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29 DE MARZO DE 1990 9.30 a.m.

Forcejeando con sus paraguas en medio del viento, Marissa y Wendy entraron en el patio de la Clínica de la Mujer.

Al penetrar por la puerta principal, sacudieron el agua de sus abrigos. Las dos tenían el pelo empapado y aplastado contra la frente.

—¿Sabes dónde está el archivo de historiales clínicos? —preguntó Marissa a Wendy.

—No tengo la menor idea —respondió Wendy—. Preguntaré.

Mientras Marissa seguía intentado cerrar su paraguas, al que el viento había dado la vuelta, Wendy realizó averiguaciones en el mostrador de información. Le hizo señas a Marissa de que la siguiera a los ascensores.

—Quinto piso —anunció a Marissa cuando se reunió con ella.

—Debí adivinarlo —repuso Marissa—. Rebecca Ziegler saltó del quinto piso después de leer su historial clínico.

—Hace que uno se pregunte qué pudo haber leído allí.

Marissa asintió.

Una vez en el quinto piso, fue sencillo encontrar el departamento. El tableteo de las máquinas de escribir se oía desde la puerta del ascensor. Marissa se sintió aliviada de que estuviera en dirección opuesta al consultorio de Linda Moore. Por el momento, no quería encontrarse con nadie conocido.

Era imposible no reconocer el departamento que buscaba.

Decenas de archivadores cubrían las paredes de la habitación.

La mujer que ocupaba el escritorio a la derecha de la entrada saludó a Marissa y a Wendy.

—¿En qué puedo ayudarlas? —preguntó.

La mujer, que Marissa calculó tendría alrededor de cincuenta años, usaba una identificación que rezaba: Helen Solano, Bibliotecaria de Archivos Médicos. Frente a ella había una terminal de ordenador.

—Soy la doctora Blumenthal —alegó Marissa en tono profesional—. Y ésta es la doctora Wilson.

Wendy asintió. La señora Solano sonrió.

—Queremos hacerle una pregunta —dijo Wendy—. Nos gustaría saber si la Clínica de la Mujer tiene un sistema de registro mediante el cual sea posible obtener un impreso de ordenador de los casos con un diagnóstico específico, como, por ejemplo, obstrucción de las trompas de Falopio.

—Claro que sí —repuso la señora Solano.

—¿Y un bloqueo granulomatoso? —preguntó Marissa.

—De esa categoría específica no estoy segura —siguió la señora Solano—. Tendría que cerciorarme en nuestro código diagnóstico. Déjeme ver.

Giró la silla hasta enfrentarla con un armario lleno de manuales de hojas sueltas. Sacó uno y comenzó a hojearlo.

—Sí, tenemos un código para las infecciones granulomatosas de las trompas de Falopio —señaló la señora Solano, levantan do la vista del manual.

—Maravilloso —respondió Marissa con una sonrisa—. Si no le supone mucho trabajo, nos gustaría obtener un impreso con ese diagnóstico.

—Ningún problema en absoluto —repuso la señora Solano.

Marissa y Wendy intercambiaron una sonrisa de satisfacción.

—¿Dónde está su autorización? —preguntó la señora Solano.

—No creímos necesitar una para fines de investigación —explicó Wendy.

—Es imprescindible para todo —prosiguió la señora Solano.

—Muy bien —aceptó Marissa—. ¿A quién tenemos que ver para obtener esa autorización?

—Hay una sola persona que puede extenderla —señaló la señora Solano—. El doctor Wingate, el director de la clínica.

De vuelta a los ascensores, Marissa sacudió la cabeza en dirección a Wendy.

—¡Maldición! —exclamó—. Creí que todo saldría bien cuando nos dijo que tenían la especificación diagnóstica de granulomatosis.

—Yo pensé lo mismo —replicó Wendy—. Pero ahora empiezo a creer que tu marido tenía razón. No creo que podamos persuadir a Wingate de que nos facilite esa autorización.

—No nos desanimemos tan pronto —replicó Marissa al entrar en el ascensor.

Las oficinas del doctor Wingate estaban en el primer piso.

