9

30 DE MARZO DE 1990 8.15 a.m.

Robert abrió la puerta de caoba de su oficina privada en el viejo edificio del Ayuntamiento y entró. Arrojó su maletín en el sofá y se acercó a la ventana. La vista de la calle School aparecía desdibujada por ríos de lluvia que bajaban por la parte exterior de la ventana. Jamás había visto en Boston un marzo tan lluvioso.

Oyó que a sus espaldas entraba Donna, su secretaria particular, trayéndole su habitual café matinal y el montón de mensajes telefónicos.

—¡Vaya tiempo! —exclamó Donna, con marcado acento bostoniano.

Robert se dio media vuelta. Donna se había sentado a la izquierda de su escritorio para revisar los mensajes telefónicos, que era la rutina habitual de ambos. Robert la miró. Era una muchacha imponente, de casi uno ochenta de estatura. Con sus tacones altos, prácticamente lo miraba desde su misma altura.

Tenía el pelo teñido de rubio, y las raíces oscuras se veían con toda claridad. Sus facciones eran redondeadas pero no desagradables, y su cuerpo resultaba armónico gracias a los ejercicios aeróbicos diarios. Era una buena secretaria: honesta, dedicada y de confianza. También tenía necesidades simples, y por un momento Robert se preguntó por qué no se había casado con alguien como Donna. La vida habría sido mucho más previsible.

—¿Quiere azúcar con el café? —preguntó ella con voz agradable.

Donna levantó la vista de sus notas.

—¡Caramba, qué quisquillosos que estamos hoy! —bromeó.

Robert se frotó los ojos y después se sentó frente a su escritorio.

—Lo siento —se excusó—. Mi mujer me está volviendo loco.

—¿Es ese asunto de la infertilidad? —preguntó tímidamente Donna.

Robert asintió.

—Empezó a cambiar justo en la época en que advertimos que podíamos tener un problema —explicó—. Ahora, entre esta locura de la fecundación in vitro y todas las hormonas que le han administrado, está completamente fuera de sí.

—Lo lamento —repuso Donna.

—Por desgracia, ha vuelto a encontrarse con una vieja amiga de la época de la Facultad de Medicina que está en la misma situación que ella y que se comporta de forma igualmente irracional —siguió Robert—. Cada una parece fomentar las locuras de la otra. Ahora amenazan con entrar subrepticiamente en una clínica para acceder a sus archivos. Lamentablemente no me queda más remedio que tomarla en serio por el estado mental en que se encuentra: la creo capaz de cualquier cosa. Pero ¿qué puedo hacer? Esa clínica tiene guardias armados con Colts Python. Realmente estoy muy preocupado.

—¿Tienen serpientes en la clínica? —preguntó Donna, con los ojos abiertos de par en par.

—¿Qué? No, no son serpientes. Una Colt Python es un arma de fuego capaz de derribar a un rinoceronte negro.

—Le aconsejo una cosa —sugirió Donna—. Si de veras le preocupa lo que Marissa pudiera llegar a hacer, debería contratar a un detective privado durante algunos días. Podría evitar que ella se metiera en líos. Y da la casualidad de que conozco a alguien excelente en ese campo. Lo contraté para que siguiera a mi ex marido. El muy sinvergüenza estaba teniendo una aventura con dos mujeres al mismo tiempo.

—¿Cómo se llama ese investigador? —preguntó Robert.

La propuesta de Donna no era tan descabellada.

—Paul Abrums —repuso Donna—. Es el mejor. Hasta consiguió fotos de mi «ex» en la cama con las dos chicas. En momentos diferentes, por supuesto: mi marido no era de ésos.

Y, además, Paul no es muy caro.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con él? —preguntó Robert.

—Tengo el número en el índice telefónico de mi agenda —explicó Donna—. Lo buscaré.

Marissa miró por el otoscopio para tratar de ver el tímpano de la criatura que estaba sobre la mesa de examen. La madre intentaba sostener a la bebé pero no lo conseguía.

Enojada, Marissa se dio por vencida.

—No consigo ver nada —protestó Marissa—. ¿No puede sostener bien a su hija, señora Bartlett? Sólo tiene ocho meses. No puede tener tanta fuerza.

—Estoy intentándolo —respondió la madre.

—Intentarlo no basta —recriminó Marissa.

Abrió la puerta del gabinete de examen y llamó a una de las enfermeras.

—Le enviaré a alguien tan pronto pueda —exclamó Muriel Samuelson, la jefa de enfermeras.

—Por el amor de Dios —murmuró Marissa para sí.

Su tarea comenzaba a resultarle exasperante. Todo era un esfuerzo y le costaba concentrarse. En lo único que podía pensar era en la prueba de embarazo que le harían después del fin de semana.

Marissa salió del cuarto para alejarse de la bebé que gritaba, y se masajeó la nuca. Si ya estaba ansiosa, ¿cómo se sentiría el lunes, cuando esperase los resultados?

El otro tema que le ocupaba la mente era lo que ella y Wendy pensaban hacer con respecto a la Clínica de la Mujer.

Debían conseguir revisar esos archivos. Aquella mañana había ido al departamento de archivos médicos del Memorial y le había pedido a una de las empleadas que iniciara una búsqueda de casos de obstrucción granulomatosa de las trompas de Falopio. No había supuesto ningún problema. Si en la Clínica de la Mujer se mostraran tan dispuestos a cooperar…

—Doctora Blumenthal, tiene una llamada por la línea tres —chilló Muriel por entre el barullo de llantos de bebé.

—¿Y ahora qué pasa? —farfulló Marissa en voz baja.

Se introdujo en un gabinete de examen vacío y se puso al aparato.

—¿Sí? —preguntó secamente, esperando oír la voz de Mindy Valdanus en el otro extremo de la línea.

—¿Es la doctora Blumenthal? —preguntó una voz desconocida de mujer.

Era la operadora.

—¿Sí? —repitió Marissa.

—Adelante, puede hablar —siguió la operadora.

—Por la voz, pareces agobiada —empezó Dubchek.

—¡Cyrill! —exclamó Marissa—. ¡Qué sorpresa tan agradable en un día infernal! Este lugar es un zoológico.

—¿Puedes hablar un segundo o prefieres llamarme en otro momento? —preguntó Dubchek.

—Puedo hablar —explicó Marissa—. De hecho, en este momento estoy esperando que aparezca una enfermera para que me ayude a revisar a una niñita con una infección en el oído. Así que me has pillado en buen momento. ¿Qué sucede?

—Por fin puedo responder a algunas de las preguntas que me formulaste sobre la salpingitis tuberculosa —prosiguió Dubchek—. Bueno, tengo algunas novedades interesantes. Se han producido informes esporádicos de una enfermedad relacionada con la salpingitis tuberculosa procedentes de todo el país, pero en particular de las costas Oeste y Este.

—¡Vaya! —exclamó Marissa, azorada—. ¿Alguien ha podido hacer un cultivo?

—No —respondió Dubchek—. Pero eso no es extraño. Recuerda que es difícil realizar cultivos de la tuberculosis. De hecho, por lo que sé, nadie ha podido localizar un microorganismo en ninguno de estos casos.

—Qué raro —comentó Marissa.

—Sí y no —replicó Dubchek—. Por lo general, es difícil encontrar el microbio del granuloma de la tuberculosis, así suelen decir mis amigos de bacteriología. Así que tampoco le des demasiada importancia a eso. Lo que es más importante, desde un punto de vista epidemiológico, es que no existen áreas de concentración. Los casos parecen estar muy diseminados y sin relación.

—Ahora tengo cinco casos en Boston —explicó Marissa.

—Entonces Boston se gana el premio —señaló Dubchek—. Después viene San Francisco con cuatro. Pero nadie lo ha investigado a fondo. No se han iniciado estudios, de modo que estos casos representan informes fortuitos. Si alguien buscara probablemente encontraría más. De todas formas, tengo a algunas personas verificándolo aquí, en el centro.

Volveré a llamarte si se presenta algo interesante.

—Los cinco casos que yo conozco pertenecen a la misma clínica —explicó Marissa—. He iniciado una investigación en el Memorial esta misma mañana. Lo que realmente me gustaría es conseguir acceso a los archivos de esa clínica. Por desgracia, me lo negaron. ¿Podría el CCE ayudarme en ese sentido?

