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20 DE MARZO DE 1990 8.45 a.m.

Los iones altamente reactivos llamados iones de hidronio, que no eran más que protones hidratados, se abrieron camino por las delicadas membranas celulares de cuatro de los embriones de Marissa.

Los iones de hidronio aparecieron en una oleada súbita, y tomaron desprevenidas a las células en proceso de división. Se movilizaron sistemas amortiguadores para neutralizar algunas de las partículas reactivas iniciales, pero eran demasiadas para combatirlas. Lentamente al principio, y después con mayor rapidez, el PH de las células comenzó a descender.

Se estaban volviendo ácidas. Los iones de hidronio inevitablemente se originan allí donde el ácido se agrega a un medio acuoso.

En lo más intimo de los embriones, las moléculas de ADN se encontraban en el proceso de duplicación, preparándose para otra división. Por ser ellas mismas ácidos débiles, resultaban muy susceptibles a los iones de hidronio que las rodeaban. Su proceso de duplicación continuó, pero con cierta dificultad: las enzimas responsables de las reacciones químicas también eran sensibles al ácido. Muy pronto comenzaron a ocurrir errores de duplicación. Al principio eran sólo unos pocos errores, ninguno demasiado importante a la larga, dada la redundancia de los genes. Pero, a medida que intervenían más y más partículas ácidas, la totalidad de la dotación genética comenzó a duplicarse a tontas y a locas. Las células seguían dividiéndose, pero era sólo cuestión de tiempo. Los errores se habían convertido en letales.

Le resultaba difícil comprender que estaba contemplando el más básico comienzo de uno de sus hijos. El embrión, ahora en la etapa bicelular, se veía transparente en el medio de cultivo claro como el cristal. Por desgracia, Marissa no podía ver el caos que estaba teniendo lugar a nivel molecular en el preciso instante en que admiraba la apariencia microscópica de la célula. Creyó estar viendo el comienzo de una nueva vida humana. Pero, en realidad, lo que tenía ante sus ojos eran los primeros pasos de su muerte.

—Asombroso, ¿verdad? —subrayó el doctor Wingate.

Estaba detenido junto a Marissa. Ella se había presentado inesperadamente aquella mañana, preguntando si podía ver uno de sus embriones. Al principio, él puso en tela de juicio la prudencia de acceder a ese deseo; pero al recordar que era doctora comprendió que le sería difícil negarse, aunque en esa etapa no le gustaba que nadie manipulara los embriones.

—No puedo creer que ese puntito pueda convertirse en una persona —alegó Marissa.

Nunca había visto un embrión bicelular vivo antes, y mucho menos uno propio.

—Creo que será mejor que volvamos a poner en la incubadora a este diablillo —estimó el doctor Wingate.

Con mucho cuidado llevó la caja de cultivo a la incubadora y la colocó en el estante correspondiente. Marissa lo siguió, todavía maravillada. Vio que la caja estaba junto a otras tres.

—¿Dónde están los otros cuatro? —preguntó.

—Por allí —señaló el doctor Wingate—. En la unidad de almacenamiento de nitrógeno líquido.

—¿Ya han sido congelados? —preguntó Marissa.

—Lo hice esta mañana —respondió el doctor Wingate—. La experiencia nos ha enseñado que los embriones bicelulares funcionan mejor que los más grandes. Seleccioné los cuatro que consideré resistirían mejor la congelación y posterior des congelamiento Los mantendremos en reserva, por si acaso.

Marissa se acercó a la unidad de almacenamiento de nitrógeno líquido y tocó su tapa. La idea de que cuatro criaturas potenciales estaban dentro, congeladas en una suerte de animación suspendida, le provocó una sensación extraña. El intrusismo de la alta tecnología comenzaba a recordarle demasiado a Un mundo feliz.

—¿Quiere mirar adentro? —le preguntó el doctor Wingate.

Marissa negó con la cabeza.

—Ya le he robado demasiado tiempo —repuso—. Muchísimas gracias.

—Ha sido un placer —replicó el doctor Wingate.

Marissa se apresuró a salir del laboratorio. Se dirigió a los ascensores y presionó el botón con la flecha ascendente.

Lo que esa mañana la había llevado a la clínica era una cita para ver a Linda Moore, una psicóloga.

Entre la discusión final con Robert la noche anterior y la decisión del mismo de dormir en el cuarto de huéspedes, Marissa decidió que lo primero que haría por la mañana sería concertar una cita para hablar con una psicóloga de la clínica.

