suave y sedoso hasta el hombro, flaca, nariz larga. La madre estaba sentada en un rincón. Hay una lista muy larga de preguntas para saber si se trata de apendicitis y empecé a cumplirla. ¿Cuándo comenzó el dolor? ¿Cuándo lo sintió por primera vez? ¿Se desplazaba? ¿Era como los retortijones propios de una indigestión? ¿Se iba y volvía o era permanente? Mientras tanto, yo palpaba el abdomen buscando el punto sensible, a través de unas bermudas (atuendo muy apto para el clima de Hawai. Debajo de ellas fui reconociendo los contornos de algo extraño que resultó ser una fajita. ¡Qué tontería!). ¿Has comido hoy? ¿Esta noche? ¿Tienes ganas de vomitar? El estómago parecía blando. No podía dolerle demasiado. Cuando lo palpé no hubo ningún signo de malestar. ¿Has movido el intestino? ¿La deposición fue normal? Tomé mi estetoscopio. ¿La orina ha sido normal? Puse el estetoscopio en mis oídos y apoyé la campana sobre el abdomen de la chica. Sus palabras se filtraban por los tapones que estaban en mis oídos. ¿Has tenido dolor abdominal alguna otra vez? ¿Has tenido alguna úlcera? Por alguna razón había dejado para el final las preguntas sobre el ciclo menstrual.
—¿Cuándo tuviste el último período?
La respuesta llegó en un tono de disculpa:
—Soy un muchacho.
La miré… lo miré… durante un minuto. La pesadez de mi mente se despejó. Cabello sedoso y largo, camisa suelta de terciopelo púrpura. No, no era una camisa, era una blusa. ¡Faja! Poniendo mi mano debajo de la faja, levanté todo, casi hasta a él. No había duda: aquello era un pene. La madre miró para otro lado. Yo no estaba preparado para lidiar con aquellas cosas raras que se presentaban de repente. Todo parecía ser un chiste inmenso y cruel. Allí estaba yo luchando para poder hacer un diagnóstico, tal vez de alguna enfermedad abdominal rara y me había equivocado con el sexo. En fin… de todos modos no tema apendicitis ni nada demasiado grave. Lo más probable es que fueran simples retortijones. Pensé que si le decía que se trataba de dolores menstruales le produciría mucho placer.
¡Me cuesta aprender! Me quedé dormido al instante, otra vez. ¡Crash! Se abrió la puerta y una enfermera me informó, encantada, de que tenía una paciente esperando. El mismo proceso volvió a repetirse: la misma sensación de agonía al levantarme, la dificultad para enfocar la visión y el golpe de luz a la salida. Una agradable dama de Samoa ayudaba a caminar a su madre enferma, la cual no hablaba una sola palabra de inglés. Como en las islas se hablan muchos lenguajes, estamos acostumbrados a trabajar con intérpretes pero, en aquel caso, el rudimentario inglés de la hija no servía de mucho. Además, los malestares eran tan numerosos que parecía que todos los órganos estaban involucrados. Tenía dolores aquí, dolores allí, jaqueca, debilidad, no podía dormir y, habitualmente, se sentía muy mal. Parecía que estaba describiendo mi estado.
Lenta y cuidadosamente le pregunté a la hija si la madre tenía alguna sensación de ardor cuando emitía la orina. La respuesta fue una mirada interrogante. Volví a repetir; usando otras palabras, si le dolía cuando hacía pipí, uiuí, pichín… me quedé sin sinónimos… cuando hace agua. Esta palabra produjo un destello de comprensión de modo que la usé de nuevo: ¿Le duele a su madre cuando hace agua? La respuesta fue tan estupenda que me hizo desear abandonar la Medicina. Me dijo que no sabía. El léxico inglés no tiene una palabra para describir la magnitud de mi frustración. Le dije que, por favor, le preguntara. Y ella preguntó. Sí. Así ocurrió con cada pregunta. Una lentitud exasperante y siempre la misma respuesta: sí. Le ardía cuando orinaba, frecuencia de la micción, náuseas, vómitos, descargas vaginales, diarrea, estreñimiento, dolor de pecho, tos, dolor de cabeza… Como la madre pareció especialmente afirmativa sobre el dolor de pecho, quise hacerle un electrocardiograma pero el equipo estaba estropeado. Cuando empezaron a cantar los pájaros fuera, sentí como si quisieran atacarme con sus cantos. Desde luego, sólo eran heraldos de la luz. Yo estaba tan cansado que no me importaba nada de la vieja señora ni de nada. Con la firme convicción de que ella no iba a morir en unas horas, le di Gelusil. Quedó encantada. La cité para el día siguiente en la clínica. Cuando se fueron, ya la mañana era gloriosa.
