Día 15
Cirugía General

Había vuelto a quedarme dormido como un tronco cuando el teléfono sonó de nuevo, media hora más tarde. Descolgué el auricular cuando terminaba el primer timbrazo, alzándolo de manera instintiva, casi con pánico, mientras el libro de cirugía, que me había hecho dormir, caía al suelo desde la cama. ¡Dios! ¿Qué será ahora? La voz de la enfermera sonaba desesperada:

—Doctor Peters, el paciente que usted visitó antes ha dejado de respirar y no tiene pulso.

—Voy en seguida.

Colgué el teléfono de cualquier manera y procedí a ponerme los pantalones, la camisa y los zapatos. Corrí hacia el ascensor mientras terminaba de abrocharme los pantalones. Apreté el botón y oí el zumbido del motor eléctrico. Mientras esperaba con impaciencia, me di cuenta de que no sabía de qué paciente se trataba. Había tantos. Pasaron velozmente por mi cabeza las imágenes de los que había visitado aquella noche. La señora Takura, Roso, Sperry, el nuevo; un anciano con cáncer de estómago. Debía de ser él. Era un paciente privado y la primera vez que lo vi fue cuando estaba a cargo de las nuevas admisiones y me llamaron porque tenía un repentino y terrible dolor abdominal. Estaba desnutrido y tan débil que apenas podía moverse, apenas podía responder a las preguntas…

Frustrado por la lentitud del ascensor, golpeé la puerta con la mano.

Tenía escasa información sobre aquel hombre. La enfermera asignada al caso no sabía mucho. No había una historia clínica completa, sólo una nota donde se leía que el paciente tenía setenta y un años y hacía tres que sufría de cáncer gástrico. Dos meses antes le habían extirpado el estómago. Según el informe, esta vez había ingresado en el hospital a causa del dolor, la debilidad y el malestar general.

Con dificultad, en sus últimos esfuerzos mecánicos, llegó el ascensor y su puerta se escondió dentro de la pared. Entré, apreté el botón y esperé con impaciencia a que la bestia perezosa me llevara a la planta baja.

Mi examen del viejo no había revelado nada inesperado. Era visible que sufría mucho y con razón: el cáncer se había expandido dentro de su abdomen. Después de tratar, en vano, de hablar con su médico particular por teléfono, le puse una solución intravenosa y le receté Demerol para ayudarlo a conciliar el sueño. No se me había ocurrido nada más.

Por fin el ascensor me dejó en la planta baja. Crucé el patio rápidamente y entré en el edificio principal del hospital. Subí por las escaleras hasta el piso del paciente. Cuando entré en la habitación vi a la enfermera de pie, desvalida, a la suave luz de la lámpara. El hombre estaba tan flaco que las costillas sobresalían por los costados; el abdomen era como un pozo debajo de la caja torácica. Estaba totalmente inmóvil, con los ojos cerrados. Miré su pecho bien de cerca. Yo estaba tan acostumbrado a ver el ascenso y descenso de los pechos en la respiración normal, que mis ojos me engañaron haciéndome creer que aquel pecho apenas se alzaba y descendía. Pero no era así. Le tomé el pulso. Nada. Pero algunas personas tienen el pulso muy débil. Controlé si estaba tomando el pulso en el lado correcto de la muñeca, del lado del pulgar, y entonces probé con la otra muñeca. Nada.

—No es un paro cardíaco, doctor. Me dijo un médico que no debíamos llamarlo paro cardíaco.

La enfermera estaba defendiéndose.

«Cállate», pensé indignado y aliviado al mismo tiempo. No me preocupaba cómo se llamara eso. Sólo quería tener la seguridad absoluta porque aquélla era la primera vez que me enfrentaba con la responsabilidad de declarar muerta a una persona. Por supuesto que había visto muertes en la Escuela de Medicina, y muchas, pero siempre había habido alguien en aquella época (sólo el año anterior…, sin embargo, ¡tan lejano…!) que me sacara las castañas del fuego: un interno o un residente; no era problema de los alumnos. Pero en aquel momento yo era del personal del hospital y tenía que tomar la decisión. Era un juez. («Cómo el del béisbol —pensé irónicamente—. Era falta o no. Y nada de ir a reclamar al árbitro»). Él estaba muerto. ¿Lo estaba? La combinación de Demerol, un anciano muy flaco y anestesia profunda, podía producir un estado de muerte aparente.

Saqué mi estetoscopio con lentitud, posponiendo la decisión, y finalmente llevé los auriculares a mis oídos mientras apoyaba el diafragma sobre el corazón del viejo. Una serie de sonidos, como de cerdas que se parten, me llegaron desde los pelos del hombre que se movían bajo el estetoscopio como respuesta a mi propio temblor. No podía oír el corazón… o ¿casi lo oía? ¿Confuso y lejano…? Mi sobreexcitada imaginación me hacía oír el latido normal de la vida. Entonces me di cuenta de que eran los latidos de mi propio corazón los que sonaban en mis oídos. Dejé el estetoscopio y tomé, de nuevo, los pulsos: en las muñecas, en las ingles y en el cuello. Todo estaba mudo pero yo tenía la curiosa sensación de que él estaba vivo, de que iba a despertar y que yo iba a quedar como un tonto. ¿Cómo podía estar muerto si hacía unas pocas horas había estado hablando con él? No me gustó estar donde estaba. ¿Quién era yo para decir si él estaba vivo o muerto? ¿Quién era yo?

La enfermera y yo nos miramos en la media luz. Había estado tan absorto en mis propios pensamientos que casi me sorprendió verla allí. Levanté los párpados del viejo y me encontré con unos ojos pardos, normales, excepto que las pupilas dilatadas no se contraían cuando el delgado haz de luz de mi linterna pasaba sobre la córnea envejecida. Supe que estaba muerto. Deseé que estuviera muerto ya que yo iba a decir que lo estaba.

—Creo que está muerto —dije, mirando de nuevo a la enfermera. Ella se volvió. Estaría pensando que yo era un burro.

—Es el primer paciente, a mi cuidado, que muere —dijo ella mirándome de repente. Sus manos colgaban a los costados de su cuerpo. Me llevó unos momentos darme cuenta de que estaba suplicando que le dijera algo sobre el Demerol; que no había sido el Demerol que ella le había dado, el culpable de la muerte. Pero ¿cómo iba yo a saber qué había ocasionado su muerte? Recordé la escena de una película de horror; una en la que el cadáver se incorpora de su mesa en el depósito. Tenía rabia contra mí mismo pero no tuve más remedio que volver a escuchar. Los auriculares del estetoscopio volvieron a mis oídos. En el silencio de la noche, mi propia respiración sonaba en mi cabeza. Muerto, muerte, frío, silencio, susurraban los centros racionales de mi cerebro. Tenía que decir algo amable a la enfermera.

—Debe de haber sido de forma muy tranquila. Murió con dignidad. Estoy seguro de que sintió gratitud hacia usted por el Demerol.

¿Gratitud? ¡Qué estupidez! Y ahí estaba yo, luchando con mis propias dudas, manteniendo apenas una apariencia de calma pero tratando de persuadir a otra persona de que debía mantener la tranquilidad. Luchando contra un último deseo de volver a tomar los pulsos, estiré la sábana sobre su cabeza.

—Llamaré a su médico —dije mientras salíamos de la habitación.

El médico particular contestó tan rápidamente a la llamada que sentí como una compresa fría en la cara. Le dije quién era y por qué llamaba.

—Está bien. Comunique la noticia a la familia y pida autorización para una autopsia. Quiero saber qué pasó con la conexión que hice entre el estómago y el intestino delgado. La anastomosis se hizo con una sola línea de suturas. Creo que es la mejor técnica, ¡y la más rápida! De todos modos, aquel anciano era un caso especial ya que vivió mucho más de lo que esperábamos. Ocúpese de la autopsia, Peters, por favor ¿eh?

—Haré lo posible.

Volviendo a sumergirme en el silencio de mi mente después de aquel soliloquio jovial, traté de ordenar mis pensamientos. El médico de la familia deseaba una autopsia. Muy bien. Espléndido. ¿Cuál era el número de teléfono de la familia? Un brazo de mujer pasó por encima de mi hombro señalando una línea en la cartilla.

—El teléfono de los familiares más cercanos, el hijo.

¡Qué situación tan grotesca! Un estúpido médico interno, desconocido, llamando en la noche. Traté de recordar alguna palabra neutra para usar en lugar de «muerto»… «desaparecido»… «descansa en paz»… Un «¡hola!» muy vital interrumpió el sonido del teléfono.

—Soy el doctor Peters y… lamento informarle del deceso de su padre.

Un largo silencio al otro lado. Tal vez él no me había entendido. Su voz retornó diciendo:

—Era de esperar.

—Hay algo más…

La palabra autopsia estaba en la punta de mi lengua.

—¿Qué?

—Bien… ya hablaremos de ello. Debo pedirle que venga aquí esta noche.

Era lo que la enfermera estaba tratando de expresar mediante una eficiente pantomima.

—Muy bien. Iremos hacia allá enseguida. Gracias.

—Siento mucho lo que ha ocurrido.

Una enfermera de edad madura salió de la oscuridad del corredor y puso bajo mi nariz un montón de papeles oficiales, señalando dónde tenía que firmar y escribir la hora del deceso. En realidad, yo no lo sabía.

—¿A qué hora murió? —pregunté a la recién llegada que estaba, de pie, a mi derecha.

—Murió cuando usted lo declaró muerto, doctor.

La enfermera era una supervisora nocturna conocida por sus ironías y su bilioso concepto de los internos. Pero ni el tono ácido ni la obvia burla a mi ingenuidad pudieron borrar de mi mente la escena del hombre muerto incorporándose en la camilla.

—Llámeme cuando lleguen los familiares —dije.

—Sí, doctor. Y gracias.

—Gracias a usted —le devolví la cortesía. Todos nos agradecíamos mutuamente. En mi cansancio, las cosas pequeñas se agigantaban hasta parecer inmensas y absurdas. Aún sentía la necesidad de ir a palpar el pulso pero, haciendo un esfuerzo, pasé por la puerta de la habitación del anciano y no me detuve: las enfermeras podían estar observando. ¿Por qué me preocupaba que él pudiera despertar? ¿Por qué no me preocupaba por él como persona? ¿Acaso eso no tenía importancia? Sí, desde luego, pero no había sido amigo ni conocido mío. Me detuve en el descansillo de la escalera. Es cierto: yo no lo conocía pero era una persona. Un viejo de setenta y un años pero, aún, un hombre, un padre, una persona. Continué bajando. No podía engañarme. Si despertaba en aquel momento yo me convertiría en el hazmerreír del hospital. Poco a poco volvió a invadirme la confianza en el hecho de ser médico. Pero sólo volvía a oleadas.

De nuevo en el ascensor traté de recordar cuándo se había producido el cambio en mí, pero sólo pude acordarme de escenas aisladas que fueron posibles vueltas de tuerca, tales como mi primera visita con los de guardia cuando estudiaba Medicina y la chica de once años que nos miraba llena de esperanzas. Tenía fibrosis quística y esta enfermedad es, por lo general, mortal. Al escuchar a los médicos discutir los casos, yo me había conmovido y no osaba mirar a la chica a la cara.

—Tal vez sea posible mantenerla viva hasta cerca de los veinte años —había dicho el médico que la atendía mientras nos alejábamos de la cama. En aquellos momentos tuve ganas de hacerme fontanero.

Se abrió la puerta del ascensor. No sé cómo, mis preocupaciones habían cambiado. Ahora me importaba mucho que alguien reaccionara en el depósito de cadáveres y arruinara mi imagen haciéndome quedar en ridículo. Está bien: había cambiado, y para peor, pero ¿qué podía hacer?

Otra vez en mi cuarto, la cama crujió al recibir mi peso. En la semipenumbra, mi mente reproducía los detalles del delgadísimo cuerpo muerto. ¿Se preocuparían así otros internos? No podía saberlo pero, entonces, tampoco podía saber qué pensarían del asunto. Parecían tomárselo todo con tanta calma, tanta seguridad (aunque no tenían derecho a tenerla)… Antes de ingresar en la Facultad de Medicina había imaginado las crisis de un médico interno de muchas maneras: todas más nobles. Siempre el problema había girado en torno de la pérdida de un paciente después de larga lucha; de la angustia de una vida perdida. Pero allí me encontraba con un sudor frío ante la idea de que el paciente de otro médico comenzara a respirar de nuevo. Eran las nueve y cuarenta y cinco. Me di vuelta en la cama, cogí el teléfono y llamé al departamento de enfermeras. Necesitaba mucho, en aquellos momentos, que alguien estuviera conmigo y me hiciera sentir que la vida continuaba.

—Llame a la señorita Stevens, por favor. Jan ¿puedes venir? No, nada malo. Seguro. Trae los mangos. Eso es. Estoy de guardia.

Podía ver unas cuantas estrellas a través de las cortinas. Hacía dos semanas que era médico interno: las dos semanas más largas de mis veinticinco años, la culminación de todo, de la escuela secundaria y la universidad. ¡Cómo había soñado con ello! En aquel momento, casi todos los tipos con los que trataba estaban en la sagrada condición de interno y ésta significaba un trabajo bastante sucio; y cuando no era sucio, era algo confuso y desordenado.

«Bien, Peters, ¡ahora sí que la ha hecho buena! Sólo quiero recordarle que es muy fácil apartarse de la gran cofradía pero casi imposible volver a ella».

Eso dijo mi profesor de cirugía cuando se enteró de que yo había decidido hacer el internado en un centro no universitario, lejos de la torre de marfil de los médicos y lejos de la metrópoli. Y no hay establecimiento médico más lejos de la metrópoli que el de Hawai.

En los términos del sistema inmutable de comparación entre los jóvenes egresados, yo estaba destinado a cualquiera de los internados de común preferencia. Pero, al final, no pude acceder a lo establecido. Cuando iba acercándome al fin de la carrera, comencé a ver con claridad que convertirse en médico significaba entregarse al sistema, como un pedazo de madera a la sierra. Al salir de la máquina, seguramente iba a ser mercancía fácil, vendible y llena de conocimientos. Pero, así como vuela el serrín, iban a volar esos rasgos «no productivos» de la personalidad: la compasión, la humanidad y el instinto de curar. Debía evitar que se perdiera aquel serrín mientras pudiera, mientras no fuese demasiado tarde. Así fue como en el último minuto había saltado de la máquina.

«Bien, Peters, ¡ahora sí que la ha hecho buena!».

La muerte del anciano me tenía sobre ascuas, así que salté de la cama aun antes de que Jan golpeara la puerta. Gracias a Dios no sonó el teléfono.

—¡Me alegro de verte, Jan! Con mangos y todo.

Mangos: eso era lo que necesitaba.

—Déjalos ahí. Claro que puedes encender la luz. Estaba aquí sentado, pensando… ¿Necesitamos cuchillos y platos? ¿Quieres que comamos ahora?

¡Qué me importaban los mangos! Pero no valía la pena discutir, y, de cualquier manera, ella tenía un aspecto encantador con la suave luz reflejándose en su pelo y olía como si acabara de salir de la ducha y más perfumada que cualquier extracto. Pero lo mejor de Jan era su voz. Tal vez quisiera cantar algo para mí.

Acerqué un plato y dos cuchillos y nos sentamos en el suelo y empezamos a comer los mangos. Al principio no hablamos. Me gustaba su reserva. Era muy guapa, me encantaba mirarla, pero sospechaba que era muy jovencita. Antes de aquella noche habíamos salido dos veces pero no habíamos intimado. No importaba. O sí importaba en aquel momento porque deseé conocerla bien. Había algo poético en su cabello rubio y en sus rasgos delicados; entonces, en aquel momento, sentí la necesidad de que estuviéramos muy cerca.

El mango era pegajoso. Lo pelé y fui a lavarme las manos. Cuando volví adonde ella estaba, no me miró. Miraba hacia lo lejos y la luz que entraba por la ventana ponía un brillo plateado en su pelo. Estaba apoyada en un brazo, con las piernas recogidas. Estuve a punto de pedirle que cantara Try to remember, pero no lo hice porque era probable que hubiera accedido. Siempre lo hacía cuando le pedía que cantara. Si lo hacía en aquel momento, la oirían todos. Era probable que nos hubieran oído mientras nos comíamos los mangos. Cuando me senté a su lado, volvió la cara hacia mí y pude ver sus ojos.

—Esta noche ha ocurrido algo. —Empecé a contarle.

—Lo sé —contestó.

Eso me paró en seco. «Lo sé». ¡Qué podía saber! Y no sólo supe que ella ignoraba todo sino que yo no iba a contarle nada. Sin embargo, proseguí.

—Tuve que certificar la muerte de un viejo decrépito, con cáncer, y ahora tengo miedo de que suene el teléfono y la enfermera me diga que no ha muerto, que está vivo.

Ella inclinó la cabeza hacia el otro lado y dejó de mirarme. Entonces dijo lo más adecuado. Dijo que era curioso. ¡Curioso!

—¿No crees que es una locura?

Sí, era una locura de mi parte pero también era curioso.

—Sé que una persona murió esta noche y todo lo que me preocupa es que podría estar viva y que eso sería un gran chiste. Una broma muy fuerte a costa mía.

Estuvo de acuerdo en que sería una broma. Hasta allí llegaba su comprensión del tema. Yo insistí:

—¿No crees que es estúpido que yo piense sólo de esa manera del último acontecimiento de la vida de un ser humano?

Eso fue demasiado para ella. Me preguntó si no quería comer más mangos. Me gustan los mangos, es cierto, pero no me apetecía comerlos en aquel momento, hasta le ofrecí una parte del mío. A pesar de su falta de comprensión, me había hecho bien el tratar de comunicar mis pensamientos, como si con ello el anciano hubiera pasado a ocupar un lugar secundario en mi mente. Pensé que Jan podría cantar Acuario. La chica me hacía feliz de una manera simple.

Puse un brazo alrededor de su cuerpo y ella me puso un pedazo de mango en la boca. Había levantado una barrera sin pensarlo. Pues bien, no hablaríamos más de mi anciano. La besé y, cuando me respondió, pensé que sería muy hermoso hacer el amor con ella. Nos besamos otra vez y ella se apretó contra mí de modo que pude sentir su calor y su suavidad. Mis manos estaban pegajosas todavía; aun así le acaricié la espalda mientras me preguntaba si ella querría hacer el amor. Esa idea borró todas las otras de mi mente. Era ridículo estar en el suelo y estaba pensando cómo hacer para llevarla a la cama cuando noté que ella no llevaba nada debajo del tenue vestido. Había estado demasiado ocupado en acariciar su espalda para darme cuenta. Ella sintió mi deseo y nos levantamos al mismo tiempo. Cuando empecé a levantarle el vestido ella me detuvo apretándome los antebrazos. Se desprendió del vestido y salió de él, bellísima a la luz suave. Podía ser que no hubiese entendido mi problema pero lo cierto era que me lo había quitado de la cabeza. El nimbo de poesía que yo percibí siempre en ella se estiró hasta sus pechos. Me quité la camisa y el estetoscopio cayó al suelo. Me acerqué a ella rápidamente, temiendo que desapareciera.

Sonó el teléfono. La magia se esfumó y el anciano delgado volvió a ocupar mis pensamientos. Jan se acostaba mientras yo permanecía mirando el teléfono. Diez segundos antes mi mente había estado clara y bien dirigida; en aquel instante era de nuevo un caos y dentro de él estaba la idea terrible: el muerto habría comenzado a respirar. Dejé que el teléfono sonara tres veces, con la esperanza de que cesara. Cuando respondí me habló la enfermera.

—Ha llegado la familia, doctor Peters.

—Gracias. Voy para allá.

Me sentí aliviado. Era la familia. El viejo estaba muerto todavía.

Puse mi mano en la cintura de Jan, su piel suave y tibia demandaba atención y la graciosa curva de su espalda no me ayudó a pensar cómo iba a pedir a la familia que autorizara una autopsia. Encontrar la camisa fue fácil pero el estetoscopio me eludió hasta que lo pisé mientras me vestía.

—Tengo que correr al hospital, Jan. Volveré en seguida. Espero.

Salí de la calidez del cuarto a la luz fluorescente del corredor que me hizo parpadear. Me dirigí a soportar la lentitud del ascensor.

Hay algo extraño en la oscuridad y el silencio de un hospital dormido. Eran sólo las diez y media y la gente de guardia había comenzado su rutina nocturna: una especie de vida a medias, hecha de luces suaves y voces bajas. Caminé por el gran vestíbulo hacia el departamento de las enfermeras, pasando por las habitaciones, de las que sólo salía la luz de las lámparas. Al fondo estaban hablando dos enfermeras pero no me llegaba ningún sonido. El corredor parecía especialmente largo esta vez, como un túnel, y la luz del fondo me recordaba un cuadro de Rembrandt con áreas brillantes rodeadas de penumbra. Sabía que la calma podía hacerse trizas en cualquier momento; pero mientras tanto el mundo permanecía inmóvil.

Una autopsia. Tenía que solicitar permiso para una autopsia. Recordé la primera, cuando estaba en segundo año, al comienzo del curso de Patología, cuando yo creía, todavía, que la Medicina existía para bien de todos.