Al margen de que Robert asistiera o no, Marissa decidió que necesitaba hablar con una profesional acerca de las tensiones emocionales inherentes a las sesiones y el proceso de FIV.

Cuando realizó la llamada supuso que tendría que esperar a que le dieran la hora, pero la señora Hardgrave había advertido a las psicólogas de la clínica que si Marissa llamaba debía ser atendida sin demora.

El consultorio de Linda Moore se encontraba en el quinto piso, el mismo desde el que había saltado Rebecca Ziegler. La coincidencia incomodó un tanto a Marissa. Mientras atravesaba el vestíbulo, intentó conjeturar, impulsada por cierta malsana curiosidad, desde qué ventana lo había hecho. Se preguntó si la gota que hizo rebosar el vaso habría sido algo que descubrió en su historial clínico. Recordó que Rebecca había abandonado la sala de espera de la planta baja con el expreso propósito de leer en seguida su historial.

—Adelante —dijo la secretaria cuando Marissa se identificó.

Al avanzar hacia la puerta, Marissa se preguntó si de veras deseaba acudir a aquella cita. No hacía falta un profesional para decirle que someterse a un proceso de FIV provocaba estrés. Además, le preocupaba un poco tener que dar excusas que explicaran la ausencia de Robert.

—Adelante —repitió la secretaria.

Al comprender que ya no tenía salida, Marissa entró en el consultorio.

La decoración del cuarto resultaba sedante, con muebles cómodos tapizados en tonos apagados de verde y gris. Sin embargo, la ventana daba al patio de ladrillos, cinco pisos más abajo. Marissa se preguntó qué estaría haciendo Linda Moore cuando Rebecca dio el salto hacia el infinito.

—¿Por qué no cierra la puerta, por favor? —sugirió Linda, haciendo un ademán con la mano libre.

Era joven; Marissa calculó que tendría poco menos de treinta años. También tenía acento, igual que la señora Hardgrave.

—Tome asiento. En seguida estaré con usted —alegó Linda, que en ese momento hablaba por teléfono.

Marissa se sentó en una silla con tapizado verde oscuro, frente al escritorio de Linda. La mujer era bastante pequeña, con pelo corto y rojizo y pecas en la nariz. Era obvio que hablaba con una paciente, y eso hizo que Marissa se sintiera incómoda. Trató de no escuchar. Pero muy pronto la conversación finalizó, y Linda dedicó toda su atención a Marissa.

—Me alegro de que llamara —saludó con una sonrisa.

Casi en seguida, también Marissa se alegró. Linda Moore le pareció a la vez competente y cálida. Alentada por Linda, muy pronto Marissa comenzó a abrirse. Si bien en la Clínica de la Mujer Linda atendía a pacientes con una amplia variedad de problemas, Marissa se enteró de que buena parte de sus casos tenían que ver con la fecundación in vitro. Entendía a la perfección lo que le ocurría a Marissa, quizá mejor que Marissa misma.

—Básicamente, el problema no es sencillo —explicó Linda en mitad de la sesión—. Tiene dos posibilidades igualmente insatisfactorias: aceptar su esterilidad sin ningún tratamiento ulterior, como sugiere su marido, y por consiguiente vivir una existencia que es contraria a sus expectativas; o continuar con el procedimiento de FIV, que traerá como resultado un estrés permanente sobre usted y su matrimonio, un costo igualmente y permanente para los dos sin ninguna garantía de éxito.

—Jamás lo he oído expresado en forma tan clara y concisa —repuso Marissa.

—Creo que en esto es importante ser clara —adujo Linda—. Y sincera. Y la sinceridad empieza con usted misma.

Tiene que entender que ésas son sus opciones para poder adoptar una decisión racional.

Poco a poco, Marissa empezó a sentirse más cómoda en lo referente a revelar sus sentimientos, y lo más sorprendente de todo fue que, al hacerlo, cobró más conciencia de sí misma.

—Uno de mis peores problemas es que no sé arreglármelas sola, me siento impotente en todo esto.

—Es cierto —replicó Linda—. Cuando de esterilidad se trata, no significa una diferencia lo mucho que se lo intenta.

—Robert dice que estoy obsesionada —reconoció Marissa.

—Y probablemente tiene razón —convino Linda—. Y esa obsesión se acrecienta con la montaña rusa emocional de la FIV: el salto brusco y recurrente de la esperanza a la desesperación, de la tristeza a la furia, de la envidia al autorreproche.

—¿Qué quiere decir con envidia? —preguntó Marissa.

