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19 DE MARZO DE 1990 11.37 a.m.

Dorothy Finklestein apuró el paso por el pasillo cubierto y entró en el patio de ladrillos de la Clínica de la Mujer. Como de costumbre, llegaba tarde. Le habían dado hora para su examen anual a las once y cuarto.

Una ráfaga repentina de viento le levantó el ala del sombrero. Lo agarró justo a tiempo para impedir que saliera volando de su cabeza. Al mismo tiempo, algo en la parte superior del edificio le llamó la atención. Un zapato de tacón alto caía hacia ella. Aterrizó cerca, en un parterre con rododendros.

A pesar de que tenía prisa, Dorothy se detuvo mientras levantaba la vista recorriendo en sentido inverso la trayectoria del zapato. En el último piso de la Clínica de la Mujer, cinco plantas más arriba, vio lo que le pareció era una mujer sentada en el antepecho de una ventana, con las piernas colgando y la cabeza baja como si estudiase la acera. Dorothy parpadeó esperando que sus ojos la engañaran, pero la imagen persistió: ¡no era su imaginación, la que estaba allá arriba era una mujer, una mujer joven!

Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando vio que la mujer se adelantaba un poco y, después, se lanzaba cabeza abajo en un salto mortal. La mujer caía como una muñeca de tamaño natural, cobrando velocidad a medida que pasaba por los sucesivos pisos. Se estrelló contra el mismo parterre que el zapato, con un golpe seco como el de un libro pesado que cae de plano sobre una alfombra gruesa.

Dorothy hizo una mueca de dolor como si su propio cuerpo hubiera sufrido la caída.

Después, cuando la realidad se abrió paso en ella, se puso a gritar.

Haciendo acopio de todo su coraje, corrió hacia la maceta sin la menor idea de lo que haría. Como encargada de compras de una gran tienda de Boston, no tenía demasiado entrenamiento en primeros auxilios, aunque había asistido a un curso cuando estaba en el college.

Algunos transeúntes respondieron a los gritos de Dorothy.

Después de recuperarse de la impresión inicial, varios la siguieron hasta el jardín, mientras otra persona entraba en la clínica para dar la voz de alarma.

Al llegar al borde del macizo, Dorothy miró hacia abajo horrorizada. La mujer estaba tendida de espaldas. Sus ojos abiertos miraban fijamente hacia el cielo, sin enfocar nada. Sin saber qué más hacer, Dorothy se arrodilló entre los arbustos y empezó a hacerle la respiración boca a boca, pese a que era obvio que la mujer no respiraba. Exhaló varias veces en su boca pero tuvo que detenerse. Volvió la cabeza y vomitó su café con rosquillas de media mañana. Para entonces ya había llegado a la escena un médico de impecable bata blanca.

—Por supuesto que la recuerdo —afirmó el doctor Arthur Usted era la mujer con tanta sensibilidad a la quetarnina. ¿Cómo podría olvidarla?

—Sólo quería estar segura de que no volvería a darme la droga —subrayó Marissa.

Al principio no reconoció al doctor Arthur porque no había vuelto a tratarla desde la biopsia. Pero después de haber comenzado él a preparar el suero, algo le refrescó la memoria.

—Lo único que necesitamos hoy es un poco de válium —la tranquilizó el doctor Arthur—. Le daré un poco ahora mismo.

Tendría que producirle bastante sueño.

Marissa observó cómo inyectaba la droga en la cánula de perfusión del suero. Enderezó la cabeza. Ahora que la recolección había empezado su actitud para el procedimiento era otra con respecto a la que mantuviera quince minutos antes. Ya no era ambivalente.

Cuando el válium comenzó a hacerle efecto, Marissa se serenó, pero no se durmió. Se puso a pensar en sus trompas obstruidas y en cuáles podrían haber sido las causas de esa obstrucción. Después pasó revista a los distintos procedimientos a que se había sometido. Recordó cómo se sentía al despertar de la anestesia general después de la laparoscopia.

Tan pronto recobró la lucidez, el doctor Carpenter le explicó que sus trompas estaban tan cicatrizadas que la microcirugía quedaba descartada definitivamente. Le informó de que lo único que había podido hacer era realizar una biopsia.

Le dijo que su única posibilidad de tener un hijo era la fecundación in vitro.

—¿Estamos listos? —resonó una voz.