—Vengan aquí, muchachos. Pónganse alrededor de la mesa.

Todos parecíamos iguales con nuestras blusas blancas, acercándonos como los alumnos dóciles de una escuela y creo que lo éramos. Entonces la vi. No a la que íbamos a observar sino a la otra, a la de la mesa de al lado que esperaba turno para la autopsia. Su piel era de un frío amarillo grisáceo, con una línea de herpes zóster desde el brazo derecho y sobre el pecho, hasta la cintura. El herpes zóster es una grave enfermedad de la piel que se caracteriza por grandes lesiones costrosas. La impresión que producía se multiplicaba en aquel ambiente. La mujer yacía en el centro de una mesa de cemento, entre mil manchas de suciedad. Alrededor y por debajo de ella caía agua que fluía por pequeños canales longitudinales, separados entre sí unos seis centímetros, a una rejilla debajo de la mesa, que la aspiraba con un ruido siniestro. Alrededor de su brazo derecho había una tarjeta con algo garabateado. Su pelo parecía quebradizo. Pero lo que más me había impresionado era el color horrible de su piel. Tendría unos treinta años, no muchos más que yo, pensé. La visión no me descompuso físicamente, como les ocurrió a otros estudiantes, pero me produjo algo así como una quiebra mental.

Estaba muerta. Sin lugar a dudas. Y, sin embargo, parecería viva si no fuese por el color. Muerta, viva, muerta… aquellas palabras…, esas polaridades absolutas, parecieron fundirse en mi mente. El cadáver que yo había disecado en primer año, en Anatomía, no había sido como aquél. Era un cadáver y nada sugería que alguna vez hubiera sido una persona viva. Era el ambiente lo que empeoraba la cosa. Había sentido que el pequeño cuarto gris sucio y la media luz que luchaba por entrar por las ventanas pequeñas y altas, estaban en descomposición. ¿Qué demonios quieres, Peters? ¿Terciopelo, velas y rosas?

Pero aquella mujer no era la que debíamos observar. Me metí entre los sacos blancos agrupados alrededor de otra mesa. Vi algo de los órganos carnosos y oí el borboteo mientras el profesor de Patología cortaba para demostrar su técnica. No había visto lo suficiente como para apreciar la lección y, de todas maneras, lo que me interesaba estaba detrás de mí. Todos los demás parecían transfigurados por la visión de los órganos; yo no podía dejar de mirar al otro cadáver. No había querido tocarla pero lo hice y el hallar que no estaba demasiado fría empeoró la situación. No me impresionó más pero me asustó, no el hecho de haberla tocado sino el que ella no me abofeteara, ya que la diferencia entre la vida y la muerte era sólo una cuestión de tiempo y suerte. Ya nada tenía significado para ella. Me asusté también porque había sido una mujer joven, tal vez deseada y llena de posibilidades y en aquel momento estaba muerta y amarilla, sobre una mesa de cemento manchada, en un sucio cuarto subterráneo. Una cosa era sentir el sexo vibrante de vida, calor y vigor. Otra cosa era aquello. Mi mente caótica registraba cientos de pensamientos; el sexo estaba, sin duda, entre ellos. Mis propios recuerdos del acto sexual.

Aquello había ocurrido hacía mucho tiempo y a miles de kilómetros de distancia. Y tenía que ocuparme de la autopsia del viejo.

—Allí están los familiares, doctor, en el sofá.

Dijo una de las enfermeras cuando llegué a la zona de recepción. Dos personas aparecieron, de repente, salidas de un lugar invisible. Mientras nos acercábamos, la palabra autopsia seguía trayéndome el recuerdo del cabello quebradizo y el herpes zóster. Tal vez debería decirles «posmórtem»; suena un poco mejor.

—Lo siento.

—Gracias, pero esperábamos que ocurriera.

—Quisiéramos hacer una autopsia. —La palabra salió con naturalidad, después de todo.

—Muy bien. Es lo menos que podemos hacer.

¿Lo menos que podemos hacer? Me sorprendió que creyeran que tenían que hacer algo. Ya me había hecho sentir bastante mal el tener que llamarlos durante la noche para comunicarles que su padre había muerto y en aquel momento me sentía culpable por pedirles autorización para una autopsia. Pero, al parecer, ellos también se sentían culpables. Ya que nadie puede ser culpado de la muerte, todos desean compartir la culpa. ¿Lo menos que podemos hacer? Yo estaba especulando demasiado sobre un simple comentario. ¿Qué respuesta había esperado? ¿Acusaciones? ¿Ataques de nervios? Ya iba a aprender que la mayoría de la gente sólo resulta atontada por la muerte y reacciona con su manera habitual, educada y reflexiva.

—Nos ocuparemos del resto de los papeles, doctor —dijo una de las enfermeras.

—Gracias —contesté.

—Apreciamos todo lo que usted ha hecho, doctor —dijo el hijo cuando yo comenzaba a alejarme del lugar.

—No hay de qué.

«Gente amable —pensé mientras caminaba—. ¡Qué suerte que no hayan podido leer mis pensamientos!». Aun en aquel momento tuve la urgencia de ir a buscar el pulso del muerto. Si supieran cuál era mi temor secreto ¿se enfadarían o se sorprenderían? Primero la sorpresa, luego el enfado. Pero ¿qué sentirían si su padre despertara en el depósito? La idea me hizo sonreír porque ya no se lleva a los cadáveres al depósito. La mayoría van a parar a un velatorio. Demasiados programas de televisión y malas películas. «Soy un estúpido, especialmente cuando estoy cansado», pensé; y en aquel momento estaba exhausto.

—Doctor, lo llaman por teléfono.

La voz me llegó cuando ya estaba al final del corredor oscuro. «Debe de ser Jan», pensé, y recordé lo hermosa que estaba, desnuda, de pie en mi habitación. Su imagen se mezcló con el cuarto de autopsias en la Facultad de Medicina y con el cadáver amarillo con el herpes zóster en un pecho. Pero no era Jan. Era de la Sala A, otra enfermera desesperada. Dijo algo sobre que la presión de alguien había bajado a cero. El hijo del viejo estaba por ahí. Nos miramos por última vez, por un instante y, de repente, me sentí orgulloso de estar allí y luego tonto por sentirme orgulloso. Mientras corría por el vestíbulo, pensé que la situación era cualquier cosa menos gloriosa.

¿Presión venosa? Todo mi conocimiento se reducía a la definición: «Presión venosa es la presión, en reposo, de las grandes venas del cuerpo». Además de eso, no sabía casi nada. Sin embargo, corrí como si lo supiera todo. Era mi trabajo.

El poco valor que tenía me abandonó cuando vi que las enfermeras andaban por la habitación de Marsha Potts. Marsha Potts era la tragedia del hospital. Durante las rondas de mi primer día de internado, hacía dos semanas, había estado en su cuarto y me habían contado la historia. Los síntomas de una úlcera la habían llevado al hospital y habían encontrado la lesión: grande como la vida, en una radiografía. Una úlcera visible siempre hace felices a todos. El radiólogo queda encantado porque ha tomado una buena placa y los cirujanos, en éxtasis, se alaban unos a otros por sus acertados diagnósticos y afilan sus escalpelos. Es un buen momento. Por lo general, también lo es para el paciente, pero no en el caso de Marsha.

Los cirujanos habían realizado una gastrectomía, extirpando la mayor parte del estómago y cerrando el extremo del intestino delgado que normalmente sale del estómago. Entonces, eligieron un punto, unas pulgadas más abajo del intestino delgado y, después de haber abierto un agujero, lo cosieron al pequeño trozo de estómago que habían dejado. Esto proporcionó a Marsha un nuevo estómago aunque más pequeño. Esta operación, conocida como Billroth II, requiere una gran cantidad de cortes y costuras; y por consiguiente es muy popular entre los cirujanos.

Marsha había salido bien de la intervención, o al menos, todos lo creían así, hasta que, al tercer día, se rompió la conexión entre el estómago y el intestino. Entonces, los jugos gástrico y pancreático empezaron a salir fuera del abdomen y ella comenzó a auto digerirse. Las enzimas digestivas, literalmente, comieron el camino hasta la incisión y el abdomen de Marsha se convirtió en una enorme herida de unos veinticuatro centímetros de diámetro. Las enfermeras la mantenían cubierta con papilla para bebés en un intento de que algo absorbiera el jugo pancreático y neutralizara la acción de las enzimas. Ya hacía semanas que el olor pútrido y penetrante revolvía el estómago a todos. Para mí, lo peor de todo era saber que yo no podía manejar aquella situación. De ninguna manera.

Cuando entré en la pequeña habitación donde la paciente estaba aislada, la situación era todo lo mala que podía esperarse. Su piel tenía un terrible color ictérico y sus manos golpeaban, sin fuerzas, los costados del cuerpo. La enfermera pareció sentirse aliviada por la llegada del médico pero yo, en lugar de sentir más confianza por eso, pensé: «¡Tanta! Si pudieras penetrar en mi mente hallarías sólo un gran vacío».

El organismo de Marsha Potts parecía haber fallado totalmente. Hojeando las cartillas y los resultados de los análisis yo trataba de lograr alguna información sobre lo que estaba ocurriendo y de ganar tiempo para tranquilizarme. En la pared, sobre la cama, había una cucaracha grande y negra pero no me preocupé por ella; la sacaríamos después. Era difícil imaginar que una vida, de alguna manera, dependiera de mis pensamientos.

Alguna información estaba empezando a vagar por mi mente. El pulso, sí. Lo tomé y estaba fuerte, unas setenta y dos pulsaciones por minuto. Casi normal. Pues bien: si la presión venosa había bajado casi a cero mientras el corazón funcionaba normalmente, quería decir que no había suficiente cantidad de sangre en las venas. Pensaba, por lo menos. Lo último que hubiera querido hacer era sacar el voluminoso y manchado apósito del abdomen. Gotas de sudor rodaban por mi cara. Hacía mucho calor allí. ¿Presión arterial? La enfermera dijo que era 11/9. ¿Cómo diablos su presión arterial era tan buena sin presión venosa? Sin presión venosa el corazón no se llena y nada sale de él, de modo que no debería haber pulso ni presión arterial. Así se supone que funcionan las cosas pero era obvio que no en aquel caso. ¡Malditos profesores de Fisiología! En el laboratorio de Fisiología de la Facultad de Medicina, tenían un perro con tubos que salían de su corazón, arterias y venas. Todo trabajaba perfectamente, como ocurre siempre en el laboratorio. Cuando los profesores disminuían la afluencia de sangre al corazón, la presión arterial también bajaba con rapidez. Era algo tan automático y reproducible como si el perro fuera una máquina.

Marsha Potts no era una máquina. Pero ¿por qué no podía funcionar como los animales en el laboratorio en lugar de presentar una situación desconocida e irresoluble? No tenía ninguna hinchazón en el cuerpo excepto en la espalda, el lugar común para el edema después de tres meses de cama. Empujé hacia atrás su mano izquierda y ésta volvió, con rapidez, hacia delante. Fantástico. Tenía reflejo hepático. Cuando el hígado falla, el paciente desarrolla un curioso reflejo: si se le dobla la mano hacia atrás, desde la muñeca, vuelve hacia delante como dando una palmada o como un niñito diciendo adiós. Experimenté el goce de un hallazgo positivo y miré nuevamente la cartilla. El reflejo hepático no figuraba. Yo no sabía mucho sobre presión venosa pero podía haber escrito muchas cuartillas sobre el reflejo hepático. Lo había visto antes sólo una vez. Probé con la otra mano y se produjo de nuevo. Eso significaba que su estado era muy malo. La verdad es que mientras yo caía en el juicio académico sobre mi diagnóstico, la mujer moría ante mis ojos.

Ya estaba virtualmente muerta pero, técnicamente, estaba viva. Tenía amigos y una familia que pensaban en ella como en una persona viva. Pero ella no podía hablar y su organismo fallaba totalmente. ¿Podría pensar? Probablemente no. Por un momento pensé que estaría mejor muerta, pero deseché la idea con fuerza. ¿Cómo puede alguien pensar que una persona estaría mejor muerta? No se puede saber. Es simple presunción. La mujer del herpes zóster en el pecho había parecido viva pero estaba, en realidad, bien muerta. La que estaba frente a mí, en aquel pequeño cuarto caliente, estaba viva, pero… ¿Qué pasaba con la intravenosa?

—¿Cuánto fluido le han dado en veinticuatro horas? —pregunté a la enfermera.

—Está todo aquí, doctor. En la hoja de absorción y eliminación. Fueron unos cuatro mil centímetros cúbicos.

—¡Cuatro mil! —Traté de no parecer sorprendido aunque me parecía demasiado—. ¿Qué le administraron?

—Suero fisiológico casi todo, pero con algo de Isolyte M —respondió.

¿Qué demonios era la Isolyte M? Nunca la había oído nombrar. Haciendo girar el frasco de la sustancia que le estaban inyectando, leí: «Isolyte M». Por el otro lado del envase decía: «Sodio, Cloruro, Potasio, Magnesio…». No necesité leer más; era una solución de mantenimiento. La hoja de absorción y eliminación presentaba números desordenados, en apariencia, pero el asunto me gustaba. El equilibrio de los fluidos y los electrólitos me había fascinado desde que ingresé en Medicina, tanto que, a veces, me olvidaba del paciente preocupado por la concentración de sodio. La absorción de aquella mujer parecía equilibrar la eliminación, excepto por lo que había empapado el enorme apósito que cubría la herida. Se había puesto en marcha una bomba que succionaba fluido desde el fondo de la herida abdominal pero esto no parecía muy efectivo. También era probable que los alimentos tipo papilla que ingería no fueran muy nutritivos. Se los administraban directamente en el estómago mediante un tubo que se introducía por su nariz; ya que sus propios jugos digestivos habían originado una fístula (o pasaje) entre el estómago y el colon, los alimentos pasaban del estómago, directamente, al intestino grueso y de allí al recto, casi sin cambios.

Aunque la paciente no parecía deshidratada, la orina mostraba signos evidentes de infección, en forma de sangre, bilis y diminutos trozos de tejidos que flotaban en la bolsa que recibía el catéter. Con tanto sedimento, la única forma de saber si la orina estaba demasiado concentrada era medir su peso específico.

—Supongo que no tenemos un hidrómetro en este piso, ¿no?

La enfermera desapareció, encantada de que se le hubiera asignado una tarea, cualquiera que fuera su importancia. Yo no podía explicarme todavía la presión venosa de Marsha. Continué el examen de la paciente esperando hallar algún síntoma de fallo cardíaco, sin encontrar ninguno. Lo inevitable estaba cerca: iba a tener que examinar la herida.

—¿Es esto lo que necesita, doctor? —La enfermera me alcanzó un frasco que contenía papelitos para averiguar si había azúcar en orina.

—No. Un hidrómetro es un pequeño instrumento que flota en la orina. Parece un termómetro.

Se fue otra vez mientras yo miraba el frasco que me había dado. Tal vez hiciera una prueba de azúcar… ¿Por qué no habría de hacerla?

—¿Es éste, doctor?

—Sí, es éste.

Tomé el densímetro y desaté la bolsa del catéter. Aguanté la respiración tratando de no sentir el olor y vertí orina en un vial en el que pensé que podría flotar el densímetro. Sumergí el instrumento, con cuidado, en la orina pero no pude obtener una lectura. El maldito no hacía más que adherirse a las paredes del recipiente en lugar de flotar libremente. Tomé el frasco con mi mano izquierda y lo golpeé con el nudillo del índice derecho. Sólo conseguí salpicar orina sobre mi brazo. Al agregar más orina al recipiente, logré que el densímetro se desplazara hacia abajo y hacia arriba. El peso específico estaba dentro de los límites normales. De hecho, era normal, de modo que Marsha no estaba deshidratada. Por algún motivo, la gente de la profesión médica teme usar la palabra «normal» sin una serie de complementos; siempre se prefiere «dentro de límites normales» o «esencialmente normal».

Marsha gimió de nuevo. Cuando aspiré una bocanada me sentí casi mareado por la multitud de olores de aquel cuarto. Nunca he sido capaz de aguantar los olores desagradables. En la escuela secundaria, cuando alguno de mis compañeros vomitaba, yo también lo hacía en cuanto me llegaba el olor.

En la Facultad de Medicina, a pesar de tres máscaras, y toda clase de subterfugios mentales, a veces había vomitado en el laboratorio de Patología.

Tratando de encontrar una explicación a la situación de Marsha, me pregunté si no tendría bacterias Gram negativas en el torrente sanguíneo; tal vez una infección bacteriana con pseudomonas, por ejemplo; las pseudomonas, a veces, ocasionan una enfermedad llamada sepsis Gram negativa que produce uno de los cuadros más espantosos de la Medicina. El paciente está bien pero tiene un escalofrío y todo se va al demonio. Tal vez eso podría explicar el problema de la presión venosa. Pero no encontré signos de sepsis.

Marsha se quejaba sin intermitencias y cada gemido era como una acusación para mí. ¿Por qué no se me ocurría una manera de resolver aquello? Fui hasta el otro lado de la cama y dirigí la atención de la enfermera hacia la cucaracha que se había desplazado hasta casi la altura del hombro. Ella corrió al baño y llevó, de inmediato, varios metros de papel higiénico con los que liquidó al coleóptero. A mí no me preocupan las cucarachas, pero sí las ratas como las del hospital de Nueva York. La gente de allá decía que estaba trabajando en el problema, pero yo he seguido viéndolas siempre.

Tal vez algo andaba mal en la llave de tres vías de la línea endovenosa. Cuando cambié la llave a la posición para medir la presión, ésta no subió de cero. Cerré la llave de nuevo y llené la columna con la solución intravenosa y conecté la columna con la paciente. El nivel permaneció arriba por un momento y luego bajó rápidamente al principio y con lentitud después, tal como había dicho la enfermera. Llegó a los diez centímetros y luego a cero. Esas llaves de tres vías son confusas. Nunca he podido entenderlas bien ni saber hacia dónde moverlas para establecer una conexión determinada.

Pedí a la enfermera una jeringa grande llena de solución fisiológica y saqué toda la tubería del catéter inserto en la femoral, justo por debajo de la ingle. Marsha había recibido tantas inyecciones intravenosas que las venas de sus brazos ya estaban inutilizadas y los médicos habían empezado a usar las de sus piernas. Me sorprendió ver que no salía sangre de la vena al catéter, aun sin la presión que antes ejercía la solución. Cuando inyecté unos diez centímetros cúbicos de suero fisiológico con la jeringa en el catéter, percibí una resistencia. De repente, el suero fisiológico empezó a fluir libremente. Cuando saqué la jeringa apareció una veta roja, de sangre, en el catéter.

Era obvio que había habido una obstrucción al final del catéter dentro de la vena de Marsha, probablemente un coágulo que había actuado como válvula permitiendo entrar a la solución intravenosa de mantenimiento pero impidiendo la salida. La lectura de la presión venosa dependía de la sangre que pudiera ascender por el catéter. Le expliqué todo esto a la enfermera pero sin decirle que el coágulo, en aquellos momentos, podía hallarse en los pulmones de Marsha. Si era así que fuera pequeño, por el amor de Dios.

Conecté la columna otra vez, la llené y la alineé con la paciente. Después de asegurarme de que la presión venosa era normal e iba a permanecer así, comencé a hacer fluir el líquido.

—Lo siento, doctor. No lo sabía.

—No se aflija. No fue nada.

Estaba contento por haber resuelto algo, aunque fuese un mini-problema. Teniendo en cuenta que había comenzado con la mente en blanco, sentía que el logro había sido notable aunque la paciente estaba igual. Se quejó de nuevo, frunciendo los labios. Era sólo la sombra de una persona y el darme cuenta de ello disminuyó mi sensación de triunfo. Todo lo que quería en aquel momento era salir de allí, pero no iba a ser así.

—Doctor, ya que está aquí ¿le molestaría ver al señor Roso? Su hipo mantiene despiertos a los otros pacientes.

Mientras caminaba con la enfermera por el corredor hacia la sala de Roso, pensé en lo raro que era el edificio del hospital. Era algo totalmente nuevo para mí. Sus recibidores se comunicaban directamente con el exterior, por lo menos así era en la sección baja, antigua, y el césped crecía hasta el borde del vestíbulo. Un árbol muy grande dominaba el terreno, oscilando y agitándose con el viento. El jardín estaba cuidado de forma impecable y crecían en él grandes árboles tropicales. ¡Qué diferente de los otros hospitales donde yo había trabajado! En el terreno de la Facultad de Medicina de Nueva York había habido un árbol pero lo habían cortado antes de que yo me fuera. El resto, todo amarillo, era cemento y ladrillos. El peor de todos había sido Bellevue, donde había hecho mis cuatro años de practicante (trabajando como un interno aunque, oficialmente, era un estudiante de Medicina). El vestíbulo estaba pintado de un marrón deprimente y la pintura se descascarillaba en tantos lados y era tan desagradable al tacto que procurábamos caminar por el centro, lejos de las paredes. Mi habitación durante la guardia tenía una ventana rota y las tuberías funcionaban sólo a veces. Estaba situada en el lado opuesto a las salas, a las que se podía llegar pasando por el centro de Respiratorias, donde estaban todos los enfermos de tuberculosis. Durante la travesía hasta las salas comunes, a veces, inconscientemente, aguantaba la respiración mientras pasaba por el centro de Respiratorias de manera que llegaba sin aliento a mi destino.

