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19 DE MARZO DE 1990 9.15 a.m.

Después de avanzar por el pasillo cubierto que separaba el edificio principal de la clínica del sector de urgencias y de ingresos, Robert y Marissa entraron en el patio de ladrillo y subieron la escalinata de acceso a la Clínica de la Mujer. El color y el particular diseño del granito hicieron que Marissa recordara todas las veces que había pisado aquellos escalones para someterse a «procedimientos quirúrgicos menores».

Involuntariamente su paso se hizo más lento, sin duda un reflejo condicionado por el dolor provocado por miles de pinchazos.

—Vamos —la instó Robert.

Llevaba a Marissa de la mano y sintió esa resistencia momentánea. Miró su reloj. Llegaban tarde.

Marissa trató de apresurarse. Esa sería la cuarta vez que le extraerían óvulos y sabía las molestias que experimentaría.

Pero el miedo al dolor le preocupaba menos que la posibilidad de complicaciones. Parte del problema de ser a la vez médico y paciente residía en estar al tanto de todas las cosas terribles que podían suceder. Se estremeció cuando, mentalmente, fue componiendo una lista de posibilidades potencialmente letales.

Al entrar Robert y Marissa en el edificio principal de la clínica, pasaron junto al mostrador de información y se dirigieron directamente al segundo piso, donde estaba instalada la FIV, la unidad de fecundación in vitro. Conocían bien el camino por todas las veces que lo habían hecho, sobre todo Marissa.

Al entrar en la sala de espera, siempre muy silenciosa, se encontraron con un espectáculo para el que no estaban preparados.

—¡No pienso permitir que me hagan esto! —gritaba una mujer delgada y bien vestida.

Marissa calculó que tendría alrededor de treinta años.

Era insólito que en las salas de espera de la clínica alguien hablara un poco más fuerte que en un susurro, y mucho menos que gritara. Resultaba tan sorprendente como que alguien empezara a chillar en una iglesia.

—Señora Ziegler —reclamó la anonadada recepcionista ¡Por favor!

Y se parapetó detrás de la silla del escritorio.

—¡No trate de aplacarme! —gritó la mujer—. ¡Es la tercera vez que vengo en busca de mi historial clínico y quiero que me lo den inmediatamente!

La mano de la señora Ziegler se extendió como un resorte y barrió la parte superior del escritorio de la recepcionista. Se oyó un ruido estrepitoso de cristal y cerámica rotos cuando lapiceros, papeles, fotografías enmarcadas y tazas de café se estrellaron contra el suelo.

La decena de pacientes que aguardaban en la sala quedaron paralizadas del susto y atontadas ante el estruendo. La mayoría de ellas clavaron la vista en las revistas que tenían en la mano, temerosas de tomar conciencia de la escena que se desarrollaba delante de ellas.

Marissa se sobresaltó al oír el ruido de cristales rotos. Recordó el radio reloj que tanto había deseado destrozar menos de media hora antes. Le daba miedo reconocer en la señora Ziegler un alma gemela. En varias ocasiones, Marissa se había sentido igualmente desesperada e impotente.

La primera respuesta de Robert a la situación fue adelantarse e interponerse entre su mujer y la paciente histérica. Cuando vio que la señora Ziegler rodeaba el escritorio, temió que se propusiera atacar a la pobre recepcionista. Sin pensarlo siquiera, dio un salto hacia delante y sujetó a la señora Ziegler desde atrás, tomándola de la cintura.

—Cálmese —aconsejó con la esperanza de que su voz sonara a un tiempo autoritaria y sedante.

Como si la estuviese esperando la señora Ziegler dio rápidamente media vuelta, enarboló su voluminosa cartera Gucci y la lanzó contra el rostro de Robert, partiéndole el labio. Como el golpe no había logrado que la soltara, ella se dispuso a asestarle otro golpe con la cartera.