—No veo de qué manera —repuso Dubchek—. Haría falta un mandamiento judicial, y con la escasez de detalles y el bajo nivel de peligrosidad para la sociedad, dudo mucho que un juez extendiese ese mandamiento.

—Avísame si te enteras de algo más —concluyó Marissa.

—Eso haré.

Marissa colgó el auricular y se recostó en la pared. La idea de que el granuloma tuberculoso de las trompas de Falopio hubiera sido detectado desde distintos puntos del país acrecentaba más que nunca su curiosidad. Debía existir alguna explicación epidemiológica detrás de ese hecho. Y, por una de esas casualidades del destino, ella misma no sólo padecía esa enfermedad sino que formaba parte de la mayor concentración de casos. Había que revisar los archivos de la clínica. Era preciso encontrar más casos si es que existían.

—Doctora Blumenthal —avisó Muriel al entrar en la habitación—. En ese momento no tengo nadie para mandarle, pero la ayudaré, yo misma.

—Maravilloso —respondió Marissa—. Vamos.

La grande puerta de cristal se deslizó dejando pasar a Marissa que entró al nivel del vestíbulo del pabellón de oftalmología y otorrinolaringología del Massachusetts. Pese al frescor de última hora de la tarde, sólo llevaba puesta su delgada chaqueta blanca de médica. Después de una breve averiguación en el mostrador de información, dobló a la derecha en dirección al sector de urgencias. Allí preguntó por la doctora Wilson.

—Está en el fondo —replicó la secretaria y señaló unas puertas de batiente que se encontraban abiertas de par en par.

Marissa prosiguió con la búsqueda. Del otro lado de esas puertas había varios gabinetes de examen oftalmológico, cada uno con un sillón de tipo barbero y su lámpara especial.

Un paciente solitario estaba sentado en el primer compartimiento por el que Marissa pasó. En el segundo, la luz se encontraba apagada y dos figuras se inclinaban sobre un paciente. Marissa dio tiempo a sus ojos para que se acostumbraran a la penumbra, y así reconoció que una de ellas era Wendy.

—Ahora presiona con suavidad y mira el lugar donde lo haces —explicó Wendy, guiando al residente júnior a través de un examen especializado—. Deberías ver ya la lesión en la periferia de la retina.

—¡La veo! —exclamó el residente.

—Muy bien —convino Wendy.

Vio a Marissa y la saludó con la mano. Dirigiéndose al residente, terminó:

—Escríbelo todo y llama al residente sénior.

Wendy salió del cuarto en penumbras y parpadeó frente a la luz fluorescente del sector principal de la sala de urgencias.

—Esto sí que es una sorpresa —dijo—. ¿Qué novedades tenemos?

—Recibí una llamada muy interesante del CCE —explicó Marissa. Después bajó la voz—: ¿Dónde podemos hablar?

Wendy meditó un momento y después llevó a Marissa hacia el fondo del sector de urgencias, a una sala de láser vacía.

Cerró la pesada puerta detrás de ellas.

—No podrás creerlo —comentó Marissa.

Pasó a relatarle a Wendy el contenido de la llamada de Dubchek, en el sentido de que se enfrentaban a un problema de alcance nacional.

—¡Dios santo! Estamos al borde de un descubrimiento trascendental —exclamó Wendy, a quien se le había contagiado el entusiasmo de Marissa.

—Creo que no cabe ninguna duda de que es así —siguió Marissa—. Y sólo existe una barrera para el éxito total.

—Wingate —concluyó Wendy.

—¡Exactamente! —exclamó Marissa—. Tenemos que averiguar si existen más casos. Estoy segura de que sí. Tiene que haberlos. Cuando los tengamos todos, empezaremos a buscar áreas de factores en común en todos los sujetos en relación con el estilo de vida, el trabajo, el historial sanitario y todo lo demás. Estoy segura de que si lo hacemos con suficientes casos lograremos llegar a una teoría con respecto a la fuente de la tuberculosis y el mecanismo de transmisión. Por lo general, la transmisión es por el aire. Pero como nadie tiene lesiones en el pulmón, tal vez se realiza por otros medios.

—¿Qué propones? —preguntó Wendy.

—Es viernes por la noche. Creo que deberíamos ir a la Clínica de la Mujer y actuar como si fuéramos dueñas del lugar. Yo vine aquí con mi chaqueta blanca a modo de ensayo.

Nadie me hizo ninguna pregunta. Entré como si formara parte de la plantilla médica.

—¿Cuándo quieres que lo hagamos? —preguntó Wendy.

—¿A qué hora terminas? —inquirió Marissa.

—Ya he terminado, así que puedo irme en cualquier momento —respondió Wendy.

—Consigue una chaqueta blanca, bolígrafos y un estetoscopio —explicó Marissa—. Cuanto más refuerces tu imagen médica, mejor.

Media hora más tarde, Marissa y Wendy pasaron muy lentamente en coche por delante de la Clínica de la Mujer.

Habían mantenido hasta entonces una excitada charla pero ahora, al acercarse se sentían nerviosas, tensas y con un poco de miedo. Aunque Marissa trató de no pensar en ello, los comentarios de Robert sobre la naturaleza delictiva de lo que estaban a punto de hacer comenzaban a preocuparla.

—Todavía hay mucha actividad —indicó Wendy.

—Tienes razón —asintió Marissa.

Mucha gente entraba y salía del edificio, y todas las ventanas estaban iluminadas.

—Sugiero que vayamos a algún lugar y nos relajemos un par de horas —explicó Wendy—. ¿Qué te parece un bar?

—Ojalá pudiéramos beber alcohol —comentó Marissa—. Una copa de vino podría calmarme. Lo cual me recuerda… ¿cuándo tienes que hacerte el análisis de sangre?

—Mañana —respondió Wendy.

—Eso también te debe de poner nerviosa —repuso Marissa.

—Estoy hecha un flan —admitió Wendy.

Paul Abrums hurgó en su bolsillo delantero derecho en busca de una moneda. Una de las cosas baratas de Boston era que, si uno encontraba un teléfono ATT, la llamada local todavía costaba sólo diez centavos.

Metió la moneda en la ranura y marcó el número de la oficina de Robert. Todavía no eran las ocho de la noche, y confiaba en encontrarlo. Robert le había dicho ese mismo día que se quedaría en la oficina hasta las nueve. Después de esa hora, lo encontraría en su casa. Le dio a Paul los dos números.

Mientras el teléfono sonaba, Paul volvió la cabeza para no perder de vista el Viceroy Indian Restaurant, en Central Square. Marissa había entrado allí con su compañera hacía más de una hora. Si llegaba a salir, Paul querría enterarse.

—Hola —contestó Robert.

Estaba solo en la oficina.

—Habla Paul Abrums.

—¿Algún problema? —preguntó Robert, un poco alarmado.

—Nada serio —contestó Paul, en voz baja y pausadamente—. Su mujer se encuentra con una mujer rubia, que parece ser también medico.

—Es Wendy Wilson —señaló Robert.

—En este momento cenan en un restaurante hindú —explicó Paul—. Pasaron muy despacio con el coche frente a la Clínica de la Mujer. Pensé que se pararían, pero no lo hicieron.

—Qué extraño —comentó Robert.

—Pero hay algo más —agregó Paul—. ¿Se le ocurre algún motivo por el que un tipo asiático con traje gris esté siguiendo a su mujer?

—¡Cielos, no! —exclamó Robert—. ¿Está seguro?

—Noventa y nueve por ciento de probabilidad —respondió Paul—. Ha ido tras ella demasiado tiempo como para que se trate de una coincidencia. Lo noté por primera vez cuando su mujer abandonó la clínica pediátrica. Creo que es un tipo joven, aunque con los asiáticos nunca se sabe. Lleva un buen traje.

—Es muy extraño —repuso Robert, contento de haber seguido el consejo de Donna.

—No le robaré más tiempo —dijo Paul—. Pero me llamó la atención, y por eso le he telefoneado…

—Averigüe quién es ese tipo —indicó Robert—. Y por qué está siguiendo a mi esposa. Dios, cuánto me alegro de que usted esté ahí.

—No fue mi intención preocuparlo —prosiguió—. Todo está bajo control. Tranquilícese, ya lo averiguaré… ¡Oh! Su esposa sale ahora del restaurante. Debo irme.

Paul cortó la comunicación y cruzó la calle corriendo para meterse en su automóvil. Lo había estacionado de tal manera que pudiese ver el vehículo de las mujeres y también el que conducía el asiático. En cuanto Marissa y Wendy arrancaron, el asiático las siguió.