Si Dante hubiese conocido Bellevue, le habría dado un lugar de honor en su Infierno. Cómo había odiado aquellos meses. Una vez vi una película que me recordaba a Bellevue; era El proceso, sobre el libro de Kafka; los personajes estaban siempre recorriendo corredores sin fin. Así era Bellevue: corredores interminables, en particular, si uno contenía el aliento. Alguna ventana lo bastante limpia como para ver lo que había al otro lado, revelaba otro edificio sucio con más corredores. Hasta un inocente acto de la naturaleza podía ser peligroso. Una vez entré en el baño de hombres con mucha prisa, desabrochándome el pantalón y caí, literalmente, sobre un grupo de pacientes ocupados en inyectarse heroína con jeringas del hospital. Aquélla fue la primera vez que los pacientes me amenazaron de muerte, pero no la última.

Hawai no tenía nada que ver con Bellevue. Allí nadie me había amenazado, por lo menos hasta aquel momento y las paredes estaban limpias y cuidadosamente pintadas, aun en los sótanos. Yo había supuesto que todos los sótanos de hospitales eran iguales pero allí eran limpios y hasta alegres.

No sé por qué me preocupaba tanto la tuberculosis. Sería mi parte irracional como la de todos los seres humanos, cuando deciden que algunas cosas son malas y que otras no los afectan. Cuando leí sobre la hipertensión maligna, pensé que la tenía cada vez que me dolía la cabeza. Tal vez la tuberculosis me preocupaba tanto porque el primer paciente que tuve para un diagnóstico físico era tuberculoso.

Todos los estudiantes de Medicina nos escuchábamos, unos a otros, los ruidos del pecho, lo que daba por resultado muchas risas y poca instrucción. Luego nos enviaron a un hospital de enfermedades crónicas para escuchar a los pacientes por primera vez. El lugar se llamaba Goldwater Memorial y hacía que el Bellevue pareciera el Waldorf. Después de extraer una tarjeta con el nombre de alguien, me acerqué a la cama del hombre sintiendo que era evidente que yo era nuevo. Podía haber llevado un cartel en la frente que dijera: «Estudiante de segundo año de Medicina. Primer intento». Todo había marchado bien hasta que escuché el área izquierda del ángulo costofrénico desde el lado derecho de la cama. Me incliné sobre su pecho y le dije que tosiera, lo que hizo directamente en mi oreja. Pude sentir las gotas de flema amarilla rodando por el costado de mi cabeza, llenas de microorganismos tuberculosos resistentes a los antibióticos. Ni siquiera un lavado en el baño de hombres, usando jabón líquido del dispensador, me hizo sentir bien. Cuando regresé al departamento volví a bañarme una y otra vez, como lady Macbeth.

Hasta aquel momento, en Hawai, no había tenido que lidiar con ningún tuberculoso. Tal vez en Hawai no existían.

Mis recuerdos se desvanecieron. Miré a la enfermera que caminaba conmigo para ir a ver a Roso. Era otra de las cosas buenas de Hawai: muy bonita, con mezcla de sangre hawaiana y china supuse, una buena silueta, ojos almendrados y hermosos dientes.

—¿Le gusta el surf? —le pregunté cuando llegamos a la puerta de la sala de hombres.

—Nunca lo he practicado —dijo con suavidad.

—¿Vive cerca del hospital?

—No. Vivo en el valle de Manoa con mis padres.

¡Qué mala suerte! Quería oírla hablar pero ya estábamos cerca del cuarto de Roso.

—¿Ha vomitado Roso?

—No, nada. Sólo tiene hipo. Nunca pensé que el hipo podía ser tan malo. Se siente muy mal.

Miré la hora antes de entrar en la sala y vi que era casi medianoche. Aun así no me importó tener que ver a Roso. Por muchas cosas era mi paciente favorito. Pequeñas lamparitas de noche cerca del suelo producían un suave resplandor que parecía mezclarse con los sonidos acompasados de la respiración y los ronquidos. De repente un hipo agudo perforó la atmósfera de tranquilidad y los ronquidos cambiaron el ritmo. Podría haber encontrado a Roso, por sus hipos, incluso en medio de una oscuridad de tinta china. Lo habíamos operado en mi segundo día como interno. En realidad, el «habíamos» no se ajusta a la verdad. La operación la había llevado a cabo el residente principal y un residente de dos años de antigüedad, mientras que yo estuve dando los instrumentos durante unas tres horas. Era el primero en admitir mi ineptitud en un quirófano y, como iban las cosas, tenía la ineptitud asegurada. A diferencia de tantos estudiantes de Medicina que están ansiosos por ser cirujanos, yo tenía poca experiencia en la sala de operaciones porque, como motivo mayor, no me gustaba el asunto y también porque había estado más interesado en los electrólitos y en los fluidos durante los posoperatorios. Esto le había venido bien a todos. Los otros estudiantes de Medicina no estaban interesados en la química y a mí no me gustaba estar, seis horas en la sala de operaciones mirando cómo otra gente cortaba y cosía. En particular después de la escena que tuvo lugar la segunda vez que regresé a Nueva York.

Se iba a hacer una operación de cáncer: la extracción total de una mama o mastectomía radical, como la llama el Gran Queso, el mundialmente famoso cirujano. Yo tenía bastante inseguridad ya que sólo era un estudiante de segundo año. Todo el mundo parecía un poco tenso, hasta los residentes, lo cual contribuía a mi malestar. De repente apareció el Gran Queso en la sala de operaciones, imponente y tarde, como de costumbre. Sacó algunos instrumentos de la bandeja de esterilización, la levantó y la tiró contra el suelo, jurando que todo el instrumental estaba mellado, doblado y era totalmente inaceptable. El escándalo asustó tanto al anestesista que saltó y arrastró la máscara del paciente. Yo había desaparecido esperando que no se notara y así fue.

Desde luego que, con el tiempo, comencé a participar en operaciones, por lo menos a quedarme de principio a fin, pero, hasta el día de hoy, no he podido entender a los cirujanos. Uno de ellos era un individuo tranquilo y agradable hasta que entraba a la sala de operaciones. Una vez lo vi arrojar una pinza al anestesista porque el paciente se había movido. En otra ocasión, el mismo cirujano hizo salir del quirófano a un residente quirúrgico porque hacía ruido al respirar. De todas maneras, aún no había habido ningún incentivo para mí en las salas de operaciones, así que yo estaba bastante crudo, en cuanto a cirugía, cuando comencé el internado.

Pese a mi inexperiencia, conocía por lo menos la rutina del cepillado, cómo lavarme las manos sosteniéndolas en alto, cómo secarlas y cómo colocarme el delantal y los guantes. Hasta era capaz de atar algunos puntos quirúrgicos. Mi primera actuación en una sala de operaciones de emergencia había sido un trabajo de sutura, cuando estaba en tercer año. Había pasado los diez minutos reglamentarios lavándome las manos y los antebrazos y me había limpiado las uñas con un palito de naranjo antes de ponerme, torpemente, el delantal. Llevaba los pantalones anchos, el gorro y la máscara: el equipo completo. La enfermera me ayudó a ponerme los guantes de goma. A los veinticinco minutos de esfuerzo concentrado, por fin, estuve listo. Mis manos estaban tan estériles como las piedras lunares. Entonces, inconscientemente, agarré un banquito y caminé hacia el paciente. Había contaminado mis manos, la bata, todo. La enfermera y el residente se rieron histéricamente. Hasta el paciente, asombrado, hizo lo mismo cuando tuve que comenzar de nuevo toda la rutina.

En el caso de Roso, aun dentro de las limitaciones de mis conocimientos y desde el puesto en que estaba, pude darme cuenta de que nada andaba bien. El residente principal maldecía la debilidad del protoplasma y no había más remedio que aceptar que los tejidos de Roso sangraban con facilidad. Cerca del páncreas, en el fondo de la cavidad, comenzó una hemorragia pero, entre dos cirujanos, se arreglaron para completar la Billroth II, es decir, para unir el estómago y el intestino, sin la úlcera, tal como habían estado antes. Luego yo debía suturar a Roso. No era gran cosa excepto para mí. Pensé pedir a uno de los cirujanos que sostuviera con un dedo el primer lazo del nudo, como si se tratara de un paquete de Navidad. La idea me divirtió por un segundo.

La verdad es que, para un procedimiento tan simple, atar aquel nudo era algo delicado y difícil. A menudo las suturas son muy angostas y difíciles de sentir con los guantes de goma, en particular en las yemas de los dedos donde la goma es más gruesa y donde se necesita más sensibilidad. Yo sabía que tenía que atar aquel nudo de manera que se juntaran los bordes de la herida, como si se besaran, sin tensión y sin doblar la piel. Sentí que todos me observaban y me juzgaban. Aunque yo sabía muchas cosas, lo único que importaba era aquel nudo. Si el nudo se deshacía, se arruinaba toda la operación.

El extremo de la hebra negra en mi mano derecha desapareció dentro de la piel, en un lado de la herida y salió por el otro. Junté las dos puntas de la hebra en mi mano izquierda e hice el primer lazo, ajustando hasta que los bordes de la herida se juntaron apenas. En aquel momento quedaba el segundo lazo por hacer. Pero en cuanto aflojé la tensión del hilo, la herida se abrió. Volví a juntar los labios y a hacer el nudo tan pronto como pude, esperando remediar la situación. El resultado fue que los bordes de la herida quedaron lastimosamente separados. Entonces, para mi desolación, apareció una mano con una tijera y cortó el nudo mientras oía risitas mal contenidas en la sala.

Otra mano comenzó de nuevo la sutura, introduciendo la aguja curvada, con facilidad, bajo la piel, y sacándola por el otro lado de la apertura. Miré hacia arriba como implorando al cielo. ¿De qué servía yo si ni siquiera era capaz de atar un punto?

Tuve otra oportunidad en la segunda fila de suturas de Roso, que se hicieron en sentido opuesto a la primera. Cuando se empezó la segunda fila de puntos, la sutura estaba ya tan ajustada que la piel sobresalía en pequeñas arruguitas y los bordes estaban engrosados por la tensión. Otra vez volvieron a funcionar las tijeras por cortesía de un médico con dos años de residencia (el que también había cortado mi primer nudo) y los labios de la herida se separaron con alivio. Todo parecía tan fácil y rítmico cuando lo hacía otro. La observación me había enseñado algunos trucos, por ejemplo, hacer una vuelta después de la primera pasada de hilo. En lugar de dejar la herida plana, con los labios apenas juntos, se tiraba de ambos extremos de la hebra. La herida se acomodaría después. Pero aquello era sólo parte de la técnica. Probé de nuevo con mejor resultado aunque, de todos modos, el nudo quedó algo ajustado. Por fin se terminó con Roso por el momento.

El primer indicio de complicación fue el hipo, que comenzó tres días después de la operación. Hipaba con regularidad, cada dieciocho segundos. Al principio fue como una diversión. Roso se convirtió en la curiosidad del hospital con sus hipos. Tenía sólo cincuenta y cinco años pero como había pasado muchos en las plantaciones de piña, parecía mucho mayor. Encorvado y delgado, se le caían los pantalones mientras caminaba por la sala, llevando su frasco de solución intravenosa. A él también se le habían inutilizado las venas de los brazos y, como a Marsha, se le inyectaba debajo de la ingle. Esto complicaba las cosas pues si se ataba el cinturón de forma suficientemente apretada como para que no se le bajara el pantalón, el inyectable dejaba de fluir. De manera que tenía que caminar sosteniendo con una mano el pantalón y con la otra el tubo metálico que sostenía el frasco de solución inyectable.

Roso era filipino y su vocabulario inglés estaba limitado a cincuenta o sesenta palabras que empleaba para transmitir sus emociones: «Cuerpo no más fuerte», decía y eso era tan completo como la poesía haiku. Yo lo entendía y lo apreciaba mucho. Aquel hombre tenía algo muy noble y valeroso. Creo que me estimaba y, más tarde me di cuenta, eso constituyó una parte muy importante del esfuerzo que hice por mantenerlo vivo. Cuando me veía, en mis rondas de la mañana, sonreía ampliamente, a pesar del hipo, lo que hacía saltar su cuerpo. Cualquiera podía ver que estaba exhausto. Yo había probado, con él, todos los remedios que pude encontrar en los libros de cirugía clínica y farmacología y hasta los popularmente tradicionales. No lo ayudó respirar dentro de una bolsa de papel. De una manera más científica, le había hecho inhalar aire con un cinco por ciento de dióxido de carbono pero no obtuve ningún resultado. El nitrito de amilo y pequeñas dosis de Toracina no habían sido efectivos, ni tampoco el calcio que le administré en un intento de correlación entre el hipo y su estado general hipernervioso; sus reflejos eran tan fuertes que, cuando le golpeé la rodilla con mi martillo de goma, hizo saltar la goma del mango. Mi gran error consistió en no haber tomado el hipo como síntoma de algo más profundo. Lo trataba como un problema aislado cuando, por desgracia, era sólo el efecto colateral de una tremenda catástrofe interna.

Otro síntoma se presentó cuando el residente ordenó que se extrajera el tubo del estómago de Roso y que se le dieran fluidos por boca. Al cabo de una hora, su estómago se hinchó hasta el doble de su tamaño normal y Roso comenzó a vomitar. No podía haberse sentido peor de lo que se sintió en aquel momento, entre los vómitos, el hipo y la falta de sueño; cualquiera de aquellas situaciones habría bastado para volver loco a cualquiera, pero el pequeño y valiente Roso seguía sonriendo cada vez que lo veía. «Cuerpo no más fuerte». Siempre las mismas palabras pero cargadas, cada vez, de un sentido diferente, según el tono de su voz. «Pronto cuerpo fuerte otra vez». Yo había empezado a hablarle como él a mí; de esa forma torpe en que se habla a alguien que no habla bien el idioma. Se tiene la tendencia a creer que te entenderá mejor si uno también comete errores. Cuando estudiaba Medicina me encontraba diciendo a los pacientes de habla hispana: «operación necesita dentro vientre». Por supuesto que esto no tiene sentido ya que si la persona comprende las palabras, va a entenderlas también si se las dicen en el orden correcto. Lo que ocurría era que tratábamos de comunicarnos, de conectarnos, en cualquier forma.

De manera que el pobre Roso tuvo que recibir constantemente el fluido intravenoso acompañado de succión gástrica por medio del tubo que penetraba por su nariz, hacia su estómago. El hipo lo alteraba de continuo y cada vez que le sacábamos el tubo vomitaba, lo alimentáramos o no. Unos pocos días antes, el tubo se había obturado totalmente de manera que sólo el alimento se interponía entre Roso y la muerte. Cuando irrigué, a presión, el tubo para quitar la obstrucción, salió un material que parecía heces de café. Era sangre vieja. Fue una suerte que me gustara el equilibrio de electrólitos pues, varias veces al día, tenía que calcular la cantidad de sodio y de cloruro que salía en el fluido para reemplazarla, agregándola a la solución de mantenimiento. A raíz de un artículo que leí en la biblioteca del hospital, le di también magnesio pensando en una carencia de esta sustancia.

Pero el gran problema de Roso estaba dentro, más allá de mi alcance. Como Marsha Potts, tenía pérdidas en el lugar de la anastomosis (la conexión entre el estómago y el intestino delgado), excepto que, en el caso de Roso, no se había destruido la sutura. Sólo perdía hacia adentro, bloqueando el estómago y produciendo el hipo, haciendo necesaria la alimentación intravenosa y produciendo una pérdida de peso diaria tal que había llegado a pesar sólo cuarenta kilos. En mi dura lucha contra su pérdida de peso (que significaba pérdida de fuerzas) leí artículos sobre soluciones proteicas y soluciones con alto porcentaje de glucosa y probé todo, pero él siguió bajando de peso; pasando de la delgadez al aspecto esquelético propio de la desnutrición más aguda. En medio de todo, siempre sonreía y hablaba su haiku. Yo lo quería. Además, era mi paciente e iba a ir a verlo cada vez que me necesitara.

—¿Cómo anda, Roso? —le pregunté, mirándolo.

¡Qué aspecto tenía, allí, en la penumbra, sólo con el pantalón del pijama, con un tubo saliendo por debajo de la ingle derecha y otro tubo entrando en su nariz! Su cuerpo se retorcía, cada dieciocho segundos, con el hipo.

—Doctor, no más fuerza, ya muy débil.

Pudo decir todo eso sin que el hipo lo interrumpiera. Teníamos que hacer algo. Yo había estado molestando al médico de Roso y al residente principal, a todos, pero en vano. Me decían que había que esperar pero yo sabía que no se podía. Roso tenía confianza en mí pero su voluntad estaba flaqueando. «Doctor: no quiero vivir más… hipo… demasiado…».

Nadie me había dicho eso antes y me quedé rígido. Aunque comprendía cómo se sentía, yo no quería admitir que Roso había llegado hasta ese punto porque ya había visto lo que les ocurría a los pacientes cuando abandonaban la lucha. Morían, se iban. Hay algo en el espíritu humano que puede mantener la unidad aun frente a una terrible catástrofe fisiológica pero, cuando el espíritu se abandona, arrastra al cuerpo en su caída. A veces es tan obvia la desesperación que uno no pretende que un paciente tenga reacciones normales. Pero Roso había hablado del asunto y esa era toda la diferencia. Pensé que él deseaba hacerme saber que estaba a punto de ceder pero que aún no lo había hecho.

Roso necesitaba dormir. Yo podía darle algo para dormir pero era un arma de doble filo. La Esparina, un potente calmante, podía no sólo hacerlo dormir sino anestesiarle el hipo. Pero con el tubo en la garganta se exponía a una neumonía, en particular, estando inconsciente; sin el tubo, podría vomitar y, en la inconsciencia, aspirar el vómito.

El Demerol y el viejo esmirriado de arriba todavía me preocupaban. Los parientes habían estado espléndidos en todo. No habían dudado de mí; me habían creído de inmediato y no se habían resistido a la autopsia del viejo. ¿Qué pasaría si yo les dijera que sólo creía que su padre estaba muerto? ¿Cómo podían saber que la diferencia entre la vida y la muerte no era a veces tan absoluta como entre el blanco y el negro, sino gris y confusa? Por ejemplo, Marsha Potts ¿estaba viva o en un estado intermedio entre viva y muerta? Creo que podríamos definirla como viva porque si llegaba a mejorar iba a quedar bien. Tal vez. Por otra parte, era muy probable que nunca mejorara y que parte de su cerebro ya estuviera muerto. Tenía ictericia y reflejo hepático, de modo que algo de su hígado se había destruido y de sus riñones también. Otro caso que no era blanco o negro, como mi decisión de darle Esparina a Roso. Éste necesitaba dormir y yo tenía una urgencia irresistible de hacer algo por él. Debe de ser una necesidad humana potente el hacer algo, como la reacción de la gente cuando alguien se desmaya en la calle: alguien corre y trae un vaso con agua, otro hace una almohada para apoyarle la cabeza. Son acciones ridículas, en términos médicos, pero la gente se siente mejor cuando hace algo, aunque la situación exija tomar medidas que no se conocen.

Yo había sentido lo mismo muchas veces. En una ocasión, durante un partido de rugby en la escuela secundaria, estaba amontonado con otros jugadores cuando un muchacho se rompió la pierna. Se oyó la rotura del hueso y la pierna hizo un ángulo desacostumbrado debajo de la rodilla. Él aún no sentía el dolor pero los demás estábamos sacudidos por el pánico. Yo, según el estereotipo, traté de hacerle beber agua. Creo que en aquel momento, inconscientemente, se abrió, para mí, el camino de la Medicina. La necesidad de saber qué hacer, de satisfacer la urgencia de actuar, fue todopoderosa.

«Pues bien, Peters, ahora eres médico: haz algo por Roso. Muy bien». Le daría Esparina. En el instante de tomar la decisión, me inundó la felicidad de actuar en forma directa.

—Roso, voy a hacerlo dormir. Sentir más fuerte.

Cuando me senté en la oficina de las enfermeras, la de ojos rasgados deslizó la hoja de Roso hacia mí. Me pareció todavía más bonita que antes.

—¿Eres china? —pregunté sin mirarla.

—China y hawaiana. Mi abuelo por parte de madre era hawaiano.

Pensé que sería divertido conocerla bien.

—¿Cómo es que vives con tu familia?

No me contestó. Bueno, ¡al diablo! Tomé la hoja para escribir la receta de la Esparina. Mala suerte. Parecía una de las chicas que habría querido ver debajo de las cascadas hawaianas. Sólo que aún no había estado fuera del hospital el tiempo suficiente para ver alguna cascada y mi vida sexual, si así puede llamarse, estaba restringida a Jan. ¿Estaría esperándome aún a medianoche?

«Cuanto antes me vaya», mejor, pensé mientras escribía «Esparina 100 mg» y marqué un lugar para indicar otra receta en la hoja y la dejé sobre el mostrador. Roso iba a dormir. La última vez que le di cien miligramos de Esparina durmió dieciocho horas.

—Doctor, ya que está por aquí, ¿tendría inconveniente en ver al paciente de la escayola y al cuadripléjico?