Al observarla, Robert le soltó la cintura y le agarró los dos brazos detrás de la espalda en un abrazo de oso. Pero antes de que consiguiera tenerla bien sujeta, ella volvió a golpearlo, esta vez con el puño cerrado.

—¡Ahhhhh! —gritó Robert, sorprendido por el golpe y apartó a la señora Ziegler de un empujón.

Las mujeres que se encontraban sentadas cerca corrieron hacia otro sector de la sala de espera.

Mientras se masajeaba el hombro en que había recibido el puñetazo, Robert observó con cautela a la señora Ziegler.

—Salga de aquí —advirtió ella—. Esto no tiene nada que ver con usted.

—¡Ahora sí lo tiene! —replicó Robert.

La puerta que daba al vestíbulo se abrió de golpe y los doctores Carpenter y Wingate entraron a la carrera.

Detrás de ellos apareció un guardia uniformado con una insignia de la Clínica de la Mujer en la manga. Los tres se dirigieron en línea recta hacia la señora Ziegler.

El doctor Wingate, director de la clínica y al mismo tiempo cabeza de la FIV, asumió en seguida el control de la situación.

Era un hombre corpulento con barba y un acento inglés leve pero característico.

—Rebecca, ¿qué demonios le ocurre? —preguntó con voz tranquilizadora—. Por disgustada que esté, no es forma de comportarse.

—Quiero mi historial clínico —insistió la señora Ziegler—. Cada vez que vengo a buscarlo me encuentro con evasivas.

En este lugar hay algo malo, algo podrido. Quiero mi historial clínico. Es mío.

—No, no lo es —la corrigió el doctor Wingate con calma—. Son registros de la Clínica de la Mujer. Sabemos que el tratamiento para la infertilidad puede causar tensión, y también que en algunas ocasiones las pacientes transfieren su frustración y ansias en nosotros, los médicos. Comprendemos que se sienta desdichada. Le hemos dicho asimismo que si decide acudir a otra institución especializada tendremos mucho gusto en entregarle su historial clínico a su nuevo médico. Esa es nuestra política. Si su nuevo médico desea entonces entregarle ese material, es decisión suya. Siempre nos hemos sentido orgullosos por la importancia que le damos al hecho de preservar la inviolabilidad de nuestros registros.

—Soy abogada y conozco mis derechos —replicó la señora Ziegler, ya no tan segura de sí misma.

—Hasta los abogados pueden equivocarse —adujo el doctor Wingate con una sonrisa, y el doctor Carpenter asintió con la cabeza—. Con todo gusto le permitiremos leer su historial y demás material clínico. ¿Por qué no me acompaña y le echa un vistazo? Tal vez eso la hará sentirse mejor.

—¿Por qué no se me ofreció esa oportunidad desde un principio? —preguntó la señora Ziegler, y las lágrimas comenzaron a surcarle las mejillas—. La primera vez que vine a buscar mi historial clínico, le dije a la recepcionista que tenía serias dudas con respecto a mi estado. Jamás se me sugirió siquiera que se me permitiría leerlo.

—Fue un descuido —afirmó el doctor Wingate—. Le pido excusas en nombre del personal si no se le ofreció esa alternativa. Pondremos en circulación un memorándum para evitar problemas futuros. Mientras tanto, el doctor Carpenter la acompañará arriba y usted podrá leer lo que quiera. Por favor, venga con nosotros.

Extendió la mano con gesto amistoso y una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.

Cubriéndose los ojos, la señora Ziegler permitió que el doctor Carpenter y el guardia la condujeran al piso superior.

El doctor Wingate se dirigió a los presentes en la sala de espera.

—En nombre de la clínica, les pido disculpas por este incidente —dijo, mientras se estiraba su bata blanca.

En un bolsillo llevaba un estetoscopio, y en otro varias placas de Petri. Después indicó a la telefonista que llamara al personal de limpieza y pusiese todo en orden.

