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21 DE MARZO DE 1990 7.47 a.m.

—¿Quieres que echemos a suertes quién hace la incisión? —le preguntó Ken Mueller a Greg Hommel, el residente de penúltimo año de patología que le habían asignado en una rotación de un mes para realizar autopsias.

El chico estaba ansioso por empezar a trabajar y era muy despierto. Ken sonrió para sí por considerar a Greg un muchacho; sólo tenía cinco años menos que él.

—Cara, yo gano. Cruz, tú pierdes —explicó Greg.

—Arroja la moneda —animó Ken, ya concentrado en el historial.

La paciente era una mujer de treinta y tres años que se había caído desde un quinto piso a un macizo de rododendros.

—¡Cruz! —exclamó Greg riendo alegremente—. Tú pierdes.

A Greg le encantaba realizar autopsias. Mientras algunos de los residentes compañeros suyos lo detestaban, a él le parecía fascinante, algo así como una historia policíaca envuelta en el misterio de un cuerpo.

Ken no compartía el entusiasmo de Greg por las autopsias, pero aceptaba con ecuanimidad sus responsabilidades didácticas, sobre todo con un residente como Greg. Sin embargo, al examinar el historial clínico de la paciente se sintió un poco irritado. Habían transcurrido más de veinticuatro horas desde su muerte, y a Ken le gustaba hacer las autopsias lo antes posible. Pensaba que de esa manera podía averiguar más cosas.

En este caso, la paciente había sido trasladada al Memorial en fue declarada oficialmente muerta. A continuación, el cuerpo fue depositado en una cámara frigorífica.

Supuestamente debería haber sido enviado al médico forense, pero heridas de bala y otros sucesos hicieron que éste se encontrara con demasiado trabajo. Por último, se elevó una petición para que la autopsia se realizara en el Memorial, y el jefe de Ken había aceptado con gusto dicha responsabilidad. Siempre constituía una sana política estar en buenos términos con el forense.

Nunca se sabía cuándo sería preciso pedirle un favor.

Tras realizar una contracción con su mano izquierda enguantada, Greg estaba a punto de trazar la típica incisión en «Y» de las autopsias cuando Ken le dijo que aguardara un momento.

—¿Has examinado este historial? —le preguntó.

—Por supuesto —repuso Greg, casi ofendido por lo que implicaban aquellas palabras.

—¿Estás, pues, al tanto del asunto de la esterilidad? —preguntó mientras seguía leyendo—. Los intentos de fecundación in vitro y las trompas obstruidas.

La obstrucción de las trompas hizo sonar una señal de alarma en su cerebro, y Ken recordó entonces la visita de Marissa.

—Sí, y por eso parece un acertijo.

Ken observó el cadáver mientras Greg señalaba los múltiples pinchazos debidos a las numerosas inyecciones de hormonas, así como también los múltiples hematomas producidos por las extracciones de sangre para analizar los niveles de estrógeno.

—Vaya… —exclamó Ken, bajando la mirada.

—Y aquí hay uno bastante reciente —dijo Greg, señalando el hueco del codo izquierdo—. ¿Ves ese hematoma debajo de la piel? Le extrajeron sangre horas antes de que saltara por la ventana. No puede haber sido en nuestra Sala de Urgencias. Ya estaba muerta cuando llegó allí.

Lentamente, los ojos de los médicos se encontraron.

Pensaban exactamente lo mismo. Era evidente que la paciente no era drogadicta.

—Tal vez deberíamos hacer un examen toxicológico —aconsejó Greg.

—Justo lo que estaba a punto de sugerir —replicó Ken—. Recuerda que nos pagan para ser desconfiados.

—Te pagarán a ti —se echó a reír Greg—. Como residente, mi sueldo se parece más bien a una limosna.

—¡Oh, vamos, Greg! —replicó Ken—. Cuando yo era residente…

—Por favor no empieces con eso —repuso Greg con el bisturí en alto. Rió de nuevo—. Ya sé cómo era la medicina en la época medieval.

—¿Qué me dices acerca de las pruebas del trauma debido a la caída? —preguntó Ken.

Rápidamente, Greg verificó las señales externas del impacto. Era obvio que tenía las dos piernas rotas, y también la pelvis. Asimismo, la muñeca derecha estaba doblada en un ángulo anormal. Sin embargo, la cabeza estaba intacta.

—Muy bien —indicó Ken—, empieza a cortar.

Con algunos trazos hábiles, Greg utilizó el afiladísimo bisturí para cortar a través de la piel, exponiendo los intestinos cubiertos por el mesenterio. Después, con unas tijeras grandes, cortó a través de las costillas.

—¡Ajá! —exclamó Greg al levantar el esternón—. Tenemos algo de sangre en la cavidad torácica.

—¿Qué te sugiere eso? —preguntó Ken.

—Diría que rotura de la aorta —respondió Greg—. Los cinco pisos de altura podrían haber generado los mil kilos de fuerza necesarios.

—¡Caramba! —bromeó Ken—, por lo visto has estado entregado a lecturas extracurriculares.

—Bueno, sí, de vez en cuando —reconoció Greg.

Con cuidado, ambos hombres extrajeron la sangre de las dos cavidades pulmonares.

—Tal vez me haya equivocado en lo de la rotura de la aorta —explicó Greg al mirar el cilindro graduado cuando terminaron con esa tarea—. Sólo hay unos cuantos centímetros cúbicos.

—No lo creo —replicó Ken, y extrajo la mano de la cavidad torácica—. Palpa un poco el arco de la aorta.

Greg palpó la aorta. Su dedo se introdujo en su interior. Se trataba en efecto de rotura de aorta.

—Después de todo, eres un patólogo que promete —comentó Ken.