Tenía un despacho como director de la clínica y otro como director de la unidad de fecundación in vitro. Marissa y Wendy fueron a la primera, pero las enviaron a la segunda. Les informaron de que el doctor Wingate estaba ocupado en el laboratorio.

—Avisaré al doctor que están aquí —indicó la recepcionista.

Marissa y Wendy tomaron asiento.

—Es fantástico no estar en este lugar para otro procedimiento —susurró Wendy.

Marissa sonrió.

—El doctor Wingate las recibirá ahora —informó la recepcionista una media hora más tarde.

Las condujo por un largo vestíbulo hasta la tercera puerta de la derecha.

Wendy llamó a la puerta. El doctor Wingate las invitó a pasar.

—¡Bueno, bueno! —exclamó al ponerse de pie de una banqueta frente a un microscopio.

Salvo por un escritorio y un par de ficheros, la habitación parecía más un laboratorio que un despacho.

—No sabía que se conocían.

Wendy le explicó que habían sido amigas en la Facultad de Medicina.

—¿Qué puedo hacer por ustedes, señoras mías? —inquirió y les indicó que se sentaran, aunque él permaneció de pie—. Les advierto que estoy a punto de cumplir un proceso de fertilización y no tengo demasiado tiempo.

—No le entretendremos mucho —aseguró Marissa.

Le explicó brevemente cómo ella y Wendy habían descubierto que tenían básicamente el mismo problema y que habían encontrado otros dos casos posibles.

—Cuatro casos de infección granulomatosa de las trompas de Falopio relacionadas con tuberculosis es algo fuera de lo común, y nos gustaría profundizar en el asunto. Nos interesa como proyecto de investigación.

—Pero necesitamos que nos dé su autorización —explicó Wendy—. Queremos ver si existen casos adicionales.

—Me temo que no puedo complacerlas —respondió el doctor Wingate—. La política de la clínica es de estricta reserva. No puedo darles acceso a los historiales clínicos de las pacientes. Y esa normativa procede de nuestra central en San Francisco.

—Pero esto puede tener implicaciones para la sanidad pública —manifestó Marissa—. Estos casos pueden representar una nueva entidad clínica como el choque toxémico.

—Lo comprendo —admitió el doctor Wingate—. Y les agradezco por alertarnos. Tengan la seguridad de que lo investigaremos. Sé que comprenderán mi posición.

—Podríamos hablar con las mujeres involucradas y obtener el permiso de ellas —afirmó Wendy.

—Lo siento, señoras —replicó el doctor Wingate con voz impaciente—. Les he dicho cuáles son nuestras normas y ustedes deben respetarlas. Y ahora, tengo que volver a mi trabajo. ¿No tienen que acudir pronto a verificar sus niveles hormonales?

Tanto Wendy como Marissa asintieron.

—¿Al menos lo pensará y nos avisará después? —insistió Marissa.

—No tengo nada que pensar —afirmó el doctor Wingate—. Es imposible para mí darles esa autorización. Y eso es definitivo. Ahora, por favor, excúsenme.

Junto a los ascensores, las dos mujeres se miraron.

—No me digas que Robert tenía razón —le advirtió Marissa—. Si lo haces, gritaré.

En la planta baja, se detuvieron cerca del mostrador de información.

—¿No conoces suficientemente bien a alguien del personal que pueda tratar de darnos acceso al ordenador? —preguntó Wendy.

Marissa sacudió la cabeza.

—Lamentablemente, no. Pero acaba de ocurrírseme una idea que no nos solucionará el problema aquí pero puede darnos respuestas a algunas preguntas sobre Rebecca Ziegler. Como suicida, sus restos deben de haber ido a parar al forense. Y le habrán practicado la autopsia. Tal vez vieran sus trompas de Falopio.

—Vale la pena intentarlo —repuso Wendy—. Vayamos al depósito municipal para averiguarlo. Pero primero será mejor que llame a mi consultorio para ver cómo se las arreglan sin mí.

—Yo llamaré al forense —replicó Marissa.

Juntas, caminaron hacia los teléfonos públicos. Wendy terminó primero y esperó a que Marissa cortara la comunicación.