—La envidia que siente hacia las mujeres que tienen hijos —explicó Linda—. El dolor que experimenta al ver a madres con sus hijos en el supermercado. Esa clase de cosas.

—Como la furia que siento hacia las madres en mi práctica pediátrica —alegó Marissa—. Sobre todo para con las que considero descuidan en cierta forma a sus hijos.

—Exactamente —asintió Linda—. No puedo imaginar un ejercicio médico peor para una mujer estéril que la pediatría. ¿Por qué no eligió otra especialidad?

Linda se echó a reír y Marissa hizo otro tanto. La pediatría era un campo de trabajo particularmente cruel para alguien en sus circunstancias. Esa era probablemente una de las razones por la que había evitado todo lo posible reintegrarse a su consultorio.

—La rabia y la envidia son sentimientos perfectamente normales —siguió Linda—. Tiene que permitirse sentirlos. No trate de reprimirlos por creerlos impropios.

—Antes de que nos despidamos —prosiguió Linda—, hay un par de cosas importantes que quisiera recalcarle. Volveremos a todo esto con más detalles en sesiones futuras, y espero que podamos conseguir que Robert acuda a una o dos de ellas. Pero quiero prevenirla contra permitir que ese hijo tan deseado encarne todas sus esperanzas. No se convenza de que todo será distinto si tiene ese bebé, porque no será así. Lo que quiero aconsejarle es que usted fije un plazo de tiempo realista para sus intentos de FIV. Tengo entendido que está en el cuarto. ¿Es así?

—En efecto —asintió Marissa—. Mañana me implantarán el embrión.

—Estadísticamente, lo más probable es que cuatro no sean suficientes —subrayó Linda—. Tal vez debería pensar en fijar ocho intentos como límite. Aquí, en la Clínica de la Mujer, tenemos un índice muy alto de éxitos alrededor del octavo intento. Si después de esa cifra no ha quedado embarazada, opino que debería detenerse y considerar otras opciones.

—Robert está hablando ahora mismo de otras opciones —replicó Marissa.

—Se mostrará más dispuesto a cooperar si sabe que usted ha establecido un límite, que esto no seguirá eternamente —afirmó Linda—. Esa ha sido nuestra experiencia. En cada pareja, uno de sus integrantes está más comprometido que el otro en el proceso. Déle un poco de tiempo. Respete sus limitaciones tanto como las suyas propias.

—Veré qué puedo hacer —repuso Marissa.

Al recordar las últimas palabras de Robert acerca del tema, no se sintió demasiado optimista.

—¿Hay algún otro punto del que debamos ocuparnos? —preguntó Linda.

Marissa vaciló.

—Sí —contestó por fin—. Mencionamos la culpa muy de pasada. Ese es un gran problema para mí. Tal vez porque soy médica, me molesta no haber podido descubrir cómo pesqué la infección que obstruyó mis trompas de Falopio.

—Lo entiendo —dijo Linda— pero tenemos que tratar de cambiar su forma de pensar.

Las posibilidades de que cualquier conducta anterior pueda haber sido la causa son infinitamente pequeñas. No es como si se tratara de una enfermedad venérea o algo parecido.

—¿Cómo puedo saberlo? —preguntó Marissa—. Siento que tengo que averiguarlo. Se ha convertido en algo cada vez más importante para mí.

—Muy bien, hablaremos más sobre eso.

Linda abrió el libro de citas que tenía sobre el escritorio y concertó una segunda entrevista con Marissa. Después, se puso de pie. Marissa la imitó.

—Me gustaría hacerle una sugerencia más —indicó Linda—. Tengo la impresión de que se ha mantenido usted muy aislada como resultado de su esterilidad.

Marissa asintió, esta vez por estar completamente de acuerdo.

—Quisiera que se animara a llamar a Resolución —prosiguió Linda, y le entregó una tarjeta con un número de teléfono—. Tal vez haya oído hablar de esa organización. Es un grupo de autoayuda formado por personas con problemas de infertilidad. Creo que resultará muy beneficiada con ese contacto. Esas personas conversan sobre los mismos temas que hemos tocado nosotras hoy. Saber que no está sola en este baile contribuirá a que se sienta más tranquila y más segura de sí misma.

Cuando se marchó del consultorio de la psicóloga, Marissa se alegró de haber realizado el esfuerzo. Después de la sesión, se sentía cien veces mejor de lo que había supuesto.