—Gracias, Karnak el Magnífico, que todo lo ve y todo lo sabe —bromeó Greg, aunque estaba evidentemente complacido con el elogio. Centró su atención en la evisceración del cadáver. Pero, mientras trabajaba, su mente forense empezó a emitir señales de alarma en su cabeza. Había algo que andaba mal en ese caso; algo que andaba muy mal.

Como ya había pasado antes por una implantación de embriones, Marissa sabía qué cabía esperar. No implicaba demasiado dolor, sobre todo en comparación con la miríada de sesiones que había debido soportar a lo largo del año; pero, de todos modos, resultaba una experiencia incómoda y humillante.

Para que el útero se mantuviera en la posición adecuada debía acostarse boca abajo, con las rodillas recogidas hasta el pecho y el trasero levantado. Aunque estaba cubierta con una sábana, Marissa se sentía por completo expuesta. Las únicas personas presentes eran el doctor Wingate, su enfermera-ayudante Tara MacLiesh y la señora Hardgrave. Pero en ese momento la puerta se abrió y entró Linda Moore. El hecho de que las personas pudieran entrar y salir cuando se les antojara constituía parte del motivo de que Marissa se sintiera tan vulnerable.

—Es importante que esté relajada —aconsejó Linda, colocándose cerca de la cabeza de Marissa. Le dio unas palmadas en el hombro—. Quiero que piense en cosas tranquilizadoras.

Marissa sabía que las intenciones de la psicoterapeuta eran buenas, pero que le dijera que pensara en cosas tranquilizadoras le pareció absurdo. No entendía cómo eso podía ayudarla.

Y le resultaba particularmente difícil distenderse sabiendo que Robert estaba fuera, esperando. A Marissa le sorprendió que él la acompañara aquella mañana, porque había vuelto a dormir en el cuarto de invitados.

Marissa sintió que apartaban la sábana. Ahora estaba literalmente expuesta. Cerró los ojos mientras Linda seguía ronroneando con la necesidad de relajarse. Pero a ella se le antojaba imposible. Demasiadas cosas dependían de aquella implantación del embrión, tal vez incluso su matrimonio. Robert la había acompañado a la clínica, pero los dos habían permanecido en silencio durante el trayecto desde Weston a Cambridge.

—Primero el especulo estéril —dijo el doctor Wingate; y pocos segundos después, ella sintió el instrumento—. Ahora haré un enjuague con el medio de cultivo.

Marissa sintió el líquido que entraba en su cuerpo.

Después, una mano en el hombro. Al abrir los ojos, vio la cara llena de pecas de Linda Moore a unos centímetros de la suya.

—¿Está relajada? —le preguntó.

Marissa asintió con la cabeza, pero era mentira.

—Estamos listos para los embriones —advirtió el doctor Wingate a Tara.

Tara regresó al laboratorio.

—Tal vez sienta un pequeño calambre con la inserción —indicó el médico a Marissa—, pero no se preocupe. Será igual que la vez anterior.

Marissa habría preferido que no hiciera esa comparación con la vez pasada, en que la implantación no tuvo éxito.

Oyó que Tara regresaba. Marissa podía imaginarse aquel catéter de teflón.

—Ya estamos —prosiguió el doctor Wingate.

—Recuerde que debe tratar de relajarse —añadió Linda.

—Piense en un bebé hermoso y sano —intervino la señora Hardgrave.

Marissa experimentó una sensación extraña y profunda parecida al dolor, pero no lo suficientemente intensa como para merecer ese calificativo.

—Calculo que estamos a un centímetro del fondo del útero —dijo el doctor Wingate—. Inyectaré ahora.

—Relájese —sugirió Linda.

—Perfecto —concluyó el doctor Wingate riendo.

Marissa contuvo la respiración y sintió un débil calambre.

—Ahora no se mueva hasta que comprobemos que todos los embriones han sido expulsados del catéter —añadió el doctor Wingate.

El y Tara desaparecieron con dirección al laboratorio.

—¿Se encuentra bien? —preguntó la señora Hardgrave.

—Sí, muy bien —repuso Marissa muy cohibida, preocupada por la idea de que alguien apareciera por la puerta.

—Ahora que todo ha terminado —prosiguió Linda, palmeando de nuevo el hombro de Marissa—, me voy. Creo que al salir hablaré un momento con su marido.

«Buena suerte», pensó Marissa. No creía que su marido se mostrase muy accesible ese día.

El doctor Wingate regresó justo cuando Linda se marchaba.

—Todos los embriones han sido colocados —explicó el doctor Wingate. Marissa sintió que le extraían el especulo.

Ahora puede estirarse y apoyarse en el vientre. Pero no se dé la vuelta. Igual que la otra vez, quiero que siga acostada boca abajo durante tres horas. Sólo entonces, podrá ponerse de espaldas durante una hora. Y después ya podrá irse.

Tapó a Marissa de la cintura para abajo con la sábana.

La señora Hardgrave soltó los frenos de la camilla y comenzó a empujarla. Tara sostuvo abierta la puerta que daba al pasillo. Marissa dio las gracias al doctor Wingate.

—De nada, querida —respondió él con su acento australiano mucho más acusado de pronto—. Todos cruzaremos los dedos.

Cuando estuvieron al lado de la sala de espera, Marissa oyó que la señora Hardgrave llamaba a Robert. La conversación con Linda debía de haber sido breve, porque ésta ya no se encontraba allí.

Robert apareció junto a ellos mientras la señora Hardgrave empujaba a Marissa por el pasillo cubierto hacia el sector de hospitalización.

—Nos sentimos muy optimistas —manifestó la señora Hardgrave—. Eran óvulos y embriones excelentes.

Marissa no dijo nada. Se daba cuenta de que Robert no se sentía muy feliz. Sin duda la conversación con Linda lo había irritado.