—¡Eso lo confirma! —murmuró Paul, y se mantuvo a poca distancia de ellos con su coche.

Mientras conducía, anotó el número de la matrícula del coche del asiático. El lunes llamaría a su amigo de la jefatura de tráfico y averiguaría a quién pertenecía aquel automóvil.

—Me siento como si estuviéramos a punto de robar un banco ——comentó Wendy—. Tengo el pulso aceleradísimo.

Bajaron del coche. Era una noche oscura y ventosa.

—A mí me pasa lo mismo —reconoció Marissa mientras las dos cerraban las portezuelas del vehículo—. Es culpa de Robert y sus comentarios respecto a que esto es un delito.

Habían estacionado el coche en el aparcamiento para empleados de la clínica al final de la calle, desierto ya a aquellas horas. Cerrándose el cuello y resguardándose del viento, caminaron de regreso al patio de la clínica. Allí se detuvieron. El lugar estaba mucho más tranquilo. Salvo por las luces del vestíbulo, la mayoría de las ventanas estaban a oscuras.

Nadie entraba ni salía del edificio.

No se veía un alma.

—¿Estás preparada? —preguntó Marissa.

—No estoy muy segura —contestó Wendy—. ¿Cuál es nuestro plan?

Además de sentirse nerviosa, Wendy temblaba ahora de frío.

La temperatura había descendido y el viento era helado.

Y las delgadas chaquetas blancas que usaban no les proporcionaban ningún abrigo.

—Tenemos que encontrar una terminal de ordenador —explicó Marissa, gritando por encima del rugido del viento—. No importa dónde, siempre y cuando estemos solas un rato.

Vamos, Wendy. Nos congelaremos si nos quedamos aquí.

—Muy bien —repuso Wendy, y respiró hondo—. Entremos.

Sin demorarse más, cruzaron el patio y ascendieron los escalones. Al pasar junto al macizo de rododendros, las dos mujeres lo miraron con temor, recordando vívidamente el horroroso destino de Rebecca Ziegler.

Marissa trató de abrir la puerta pero descubrió que estaba cerrada con llave. Ahuecó las manos y espiró hacia dentro a través del vidrio. Un equipo de personal de limpieza se dedicaba a lustrar el piso de mármol con enceradoras eléctricas. Golpeó el vidrio varias veces, pero no le respondieron.

—¡Maldición! —exclamó Marissa.

Examinó el patio buscando otra puerta pero no había ninguna.

—¿Quién podía suponer que ya habían cerrado la puerta con llave? —protestó Marissa.

—Estoy muerta de frío —replicó Wendy—. Volvamos un momento al coche para planear otra estrategia.

Se dieron media vuelta y descendieron los escalones. Al cruzar el patio, apareció un hombre que también se dirigía a la clínica.

—La puerta está cerrada —le advirtió Wendy cuando pasó junto a ella.

Pero el hombre siguió caminando. Entonces, en la entrada al patio apareció otro hombre, que también enfilaba hacia la entrada de la clínica.

—La puerta está cerrada —repitió Wendy.

Las mujeres doblaron hacia la derecha y caminaron con rapidez hacia la zona de estacionamiento. De pronto, Marissa se detuvo, se volvió y se colocó frente a la entrada al patio.

—¡Vamos! —la apremió Wendy.

En ese momento apareció el primer hombre y, a continuación, el segundo. Al ver que las mujeres los observaban, en seguida desaparecieron en distintas direcciones.

—¿Qué ocurre? —preguntó Wendy.

—¿Viste al primero de esos hombres? —inquirió Marissa.

—Más o menos —respondió Wendy.

Marissa se estremeció, pero esta vez no por el frío.

—Me dio un miedo terrible —explicó y empezó a caminar de nuevo—. Me recordó un «viaje» espantoso que tuve una vez con la quetamina. ¡Algo extrañísimo!

Ya en la zona de estacionamiento, Wendy buscó las llaves.

Tenía los dedos helados, así que le costó manipularlas.

Ya dentro del coche, abrió la puerta del acompañante para Marissa. Después puso en marcha el motor y encendió la calefacción.

—Tuve una sensación extrañísima al ver a ese hombre —comentó Marissa—. Fue casi como abandonarse, como ir hacia atrás. ¿Cómo es posible eso a partir de una alucinación?

—Yo tuve una mala experiencia una vez con marihuana —murmuró Wendy— cada vez que la fumaba pasaba lo mismo. Y eso fue el fin de la marihuana para mí.

—Hace poco sufrí una especie de relampagueo. Robert y yo estábamos en un restaurante chino. Algo rarísimo.

—Bueno, tal vez se debió a eso —replicó Wendy—. Creo que el primer tipo era chino. O, cuando menos, asiático.

—Seguro que ahora conseguirás que yo parezca una especie de fanática de lo subconsciente —alegó Marissa con una risa forzada.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Wendy.

—Supongo que no caben muchas opciones si las puertas están cerradas con llave —repuso Marissa.

—¿Y si vamos al sector de hospitalización, al otro lado de la calle, y cruzamos por el pasillo que lo conecta con la clínica? —sugirió Wendy.

—¡Gran idea! —exclamó Marissa—. Supongo que se necesita genialidad para ver lo más obvio. ¡En marcha!

Wendy sonrió, orgullosa de haber proporcionado una posible solución.

Marissa y Wendy descendieron de nuevo del coche y corrieron hacia la entrada del sector de hospitalización y de urgencias, frente al edificio principal de la clínica.

La puerta no estaba cerrada. Marissa y Wendy entraron sin problemas. Una vez dentro, avanzaron por un corto pasillo que se abría hacia una sala de espera. Unos pocos hombres leían revistas. Sobre la pared de la derecha había una oficina de seguridad con cristaleras. Directamente enfrente, se veía un escritorio de recepción, detrás del cual se hallaba sentada una enfermera leyendo una novela.

—Humm… —murmuró Wendy.

—No te dejes dominar por el pánico —susurró Marissa—. Sigue caminando como si trabajaras aquí.

Las dos mujeres se acercaron al escritorio, y doblaban hacia la derecha en dirección al corredor principal cuando la mujer bajó el libro.

—¿Puedo ayudarle? ¡Oh, disculpe doctoras! —se limitó a decir.

Marissa y Wendy no contestaron. Sonrieron a la mujer y prosiguieron la marcha por el pasillo hasta la caja de la escalera. Cuando transpusieron la puerta y la cerraron, rieron nerviosamente.

—Quizá esto resulte sencillo, después de todo —observó Wendy.

—No nos confiemos —advirtió Marissa—. Este truco no resultará si llegamos a cruzarnos con alguien que pueda reconocernos, como, por ejemplo, nuestros propios médicos.

—Muchísimas gracias —bromeó Wendy—. Como si ya no tuviera suficientes preocupaciones.

Empezaron a subir por la escalera.

—¡Demonios! —farfulló Paul Abrums, al ver que el asiático entraba en el sector de hospitalización de la Clínica de la Mujer.

Lo que había empezado como un trabajo sencillo se estaba complicando por momentos. Sus primeras órdenes fueron limitarse a seguir a Marissa, descubrir qué tramaba y, si llegaba a entrar en la Clínica de la Mujer, impedir que hiciera algo ilegal. Pero eso fue antes de que apareciera el misterioso asiático. Y ahora Robert quería que descubriera quién era aquel tipo. ¿Qué era más importante? Paul no lo sabía.

Su indecisión hizo innecesario elegir qué curso de acción seguir.

Puesto que había dejado que las dos mujeres entraran solas en la clínica, se veía obligado a seguir al chino.

Paul apagó su cigarrillo, cruzó corriendo la calle y abrió la puerta de la clínica justo a tiempo para ver al asiático avanzar hacia la derecha por un pasillo.

Paul se apresuró a seguirlo, estudiando la zona. Primero vio el escritorio de la recepcionista, tras el que una enfermera leía una novela. Después vio la sala de espera, con algunos hombres sentados leyendo revistas. Al notar movimiento detrás de un panel de vidrio a su derecha, Paul aminoró la marcha. Cuando miró hacia dentro comprendió de que se trataba.

Ahí estaba el asiático al que venía siguiendo, hablando con un guardia uniformado.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó la mujer frente al escritorio.

Había bajado el libro y miraba a Paul por encima de sus gafas.