Observó la tarjeta con el número de teléfono de Resolución. Hasta tenía ganas de llamar a esa organización. La conocía de nombre, pero jamás había pensado seriamente en acudir a ella, en parte porque era médica. Siempre supuso que el principal propósito del grupo era explicar a los profanos en la materia los aspectos científicos de la esterilidad.

Mientras bajaba en el ascensor, Marissa advirtió que había olvidado preguntarle a Linda sobre Rebecca Ziegler. Se obligó a recordarlo para la siguiente sesión.

De la Clínica de la Mujer, Marissa se fue a la clínica pediátrica donde tenía su consultorio. Robert tenía razón. Era su secretaria, estaba siendo utilizada como sustituta de otras secretarias que se encontraban de vacaciones. A Marissa no le sorprendió encontrar vacío el escritorio de Mindy cuando pasó frente a él camino de su consultorio.

Encontró un montón de correspondencia sin abrir encima de su propio escritorio, así como también una capa de polvo.

Después de colgar su chaqueta, llamó al doctor Frederick Houser, el principal socio del grupo. Podía recibirla en ese momento, así que se dirigió directamente a su oficina.

—Mañana tengo cita para que me practiquen la implantación de un embrión —explicó Marissa a su mentor una vez que estuvieron sentados en la sala de reuniones—. Tal vez sea mi último ciclo, si mi marido se sale con la suya.

El doctor Houser era un médico de la vieja escuela. Era un hombre grandote y corpulento, casi por completo calvo salvo por una corona de pelo plateado en la parte posterior de la cabeza. Usaba gafas con armazón metálica y una perpetua pajarita. Tenía un aspecto cálido y generoso que hacía que todo el mundo se sintiera cómodo en su presencia, desde los pacientes hasta sus colegas.

—Pero si no tiene éxito —prosiguió Marissa—, y si logro suavizar las cosas con Robert, haremos algunos intentos más. Aunque no más de ocho. Así que, en cualquier caso, habré vuelto a la normalidad cuando mucho dentro de seis meses.

—Le deseamos lo mejor —replicó el doctor Houser—. Pero nos veremos obligados a rebajarle de nuevo el sueldo. Por supuesto que esto cambiará en cuanto usted comience a contribuir de manera significativa a los ingresos del gabinete.

—Lo entiendo —asintió Marissa—. Le agradezco la paciencia que muestra conmigo.

De vuelta en su consultorio, Marissa sacó la tarjeta que Linda le había dado y marcó el número. Una cordial voz femenina le atendió.

—¿Hablo con Resolución? —preguntó Marissa.

—Sí —respondió la mujer—. Soy Susan Walker. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Me aconsejaron que llamara. Estoy involucrada con la fecundación en vitro de la Clínica de la Mujer.

—¿Integra el equipo médico o es paciente? —preguntó Susan.

—Soy paciente —respondió Marissa—. Estoy en mi cuarto ciclo.

—¿Querrían usted y su marido asistir a nuestra próxima reunión? —preguntó Susan.

—Lo más probable es que mi marido se niegue —contestó Marissa, un poco incómoda.

—Me resulta familiar —replicó Susan—. Ocurre en la mayoría de las parejas. Los maridos se muestran renuentes hasta que vienen a una sesión. Después, a la mayoría les encanta. Eso fue lo que le ocurrió al mío. Tendrá mucho gusto en llamar a su marido para hablar con él. Es un hombre muy persuasivo.

—No creo que sea una buena idea —se apresuró a decir Marissa.

Imaginaba cuál sería la respuesta de Robert si un desconocido lo llamaba para invitarlo a participar en una reunión de un grupo de autoayuda para la infertilidad.

—Yo hablaré con él. Pero si no acepta ir, ¿quedaría mal que fuera yo sola?

—¡Cielos, no! —respondió Susan—. Estaremos encantados de recibirla. Tendrá mucha compañía. Hay una serie de mujeres que en este momento se están sometiendo a sesiones de FIV. Varias de ellas también vienen solas.

Le facilitó entonces a Marissa la fecha y la dirección.

Al cortar la comunicación, Marissa confió en que la experiencia resultara tan gratificante como la sesión con Linda Moore. Aunque tenía sus dudas, estaba dispuesta a probar, sobre todo debido a la recomendación de Linda. Se puso una chaqueta blanca corta y acudió al sector principal de la clínica para tratar de ganarse parte del pequeño sueldo que todavía recibía.