Marissa abrió sus pesados párpados y miró el rostro barbudo del doctor Wingate. Trató de disociarse de su cuerpo para poder hacer frente a la ansiedad. Retrocedió mentalmente al momento de su visita al doctor Ken Mueller en el departamento de patología del Memorial, después de la laparoscopia.

Con frecuencia, la Clínica de la Mujer enviaba algunas de sus muestras al Memorial para que confirmaran sus diagnósticos.

A Marissa le dijeron que su biopsia de las trompas de Falopio había sido remitida a ese departamento.

Con la esperanza de conservar el anonimato, Marissa buscó ella misma las placas. Sabía que en la Clínica de la Mujer usaban el número de seguro social de ella como número de su historial clínico.

Una vez que tuvo en su poder los portaobjetos, buscó a Ken.

Eran amigos desde los tiempos de la Facultad de Medicina. Le pidió que le echara un vistazo a las secciones microscópicas, pero sin decirle que eran de ella.

—Muy interesante —comentó Ken después de estudiar el primer portaobjeto. Se apartó del microscopio—. ¿Qué puedes decirme de este caso?

—Nada —respondió Marissa—. No quiero ejercer influencia sobre ti. Dime qué ves.

—¿Como en un examen, eh? —dijo Ken con una sonrisa.

—En cierto modo, sí —repuso Marissa.

Ken volvió al microscopio.

—Mi primera conjetura es que se trata de la sección de una trompa de Falopio. Parece totalmente destruida por un proceso infeccioso.

—Correcto —replicó Marissa con admiración—. ¿Qué puedes decirme sobre la infección?

Durante algunos minutos, Ken examinó la muestra en silencio. Cuando finalmente habló, Marissa se quedó estupefacta.

—¡Tuberculosis! —anunció él, cruzándose de brazos.

—¿Tuberculosis? —Marissa casi se cayó de la silla. Esperaba una inflamación indeterminada, pero jamás una tuberculosis—. ¿Qué te hace decir eso?

—Míralo tú misma —indicó Ken.

Marissa observó por el microscopio.

—Lo que estás viendo es un granuloma —explicó—. Tiene células gigantes y células epiteloides, y el «sine qua non» de un granuloma. No son muchas las cosas que causan granulomas.

De modo que hay que pensar en tuberculosis, sarcoma y algunos hongos. Pero debemos poner a la tuberculosis a la cabeza de la lista por razones estadísticas.

Marissa se sintió débil. La idea de padecer alguna de esas enfermedades la aterrorizaba.

—¿Puedes realizar otras tinciones para llegar a un diagnóstico definitivo? —preguntó Marissa.

—Por supuesto —replicó Ken—. Pero me sería de gran ayuda conocer la historia de la paciente.

—Muy bien —convino Marissa—. Es una mujer caucásica sana, de poco más de treinta años, con una historia clínica completamente normal. Se presentó con trompas de Falopio con obstrucción asintomática.

—¿Son datos fiables? —preguntó Ken mientras se mordía el labio.

—Absolutamente —respondió Marissa.

¿Radiografía de tórax negativa?

—Completamente normal.

—¿Problemas oculares?

—Ninguno.

—¿Nódulos linfáticos?

—Negativo —contestó Marissa con énfasis—. Fuera de las trompas de Falopio, la paciente es normal y sana.

—¿Historia ginecológica normal?

—Así es —asintió Marissa.

—Bueno —reconoció Ken—, es muy extraño. La tuberculosis llega a una trompa de Falopio a través del torrente sanguíneo o los vasos linfáticos. Si es tuberculosis, entonces tiene que existir una anidación en alguna parte. Y no parecen hongos sin hifas o algo así. Todavía diría que la tuberculosis es el candidato más probable. De todas formas, haré algunas tinciones adicionales…

—¡Marissa! —gritó una voz, volviéndola al presente.

Abrió los ojos. Era el doctor Arthur.

—El doctor Wingate está a punto de inyectarle la anestesia local. No queremos que la tome por sorpresa y dé un respingo.

Marissa asintió. Casi en seguida notó en una serie de puntos un dolor punzante, pero muy pronto perdió intensidad.