—Todavía estoy libre —indicó Wendy a Marissa.

—Espléndido —repuso Marissa—. Fue una suerte que se me ocurriera llamar a la oficina del forense. Aunque el de Rebecca era un caso de su competencia, autorizaron al Memorial a realizar la autopsia. Vayamos allá.

Después de la decepción y el fracaso en la Clínica de la Mujer, Marissa se sintió estimulada al enterarse de que su amigo Ken Mueller había realizado la autopsia de Rebecca Ziegler.

Confiaba en que no tendría problemas para averiguar los resultados.

—Ken está en la sala de autopsias —informó a Marissa una secretaria—. Fue hace apenas algunos minutos, y no creo que salga antes de una hora.

—¿Qué sala? —inquirió Marissa.

—La número tres —repuso la secretaria.

—¿No podemos esperar? —preguntó Wendy cuando atravesaban la zona de patología hacia el sector de autopsias.

Las autopsias jamás le habían gustado a Wendy. Algunos «olorcitos» comenzaban a hacerla sentir mal.

—Creo que es mejor hablar con él lo antes posible —subrayó Marissa.

Pero cuando estaba a punto de entrar en la sala de autopsias, advirtió la palidez de Wendy.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

Wendy le confesó que siempre había detestado las autopsias.

—Entonces espera aquí —sugirió Marissa—. No tardaré mucho. Tampoco a mí me gustan.

Una vez que atravesó la puerta, Marissa fue literalmente asaltada por el olor ofensivo de la sala de autopsias.

Recorrió con la mirada la habitación y vio dos hombres con bata y guantes que usaban unas gafas protectoras. Entre ellos yacía el cuerpo pálido y desnudo de un hombre joven, tendido sobre una mesa de acero inoxidable.

—¿Ken? —dijo Marissa tímidamente.

Los dos hombres levantaron la vista. Estaban embarcados en el proceso de eviscerar el cadáver.

—¡Marissa, cómo estás! —la saludó Ken a través de la mascarilla—. Ven aquí y conoce al peor residente júnior que jamás ha tenido el Memorial.

—Muchísimas gracias —bromeó Greg.

Marissa avanzó hasta los pies de la mesa de autopsias.

Ken presentó a Greg a Marissa, y cambió su evaluación jocosa por cálidos elogios. Greg saludó a Marissa haciendo un gesto con su escalpelo.

—¿Un caso interesante? —preguntó Marissa para entrar en conversación.

—Todos son casos interesantes —explicó Ken—. Si no pensara eso habría elegido dermatología. Dime, ¿la tuya es una visita de cortesía?

—Nada de eso —respondió Marissa—. Me dijeron que hiciste la autopsia de una mujer llamada Rebecca Ziegler.

—¿La mujer que no sabía volar? —preguntó Ken.

—Por favor, ahórrame el humor de los patólogos —replicó Marissa—. Pero, sí, era la que saltó desde una ventana del quinto piso.

—Fue un caso interesante… —explicó Ken.

—Acabas de afirmar que todos son interesantes —lo interrumpió Greg.

—De acuerdo, muchachito astuto —se burló Ken. Después, se dirigió a Marissa—: Fue un caso particularmente interesante.

Tenía rotura de aorta.

—¿Miraste las trompas de Falopio? —preguntó Marissa.

No le interesaban las grandes lesiones.

—Lo miré todo —afirmó Greg—. ¿Qué quieres saber?

—¿Visteis los portaobjetos? —inquirió Marissa.

—Por supuesto —repuso Greg—. Tenía destrucción granulomatosa de las dos trompas. Mandé un montón más para que los procesaran con distintas tinciones, pero todavía no me lo han devuelto.

—Si lo que quieres saber es si se parecían a los que me mostraste hace algunos meses —siguió Ken—, la respuesta es sí. Eran exactamente iguales. De modo que nuestro diagnóstico probable del problema de sus trompas de Falopio fue una lesión tuberculosa antigua sin resolver. Pero, desde luego, eso fue sólo un hallazgo incidental. No tuvo nada que ver con su muerte.