Siempre aparecía esa clase de pregunta.

—¿Qué le pasa al de la escayola? —pregunté con el temor de que hubiera que hacer una escayola nueva a aquellas horas.

—Dice que le corta la espalda cuando se mueve.

—¿Y al cuadripléjico?

—No quiere tomar el antibiótico.

La verdad es que no quería una respuesta a mi última pregunta. Los paralíticos me producen tanto malestar físico como los tuberculosos. Mi mente volvió al edificio más atractivo y al servicio más deprimente de la Facultad de Medicina: Neurocirugía y Neurología. Recordé el examen de un paciente que respondía a mis preguntas mientras yo le clavaba un alfiler. Había parecido tan normal que yo me preguntaba qué estaba haciendo internado en el hospital cuando, al pincharlo otra vez, sus ojos desaparecieron súbitamente dentro de la cabeza, y el lado derecho de su cuerpo se puso rígido, empujándolo hacia el costado derecho y haciéndolo casi caer de la cama. Todo lo que pude ver fue el blanco de sus ojos. Yo estaba tan paralizado como él, sin saber qué hacer. Ni siquiera tuve la satisfacción de alcanzarle un vaso de agua. El paciente estaba sufriendo una convulsión, solamente, pero, entonces, yo no sabía nada de eso. Podría haberse estado muriendo y yo me habría quedado ahí, con la boca abierta. Nadie que no esté en la profesión médica puede saber lo que significa una crisis semejante para un estudiante. Uno se acobarda de tal manera que trata de no estar cerca de algo que vaya mal.

De los estudiantes de neurología se esperaba que permanecieran con las manos en los bolsillos gozando del elegante diagnóstico del profesor: «Algunos de los caminos espinales se entrecruzan antes de llegar al cerebro. Otros no lo hacen. Si hay una lesión que afecta a un lado de la médula espinal, los tractos que cruzan pueden funcionar bien. Fíjense cómo este paciente es capaz de sentir los cambios de temperatura pero no es consciente de que yo muevo los dedos de sus pies», etcétera.

Todos nos sentimos muy bien discutiendo sobre esas fibras sensibles a la temperatura que se entrecruzan en la comisura ventral blanca y ascienden por el tracto espinotalámico lateral hasta el núcleo posterolateral ventral del tálamo. Estallaron discusiones sobre si las fibras tenían mielina o no. No hay campo de la Medicina que se pueda comparar a la neurología en lo florido de la jerga. Mientras tanto, nadie se ocupaba demasiado del paciente. Bueno, casi no quedaba tiempo cuando uno trataba de recordar todos los tractos y núcleos y, además, no se podía hacer nada por él de todos modos.

Tal vez era la falta de esperanza de los casos de parálisis lo que me los hacía tan difíciles de manejar emocionalmente. Recordé, en particular, un caso neurológico en la Facultad de Medicina aunque no era raro; en verdad era un caso típico. El paciente yacía delante de nosotros, en un pulmotor, con los músculos faciales en continuo movimiento. Nada más de él se movía; no podía controlar nada porque el resto de su persona era totalmente inmóvil; los tejidos y los huesos, insensibles; completamente indefenso y dependiendo sólo del pulmotor para vivir. El profesor estaba diciendo: «Éste es un caso interesantísimo, señores: una fractura de la apófisis odontoide que lesionó la médula espinal justo en el punto de salida de la cabeza». Al profesor le encantaba. La exactitud de su diagnóstico había sido demostrada mediante un delicado procedimiento con rayos X a través de la boca. Y después de eso se largó, inflado como un palomo, a explicar cómo se había separado el atlas del axis.

Yo no había podido dejar de mirar al paciente; éste, a su vez, miraba fijamente el espejo que tenía por encima de su cabeza. Tendría mi edad y era un caso sin esperanzas. Saber que su cuerpo y el mío eran, en esencia, iguales, que la única diferencia era una diminuta desconexión en lo profundo de su cuello y que aquella mínima diferencia era total, me hizo consciente de mi cuerpo como nunca y avergonzado de él. En aquel momento sentí hambre, percibí las yemas de mis dedos, un dolor de espaldas, sensaciones que él no volvería a tener nunca más. Estaba lleno de una rabia impotente y una pena muy grande. El movimiento es una parte tan importante de la vida, casi la vida misma, que día a día, la gente reniega de esta especie de muerte. Sin embargo, frente a mí, había un muerto en vida y mi mente me gritaba que mi propio cuerpo pendía de la misma cuerda frágil que estaba rota en el cuerpo que yacía en el pulmotor. Desde entonces, muchas veces, en los momentos oscuros, había pensado que la morbidez de la Medicina hacía de ella un camino no apto para mí, pero me mantenía en él. ¿Tendrán las mismas dudas otros médicos?

En aquel momento vería primero al hombre de la escayola; al cuadripléjico lo atendería después. Saqué un bisturí del armario y me fui caminando con la enfermera. Al entrar en el cuarto nos encontramos con un hombre con una escayola enorme, desde el ombligo, bajando por la pierna derecha, hasta los dedos de los pies. Se había fracturado el fémur aquella mañana, entre la ingle y la rodilla y lo habían escayolado inmediatamente. Como era habitual el primer día, aquel molde rígido hacía sufrir horriblemente al paciente. Encontré el borde que lo molestaba y empecé a recortar trozos. Habría sido mucho más rápido si hubiese podido utilizar la cortadora eléctrica de la sala de emergencia, pero la medianoche no es apropiada para usar un equipo que hace mucho ruido. Además, la vibración asusta siempre al paciente por más que se le explique que la cortadora eléctrica vibra con mucha velocidad y por eso sólo puede cortar algo duro y no tan blando como la piel. Cuando parece que el paciente ha comprendido, la máquina empieza a cortar la escayola y la persona vuelve a aterrorizarse. Terminé de cortar y el paciente con el fémur fracturado se inclinó hacia atrás con un suspiro de alivio; se movió de un lado a otro, agradecido.

—Me siento mucho mejor, doctor. Muchísimas gracias.

Cosas simples como ésa te hacen sentir bien. Cualquiera pudo haber cortado el pedazo que molestaba pero me agradaba haberlo hecho. Saber que aquel hombre iba a descansar tranquilamente, de alguna manera me justificaba y me hacía sentirme útil. Estaba aprendiendo que un interno tiene pocas oportunidades de hacer que los pacientes se sientan mejor. Por lo general, los está molestando, introduciéndoles agujas, pasando tubos por sus narices, obligándoles a toser después de una operación para forzarlos a expandir los pulmones. Esa tos es especialmente penosa y difícil en los casos de intervenciones en el pecho. En la cirugía de tórax, el partir el esternón por la mitad y unirlo luego con un alambre es un procedimiento común. Cuatro o cinco horas después, yo debía introducir un pequeño tubo por la laringe, para irritar la membrana y forzar la tos en el paciente. Éste era un método seguro. Como cualquiera con algo en la tráquea, el paciente siempre tose, imaginando que va a partirse, tratando de no toser pero no pudiendo evitarlo y cediendo, finalmente, empapado en sudor y exhausto, mientras yo extraigo el tubo. A la larga es posible que yo haya evitado que el operado contraiga una neumonía o algo peor, pero en ese momento lo he hecho pasar por el infierno. Así que hacer sentir mejor al hombre escayolado no era poca cosa.

Sin embargo, la euforia no me duró, pues en aquel momento me tenía que enfrentar al cuadripléjico. Totalmente paralizado desde el cuello hacia abajo, el paciente yacía sobre un marco de Striker, sobre su estómago. De su boca salía un torrente de insultos. Por debajo de su cuerpo salía un tubo enroscado conectado a una bolsa semillena de orina. La orina era siempre un problema en estos casos. Como el paciente paralizado pierde el control de su vejiga, necesita una sonda; con la sonda aparece la infección. La mayor parte de los casos de sepsis Gram negativa que había visto eran de origen urinario. En los abortos ilegales no eran raras. Al final de mi servicio en Ginecología, en tercer año de la carrera, habíamos tenido tantos abortos ilegales sépticos que parecía que una epidemia arrasaba Nueva York. Las jovencitas eran las que, por lo general, esperaban hasta que la infección fuera grave para presentarse y aun entonces no nos ayudaban en el diagnóstico. Nunca. Algunas de ellas morían negando que hubieran hecho un aborto. Al legalizarse el aborto pienso que habrá cambiado la situación pero volví a ver muchas veces las sepsis Gram negativas con la combinación irreversible de presión sanguínea cero, riñones alterados e hígado comatoso. A esas bacterias Gram negativas les gusta la orina, en particular cuando el paciente ha estado tomando antibióticos.

Yo pensaba en todo aquello mientras contemplaba al muchacho que yacía ahí, llorando y blasfemando. En forma figurada, yo tenía las manos en los bolsillos; me encontraba sin saber qué decir ni qué hacer. ¿Qué desearía yo si tuviera veinte años y estuviera allí, en aquel aparato, con todos diciéndome que tenga calma, que todo saldrá bien y sabiendo que mienten? Pensé que, tal vez, me gustaría alguien rudo, que no tratara de engañarme y que reconociera la verdad desnuda. Así que en un esfuerzo por ser firme, le dije que tomara el antibiótico, que sabíamos que aquello era duro pero que tenía que aceptarlo. Que él debía tomar la responsabilidad de ser un ser humano.

A veces nos sorprendemos a nosotros mismos hablando desde algún lugar desconocido de nuestro interior. Yo no sabía si creía en lo que estaba diciendo o no, pero lo dije. Mientras estaba ahí, el muchacho dejó de llorar el tiempo suficiente para que la enfermera le aplicara la inyección. De pronto tuvo mucha importancia para mí saber si estaba aliviado o furioso, pero no podía ver su cara y él no me dijo nada. Yo tampoco. La enfermera rompió el silencio diciéndole que debía tratar de dormir. Como no se me ocurrió nada para decirle, puse una mano en su hombro preguntándome si podía sentir mi contacto y mi pena.

Supe que tenía que irme de la sala en aquel momento o iba a tener un colapso. En un hospital, a cualquier hora, hay miles de pequeñas cosas para hacer, como observar lo que drena de alguien, controlar una incisión, hacerse cargo de la queja sobre un cuello rígido o cambiar un suero intravenoso. La verdad es que las enfermeras de Hawai son muy duchas en cuanto a inyectar sueros; en la Facultad de Medicina, aquélla había sido una de las principales tareas de los estudiantes. Ni la lluvia ni la nieve impedían que nos llamaran a las tres y media de la madrugada para cruzar la ciudad y colocar un suero. Una noche de invierno había desafiado a los elementos sólo para encontrar a un hombre sin venas visibles. Las busqué y maldije y finalmente utilicé la aguja que se usa para inyectar en las cabecitas de los bebés y la introduje en una vena de su mano. Luego, de nuevo a la lluvia para llegar, por fin, a meterme en la cama después de haber estado levantado más de una hora, sólo para que el teléfono sonara de nuevo. Era la misma enfermera, en un tono que pedía disculpas pero, al mismo tiempo, era agresivo-defensivo. Mientras estaba agregando más cinta adhesiva para sostener el tubo de goma a la mano, lo había cortado por accidente.

De todas maneras, siempre hay mucho que hacer en una sala y aunque, por lo general, las enfermeras pueden hacerse cargo de los problemas, si aparece algún médico es seguro que va a estar ocupado y yo ya estaba muy cansado. Había una sola cosa que quería hacer antes de volver a mi cuarto: visitar a la señora Takura en terapia intensiva. Esperaba que Jan hubiera tenido el suficiente sentido común como para haberse tapado con la manta antes de dormir. Era bien pasada la medianoche.

Nunca llamamos a la Unidad de Cuidados Intensivos por su nombre completo, sólo le decimos UCI. De todos los nombres, iniciales, abreviaturas y jerga que escucha un interno, nada lo hace saltar como UCI porque es donde está la acción, la sala de las crisis perpetuas. La probabilidad de ser llamado dos veces por noche a la UCI era muy alta; y la de no saber qué hacer, altísima. La eficiencia y conocimientos de las enfermeras sólo empeoraban el asunto. Uno empezaba a preguntarse qué era lo que había estado aprendiendo durante esos cuatro costosos años de universidad. La reacción de Schwartzman, ¡eso fue lo que aprendimos! Dos clases sobre el tema y nadie estaba seguro ni siquiera de su existencia. Algo no va como debiera cuando un médico sabe todo sobre una enfermedad que, a lo mejor, no existe. Lo que es seguro es que sabe menos que una enfermera de cualquier situación que pueda desencadenarse en la UCI. Por supuesto que si el paciente en crisis tuviera la reacción de Schwartzman yo tendría un gran éxito de inmediato: podría explicar hasta el último detalle cómo habrían de aparecer, al microscopio, los túbuli distales del riñón; eso entre muchas otras cosas. En cuanto a medidas prácticas, no habíamos tenido tiempo de aprenderlas en la Facultad de Medicina ni el patólogo les confería mucha importancia. Aquel «agujero» en la enseñanza me preocupaba mucho. Durante sus tres años de entrenamiento, las enfermeras se habían ocupado de transportar bandejas. Eso no era justo; me daba cuenta de ello, pero la verdad es que su entrenamiento se reducía a lo trivial si lo comparábamos con los numerosos mecanismos, enzimas y reacciones de Schwartzman que nosotros teníamos que memorizar. Sin embargo, en la UCI, yo debería estar acarreando las bandejas. Muy a menudo sentí que lo mejor que podía hacer era escapar de ahí antes de que ocurriera algo que requiriera una actuación inteligente.

Se supone que un interno debe ir aprendiendo a medida que trabaja, pero si hubiera tenido mejor preparación en la Facultad de Medicina, podría desenvolverse mucho mejor y eso redundaría en beneficio de los pacientes. En el trabajo hospitalario a nadie le importa lo que uno sepa, teóricamente, de la reacción de Schwartzman. El cirujano observa nuestros puntos y dice: «Débiles, muy débiles». La enfermera necesita saber cuánto Isuprel debe agregar a quinientos centímetros cúbicos de agua y dextrosa. «Bueno… ¿Cuánto es lo que ha estado administrando al paciente hasta ahora?». «Generalmente medio miligramo». «Esa dosis estará bien». Uno no tiene valor para preguntar si el Isuprel es lo mismo que Isoprotenerol. ¿No prefería saber ella algo sobre las radiaciones talámicas del núcleo ventral del cerebelo? No y con razón, porque eso no ayudaría a nadie en la UCI. ¡Cómo hay que vivir!

Estaba en medio de esos pensamientos cuando empujé la puerta giratoria de la UCI, sintiéndome ajeno, como siempre, a aquella extraña mezcla de ciencia ficción y dura realidad. Extraños instrumentos pendían de las paredes y del techo, adornados con miles de perillas, llaves y pantallas de osciloscopios. Zumbidos que recordaban a los del sonar se mezclaban en una sinfonía con los rítmicos clic-clac de los pulmotores y los sollozos ahogados de una madre inclinada sobre una cama, en un rincón. Ruidos y guiños de luces mientras estas máquinas hacían guardia sobre la vida; a menudo parecían más vivas que los pacientes que yacían inmóviles, cubiertos con vendajes tipo momia y conectados, mediante tubos de plástico, a los frascos que colgaban de los soportes. La mezcla de todo ello producía la sensación de estar en un ambiente misterioso, de otro planeta.

Las personas que no son de la profesión médica reaccionan fuertemente en la UCI. Es la sólida encarnación física de su miedo a la muerte y del hospital como el lugar donde se va a morir. El cáncer es, por cierto, la enfermedad más temida de nuestra época; pero a menos que usted sea la víctima, o el canceroso sea un familiar o un amigo, es difícil encontrarla fuera de los hospitales. En la UCI el cáncer está en el aire como una pesada niebla de primavera. Si usted trabaja en la UCI mucho tiempo llega a olvidar que el hospital es, también, el lugar donde se nace. Pero los bebés no nacen en esas salas y la mayor parte de la gente, con razón, asocia el hospital con lo malo, lo desconocido y lo final, cuando la vida pende de las yemas de los dedos.

Aunque el ser humano normal no goza de la visita a un hospital, una vez que se encuentra en la UCI ésta lo atrapa con fascinación magnética, a pesar de la morbosidad o, tal vez, por causa de ella. Sus ojos se pasean absorbiendo la fantasía, construyendo monumentos, en su imaginación, al abstracto poder de la Medicina. La Medicina debe ser poderosa, sin duda, con todas esas máquinas. Si no, ¿por qué habría de tenerlas? Sin embargo, el observador siempre percibe la corriente interior de miedo mezclada a la admiración respetuosa del visitante, captando la sensación ambivalente del deseo de estar allí y de huir al mismo tiempo.

Yo sentí la misma ambivalencia por un motivo diferente. Sabía que la mayor parte de las máquinas no servían para casi nada. Las que hacían todo el trabajo eran algunas de las más pequeñas, de las que pasaban inadvertidas. Aquellos pequeños pulmotores verdes, por ejemplo, haciendo clic-clac, respirando en beneficio de las personas que los necesitaban, valían más que todos los otros equipos juntos. Los equipos más complicados, con sus pantallas y alarmas electrónicas, no resolvían nada a menos que fueran vigilados. En la Facultad de Medicina había aprendido a leer esos osciloscopios. Sabía que una subida brusca de la curva indicaba que millones de iones de sodio entraban a las células musculares cardíacas. Luego aparecía un punto de inflexión en la curva cuando las células se contraían mientras las organelas del citoplasma trabajaban como locas para bombear aquellos iones de vuelta al lugar que les correspondía: el fluido extracelular. Era fantástico pensar en eso, pero aquel conocimiento científico era sólo la mitad del trabajo. El médico debía hacer el diagnóstico y dar un tratamiento sobre los datos así obtenidos. Eso era lo que escindía mi personalidad: deseaba estar allí para aprender mucho en poco tiempo y temía no saber qué hacer si la responsabilidad caía sobre mí por ser el único médico que estaba a mano; ello me producía el deseo de huir.

Mis temores habían sido justificados varias veces, por ejemplo, durante mi primera noche de guardia como interno, cuando tuve que enfrentarme con una hemorragia en la UCI. Mientras corría escaleras arriba, estaba tranquilo porque sabía que la presión localizada adecuadamente podía interrumpir la hemorragia. Pero cuando entré en la sala quedé paralizado: la sangre brotaba sin cesar por ambas comisuras de la boca del paciente y lo sumergía en un río rojo. No era vómito: era pura sangre. Me quedé atónito mirando mientras los ojos del paciente me imploraban ayuda. Después me dijeron que nada podía haber hecho por él. El cáncer había destruido la vena pulmonar. Pero lo que a mí me corroía era que había estado perdido, con la cabeza vacía e inmovilizado. El recuerdo me había obsesionado noche tras noche y en aquel momento tenía la necesidad imperiosa de hacer algo, aun sabiendo que no iba a ayudar al paciente.

La señora Takura estaba incorporada en una cama de un rincón. Tenía casi ochenta años y sus cabellos tenían muchas hebras blancas. Un tubo de Sengstaken colgaba de su fosa nasal izquierda, mantenido en su lugar por un trozo de esponja de goma que arrugaba y distorsionaba la forma de su nariz. Unas pocas gotas de sangre se habían secado en una comisura de su boca. El tubo de Sengstaken tiene casi un centímetro y medio de diámetro y presenta una superficie rugosa. Este tubo grande contiene tres pequeños que se llaman «lúmenes». Dos de estos lúmenes tienen peras de goma: una en el interior de un lumen corto y otra en el extremo de uno largo. Para que el tubo de Sengstaken pueda hacer su trabajo, el paciente debe tragar todo el aparato, lo que no es tarea fácil, en particular cuando el paciente vomita sangre que es lo que ocurre casi siempre. Una vez que el tubo está en el interior del paciente, se infla la pera que está en el interior del estómago, hasta que adquiere el tamaño de una naranja; ésta mantiene todo el resto del equipo en su lugar. A media distancia, hacia arriba, está la segunda pera que, cuando se infla, adquiere la forma de una salchicha albergada en la parte inferior del esófago. El tercer lumen, fino pero largo, se encuentra libre en el estómago con la finalidad de evacuar los fluidos anormales, como puede ser la sangre. El trabajo del equipo consiste en detener la hemorragia esofágica mediante la presión ejercida contra las paredes del esófago por la pera en forma de salchicha.

Una sola vez mientras cursaba la carrera tuve que tratar a un paciente que necesitaba un tubo de Sengstaken. Su problema era el alcoholismo que le había producido una cirrosis grave que llegó hasta la inutilización total del hígado. La señora Takura no había sido una alcohólica, su problema se originó cuando tuvo hepatitis unos años atrás, pero, ambos casos tenían algo en común. Un hígado dañado impide el paso de la sangre de manera que la presión sanguínea se eleva en los vasos que convergen en el hígado hasta que las venas esofágicas se dilatan y, en los casos extremos, se rompen. En aquel momento, el paciente vomita cantidades copiosas de sangre. Aunque yo había tratado al paciente alcohólico sólo uno o dos días, recuerdo vividamente que quise ayudarlo a tragar el dispositivo. Como no pudo hacerlo, lo llevaron a cirugía de donde no regresó.