Volvió entonces a sus reflexiones, y recordó su visita muerta de miedo a un internista, el mismo día que vio a Ken. Pero un chequeo completo no reveló ninguna anormalidad, salvo el resultado positivo en una prueba de derivado proteico purificado, que sugería que sí había tenido tuberculosis.

Aunque Ken hizo muchas otras pruebas con el portaobjeto de Marissa, no encontró microorganismos, ni de tuberculosis ni de ninguna otra cosa. Pero mantuvo su diagnóstico original de una infección tuberculosa de las trompas de Falopio, pese a las protestas de Marissa en el sentido de que no tenía la menor idea de cómo podía haber contraído una enfermedad tan poco común.

—¡Doctor Wingate! —llamó una voz atribulada.

La atención de Marissa regresó al presente. Volvió la cabeza. La señora Hardgrave estaba en la puerta de la sala de ultra sonidos.

—¿No ves que estoy ocupado? —espetó el doctor Wingate.

—Me temo que se ha producido una emergencia.

—¡Estoy haciendo una maldita recolección de óvulos! —gritó el doctor Wingate, descargando su frustración en la señora Hardgrave.

—Muy bien —asintió la señora Hardgrave mientras se alejaba de la puerta.

—¡Allá vamos! —exclamó el doctor Wingate con satisfacción.

Sus ojos estaban fijos en el monitor.

—¿Quiere que vaya a ver cuál es la emergencia? —preguntó el doctor Arthur.

—Eso puede esperar —respondió el doctor Wingate—. Extraigamos algunos óvulos.

Durante la siguiente media hora, el tiempo pareció transcurrir con tremenda lentitud. Marissa tenía sueño, pero no con seguía dormir con ese procedimiento tortuoso.

—Muy bien —dijo por fin el doctor Wingate—. Es el último de los folículos visibles. Déjeme echarle un vistazo a lo que hemos conseguido.

Dejando a un lado la sonda y sacándose los guantes, el doctor Wingate desapareció con la enfermera en el cuarto contiguo para mirar bajo el microscopio lo aspirado.

—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó a Marissa el doctor Arthur.

Marissa asintió.

Pocos minutos después, el doctor Wingate regresó a la sala.

Exhibía una gran sonrisa en la cara.

—Se ha portado usted muy bien —indicó a Marissa—. Ha producido ocho óvulos de muy buen aspecto.

Marissa exhaló un suspiro de alivio y cerró los ojos.

Si bien estaba contenta por los ocho óvulos, no había sido una mañana feliz. Se sentía drogada y exhausta y, desaparecida ya la tensión del procedimiento de recolección, muy pronto se sumergió en un sueño inquieto. Prácticamente no tuvo conciencia de que la pasaban a una camilla y la transportaban por el pasillo cubierto al sector de hospitalización de la clínica. Despertó durante unos instantes para ayudar a que la pasaran de la camilla a una cama, donde por fin se sumió en un sueño profundo inducido por el válium.

De entre las múltiples responsabilidades y tareas propias de la dirección de la Clínica de la Mujer, el doctor Norman Wingate tenía su corazón puesto en su trabajo, en la parte biológica de la unidad de fecundación in vitro. Como médico e investigador, la biología celular siempre había ejercido sobre él un fuerte atractivo intelectual. Y, al observar los óvulos de Marissa a través de la lente de su microscopio de disección, se sintió dominado por un placer y un temor reverentes. Allí, en su campo visual, estaba el potencial increíble de una nueva vida humana.

Los óvulos de Marissa eran sin duda espléndidos especimenes que atestiguaban la administración experta de hormonas recibida durante el período de hiperestimulación de los ovarios. El doctor Wingate inspeccionó con atención cada uno de los ocho óvulos. Todos estaban bien maduros. Con sumo cuidado, los colocó en un caldo de cultivo rosado previamente preparado en cajas de cultivo Falcon. Las cajas fueron colocadas después en una incubadora que controlaba la temperatura y las concentraciones gaseosas.

Centrando su atención en el esperma de Robert, que habían dejado licuar, el doctor Wingate inició el proceso de captación.

Como era un perfeccionista, prefería ocuparse él mismo de todo lo referente a la biología celular. La eficacia de la fecundación in vitro era tanto una ciencia como un arte por parte del investigador individual.

—¡Doctor Wingate! —exclamó la señora Hardgrave al entrar en el laboratorio—. Lamento molestarlo, pero se ha producido una novedad en el caso de Rebecca Ziegler que requiere su atención.