La habitación en que colocaron a Marissa para su espera de cuatro horas era bastante agradable. Había cortinas amarillas sobre las ventanas que daban al río Charles. Las paredes tenían un color verde claro muy sedante.

Pasaron a Marissa de la camilla a la cama. Siguieron las instrucciones, permaneció acostada sobre su abdomen, con la cabeza hacia un costado. Robert se sentó en una silla de vinilo frente a ella.

—¿Te sientes bien? —preguntó.

—Todo lo bien que puede esperarse —respondió evasiva Marissa.

—¿Estarás bien? —preguntó él.

Marissa percibió su impaciencia por marcharse.

—Lo único que tengo que hacer es quedarme aquí acostada —le explicó—. Si tienes cosas que hacer, por favor ocúpate de ellas. Estaré bien.

—¿Seguro? —insistió Robert, poniéndose de pie—. Supongo que si estás cómoda aquí, hay algunas cosas que yo debería atender.

Marissa se dio cuenta de que le agradecía que le permitiera irse. Antes de partir, le dio un beso rápido en la mejilla.

De acuerdo con la experiencia de los últimos tiempos, al principio Marissa se sintió más cómoda sola. Pero a medida que las horas se deslizaban con lentitud, empezó a sentirse verdaderamente sola, incluso abandonada. Y comenzó a desear con impaciencia las visitas poco frecuentes de un miembro del personal de la Clínica de la Mujer que pasaba de vez en cuando para ver cómo estaba.

Cuando hubieron transcurrido las cuatro horas, la señora Hardgrave regresó para ayudarla a vestirse. En un primer momento, Marissa se mostró reacia a ponerse de pie, aunque el tiempo prescrito hubiera pasado, por miedo a echar a perderla más que animarla.

Antes de que Marissa abandonara la clínica le aconsejó que durante los días siguientes no se esforzara y tomara las cosas con calma. También le advirtió que debía evitar las relaciones sexuales durante un tiempo.

«En eso sí que no habrá problema», pensó Marissa con desesperanza; sobre todo si Robert seguía durmiendo en el cuarto de los invitados. Ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez que hicieron el amor.

Marissa llamó a un taxi para que fuera a buscarla. Lo último que deseaba era pedirle a Robert que la llevara a casa.

El resto del día lo pasó descansando. A las siete de la tarde miró el telediario, aguzando el oído para escuchar el sonido del automóvil de Robert en el sendero. A las ocho comenzó a estar pendiente del teléfono. A las ocho y media no aguantó más y llamó a la oficina de su marido.

Dejó que la señal sonara veinticinco veces, esperando que estuviera allí solo y que en algún momento la oyera aunque no sonara en su oficina privada. Pero nadie contestó.

Marissa colgó el auricular, miró el reloj y se preguntó dónde estaría Robert. Trató de convencerse de que, sin duda, se hallaba camino de casa. Se había prometido no llorar, por miedo a poner en peligro los embriones. Pero sentada allí sola, esperando el regreso de Robert, la soledad se abatió sobre ella. Pese a sus buenas intenciones, las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Aunque estuviera embarazada, a esas alturas ya no estaba segura de poder salvar su matrimonio. Con creciente desesperación, se preguntó qué pasaría con su vida.

Marissa salió de Storrow Drive hacia la calle Revere en la base de Beacon Hill. Como de costumbre, se sentía ansiosa.

Había pasado casi una semana desde la implantación de los embriones, y le resultaba difícil pensar en otra cosa que no fuera si estaría o no embarazada. Dentro de pocos días debía regresar a la Clínica de la Mujer a que le extrajeran sangre para una prueba que indicaría si la implantación había tenido éxito.

Estaba siguiendo las instrucciones que había escrito al hablar con Susan Walker acerca de la reunión de Resolución. Se suponía que debía girar hacia la derecha en Charles, luego a la izquierda en Mt. Vernon, y otra vez a la derecha en Walnut. Las instrucciones le aconsejaban estacionar el automóvil en cualquier lugar que encontrara en Beacon Hill.

Cuando se encendió la luz verde del semáforo, Marissa giró a la derecha. Pero antes de llegar a Mt. Vernon encontró un lugar para estacionar y lo aprovechó.

La casa de Susan Walker resultó ser una construcción muy bonita y pequeña de estilo georgiano, acurrucada entre otros edificios en la pintoresca calle Acorn.

La puerta fue abierta por una mujer de pelo oscuro y enormemente atractivo, de unos treinta años. Estaba exquisitamente arreglada, con un vestido de seda que en seguida hizo que Marissa, con sus pantalones de lana y su suéter, se sintiese inapropiadamente ataviada.

—Soy Susan Walker —saludó la mujer, extendiendo la mano y estrechando la de Marissa con firmeza.

Marissa le dio su nombre.

—Nos alegra mucho que haya querido venir —añadió Susan mientras indicada a Marissa que pasara a la sala de estar.

Allí, unas veinte o treinta personas deambulaban y conversaban. Daba la impresión de que se trataba de un cóctel con cierto predominio de mujeres.

Desempeñando el papel de buena ama de casa, Susan le presentó a algunos de los presentes. Pero el timbre de la puerta volvió a sonar y Susan se excusó.

Para su sorpresa y alivio, Marissa en seguida se sintió cómoda. Había supuesto que al principio le parecería estar fuera de lugar, pero no fue así. Todas las mujeres parecían cálidas y cordiales.

—¿A qué se dedica usted? —preguntó Sonya Breverton.

Susan acababa de presentársela a Marissa antes de ir a abrir la puerta. Sonya le había explicado que era agente de bolsa y trabajaba con Paine Webber.

—Soy pediatra —replicó Marissa.