Paul se acercó al escritorio. Con aire ausente jugueteó con una pequeña caja de clips, mientras trataba de idear una artimaña suficientemente convincente.

—¿La señora Abrums ha sido internada ya aquí? —preguntó.

—No lo creo —respondió la mujer. Revisó la hoja de papel que tenía en una tablilla con sujetapapeles—. No, no se encuentra aquí.

—Supongo que entonces tendré que esperar —repuso Paul, y volvió a mirar hacia la oficina de seguridad con el panel de vidrio.

El asiático y el guardia uniformado parecían mantener una animada conversación debajo de la ventana.

Intentando no ponerse en evidencia, Paul echó a caminar por la sala de espera, simulando impaciencia y mirando alter nativamente su reloj y la puerta.

Cuando la mujer se enfrascó de nuevo en la lectura, Paul se internó en el mismo corredor por el que había entrado el asiático. Unos tres metros más allá estaba la entrada a la oficina de seguridad. La puerta se encontraba entornada.

Al ver una fuente de agua al final del pasillo, Paul se acercó a ella a paso vivo. Después de beber, echó a andar de vuelta a la sala de espera, deteniéndose por el camino junto a la puerta abierta de la oficina de seguridad.

Los dos hombres no se habían movido de la ventana. Paul alcanzó a ver que miraban una serie de monitores de televisión montados debajo del antepecho. Paul intentó oír lo que decían, pero le resultó imposible; hablaban en otro idioma. Dio por sentado que era chino, pero no era ningún experto. El otro detalle que le llamó la atención fue que el guardia estaba armado con una Magnum 357, un arma cuando menos inusual para el servicio de seguridad de un hospital. Como agente de policía jubilado le parecía muy extraño el tamaño del arma, si, muy extraño.

—¡Maldición! ¡Están cerradas! —exclamó Wendy después de tratar de abrir las puertas de incendios que comunicaban con el edificio principal de la clínica.

Habían cruzado la calle por el pasadizo elevado acristalado y pensando que habían solucionado el problema de la entrada, hasta que se toparon con esa barrera final.

—No se me ocurre ninguna otra idea —dijo Wendy—. ¿Y a ti?

—Creo que acabamos de quemar nuestro mejor cartucho —comentó Marissa—. Supongo que deberemos probar nuestra artimaña de día, cuando la clínica esté abierta.

Las mujeres se dieron media vuelta y emprendieron el regreso deprisa por el pasadizo elevado. No querían ser vistas desde la calle. Pero antes de llegar al sector de hospitalización Wendy se detuvo.

—Espera un segundo —dijo—. Esta parece ser la única conexión entre los dos edificios.

—¿Y? —preguntó Marissa.

¿Dónde están las cañerías del agua, de la calefacción, de la electricidad? —inquirió Wendy—. No pueden haber construido instalaciones de servicio separadas para los dos edificios. Sería muy poco práctico.

—¡Tienes razón! —reconoció Marissa—. Probemos de nuevo con la caja de la escalera.

Regresaron a la escalera, descendieron al nivel del sótano y abrieron la puerta. El pasillo que se encontraba del otro lado estaba muy mal iluminado y, por lo que alcanzaban a ver, desierto. Prestaron atención un momento, pero no oyeron ningún ruido. Entraron allí con cautela y empezaron a explorarlo.

La mayoría de las puertas del pasillo que daban hacia el edificio principal estaban cerradas con llave. Las que era posible abrir resultaron ser almacenes. Más adelante, para alegría de las dos mujeres, el mismo corredor doblaba en dirección al edificio principal.

Corrieron precipitadamente hacia atrás. Alguien avanzaba en su dirección. Casi al mismo tiempo escucharon el ruido de pisadas que se acercaban y que reverberaban en aquel estrecho pasillo.

Aterrorizadas, Marissa y Wendy retrocedieron hacia los ascensores. No tenían demasiado tiempo. Las pisadas se hacían cada vez más fuertes. Con desesperación, tantearon las puertas que encontraron por el camino, con la esperanza de que alguna no estuviera cerrada con llave.

—¡Aquí! —susurró Wendy.

Había descubierto un cuarto para artículos de limpieza, con un fregadero y fregonas. Marissa se deslizó adentro y Wendy la siguió y cerró la puerta tras de sí.

Las dos mujeres contuvieron la respiración cuando las pisadas pasaron delante de ellas. No tenían idea de si las habían visto o no. Cuando los pasos sobrepasaron a la puerta del cuarto en el que estaban escondidas, Marissa y Wendy suspiraron aliviadas. Oyeron que las puertas del ascensor se abrían y cerraban. Después, silencio.

—Dios —murmuró Wendy—. No creo que mis nervios soporten más esta situación.

—Es una suerte que quienquiera que fuese no nos haya visto —observó Marissa—. Dudo mucho que nuestras chaquetas de médico nos sirvieran de mucho en este caso.

—Salgamos antes de que me dé un infarto —apremió Wendy.

Marissa abrió la puerta con cautela. El corredor estaba vacío. Aventurándose hacia él, regresaron al lugar donde el pasillo doblaba hacia el edificio principal. No se veía a nadie.

—Muy bien —dijo Marissa—. Adelante.

El pasillo descendía y después volvía a subir. Una serie de cañerías gruesas cubrían la pared izquierda y el techo.

Al final de ese corredor, llegaron a otra puerta de incendios.

Pero ésa no estaba cerrada. Al cruzarla, entraron en el sótano del edificio principal de la clínica.

Una luz roja con el cartel de SALIDA marcaba la puerta. Wendy y Marissa entraron y subieron corriendo dos tramos de la escalera, pasando por la planta baja donde los empleados de limpieza habían estado trabajando un rato antes.

Junto a la puerta que conducía al primer piso, se detuvieron un momento y prestaron atención hacia cualquier sonido que indicara actividad. Por suerte, el lugar estaba silencioso como un mausoleo.

—¿Lista? —preguntó Wendy, y apoyó el hombro contra la puerta.

—Tan lista como puedo estarlo —respondió Marissa.

Wendy empujó la puerta contra la presión del cierre automático. El vestíbulo que se encontraba más allá estaba oscuro, y la luz fluorescente de la escalera se derramó sobre el suelo pulido formando un brillante charco luminoso. Después de escuchar un momento más, salieron de la caja de la escalera y dejaron que la puerta se cerrara silenciosamente detrás de ellas.

La luz se extinguió al cerrarse la puerta. Esperaron un momento para que sus ojos se adaptaran a la oscuridad; una luz muy leve se filtraba de las luces del exterior. Cuando pudieron ver de nuevo, no les costó mucho orientarse. Estaban justo del otro lado de los ascensores principales, cerca de la sala de espera de la unidad in vitro. Un sector de la clínica que ellas conocían demasiado bien.

Avanzaron con lentitud por el pasillo y llegaron a la sala de espera. Allí la iluminación era algo mejor.

Marissa y Wendy rodearon el escritorio de la recepcionista y avanzaron en línea recta hacia el acceso al pasillo principal.

Allí se abrían los consultorios médicos, los gabinetes de examen, las salas de cirugía menor ambulatoria y el laboratorio de FIV.

La primera puerta que abrieron correspondía a un consultorio de examen. A la tenue luz proveniente del vestíbulo, el lugar adquiría un aspecto particularmente siniestro. La camilla de acero inoxidable brillaba en la oscuridad y, con sus estribos, parecía más un aparato medieval de tortura que un elemento más del instrumental médico.

—Este sitio me pone los nervios de punta —dijo Wendy cuando rodearon la habitación.

—A mí me pasa lo mismo —repuso Marissa—. Además, aquí no hay ninguna terminal.

—Miremos en los consultorios de los médicos —sugirió Wendy—. Sabemos que debería haber una terminal en cada uno.

Más adelante, en el pasillo se veían algunas luces mortecinas procedentes de las puertas con vidrieras de los laboratorios; por lo demás, toda la clínica estaba a oscuras. Se movieron con rapidez pero con cautela; Marissa trataba de abrir las puertas de los consultorios de la izquierda mientras Wendy hacía otro tanto con las de la derecha. Todas estaban cerradas con llave.

—¡Pues sí que son cuidadosos! —protestó Marissa—. Este lugar parece más un banco que una clínica.