El doctor Wingate levantó la vista de su trabajo.

—¿No puede usted encargarse de ello? —preguntó.

—Es la prensa, doctor Wingate —explicó la señora Hardgrave—. Hasta hay una unidad móvil de la televisión. Será mejor que venga.

Reluctante quitó la vista del frasco que contenía el esperma de Robert. Detestaba las ocasiones en que sus responsabilidades burocráticas lo obligaban a interrumpir su tarea como biólogo. Pero, como director, no tenía otra opción. Levantó la vista y miró a la enfermera ayudante.

—Esta es su oportunidad —indicó—. Termine el procedimiento. Me ha visto hacerlo muchas veces, así que manos a la obra. Estaré de vuelta tan pronto como pueda.

Se dio media vuelta y abandonó la habitación con la señora Hardgrave.

—¡Señora Buchanan! ¡Señora Buchanan! ¿Me oye? —llamó una voz cordial.

Desde las profundidades de un sueño perturbador, Marissa cobró conciencia de la voz que la llamaba. Estaba soñando que se encontraba sola y sin recursos en un paisaje yermo y desolado. Al principio trató de incorporar la voz a las imágenes oníricas, pero la enfermera estaba dispuesta a despertarla.

—Señora Buchanan, ¡su marido está aquí!

Marissa abrió los ojos. Miró directamente a la cara sonriente de una enfermera. La tarjeta que pendía de la solapa de su bata la identificaba como Judith Holiday. Marissa parpadeó para que el resto de la habitación quedara enfocada. En ese momento vio a Robert parado detrás de la enfermera, con su impermeable colgado del brazo.

—¿Qué hora es? —preguntó Marissa mientras se incorporaba, apoyándose en un codo.

Tenía la sensación de haberse quedado dormida hacía tan sólo un instante. Robert no podía haber tenido tiempo de asistir a la reunión y estar ya de vuelta.

—Son las cuatro y cuarto de la tarde —repuso Judith, y procedió a tomarle la presión.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Robert.

—Supongo que bien —contestó Marissa.

No estaba muy segura. El válium seguía en su sistema.

Tenía la boca tan seca como el paisaje de su sueño. Estaba sorprendidísima de que el día hubiera pasado tan deprisa.

—Sus signos vitales están muy bien —indicó Judith— si se siente en condiciones, puede irse a su casa.

Marissa pasó las piernas por el costado de la cama.

Sintió un mareo momentáneo, que se repitió cuando se deslizó de la cama y sus pies tocaron el frío suelo.

—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Judith.

Marissa dijo que estaba bien, pero que se sentía un poco débil. Tomó un trago de un vaso que estaba encima de la mesa auxiliar. Su ánimo mejoró.

—Su ropa se encuentra en el armario —señaló Judith—. ¿Necesita ayuda para vestirse?

—No lo creo —respondió Marissa y sonrió débilmente a aquella enfermera amistosa y servicial.

—Llámeme si me necesita —se despidió Judith dirigiéndose a la puerta.

La cerró, pero no del todo. Quedó entreabierta unos centímetros.

—Permíteme —dijo Robert cuando vio que Marissa se acercaba al armario.

Veinte minutos más tarde, Marissa descendía con cierta inseguridad los escalones de la salida principal de la clínica.

Subió al asiento del acompañante del automóvil de Robert.

Sentía el cuerpo pesado y su único pensamiento era volver a su casa y meterse en la cama. Observó con indiferencia el tráfico de Harvard Square en hora punta. Empezaba a oscurecer.

Casi todos los coches llevaban encendidas las luces de posición.

—El doctor Wingate me dijo que la recolección de óvulos salió muy bien —dijo Robert.

Marissa asintió y lo miró. Su perfil anguloso se contorneaba contra las luces de la calle. El no devolvió la mirada.

—Hemos conseguido ocho óvulos —explicó ella, enfatizando el plural.

Lo observó para evaluar el efecto de sus palabras.

Esperaba que Robert percibiera lo que ella había querido decir.

Pero él, en vez de hacerlo, cambió de tema.

—¿Te has enterado de la tragedia que ocurrió en la clínica?

—¡No! —repuso Marissa—. ¿Qué tragedia?