Antes de darme tiempo para desaparecer de nuevo en la salita de los médicos, llegaron, al mismo tiempo, un bebé y un viejo. El bebé se había caído, desde los brazos de la madre, sobre un bracito que se veía un poco hinchado y el viejo había hecho un mal movimiento con la espalda unos días antes. Envié a Radiología al viejo y al niño. Me quedé dormido en la silla, al lado del mostrador, en el centro de la SU. Cuando llegó mi relevo a hacerse cargo, me dejó dormir. Cuarenta y cinco minutos más tarde me desperté sintiéndome tan mal como antes pero sabiendo que, esta vez, podía volver a mi propia cama. «¿Dónde están ahora las cámaras de televisión?», me pregunté mientras caminaba, pesadamente, a la manera de una figura con movimiento salida de un cuadro de Jackson Pollock, hecha de mucosidades, vómitos y sangre. Quitarme la ropa y deslizarme entre las sábanas frescas y un poco ásperas fue una sensación extraña y maravillosa.
Así empezaron mis veinticuatro horas libres. Después de más de un mes de rutina en la SU, yo era una ruina física y mental. Recuperé la lucidez alrededor del mediodía cuando me despertó una combinación de pájaros, sol y hambre. Tras afeitarme y ducharme me sentí casi humano y cuando salí para almorzar al fuerte sol del mediodía, sentí que estaba de vuelta al mundo real.
Después de almorzar sucumbí al imperativo de alejarme del hospital. Dormir más habría sido lo prudente pero yo había descubierto por experiencia, que, no importaba lo cansado que estuviera, la actividad de la tarde alrededor de mi habitación iba a impedirme dormir. De manera que me puse el bañador, cargué la tabla en el coche, puse atrás algunos libros de Medicina y me fui a la playa.
Fue un alivio salir del hospital y dejar que los colores y movimientos se hicieran dueños de mi mente. Se veía gente por todas partes; estaba entera y sana. En el hospital uno tiene, a menudo, la sensación de que todas las personas del mundo tienen diarrea o dolor de pecho. Pero allí las veía caminando, ocupadas y alegres; las risas se mezclaban con la actividad física, los variados tostados de sol y los bikinis con estampados brillantes. Estas personas parecían tan normales. Yo me sentía un intruso, como no perteneciente a aquella realidad, con mis pensamientos aburridos. Demasiado cansado para nadar o jugar al voleibol, me recosté sobre la tabla, frente al sol y dejé que la escena transcurriera delante de mí.
No traté de conversar con nadie ni nadie se acercó a mí. Todo estaba bien como estaba. Yo me sentía tan harto de la SU que habría alejado a cualquiera con mi charla sobre sangre y huesos rotos. Pero aquél no habría sido mi verdadero tema: el tema real habría sido mi furia, cansancio y miedo. «Vamos —pensé—, demasiados sustantivos dramáticos. ¡Basta de revolcarse en la autocompasión! ¿Qué pasa si ser médico interno es un asunto desgraciado? Cámbialo si puedes, pero deja de sentir lástima de ti mismo. Eso no ayuda a nadie y menos a ti». Sin embargo, todavía deseaba que nuestra cultura hubiera quitado algo de la presión, por el simple hecho de darse cuenta de que una bata blanca y un estetoscopio no confieren sabiduría. Y, muchísimo menos, nobleza.
Bueno, ¡a la mierda! Dormiría una siesta.
Me quedé dormido al sol, solo, en medio de toda la alegría y las risas. En realidad, esto ocurría todas las tardes que tenía libres durante el período de cumplimiento de tareas en la SU. Dormir por la mañana, comer, dormir por la tarde, comer. No hacer nada por un tiempo, luego dormir, sólo para despertar y encontrar que recomenzaba, otra vez, el ciclo de veinticuatro horas y preguntarme cómo había pasado el tiempo. Cuando desperté era media tarde; había menos gente y el sol estaba más débil. Nadie me molestó y me quedé ahí, sentado, mirando al sol y al agua. Era como contemplar una hoguera. Su actividad parecía una excusa para mi inmovilidad y mis pensamientos vagos. No estaba inconsciente; registraba todo lo que ocurría a mi alrededor: movimientos, sonidos y colores, pero estaba conectado.
