Epílogo

22 DE NOVIEMBRE DE 1990 11.55 a.m.

—¿Qué nombre de qué calle aparece en aquel cartel? —preguntó Tristan, señalando frente a Marissa, que ocupaba el asiento del acompañante en un coche alquilado de la compañía Hertz.

—¡No lo sé! —respondió Marissa con exasperación—. No puedo verlo a menos que te adelantes un poco a ese árbol que me lo tapa.

—Tienes razón, querida —asintió Tristan, y llevó el automóvil un poco más adelante.

—Cherry Lane —leyó Marissa.

—¿Cherry Lane? —preguntó Tristan.

Se inclinó sobre el mapa que había dibujado.

—No entiendo nada de estas indicaciones.

—Tal vez sería mejor retroceder un poco y preguntar —sugirió Marissa.

Algunos minutos antes habían pasado por una estación de servicio.

De repente, Tristan levantó la cabeza.

—Mira —dijo—, puedo encontrar esa maldita casa, ¿entendiste?

Durante un momento, los dos se miraron con furia. Pero enseguida se echaron a reír.

—Lo siento —se disculpó Tristan—. Supongo que estoy un poco tenso. No quise saltar así.

—Tampoco yo —replicó Marissa—. Creo que los dos estamos un poco tensos.

—Bueno, eso sí que es subestimar las cosas —explicó Tristan—. Ni siquiera sé si Chauncey me reconocerá. Han pasado más de tres años.

—Pero tiene seis años —repuso Marissa—. Creo que sí te reconocerá. Me pregunto qué pensará de mí.

—Te adorará —sugirió Tristan—. Estoy seguro.

—Si alguna vez llegamos al lugar —bromeó Marissa.

—Confía en mí —repuso Tristan, y volvió a estudiar su mapa—. Si tan sólo pudiéramos encontrar la avenida Connolly.

—Acabamos de pasar por ella —recordó Marissa—. Estoy bastante segura de que fue la última calle que hemos cruzado.

—Entonces tendremos que dar la vuelta —afirmó Tristan mientras giraba el volante hacia la izquierda—. Algo bastante complicado, porque no se les ocurre nada mejor que conducir por el lado equivocado.

Retrocedieron una manzana y encontraron la avenida Connolly, que desembocaba en la calle Green. Quince minutos más tarde estacionaban frente a una casa blanca de tablas de madera con adornos victorianos. En el jardín delantero había un cartel en el que se leía: FAMILLA OLAFSON.

—Bueno, ya estamos —comentó y observó la casa.

—Así es —asintió Marissa—. Lo logramos.

Ninguno se movió para bajar del coche.

Marissa se sentía particularmente nerviosa. Los Olafson, la familia política de Tristan, cuidaban de Chauncey, el hijo de Tristan, desde hacía tres años. Marissa no los conocía y tampoco había visto jamás a Chauncey. Mientras ella y Tristan estuvieron ocultos, bajo la protección del FBI, les pareció poco prudente visitarlos; hasta ahora, el Día de Acción de Gracias.

Los meses pasados desde el regreso de Oriente habían transcurrido con lentitud. El gobierno los instaló en Montana, donde compartían una casa en un pueblo pequeño. A ninguno de los dos se les permitió trabajar como médicos.

Al principio, a Marissa le resultó todo muy difícil.

Tardó bastante en adaptarse a la muerte de Robert. Durante mucho tiempo se sintió responsable de esa muerte. El hecho de que se había producido en un momento en que se llevaban tan mal, no hacía sino incrementar su dolor.

Tristan la había ayudado mucho. En cierta medida, él había pasado por lo mismo, y eso le confería una empatía especial.

Sabía cuándo hablar con ella y cuándo dejarla a solas.

Además de la muerte de Robert, Marissa tuvo que enfrentarse también con la de Wendy. Debieron transcurrir muchos meses antes de que cesaran las pesadillas nocturnas con tiburones Se sentía también responsable por la muerte de su amiga.

Pero, en definitiva, el tiempo logró curar esas heridas.

Poco a poco, Marissa empezó a sentirse mejor, más ella misma.

Hasta reinició su rutina habitual de ejercicios, que consistía en correr varios kilómetros al día. El hecho de adelgazar los kilos que había aumentado durante los tratamientos de fertilidad, contribuyó en gran medida a levantarle la moral.

—Creo que será mejor que entremos —sugirió Tristan.

Pero en cuanto acabó de pronunciar aquellas palabras se abrió la puerta principal de la casa y salieron por ella una pareja y un niño.

Tristan se bajó del coche. Marissa hizo otro tanto. Por un momento, todos permanecieron inmóviles y en silencio.

Marissa miró al chiquillo. Reconoció en él rastros de Tristan en su pelo y en la forma de su cara. Después miró a la pareja.

Eran más jóvenes de lo que Marissa había supuesto. El hombre era alto y delgado, con rasgos afilados. La mujer era baja. Su pelo, muy corto, tenía hebras grises. En la mano sostenía un pañuelo de papel. Marissa comprendió que lloraba.

Las presentaciones fueron difíciles, sobre todo con Elaine Olafson luchando con sus lágrimas.

—Lo siento —se disculpó la mujer—. Pero ver a Tristan remueve en mí el dolor de la pérdida de Eva. Y nos hemos encariñado tanto con Chauncey…

Por el momento, Chauncey estaba cogido a una de las piernas de Elaine. Su mirada pasaba de su padre a Marissa.