—¿Recuerdas a la mujer que me golpeó? —preguntó Robert— ¿la del escándalo en la sala de espera cuando llegamos? Al parecer se ha suicidado. Se tiró desde el quinto piso y cayó en uno de los macizos con flores. Lo dijeron en el telediario del mediodía.

—¡Dios mío! —exclamó Marissa.

Recordaba demasiado bien lo mucho que se había identifica do con aquella mujer por entender su frustración, algo que ella había experimentado con tanta frecuencia.

—¿Murió? —preguntó Marissa, con la absurda esperanza de que la mujer no hubiera tenido éxito en su intento.

—En el acto —respondió Robert—. Una pobre paciente que iba a entrar en la clínica lo presenció todo. Dijo que la señora estaba sentada en el antepecho de la ventana y, después, se lanzó de cabeza.

—Pobre mujer —suspiró Marissa.

—¿Cuál de las dos? —preguntó Robert.

—Ambas —alegó Marissa, aunque lo había dicho pensando en Rebecca Ziegler.

—Seguro que me dirás que éste no es el momento apropiado para hablar sobre el procedimiento in vitro —prosiguió Robert—. Pero el hecho de que esa mujer enloqueciera de tal manera no hace más que subrayar lo que yo sentía esta mañana. Es obvio que no somos los únicos en sentir esa presión. De veras, creo que deberíamos abandonar todo esto de la infertilidad después de este ciclo. Piensa en lo que le está haciendo a tu ejercicio de la medicina.

Lo último que le importaba en ese momento a Marissa era su profesión como pediatra.

—He hablado sinceramente con el director de mi equipo y él entiende mi posición —explicó Marissa, y no por primera vez—. Tiene una actitud positiva frente a lo que estoy pasando, aunque otras personas no opinen lo mismo.

—Está muy bien que tu director afirme eso —argumentó Robert—. Pero ¿qué me dices de tus pacientes? Deben de sentirse abandonados.

—Mis pacientes están recibiendo una atención esmerada —replicó Marissa.

En realidad, había estado preocupada por ellos.

—Además —agregó Robert— ir a esa clínica y que me entreguen ese recipiente de plástico me resulta humillante.

—¿Humillante? —repitió Marissa, como si no hubiera oído bien.

Pese al válium, volvió a sentirse intranquila. Después del doloroso y arriesgado procedimiento a que se había sometido aquel mismo día, no podía creer que Robert se quejara de su breve e inocua contribución al proceso. Trató de contenerse, pero no pudo evitar hablar sin rodeos.

—¿Humillante? ¿Te resulta humillante? ¿Y cómo te sentirías si tuvieras que pasarte todo un día acostado de espaldas, con las piernas abiertas frente a una serie de colegas que te meten cosas y te hacen daño?

—No era mi intención sugerir que esto ha sido fácil para ti —replicó Robert—. Ha sido duro para los dos. Demasiado duro.

O demasiado duro para mí, de todas formas. Quiero terminar con esto. Ya.

Marissa miró fijamente hacia delante. Estaba furiosa y sabía que también Robert lo estaba. Parecían reñir constantemente.

Observó la carretera por delante, corriendo a gran velocidad hacia ella. Se detuvieron en el puesto de peaje a la entrada de Massachusetts. Robert introdujo las monedas con gesto airado.

Al cabo de diez minutos de silencio, Marissa había logrado serenarse un poco. Miró a Robert y le contó que la señora Hardgrave había ido a visitarla aquella tarde.

—Estuvo muy cariñosa conmigo —explicó Marissa—. Y me dio unos consejos.

—Te escucho —continuó Robert.

—Me sugirió que aprovecháramos el servicio de asesoramiento que ofrece la clínica —continuó Marissa—. Creo que puede ser una buena idea. Como dijiste, otros en nuestras circunstancias han sentido la misma presión que nosotros. La señora Hardgrave me dijo que ese asesoramiento ha sido de gran ayuda para muchas personas.

Aunque inicialmente esa sugerencia no la había entusiasma do demasiado, cuanto más lo pensaba mejor le parecía.

Sobre Robert. Necesitaban ayuda, eso era evidente.

—Yo no quiero ver a un consejero —adujo Robert, con lo cual no dejaba lugar para la discusión—. No me interesa invertir más tiempo y dinero para que alguien me diga por qué estoy harto de un proceso que lo único que ha conseguido es hacer que nos sintamos desdichados y enemistarnos. Ya hemos gastado suficiente tiempo, esfuerzo y dinero. Espero que recuerdes que ya nos hemos gastado más de cincuenta mil dólares.