El doctor Wingate se acercó a Robert, que se había sacado el pañuelo del bolsillo de la chaqueta para limpiarse la sangre del labio partido.

—Lo lamento muchísimo —se excusó el doctor Wingate al mirar la herida de Robert.

La sangre todavía manaba de la herida, aunque ya no en forma tan profusa.

—Creo que será mejor que venga conmigo a Urgencias —dijo Wingate.

—Estoy bien —replicó Robert frotándose el hombro—. No es nada grave.

Marissa se acercó para mirarle mejor el labio.

—Creo que deberías permitir que te echaran un vistazo —le dijo.

—Tal vez haya que darle un punto —afirmó el doctor Wingate después de hacer que Robert echara la cabeza hacia atrás para verle mejor la herida—. Venga. Yo lo llevaré.

—No puedo creerlo —comentó Robert disgustado, al mirar las manchas de sangre en el pañuelo.

—Será cuestión de un momento —aseguró Marissa—. Firmaré y te esperaré aquí.

Después de un instante de vacilación, Robert permitió que lo condujeran a Urgencias.

Marissa observó cómo la puerta se cerraba detrás de él.

Mal podía culpar a Robert si el episodio de esa mañana se sumaba a su renuencia a seguir con el tratamiento.

De pronto, Marissa se sintió agobiada por una serie de dudas con respecto a su cuarto intento de fecundación in vitro. ¿Por qué tendría que tener esperanzas de conseguirlo esta vez? Una sensación de futilidad parecía abatirse sobre ella.

Con un gran suspiro, luchó contra el llanto. Al pasear la vista por la sala de espera, comprobó que el resto de las pacientes se encontraban de nuevo concentradas en la lectura de sus respectivas revistas. Por alguna razón, a ella le resultó imposible serenarse. En lugar de acercarse a la recepcionista y registrarse, se acercó a un sillón vacío y, prácticamente, se hundió en el.

¿De qué servia este nuevo sufrimiento de la recolección de óvulos si el fracaso era tan seguro?

Marissa sepultó la cara entre las manos. No recordaba haberse sentido jamás tan abatida y desesperanzada, salvo cuando estuvo deprimida al finalizar su etapa como residente en pediatría. Fue entonces cuando Roger Shulman rompió su prolongada relación, un hecho que, en definitiva, la había conducido al Centro para el Control de Enfermedades.

El ánimo de Marissa decayó más todavía al recordar a Roger. A fines de la primavera la relación de ambos todavía era intensa, hasta que, de pronto, él anunció que se iba a la UCLA por una beca en neurocirugía. Quería ir solo. En ese momento, aquello la espantó. Ahora comprendía que él estaba mejor sin ella, una mujer estéril. Trató de quitarse de la cabeza esas ideas. Se dijo que lo que estaba pensando era un disparate.

Los pensamientos de Marissa se remontaron a un año y medio atrás, a la época en que ella y Robert decidieron tener hijos. Lo recordaba bien porque habían celebrado esa decisión con un viaje especial de fin de semana a la isla Nantucket y un brindis con un buen Cabernet Sauvignon.

Por aquella época, los dos pensaban que concebir un hijo sería sólo cuestión de semanas, cuando más un par de meses.

Como Marissa siempre había tomado todas las precauciones para no quedar embarazada, jamás se le ocurrió que podría tener problemas en ese sentido. Después de haber transcurrido alrededor de siete meses, empezó a preocuparse. Los días previos a su período se convirtieron en momentos de creciente ansiedad, seguidos por depresión cuando se hacía realidad.

Pasados diez meses, ella y Robert comprendieron que algo andaba mal. Al año tomaron la difícil decisión de hacer algo al respecto. Fue entonces cuando acudieron a la Clínica de la Mujer para ser analizados y evaluados en el departamento de infertilidad. El análisis del esperma de Robert constituyó el primer obstáculo, que fue salvado con excelentes calificaciones. Las primeras pruebas a las que se sometió Marissa fueron más complicadas, e incluían radiografías del útero y de las trompas de Falopio.