—No creo que ninguno de los consultorios esté abierto —dedujo Wendy, y se detuvo en mitad del vestíbulo—. Regresemos y probemos en la sección de ultrasonidos. Creo que cada una de las unidades posee terminales.

—Yo seguiré intentándolo en el resto de los consultorios —explicó Marissa—. Tú ve a ultrasonidos.

—¡De ningún modo! —exclamó Wendy—. No pienso ir a ningún lugar sola. No sé cómo te sentirás tú, pero yo estoy aterrada.

—Yo también —admitió Marissa—. La idea de venir aquí sonaba mucho mejor antes de entrar.

—Quizá deberíamos marcharnos —replicó Wendy—. No está saliendo demasiado bien.

—Probemos primero en ultrasonidos —prosiguió Marissa—. Al menos queda camino de la salida.

Las mujeres volvieron sobre sus pasos en dirección al sector de espera. El aullido de una sirena las sobresaltó. La sirena aumentó de volumen y finalmente cesó. Con enorme alivio se dieron cuenta de que sólo era un coche de policía que pasaba por la calle.

—¡Dios! —exclamó Wendy—. ¡Qué nerviosas estamos!

Al pasar por segunda vez junto al escritorio de la recepcionista, probaron el picaporte de la puerta que conducía al sector del pasillo, más estrecho, decididas a tratar de entrar en alguna de las tres salas de ultrasonidos. Lograron abrir la primera puerta que probaron.

—¡Buena señal! —exclamó Marissa.

Puesto que no había ventanas desde las que pudieran ser vistas, encendieron la luz. Marissa se acercó a la puerta que conducía a la sala de espera y, después, a la puerta de la sala de ultrasonidos.

La habitación tenía sólo seis metros cuadrados y dos entradas: las que acababan de usar y otra que daba al laboratorio. La unidad de ultrasonidos dominaba la parte posterior del cuarto, junto con la camilla de examen. Todos los complejos instrumentos electrónicos estaban conectados a una consola que incluía una terminal de ordenador.

—¡Eureka! —exclamó Wendy al acercarse a la terminal.

Se sentó en una banqueta con ruedas y se aproximó más a la consola.

—No te importa, ¿verdad? —preguntó Wendy—. La informática fue mi segunda asignatura en el instituto.

—En absoluto —replicó Marissa—. Tenía la esperanza de que tú te encargaras de esa parte.

—Cruza los dedos —dijo Wendy cuando apretó el interruptor del ordenador.

La pantalla parpadeó y empezó a emitir un resplandor verde espectral.

—De momento, todo está saliendo bien —comentó Wendy.

—¡Ajá! —exclamó Alan Fong, el guardia de seguridad con uniforme—. Tenías razón. Las mujeres han entrado.

Hablaba con excitación en chino o, para ser más exactos, en un dialecto cantones.

Señaló un punto luminoso en medio de un panel situado debajo de los monitores de televisión. El panel mostraba un esquema del sistema de vigilancia informatizado de la clínica.

—¿Dónde están? —preguntó David Pao en el mismo dialecto.

—Han entrado en el ordenador de una de las salas de ultrasonidos —respondió Alan.

Oprimió la tecla de los monitores de la sala de ultrasonidos en su propia terminal.

—No están en esa sala —explicó Alan.

Introdujo otra orden en el ordenador. La pantalla del monitor permaneció en blanco.

—¿Problemas? —preguntó David Pao.

—Tampoco están en esa sala —explicó Alan, e introdujo el código para la tercera sala de ultrasonidos.

La pantalla del monitor parpadeó. Después, apareció una imagen en la que se veía a Wendy sentada frente a la terminal del ordenador incorporada a la consola de ultrasonidos.

Marissa estaba de pie junto a ella.

—¿Quieres que lo grabe? —preguntó Alan.

—Por favor —respondió David.

Alan introdujo una cinta en un vídeo y lo conectó electrónicamente al monitor apropiado. A continuación oprimió la tecla de grabación.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Alan.

—No tiene importancia —explicó David—. Probablemente ya es suficiente.

Alan detuvo la cinta, la sacó y la etiquetó.

—Es hora de que les hagamos una visita —indicó David.

Extrajo del bolsillo un par de guantes negros de cuero y se los puso.

Alan extrajo un revólver de canon largo de su funda y comprobó el tambor. Estaba cargado con cartuchos de punta blanda.

En el rostro sereno de David se insinuó una sonrisa sarcástica.

—Espero que no se resistan.

—No te preocupes —explicó Alan—. Siempre podemos hacer que se resistan.

—Es bastante sencillo. Aquí están mis datos.

Después de haber tecleado los códigos adecuados, Wendy introdujo su número de la seguridad social a través del teclado de la terminal. En cuando oprimió la tecla de ejecución, la página de información de su archivo de la Clínica de la Mujer llenó la pantalla.

—¡Qué te he dicho! —comentó Wendy, evidentemente complacida.

Cuando estaba a punto de pasar la página siguiente, Marissa la detuvo y señaló la categoría laboral que figuraba.

—¿Qué es esto de «trabajadora en el campo de la salud»? —preguntó Marissa.

—Un simple engaño —explicó Wendy—. No quería que supieran que era doctora. Temía que en el General se enteraran de que yo era paciente aquí y entonces mi vida privada dejara de serlo.

Marissa se echó a reír.

—Yo hice algo parecido por la misma razón —explicó luego y preguntó—: Ahora que podemos hacer aparecer nuestros historiales, ¿cuál es la mejor manera de proceder?

—En teoría resulta sencillo —prosiguió Wendy—. Lo que necesitamos es el código de acceso para el archivo de obstrucción granulomatosa de las trompas de Falopio. Tenemos que encontrarlo. Espero que aparezca en mi historial clínico o en el tuyo.

—También podemos utilizar la historia clínica de Rebecca Ziegler —explicó Marissa, y buscó el número de la seguridad social de la mujer fallecida.

Releyeron toda la historia de Wendy, prestando particular atención a la página que contenía la patología de la biopsia de sus trompas de Falopio. Cuando llegaron a la última página, ya contaban con varios números que podían corresponder al código de acceso. Marissa los anotó.

—Bueno, aquí no hay nada que no supiera ya —afirmó Wendy—. Por lo menos nada que pudiera inducirme a saltar por la ventana. Veamos tu historial.

—Primero revisemos el de Rebecca —sugirió Marissa, y le entregó a Wendy el número de la seguridad social.

—La pantalla se puso blanca unos segundos y respondió con un cartel que rezaba: ARCHIVO NO ENCONTRADO.

—Me lo temía —comentó Marissa—. Muy bien, pasemos a la mía.

Le dio a Wendy su número de seguridad social, que ella introdujo. Muy pronto, el historial clínico de Marissa apareció en la pantalla.

Wendy hizo pasar el historial hasta llegar a la página de patología. Tras leer con atención encontraron varias anotaciones que también figuraban en el historial de Wendy.

—Qué curioso —comentó Wendy—. Comprueba el informe microscópico.

Marissa empezó a leerlo de nuevo.

—¿No notas nada raro?

—No lo creo —repuso Marissa—. ¿Qué te ha llamado la atención?

—Veamos si te das cuenta —animó Wendy.

Buscó su historial e hizo aparecer en pantalla la página correspondiente a patología.

—Lee el informe microscópico —indicó.

Marissa lo hizo.

—Muy bien —comentó al terminar—. ¿Qué piensas?

—¿Todavía no lo ves? —preguntó Wendy—. Espera un segundo.

En la pantalla volvió a aparecer la página de patología de la historia de Marissa.

—Vuelve a leer —sugirió Wendy.

Cuando Marissa terminó, miró a su amiga.

—Ahora me doy cuenta —comentó—. Son exactamente iguales. Palabra por palabra.

—Exactamente —asintió Wendy—. ¿No te parece extraño?

Marissa reflexionó un momento.

—No, supongo que no —repuso—. Estos informes evidentemente han sido dictados. Y los médicos suelen dictar mecánicamente cuando se trata de casos similares. Estoy segura de que has oído a los cirujanos hacerlo. A menos que se presente una complicación, sus instrucciones son siempre calcadas. Yo pienso que hay más casos aquí, en la Clínica de la Mujer: algo que hemos sospechado todo el tiempo.

Wendy se encogió de hombros.

—Tal vez tengas razón —aceptó—. Al principio a mí me pareció raro. De todas formas, volvamos a lo que estábamos haciendo. Lo intentaré con lo que encontramos en las dos historias.