Aquí hay otra doctora, una oftalmóloga. Wendy Wilson.

—¡Wendy Wilson! —exclamó Marissa y en seguida empezó a recorrer la habitación con la mirada.

Sintió una oleada de excitación. ¿Podría tratarse de la Wendy Wilson compañera suya en la Facultad de Medicina de la Universidad de Columbia? Su mirada se detuvo en una mujer que estaba en el otro extremo del salón, no mucho más alta que ella, con pelo corto y rubio.

Marissa se excusó y empezó a abrirse camino para acercarse a su vieja amiga. Cuando estuvo más cerca vio su inconfundible rostro de pícaras facciones, como de duende.

—¡Wendy! —gritó Marissa, interrumpiendo a su amiga en medio de una frase.

Wendy volvió la cabeza para mirar a Marissa.

—¡Marissa! —exclamó Wendy.

Wendy presentó a Marissa a la mujer con la que hablaba, y le explicó que Marissa era una vieja amiga de la facultad a la que no veía desde la ceremonia de graduación.

Después de algunas frases triviales, la otra mujer se excusó cortésmente, sospechando sin duda que tenían mucho de qué hablar para ponerse al día.

—¿Cuándo viniste a Boston? —preguntó Marissa.

—Hace más de dos años que estoy aquí. Terminé mi residencia en la UCLA y trabajé varios años en el hospital; después me vine al Este con mi marido, que entró a trabajar como cirujano en Harvard. Yo estoy en el «Massachussets ojos y oídos». ¿Y tú? Cuando llegué pregunté por ti y me dijeron que te habías mudado a Atlanta.

—Eso fue nada más que por un período de dos años en el CE —explicó Marissa—. Hace alrededor de tres años que he vuelto.

En seguida le informó a Wendy sobre el matrimonio, su práctica médica y dónde vivía.

—¡En Weston! —exclamó Wendy, echándose a reír—. Entonces somos vecinas. Nosotros vivimos en Wellesley. Dime, no habrás venido esta noche como conferenciante, ¿verdad?

—Ojalá fuera eso —contestó Wendy—. Hace dos años que mi marido y yo tratamos de tener un hijo. Ha sido un desastre.

—Yo también —reconoció Marissa—. No puedo creerlo. Tener que ser estéril para volver a encontrarte. Y yo que tenía miedo de toparme con alguien conocido.

—¿Es tu primera reunión en Resolución? —preguntó Wendy—. Yo he asistido a alrededor de cinco, pero jamás había oído mencionar tu nombre.

—Es la primera —repuso Marissa—. Nunca quise venir, pero una psicóloga me lo recomendó hace poco.

—Yo he disfrutado mucho de estas reuniones —manifestó Wendy—. El problema es que no consigo que el cabeza dura de mi marido me acompañe. Ya sabes cómo son los cirujanos.

Detesta reconocer que alguien tenga algo que ofrecerle en cuanto a información o experiencia.

—¿Cómo se llama? —preguntó Marissa.

—Gustave Anderson —contestó Wendy—. Y es exactamente como suena: uno de esos suecos blancos y rubios de Minnesota.

—Yo no puedo conseguir que Robert, mi marido, se acerque a nada que huela a psicoterapia —replicó Marissa—. No es cirujano, pero es igualmente obstinado.

—Tal vez los dos podrían conversar un poco —sugirió Wendy.

—No sé —dijo Marissa—. A Robert no le gusta tener la sensación de que es manipulado. La psicóloga trató de hablar con él después de la última implantación de embriones que me hicieron, pero eso no hizo más que empeorar las cosas.

—¡Escuchadme todos! —gritó Susan Walker por encima del barullo general—. Si se sientan, podremos empezar.

Marissa y Wendy se instalaron en un sofá cercano.

Marissa guardaba infinidad de preguntas con respecto a su vieja amiga, pero se obligó a mostrarse paciente. Ella y Wendy habían sido muy buenas amigas durante la época de la Facultad de Medicina. El hecho de que hubieran perdido contacto se debía puramente a la geografía y a lo absorbente de sus respectivas carreras profesionales. Después del aislamiento muy contenta de reencontrar a una amiga en la que podía confiar.

Pero la paciencia de Marissa dio sus frutos, y muy pronto quedó como hipnotizada con la reunión. Una serie de mujeres fueron levantándose y dirigiéndose al grupo, exponiendo sus propias historias.

Constituyó toda una experiencia emocional para Marissa escuchar una serie de historias con las que podía identificarse Cuando una mujer confesó haberle gritado a una empleada de almacén que le dio la impresión de descuidar a sus hijos, Marissa asintió, recordando a la madre adolescente con el bebé sucio.

Hasta uno de los maridos se puso de pie y tomó la palabra, lo cual hizo que Marissa lamentara más que nunca que Robert no se encontrara allí. Habló acerca del estrés desde el punto de vista masculino, y eso hizo que Marissa comprendiera mejor lo que Robert había intentado decirle acerca de su respuesta a tener que exhibir «una buena actuación».

Una abogada se incorporó y habló de la necesidad de que las parejas que pasaban por varias experiencias de FIV sin éxito pudieran expresar su dolor por la pérdida de esos hijos potenciales. Después de subrayar con elocuencia la difícil situación de dichas parejas, agregó con serenidad:

—Si hubiera apoyo formal para la tristeza de las mujeres estériles, tal vez mi amiga y colega Rebecca Ziegler estaría aquí con nosotros esta noche.

Cuando la abogada tomó asiento, en la habitación se impuso un silencio respetuoso que se prologó durante un momento.

Resultaba obvio que los presentes se habían sentido afectados por la mención de la mujer muerta. Cuando la siguiente oradora se puso en pie, Marissa le preguntó a Wendy:

—¿Rebecca Ziegler asistía con frecuencia a estas reuniones?