Hastings tuvo que agitar su mano delante de mi cara, varias veces, antes de que yo lo incluyera en mi perspectiva. ¿Surf? Claro, ¿por qué no? Siempre que pudiera llegar con mi tabla al agua. Me sentía paralizado, como si el sol me hubiera absorbido las pocas fuerzas que me quedaban. Aquélla era una etapa de la rutina de las tardes libres. Me encontraba con Hastings en la playa, bien tarde y hacíamos surf, sin conversar, sólo nos decíamos algunas palabras como: «afuera», si se aproximaba una ola grande. No podía entender cómo Hastings y yo hacíamos planes de lo más elaborados para encontrarnos y después hacíamos caso omiso el uno del otro. A ambos nos satisfacía aquella conducta.
El momento de lanzarme hacia fuera era el punto álgido de la tarde; una especie de catarsis. Yo sentía que mi cuerpo y mi mente se unían de nuevo. Usaba los brazos y los pies para impulsarme con la tabla, percibiendo la fuerza que había ahí y el contacto del agua, debajo de mí, fría y en constante movimiento. La inmensidad del océano, extendiéndose alrededor hacia el infinito, me hacía sentir pequeño pero real; el verdadero centro. Ya no se veía a la gente; los sonidos habían cambiado, se habían vuelto apagados y distantes, superados por el ruido de las olas. El sol poniente convertía toda la parte occidental del cielo en suaves y cálidos tonos naranjas y rojos que se reflejaban millones de veces en la superficie del agua que parecía un cuadro de Claude Monet. Al este, comenzaron a aparecer azules plateados y violetas entre los rosados y lejanos verdes. Los veleros eran puntos puestos al azar, pequeñas manchitas de color contra el cielo y el agua. La isla se levantaba bruscamente del borde del agua y la luz del sol echaba sombras contrastantes entre los cañones creando una textura tan suave como el terciopelo, haciendo volar a los oleajes, como arbotantes de una catedral gótica. Se cernían sobre la isla nubes de un violeta profundo que ocultaban los picos y producían las reflexiones, como en prismas, de un montón de arcos iris en las sombras de los valles. No sé que efecto tendría aquella belleza sobre otros; a mí me acunaba, me quitaba todo pensamiento y me hacía sentir entero, de nuevo.
Las olas agregaban al ambiente su impetuosidad y ritmo. En un momento eran la organizada vibración y el movimiento armónico; al momento siguiente, una masa desorganizada de confusión sin sentido. Agarré una de aquellas olas. Sentí su poder, el viento y el sonido. Girando para dirigir la tabla, hacía que mi cuerpo trabajara contra la fuerza que pujaba por hacerme caer. Velocidad y milésimas de segundo cruciales. Descendí con la ola y moví los brazos pasando la mano por la brillante pared de agua. La ola rompió y me atrapó en un remolino pero seguí de pie, con mis pies sobre la tabla, envuelto en un remolino de espuma blanca. Finalmente, el repentino quedarse fuera, mediante un violento pero controlado movimiento de espaldas, me hizo querer gritar por la alegría de estar vivo.
La oscuridad iba borrando la escena, lentamente, y nos llevó de vuelta a la playa. Hastings se fue por su lado y yo por el mío: hacia el hospital a darme una ducha. De vuelta al mundo geométrico y sanitario de pisos limpios, duchas funcionales y luces fluorescentes, me cambié y salí de nuevo. Subiendo con el coche por el monte Tantalus, sentía una agradable expectativa por la velada.
Se llamaba Nancy Shepard y la había conocido en el hospital. ¿Dónde si no? Su padre se había operado allí de la vesícula, y yo seguí sus progresos después de haber asistido en la operación a un cirujano privado. Cada vez que le cambiaba las vendas, me decía que tenía que conocer a su hija, volviendo a contarme cómo se había ido a Smith y había cursado un año en la Universidad de Boston trabajando para recibir el grado de master con un trabajo sobre historia africana. En verdad, yo estaba un poco harto de oírlo pero interesado en conocerla. La víspera de la salida del padre del hospital, llegó ella y era encantadora… mucho.
Se parecía a otra chica de Smith con la que había estado saliendo mientras estaba en la universidad.