Wendy empezó a probar varias combinaciones de letras y números que Marissa había anotado. La tercera hizo aparecer en la pantalla una lista de dieciocho números que parecían corresponder a seguros sociales.

—Esto parece prometedor —comentó Wendy mientras se disponía a imprimir la lista.

El único sonido que hasta ese momento se oía en la sala de ultrasonidos era el tableteo casi imperceptible del teclado del ordenador. Pero exactamente cuando Wendy estaba a punto de oprimir la tecla de impresión, Marissa oyó que una puerta se abría no muy lejos de allí.

—¡Wendy! —susurró—. ¿Has oído eso?

Wendy respondió apagando la terminal y la luz. Quedaron sumidas en una profunda oscuridad.

Durante varios minutos, las dos mujeres se esforzaron por captar el menor sonido. Todos sus temores previos se concentraron en ese único momento. Contuvieron la respiración.

A lo lejos oyeron el sonido de un compresor de refrigeración que se ponía en funcionamiento en un laboratorio. Como escuchaban con tanta atención, alcanzaron a oír hasta un autobús que se desplazaba por la calle Mt. Auburn, a casi una manzana de distancia.

Tanteando con sigilo, cada una encontró la mano de la otra, y eso les proporcionó cierta tranquilidad. Pasaron cinco minutos.

Por último, Wendy habló en un susurro apenas audible.

—¿Estás segura de que oíste una puerta?

—Eso creo —respondió Marissa.

—Entonces lo mejor será que salgamos de aquí —sugirió Wendy—. De pronto, he tenido un presentimiento.

—Mantenemos la calma —añadió, aunque ella no estaba en absoluto tranquila—. Vayamos hacia la puerta.

Cogidas de la mano y temerosas de encender la luz, avanzaron muy despacio a ciegas, con los brazos libres extendidos hacia delante para no tropezar. Dieron medio paso cada vez hasta tocar la pared. Después, se desplazaron a lo largo de ésta hasta llegar a la puerta junto al pequeño vestíbulo.

Tan silenciosamente como pudo, Marissa abrió la puerta, primero unos centímetros, después un poco más. Al final del corto pasillo alcanzaron a ver una débil luz procedente de las ventanas de la sala de espera.

—¡Dios mío! —exclamó Marissa—. La puerta de la sala de espera está abierta. Sé que la cerré.

—¿Qué hacemos? —preguntó Wendy.

—No lo sé —contestó Marissa.

—Tenemos que llegar a la caja de la escalera —urgió Wendy.

Durante un momento, las dos se quedaron paralizadas por la indecisión. Dejaron pasar otro par de minutos. Ninguna oyó más ruidos.

—Quiero irme de aquí —insistió por fin Wendy.

—Muy bien —fue la respuesta de Marissa, que también estaba impaciente por desaparecer de aquel lugar.

Juntas recorrieron el pasillo hasta la entrada de la sala de espera. Lentamente se asomaron y escrutaron por entre las sombras. Más allá de la sala de espera y en un vestíbulo reducido alcanzaron a ver la señal luminosa roja SALIDA, que indicaba el acceso a la caja de la escalera.

—¿Preparada? —preguntó Marissa.

—¡Vamos! —repuso Wendy.

Las dos mujeres corrieron por el sector de espera en dirección al vestíbulo que las conduciría a la escalera. Pero no lo lograron. Se detuvieron en seco cuando Marissa emitió una exclamación ahogada de sorpresa. Directamente frente a ellas, una figura acababa de salir de uno de los ascensores.

Su cara quedaba oculta por las sombras.

Wendy y Marissa dieron media vuelta con la esperanza de regresar a la sala de ultrasonidos. Pero se detuvieron de nuevo.

Para espanto de ambas, apareció otra sombría figura.

Las dos sombras amenazadoras comenzaron a avanzar.

Arrinconadas por delante y por atrás, se hallaban atrapadas.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Marissa. Trató en vano de que su voz adquiriera un tono autoritario—. Soy la doctora Blumenthal, y ésta es la doctora…

Pero no pudo terminar la frase. Un puño se proyectó desde la oscuridad y golpeó contra el costado de su cabeza, lanzándola al suelo con un terrible zumbido en los oídos.

—¡No la golpee! —gritó Wendy.

Trató de acudir en ayuda de Marissa, pero recibió un trato similar. Cuando quiso percatarse, estaba tendida sobre la alfombra.

Entonces se encendieron las luces.

Marissa parpadeó ante el súbito resplandor. Sentía pulsaciones en la cabeza a causa del golpe. Se incorporó hasta quedar sentada y se frotó el lugar del impacto, justo encima de la oreja izquierda. Después se observó la palma de la mano limpia.

Miró al hombre que se hallaba de pie junto a ella. Era un guardia de seguridad con un uniforme verde oscuro, impecablemente planchado, y con charreteras. Marissa advirtió que era asiático. El le sonrió, y sus ojos relampaguearon como ónice negro.

—¿Por qué me ha pegado? —preguntó Marissa.

Jamás hubiera esperado una violencia semejante.

—¡Ladronas! —exclamó con sorna el guardia en un inglés con acento extranjero.

Su brazo volvió a proyectarse hacia fuera y abofeteó a Marissa en el mismo lugar en que la había golpeado antes.

Marissa sintió un dolor intenso y cayó de nuevo encima de la alfombra.

—¡Basta! —gritó Wendy mientras intentaba ponerse de pie.

Pero el hombre del traje gris le pateó los pies y también ella volvió a caer al suelo; el golpe le quitó todo el aire de los pulmones. Débilmente, trató de respirar.

—¿Por qué hacen esto? —gritó Marissa.

Logró apoyarse en las manos y las rodillas, y después consiguió realizar que estaba frente a dos lunáticos. Intentó hablar de nuevo, pero antes de que tuviera tiempo de decir nada, la pesadilla provocada por la quetamina volvió a ella con tanta fuerza como en el restaurante chino, sumándose al pánico que sentía.

—¡Ladronas! —repitió el guardia.

Con despiadada crueldad, se acercó a Marissa y la golpeó por tercera vez, arrojándola contra el escritorio de la recepcionista.

El escritorio frenó la caída de Marissa y algunos bolígrafos y una grapadora cayeron al suelo.

El instinto de supervivencia le aconsejaba que tratara de huir, pero no podía dejar a Wendy allí. Marissa fulminó a su atacante con la mirada.

—¡No somos ladronas! —gritó—. ¿Está loco?

La sonrisa del guardia se ensanchó hasta convertirse en una mueca repugnante que dejaba al descubierto sus dientes cariados. Casi al instante, su expresión se tornó severa.

—¿Y usted me llama loco? —gruñó, y estiró el brazo en busca de su arma.

Con los ojos abiertos de par en par por el terror que sentía, Marissa vio cómo el hombre levantaba el revólver y apuntaba el cañón directamente hacia ella. Oyó el horripilante clic metálico cuando el guardia amartilló el arma. Iba a disparar contra ella.

—¡No! —gritó Wendy.

Había recuperado el aliento y se estaba incorporando del suelo.

Marissa no podía hablar. Pensó en suplicarle al hombre que no disparara, pero las palabras no le salían por la boca. Estaba paralizada de miedo. No podía apartar la vista del agujero negro del cañón del revólver y se abrazó para esperar la detonación.

—¡Un momento! —gritó una voz.

Marissa se sobresaltó, y después abrió los ojos. El arma no se había disparado. Inhaló una bocanada de aire mientras la pistola que la apuntaba descendía. Ni siquiera se había dado cuenta de que contenía la respiración.

Lentamente logró que su mirada se elevara hasta la cara del guardia, que miraba con incredulidad en dirección al corto pasillo que conducía a los ascensores y a la caja de la escalera. Allí, de pie, blandiendo un arma con las dos manos, apareció una figura masculina. Y el arma apuntaba directamente al guardia.

—¿No creéis que se os va un poco la mano? —preguntó el desconocido—. Quiero que coloquéis el revólver sobre el escritorio y os pongáis contra la pared. Nada de movimientos rápidos. He disparado contra muchas personas en mi vida. Una más no importaría.

Por un momento, nadie se movió ni habló. La mirada del guardia de seguridad oscilaba desde el intruso recién llegado al chino del traje gris. Parecía estar reflexionando sobre si debía o no obedecer.