Volvieron a sumirse en el silencio. Después de algunos kilómetros, Robert rompió el silencio.

—Me has oído, ¿no? Cincuenta mil dólares.

Marissa lo miró, con las mejillas encendidas.

—¡Sí, te he oído! —exclamó—. Cincuenta mil, cien mil. ¿Qué importa eso si es nuestra única oportunidad de tener un hijo? A veces no te entiendo, Robert. No es lo mismo que si no tuviéramos dinero. Tú tuviste suficiente como para comprarte este año este estúpido y caro automóvil. De veras me sorprenden tus prioridades.

Marissa volvió a mirar hacia delante, cruzó los brazos con furia y se enfrascó en sus pensamientos. La mentalidad financiera de Robert era tan distinta de la de ella que se preguntó cómo era posible que alguna vez sintieran una atracción mutua.

—A diferencia de ti —replicó Robert cuando se acercaban a la casa—, cincuenta mil me parece mucho dinero. Y lo único visible que hemos conseguido con eso son sentimientos desagradables y un matrimonio que se hace añicos. Me parece un precio demasiado alto, en los dos extremos. Estoy empezando a odiar esa Clínica de la Mujer. Y haber sido atacado por una paciente desesperada no me ha ayudado precisamente.

—¿Viste al guardia?

—¿Qué guardia? —preguntó Marissa.

—El que apareció con los médicos cuando la mujer se puso histérica Aquel tipo asiático de uniforme. ¿Notaste que iba armado?

—¡No, no me di cuenta de que estaba armado! —replicó Marissa.

Robert tenia la costumbre de fijarse en detalles insignificantes. Allí estaban los dos, en plena lucha por su relación y por el futuro de ambos, y a él no se le ocurría nada mejor que pensar en un guardia.

—Tenía un Colt Python 357 —explicó Robert—. ¿Quién se cree que es? ¿Una especie de Harry el Sucio asiático?

El doctor Wingate encendió la luz y entró en su amado laboratorio. Eran más de las once de la noche y la clínica estaba desierta. Al otro lado de la calle, en el sector de hospitalización y en la sala de urgencias había personal, pero no en el edificio principal de la clínica.

El doctor Wingate se quitó la chaqueta, se puso un guardapolvo blanco limpio y se lavó con cuidado las manos.

Podría haber esperado a la mañana, pero después de obtener ese día ocho espléndidos óvulos maduros estaba impaciente por verificar su progreso.

Aquella tarde, después de lidiar con el infortunado asunto de Rebecca Ziegler lo mejor que pudo, regresó al laboratorio y comprobó que la enfermera-ayudante había hecho un trabajo excelente con la preparación del esperma. A las dos de la tarde, los ocho óvulos fueron colocados en un medio de inseminación cuidadosamente preparado, contenido en cajas de cultivo separadas. En cada caja, el doctor Wingate había agregado alrededor de ciento cincuenta mil espermatozoides capitados y móviles. Los óvulos y el esperma fueron coincubados en un 5% de CO2 con un 98% de humedad a 37OC.

El doctor Wingate encendió la luz de su microscopio de disección, abrió la incubadora y extrajo la primera caja. Después de colocarla debajo del microscopio, la observó.

Allí, en el centro del campo visual del microscopio, estaba el maravilloso óvulo, todavía rodeado por las células de la corona. Observando más de cerca mientras manejaba diestramente una micropipeta, el doctor Wingate experimentó la excitación del momento de la creación, al observar dos pronúcleos en el ovoplasma del óvulo. El óvulo se había fertilizado y tenía un aspecto completamente normal.

Wingate se sintió muy satisfecho al ver que todos los óvulos se habían fecundado normalmente. No se había producido ninguna fertilización poliespérmica, en la que más de un espermatozoide penetra en el óvulo.

Trabajando minuciosamente, el doctor Wingate transfirió los ovocitos a un medio de cultivo que contenía una concentración más elevada de suero. Después, colocó todos los óvulos fecundados otra vez en la incubadora.