Con Nancy fui unas cuantas veces a la playa y ambos nos divertimos. Podía conversar sobre cualquier cosa; era divertido estar con alguien educado e inteligente. Estudiaba Ciencias Políticas y le encantaba discutir acaloradamente sobre pequeños puntos de los gobiernos y, en especial, sobre África. A pesar de un buen número de citas y de mi admiración por ella, dejé de invitarla a salir a menudo, principalmente por cansancio y falta de tiempo. La verdad es que aquella invitación a cenar había sido intempestiva. No se trataba de que yo no quisiera ver a Nancy. Nunca habíamos llegado a nada y mi relación con Joyce me resultaba conveniente.
La cena fue muy buena. Estaban, también, los padres de Nancy y dos hermanos, todos ellos vivaces conversadores. Después del café, Nancy y yo salimos al gran patio-jardín y comenzamos a hablar sobre Jomo Kenyatta y Tanzania. ¿Por qué no había producido África más Kenyattas? Ella era emotiva con respecto a este tema; era hermoso ver cómo le subían los colores mientras discutía con ardor. Se veía aún más guapa.
Pero entonces empezó a hacerme preguntas sobre Medicina. Porque a ella le interesaba de verdad, no sólo por pasar el tiempo como a la mayoría. Me esforcé para explicarle, contestándole lo mejor que pude. Llegó lo inevitable: me preguntó por qué había estudiado Medicina. Un interno elabora muchas respuestas para esta pregunta; la mayor parte de ellas son verdades a medias. A ella decidí contestarle la verdad.
—No creo que lo vaya a saber nunca, Nancy. Al principio, supongo que tenía una vaga idea sobre proteger a la gente estudiando una profesión noble. Pero ahora que tengo un montón de estudios detrás de mí, creo que fui atraído por la idea de que ser médico iba a darme una especie de poder que otras personas no tienen: poder sobre la gente así como sobre la enfermedad. Pocas cosas tienen tanta importancia para los norteamericanos como la buena salud; y los que pueden proporcionarla, o dicen que pueden, representan figuras de autoridad en nuestra sociedad.
—¿Qué quieres decir con poder y autoridad?
—Lo que se entiende por ello, supongo. Es algo así como el poder que tenía el hechicero en la sociedad tribal primitiva. Está en una posición de privilegio mientras sea capaz de manejar los temores de sus prójimos y hacerles pensar que puede controlar la naturaleza. Es algo así como un mito legítimo. Legítimo porque él puede cumplir una función más o menos útil y un mito porque, en realidad, lo único que controla es la psicología de la tribu. Creo que la Medicina moderna es la afortunada heredera de ese error psicológico. Mis pacientes no caen de rodillas ante un trueno o un relámpago pero viven aterrorizados por el cáncer y otras enfermedades que no entienden. Cuando llegan al hospital, están buscando a un hechicero en más de un aspecto. Antes de empezar a estudiar Medicina, yo era como cualquier individuo de la calle. Quiero decir que creía en el poder de la Medicina y que ésta podía resolver casi todo y yo quería ese poder, quería que se me viera como a un agente de ese poder.
—Seguramente te refieres al poder como la posibilidad de ayudar a la gente…
Ella, todavía, no entendía.
—Por supuesto que puedo ayudar a la gente. No tanto como yo quisiera y muchísimo menos de lo que la gente cree que puedo, pero algo ayudo. Aunque aquella clase de poder tiene muy serias limitaciones. La Medicina es muy primitiva todavía. No sabemos demasiado. Es la otra clase de poder, la más abstracta, de la que estoy hablando. Ésa es casi ilimitada. Por ejemplo: yo jugaba algo al fútbol en la escuela secundaria y una vez, en un entrenamiento, un compañero se rompió una pierna. Yo estaba al lado de él cuando ocurrió y me encontré mirándolo, deseando hacer algo y totalmente incapaz. Cuando, más tarde, pensé en eso, lo que recordaba más vividamente era la envidia que había sentido por el médico. Ahora sé que él no hizo más que decir unas palabras para tranquilizarlo, administrarle un analgésico y enviar al muchacho a un hospital. Pero para mí, para todos nosotros, fue como una especie de Dios. Cuanto más lo pensaba más deseaba tener una parte de ese poder.
—Pero ¿qué pasó con la idea inicial, la de la noble profesión de la Medicina, la de ayudar al muchacho con la pierna rota? ¿Qué pasó con todo aquello?