—¡El revólver sobre el escritorio, he dicho! —repitió el desconocido. Y, dirigiéndose al hombre del traje gris, agregó—: ¡Tú no te muevas!

El hombre había empezado a rodear el recinto.

—¿Quién es usted? —preguntó el guardia.

—Paul Abrums —respondió el hombre—. Sólo un policía retirado que trata de ganar algunos dólares para complementar su jubilación. Ciertamente, es una suerte que estuviera aquí para impedir que las cosas se salieran de madre. No volveré a repetirlo: ¡el revólver encima del escritorio!

Marissa se hizo a un lado cuando el guardia se aproximó al escritorio de la recepcionista y dejó allí su revólver.

Wendy se levantó del suelo y se acercó a Marissa.

—Ahora —dijo Paul—, caballeros, si hacen el favor de acercarse a la pared y apoyar las manos contra ella, me sentiré mucho mejor.

Los dos asiáticos se miraron y después obedecieron. Paul se acercó al escritorio y tomó el arma. Se la metió en el bolsillo del pantalón. Fue hacia donde estaban los hombres, se puso detrás del guardia y lo cacheó por si escondía otra arma.

Satisfecho, se preparó para hacer lo mismo con el hombre del traje gris.

En un santiamén, el hombre del traje gris se giró en redondo con una patada e hizo volar por el aire el revolver del policía. Cayó al suelo cerca de las ventanas.

Sin perder un segundo, el hombre se agazapó. Con otro alarido, asestó una segunda patada contra la cabeza de Paul.

Después de haber sido sorprendido con el primer golpe, Paul estaba preparado para el segundo. Experto peleador callejero, esquivó la patada, agarró una silla y la estrelló contra su adversario. La silla y el hombre terminaron enredados por los suelos.

Inmediatamente, el guardia de seguridad adoptó una postura que sugería un más que posible conocimiento de las artes marciales. Se acercó a Paul desde un lado mientras éste trataba en vano de extraer el Colt de cañón largo del bolsillo del pantalón. Desistiendo en su empeñó, Paul aferró la lámpara de una mesita auxiliar y la usó para frenar los rapidísimos golpes del guardia.

Cuando más sillas empezaron a volar por los aires, Marissa y Wendy cruzaron corriendo la puerta que daba al sector de ultrasonidos. Sólo tenían una meta en mente: regresar a la seguridad del sector de hospitalización.

Abrieron de golpe la puerta de la sala de ultrasonidos donde estaban minutos antes, apagaron en seguida la luz y corrieron a través de la puerta hacia el laboratorio. Una vez allí, Wendy encontró el interruptor de luz y la encendió. Marissa cerró la puerta. Al advertir que tenía llave, la echó.

Prosiguieron su camino, saltando entre bancos del laboratorio e incubadoras, hacia la puerta que conducía al pasillo principal. Antes de poder llegar a ella, oyeron que golpeaban la puerta que daba a la sala de ultrasonidos, detrás de ellas, y, después, que un golpe hacía añicos el panel de vidrio.

Alcanzaron por fin la puerta de acceso al pasillo principal.

Wendy trató de abrirla, pero estaba cerrada con llave.

Mientras luchaba con la cerradura, Marissa volvió la cabeza y vio que el guardia de seguridad corría hacia ellas. Levantó objetos de vidrio del laboratorio y empezó a arrojárselos a la figura que se aproximaba. Eso disminuyó un poco la velocidad del individuo, pero no logró detenerlo.

Salieron precipitadamente al oscuro pasillo. Confiando en evitar el sector de espera, doblaron hacia la derecha.

Totalmente aterrorizadas, corrieron en línea recta por el vestíbulo con la esperanza de encontrar otra caja de escalera.

No tuvieron más remedio que frenar un poco y estuvieron a punto de caer cuando frente a ellas el pasillo en sombras describía una curva de noventa grados hacia la derecha.

Ahora, mientras corrían alcanzaron a ver una ventana al fondo, iluminada por las luces difusas de la ciudad. Por desgracia, no había ningún cartel rojo que indicara una salida. Oyeron que detrás de ellas se abría de golpe la puerta del laboratorio.

El guardia no se había quedado muy atrás.

Patinando hasta frenar bruscamente cuando el vestíbulo terminaba en la ventana, Marissa y Wendy intentaron frenéticamente abrir las puertas que había a ambos lados. Pero las dos estaban cerradas con llave. Al mirar hacia atrás, vieron que el guardia había llegado a la curva del pasillo. Echó a correr hacia ellas y aminoró la marcha. Las tenía acorraladas.

Encima de la pared derecha, Marissa advirtió un pequeño compartimiento con una puerta de vidrio. Lo abrió de un tirón y cogió la pesada boquilla de bronce de la manguera contra incendios. La manguera plegada cayó al piso como una montaña de serpentina.

—¡Abre la llave de paso! —gritó Marissa a Wendy.

Wendy metió las manos en el armario e intentó hacer girar la válvula. No se movió. Apoyó las dos manos y empujó con todas sus fuerzas. De pronto, la válvula comenzó a moverse.

Wendy la abrió por completo.

Marissa sostuvo la pesada boquilla con las dos manos.

Apuntó hacia el pasillo en dirección al guardia que se acercaba.

Aunque se había plantado con firmeza, no estaba preparada para la fuerza del chorro que brotó de la manguera. La presión fue suficiente para arrojarla hacia atrás y hacer que la soltara.

La boquilla se sacudió para todos lados bajo la fuerza de aquel chorro incontrolado.

Marissa se apartó del camino de la manguera mientras ésta enviaba un chorro de agua a presión en todas direcciones. Al fin logró llegar al interruptor, con lo cual activó tanto la alarma como el sistema de extinción. Al mismo tiempo, comenzó a sonar una alarma en la estación de Cambridge, interrumpiendo así una partida de póquer muy reñida.

Tanto Marissa como Wendy sollozaban desde hacía un rato.

Aunque les daba vergüenza exhibir así sus emociones, no podían evitarlo. Sus sentimientos habían recorrido la gama completa desde el terror al alivio y la humillación.

Después, el llanto las venció. Fue una experiencia que ninguna de las dos olvidaría jamás. Ambas estuvieron de acuerdo en que había sido la peor de su vida.

Marissa y Wendy estaban sentadas en unas sillas de madera no precisamente nuevas, cuyo barniz comenzaba a descascarillarse en capas, como le ocurre a la piel después de una fuerte quemadura solar. Las sillas se encontraban en el centro de una habitación sucia y desordenada, llena de basura y que olía a alcohol y a vómitos secos. El único cuadro en la pared era un retrato de Michael Dukakis.

Robert y Gustave estaban sentados enfrente de ellas.

George Freeborn, el abogado personal de Robert, estaba en una silla junto a la ventana, balanceando sobre las rodillas un maletín de piel de cocodrilo. Eran poco más de las dos y media de la madrugada. Se encontraban en un juzgado de distrito.

Justo cuando por fin comenzaba a dominarse, los ojos de Marissa se llenaron de lágrimas.

—Intenta tranquilizarte —le pidió Robert.

Marissa miró a Wendy, que tenía la cabeza gacha y la cara apretada contra un pañuelo de papel. De vez en cuando, sus hombros temblaban. Gustave, sentado junto a ella, apoyó una mano sobre el hombro de su esposa.

Frente a la mesa principal situada en el centro de la habitación se sentaba una enojada mujer de unos cuarenta y cinco años. No se sentía feliz de estar allí, y se lo había hecho saber a todo el mundo. La habían sacado de la cama en mitad de la noche.

Después de consultar su reloj, la mujer levantó la cabeza.

—¿Dónde está el fiador de la fianza? —preguntó.

—Lo hemos llamado, señoría —respondió el señor Freeborn—. Estoy seguro de que se presentará de un momento a otro.

—Si no es así, estas señoras volverán a la celda —amenazó la jueza—. El hecho de que puedan pagarse un abogado caro no significa que deban ser tratadas por la ley de un modo diferente.

—Por supuesto, señoría —asintió el señor Freeborn—. Yo mismo hablé con él. Estará aquí en seguida, se lo aseguro.

Marissa se estremeció. Hasta aquel momento nunca había estado en la cárcel, y no deseaba regresar a ella. La experiencia de aquella noche había sido abrumadora. Le habían puesto unas esposas y la habían desnudado para revisarla.