—¿No vas a contarle lo otro? —preguntó Greg.

—¿Qué es lo otro? —inquirió Marissa.

—Algo que nos dio que pensar a Greg y a mí —manifestó Ken—. Pero no estoy seguro de que debamos decírtelo.

—¿De qué estáis hablando? —insistió Marissa—. ¿Por qué no tendríais que decírmelo? Vamos, me pica la curiosidad.

—No terminamos de decidirnos —alegó Greg—. Hay un par de cosas que nos molestan.

—Vamos, contádmelo —suplicó Marissa.

—Pero no se lo digas a nadie —pidió Ken—. Es posible que tenga que discutirlo con el forense, y no quiero que se entere antes por otra persona.

—Adelante —insistió Marissa—. Podéis confiar en mí.

—Todo el mundo piensa que la patología consiste tan sólo en cortar y resecar —explicó Ken evasivo—. Ya sabes, la última palabra, la respuesta definitiva. Pero no es así. No siempre es tal vez no podemos documentar de forma categórica.

—Vamos, díselo —le urgió Greg.

—Muy bien —asintió Ken—. Notamos que Rebecca Ziegler tenía una venipunción reciente en uno de los brazos.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Marissa con exasperación—. Esa mujer estaba sometida a un tratamiento de fecundación in vitro. Todo el tiempo estaban administrándole hormonas y haciéndole análisis de sangre. ¿Eso era lo que os preocupaba? ¡Por favor!

Ken se encogió de hombros.

—Eso es parte del asunto —prosiguió—. Si fuera sólo eso, no nos preocuparía. Sabemos que ha recibido inyecciones muchas veces en los últimos meses. Tenía marcas de pinchazos en todo el cuerpo. Pero esa venipunción presentaba el aspecto de haber sido practicada justo antes de que muriera. Eso la vuelve sospechosa. Así que decidimos ampliar el espectro de sustancias tóxicas para incluir drogas en lugar de las habituales hormonas. Como patólogos, se supone que debemos desconfiar de todo.

—¿Y encontrasteis algo? —preguntó Marissa, aterrorizada.

—No —contestó Ken—. En toxicología, nada. Seguimos buscando, pero hasta el momento no ha aparecido nada.

—¿Qué es esto? ¿Una broma? —preguntó Marissa.

—No es ninguna broma —explicó Ken—. La otra parte del rompecabezas es que sólo tenía unos pocos cientos de centímetros cúbicos de sangre en el tórax.

—Lo cual significa…

—Cuando alguien tiene una rotura de aorta, por lo general hay mucha sangre en el tórax —explicó Ken—. Bastante más que algunos cientos de centímetros cúbicos. Es posible tener esa cantidad, pero no es muy probable. Así que esa cantidad no es algo concreto, sino sólo una posibilidad.

—¿Posibilidad de qué? —preguntó Marissa.

—Posibilidad de que ya estuviera muerta cuando cayó —concluyó Ken.

Marissa quedó impactada. Por un momento no pudo hablar.

Las implicaciones eran demasiado terribles.

—Así que este es nuestro dilema —dijo Ken—. Si sugerimos algo así oficialmente, debemos tener más pruebas. Hay que proponer una explicación de qué la mató antes de la caída. Lamentablemente, no hemos encontrado nada macro ni microscópico. Revisamos muy cuidadosamente el cerebro pero no encontramos nada. La única posibilidad es la toxicología, y hasta ahora no hemos hallado nada.

—¿Y no podría haber muerto mientras caía? —sugirió Marissa—. ¿Por pánico o algo parecido?

—Vamos, Marissa, ¿hablas en serio? —replicó Ken con un movimiento de la mano—. Eso sólo pasa en las películas.

Si estaba muerta antes de golpearse contra el suelo, entonces estaba muerta antes de caer. Por supuesto, eso significa que fue lanzada al vacío.

—Tal vez no había pagado la cuenta —sugirió Greg en broma—. Pero con el debido respeto, creo que más vale que sigamos con nuestro caso presente antes de que el cadáver se pudra.

—Si quieres, te llamaré si descubrimos algo —prometió Ken.