—Todo se mezcló con la idea sana. De todos modos, entré en la universidad para ser médico. Aunque, para mí, se abrieron una cantidad de nuevos caminos después de eso, no apareció ninguna alternativa mejor. Así que, finalmente, entré en la Facultad de Medicina sin tener ninguna otra cosa en la mente, deseando ambas clases de poder y dándome cuenta de que podía lograrlas en la profesión médica, más la categoría social y cierta situación económica. Ahora que casi estoy llegando al final de la carrera, todas esas nociones abstractas me han abandonado. No tengo muy buena posición social, no tengo dinero, la idea del poder me parece totalmente vacía y en cuanto al poder sobre la enfermedad en sí… sólo pido al cielo no tener que ser operado alguna vez. Conozco demasiado las limitaciones de la Medicina.
No tuve la suficiente sensibilidad para darme cuenta de la ligera frialdad de Nancy. Ella había esperado el «siempre, desde que era niño». La historia tan querida por la televisión y por muchas creaciones literarias con temas médicos. Pero ella me había hecho buscar las respuestas en el fondo de mi ser y allí no encontré al niño.
—Entonces, ¿no crees tener alguna cualidad especial que te hizo estudiar Medicina? Para decirlo de otro modo, ¿no tienes vocación?
Ella todavía andaba en busca de Ben Casey.
—No, éste no es el sacerdocio para mí. Lo más parecido a una vocación por la Medicina que yo pueda haber tenido es que me interesaban tanto las ciencias como las humanidades en la secundaria y la Medicina es la combinación lógica de las dos.
—Pues bien, no pareces tener las mismas motivaciones que otros médicos que conozco.
Estaba al borde de la cólera. Y yo también.
—¿Cuántos médicos conoces, Nancy? Todo el mundo está poblado de ellos. Vivo con ellos: internos, residentes, asistentes, todo el grupo de la Facultad de Medicina… y puedo decirte que, en general, lo que yo siento lo sienten ellos también y lo que a mí me ocurre les ocurre también a ellos, si puedes lograr que te lo digan.
—Me da asco.
—¿Qué es lo que te da asco?
—Que nuestra sociedad te haya dejado llegar tan lejos. No eres la clase de persona que hay que preparar para que sea médico porque a ti no te interesa ayudar a la gente.
—Ya te he dicho que sí, que me interesa ayudar a la gente, pero la totalidad del hecho es mucho más complicada que eso. ¡Diablos! Soy como todo el mundo. No tengo un objetivo tan maravilloso que haga desaparecer todo lo demás. Quiero vivir, también. Y mucho del idealismo que tenía se perdió en la Facultad de Medicina. No está orientada para favorecerlo.
—¿No te gusta ser un interno?
La pregunta sonó casi como una interjección.
—No, verdaderamente no.
Ella se sorprendió otra vez.
—¿Por qué no?
—Primero, porque me siento tan cansado, realmente exhausto siempre. Y, sin embargo, carezco de la sensación de ser útil. Me doy cuenta de que la mayor parte de las cosas que hago las pueden hacer alguien que no tenga la educación que yo he tenido. Segundo, tengo miedo constantemente. Miedo de hacer algo mal y de parecer un tonto. ¿Sabes? La Facultad de Medicina no me ha preparado demasiado bien.
A esas alturas, la resolución de callarme que había tomado por la tarde, se había disuelto en la intensidad del momento.
—Bueno… yo creo que eso es explicable. La Facultad de Medicina no puede hacerlo todo.
—Puede que se vea razonable desde cierta distancia pero cuando estás en medio de las cosas, no entiendes qué es lo que está ocurriéndote. Y, cuando me detengo a pensar y me doy cuenta de que los cuatro años en la Facultad de Medicina fueron casi desperdiciados en cuanto a curar a los pacientes se refiere y de que me están explotando bajo el disfraz de aprendizaje, la carga psicológica es demasiado pesada. Me enfurezco contra el sistema, contra la manera en que están conectados la Facultad de Medicina, el internado y la práctica privada… y contra la sociedad que sostiene el sistema.
—Estar furioso tal vez no sea lo más apto para un médico —dijo Nancy, con cierta frialdad.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo y desearía que el establishment también lo estuviera. Eventualmente, llegas a un punto en el que ya no te importa nada. A veces, cuando me llaman en mitad de la noche por un paro cardíaco, de repente me doy cuenta de que estoy deseando que el enfermo se muera para poder volver a la cama. Así es como estoy de cansado y harto. En cierto modo, he dejado de pensar en los pacientes como personas y, desde luego, eso sólo me añade culpas.