Cuando el cuerpo de bomberos llegó a la Clínica de la Mujer, ella y Wendy lo celebraron muchísimo. Los golpes con la manguera de incendio habían mantenido a raya al guardia de seguridad. Pero junto con los bomberos llegó la policía, y ellos escucharon al guardia. Al final, Marissa y Wendy fueron arrestadas y esposadas.

Primero las llevaron a la comisaría de Cambridge, donde les leyeron sus derechos por segunda vez, las registraron, les tomaron las huellas digitales y las fotografiaron.

Después de permitirles llamar por teléfono a sus respectivos maridos, las encerraron en los calabozos de la comisaría. Hasta tuvieron que soportar la indignidad de usar unos retretes sin paredes.

Más tarde, sacaron a Marissa y Wendy de los calabozos de la comisaría y las condujeron, siempre esposadas, al juzgado municipal de Middlesex, donde volvieron a encarcelarlas en una cárcel de aspecto más serio. Allí les dieron ropas de prisión para sustituir la ropa mojada que llevaban puesta.

La jueza aguardó otros diez minutos hasta que, por fin, llegó el fiador de la fianza. Era un hombre obeso y calvo, y entró con un maletín de fibra de vidrio que soltó sobre el escritorio con un golpe seco y sonoro.

—Hola, Gertrude —dijo, dirigiéndose a la jueza.

Abrió el cierre de su maletín.

—¿Has venido a pie, Harold? —preguntó la jueza.

—¿Qué dices? —preguntó el hombre—. Vivo cerca del Hospital Somerville. ¿Cómo podría venir a pie?

—Era una broma —prosiguió la magistrado con expresión de fastidio—. Olvídalo. Aquí están los papeles de las fianzas de estas dos señoras. Son de diez mil dólares cada una.

El individuo tomó los papeles. Estaba impresionado y complacido.

—¡Caramba, diez mil! —exclamó—. ¿Qué han hecho? ¿Han asaltado el Banco Bay de Harvard Square?

—Casi —respondió la juez—. Deberán comparecer el lunes por la mañana ante el juez Burano, acusadas de violación y destrucción intencionada de propiedad privada, robo de archivos privados a través del acceso no autorizado a un ordenador y —consultó el formulario que tenía delante— agresión física y lesiones. Al parecer, golpearon a un guardia de seguridad.

—¡Eso no es verdad! —gritó Marissa, sin poder contenerse.

Su súbito estallido volvió a provocarle lágrimas.

Aseguró que todo había ocurrido al revés: que los guardias las habían atacado a ellas.

—¡Y Paul Abrums, un policía retirado, lo atestiguará! —agregó.

—¡Marissa, cállate! —exigió Robert.

Todavía le costaba creer la aventura vivida por su esposa.

La jueza fulminó a Marissa con la mirada.

—Tal vez olvida usted que el señor Abrums también está acusado en esta causa y deberá enfrentarse a los mismos cargos cuando salga del hospital.

—La señora Buchanan está muy trastornada —explicó el señor Freeborn.

—Eso es evidente —replicó la jueza.

—¿Quién es Buchanan y quién es Anderson? —preguntó el fiador de la fianza, acercándose a los hombres.

—Yo me ocuparé de esto —alegó Freeborn—. El banquero necesario referente a las dos sospechosas. Aquí tiene el número de teléfono.

El individuo lo tomó.

—Puede llamar desde aquí —sugirió la jueza, señalando con su bolígrafo el teléfono que estaba encima de la mesa.

En cuanto el fiador efectuó la llamada, el resto del papeleo fue sencillo y rápido.

—Bueno —anunció la jueza—, eso es todo.

Marissa se puso de pie.

—Muchas gracias —dijo.

—Lamento que no hayan estado conformes con las comodidades de este tribunal —replicó la jueza.

Se mostraba todavía enfadada por lo que consideraba una atención especial hacia Marissa y Wendy, conseguida por la mediación del señor Freeborn.

El abogado acompaño a ambas parejas cuando abandonaron el desierto juzgado. Sus pisadas resonaban con fuerza en el suelo de mármol.

Vistiendo todavía con sus chaquetas blancas, Marissa y Wendy estaban heladas cuando al fin subieron a sus respectivos coches. Lo hicieron en silencio. Nadie había hablado desde que abandonaron la sala de audiencias.

—Gracias por venir, George —le dijo Robert al abogado.

—Sí, muchísimas gracias —añadió Gustave.

—Los veré el lunes por la mañana —se despidió George, y los saludó con la mano mientras subía a su Mercedes negro.

Robert y Gustave intercambiaron una mirada y sacudieron la cabeza.

Robert subió a su automóvil y dio un portazo. Miró de reojo a Marissa, pero ella tenía la vista clavada hacia delante. Robert puso en marcha el motor y arrancó.

—No te diré «te lo advertí» —dijo finalmente, cuando cruzaban la antigua presa del río Charles.

—Mejor. No digas nada.

Después de la espantosa experiencia, Marissa creía necesitar consuelo, no un sermón.

—Creo que me debes una explicación —subrayó Robert.

—Yo no pienso que te debo algo —dijo Marissa, mientras le brillaban los ojos— esos guardias de la clínica estaban completamente locos. Casi me disparan a quemarropa en la cara. El hombre que contrataste te lo dijo. ¡Incluso nos golpearon!

—Te confieso que suena bastante difícil de creer —replicó Robert.

—¿Estás insinuando que todo es mentira? —preguntó Marissa con incredulidad.

—Creo que eso es lo que pensáis que sucedió —replicó Robert en tono evasivo.

Marissa clavó la mirada hacia delante. Una vez más, sus emociones rebotaban en ella como una pelota de squash.

No sabía si llorar o golpear el salpicadero. Sin poder decidirse, se limitó a apretar los puños y los dientes.

Avanzaron por Storrow Drive en medio de un silencio hostil. Al llegar al peaje, Marissa le preguntó:

—¿Por qué hiciste que me siguieran?

—Al parecer fue una suerte que lo hiciera.

—Esa no es la cuestión —insistió Marissa—. ¿Por qué hiciste que me siguieran? No me gusta.

—Lo hice para evitar que te metieras en un lío —respondió Robert—. Es evidente que no sirvió de nada.

—Alguien debe tratar de investigar estos casos de tuberculosis —explicó Marissa—. Y a veces no queda más remedio que correr riesgos.

—No hasta el punto de hacer algo tan claramente ilegal —replicó Robert—. Lo tuyo es una obsesión irracional. Se ha convertido en una cruzada, y me está volviendo loco. No consigo creerte. Sigues tratando de justificar una conducta que no tiene justificación posible.

—¿Y si te dijera que hemos descubierto dieciocho casos de salpingitis tuberculosa, sólo en la Clínica de la Mujer? —preguntó, Marissa—. ¿Crees que eso confirma mis sospechas? Y esos dieciocho casos ni siquiera incluyen a Rebecca Ziegler. Su historial clínico ha sido borrado del ordenador. ¿Qué me dices de eso?

Robert, irritado, se encogió de hombros.

—Te diré lo que pienso —continuó ella—. Pienso que tienen algo de Rebecca que no querían que nadie viera.

—¡Vamos, Marissa! —exclamó Robert—. Ahora te pones melodramática y paranoica. No son más que conjeturas.

Mientras tanto, tendremos que pagar unas cuantiosas costas judiciales para intentar mantenerte apartada de la cárcel.

—De modo que todo se reduce a dinero —le reprochó Marissa—. Esa es tu única preocupación, ¿verdad?

Marissa cerró los ojos. A veces se preguntaba qué demonios la había llevado a casarse con aquel hombre. Y ahora, encima, pendía sobre ella la amenaza de una sentencia de prisión en su futuro inmediato. Las cosas parecían ir de mal en peor, como el desarrollo de una tragedia griega.

Marissa abrió los ojos y contempló el camino. Sus pensamientos saltaron de un miedo a otro. Se preguntó qué efecto tendrían los golpes del guardia sobre su implantación de embriones. El lunes sería un día decisivo, para ella, en más de un sentido. No sólo debía responder a unas acusaciones penales, sino que tenía cita para su prueba de embarazo.

Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas. Tal como estaban saliendo las cosas, no resultaba difícil predecir cuál sería el resultado de ese análisis. De pronto no le sorprendió que Rebecca Ziegler hubiera saltado en busca de la muerte.

Tal vez estaba sometida a una presión similar. Pero, por otro lado, tal vez no saltó. Quizá alguien la empujó…