—Sí, por favor —asintió Marissa.

Estaba aturdida cuando se encaminó a la puerta.

Ken la retuvo, diciéndole:

—Recuerda, Marissa, que no debes decirle una palabra a nadie sobre esto.

—No te preocupes —repuso Marissa por encima de su hombro—. Tu secreto está a salvo conmigo.

Pero, desde luego, tendría que contárselo a Wendy.

Una vez en la puerta, Marissa volvió a detenerse. Se volvió en redondo y le gritó a Ken:

—¿Por casualidad tenéis el historial clínico de Rebecca Ziegler?

—No —contestó Ken—. Sólo los datos que escribieron en la sala de urgencias, que no era mucho.

—Pero supongo que la oficina comercial recibió detalles para la facturación —apuntó Marissa.

—Estoy seguro —afirmó Ken.

—¿No sabes si entre los datos está su número del seguro social? —preguntó Marissa.

—Ni idea —repuso Ken—. Pero si quieres mirarlo, el registro está encima de mi escritorio.

Marissa abrió la puerta y salió de la sala de autopsias.

—Lo que creo es que no podemos dar por sentado que sea cierto —remarcó Wendy, mientras hacía girar los cubitos de hielo en su vaso con agua mineral—. Pensar que a Rebecca Ziegler la mataron y después la arrojaron por la ventana es demasiado descabellado. No puede ser verdad. La cantidad de sangre en el tórax debe ser definida con una curva en forma de campana. Rebecca Ziegler se encontraba en un extremo de la curva. Esa tiene que ser la explicación.

Wendy se hallaba repantigada en un extremo del sofá del estudio de Marissa. Táffy Dos estaba sentado en el suelo, esperando recibir otra galletita. Marissa se encontraba instalada al otro lado del escritorio.

Esperaban la llegada de Gustave. Había tenido una emergencia quirúrgica a última hora de la tarde, pero debía presentarse en cualquier momento. A instancias de Wendy, las dos habían decidido reunirse con sus maridos para comer una pizza.

Esperaban que si los dos hombres se conocían, podrían decidirse a asistir a una de las reuniones de Resolución. Wendy pensaba que sería muy beneficioso. Marissa no estaba tan segura.

—Por lo menos conseguí su número de la seguridad social —explicó Marissa—. Si se nos ocurre la manera de entrar en los archivos de la Clínica de la Mujer, podremos ver qué fue lo que leyó la pobre Rebecca en su último día de vida.

Bueno, si es que llegó a leer algo.

—Otra vez a merced de tu prodigiosa imaginación —afirmó Wendy—. Ahora estás convencida de que se la llevaron arriba, la liquidaron y después la tiraron por la ventana.

Vamos, Marissa, es algo absolutamente increíble.

—No opino lo mismo —repuso Marissa—. Pero, bueno, lo dejaremos así por el momento. Al menos descubrimos que padecía el mismo proceso infeccioso en sus trompas. Ya estamos seguras de eso. De pronto, Marissa se puso a hurgar entre sus pajuelos, en busca de los números de teléfono de Marcia Lyons y Catherine Zolk.

Después de llamar a ambas, Marissa confirmó lo que intuitivamente había sospechado: ambas mujeres le dijeron que sus respectivos médicos de cabecera les habían explicado que tal vez deberían tomar isoniacida. Les preocupaba la posibilidad de una tuberculosis.

—Seamos justas —sugirió Wendy—. Wingate no hace más que obedecer órdenes de arriba. Es posible que ya haya comenzado a investigar el asunto.

—Eso espero —repuso Marissa—. Mientras tanto, investiguemos en nuestros hospitales a ver si encontramos más casos. Tú ocúpate del General y yo lo haré en el Memorial.

Taffy Dos pegó un brinco y desapareció entre ladridos furiosos cuando oyó el timbre de la puerta de la calle. Wendy bajó los pies al suelo.

—Debe de ser Gustave —explicó mientras se incorporaba y se desperezaba.

Miró su reloj: casi eran las nueve de la noche.