Después de ver a un puñado de niños a los que les goteaba la nariz o que padecían infecciones del oído medio o dolor de garganta, Marissa terminó en un gabinete de examen con un bebé de ocho meses y una despreocupada madre adolescente.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Marissa, aunque podía verlo con sus propios ojos.

La criatura tenía una serie de heridas supurantes en la espalda y en los brazos. Además, estaba muy sucio.

—No sé —replicó la madre, mirando el cuarto con parsimonia—. El niño llora todo el día. No se calla nunca.

—¿Cuándo fue la última vez que bañó a este bebé? —preguntó Marissa mientras examinaba las pústulas.

Supuso que la infección estaba producida por estafilococos.

—Ayer —repuso la madre.

—¡No me venga con ésas! —exclamó Marissa—. A esta criatura no la han bañado en una semana, si es que lo hicieron en ese momento.

—Tal vez fue hace algunos días —reconoció la madre.

Marissa estaba lívida. Estuvo a punto de decirle a la muchacha que no estaba preparada para ser madre. Resistiendo el impulso, tocó el timbre para llamar a una de las enfermeras y le pidió que acudiera al gabinete de examen.

—¿Qué ocurre? —preguntó Amy Perkins.

Marissa no podía ni mirar a la madre. Se limitó a hacer un gesto en su dirección.

—Esta criatura necesita que la bañen —indicó a Amy—. Además, es preciso preparar cultivos de estas heridas abiertas.

Volveré en un momento.

Marissa salió del gabinete de consulta y se dirigió al cuarto de suministros, que estaba vacío. Se cubrió la cara con las manos y luchó contra el incipiente llanto. Estaba disgustada ante su falta de autocontrol. Resultaba alarmante estar tan cerca del límite. Podría haber abofeteado a aquella chiquilla. Eso hacía que la conversación que acababa de mantener con Linda Moore pareciera mucho menos académica. Por primera vez se preguntó si debería seguir recibiendo pacientes mientras se encontrase en aquel estado de inestabilidad emocional.

—¿Por qué no vamos a comer fuera? —sugirió Robert después de llegar, como de costumbre, tarde de la oficina— ese restaurante chino. Hace meses que queremos ir. Vayamos allí.

Marissa pensó que era una buena idea salir de casa.

Quería hablar con Robert, sobre todo porque él había dormido en el cuarto de los invitados la noche anterior. Al principio, había resultado una novedad muy inquietante. Además, estaba muerta de hambre y la comida china se le antojaba muy tentadora.

Robert se duchó, y después los dos subieron al coche y se encaminaron hacia la ciudad. Robert parecía de buen humor, cosa que Marissa interpretó como una buena señal. Estaba complacido por un negocio que había cerrado ese día con inversores extranjeros, relacionado con la construcción y administración de hogares para ancianos de Florida. Marissa lo escuchaba con un solo oído.

—Hoy he ido a ver una psicóloga de la Clínica de la Mujer —comentó Marissa cuando Robert concluyó su relato—. Me ha ayudado mucho más de lo que imaginaba.

Robert no respondió ni la miró. Marissa percibió la resistencia de su marido ante el hecho de que ella hubiera cambiado el tema de conversación y derivado hacia los problemas de la esterilidad.

—Se llama Linda Moore —insistió Marissa—, y es muy buena. Tiene esperanzas de que tú vayas por lo menos a una sesión.

Robert miró un instante a Marissa y después se concentró en la conducción.

—Ya te dije ayer que no me interesaba —alegó.

—Podría ayudarnos a los dos —agregó Marissa—. Me aconsejó que decidiera de antemano cuántos ciclos estamos dispuestos a intentar antes de abandonar el tratamiento. Dice que la tensión es menor cuando se sabe que el proceso tiene un límite. Dijo que, según las estadísticas, cuatro no es suficiente.

—¿Y cuantos serian, entonces?

—Ocho —respondió Marissa.

—Eso son ochenta mil dólares —replicó Robert.

Marissa no pudo contestarle. ¡Siempre el dinero! ¿Cómo podía reducir un hijo a un simple valor monetario?

Durante un rato permanecieron en silencio. Marissa sacó a relucir el tema de por qué Robert dormía en el cuarto de los invitados. Tenía que decir algo.

Al acercarse al restaurante, Robert no tuvo problemas en encontrar un lugar para estacionar el coche. Cuando Marissa abrió su portezuela, reunió el coraje necesario para preguntárselo. Pero Robert no estaba de humor para hablar de ello.