La hipertensión portal con várices esofágicas sangrantes es un asunto serio, pero hasta aquel momento habíamos logrado estabilizar a la señora Takura introduciéndole el tubo de Sengstaken. Iban a operarla unas ocho horas más tarde.

Su aspecto no era oriental a pesar de su nombre, de su espíritu positivo y su tranquilidad; rasgos que yo había empezado a considerar como propios de los orientales. Cada vez que conversábamos, ella estaba lúcida y alerta, conociendo lo que pasaba y hablando con mucha calma. Creo que habría sido capaz de hablar de sus geranios en medio de un tifón. Cuando me preguntó cómo estaba yo, como hacía siempre, la respuesta parecía importarle realmente. Nos llevábamos muy bien. Además, yo creía que ella iba a curarse. A veces ocurre que uno tiene esos pálpitos sin motivos racionales. A veces resultan.

Una vez, a las pocas horas de su internamiento, los médicos habían tratado de extraerle el tubo de Sengstaken, pero esto había producido una grave hemorragia que la puso en estado de conmoción antes de reponer el tubo. Yo había tenido aquella noche libre así que no estuve durante la hemorragia y el drama. Al día siguiente me asusté mucho cuando su presión sanguínea bajó, de repente, a 8/5 mientras las pulsaciones aumentaron a ciento treinta por minuto. De algún modo me mantuve en calma y ordené una transfusión al darme cuenta de que el sangrar continuamente había llegado a afectarle la presión. Cuando la tensión ascendió de nuevo, ocurrió lo mismo con mi ánimo. Causa, efecto, cura. Esto tendría que haberme infundido algo de confianza pero, extrañamente, el creer que detrás de cada problema existe una solución, sólo me puso más nervioso. Darle sangre había sido una decisión correcta pero simple; la próxima vez podía ser algo diferente.

Aquella noche, la señora Takura estaba tan agradable y tranquila como siempre. Medí su presión y la de las peras, únicamente para justificar mi presencia allí. Yo sólo quería hablar con ella.

—¿Así que está preparada para la pequeña intervención?

—Sí, doctor. Si usted está listo, yo también.

Me impresionó. Estaba seguro de que el «usted» había sido dicho en un sentido colectivo, incluyendo a todos los médicos del servicio quirúrgico. No podía haberse referido a mí sólo. Yo estaba muy lejos de poder operar aunque conocía bastante sobre el procedimiento, al menos sobre la teoría. Podría hablar veinte minutos sobre los diagramas de presión portal, sobre las ventajas y riesgos de la cirugía para realizar la anastomosis entre la vena porta y la parte inferior de la vena cava, ya sea uniéndolas por sus extremos o por un extremo y un lado. La idea era aliviar la presión en el esófago conectando el sistema venoso hepático (cuya presión había aumentado produciendo hemorragia) a una vena de presión normal, como la cava inferior o renal izquierda. Mi memoria había registrado también las cifras comparativas de mortalidad en estos procedimientos pero no quise pensar en ello. ¿Cómo puede mirarse a un paciente y pensar: veinte por ciento de mortalidad?

Estamos listos, señora Takura.

Di énfasis especial al estamos aunque, en verdad, debería haber dicho «están» pues yo, nunca, ni siquiera había visto realizar una de aquellas intervenciones, llamadas conexión porta-cava. Teóricamente eran algo fantástico. Nada producía tanta excitación entre los profesores como hablar sobre esos cambios de presión y sobre cómo podía unirse esto con aquello. Una vez que empezaban, se regodeaban comentando oscuros artículos escritos por Harry Desconocido, de la Universidad de Qué Sé Yo (Harry era siempre un gran amigo de alguien, por supuesto), que demostraba que George Menos Conocido Aún, de la Universidad de Oscuro Rincón, había estado equivocado al suponer que los diagramas de la presión de la vena intralobular hepática y los del plexo portal interlobular, no tenían importancia. La situación era típica del ambiente profesional médico. Para ganar el juego, uno tenía que citar el artículo más oscuro sobre los diagramas de presión (en particular, amaban los diagramas de presión o de pH), diciendo que Bobble Jones había demostrado en forma concluyente (la menor duda tenía características de desastre, de modo que aunque fueran ficticias eran necesarias cifras exactas) que los setenta y siete pacientes que habían acudido al hospital habían muerto. No importaban tanto las conclusiones finales mientras aparecieran muchos números y diagramas y referencias personales del autor; entonces uno era un profesor de primera y tenía todo el derecho a estar al frente de un curso. Aquéllas eran las Grandes Ligas. «¡Ahora sí que la ha hecho buena, Peters!». ¿Qué ocurriría con la señora Takura? Olvídese del paciente, hombre, estamos hablando de los hidrogeniones en la sangre, del pH, con una p minúscula y una H mayúscula.

Puedo recordar la época en que nos agrupábamos alrededor de una cama durante las rondas, en la Facultad de Medicina. Los que tenían blusas blancas cortas eran estudiantes. Los que usaban pantalones blancos y blusas cortas eran residentes e internos. Y los que usaban las largas batas blancas almidonadas, de una limpieza perfecta, tan blancas que hacían parecer grisáceas a las sábanas, eran… ¿necesito decir quiénes?

Alguien había mencionado el nombre de la enfermedad del paciente y todos nos habíamos lanzado a una discusión sobre el pH, los iones sodio y la bomba de glucosa. Sonaban los artículos de Houston, California y Suecia. Los nombres iban y venían como en una especie de ping-pong científico. ¿Quién pronunciaría el último nombre? ¿Quién informaría de la última novedad? Estábamos casi sin aliento de tan interesados cuando alguien se dio cuenta de que nos habíamos equivocado de enfermo. El paciente que estábamos examinando no tenía la enfermedad que nos excitaba tanto. Eso puso punto final a una situación en la que no hubo vencedores ni vencidos y, con calma, nos pasamos a la cama de al lado. No pude ni empezar a entender qué tuvo de positivo lo discutido si ni siquiera habíamos tenido tiempo de observar al paciente. Tal vez todos nos sentimos algo avergonzados por haber estado debatiendo una enfermedad cuando teníamos otra delante.

—Trate de dormir, señora Takura. Todo va a salir bien.

Miré por encima de mi hombro para ver si la costa estaba despejada. Las enfermeras no me habían prestado demasiada atención porque estaban muy ocupadas con un paciente en el lado opuesto de la sala. Aquel hombre estaba conectado a un monitor que revelaba unos latidos cardíacos muy irregulares. La madre del muchacho adolescente de la cabeza vendada aún lloraba. El chico había sufrido un accidente de automóvil y tenía una herida en la cabeza; hasta aquel momento no había recobrado el conocimiento. Me dirigí hacia la puerta, la abrí y salí. El día se convirtió en noche. Las luces brillantes, el sonido de las máquinas y los movimientos de las enfermeras desaparecieron súbitamente cuando cerré la puerta.

Había regresado al tranquilo ambiente oscuro del hospital. A mi izquierda estaba sentada una enfermera en su puesto de guardia y su rostro se delineaba con nitidez ante la luz que estaba frente a ella. Todo lo demás estaba fundido con la oscuridad. Caminé por el corredor totalmente oscuro. Todo lo que tenía que hacer era doblar hacia la derecha, bajar las escaleras y cruzar el patio para llegar a mi habitación. Todavía podría dormir un poco.

De repente, una luz apareció delante de mí y una voz exclamó:

—¡Doctor: un paro! ¡Hay un paro cardíaco, venga pronto!

Cuando me di la vuelta, la luz había desaparecido dejando sólo manchones de encandilamiento en mi campo visual. El bloqueo de Berlín, los misiles cubanos, el golfo de Tonkin… todas crisis, es cierto, pero no tan cercanas, tan cerca de casa. Yo sentía aquello como una luz roja de peligro que anunciaba la catástrofe más temida por mí. Lo primero que se me ocurrió fue que no sólo iba a ser el primer médico en llegar, sino, tal vez por la hora, el único. Si hubiera podido elegir mi próximo paso, éste habría sido correr en dirección opuesta sin importarme la calificación de cobarde o la de realista. Pero corrí hacia el paciente. Era la actitud típica y esperada del joven interno precipitándose por un oscuro corredor con el estetoscopio sacudiéndose entre los dedos apretados.

Usted ya lo ha visto en la televisión o en el cine… ¡emocionante!, ¿no? Como el llamado de la trompeta y la carga de la caballería que llega justo a tiempo. Pero ¿qué piensa el interno mientras corre? Depende del lugar por donde corre. Si está muy oscuro, tratará de llegar entero. Otro factor es su antigüedad como interno. Si no hace mucho que está en el hospital, digamos un par de semanas, correrá lleno de temor, aterrorizado, para decirlo con más realismo. No quiere ser la primera persona que llegue.

Ahora, ya está allí, sin aliento pero físicamente intacto. Su mente es otra cosa; la poca información que podría ayudarlo en la emergencia ha escapado de su cerebro por el impacto de la responsabilidad. Los profesores de farmacología insisten en que no hay que aprender de memoria los nombres de los medicamentos ni las dosis; que sólo hace falta tener conceptos. ¿Cómo se le dice a una enfermera que extraiga diez centímetros cúbicos de concepto de un paciente moribundo?

Cuando empujé la puerta de la UCI, el mundo extraño me envolvió de nuevo y, desde luego, me encontré como único médico en el lugar. Solo, con dos enfermeras a la cabecera de la cama del hombre con el electrocardiograma tan irregular. Mientras mis labios estuvieron a punto de decir una obscenidad, mis dedos se aferraron involuntariamente al costado de la cama como si necesitara que algo me sostuviera. Ya no era el interno de la televisión sino uno real, completo, lleno de inexperiencia y de terror. ¿Quién iba a apoyarme si el hombre moría? ¿Las enfermeras? ¿Los profesores de la Facultad de Medicina? ¿Los médicos principales? ¿El hospital? Lo más importante era que yo aún no había aprendido a perdonar mis propios errores.

Mirando hacia la puerta, esperé, contra toda lógica, que apareciera un residente, en aquel momento entendí por qué muchos estudiantes brillantes que cursaban íntegramente la Facultad de Medicina, cuando realizaban el internado, cambiaban de especialidad hacia ramas paramédicas. Cualquier cosa era mejor que el internado. Algo funciona mal. ¿Por qué el interno no puede hacer algo útil, en las primeras semanas, cuando debe acudir a la UCI? ¿Por qué los médicos principales no lo ayudan? Hasta los mejores de ellos se comportan de una manera agresiva. Parecen estar diciendo: «Nosotros pasamos por todo esto. Ahora te toca a ti».

Pues bien, yo estaba haciendo lo que podía, allí, en la UCI, sin ninguna ayuda, pero por lo menos tuve suerte. El trazado del electrocardiógrafo que aparecía en el osciloscopio mostraba un impulso eléctrico totalmente errático, como la escritura de un niño pequeño. Cuando el sonido se hizo cada vez más agudo hasta llegar a un staccato demasiado rápido, me di cuenta de que el paciente estaba experimentando una fibrilación ventricular: su corazón era un músculo que vibraba sin coordinación. En aquel momento supe qué hacer: lo sometería al shock.

La decisión no fue sólo mía sino también de las enfermeras. Siempre un paso adelante de los médicos, ya tenían listo el desfibrilador y una de ellas estaba alcanzándome las paletas engrasadas.

—¿Qué carga tiene? —pregunté sin que, en realidad, me importara, pero necesitando el control que podía proporcionarme la respuesta.

—Carga completa —contestó la enfermera con las paletas.

Puse una sobre el pecho, justo encima del esternón y la otra sobre el lado izquierdo del tórax. Por extraño que parezca, el paciente no había dejado de respirar totalmente. Ni estaba inconsciente. El único signo de malestar, además de la respiración entrecortada, era una especie de mirada de estupor como si el aliento hubiera sido sacado de él.

Apreté el botón al tope de la manilla de la paleta. Todo su cuerpo se puso violentamente rígido y manoteó en el aire para luego descansar las manos. El sonido desapareció de la pantalla del osciloscopio borrado por la tremenda descarga eléctrica pero volvió luego con aspecto normal. Me sentí tranquilo cuando reapareció el sonido que sugería un pulso normal y el hombre aspiró profundamente. Durante unos diez segundos, pareció que todo iba muy bien. Entonces, dejó de respirar y las pulsaciones disminuyeron a cero mientras el electrocardiógrafo continuaba con sus sonidos normales. Aquello era una locura. El funcionamiento normal de un electrocardiógrafo cuando no hay pulso no figuraba en los libros de texto. Mi mente jugaba una especie de partida de tenis con conceptos que iban y venían: actividad eléctrica, actividad eléctrica y sin pulso.

—Traigan un laringoscopio y un tubo traqueal.

Una de las enfermeras ya los tenía en las manos. Había que administrarle oxígeno. Oxígeno y dióxido de carbono. Para ello teníamos que insertar el tubo endotraqueal y respirar por él.

El tubo se coloca mediante un largo dispositivo luminoso que se llama laringoscopio. El instrumento tiene una hoja en un extremo que se usa para levantar la base de la lengua y exponer la apertura de la tráquea por donde hay que introducir el tubo. Mientras la hoja se desliza por la garganta, uno trata de localizar la válvula que cubre la tráquea mientras se traga: la epiglotis. Siempre se trabaja detrás del paciente, luchando con material extraño como sangre, mucosidades y vómitos. Una vez que se ha encontrado la epiglotis, se desliza el instrumento por ella, se hace descender un poco y se tira hacia fuera. Si se tiene suerte, se pueden ver las cuerdas vocales, de color blanco crema, en contraste con la mucosa roja de la faringe.

Ésa es la situación ideal. En la práctica, uno debe, a menudo, empujar con la mano para que el dispositivo pase por la garganta en busca de la tráquea y, a veces, no se encuentra nunca. Y cuando se encuentra, eso no significa que las dificultades han terminado porque deslizar la totalidad del tubo puede resultar algo extremadamente difícil. El preciado agujero entre las cuerdas vocales puede estar oculto, a último momento, por el tubo de goma. Entonces sólo queda empujar a ciegas. Muy a menudo ocurre, aunque uno crea que está trabajando sobre seguro, que introduce el tubo en el esófago y entonces, cuando se trata de hacer respirar al paciente, sólo se le llena el estómago de aire. Y mientras tanto, siempre hay algo más sobre el pecho del paciente y el laringoscopio golpea contra sus dientes o salta fuera de su boca y toda la zona puede llenarse, en un momento, de alguna clase de fluido. Colocar un tubo endotraqueal era, para mí, un asunto de pesadilla.

Pero no había nadie más que pudiera hacerlo, de modo que retiré la cama del paciente de la pared y me coloqué detrás de él con el laringoscopio.

—¿Cuál es su problema fundamental? —pregunté mientras ponía la cabeza del paciente hacia atrás.

—No siempre va al unísono con su marcapasos —respondió una de las enfermeras.

De repente, comencé a entender algo.

—¿Qué han estado dándole? ¿Qué hay en aquel frasco? —pregunté señalando la botella del líquido intravenoso.

La respuesta fue:

—Isuprel.

Les dije que aumentaran el flujo ya que sabía que el Isuprel ayudaba al corazón a contraerse y resultaba muy efectivo cuando el corazón no trabajaba por sí mismo.

—¿Cuánto más rápido?

«¿Cuánto más rápido?». Yo no tenía la menor idea.

—Déjenlo correr cuanto sea posible.

No se me ocurrió nada mejor que decir. La cabeza del paciente colgaba en aquel momento hacia atrás y el laringoscopio estaba bien metido en la tráquea pero me era imposible ver las cuerdas vocales.

—Denme una ampolla de bicarbonato.

Cuando una de las enfermeras desapareció en busca de lo que le había pedido, pensé que, por primera vez, se me había ocurrido algo propio. Entonces aparecieron las cuerdas vocales. Sus contornos blancos se destacaban contra el entorno rojo como los portales de una cámara subterránea. Por una vez, logré hacer entrar el tubo sin demasiado esfuerzo.

Pero en cuanto hube terminado de hacerlo, el paciente se lo sacó. Por un instante me indigné hasta que me di cuenta de que estaba respirando de nuevo. En su muñeca latía un pulso fuerte y normal. La enfermera apareció con el bicarbonato. Estúpidamente, quería darle en aquel momento el medicamento porque yo había pensado en él y no las enfermeras y porque yo sabía una barbaridad sobre electrólitos y pH y iones. Pero me pregunté cuál iba a ser el efecto sobre los iones de calcio. El calcio y el potasio juegan malas partidas con el pH. Yo estaba corriendo el riesgo de pensar demasiado y llegar a confundir muchas cosas, de modo que no usé el bicarbonato; no había necesidad de hacer zozobrar el bote.

De súbito entró al cuarto un anestesista casi sin aliento, otro interno, un residente e inmediatamente otro residente más. Todos aparecían con cara de dormidos. Uno no llevaba medias y había arrugas marcadas por la almohada en su cara. La multitud crecía a medida que llegaban más residentes. Aquél era el momento en que a mí me gustaba llegar: cuando todo estaba bajo control y las decisiones futuras se tomaban en conjunto. En aquel momento, yo comenzaba a calmarme aunque mi propio pulso todavía corría una carrera. Los recién llegados se acomodaron en las sillas y en la pequeña mesa. Uno de ellos estudiaba las hojas mientras otro llamaba al médico particular del paciente. Yo me quedé al lado del enfermo que había comenzado a hablar. Se llamaba Smith.

—Gracias, doctor. Creo que ya estoy bien.

—Sí. Su aspecto demuestra que ya ha pasado todo. Me alegra haber podido ayudarlo.

Nuestras miradas se encontraron y la de él demostraba más confianza en mí de la que yo merecía. La mía trataba de demostrar un mínimo de incertidumbre. El Isuprel todavía corría como loco dentro del paciente y yo no sabía si hacerlo entrar más lentamente o no. «Que los otros se arreglen solos por un rato». El señor Smith quería hablar.

—Es la tercera vez que me pasa. Quiero decir que es la tercera vez que mi corazón resuelve no seguir el marcapasos. Cuando ocurre, no tengo tiempo para pensar, pero después, como en este momento, todo sigue una pauta. Primero siento que mi garganta se oprime y luego no puedo respirar; pero nada, y luego todo se vuelve gris y sombrío.

Yo escuchaba pero entendía poco. Me parecía increíble estar conversando con él, que un rato antes no había estado en este mundo.

—Una sombra: ésa es la mejor palabra que se me ocurre, pero la sombra no se disipa. Se hace cada vez más oscura, más negra, hasta que no queda luz en el mundo.

Se detuvo de repente.

—Pero ¿sabe cuál es la peor parte, doctor?

Negué con la cabeza porque no quería interrumpirlo.

—Lo peor es cuando empieza a pasar, porque pasa con tanta lentitud… No es como desmayarse y volver a estar consciente; eso es rápido. Primero tengo esos sueños salvajes, caóticos; sin ningún sentido para mí. Parece que van a durar eternamente, hasta que, finalmente, el cuarto y la cama y la gente se integran al sueño y por fin gana la realidad. No puedo explicar por qué, pero lo último que siento es el reconocimiento de mí mismo, de quién soy y dónde estoy y… el dolor. Mi pecho duele como si lo hubieran socavado, como si me faltara el aire… especialmente si tengo un tubo en la garganta.

—Por eso usted se sacó el tubo. ¿Lo han operado muchas veces? —pregunté.

—Como para llenar un libro con ellas. Apéndice, vesícula…

Lo interrumpí:

—¿Recuerda sus sensaciones cuando lo sometían a la anestesia? ¿Alguna vez le dieron éter?

Ésa era una experiencia que yo recordaba, vividamente, aunque sólo tenía cuatro o cinco años en aquella época. Estaba de moda operar a todos los chicos de las amígdalas y recuerdo cómo estaba de aterrorizado cuando me colocaron la máscara con éter y el cuarto empezó a desvanecerse y sentí un zumbido, casi intolerable, en mis oídos. Entonces empezaron a moverse círculos concéntricos, cada vez con mayor rapidez hasta que se juntaron en una luz brillante y roja; luego… nada. Desperté vomitando.

—Me operaron de apendicitis en mil novecientos cuarenta y cuatro —dijo el señor Smith, recordando—, mientras estaba en la Marina, y creo que me dieron éter.

—¿Sintió algo parecido a lo que le pasó en el momento en que su corazón se detuvo? ¿Cómo fue su vuelta a la conciencia?

—No, nada que ver. La anestesia es algo casi agradable, nada que ver con la lucha de mi corazón… literalmente es una lucha para mantenerlo sin que se salte del pecho, para tenerlo controlado. No recuerdo cómo despertaba de aquellas operaciones pero cuando mi corazón empieza a funcionar de nuevo es como mil pesadillas interminables.

Alcanzó a tocar mi mano que estaba apoyada sobre la cama.

—¡Oh, Dios! Espero que no vuelva a ocurrirme. Nunca puedo estar seguro de si va a haber alguien ahí para ayudarme ¿Sabe, doctor?, esta vez sentí que yo estaba contemplándome desde fuera, desde alguna parte fuera de mí mismo como si estuviera mirando desde el pie de mi cama.

—¿Ha tenido alguna otra vez esa sensación? —pregunté lleno de curiosidad, pensando que sentirse fuera de uno mismo es un síntoma de esquizofrenia.