Como médica, Marissa estaba bastante al tanto de lo que consistía el estudio. Incluso había visto ilustraciones de las radiografías en libros de texto. Pero esas fotografías no la habían preparado para la experiencia real. Recordaba vívida mente la experiencia, como si hubiera sido ayer.

—Deslícese un poco hacia abajo —le pidió el doctor Tolentino, el radiólogo.

Estaba ajustando la enorme unidad de fluoroscopia de rayos-X sobre la parte inferior del abdomen de Marissa.

De la máquina surgía una luz que proyectaba una rejilla sobre su cuerpo.

Marissa se retorció sobre la durísima camilla para deslizarse hacia abajo. El cuentagotas del suero colgaba de su brazo derecho. Le habían administrado válium y se sentía un poco mareada. Pese a sus esfuerzos por controlarse, temía verse afectada otra vez por una pesadilla inducida por las drogas.

—¡Muy bien! —exclamó el doctor Tolentino—. Perfecto.

La rejilla estaba centrada ahora justo debajo del ombligo. El doctor Tolentino accionó una serie de interruptores eléctricos y en el monitor de rayos catódicos del fluoroscopio apareció un resplandor gris claro. El doctor Tolentino se acercó a la puerta y llamó al doctor Carpenter.

El doctor Carpenter entró con una enfermera. Ambos vestían el mismo tipo de pesado delantal de plomo con que el doctor Tolentino protegía su cuerpo de la radiación ambiente.

Al contemplar semejante equipo protector, Marissa se sintió aún más expuesta y vulnerable.

Marissa notó cómo le levantaban las piernas y se las abrían para colocarle los pies en los estribos. Entonces el extremo de la camilla cayó y quedó colgada del borde.

—Ahora sentirás el especulo —le advirtió el doctor Carpenter.

Marissa apretó los dientes cuando notó que el instrumento penetraba dentro de ella y se abría.

—Ahora sentirás un pinchazo —le explicó el doctor Carpenter—. Utilizaremos anestesia local.

Marissa se mordió el labio. Tal como se lo había advertido el doctor Carpenter, sintió un dolor punzante y respiró con fuerza. No se había percatado de que estaba conteniendo la respiración. En ese momento, lo único que quería era que la prueba terminara de una vez.

—Sólo un par de minutos más —aseguró el doctor Carpenter como leyéndole el pensamiento.

Marissa podía representarse mentalmente el instrumento largo y con forma de tijera, con sus mandíbulas abiertas como dos colmillos opuestos. Sabía que esos colmillos acababan de morder el delicado tejido de su cuello uterino.

Marissa no sintió dolor, sino sólo una sensación de presión y de tironeo. Oía que el doctor Carpenter hablaba con la enfermera y el doctor Tolentino. Percibía el aparato de rayos-X en funcionamiento y apenas lograba ver parte de la imagen que aparecía sobre la pantalla de fluoroscopio.

—¡Muy bien, Marissa! —exclamó el doctor Carpenter—. Como ya te expliqué, la cánula Jarcho ya está en su sitio, de modo que ahora inyectaré la tinción. Es probable que lo notes un poco.

Marissa volvió a contener el aliento, y esta vez el dolor llegó. Era como un calambre fuerte que fue creciendo hasta que le resultó imposible quedarse inmóvil.

—¡No te muevas! —le ordenó el doctor Carpenter.

—No puedo evitarlo —gimió Marissa.

Justo cuando creyó no poder soportar más, el dolor cedió. Espiró aliviada.

—No llegó a ninguna parte —indicó el doctor Carpenter con sorpresa.

—Tomaré una placa —añadió el doctor Tolentino—. Creo que distingo los extremos de las trompas aquí y allá.

—Señalaba la pantalla con un lápiz.