Cuando hubo terminado, el doctor Wingate se acercó al teléfono. A pesar de la hora, llamó a la residencia de los Buchanan. Su razonamiento fue que nunca es demasiado tarde para las buenas noticias. Después de la quinta llamada, se preguntó si no estaría cometiendo una imprudencia. A la sexta, estaba a punto de cortar cuando contestó Robert.

—Lamento llamar tan tarde —explicó el doctor Wingate.

—No hay problema —repuso Robert—. Estaba en mi estudio. Esta es la línea de mi esposa.

—Tengo buenas noticias para ustedes —siguió el doctor Wingate.

—No nos vendrían nada mal —replicó Robert—. Aguarde un minuto; despertaré a Marissa.

—Quizá no debería hacerlo —aconsejó el doctor Wingate—. Puede contárselo por la mañana y yo la llamaré. Después de lo que ha debido pasar hoy, creo que deberíamos dejarla dormir.

—Ella querrá oírlo —le aseguró Robert—. Además, puede volver a dormirse en seguida. Eso jamás ha sido un problema para ella. Espere un momento.

Instantes después, la voz cansada de Marissa se oyó en la línea cuando cogió el teléfono.

—Lamento despertarla —se disculpó el doctor Wingate—, pero su marido me aseguró que a usted no le importaría.

—Me explicó que tiene buenas noticias.

—Así es —prosiguió el doctor Wingate—. Los ocho óvulos ya están fecundados. Fue muy rápido, y me siento muy optimista. En el mejor de los casos, suele fecundar sólo el ochenta por ciento Así que la suya ha sido una cosecha muy sana.

—¿Qué probabilidad hay que la implantación tenga éxito?

—Debo ser franco con ustedes —repuso el doctor Wingate—. No sé si existe alguna relación entre ambas cosas. Pero no puede ser malo.

—¿Cuál fue la diferencia esta vez? —preguntó Marissa.

En el último ciclo, ninguno de los óvulos había realmente fecundado.

—Ojalá lo supiera —le confió el doctor Wingate—. En algunos aspectos, la fecundación sigue siendo un proceso misterioso. No conocemos todas las variables.

—¿Cuándo haremos la implantación? —preguntó Marissa.

—Dentro de alrededor de cuarenta y ocho horas —respondió el doctor Wingate—. Mañana verificaré los embriones y veré cómo progresan. Como sabe, nos gusta ver algunas divisiones.

—¿Me implantará usted cuatro embriones?

—Exactamente —asintió el doctor Wingate—. Como ya hemos hablado, la experiencia nos ha demostrado que más de cuatro representa un riesgo mayor de conseguir como resultado un embarazo múltiple, sin aumentar de manera significativa la eficacia de la implantación. Congelaremos los otros cuatro embriones. Con tantos óvulos buenos, usted podrá recibir dos implantaciones sin tener que someterse a otra hiperestimulación.

—Esperemos que esta implantación tenga éxito —suspiró Marissa.

—Eso esperamos todos.

—Me entristeció mucho enterarme de lo de la mujer que se suicidó —siguió Marissa.

Durante toda la noche había estado pensando en la tragedia.

Se preguntó cuántos ciclos habría soportado la pobre señora Ziegler. Como se había identificado con esa mujer, ya anticipaba el efecto psicológico de otro fracaso. Y puesto que se habían sucedido tantos en el pasado, le costaba mostrarse optimista.

¿Podría otro fracaso minar su capacidad de resistencia hasta ese límite?

—Fue una tragedia espantosa —explicó el doctor Wingate.

Su tono previamente entusiasta se volvió sombrío.

—Un gran medico advierte los síntomas que presagian una depresión. Pero en el caso de Rebecca Ziegler, hasta en su estallido de ayer no hubo ninguna indicación de que se sintiera tan desesperada y perturbada. Al parecer, se ha separado de su marido. Intentamos que los dos asistieran a reuniones de asesoramiento, pero no quisieron.

—¿Qué edad tenía? —preguntó Marissa.

—Creo que treinta y tres —respondió el doctor Wingate—. La pérdida irreparable de una joven vida. Y me preocupa el efecto que eso puede haber tenido en otras pacientes. La infertilidad constituye una lucha emocional para todas las personas involucradas. Estoy seguro de que el hecho de presenciar la escena protagonizada por la señora Ziegler en la sala de espera no habrá contribuido precisamente a serenarla a usted.