—Nunca. Fue una sensación única.

Una sensación única. Una sensación única. Aquel hombre estaba hablándome de la muerte como un proceso biológico, algo que uno podía leer en un libro. Sin el desfibrilador, seguramente habría muerto y con él todos aquellos pensamientos. Aquella noche, la línea que divide la vida de la muerte había apenas existido para tres personas: para él, para Marsha Potts y para el anciano con cáncer. Me resultaba difícil pensar, al mismo tiempo, en la vida y en la muerte; pero me alegraba que aquel hombre no hubiera muerto, porque era un hombre bueno y amable. ¡Qué pensamiento más estúpido! De todos modos, no podía imaginarlo muerto. Sea como fuere, lo que había ocurrido no lo había matado porque estaba vivo en aquel momento.

¿Tiene sentido esto? Lo tenía para mí. ¿Quién era yo para pensar que podía haber cambiado algo? Estar vivo y hablando y pensando es algo tan diferente de estar muerto, inmóvil, que la transición era imposible de entender en aquel momento. Había sido tan simple, un saltito del desfibrilador, como el golpe que se le da a alguien en la espalda para que deje de toser o el correr a traer el vaso de agua. Tal vez no había habido fibrilación; tal vez hubiese vuelto a estar bien por sí mismo. Había ocurrido antes. Nunca lo sabríamos.

El médico residente y otro interno estaban aún allí, hablando y ajustando tubos plásticos, rascándose la cabeza y leyendo las tiras de los electrocardiogramas. Parecían felices e interesados. Cuando me fui, saludé a la señora Takura; ésta me sonrió y me saludó con su mano libre.

El extraño y oscuro mundo de UCI desapareció cuando salí del corredor y bajé las escaleras. Todo lo vivo parecía dormir. Pensé en aquellas noches en la Facultad de Medicina en el este, cuando tenía que luchar contra el viento para llegar a casa desde el hospital. Era una ironía, pero las noches tranquilas, como aquélla, llena de estrellas, eran más difíciles de aguantar. Hacían que uno se sintiera más solo. En Hawai casi todas las noches eran claras, con miles de estrellas encendidas y una suave brisa refrescaba el ambiente.

La idea de que Jan estaba en mi habitación me mantenía vivo. En momentos como aquél, cuando las tensiones médicas comenzaban a disiparse, todo lo que se me ocurría era escapar a la soledad, estar cerca de alguien vivo y sano; cerca de una mujer a la que pudiera hablar y hacerle el amor. Durante mis años de estudiante, escasas veces, alguna chica había esperado en mi cuarto mientras yo iba a cumplir alguna tarea. Siempre había sido agradable regresar con ella. Pero había ocurrido demasiadas veces que la chica sólo gruñera un poco cuando, finalmente, me acostaba al lado de ella, ya dormida.

Lo que mis compañeros y yo teníamos que hacer de madrugada era, casi siempre, rutina de laboratorio. Parecía que a los médicos residentes sólo se les ocurría mandar a hacer recuentos globulares y determinación de proteínas de Bence Jones poco después de medianoche. De manera que, centenares de veces, habíamos pasado la noche sumergidos en lo que podríamos llamar «la panza del barco de la Medicina», contando diminutos glóbulos rojos que se volvían más diminutos aún a medida que transcurría el tiempo. Mientras tanto, el residente, capitán del barco, timoneaba al paciente lo mejor que podía, quejándose, muy a menudo, de la lentitud con que se hacían los recuentos globulares. Para mí, la verdad sobre los recuentos globulares es que si uno ha hecho uno es como si los hubiera hecho todos. El punto en que la curva de aprendizaje empieza a descender se produce alrededor de las 3 de la madrugada, cuando la mente no piensa más que en volver al cuarto y a la chica que espera… tal vez.

En un período de veinticuatro horas yo había hecho veintisiete recuentos, un verdadero récord personal aunque, de ninguna manera, hospitalario. Los últimos que hice, en las primeras horas de la madrugada, no pasaban de tener una buena probabilidad, como los juegos de azar. Sólo en la Liga de los Importantes, por la módica suma de 4000 dólares por año, uno podía entrenarse para ser técnico de laboratorio. Todos nosotros habíamos imaginado fantásticas escenas en las que tirábamos la orina a la cara del médico residente y le decíamos que la botella podía metérsela en el culo, o hacíamos una huelga imaginaria que pasábamos en la cafetería. Ninguna de estas cosas, por supuesto, existía fuera de nuestra imaginación, porque, para decir la verdad, estábamos bastante intimidados. Como los profesores nunca se cansaban de señalar, había una fila de personas que esperaban poder lucir alguna vez la bata de médico. Lo que en realidad ocurría por las noches, cuando nos sentíamos meados y explotados era que uno cortaba una punta aquí y otra allá e inventaba un resultado plausible. Esto no ocurría con frecuencia y sólo, sólo, por las noches, muy tarde.

Pero lo peor de todo venía más tarde, cuando no había nadie que escuchara. Todo el mundo parecía dormir y ser totalmente indiferente a la convicción que uno tenía de que la educación médica era presuntuosa e irrelevante. Entonces, te apresurabas por llegar a tu cuarto para ver a la chica semidormida, agradecido por su cuerpo cálido.

Pocos estudiantes se casaban al iniciar sus carreras. Supongo que ellos no se sentían tan solos pues tenían la omnipresencia del cuerpo cálido. Y los dos primeros años eran preciosos: había cursos durante el día y se estudiaba durante la noche. Era probable que, además, se divirtieran. Pero todo fue diferente cuando llegaron los recuentos globulares durante los dos últimos años, y todas las otras tareas nocturnas. Creo que, poco a poco, muchos terminamos por no comunicar a nadie nuestras frustraciones. La calidez de un cuerpo no era suficiente. De todos modos, muchos de nosotros no estábamos casados cuando nos llegó ese pedazo de papel donde decía que éramos doctores en Medicina. En realidad, habíamos sido doctores en recuentos globulares, doctores en conceptos y en trivialidades de laboratorio. Ninguno de nosotros sabía cuál era la dosis de Isuprel que podía salvar una vida.

Cuando abrí la puerta de mi habitación no supe qué hacer: si mucho ruido o permanecer en silencio. El instinto más suave ganó y como la luz del pasillo inundaba el cuarto, cerré la puerta con cuidado. Me quité los zapatos. El cuarto estaba tan en silencio y tan oscuro, después de la luz fluorescente del corredor, que no habría podido moverme sin conocer de antemano la posición de los muebles.

¡Muebles! La cama tenía algunas características interesantes. Se podía leer en una posición tan cómoda que nunca era posible estudiar más de dos párrafos sin quedarse dormido.

El resto del mobiliario incluía un sillón tan duro como la piedra, una biblioteca y un escritorio apto para un niño. Si apoyaba los codos en el escritorio, no quedaba lugar para el libro, en particular si era uno de esos de dos kilos y medio y 35 dólares que se habían hecho tan populares entre los editores de libros de Medicina. Mientras me desplazaba en la oscuridad, el único objeto que representaba un verdadero obstáculo era la tabla de surf que había colgado del techo. Poco a poco, mientras mi visión se adaptaba, pude distinguir la ventana y la cama y puse mi mano sobre las mantas, recorriéndolas, hasta que me aseguré de que ella se había marchado. Me senté en el borde de la cama y pensé que estaba exhausto y que ella, probablemente no habría estado con ánimo de conversar. Eran más de las dos y yo estaba exhausto: realmente lo estaba.

El teléfono sonó tres veces más antes de la mañana. Las primeras dos llamadas no eran importantes como para que yo me levantara; eran preguntas de enfermeras sobre alguna receta y algún paciente que quería un laxante. Yo había hecho un pequeño estudio sobre los laxantes. Los resultados del estudio probaban en forma irrefutable que cinco de cada seis enfermeras preguntan sobre la administración de laxante entre la medianoche y las 6 de la mañana. Los motivos de esta estadística son difíciles de dilucidar; tal vez exista una interpretación freudiana sobre la profesión de enfermera como expresión de traumas de su fase anal. De cualquier modo, yo sentía como una agresión criminal que me despertaran a las seis de la mañana por una cuestión de laxantes.

Cada vez que sonaba el teléfono yo me sentaba en la cama y atendía con vigor debido a la descarga de adrenalina que fluía a mis venas. Cuando el auricular llegaba a mi oreja, mi corazón latía con fuerza. Aunque no tuviera que salir del cuarto, tardaba unos quince minutos en volver a conciliar el sueño. Una noche, en la que contesté una llamada estando profundamente dormido, no lograba oír nada de lo que me decían.

—Hable más fuerte, por favor —grité, concentrándome en lo que iba a tratar de escuchar. Me dijeron que estaba hablando por el auricular y que pusiera el teléfono de manera correcta.

La tercera llamada fue lo opuesto a todo lo que podía haberme provocado temor. Aquella situación podía manejarla con toda seguridad; también habría podido hacerlo un chico de cuatro años. La señora Tal se había caído de la cama. Por lo general, los pacientes no se hacen daño cuando se caen de la cama; están muy flojos y, además, las enfermeras ya saben lo que deben hacer. Pero nada de eso importa a la administración del hospital. Mientras alguien se caiga de la cama debe ir un interno aunque sea a saludar al paciente.

De manera que me levanté sintiendo… ¿cómo explicarlo?… bueno, no eran náuseas aunque uno se siente mal del estómago, y no se tiene una alta fiebre aunque se puede freír un huevo en la frente. No hay nombre para la sensación: hay que describirla. Usted se siente exactamente como es de esperar cuando lo despiertan a las cuatro de la madrugada después de haber dormido dos horas, durante las cuales lo han llamado por teléfono cada vez que realmente se desconectaba de la realidad, teniendo, finalmente, que levantarse después de haber trabajado veinte horas, emocional y físicamente exhausto, para ir a tender una mano a alguien que se ha caído y a quien no le ha pasado nada. La mayoría se cae cuando trata de ir al baño. Pero, sin pensar cómo llegaron hasta allí, las enfermeras siempre llaman a eso una caída y apelan al médico para cumplir con una absurda cuestión legal interna.

Esta formalidad es aún más absurda si se tiene en cuenta que son las enfermeras las que determinan el estado físico de un paciente, y las que llaman al médico si es necesario. Pero por alguna extraña razón, no pueden determinar ellas mismas si el paciente se ha lastimado al caerse al suelo. Sin embargo, hay montones de cosas inútiles y arbitrarias que se deben hacer. Desde el tercer año de Medicina se está abocado a lo inútil y arbitrario sólo justificado por la explicación de que todo eso es necesario para ser un estudiante de Medicina, luego un interno y finalmente un médico independiente. Mierda. Esas cuestiones son sólo parte del rito de iniciación para formar parte de la American Medical Association. El sistema funciona. ¡Dios! ¡Cómo funciona! Usted pertenece a la profesión médica, moldeado a la perfección, con un buen lavado de cerebro, programado para pocas cosas, derechista en política y totalmente dedicado a ganar dinero.

Estos pensamientos llenaban mi cabeza mientras iba hacia el ascensor y apretaba el botón con tanta fuerza como si quisiera romper todo el equipo. Al volver al hospital, por los corredores soñolientos, hacia distantes puntos de luz, traté de no despertar del todo.

Una vez le contaba a un amigo, que no era de la profesión, los motivos por los que me despertaban a las cuatro y media de la madrugada. No podía creerme. Fue algo demasiado decepcionante para él, destrozaba la imagen que tenía del interno a quien despiertan y va ansioso, todo de blanco, volando por los corredores, subiendo los escalones de tres en tres, para salvar una vida. Allí estaba el verdadero yo, sintiéndome sucio, tambaleándome por los corredores y maldiciendo en voz baja por tener que ir a ver a un paciente para decirle:

—¿Qué tal? ¿Cómo se siente?

—¡Muy bien, doctor!

—¡Cuánto me alegro! Descanse bien y no vuelva a caerse de la cama.

Cuando el teléfono volvió a sonar, era de día, las cinco y cuarenta y cinco. Puse los pies en el suelo y me apoyé en las manos para ponerme de pie. Otra vez sentí aquel malestar estomacal y algo de mareo que el frío del suelo disipó en seguida. Me apoyé un momento sobre el lavabo. En el espejo, mis ojos eran como la visión aérea de un torrente de lava corriendo sobre un pantano. La única razón de que las bolsas debajo de mis ojos no se encontraran con las comisuras de mi boca era porque no sonreía. Un hilo de agua salió por el grifo. Junté un poco en una mano y la llevé a mi cara.

Aquella mañana no era en nada diferente de las otras. Era sólo una mañana, como las demás. En dos semanas había juntado tanto sueño atrasado que aunque durmiera seis horas seguidas no habría conseguido ponerme al día. La hoja de afeitar, mucho más afilada que yo, dejó unas marcas de sangre en mi garganta. Mezcladas con el agua de mi cara parecían una cantidad de sangre y todo ello combinado con mis ojos y ojeras me hacía parecer un pez gordo de la mafia.

Al cabo de unos treinta segundos ya me sentí lo bastante «entero» como para vestirme. Estetoscopio, linterna, bolígrafos de varios colores, libreta, peine, reloj, billetera, zapatos… pasé lista mentalmente. Los calcetines eran del mismo color, como correspondía a la categoría del lugar. Un último vistazo al cuarto para asegurarme de que no quedaba nada que fuera a necesitar: un pedazo de papel, un libro. Me fui satisfecho, bajé en el ascensor y salí al aire fresco de la mañana.

Siempre fue placentero para mí caminar, pasando por el hospital, hasta la cafetería. Sentía que, de alguna manera, me levantaba el ánimo. Aquella mañana, el cielo tenía un color pálido, punteado por nubecitas que empezaban a bañarse en los tonos dorados del rojo; hacia el este el rojo se convertía en rosa y luego en violeta. El césped brillaba, todavía húmedo por el rocío nocturno, hasta los árboles tenían un resplandor especial y había pájaros por todas partes, produciendo una verdadera música. Predominaban dos tipos de pájaros: los mynas, que se desplazaban haciendo unos gestos torpes y emitiendo unos graznidos inarmónicos, y las menos notorias tórtolas, moviéndose suavemente, casi con cortesía, algunas de ellas moviendo con elegancia las plumas de sus colas y cantando de manera melodiosa. Me gustaba aquel paseo mañanero. Eran sólo un par de centenares de metros pero me hacia feliz el recorrerlos.

Las seis de la mañana no es mi idea de la hora perfecta para un buen desayuno, sobre todo después de una noche de vigilia, pero me esforcé por comer, por llenar mi boca de comida, ayudándome con bastante agua para hacerla descender. Ya sabía, por experiencia, que si no comía, iba a sentir hambre después de una o dos horas y entonces iba a ser imposible ingerir algo. Además, casi siempre perdía la hora del almuerzo por el programa de operaciones. Podía ocurrir que no volviera a encontrarme frente a un plato de comida hasta dentro de ocho o diez horas.

Después del desayuno me quedaban unos treinta minutos para visitar a mis pacientes antes de las rondas que comenzaban a las seis y cuarenta y cinco. Era importante que todo estuviera en orden antes de las rondas; saber todos los cambios que habían ocurrido. La UCI era lo primero. No me importaba ir allí por la mañana o a cualquier hora mientras fuera de día. Entonces estaban otros médicos y eso disminuía la sensación de tener que hacer frente solo a lo que se presentara. La señora Takura dormía tranquilamente después de su medicación preoperatoria; el tubo aún colgaba de su nariz, ensanchando la fosa nasal. En la hoja estaban registrados todos los datos de los últimos análisis y mediciones: pulso, excreción de orina, presión sanguínea, frecuencia respiratoria, temperatura, electrólitos, tiempo de coagulación, tiempo de protrombina, proteínas, bilirrubina… Me detuve para escribir una nota sobre el estado de la paciente. Estaba lista para operar.

En un rincón, los equipos del señor Smith seguían emitiendo sus pitidos con regularidad, mostrando un electrocardiograma que parecía normal, aunque yo no soy ningún as para interpretarlo, en particular, por la curva del osciloscopio. Él también estaba durmiendo. Pasé de largo.

En la sala, la regla del juego eran los números y las variedades de enfermedades, no las crisis. Yo tenía varias docenas de pacientes representativos de muchos tipos diferentes de personas y de problemas. La mayoría de los pacientes se recuperaban de sus posoperatorios y se encontraban en todas las etapas posibles: desde quitarles los puntos hasta darlos de alta. La longitud de sus tubos de drenaje indicaba, aproximadamente, cuántos días habían pasado desde la intervención. Las sondas son incómodas pero constituyen una parte muy importante del proceso quirúrgico. Se colocan en lo profundo de la herida, al finalizar la operación y sirven para descargar cualquier fluido no necesario al organismo, ni deseado, y ayudan a luchar contra la infección. Lo que se hace es ir extrayendo, pulgada a pulgada, la sonda, después del segundo día de la operación, permitiendo entonces que la herida cicatrice desde adentro hacia fuera.

A los pacientes les cuesta aceptar esas sondas. Para ellos, esos tubos de goma que cuelgan de sus cuerpos constituyen una fuente interminable de comentarios y de molestias; la mayoría de éstas, mentales. El señor Sperry llevaba dos días operado de una úlcera gástrica y había llegado el momento de empezar a retirarle la sonda. Sujetándola bien con una pinza, le pegué un buen tirón pero no conseguí extraer ni un centímetro: sólo se estiró la goma de modo que parecía una especie de espagueti. El señor Sperry, sentado en la cama, apoyado sobre dos almohadas, contemplaba con fascinación y repulsión mis maniobras; tenía los ojos del tamaño de bizcochos y sus manos se aferraban a las sábanas. Tiré de nuevo y llegué a pensar que habían suturado el extremo de la sonda junto con la herida. Finalmente, salió un par de pulgadas. Un poco de líquido serosanguinolento escapó por el tubo y fue limpiado rápidamente con una gasa.

—Doctor… ¿Realmente tiene que hacer esto?

—Bueno, supongo que no querrá volver a casa con la sonda colgando ¿no?

—No.

Puse un alfiler de gancho en el tubo para evitar que volviera a introducirse la parte que había logrado sacar y luego, con tijeras esterilizadas, corté el exceso de tubo de goma. Era importante seguir el orden correcto en este procedimiento. Una vez, antes de saber cómo eran en realidad las cosas, había cortado el tubo antes de colocar el alfiler de gancho. El paciente había estado aguantando la respiración casi todo el rato y cuando finalmente inhaló, la sonda desapareció dentro de su abdomen. Cruzaron por mi mente visiones de una nueva operación pero, por suerte, un médico residente recuperó la sonda después de sacar tres puntos de sutura y hurgar con una pinza.

—¿Por qué no me anestesia cuando tiene que hacer esto? —me preguntó el señor Sperry.

—Señor Sperry: anestesiar a alguien no es tan fácil como parece. Además la anestesia siempre lleva aparejado un riesgo, pero no hay ninguno en tirar un poco de la sonda.

—Sí, pero yo no me pondría tan nervioso.

—¿Le dolió de verdad cuando tiré de la sonda?

—Un poco. Sentí algo raro dentro, como si me estuviera partiendo en dos.

—Pero no se partió en dos, señor Sperry. Usted está mejorando de forma magnífica.

—¿Tenía verdadera necesidad de tirar tan fuerte?

—Escuche, señor Sperry. Mañana voy a darle los guantes y la pinza y va a tirar usted. ¿Qué le parece?

Sabía cuál iba a ser la respuesta.

—No, no. No he dicho que quiera hacerlo yo.

En realidad, sabía lo que él quería decir. Después de una operación que me hicieron una vez en las piernas, me pareció que el médico era muy brusco para quitarme los puntos. Pero yo no había querido quitármelos solo. Le hace bien a un médico ser paciente de vez en cuando; le hace comprender mejor los temores irracionales del enfermo. La solución es explicar al paciente todo lo que uno está haciendo, aun las cosas más simples, porque, muy a menudo, lo que a uno le parece obvio y sencillo es lo que más asusta al enfermo.

—Señor Sperry: usted puede moverse todo lo que quiera. Incluso es bueno que usted se mueva. No va a partirse en dos. Esta sonda forma parte del proceso normal. Deja salir todos los líquidos que no son buenos para usted mientras la herida cicatriza. El alfiler de gancho es para evitar que el tubo vuelva a introducirse en su abdomen.

Todo anduvo bien con el señor Sperry aunque, seguramente, le proporcioné tema de conversación para todo el día. Iba a contar cómo aquel cruel médico había tirado brutalmente de su sonda haciendo que la herida se abriera y sangrara.

Aquélla era la rutina de la sala: controlar las sondas, cambiar los apósitos, contestar las preguntas, mirar los gráficos de temperaturas.

Aunque Marsha Potts no era paciente mía, me detuve en su puerta de forma instintiva. Se la veía peor; la luz del día destacaba su color ictérico y la piel de su rostro estaba tan tensa y adherida a los huesos que dejaba ver los dientes en una perpetua sonrisa. Estaba muy mal; hacíamos todo lo que podíamos pero no era suficiente. Fuera de su habitación, donde el césped llegaba casi hasta el edificio, los pájaros no prestaban atención al sufrimiento; graznaban y arrullaban sobre las migas de tostadas que les arrojaban los pacientes del ambulatorio.