A Marissa le impresionó la altura de Gustave. Desde su metro y medio de estatura, le pareció un gigante. Era un hombre corpulento, de un metro noventa y cinco, con el pelo muy rubio y rizado. Sus ojos eran de un color azul pastel.

—Lamento llegar tan tarde —se disculpó Gustave después de ser presentado a Marissa y a Robert. Robert había salido de su estudio al oír el timbre—. Tuvimos que esperar al anestesista antes de empezar la operación.

—No tiene ninguna importancia —aseguró Marissa.

Sugirió a Robert que le preguntara a Gustave qué deseaba beber mientras ella y Wendy pedían la pizza por teléfono.

Cuando la pizza llegó, todos se reunieron alrededor de la mesa en el comedor. Los hombres bebían cerveza. Marissa estaba complacida y un tanto sorprendida al ver que Robert disfrutaba de la compañía de Gustave. Por lo general no se llevaba bien con los médicos.

—No me había dicho que también hoy tenías que ir a la Clínica de la Mujer —dijo Robert cuando se produjo una pausa en la conversación.

Marissa miró a Wendy. No estaba segura de querer entrar en una discusión acerca de esa visita, sabiendo que tendría que escuchar el «ya te lo dije» de su marido.

—Vamos —insistió Robert—. ¿Qué pasó?

Dirigiéndose a Gustave, Robert le explicó que las mujeres habían intentado acceder al ordenador de la clínica.

—Preguntamos si podríamos y nos dijeron que no —reconoció Wendy.

—No me sorprende repuso Robert —. ¿Se mostraron desagradables al respecto?

—No, en absoluto —explicó Wendy—. Tuvimos que ir a ver al director de la clínica, el mismo hombre que dirige la unidad in vitro. Dijo que se trataba de una política instituida por la central en San Francisco.

—Es pura y simple miopía, no querer ver las cosas —replicó finalmente Marissa—. Aunque no encontramos nada en la clínica, sí nos enteramos de que hubo cinco casos similares, y cinco casos de un problema nada frecuente en un solo lugar geográfico es algo que merece ser investigado.

—¿Cinco casos? —preguntó Gustave—. ¿Cinco casos de qué?

Wendy informó en seguida a Gustave de la situación, explicándole que todo apuntaba a una supuesta tuberculosis de las trompas de Falopio.

—Así que regresamos a la clínica para ver si existían otros casos —explicó Marissa—. Pero no nos permitieron buscar en sus archivos alegando razones de reserva ética.

—Si dirigieras una clínica —inquirió Robert a Gustave—, ¿permitirías que dos perfectas desconocidas tuvieran acceso a sus archivos?

—Claro que no —convino Gustave.

—Eso fue lo que traté de explicarles a estas señoras anoche —alegó Robert—. La clínica actúa de un modo razonable, ético y legal. Me habría parecido muy mal que proporcionaran información.

—Nosotras no somos unas perfectas desconocidas —dijo Wendy acaloradamente— y, ¡además de ser pacientes, somos también doctoras!

—El hecho de ser dos de los cinco casos, no os convierte precisamente en objetivas —señaló Gustave—. Sobre todo con las hormonas que habéis estado recibiendo.

—Brindaré por eso —bromeó Robert, y levantó su botella de cerveza.

Wendy y Marissa intercambiaron miradas de desaliento.

Después de limpiarse la boca con el dorso de la mano, Robert volvió a dirigirse a Marissa.

—¿Cinco casos? —preguntó—. Anoche mencionaste cuatro.

—Rebecca Ziegler tenía el mismo problema —respondió Marissa.

—¿En serio? —preguntó Robert. Y, volviéndose hacia Gustave, le explicó—: Era la mujer que se suicidó en la Clínica de la Mujer. Se puso frenética en la sala de espera justo cuando Marissa y yo llegamos, el día en que saltó por la ventana. Yo traté de sujetarla, pero me golpeó.

—Wendy me lo explicó —repuso Gustave—. ¿Usted trató de sujetarla antes de que se arrojara al vacío?

—No, no fue nada tan espectacular —contestó Robert—. Estaba a punto de atacar a la recepcionista. Parece ser que la empleada no le permitía ver su historial clínico. Se tiró por la ventana más tarde. Y eso fue en el quinto piso, no en la sala de espera.