—De acuerdo —replicó el doctor Carpenter.

Entonces le explicó a Marissa que le harían otra placa, por lo que debía permanecer inmóvil.

—¿Qué pasa? —preguntó Marissa, preocupada. Pero el doctor Carpenter no le prestó atención o no la oyó.

Las tres personas desaparecieron detrás de la pantalla.

Marissa miró el inmenso aparato suspendido sobre ella.

—No se mueva —gritó el doctor Tolentino.

Marissa percibió un chasquido y un leve zumbido. Sabía que su cuerpo acababa de ser bombardeado con millones de diminutos rayos X.

—Lo intentaremos de nuevo —explicó el doctor Carpenter cuando regresó—. Esta vez quizá duela un poco más.

Marissa se aferró a los costados de la mesa.

El dolor que siguió fue el peor que había experimentado en su vida. Era como un cuchillo clavándose y retorciéndose en la parte inferior de su cuerpo. Cuando el procedimiento terminó, vio que las tres personas se agrupaban alrededor de la pantalla del fluoroscopio.

—¿Qué han encontrado? —preguntó Marissa.

Por la cara del doctor Carpenter comprendió que algo andaba mal.

—Por lo menos, ahora sabemos por qué no puedes quedarte embarazada —señaló con voz solemne—. No pude introducir embrión en ninguna de tus trompas. Y vaya si lo intenté, como seguramente habrás notado. Las dos parecen tan selladas como un tambor.

—¿Cómo puede ser? —inquirió Marissa alarmada.

El doctor Carpenter se encogió de hombros.

—Tendremos que investigarlo. Probablemente tuviste una infección. ¿No recuerdas nada por el estilo?

—¡No! —contestó ella—. No lo creo.

—Unas veces descubrimos la causa de la obstrucción de las trompas y otras veces, no —repuso el doctor Carpenter—. Incluso algún episodio de fiebre alta en la infancia puede, en ocasiones, dañar las trompas. —Se encogió de hombros y palmeó a Marissa en el brazo—. Lo investigaremos.

—¿Cuál es el siguiente paso? —preguntó Marissa con ansiedad.

Ya se sentía bastante culpable por ser estéril. Ese sorprendente descubrimiento acerca de sus trompas le hizo preguntarse si no le habría transmitido alguna enfermedad uno de sus primeros amantes. Nunca había sido una libertina ni nada parecido. Roger. ¿Podría Roger haberle contagiado algo? Marissa tenía un nudo en el estómago.

—No creo que éste sea el momento para hablar de estrategias —prosiguió el doctor Carpenter—. Pero lo más probable es que recomendemos una laparoscopia y quizá también una biopsia. Siempre existe la posibilidad de que el problema se resuelva con microcirugía. Si eso no funciona o no es practicable, aún queda la fecundación in vitro…

—¡Marissa! —Gritó Robert, obligándola a regresar al presente.

Levantó la vista. Robert estaba parado frente a ella.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Robert, visiblemente fastidiado—. Le pregunté por ti a la recepcionista y me dijo que ni siquiera te habías presentado para decir que habías llegado.

Marissa se puso de pie de un salto. Robert miró su reloj.

—¡Vamos! —dijo dando media vuelta y enfilando hacia el escritorio de la recepcionista.

Marissa la siguió. Observó el cartel que había detrás del escritorio:

SOLO SE FRACASA CUANDO SE DEJA DE INTENTAR.

—Lo siento —explicó la recepcionista—. Con todo ese barullo me he puesto muy nerviosa, y no me di cuenta de que la señora Buchanan no se había registrado.

—¡Por favor! —le pidió Robert—. Avise a los médicos que está aquí.

—¡Por supuesto! —replicó la recepcionista y se puso en pie Pero primero quiero darle las gracias por su ayuda de hace un rato, señor Buchanan. Creo que aquella mujer estaba a punto de atacarme. Espero que no le haya hecho demasiado daño.