—Sí, pobrecilla —respondió Wendy—. Incluso hablé con ella en la última. Fue todo un golpe enterarme de que se había suicidado.

—¿Estaba muy deprimida? —preguntó Marissa.

Wendy negó con la cabeza.

—Jamás advertí en ella síntomas tan evidentes.

—Yo la vi el día en que murió —señaló Marissa—. De hecho, golpeó a mi marido.

Wendy la miró sorprendida.

—Fue en la Clínica de la Mujer —explicó Marissa—. Estaba fuera de sí. Robert trataba de sujetarla. Lo curioso es que tampoco en aquel momento parecía deprimida. Estaba furiosa, sí, pero no deprimida. ¿En general era una mujer tranquila?

—Eso me pareció cada vez que la vi —respondió Wendy.

—Resulta extraño —manifestó Marissa.

—Es hora de que lo dejemos para tomar un café —anunció Susan Walker cuando terminó su exposición la última oradora—. Después escucharemos a nuestra invitada especial. Es un verdadero honor tener con nosotros a la doctora Alice Mortland, del Columbia Medical Center de Nueva York. Nos hablará acerca de los nuevos aspectos de la GIFT, o Transferencia Intrafalopiana de Gametos.

Marissa miró a Wendy.

—¿Te interesa esa conferencia? —preguntó.

—En absoluto —repuso Wendy—. Con mis dos trompas de Falopio obstruidas, la GIFT no me serviría de nada.

—¡Dios santo! —exclamó Marissa—. Yo tengo el mismo problema: obstrucción de trompas.

—¡Caramba! —repuso Wendy con una breve carcajada de incredulidad—. ¿Qué somos? ¿Hermanas gemelas? Imaginemos que estamos en la facultad y saltémonos la conferencia.

Podríamos ir a un bar y charlar sobre lo que hemos hecho todos estos años.

—¿No se ofenderá la dueña de la casa? —preguntó Marissa.

—¿Susan?, no —le aseguró Wendy—. Ella lo entenderá.

Diez minutos más tarde, Marissa y Wendy estaban sentadas frente a frente en unas sillas bajas de vinilo. Se hallaban junto a un ventanal que daba a la bulliciosa calle Beacon, con el oscuro Boston Garden más allá. A la luz de las farolas, el césped comenzaba a verse verde, uno de los primeros signos de la primavera.

Cada una pidió agua mineral y se burló de la otra.

—¡Nada de alcohol! Bien, bien —dijo Wendy.

—Otra coincidencia —replicó Wendy—. Lo mismo que yo.

Sólo que en mi caso fue la segunda. ¿En qué programa estás?

—En la Clínica de la Mujer, en Cambridge —explicó Marissa.

—No puedo creerlo —añadió Wendy—. Yo también voy allí.

—¿El doctor Wingate?

—¡Ajá! —exclamó Marissa—. El doctor Carpenter es mi ginecólogo. El doctor Wingate se encarga de la fecundación in vitro.

—Yo iba con Megan Carter —explicó Wendy—. Siempre he preferido tener a una mujer como ginecóloga. Pero tuve que recurrir a Wingate porque él es el que dirige todo lo relacionado con FIV.

—Es sorprendente que no nos hayamos encontrado nunca —señaló Marissa—. Pero, por otro lado, son muy estrictos en lo relativo a lo confidencial; ésa es una de las razones por las que elegí esa clínica.

—A mí me pasó lo mismo —siguió Wendy—. Podría haber recurrido a alguien del General, pero eso no me hacía sentirme cómoda.

—¿Fue un golpe muy duro para ti enterarte de que tenías las trompas obstruidas? —preguntó Marissa.

—Por completo —contestó Wendy—. No me lo esperaba.

Resultaba irónico, sobre todo considerando las precauciones que tomé durante mi época del instituto y en la Facultad de Medicina para no quedarme embarazada. Ahora no puedo recordar cómo era no desear tener un hijo.

—Lo mismo que yo —repuso Marissa—. Pero quedé aún más sorprendida al enterarme de que la causa era una salpingitis tuberculosa.

Wendy golpeó su vaso de agua mineral contra la mesa.

—Estas coincidencias se están volviendo un poco siniestras —manifestó—. A mí me hicieron el mismo diagnóstico: reacción granulomatosa a consecuencia de tuberculosis. Y también la prueba de derivado proteínico purificado dio positivo.

Era una coincidencia demasiado grande para que resultara creíble.

Con su preparación epidemiológica, Marissa no tardó en sospechar. El paralelismo de los casos de ambas resultaba extraordinario. Y la única vez que sus vidas se habían cruzado fue cuando estudiaban en la Facultad de Medicina.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —preguntó Wendy.

—Probablemente —respondió Marissa—. Me pregunto acerca de los meses que tuvimos aquella asignatura rotativa en Bellevue. ¿Recuerdas los casos de tuberculosis que vimos, sobre todo los resistentes a los medicamentos? ¿Recuerdas que pensaban que había un aumento de tuberculosis?

—¿Cómo olvidarlo?

—Por suerte, mi radiografía de tórax está perfecta —alegó Marissa.

—También la mía —replicó Wendy.

—Me pregunto si seremos casos aislados o parte de una pauta más general. Se supone que la salpingitis tuberculosa es algo poco frecuente, sobre todo en una nación sana como Estados Unidos. No tiene sentido.

—¿Por qué no volvemos a la reunión de Resolución y preguntamos si hay alguien más que presente el mismo historial? —sugirió Wendy.

—¿Hablas en serio? Las probabilidades son muy remotas.

—Continúo sintiendo curiosidad al respecto —explicó Wendy—. Vamos; está cerca y tenemos una audiencia muy especial.