En aquel momento, a las siete de la mañana, la sala cobraba vida. De repente se llenaba de bandejas con desayunos y con los ruidos de los soportes metálicos de los frascos de suero que los pacientes se veían obligados a cargar hasta los baños. Las enfermeras andaban por todas partes llevando bandejas, agujas, ungüentos y píldoras. Envuelto en aquel mundo de actividad, no volví a sentirme cansado, por lo menos mientras estaba de pie. Aquel tipo de rutina producía euforia; parecía indicar: «Nadie va a morir aquí. Todo está bajo control». En medio de toda aquella eficiencia, Roso estaba aún dormido bajo la influencia de la Esparina. Tuve que sacudirlo varias veces para lograr alguna respuesta pero una vez que estuvo medio despierto me dijo que se sentía más fuerte y volvió a dormirse en seguida.

Una enfermera del laboratorio me pidió que la ayudara a extraer sangre a un paciente con malas venas. Lo había intentado tres veces sin ningún éxito. Por supuesto, iba a tratar de ayudarla y con mucho gusto porque era muy agradable que los enfermeros de laboratorio se encargaran, por lo general, de aquella tarea. A los que no son médicos puede parecerles una tontería, pero a los estudiantes de Medicina les disgusta tener que pasar la mayor parte de las mañanas sacando sangre pues cuando empiezan las rondas no han tenido tiempo de ver a sus pacientes y, por consiguiente, ignoran las novedades de su estado. Cuando empiezan las preguntas como: «¿Cuál es el valor del hematocrito de este enfermo, Peters?», uno tiene que suponerlo pues no ha tenido tiempo de revisar la hoja, pero la respuesta no debe sonar como una suposición. Hay que contestar de inmediato, sin vacilar:

—¡Treinta y siete!

Como si te fuera la vida en eso. No es una cuestión de honradez. Es preferible seguir las reglas del juego que tentar a la desgracia, al desastre, diciendo que uno ignora el dato. A nadie le importa que usted haya hecho esos treinta y siete recuentos, excepto si no los ha realizado. De modo que uno contesta, tan rápidamente, treinta y siete, que, la mitad de las veces, el profesor pasa el dato por alto y sigue su camino. Pero si se detiene a pensar, te ves en un problema del cual sólo puedes salir distrayendo al profesor hablándole de algún artículo reciente sobre la enfermedad. Desde luego que si a él se le ocurre leer la hoja, uno está perdido, a menos que, por pura casualidad, el hematocrito sea de treinta y siete; si no es ése el caso, sólo queda por decir, con toda la humildad posible, que habías estado pensando en otro paciente. Entonces se producirá la pausa fatal que conducirá a otra pregunta mientras el profesor observa la hoja: «¿Cómo anda la bilirrubina, Peters?».

Ahora sí que ya no hay salvación, se está metido en una especie de juego de todo o nada. Si se equivoca en el dato de la bilirrubina, la sospecha del profesor de que uno no atiende a los pacientes se extenderá como los círculos que forma una piedra en el agua, por todo el hospital. Si, por una feliz casualidad, se ha acertado, retorna al estado de gracia y continúa viendo otros pacientes y escuchando cómo el profesor le hace preguntas a algún otro estudiante. La bilirrubina es bastante constante, excepto en enfermedades del hígado y de la sangre, mientras que el hematocrito es muy variable. De modo que si decides decir: «La bilirrubina está cerca de uno, señor», tienes mayor probabilidad de ganar que de perder.

En Hawai, los enfermeros de laboratorio nos han librado de una pesada carga y cuando se presenta la oportunidad, los ayudo con gusto. Además yo era muy bueno para eso. Por supuesto, tenía que serlo después de haber extraído miles de muestras de sangre durante la época de la facultad. Como estudiantes, aprendemos sacándonos sangre unos a otros, lo cual resulta muy fácil excepto en algunos casos. Una vez, después de haber palpado el brazo de otro compañero de segundo año, le puse el torniquete y la vena apareció gruesa, como un cigarro barato, después de unos cuatro minutos de torniquetes, mientras yo juntaba valor. Cuando, por fin, traté de introducir la aguja, mi compañero había desaparecido de repente. Yo quedé contemplando una aguja que no podía introducir en un brazo ausente. Mi «paciente» estaba tirado en el suelo, desmayado. Todos temíamos aquellas sesiones de práctica pero resultaban más fáciles que sacarnos sangre entre nosotros.

Nunca olvidaré la primera vez que le extraje sangre a un paciente de verdad. Ocurrió al comenzar el tercer año de Medicina, cuando los estudiantes empezamos a asistir a las salas. Quiso la mala suerte que nuestro primer día en la sala coincidiera con un cambio de guardia entre residentes e internos. Para los nuevos residentes la tentación era irresistible. Decidieron controlar todos los diagnósticos y para esto necesitaban pruebas, hechos incontrovertibles, evidencias de laboratorio. Como resultado, los estudiantes tuvimos que sacar casi medio litro de sangre a cada uno de los pacientes que nos habían asignado. Mi primer enfermo ¡pobre hombre! era un alcohólico crónico con una cirrosis muy avanzada. Hacía años que sus venas superficiales habían desaparecido de la vista y yo tuve que pincharlo doce veces, rebuscando con la aguja dentro de su brazo, sintiendo cómo cada aguja chocaba contra estructuras internas desconocidas, casi de un modo audible. Por fin, tuve la idea de renunciar a la tarea y un interno me enseñó a introducir la aguja en la gran vena femoral de la ingle, procedimiento conocido como extracción femoral.

La enfermera del laboratorio tenía en aquel momento un problema similar con el señor Schmidt, a quien palpé las venas de los brazos como habitualmente se hace, cuando ella me alcanzó la jeringa. Era obvio por qué ella no había podido sacar ni una gota de sangre: no pude palpar ninguna vena adecuada en los brazos, de modo que hice la extracción femoral y todo estuvo listo en un momento.

Siguiendo con la ronda encontré al señor Polski, que constituía un problema para mí, en particular porque yo había fallado en el intento de establecer una relación con él. Tenía diabetes, circulación periférica muy pobre y una infección muy profunda en el pie derecho. Hacía una semana que le habíamos hecho una simpatectomía lumbar, o sea, que se habían cortado los nervios que eran responsables de la contracción de las paredes de los vasos sanguíneos en las partes inferiores de sus piernas. Pero él apenas había mejorado. Por causa del dolor, insistía en mantener la pierna colgando a un lado de la cama y eso sólo inhibía la escasa circulación que le quedaba. Al principio había tratado de explicarle, en la forma más amistosa posible, lo que le ocurriría si dejaba la pierna colgando. Sin embargo, todas las mañanas, cuando yo aparecía en la sala, lo encontraba de la misma manera. Cambiando de táctica, simulé enfadarme, grité como si estuviera muy indignado, con lo que no conseguí cambiar la situación sino sólo que me tuviera más rencor. En aquel momento iban a amputarle el pie que ya estaba negro y gangrenado.

Saludé con una inclinación de cabeza a la señora Tang, una dama china de edad, con un cáncer en la boca. No podía hablar de modo que sólo movió su cabeza. El tumor era tan grande que había disuelto parte de los dientes y de los huesos de la mandíbula izquierda, llegando a ser, al final, una masa fungosa que, a veces, salía por un lado de su garganta. Ella era como muchas personas chinas de edad: pensaban en el hospital como en el lugar donde se va a morir y no acuden a él hasta el final. Muy poco podía hacerse por la señora Tang: sólo tratar la terapia con rayos X. El cáncer se hacía más grande cada día y la señora Tang parecía también cada día más irreal, tal vez porque no podía hablar o porque estaba ya resignada.

Había otros casos: una biopsia de ganglio linfático, una de mama, dos operados de hernia. Saludé a cada uno, yendo de cama en cama, llamándolos por sus apellidos. Ya los conocía a todos. Hasta conocía a las familias de algunos que estaban en el hospital desde hacía mucho tiempo. Llegaron el otro interno y un puñado de residentes, incluido el jefe de estos últimos, y comenzaron las rondas de la mañana. Aquél era un asunto rápido; era probable que pareciéramos un grupo de pájaros myna, moviéndonos con torpeza y velocidad, casi tropezando unos con otros con las prisas, mientras íbamos de una cama a otra. La prisa tenía un motivo: faltaba media hora para la primera operación programada. No se discutieron artículos científicos ni hicimos mucho más que contar las cabezas para saber si estaban todos allí. La gastrectomía, cinco días después, andaba muy bien. La hernia operada hacía tres días iba a ser dada de alta. Lo mismo era probable que ocurriera con la operada de venas varicosas hacía tres días. Se había completado el estudio con rayos X de la úlcera gástrica destinada a cirugía. ¿Había habido evidencia radiológica? Sí. Bien.

En la sala siguiente, nos quedamos de pie, en el centro, dando vueltas sobre nuestros talones. Lesión masiva, mediastino, se iba a realizar un aortograma. Describí en un bajo staccato la situación de cada uno de mis pacientes. El otro interno hizo lo mismo. Eran cuatro salas y terminamos con el último caso de la cuarta sala diecisiete minutos después de haber empezado.

—Peters, hágale otro tratamiento a Potts mientras nosotros vamos a la UCI y a pediatría.

La pequeña tropa desapareció por una esquina y yo me dirigí a la habitación de Marsha Potts, confundido, irritado y protestando en silencio. Ella no era ni siquiera mi paciente. Yo sabía que me habían elegido porque no tenía ninguna operación hasta las ocho en lugar de las de costumbre, a las siete y media, pero, aun así, no quería meterme de nuevo en el problema que ella había tenido con su presión la noche anterior. Además, un corte podía ser algo peligroso. Yo no había efectuado demasiados. Pero sobre todo, ¡era tan desagradable estar allí! Sin embargo, Marsha Potts necesitaba un corte para poder administrarle fluido y alimento ya que no tenía más venas superficiales utilizables para la solución intravenosa y había que buscar una vena más profunda.

Cuando entré en la habitación, desapareció todo el encanto de la mañana. Hasta los ruidos de los pájaros se hicieron inaudibles para mí aunque, desde luego, estaban allí. El olor era intolerable, tan agudo y repugnante que el aire parecía pesado. Era el olor caliente del tejido putrefacto mezclado con el aroma dulzón del talco perfumado que usaban en un vano intento por contrarrestar el olor terrible. El talco lo hacía peor para mí. Traté de no mirar la cara de la pobre mujer. Me puse tres máscaras quirúrgicas para disminuir el olor pero me resultaba difícil respirar y mi diafragma luchaba por un poco más de aire, fuera como fuese. No quise tocar muchas cosas del lugar. La muerte parecía estar ahí en todas partes; casi como algo contagioso.

Levanté la sábana desde el lado inferior y dejé al descubierto su pie derecho. Había escaras en su pierna y en el talón. Las tenía por todo el cuerpo, en cualquier lugar que estuviera en contacto con algo. Después de enfocar una brillante luz sobre la parte media de su tobillo, me puse los guantes de goma y abrí la caja esterilizada que contenía los elementos de cirugía.

El bisturí abrió la piel, que no ofreció ninguna resistencia. El pie estaba algo edematoso, así que salió un líquido claro de la herida en lugar de sangre. Tuve suerte y encontré en seguida la vena que, también por suerte, no había seccionado. Después de hacer un pequeño orificio en la pared de la vena, deslicé el catéter dentro de ella con bastante facilidad. Lo pude lograr en el primer intento mientras gruesas gotas de sudor caían por mi frente debido al calor de la fuerte luz. Fijé el catéter en su lugar con seda y cerré la pequeña herida mientras observaba que la solución intravenosa corría libremente. Empujé la bandeja con el pie, me quité los guantes y salí, con rapidez, hacia el aire y los pájaros.

Mientras me lavaba las manos sentí un profundo disgusto de mí mismo y no sabía por qué. Ella era un ser humano y se suponía que yo debía ayudarla. Pero la situación y su enfermedad me asqueaban de tal manera que me resultaba difícil aceptar aquella responsabilidad. ¿Qué pasaba con mi compasión? ¿Adónde se había ido?

Mi primera operación era una colecistectomía o extracción de vesícula, a las ocho de la mañana. Iba a realizarla un cirujano particular. Mi paciente, la señora Takura, iba a ser operada (le extraerían un ganglio) a eso de las nueve. Por supuesto, iba a llegar tarde a la intervención de la señora Takura pero eso era típico. El interno es como un peón de ajedrez en el juego de la Medicina: es el primero en la línea de defensa y es sacrificado sin remordimientos. Puede perderse al final pero parecería que es indispensable para empezar y en el juego medio.

Entré al vestuario de cirugía y comencé a ponerme un traje verde pálido. Estaba tan atiborrado de gente allí que parecía que a todos nos empujaban un poco pero de una manera natural, no agresiva. En realidad, la sensación de igualdad que se tenía allí y el conocimiento de cada uno como persona, hacían del lavado en aquel lugar casi un placer. En la Facultad de Medicina, los estudiantes y los cirujanos se cambiaban y lavaban en áreas diferentes, separadas por puertas, y había una escalera privada para los del sanctasanctórum. Era casi como si la imagen del cirujano fuera a hacerse pedazos si se lo hubiera visto haciendo lo mismo que nosotros.

Un jefe de trabajos prácticos de la Facultad de Medicina era tan grosero que los estudiantes temblaban cuando tenían que presentarle sus casos. Un amigo mío, excelente médico aunque con cierto «terror al escenario» tuvo una vez un olvido total frente a la cama de un paciente, delante de aquel auxiliar docente, y empezó a relatar los hechos como pudo. Yo sabía que él conocía perfectamente el caso pero no le salían las palabras.

—Esta mujer… presenta… esteee…

Se puso colorado y se le veían latir las venas del cuello. El auxiliar docente pudo haber aliviado la situación sugiriendo ver el caso más tarde o dando una palabra clave de la hoja, para que el estudiante recordara. Pero nada de eso. Le dio un ataque de rabia y exclamó, a gritos, que cómo era posible que alguien tan estúpido hubiera entrado en la Facultad de Medicina. Ordenó al estudiante que se retirara y que no volviera hasta que fuera capaz de explicar bien qué ocurría con sus pacientes. No todos los auxiliares eran así, pero sí muchos y, a veces, hasta el mismo jefe del servicio. Naturalmente, después de alguno de aquellos episodios, la relación entre el estudiante y el paciente quedaba resentida y eso se notaba desde la mañana siguiente, cuando el estudiante se acercaba a extraerle sangre. A medida que pasa el tiempo, muchos detalles de la Facultad de Medicina se entremezclan y se convierte, todo ello, en la realidad; pero creo que a esa realidad no se integran los arranques nerviosos de los cirujanos. Algunos se comportaban de una forma que sugería que odiaban a los estudiantes; sin embargo, eran nuestros maestros, nuestros mentores y modelos.

Después de haberme puesto el traje verde, me coloqué las botas de tela y avancé, con pesadez, por el largo corredor de cirugía. Algunas de las puertas de los pequeños quirófanos estaban cerradas y cuando miraba por alguna de las ventanillas veía grupos que parecían del Ku Klux Klan en el centro del cuarto de operaciones. Otras puertas estaban abiertas y había camillas con pacientes que entraban o salían; otros cuartos estaban vacíos. Docenas de enfermeras se veían en la zona, muy ocupadas y bien organizadas; muchas de ellas estaban preciosas, lo que era mucho decir usando aquellos trajes informales, con el cabello bien apretado metido en el gorro. Otras habrían hecho buen papel en la defensa de los gigantes de Nueva York sólo asustando a los rivales por su aspecto. Todo el mundo decía «buenos días». El lugar resultaba acogedor.

Cuando fui a la pileta para lavarme, para la operación de vesícula, ya estaban allí el cirujano y un residente. El residente era oriental, pequeño, silencioso y respetuoso. Sonreí al recordar la descripción de mi amigo Carno de un residente que era tan bajito que tenía que correr debajo de la ducha para lograr mojarse. La sonrisa hizo que me picara la cara debajo de la máscara. Siempre pasa. Siempre, después de frotarse, aparece la picazón, por lo general a un costado de la nariz o en una sien. Desde luego, no podía rascarme hasta que la operación hubiera terminado y pudiera lavarme otra vez. El hacer gestos con la cara y arrugar la frente, a veces, me producía alivio. Pero la picazón permanecía allí, fluctuando con mi grado de concentración en lo que estaba haciendo. Para mí, era la parte más desconcertante del cuarto de operaciones… excepto las retractoras.

—Usted se llama Peters ¿no? ¿De dónde viene? ¿A qué universidad fue? ¡Oh! Uno de los grandes muchachos del este… ¿eh?

Aparecía siempre: el prejuicio al revés. Parecía extraño en aquel momento que uno de los motivos por los que había estudiado Medicina hubiera sido el de formar parte de una fraternidad educada, de un grupo cuya dedicación y entrenamiento lo alejaba de las trivialidades y pequeñeces de la vida diaria. No es necesario aclarar que yo ya no trabajaba con esa ilusión; me la habían quitado con mucha rapidez en cuanto entré a estudiar Medicina. Sin embargo, la competencia para formar parte de aquel grupo era tan fuerte que cuando alguien había terminado en alguna facultad muy conocida, casi todos pensaban que había sido un alumno sobresaliente. Por consiguiente, los tipos que habían egresado de alguna universidad de quinto o sexto orden se sentían como las víctimas de un sistema en el cual el desempeño estaba calibrado por la dura e inmutable realidad del libreto. Pensaban que los privilegiados, los de la torre de marfil, los contemplaban como ciudadanos de segunda clase. Todo aquello era una monstruosa tontería. Todos veníamos del otro lado de esa inmensa maquinaria que es la Medicina organizada pensando exactamente lo mismo, y con la misma licencia para ser médicos. En realidad, era la similitud entre todos esos hombres lo que me asustaba: no sus diferencias que eran sólo superficiales. Desde hacía un tiempo, había empezado a sospechar que la maquinaria estaba produciendo algunos artículos falsos.

El lavarse antes de una operación es un procedimiento monótono que dura diez minutos. Primero se cepilla bien por debajo de las uñas, luego se hace un lavado general, luego viene el cepillado de toda la superficie de cada antebrazo hasta los codos; luego el de cada dedo. Y se empieza todo de nuevo, una y otra vez.

Una vez terminado el lavado, me dirigí hacia la puerta, caminando hacia atrás. El símbolo perfecto de la posición del interno: el culo primero y las manos levantadas en un gesto de rendición y sometimiento. Parece casi teatral. De todos modos, yo ya estaba resignado. Había decidido estudiar Medicina; ningún Romeo había suspirado tanto por su Julieta. Por desgracia, Julieta había resultado ser una puta. Estos pensamientos pseudofilosóficos no daban ningún fruto ni cambiaban nada, pero me ayudaban a pasar las interminables horas en las salas de operaciones.

Toalla, delantal, luego los guantes recibidos de una enfermera casi ritual cuyos ojos no me era posible encontrar, y la rutina estaba completa. Preparamos al paciente mientras el cirujano, que era medio hawaiano, y el anestesista, que era oriental, mantenían una conversación casi ininteligible en una rara especie de inglés básico.

—Semana que viene ir a Vegas. ¿Querer venir?

Era el anestesista, mirando en blanco sobre otra pantalla blanca.

—¿Creer que soy jugueteador?

—Usted cirujano así que, también jugador.

—No joder. Por lo menos no soy un pasador de gas.

—¡Ja! Sin pasar gas no hay trabajo para usted, kanaka.

Yo estaba a la derecha del paciente, entre el cirujano y el anestesista, de manera que toda aquella sabiduría y el extraño lenguaje casi hawaiano me llegaban. No podía evitarlo. El residente estaba al otro lado, inescrutable.

Cuando todo estuvo listo, el cirujano cogió un bisturí e hizo una incisión en la piel debajo del lado derecho de la caja torácica. Cuando andaba por la mitad del corte, todos nos dimos cuenta de que el paciente no estaba lo suficientemente anestesiado. La verdad era que se retorcía y movía como si tuviera una picazón irresistible. El cirujano y el anestesista, al mismo tiempo, emitieron unas risitas nerviosas. La del cirujano sonaba, además, un poco cínica, como si quisiera decirle al anestesista que no sabía qué carajo estaba haciendo. Lo que no sé es por qué se reía el anestesista, a no ser que fuera para disminuir el sarcasmo del cirujano. Los cirujanos no son famosos, precisamente, por su tacto ni por su simpatía por los anestesistas.

—¡Vamos, compañero! ¿Qué pasarle a usted? ¿Guarda el gas para otro enfermo? ¡Déle gas, hombre! ¡Déle gas!

El anestesista no contestó nada y el cirujano continuó:

—Parece que yo tener que operar sin ayuda del pasador de gas.

Era inevitable que yo fuera una especie de árbitro en aquella contienda verbal, literalmente aplastado por el cirujano contra la pantalla de la anestesia. Hasta que no estuvieron bien dentro del vientre no me alcanzaron las tan conocidas y numerosas pinzas: el gozo, la raison d'être del interno. Hay miles de diferentes clases de pinzas retractoras pero todas cumplen la misma función: separan los labios de la herida y los órganos que no son el blanco del cirujano.