—Sólo me han puesto dos puntos —explicó Robert, bastante más calmado—. Estoy muy bien.

Robert bajó la voz y escudriñó con disimulo la sala de espera.

—¿Podría darme uno de esos… de esos recipientes de plástico? —preguntó.

—Desde luego —replicó la recepcionista.

Se agachó y abrió un cajón de donde sacó un recipiente de plástico graduado y se lo entregó. Robert lo cogió.

—Er…, bueno, esto hará que todo tenga sentido —le susurró Robert a Marissa con sarcasmo.

Sin mirar de nuevo a su esposa, se dirigió a una de las puertas que conducían a una serie de cubículos para cambiarse.

Marissa observó cómo se iba y lamentó la brecha cada vez más ancha que los separaba. La capacidad de ambos para comunicarse se estaba reduciendo.

—Avisaré al doctor Wingate que está aquí —explicó la recepcionista.

Marissa asintió. Regresó con lentitud a su silla y se dejó caer.

Nada estaba saliendo bien. No se quedaba embarazada y su matrimonio se desintegraba ante sus propios ojos. Pensó en todos los viajes de negocios que Robert había estado realizando en los últimos tiempos. Por primera vez desde que se casaron, Marissa se preguntó si no estaría teniendo una aventura.

Tal vez ésa era la razón por la que de pronto no quería proporcionar una muestra de esperma. Quizá había estado haciéndolo en otra parte.

—¡Señora Buchanan! —llamó una enfermera desde un portal abierto, haciendo señas a Marissa de que la siguiera.

Marissa se puso de pie. Reconoció a la enfermera: era la señora Hardgrave.

—¿Está lista para la recolección de óvulos? —le preguntó con voz entusiasta la mujer mientras conseguía una bata, un camisón y unas chinelas para Marissa.

Tenía un acento parecido al del doctor Wingate. Marissa la había interrogado al respecto en cierta oportunidad. Y le sorprendió enterarse de que la señora Hardgrave no era inglesa sino australiana.

—Una recolección de óvulos es lo último que deseo en este momento —reconoció Marissa—. En realidad, no sé por qué me obligo a pasar por esto.

—Está algo deprimida, ¿no? —preguntó la señora Hardgrave con ternura.

Marissa no respondió. Se limitó a suspirar al tomar la ropa La señora Hardgrave extendió el brazo y le tocó el hombro.

—¿Hay algo sobre lo que le gustaría que habláramos?

Marissa levantó la vista y la miró. En esos ojos de un gris verdoso había calidez y comprensión. Al principio, lo único que Marissa pudo hacer mientras luchaba por contener el llanto fue sacudir la cabeza.

—Es muy frecuente que las personas involucradas en procedimientos in vitro se sientan agobiadas por problemas emocionales —alegó la señora Hardgrave—. Pero, por lo general, ayuda bastante hablar del tema. Nuestra experiencia indica que parte del problema radica en el aislamiento al que se sienten sometidas las parejas.

Marissa asintió. Ella y Robert se habían sentido aislados. Y a medida que las presiones aumentaron, empezaron a evitar a sus amistades, sobre todo a las parejas que tenían hijos.

—¿Ha surgido algún problema entre usted y su marido? —preguntó la señora Hardgrave—. No es mi intención entrometerme en su vida privada, pero hemos comprobado que lo mejor en estos casos es abrirse a los demás.

Marissa volvió a asentir con la cabeza. Observó el rostro comprensivo de la señora Hardgrave. Quería hablar con ella.

Tras secarse algunas lágrimas con el dorso de la mano, le contó la negativa inicial de Robert a cooperar aquella mañana, y la subsiguiente pelea. Le confió a la señora Hardgrave que empezaba a pensar en la necesidad de interrumpir los tratamientos para la infertilidad.

—Ha sido un infierno para mí —reconoció Marissa—. Y para Robert.