Mientras caminaban de regreso a la calle Acorn, Marissa abordó el tema de su situación conyugal. Le resultaba difícil referirse a ella, pero sintió la necesidad de comentarlo con alguien. Le contó a Wendy que ella y Robert tenían serios problemas.

—Le ha dado por dormir en el cuarto de los invitados —le confió Marissa—. Y se niega a ver a un psicoterapeuta.

Dice que no necesita que nadie le diga por qué se siente desdichado.

—Muchas de nosotras, las mujeres estériles, tenemos problemas matrimoniales —repuso Wendy—. Sobre todo las que nos inevitable. Sólo que, por supuesto, cada una lo afronta de manera diferente. Gustave, mi marido, acaba de transferir la poca atención que me prestaba a su trabajo. Siempre está en el hospital. No lo veo prácticamente nunca.

—Robert está haciendo eso mismo cada vez más —indicó Marissa—. A menos que se desarrolle uno de esos embriones, no me siento muy optimista con respecto a que podamos capear el temporal.

—¡Habéis vuelto! —exclamó Susan cuando les abrió la puerta—. Justo a tiempo para el postre.

Wendy le contó a Susan lo que querían hacer. Susan tomó sus abrigos y las precedió a la sala de estar, donde los invitados conversaban animadamente en pequeños grupos mientras comían una tarta de chocolate.

—¿Podéis atenderme un momento, por última vez esta noche? —reclamó Susan en voz alta.

Luego explicó que Wendy tenía algunas preguntas que formularles.

Después de situarse en el centro de la habitación, Wendy se presentó por si alguna persona ignoraba que era doctora.

Entonces preguntó cuántas de las mujeres presentes presentaban una obstrucción de las trompas de Falopio como causa de su esterilidad.

Tres personas levantaron la mano.

Al mirar a esas tres mujeres, Wendy inquirió:

—¿A alguna de vosotras le han dicho que la tuberculosis o lo que parecía serlo bajo el microscopio había sido la causa de esa obstrucción?

Las tres sacudieron la cabeza. No estaban seguras.

—¿A alguna de vosotras le recomendaron que tomara un medicamento llamado isoniacida o NH? —preguntó Marissa—. En ese caso, os habrían sugerido que lo tomarais durante varios meses.

Dos de las mujeres levantaron la mano. Ambas explicaron que habían sido remitidas a sus médicos después de la laparoscopia, y que les mencionaron un medicamento que debían tomar durante un período prolongado de tiempo. Sin embargo, les indicó que volvieran cada tres meses.

Marissa anotó sus nombres y números de teléfono: Marcia Lyons y Catherine Zolk. Ambas prometieron preguntar a sus respectivos médicos de cabecera si el medicamento en cuestión había sido la isoniacida.

Totalmente asombrada, Marissa llevó a Wendy aparte.

—Esto es increíble. Creo que tenemos cuatro casos. Pero si estas dos mujeres tuvieron tuberculosis, entonces nuestra rotación de la Facultad de Medicina en Bellevue está fuera de la cuestión.

—Cuatro casos no constituyen una serie —advirtió Wendy.

—Pero me resulta muy sospechoso —explicó Marissa—. Cuatro casos de una enfermedad rara en una sola área geográfica.

Además, parece que ninguna de nosotras tuvo ningún síntoma de infección. Creo que es algo que debemos investigar, y pienso hacerlo.

—Hagámoslo juntas —sugirió Wendy.

—¡Maravilloso! —convino Marissa—. El primer paso será aprovechar mis contactos en el CE. Podemos empezar esta misma noche. ¿Dónde está tu coche?

—En el pabellón de oftalmología del «Massachussets» —respondió Wendy.

—El mío está más cerca —explicó Marissa—. Te llevaré al tuyo y después me sigues a casa. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —asintió Wendy.

Al despedirse de la dueña de casa y agradecerle su hospitalidad, Marissa tuvo de pronto una idea. Le preguntó a Susan si conocía la causa de la infertilidad de Rebecca Ziegler.

—Creo que era por obstrucción de las trompas —contestó Susan después de pensarlo un momento—. No estoy muy segura, pero creo que fue por eso.

—¿Por casualidad tienes su número de teléfono? —preguntó Marissa.

—Creo que sí —repuso Susan.

—¿Te importaría dármelo? —preguntó Marissa.

Susan buscó el número en su estudio y se lo dio a Marissa.

—¿Cómo te le acercará? —inquirió Wendy al llegar a la calle—. El pobre hombre estará probablemente en estado de choque emocional.

—Lo haré si logro reunir el coraje suficiente —explicó Marissa—. Además, me dijeron que estaban separados.

—Como si eso significase alguna diferencia —replicó Wendy—. Creo, en todo caso, que le habrá hecho sentirse peor, incluso responsable.

Marissa asintió.

En el trayecto hasta su casa, la excitación de Marissa fue en aumento. Cuatro casos de salpingitis tuberculosa hacían que el suyo no fuera anómalo y sugerían una posible tendencia de importancia para la salud pública.

Marissa introdujo el coche en el garaje y salió a reunirse con Wendy, que había estacionado en el sendero. Entraron en la casa por la puerta principal.

—¡Bonita casa! —exclamó Wendy, mientras seguía a Marissa por un pasillo hacia su estudio.

Lo primero que hizo Marissa fue buscar el número de teléfono de Cyrill Dubchek.

—Estoy llamando a uno de los jefes de departamento del CE —explicó Marissa—. Salimos un tiempo durante el último año que estuve allí. Es un hombre bastante atractivo.

Marissa encontró el número y mantuvo abierto el índice telefónico con un abrecartas.

—¿Qué pasó? ¿Las cosas no salieron bien? —preguntó Wendy.