La miré y me di cuenta de que su ética crujía bajo la andanada de mis palabras. Pero proseguí ciegamente.
—Creo que esta cuestión de no pensar en los enfermos como personas es lo más difícil de explicar. Tal vez algunos médicos puedan tener siempre una relación personal con cada uno de sus enfermos. Yo no. No puedo resistirlo. Para poder sobrevivir tengo que conocer a mis pacientes sólo como vesículas, úlceras o hernias. Desde luego que incluyo en eso todo aquello que, directamente, afecte el proceso orgánico fundamental y creo que estoy convirtiéndome en un buen médico, técnicamente, pero no quiero ir más allá. No puedo resistirlo. Tuve un enfermo llamado Roso y me ligué emocionalmente en tal forma que cuando lo dieron de alta, me puso más contento el hecho de que se fuera que el hecho de que estuviera vivo.
El silencio era hielo. Miré al cielo, a propósito, para no mirarla a ella. Y continué:
—Otra cosa. Muy importante. Como interno, soy explotado lo mismo que un país subdesarrollado en sus tratos con una potencia colonialista. Por ejemplo, todo lo que hago en la sala de operaciones, el noventa y nueve por ciento de las veces, es sostener las pinzas retractoras, a menudo para el más descuidado de los médicos, que no debería estar haciendo cirugía. Estoy ahí para ser usado. Lo que aprenda será a pesar del sistema, no por su causa. Y si no hago lo que me dicen o me quejo demasiado del sistema medieval… ¡puf!, ahí se va mi oportunidad de especializarme en un buen hospital. De manera que, cuando yo digo que tengo miedo de cometer un error, no estoy tan preocupado por el paciente, aunque por supuesto lo estoy en parte, como porque puedan echarme y tenga que terminar en algún pueblo aplicando inyecciones contra la tifoidea. Ése es el equivalente, entre los médicos, a los zombies.
»Y, además, se presenta una serie de problemas enormes de los que nadie nos ha enseñado nada y sobre los que ni siquiera nos ofrecen un consejo. Como el asunto que se presenta en Urgencias: ¿cuándo hay que reanimar a un paciente y cuándo hay que dejarlo como está? Como internos, sin experiencia, somos muy vulnerables ante ese tipo de cosas. Y no se trata de un problema exclusivamente médico. ¿Cuál es la ética del asunto? Si se reanima a una persona y se la convierte en un vegetal, eso significa que ocupará una cama que se necesita mucho en la UCI y entonces, uno está privando de aquella cama a alguien que podría tener una probabilidad más grande de salvarse. Ese tipo de decisión es casi propia de un dios. La Facultad de Medicina nunca me preparó para hacer el papel de Dios. Y después de todo…
Yo había estado discurseando, con la mirada fija en los árboles oscuros, dándole forma a esas ideas por primera vez. De alguna manera, estaba diciéndome todo eso a mí.
Cuando me volví y miré a Nancy, ella estalló y me interrumpió en medio de una frase:
—¡Eres un egotista increíble!
—No lo creo. Sólo sé que vivo en el mundo real.
—Para mí eres un egotista… frío, inhumano, sin ética, inmoral y sin compasión. Y ésos no son los rasgos que uno busca en un médico.
Podía realmente herir cuando lo quería.
—Mira, Nancy, lo que te he dicho es la verdad y no sólo mi verdad. Yo soy un interno como todos los otros.
—Entonces ¡deberían echar a todo el grupo!
—¡Sigue, nena! Si sientes así con esa fuerza, ¿por qué no organizas guardias voluntarias en la SU? La compasión es sólo un sentimiento barato cuando se duerme ocho horas al día. La mayor parte de las noches sólo duermo la mitad de esas horas. El resto del tiempo lo paso controlando la picazón de las hemorroides de la señora Pushbottom. No me dictes clases de moral desde una silla cómoda.
Y así seguimos, terminando ambos hirviendo de rabia. Me despedí con la falsa promesa de llamarla alguna vez.
Al regresar a mi cuarto geométrico y todo blanco, me recosté indignado y excitado, con menos de nueve horas por delante antes de comenzar, de nuevo, la tortura de la SU. Dormir estaba fuera de toda posibilidad. Llamé al laboratorio y atendió Joyce. ¿Podía ir a verme a las once? Ella dijo que sí y me sentí mejor.