—Creo que podría decirse que algo funcionaría mal en ustedes dos de no haber sido así —explicó la señora Hardgrave—. Esto es algo que provoca tensión en todos, incluso en el personal de la clínica. Pero es importante que traten de ser más abiertos. De hablar con otras parejas. Eso los ayudará a aprender a comunicarse el uno con el otro y a conocer las limitaciones mutuas.

—Estamos preparados para la señora Buchanan —anunció otra enfermera desde la puerta de la sala de ultrasonidos.

La señora Hardgrave le haló levemente un brazo a Marissa para tranquilizarla.

—Vaya ahora —indicó—. Después volveré para que sigamos conversando. ¿Le parece bien?

—Sí, muy bien —replicó Marissa intentando mostrar mayor entusiasmo.

Quince minutos más tarde, Marissa estaba nuevamente tendida de espaldas en la sala de ultrasonidos, enfrentada a otro procedimiento doloroso y potencialmente peligroso. Se encontraba acostada en posición supina, con las piernas extendidas.

Algunos instantes después, se las levantarían y le colocarían los pies en los ya familiares estribos. Seguiría después la desinfección y, a continuación, la anestesia local. La sola idea la llenaba de pánico.

La sala, en sí misma, inspiraba temor. Era un ambiente helado, ominoso y futurista, lleno de instrumentos electrónicos, algunos de los cuales Marissa podía reconocer. El instrumental se hallaba conectado a múltiples pantallas de rayos catódicos. Afortunadamente, la aguja para la recolección de óvulos, de 30 cm. de longitud, no estaba a la vista.

La enfermera de ginecología que había hecho entrar a Marissa en la sala se ocupaba de los preparativos. El doctor Wingate, que se encargaba de casi todos los casos de infertilidad en la clínica, entre ellos la fecundación in vitro, todavía no había llegado.

Un golpe en la puerta llamó la atención de la enfermera, que se acercó y la abrió. Marissa volvió la cabeza y vio a Robert de pie en el umbral.

Aunque aquella sala lo incomodaba incluso más que a Marissa, se obligó a entrar en ese recinto de alta tecnología.

Señaló por encima del hombro en beneficio de la enfermera.

—La señora Hardgrave dijo que podía entrar un momento —explicó.

La enfermera asintió, hizo una seña en dirección a Marissa y volvió a enfrascarse en sus preparativos.

Robert se acercó con cautela a su esposa y la miró. Tuvo cuidado de no tocar ninguno de aquellos instrumentos tan delicados, y tampoco rozó siquiera a Marissa, por aquella tarea trascendental.

—Y ahora que mi parte ha terminado, me voy a la oficina. Por desgracia, debido a los puntos llegaré más tarde de lo planeado. Así que debo darme prisa. Pero regresaré después de la reunión para buscarte. Si la reunión se prolongase, llamaré por teléfono y te dejaré un mensaje con la señora Hardgrave. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió Marissa—. Gracias por la muestra de esperma. Aprecio tu gesto.

Robert se preguntó si no habría algo de sarcasmo en aquellas palabras.

—De nada —repuso por fin—. Que tengas suerte con la recolección de óvulos. Ojalá consigan una docena.

Y tras dar una palmadita en el hombro de Marissa, se dio media vuelta y abandonó la sala.

Marissa sintió que de nuevo los ojos se le llenaban de lágrimas, pero no supo si era de tristeza o de rabia.

Se sentía muy sola. En los últimos tiempos Robert se mostraba muy eficiente y metódico, incluso cuando se trataba de ella.

Le dolía que la hubiera dejado sola para enfrentarse a aquella difícil prueba.

El Robert actual parecía muy diferente del hombre con el que se había casado, llena de gozo, pocos años atrás.

De muchas formas diferentes le transmitía que ahora los negocios eran lo primero; constituían su identidad y su válvula de escape. Una única lágrima corrió hacia su oreja. Cerró los ojos con fuerza, como queriendo aislarse del mundo entero.