—Necesito unas vacaciones para olvidarme de todo esto —replicó—. Te he dicho mil veces que este asunto de la fecundación in vitro me está volviendo loco. Si no es una cosa, es otra. ¡Y ahora esa basura sobre la consejera psicóloga!

—¡No es una basura! —saltó Marissa.

—¡Ya empiezas de nuevo! —exclamó Robert—. Últimamente no puedo hablar contigo sin perder los estribos.

Se miraron por encima del coche. Al cabo de un momento de silencio, él volvió a cambiar de tema.

—Vayamos a comer —sugirió.

Fastidiada, Marissa lo siguió al restaurante.

El Perla de China estaba dirigido por una familia que recientemente se había mudado de Chinatown a los suburbios de Boston. La decoración del restaurante era típica: mesas sencillas con cubierta de fórmica y un par de dragones rojos de cerámica. A esa hora tan avanzada, sólo cuatro o cinco de las veintitantas mesas seguían ocupadas.

Marissa se sentó en una mesa con vistas a la calle. Se sentía horriblemente mal. Y, de pronto, descubrió que ya no tenía apetito.

—Buenas noches —les saludó el camarero entregándoles la minuta.

Marissa miró de soslayo al hombre al tomar aquella lista alargada y plastificada. Robert le preguntó si quería compartir con él un aperitivo. Pero antes de llegar a responderle, Marissa sintió un escalofrío en todo el cuerpo. De pronto, tuvo la sensación de estar de vuelta en la Clínica de la Mujer sometiéndose a la biopsia. Lo veía todo con total claridad, como si de veras estuviera allí de nuevo.

—Apártalo de mí —gritó Marissa, poniéndose en pie de un salto y arrojando el menú—. No dejes que me toque. ¡No!

Mentalmente, Marissa vio aparecer la cara del doctor Carpenter entre sus rodillas cubiertas por las ropas quirúrgicas, y se había transformado en un demonio. Sus ojos ya no eran celestes. Estaban distorsionados y exhibían el brillo helado del ónice negro.

—¡Marissa! —gritó Robert, con una mezcla de preocupación, espanto y vergüenza.

Otros comensales habían dejado de comer para mirar a Marissa. Robert se puso de pie y extendió el brazo para sujetarla.

—¡No me toques! —volvió a gritar ella, y apartó la mano de Robert de un golpe.

Giró sobre sus talones y salió corriendo del restaurante.

Robert corrió tras ella y prácticamente la derribó en la vereda, junto a la puerta. La aferró por los hombros y la sacudió con fuerza.

—Marissa, ¿qué te pasa?

Marissa parpadeó varias veces como si despertase de un trance.

—¿Marissa? —gritó Robert—. ¿Qué ocurre? ¡Contéstame!

—No sé qué ha pasado —respondió Marissa medio atonta da—. De pronto, estaba de nuevo en la clínica y me hacían la biopsia. Algo desencadenó una repetición de lo que me ocurrió cuando me administraron la quetamina.

Miró hacia el interior del restaurante. Junto a los ventanales había gente que la miraba. Se sintió ridícula y avergonzada, y al mismo tiempo asustada. Todo le había parecido tan real…

Robert la rodeó con los brazos.

—Vámonos —propuso—. Salgamos de aquí.

La llevó al automóvil. Marissa intentó con desesperación encontrar alguna explicación para su conducta. Nunca había perdido el dominio de sí misma hasta aquel punto. Jamás.

¿Qué le estaba pasando? ¿Se estaba volviendo loca?

Subieron al coche. Robert no puso el motor en marcha en seguida.

—¿Seguro que estás bien? —preguntó. El episodio lo había aterrorizado.

Marissa asintió con la cabeza.

—En este momento sólo estoy asustada —alegó—. Jamás he experimentado nada semejante. No sé qué lo ha desencadenado. Sé que últimamente he estado muy excitada, pero eso no me parece una explicación adecuada. Tenía apetito, pero ciertamente no puedo echarle la culpa a eso. Tal vez se debió a ese olor acre que había allá adentro. Los nervios olfativos están conectados directamente con el sistema límbico cerebral.

Marissa buscaba una explicación fisiológica para no tener que sondear en busca de una psicológica.

—Te diré lo que me dice a mí —explicó Robert—. Me dice que has estado tomando demasiados medicamentos. Todas esas hormonas no pueden hacerte ningún bien. Creo que es una indicación más de que deberíamos terminar con esta tontería del in vitro. Y de inmediato.

Marissa no dijo nada. Estaba demasiado asustada como para pensar que tal vez Robert estuviese en lo cierto.