Gustave asintió.

—Un caso trágico —apostilló.

—Tal vez sea más trágico de lo que creéis —dijo casi inconscientemente Marissa—. Wendy y yo nos enteramos hoy de otra cosa. Es posible que Rebecca Ziegler no se haya suicidado. Tal vez fue asesinada. Esa es la forma razonable, ética y legal con que se gobierna la Clínica de la Mujer.

No bien Marissa mencionó esa espantosa posibilidad, lamentó haberlo hecho. Existían una serie de razones por las que no debería haber dicho nada, entre las cuales la principal era la promesa hecha a Ken. Trató de cambiar de tema y centrarse en la tuberculosis, pero Robert no se lo permitió.

—Creo que deberías explicarte —insistió.

Cuando hubo terminado, Robert se echó hacia atrás en su silla y miró a Gustave.

—Eres médico —dijo—. ¿Qué piensas de lo que acabas de oír?

—Pruebas circunstanciales —repuso Gustave—. Personalmente, creo que esos dos patólogos están dejando volar su imaginación. Como ellos mismos señalan, no existe ninguna prueba concreta. Tienen una rotura de aorta. Eso sí que es letal. Lo más probable es que el corazón estuviera en diástole en el momento del impacto, de modo que se estaba llenando cuando se le obligó a detenerse. Y la única sangre era la que se hallaba en la misma aorta.

—Suena razonable —replicó Robert.

—Sin duda Gustave tiene razón —convino Marissa, contenta de terminar con el tema.

No pensaba sacar a relucir su propia pregunta con respecto al hecho de que Rebecca no se había comportado precisamente como una persona deprimida en la sala de espera.

—Incluso así —prosiguió Marissa—, la muerte de Rebecca nos impulsa todavía más a lograr acceso al ordenador de la Clínica de la Mujer. Me encantaría leer lo que figura en su historial clínico, y descubrir qué fue lo que leyó y la impulsó a matarse.

—Tal vez podamos encontrar un pirata informático en el MIT —sugirió Wendy—. Sería estupendo entrar en sus archivos desde otro lugar.

—Eso sería fantástico —convino Marissa—. Pero me parece más práctico y posible que tú y yo entremos allí por la noche y utilicemos una de las terminales. Alguien podría hacer lo mismo en el Memorial con un mínimo de creatividad.

—Un momento —interrumpió Robert—. Me parece que se os va la mano. El acceso no autorizado a los archivos privados de ordenador de otra persona se considera delito grave en Massachusetts. Si hacéis una locura así, seréis a todos los efectos unas delincuentes.

Marissa puso los ojos en blanco.

—No es ningún chiste —afirmó Robert meneando la cabeza.

—Pero la casualidad de que Wendy y yo suframos de salpingitis tuberculosa es en extremo significativo —replicó Marissa—. Opinamos que es necesario investigarlo. Parece que somos las únicas dispuestas a hacerlo, y a veces hay que correr ciertos riesgos.

Gustave carraspeó.

—Me temo que en este asunto coincido con Robert —alegó—. No podéis pensar seriamente en acceder a los archivos de la clínica. Pese a las motivaciones que tenéis, constituiría un delito.

—Es una cuestión de prioridades —adujo Marissa—. Vosotros los hombres no os dais cuenta de la importancia que puede tener una cosa así. Actuamos con responsabilidad al decidir investigar, y no al revés.

—Creo que deberíamos cambiar de tema —sugirió Wendy.

—En cambio yo opino que deberíamos profundizar algo más en él antes de que os metáis en problemas serios —afirmó Gustave.

—¡Cállate, Gustave! —exclamó Wendy.

—Estos cinco casos pueden ser la punta de un iceberg —siguió Marissa—. Como ya he dicho, me recuerda al descubrimiento del síndrome de choque toxémico.

—Esa no es una comparación justa —replicó Robert—. En este caso no ha muerto nadie.

—¿Ah, no? —lo desafió Marissa—. ¿Y qué me dices de Rebecca Ziegler?