—Me identifiqué con ella —reconoció Marissa.

«Sobre todo ahora», pensó Marissa tras enterarse de sus problemas conyugales. Ella y Rebecca eran próximas incluso en la edad.

—Por favor no diga eso —siguió el doctor Wingate—. Será mejor que piense en una afortunada implantación de los embriones. Es importante mantener una actitud positiva frente a la vida.

—Lo intentaré —repuso Marissa.

Después de cortar la comunicación, Marissa se alegró de haber mencionado lo del suicidio. El hecho de hablar acerca de ello había amortiguado hasta cierto punto el impacto recibido.

Marissa se levantó de la cama, se puso la bata y atravesó el vestíbulo camino del estudio de Robert. Lo encontró sentado frente a la consola del ordenador. El levantó la vista al entrar Marissa.

—Todos han sido fecundados —explicó Marissa mientras tomaba asiento en un sillón debajo de una biblioteca empotrada que cubría toda la pared.

—Eso resulta alentador —contestó Robert, mirándola por encima de sus gafas de lectura.

—Ahora. Ese ha sido el primer obstáculo —prosiguió ella.

—Algo que es más fácil de decir que de hacer —comento Robert, y volvió a observar la pantalla del ordenador.

—¿No puedes animarme aunque sea un poquito? —preguntó Marissa.

Robert la miró.

—Empiezo a pensar que el hecho de apoyarte y no decirte lo que pienso te ha animado justamente a seguir dándote con la cabeza en una pared. Todavía tengo serias dudas respecto a este proceso. Si esta vez tiene éxito, perfecto; pero no quiero verte sufrir otra decepción.

Se giró de espaldas y volvió a concentrarse en la pantalla.

Al principio, Marissa no dijo nada. Aunque detestara reconocerlo en ese momento, lo que Robert acababa de decir no carecía de sentido. Tenía miedo de abrigar demasiadas esperanzas.

—¿Has pensado en lo que te dije acerca de recibir asesoramiento? —preguntó Marissa.

Por tercera vez, Robert volvió la cabeza para mirar a Marissa.

—No —respondió—. Te dije que no me interesa recurrir a un consejero. Ya ha habido demasiada interferencia en nuestra vida. Para mí, parte del problema reside en que hemos perdido nuestra vida privada. Me siento como un pez en una pecera.

—El doctor Wingate me explicó que uno de los motivos por los que esa mujer se mató hoy fue porque ella y su marido rechazaron el asesoramiento.

—¿Debo considerar eso como una amenaza no tan velada? —preguntó Robert—. ¿Me estás diciendo que te arrojarás desde la azotea de la Clínica de la Mujer si no acepto ver a alguno de sus asesores?

—¡No! —replicó Marissa con vehemencia—. Sólo te repito lo que él me dijo. Que esa mujer y su marido tenían dificultades.

—¿Que se les recomendó acudir a un consejero? No lo hicieron y al parecer se separaron, cosa que contribuyó a que esa mujer estuviera tan alterada —preguntó Robert con ironía.

—No necesariamente —explicó Marissa—. Pero creo que no les habría venido mal. Empiezo a creer que deberíamos buscar consejos, continuemos o no con la FIV.

—¿Qué quieres que te diga? —preguntó Robert—. No me interesa gastar tiempo y dinero en un asesor. Sé por qué estoy trastornado y me siento desdichado. No necesito que otra persona me lo diga.

—¿Y no quieres intentar que lo pensemos un poco? —preguntó Marissa, sin animarse a agregar «juntos».

—No creo que ver a un asesor sea la mejor manera de elaborarlo —contestó Robert—. No hace falta ser un científico espacial para saber lo que está mal. Cualquiera que hubiera pasado por lo mismo que nosotros durante los últimos meses sentiría una tensión tremenda. En la vida, hay cosas con las que es preciso enfrentarse. Con otras no. Y no tenemos por qué seguir con esta terapia para la infertilidad, si así lo decidimos. A estas alturas, prefiero eliminarla para siempre de nuestras vidas.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Marissa con espanto.

Se levantó y dejó a Robert con su amado ordenador y sus listados. No pensaba soportar otra discusión.

Atravesó la sala, entró en el dormitorio y cerró tras de sí dando un portazo. Todo parecía indicar que, en lugar de mejorar, las cosas empeoraban cada vez más.