Marissa no pudo evitar simpatizar con Elaine. La mujer había perdido a su única hija y estaba ahora a punto de perder al nieto al que había cuidado durante tres años.

Al entrar en la casa, Marissa percibió el maravilloso aroma de pavo asado. Siempre le había encantado el Día de Acción de Gracias. Sus recuerdos de las cenas de esa festividad en Virginia eran cálidos y maravillosos. Siempre fue una época segura y cómoda.

Muy pronto, Tristan y Eric se retiraron al cuarto de trabajo, latas de cerveza en mano, para ver un partido de fútbol.

Marissa y Elaine se metieron en la cocina. Después de un momento de timidez inicial, Chauncey intentó participar de lo que ocurría en ambos lados, yendo de la cocina al estudio y del estudio a la cocina a cada momento. Tristan había decidido no forzar nada. Quería que Chauncey tuviera oportunidad de acostumbrarse a él.

—Déjeme que la ayude en algo —se ofreció Marissa a Elaine.

Sabía que para una cena como ésa la tarea sería grande.

Elaine le dijo a Marissa que descansara, pero ella insistió.

Muy pronto se encontró lavando las verduras para la ensalada.

Conversaron acerca del viaje realizado aquella mañana desde Butte, Montana, a San Francisco. Pero, a medida que Elaine se serenaba, pasaron a temas más personales.

—Tristan le contó a Eric por teléfono que planeaban casarse —alegó Elaine.

—Esa es la idea —replicó Marissa.

A ella misma le costaba creerlo. Sólo algunos meses antes jamás se habría imaginado capaz de dar un paso tan trascendental. Pero el paso de la amistad al romance se inició con lentitud, y había crecido en forma constante a lo largo de los meses en que estuvieron ocultos. Y, de pronto, para sorpresa de Marissa, ese romance germinal había florecido con una intensa pasión.

—¿Piensa adoptar a Chauncey? —preguntó Elaine mientras abría el horno y comprobaba la cocción del pavo.

—Sí —respondió Marissa.

Observó a Elaine y esperó que ella la mirara.

—Sé que todo esto es muy difícil para usted —añadió Marissa—. Imagino cuánto extrañarán al pequeño. Pero hay algo que debería saber. Tristan y yo planeamos mudarnos aquí, para que Chauncey no tenga que cambiar de colegio. Y también para que estemos todos cerca. Usted y Eric lo verán con tanta frecuencia como lo deseen. Sabemos que el cambio le resultará tan difícil a Chauncey como a ustedes. Pero deseamos hacer todo lo que esté en nuestra mano para que resulte menos penoso.

—Eso es maravilloso —replicó Elaine, y sonrió por primera vez desde que ellos llegaron—. No tenía ni idea. Pensé que regresarían a Australia.

—No —siguió Marissa—. Por ahora será mejor para nosotros quedarnos aquí. Tenemos muchas cosas que dejar atrás.

Queremos empezar de nuevo.

El estado de ánimo de Elaine mejoró muchísimo con la inesperada noticia de que pensaban mudarse a Berkeley.

—Eric y yo les hemos visto en Buenos Dias America y en 60 Minutos Cuando nos enteramos de lo que se hacía en esas clínicas, quedamos consternados. ¡Lo que algunas personas hacen por dinero!

Marissa asintió.

—Me entró la risa ante lo que dijo Charlie Gibson —prosiguió Elaine—. Al comparar el cierre de la cadena de Clínicas de la Mujer con el arresto de Al Capone.

—Sí, parece algo irónico —repuso Marissa.

—Irónico del todo —convino Elaine—. Sé que la evasión de impuestos fue el único delito que pudieron probarle a Capone. Pero, después de todas las cosas espantosas que hicieron esos médicos, cuesta creer que los únicos cargos a los que deben responder son violaciones relacionadas con la contratación de personal extranjero ilegal.

—Por lo menos, las clínicas están cerradas —prosiguió Marissa—. El problema es que ha sido imposible demostrar que la BCG que se ha inoculado a miles de mujeres provino de esas clínicas en particular. Pero todavía no están a salvo.

Las investigaciones han puesto de manifiesto el hecho de que hayan realizado biopsias de cuello uterino después de Papanicolau normales. Y han descubierto esto tanto en Estados Unidos como en Europa.

—¿Ninguno de los hombres involucrados irá a la cárcel? —preguntó Elaine.

—Espero que, con el tiempo, alguno sea encarcelado —suspiró Marissa—. La novedad más alentadora es que una serie de directores de clínicas filiales han comenzado a ofrecerse a declarar como testigos a cambio de inmunidad. Con su testimonio, es posible que veamos algunas sentencias condenatorias.

Elaine se acercó a Marissa.

—Espero que condenen a esos hijos de perra —afirmó.

Al cabo de un rato, le preguntó a Marissa qué planes tenía con respecto a la fecundación in vitro.

—¿Usted y Tristan piensan intentarlo?

—¡Oh, no! —respondió con vehemencia Marissa—. Ya he pasado por demasiados ciclos. No puedo decir que haya sido una experiencia muy positiva. Pero tendremos hijos —añadió.

—Oh —exclamó Elaine, algo confundida. Tenía entendido que no podía concebir.

—En primer lugar, está Chauncey. Sé que lo querré tanto como si fuera mío. Y Tristan y yo planeamos realizar una adopción.

—¿De veras? —preguntó Elaine.

Marissa asintió.

—Adoptaremos a un bebé chino de Hong Kong.

FIN