Marissa sacudió la cabeza.

—Fue una relación tormentosa desde el principio. Lo irónico es que nuestro mayor desacuerdo fue sobre los hijos.

El había tenido varios con su esposa antes de que ella muriera. No le interesaba tener más. Obviamente, eso fue antes de que yo me enterara de la obstrucción de trompas.

Marissa marcó el número y aguardó.

—Es toda una historia —continuó Marissa—. Estuvimos riñendo durante mis dos primeros meses en el Centro. Después vino el romance. Y al final terminamos como buenos amigos. La vida es impredecible.

Wendy empezó a hacer señas levantando la mano para indicarle que Cyrill había contestado.

La primera parte de la llamada fue una charla amistosa, hasta que, por último, Marissa llegó a lo que quería preguntarle.

—Cyrill —le dijo—, estoy con una médica amiga y conectaré el supletorio para que podamos hablarte las dos.

—Oprimió la tecla apropiada —. ¿Me oyes bien?

La voz de Cyrill llenó la habitación cuando respondió afirmativamente.

—¿Por casualidad no has oído hablar en el Centro de salpingitis tuberculosa, de un aumento reciente de casos?

—No, que yo recuerde —contestó Cyrill—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Tengo motivos para creer que existen cuatro casos aquí en Boston. Todos en mujeres relativamente jóvenes, y todos sin ninguna anidación aparente de infección en ninguna otra parte; sobre todo, nada en los pulmones.

—¿Qué quieres decir con eso de «mujeres relativamente jóvenes»? —preguntó Cyrill.

—Digamos entre veintiocho y treinta y cinco años —respondió Marissa.

—Me parece una edad muy avanzada para ser tratada por una pediatra —bromeó Cyrill—. ¿Cómo te enteraste de esos casos?

Marissa sonrió.

—Debería haber sabido que no podía mostrarme evasiva contigo, Cyrill —repuso—. Lo cierto es que soy una de las infectadas. Hace alrededor de un año que me someto a sesiones de fecundación in vitro. Esta noche descubrí la existencia de otras tres mujeres con el mismo inusual diagnóstico.

—Lamento enterarme así de tu problema —se excusó Cyrill—. No, no he oído ningún comentario acerca de salpingitis tuberculosa entre las habladurías habituales del CE. Lo que puedo hacer es indagar en la sección de bacteriología. Si se ha producido algo, seguro que ellos lo saben. Te volveré a llamar lo antes posible.

Después de las despedidas de ritual, Marissa cortó la comunicación, y preguntó qué opinaba acerca de marcar el número de Rebecca Ziegler.

Wendy consultó su reloj.

—No estoy segura de tener la fortaleza emocional para hacerlo —estimó—. Además, son más de las diez de la noche.

—Creo que vale la pena correr el riesgo —alegó Marissa con aire decidido.

Cogió el papel con el número y llamó. El tono de llamada sonó siete veces antes de que alguien contestara. En segundo plano se oía música fuerte. Parecía una fiesta.

Marissa preguntó si hablaba con la residencia Ziegler.

—Un momento —repuso la voz en el otro extremo de la línea.

Marissa y Wendy alcanzaron a oír que el hombre les gritaba a los demás que bajaran la voz un momento. Entonces volvió al teléfono.

—¿Es usted el marido de Rebecca Ziegler? —preguntó Marissa.

—Lo era —contestó el hombre—. ¿Quién habla?

—Soy la doctora Blumenthal —explicó Marissa—. Espero no haber llamado en un mal momento. Me dieron su número en Resolución, la organización para las parejas infértiles. ¿La conoce?

—Sí —repuso el hombre—. ¿Qué ocurre?

—Si no es demasiada molestia —siguió Marissa—, me gustaría formularle una pregunta personal acerca de Rebecca.

—¿Es una broma? —preguntó el hombre.

Una súbita carcajada sonó en segundo plano.

—No —replicó Marissa—. Le aseguro que no. Sólo quería preguntarle si el problema de Rebecca tenía algo que ver con sus trompas de Falopio. Son los conductos que transportan los óvulos al útero.

—Sé perfectamente lo que son las trompas de Falopio —contestó el individuo—. Un momento.

De nuevo la voz pareció alejarse, y Marissa volvió a oír cómo reconvenía a sus invitados: «¡A ver si os calláis un momento!». Al regresar al teléfono se disculpó por el barullo:

—Son mis amigos —explicó—. Son unos animales.

—Le preguntaba acerca del problema que aquejaba a Rebecca —prosiguió Marissa, y puso los ojos en blanco en señal de fastidio compartido con Wendy.

—Sí —afirmó el hombre—. Tenía las trompas obstruidas.

—¿Por casualidad no sabe la causa de esa obstrucción? —insistió Marissa.

—Lo único que sé es que las tenía obstruidas. Para más datos, hable con su médico.

Se oyó un golpe a lo lejos, y después el ruido de cristales rotos.

—¡Por Dios! —exclamó el hombre—. Perdóneme, pero tengo que cortar.

La línea quedó enmudecida bruscamente Marissa también colgó.

Las dos se miraron. Finalmente, Wendy rompió el silencio.

—¡Vaya con el viudo desconsolado!

—Por lo menos no tenemos que sentirnos culpables por haber llamado —explicó Marissa—. Y tenía las trompas obstruidas. Creo que valdrá la pena averiguar la causa. Si llegara a ser la misma que la nuestra, eso podría darle un nuevo giro a este asunto.

Wendy asintió.

—¡Espera un momento! —gritó Marissa.

—¿Qué pasa? —preguntó Wendy.

—Olvidamos preguntar a esas otras dos mujeres dónde las atendían. Sabemos que a Rebecca la visitaban en la Clínica de la Mujer.