El cirujano puso una de las pinzas según su gusto y comodidad y me hizo un gesto para que la mantuviera así. Me dijo que levantara el tejido más que separarlo. Bueno. Yo levanté durante dos o tres minutos y luego separé. Desde donde yo estaba situado, mi control de equilibrio de la pinza era negativo. Dos o tres minutos era mi límite.

—¡Levante el tejido, carajo! ¡Déjeme que le muestre cómo!

El cirujano me quitó la retractora de las manos y:

—Así. ¿Ve?

Después de algunos comentarios sobre mi ineptitud, sostuvo la pinza levantada durante dos segundos y luego me la pasó a mí. La mantuve dos o tres minutos en aquella posición y luego volví a separar. Era inevitable. Muéstrenme un hombre que sea capaz de mantener los tejidos en alto en lugar de separados durante las cinco horas que dura una colecistectomía y lo seguiré hasta el fin del mundo.

Colecistectomía es el nombre técnico de la extracción de la vesícula. La vesícula está situada por debajo del hígado, bastante escondida, y lo que debe hacer el interno es empujar el hígado y la porción superior de la incisión hacia atrás para que el cirujano, con ayuda del residente, pueda extraerla. La vesícula es un órgano que suele no funcionar muy bien, de manera que su extracción es uno de los procedimientos quirúrgicos más frecuentes. De todos los métodos mnemotécnicos que había aprendido en la Facultad de Medicina, el que mejor recordaba era el de las tres g: gorda, grande (cuarentona), gaseosa.

Durante toda la operación mis brazos estaban, más o menos, debajo del brazo izquierdo del cirujano. Éste se había girado un poco de manera que me daba la espalda, lo que me tapaba la visión de la herida. Cuando el anestesista encendió su radio portátil y empezó a echarle un vistazo al diario y el cirujano silbaba o canturreaba (ambas cosas fuera de tono), la escena empezó a parecerse cada vez menos al tenso silencio de la Facultad de Medicina; excepto cuando el cirujano tenía algún arranque. Siempre eran iguales.

—Bueno, Peters, eche una mirada.

Espié por la incisión: un agujero rojo y sangrante, con pinzas quirúrgicas que sostenían los órganos abdominales hacia atrás. Allí estaban la vesícula, el colédoco, el conducto biliar, el…

—Bueno, ya es bastante. No querer mimarlo.

El cirujano volvió a su posición y me empujó, de vuelta, a la mía mientras se sonreía con el anestesista. El quirófano es un mundo feudal, con un sistema absoluto de jerarquías donde el cirujano es el señor todopoderoso, el anestesista, su adulador primer ministro y el interno es el siervo, que debe agradecer cualquier migaja de reconocimiento por sus servicios: una mirada dentro del paciente o, tal vez, hasta la oportunidad de coser uno o dos puntos. Aquella mirada en la herida había sido mi premio por haber sostenido las pinzas y haber visto la espalda del cirujano o las manecillas del reloj de pared mientras rotaban con mucha lentitud.

El ambiente, sin embargo, era bastante bueno hasta que el cirujano reclamó el colangiograma previo a la operación, o sea la radiografía de los cálculos vesiculares para saber si había eliminado todos. Esto podía determinarse mediante la inyección de una sustancia opaca en los conductos y luego irradiando el área para hacerlos visibles. Cualquier cálculo que hubiera quedado se haría visible de aquella manera.

Cuando no apareció ningún técnico en radiología como por arte de magia al chasquear de sus dedos (todos estaban ocupados en otros casos), el cirujano agitó su escalpelo y maldijo, amenazando con tomar represalias. Las enfermeras estaban inmunizadas contra estos desplantes y también el anestesista cuya radio continuaba con sus programas musicales y de noticias. Aquélla era una escena que se producía habitualmente cuando se necesitaba una radiografía en medio de una operación.

Por fin llegó un técnico y sacó la radiografía, retornando al cabo de unos minutos con una placa borrosa que el cirujano calificó como el intento menos apto desde la época de Roentgen. «¿Desea que se saque otra placa?». «No». Hay mucho que aprender sobre los cirujanos. Tuve la sensación de que aquél había querido una radiografía en medio de la operación porque a lo mejor había leído algún artículo al respecto y pensó que iba a tener un buen antecedente en aquella intervención. El efecto práctico de la radiografía en medio de la operación era casi inexistente; por lo menos de la forma en que él la usó.

Al día siguiente habría un radiólogo luchando con la placa tomada tratando de imaginar cuál era la parte inferior y posterior, respectivamente, y por qué una pinza aparecía en medio del sistema de conductos. Su informe iba a ser pura suposición. El final desgraciado del episodio iba a llegar cuando el cirujano dijera algo sarcástico al radiólogo y éste sonriera despectivamente mientras decía que si los cirujanos fuesen más organizados, la radiología podría servirles de algo. La verdad es que los cirujanos parecen estar en guerra con todo el mundo: radiología, patología, anestesiología, ordenamiento de los pasos dentro de la sala de operaciones, residentes, enfermeras, internos. Están rodeados de continuo por un gran grupo que ellos juzgan ineficiente y desagradecido. En pocas palabras: muchos de los cirujanos son semi-paranoicos.

Una vez que el cierre de la herida se hubo llevado a cabo, pedí permiso para retirarme dando una breve explicación sobre la señora Takura y entonces me ahorraron el resto de la colecistectomía. Cuando salí de la sala de operaciones, el cirujano estaba protestando todavía por la radiografía y el anestesista leía su periódico.

Ya habían empezado a trabajar sobre la señora Takura cuando empecé la rutina del lavado por segunda vez. Pude ver al jefe de cirugía, de residentes, y al residente de un año, Carno, insertando pinzas afanosamente. Carno y yo habíamos llegado a Hawai al mismo tiempo y por los mismos motivos: alejarnos de las presiones y divertirnos un poco. Nos habíamos llevado tan bien durante los primeros días que hasta pensamos en tomar juntos un piso. Pero en aquel momento nuestros horarios nos dificultaban el estar juntos.

La amistad entre la gente de la profesión médica es difícil y no frecuente; es mucho más difícil que en la universidad. ¡Hay tan poco tiempo! Todos tienden a hacer más y más, a convertirse casi en autistas incluso cuando están libres. En los últimos años de la carrera, los horarios son tan variables y diferentes que nadie puede esperar que alguien pueda, realmente, asistir a una cena o a una reunión. A veces no podía estar seguro ni de mí mismo. A menudo había hecho planes y luego me había sentido demasiado agotado para cumplirlos.

También estaba la inevitable cuestión de la competencia. Nos habían enseñado, inculcado, desde el primer día, inoculado como las esporas de los hongos, que el cenit de la Medicina estaba en los centros universitarios dedicados a la investigación. Allí era donde llegaban los tipos que valían. Para llegar allí había que ser residente de un centro médico universitario, primero, y para eso había que trabajar como interno en unos cuantos hospitales de primera línea. En seguida nos habían informado de que a los cuatro o cinco mejores iban a proponernos que nos quedáramos a hacer el internado: era el pasaje dorado que permitía avanzar un paso de gigante. ¡Presión! Éramos unos ciento treinta, todos buenos estudiantes, moviéndonos como locos, aprendiendo hechos y aceptando un sistema de valores que nos decía que teníamos que estar al frente. La alternativa era demasiado horrible: si fallábamos, íbamos a tener que ser médicos rurales o de pequeñas ciudades. Eso lo hacían sonar tan malo como pasar de la oficina de un ejecutivo a la recepción.

Si a uno le iba bien, no había ninguna diferencia; todos podían hacer lo mismo en el grupo. Después de todo, éramos caballos entrenados para correr y corríamos como locos. Lo importante era ser mejor que el tipo de al lado. Eso no creaba una situación apta para desarrollar amistades, precisamente, en particular cuando te faltaba tiempo y el poco que quedaba disponible, a veces, deseabas pasarlo con alguna chica.

El sistema afectaba aquellas relaciones también, en particular durante los últimos años. Al principio, ser estudiante de Medicina le daba a uno un cierto halo en las reuniones: todos pensaban que, algún día, ibas a llegar a ganar mucho dinero. Pero, de forma gradual, cuando comenzaba a apretarse el horario, no podían contar con que estuviéramos en el lugar apropiado en el momento oportuno y empezaban a considerar que corrían ciertos riesgos sociales con nosotros. De modo que todas las chicas encantadoras a las que estábamos acostumbrados, derivaban hacia terrenos más seguros. Por consiguiente, nosotros nos dedicábamos a las chicas que estaban ahí, con nosotros, las que tenían horarios tan disparatados como los nuestros. Y ellas se dedicaban a nosotros. El hospital estaba lleno de chicas: técnicas, instructoras, enfermeras, estudiantes. Muchas de ellas eran grandes chicas y, la mayoría, estaban disponibles.

Mientras nuestro entrenamiento nos forzaba dentro de un molde, nosotros nos retraíamos en nosotros mismos y en el mundo artificial de la Facultad de Medicina y el hospital. El cambio era imperceptible, casi inconsciente, pero seguro; una vez que empezábamos a subir por la rampa que llevaba a la torre de marfil, allí nos quedábamos, al menos intelectualmente. Aun cuando yo me había ido a Hawai, no me había apartado totalmente. Nunca lo haría. Todavía tenía un pie puesto en una puerta allá en el este. Esperaba que así fuera. Yo no era un rebelde ni un revolucionario; sólo me preocupaba un poco el camino que habría de tomar.

Entré en la sala donde estaban operando a la señora Takura. Caminé hacia atrás con mis manos en alto, listo para que me pusieran el delantal y los guantes. Apenas estaban llegando al interior del abdomen de la señora y el jefe de los residentes me señaló que me colocara a su izquierda. Después de empujar para llegar a mi lugar, entre él y la pantalla de la anestesia, me alcanzó las legendarias pinzas retractoras y ahí las sostuve, esta vez durante ocho horas.

Era difícil reconocer a la agradable anciana Takura. En lugar de comportarse con la amabilidad y corrección de siempre, estaba sangrando por todos lados. Le habían efectuado una colecistectomía hacía años y resultaba difícil operar en medio de las adherencias y el tejido fibroso. Después de dos horas de trabajo operatorio, nos tomamos el tiempo para hacer una pequeña fisura en el intestino para que pudiera entrar la sangre de los frascos que pendían del pecho de Carno. A medida que bajaba la presión sanguínea de la paciente, frascos llenos de sangre reemplazaban a los vacíos. Era un procedimiento largo y difícil, pero parecía que el jefe de los residentes estaba haciendo un buen trabajo. Cualquier diferencia que pudiera haber habido antes entre los presentes, desapareció cuando comenzó a invadirnos la fatiga.

Aunque usted nunca va a saberlo por las series de televisión, el humor juega un papel importante en la sala de operaciones. A menudo es de mal gusto y a expensas del indefenso paciente. La mayoría de los cirujanos pueden divertir a un equipo quirúrgico durante horas con anécdotas morbosas y de tono subido. Con mi limitada experiencia y, por consiguiente, escaso repertorio, por lo general permanecía en silencio durante aquellas «funciones», pero justo antes de ponerme serio por la señora Takura, cuando todavía todo el mundo estaba bien, me aventuré a contar mi historia favorita de la Facultad de Medicina.

Una vez apareció una señora muy obesa en un hospital, cuando sólo estaban disponibles dos internos y un residente para operar. Ella se quejaba de un terrible dolor abdominal. Metidos hasta los codos entre el tejido adiposo, los tres la examinaron, conferenciaron, reexaminaron, volvieron a conferenciar, incapaces de acertar con el diagnóstico. Finalmente ganaron los que pensaban que había que operarla del apéndice y metieron a la señora en una sala de operaciones donde, literalmente, la desparramaron sobre una mesa. Como el asunto había llegado a oídos de otros médicos, se reunieron seis o siete cuando el residente comenzó a cortar las capas de grasa para llegar a la cavidad peritoneal. Luego de cambiar las posiciones de las retractoras un montón de veces, a medida que se penetraba más y más hondo, el cirujano se detuvo e hizo ajustar la luz de su casco. Luego pidió un par de pinzas y mientras todos miraban con gran expectativa, extrajo de la dama un trozo de tela blanca. Un silencio de espanto cayó sobre la sala hasta que, al mismo tiempo, todos se dieron cuenta de que el residente había cortado hasta llegar a la mesa de operaciones.

El abdomen de la paciente era tan enorme, que se había desplazado hacia la izquierda y el residente había perdido la cavidad abdominal por completo.

Pero hacía mucho tiempo que habían terminado las risas que provocó aquel cuento. En aquel momento estábamos trabajando dentro de la señora Takura y los músculos de mis manos y mis brazos estaban como dormidos por la tensión de mantener las pinzas retractoras en una posición muy incómoda hora tras hora. Cuando llegó la hora del almuerzo y pasó, por supuesto, mi estómago emitió quejidos de protesta. Además, como siempre, me picaba la nariz. Mi vejiga estaba tan llena que no me animaba a inclinarme sobre la mesa de operaciones. El tiempo apenas se arrastraba. Casi no podía ver dentro de la herida, aunque sabía lo que estaba ocurriendo por los comentarios del cirujano. Se realizó el tedioso trabajo de coser los vasos, uniéndolos (una anastomosis lateral), y la sutura final fue realizada con dedos ya muy cansados. Cuando, por fin, pude librarme de las retractoras, casi no podía abrir los puños; se mantuvieron cerrados hasta que estiré dedo por dedo y luego los lavé con agua caliente.

Aunque ya eran casi las cuatro de la tarde, aún no habíamos concluido. Todavía temamos que cerrar la herida. Como todos los demás, yo estaba cansado, hambriento e incómodo en todo sentido. Punto tras punto, alambre, seda, alambre, lentamente avanzando por la larga incisión, desde la parte inferior hacia arriba; nudo tras nudo, progresando con lentitud hasta la última sutura facial. Colocada. Luego la piel. Cuando finalmente nos quitamos los guantes, eran más de las cinco de la tarde. Comenzaba mi gloriosa noche libre.

Oriné, escribí todas las órdenes posoperatorias, me cambié la ropa y comí algo. En ese orden exacto. Mientras cruzaba el comedor me sentía como si hubiera sido pisoteado por una manada de elefantes en celo. Estaba exhausto y, lo que era peor, profundamente frustrado. Había estado nueve horas asistiendo en cirugía. Ocho de ellas habían sido las horas más importantes de là vida de la señora Takura; sin embargo, no me sentía realizado. Sólo había soportado y yo era, probablemente, la única persona de la cual habrían podido prescindir. Ciertamente, necesitaban a alguien que hiciera la retracción, pero un esquizofrénico catatónico habría hecho lo mismo que yo. Los internos tienen avidez por trabajar duro, hasta por sacrificarse (sobre todo para ser útiles y demostrar sus habilidades especiales) con tal de aprender. Yo no sentí ninguna satisfacción, sólo un vacío amargo y un terrible cansancio.

Después de cenar, aun cuando no estaba de guardia, tenía que hacer igual el recorrido de las salas. Repetí los vendajes, drenajes y suturas; volví a escribir órdenes para fluidos endovenosos, miré los informes del laboratorio e hice una historia física y de preparación preoperatoria de un nuevo paciente con una hernia. El hipo de Roso había comenzado de nuevo, en cuanto salió de su hibernación con la Esparina. Hice caso omiso de todo lo que deseaba; así que, justificándome por el cansancio, evité entrar al cuarto de Marsha Potts.

No me era posible dormir por más que hacía casi veinticuatro horas que no lo hacía. Quería alejarme del hospital. Hablar con alguien. Mis pensamientos confusos y desagradables seguían llenándome la cabeza y no quería quedarme solo con ellos. No pude encontrar a Carno en ningún lado; probablemente estaría con su amiga japonesa. Pero Jan, ¡por suerte!, estaba allí y disponible. Ella tenía ganas de salir a dar un paseo en coche y, tal vez, nadar. Quería hacer todo lo que yo quería.

Fuimos hacia el este, hacia el plateado violáceo del atardecer. El camino nos llevó hacia arriba, hacia Pali, el lado de la isla protegido del viento. Subía el coche y se abría ante nosotros la gama de colores de la puesta de sol sobre el panorama del océano a nuestros pies. El escenario contenía una poesía tal que nos dejó en silencio hasta que nos introdujimos en el túnel y salimos en Xailua, ya a la oscuridad. Encontramos una playa donde estábamos solos.

Mi cabeza comenzó, poco a poco, a limpiarse de ideas hostiles y de los hechos del día. Las lentas manecillas del reloj y mis dedos endurecidos parecían estar muy lejos en el tiempo mientras yo flotaba en el agua, dejando que las pequeñas olas moribundas me mecieran. Luego nos tiramos sobre una colchoneta y vimos salir las estrellas.

Deseaba oír hablar a Jan, así que le hice preguntas sobre ella, su familia, sus gustos y disgustos, sus libros favoritos. De repente quería saber todo sobre ella y oírselo contar con su voz suave y melodiosa. Después de un rato, ella se aburrió de todo eso y me preguntó sobre mi día.

—Pasé todo el día en cirugía.

—¿Todo el día?

—Nueve horas.

—¡Oh! ¡Qué maravilla! ¿Qué hiciste?

—Nada.

—¿Nada?

—Bueno… prácticamente nada. Fui el retractor, el que mantiene abierta la herida y el hígado lejos para que el cirujano pueda trabajar. El verdadero doctor.

—¡Dices tonterías! —me dijo—. Lo que hiciste era importante y tú lo sabes.

—Sí, era importante. El problema está en que podía haberlo hecho cualquiera.

—No lo creo.

—Sí, ya sé que no lo crees. Ni tú ni nadie. Todos piensan que sólo un interno puede ocupar el lugar de un interno. Pero, permite que te diga que en aquella sala de operaciones nadie podía haber hecho el trabajo de una enfermera más que una enfermera lo mismo en el caso del cirujano y del anestesista. Pero ¿el mío? ¡Cualquiera podía haberme reemplazado! Un tipo de la calle. Cualquiera.

—Pero tú tienes que adquirir experiencia.

—Diste en el clavo. El interno está congelado en un punto: la retracción. A eso le llaman adquirir experiencia; ésa es la racionalización, pero es todo una gran mentira. Aprendes bastante de retracción con una operación. No se necesita un año. ¡Hay tanto que aprender! Pero ¿por qué a paso de caracol? ¡Uno se siente tan explotado! Deberían contratar a retractores y poner al interno a hacer puntos y a observar cómo trabaja el cirujano.

—¿Acaso no sabes ya hacer puntos?

Eso me paró en seco. Recordé que le había contado que no era muy bueno para eso pero, aun así, su comentario me resultó muy decepcionante. Me indicaba que no podía hacerme entender por ella y era inútil intentarlo. Aun así, me sentía mejor, casi como si mis pensamientos se hubieran enfocado mejor. Le contesté que no, que no hacía muy buenos puntos pero que era probable que aprendiera si me obligaran a hacerlos.

Ella estaba excitándome de nuevo. Terminamos corriendo hacia el agua. Era tan bella, tan llena de vida. Me daban ganas de gritar de alegría. Nos besamos y nos abrazamos y rodamos sobre la colchoneta. Yo estaba loco por ella y sabía que íbamos a hacer el amor y que ella quería hacerlo tanto como yo. Pero se sintió obligada a hablar un poco, antes, a contarme algunas cosas personales. Por ejemplo, que sólo se había acostado con un muchacho y que él la había engañado porque, en realidad, no la amaba. Esto se prolongó algo así como cinco minutos, enfriándome otra vez; hasta llegué a pensar que hacer el amor era, después de todo, una mala idea. Ella no podía entender eso y quería saber por qué. La verdadera razón, mi frustración interna, no la hubiese convencido. Por eso le dije, en cambio, que yo amaba el brillo de su pelo y su sentido de la vida pero que todavía no sabía si la amaba a ella.

Eso le agradó tanto que casi me hizo cambiar de idea de nuevo. Conduciendo de vuelta al hospital, le pedí que cantara Where Are All te Flowers Gone?, una y otra vez y me sentí en paz.

—Crees que hoy no hiciste nada, pero lo hiciste —me dijo, de repente, volviéndose hacia mí.

—¿Qué hice de bueno? —pregunté.

—Bueno… salvaste la vida de la señora Takura. Quiero decir que colaboraste aunque hayas estado pensando que deberías haber estado haciendo otra cosa.

Tuve que aceptar su idea. Una idea muy bonita que yo había casi olvidado. Por la señora Takura yo habría pasado una semana sosteniendo una pinza.

De vuelta en el hospital, me puse mi traje blanco y corrí a la UCI para ver cómo estaba ella. Su cama estaba vacía. Miré a la enfermera, preguntándole con la mirada, tratando de no pensar lo que pensaba.

—Murió. Murió hace cosa de una hora.

—¿Qué? ¿La señora Takura?

—Murió. Hará cosa de una hora.

Cuando volví a mi cuarto, pesadamente, mis pensamientos se apilaron en mi cabeza y se disolvieron en lágrimas. No me quedó más que la idea de que aquel día había sido un horrible aborto, irreversible, irredimible hasta por el acto de amor. Me acosté. Dormí muy mal.