—Tienes sus números de teléfono —indicó Wendy—. Llámalas.

Marissa marcó con rapidez. Encontró a las dos mujeres y ambas le dieron la misma respuesta: recibían tratamiento en la Clínica de la Mujer.

—Esto se está poniendo interesante —afirmó Wendy.

—Eso es subestimar el tema —añadió Marissa—. Creo que debemos hacer una visita a la Clínica de la Mujer. Cuanto antes, mejor. Por ejemplo, mañana por la mañana.

¿Vendrás conmigo?

Wendy.

—Hola —dijo una voz. Tanto Marissa como Wendy miraron hacia la puerta.

Era Robert, con un suéter de cuello de pico, pantalones informales color beige y mocasines sin calcetines. En la mano llevaba sus gafas de leer.

Marissa se puso de pie y le presentó a Wendy, explicándole que se habían encontrado en la reunión de Resolución.

Le contó que Wendy también estaba realizando un tratamiento de fecundación in vitro con el doctor Wingate. Robert estrechó la mano de Wendy.

—Iba a la cocina a prepararme un poco de té —señaló Robert—. ¿Queréis una taza?

—Me encantaría —replicó Wendy.

Robert se dio media vuelta y desapareció en la cocina.

—Vaya —exclamó Wendy—. Y yo que creía que Gustave era un buen mozo.

Marissa asintió.

—Lo amo —reconoció—. Es sólo que estamos pasando por un momento particularmente difícil. —Se encogió de hombros—. Por lo menos, eso es lo que me digo a mí misma.

Cuando acudieron a la cocina, Robert ya tenía la tetera en el fuego y cajas de diferentes clases de té sobre la mesa junto con tres tazas.

—¿Cómo fue la reunión? —preguntó Robert mientras buscaba el azúcar y la miel.

Marissa describió la reunión, poniendo énfasis en lo agradable que había sido y los maridos que se encontraban presentes.

—¿Su marido estaba allí? —le preguntó Robert a Wendy.

—Estaba en el quirófano y no pudo presentarse —contestó evasiva Wendy.

Omitió decir que probablemente no habría asistido aunque no hubiera tenido compromisos. Robert parecía un especialista en interrogatorios.

—¿Has asistido a otras reuniones? —preguntó.

Marissa contestó por Wendy.

—No, no ha podido asistir.

—Entiendo —replicó Robert mientras vertía agua caliente en cada una de las tazas.

Tenía en el rostro una de esas medias sonrisas que tanto exasperaban a Marissa.

—Estoy segura de que adoptarías una actitud muy distinta hacia las reuniones si fueras capaz de acudir a una —alegó Marissa.

—Tal vez debería hablar con el marido de Wendy —replicó Robert—. Tengo la impresión de que es una alma gemela —concluyó y llevó la tetera otra vez a la cocina.

—Una gran idea —convino Wendy.

—Lo único que puedo decir es que la reunión me pareció de lo más gratificante —explicó Marissa—. No sólo volví a encontrar a Wendy sino que nos enteramos de que cuatro de nosotras tenemos el mismo extraño diagnóstico.

—¿Te refieres a eso de la tuberculosis? —preguntó Robert.

—Exactamente —manifestó Wendy—. Yo soy una de las cuatro.

—¿En serio?

Marissa se embarcó en una detallada explicación acerca de por qué ese número de casos era inusual.

—Es tan insólito que debemos sondear un poco. Mañana iremos a la Clínica de la Mujer para iniciar nuestra investigación oficial.

—¿Qué quieres decir con eso de investigación oficial? —inquirió Robert.

—Queremos saber cuántos casos como los nuestros han aparecido. Queremos averiguar si a Rebecca Ziegler le afectaba el mismo problema. Ya sabemos que tenía las trompas obstruidas.

—En la Clínica de la Mujer no os darán esa clase de información.

—¿Por qué no? Tal vez sea importante —explicó Marissa—. Por lo que sabemos, podría acarrear serias consecuencias para te…, algo parecido a un síndrome de choque tóxico.

Robert miró a Marissa y después a Wendy. El apasionamiento de ambas le resultó inquietante, sobre todo después del reciente estallido de Marissa en el restaurante chino.

Sin duda a Wendy le estaban administrando las mismas hormonas.

—Creo que deberíais calmarnos un poco —aconsejó—. Aunque consiguierais llegar al fondo del asunto, no lograréis con eso solucionar el problema al que os enfrentáis. Y dudo mucho que lleguéis muy lejos en vuestras investigaciones en la clínica. Sería poco ético y hasta ilegal que revelaran información acerca de sus pacientes sin el consentimiento de las mismas.

Pero Marissa no quiso seguir escuchándolo.

—Este asunto de la tuberculosis me ha inquietado desde el principio, y me propongo llegar hasta el fondo. No me importa cuánto me cueste lograrlo. Acabo de llamar a Cyrill Dubchek y él puede hacer valer la autoridad del CE para conseguirlo.

Robert sacudió la cabeza. Era obvio que desaprobaba semejante actitud.

—Muy bien —replicó con sequedad—. Entonces dejaré solos a los dos sabuesos para que sigan tramando sus movimientos.

Y tras eso, tomó su taza y abandonó la cocina.

Wendy rompió el incómodo silencio cuando sus pasos dejaron de oírse.

—Tiene razón —manifestó—. Podemos tener problemas para acceder a esos historiales médicos.

—Debemos intentarlo. Tal vez logremos reunir cierta autoridad como médicas. Ya sabes, el enfoque médico profesional. Si eso no surte efecto, pensaremos en alguna otra cosa. Estás conmigo, Wendy, ¿verdad?

—Absolutamente —repuso Wendy—. Estamos unidas.

Marissa sonrió. Estaba impaciente por que llegara la mañana.