Tuvo la sensación de que su vida comenzaba a desintegrarse y de que no podía hacer nada para impedirlo.

—Discúlpeme, doctor Wingate —dijo la señora Hardgrave, deteniendo al médico que se encaminaba hacia la sala de ultrasonidos—. ¿Podría hablar un minuto con usted?

—¿Es importante? —preguntó el doctor Wingate—. Ya llego tarde para atender a la señora Buchanan.

—Es precisamente de ella de quien deseo hablarle —contestó la señora Hardgrave, y echó la cabeza hacia atrás.

Era una mujer alta, de mas de un metro ochenta. Aun así, parecía menuda en comparación con la impresionante mole del doctor Wingate.

—¿Es algo confidencial? —inquirió el médico.

—¿Acaso no lo es todo aquí? —replicó la señora Hardgrave con una sonrisa burlona.

—Sí, claro —admitió el doctor Wingate.

Caminó con paso vivo por el pasillo hacia su consultorio.

Entraron por una puerta trasera directamente desde el pasillo, sin pasar así frente a su secretaria. Wingate cerró la puerta detrás de ellos.

—Seré breve —empezó la señora Hardgrave—. He estado pensando que la señora Buchanan…, en realidad, debería decir la doctora Buchanan… Recuerda que es médica, ¿verdad?

—Sí, por supuesto —respondió el doctor Wingate—. El doctor Carpenter me lo dijo hace dos años. Recuerdo que fue una verdadera sorpresa para mí. El doctor Carpenter se enteró al leer algo en el Globe.

—Creo que es importante tomar en cuenta el hecho de que es doctora —prosiguió la señora Hardgrave—. Como sabe, a veces los médicos se convierten en pacientes muy difíciles.

El doctor Wingate asintió.

—De todas formas —prosiguió la señora Hardgrave—, creo que sufre cierto grado de depresión.

—Eso no es nada extraordinario —alegó el doctor Wingate—. Casi todas nuestras pacientes de fecundación in vitro se deprimen en uno u otro momento.

—Hay también ciertos indicios de discordia conyugal —siguió la señora Hardgrave—. Incluso me insinuó que podría interrumpir el tratamiento después de este ciclo.

—Eso sería muy lamentable —repuso el doctor Wingate, por fin interesado en la conversación.

—La depresión, los problemas conyugales y el hecho de que es médica me hacen pensar que tal vez deberíamos alterar el sistema del tratamiento.

El doctor Wingate se apoyó en el escritorio, colocó un pulgar debajo de su mentón y apoyó la nariz sobre el índice mientras reflexionaba acerca de la sugerencia de la señora. Ella tenía definitivamente razón y la flexibilidad era una cosa que él siempre había recomendado.

—También presenció la escena con Rebecca Ziegler —agregó la señora Hardgrave—. Eso seguramente contribuyó a su perturbación emocional. Estoy muy preocupada por ella.

—Pero hasta ahora se ha mantenido estable —afirmó el doctor Wingate.

—Es cierto —replicó la señora Hardgrave—. Supongo que lo que más me inquieta es que se trate de una profesional.

—Aprecio su preocupación —repuso el doctor Wingate—. Lo que ha contribuido siempre al éxito de la Clínica de la Mujer es la importancia que le atribuimos a los detalles. Pero creo que no hay peligro en seguir adelante como de costumbre con la doctora Blumenthal-Buchanan. Tolerará otro par de ciclos, pero tal vez sería prudente recomendarles a ella y a su marido el asesoramiento que prestamos aquí en la clínica.

—Muy bien —asintió la señora Hardgrave—. Se lo sugeriré. Pero, como médica, es posible que se resista a esa idea.

Con el asunto ya decidido, el doctor Wingate se acercó a la puerta y se la abrió a la señora Hardgrave.

—A propósito de Rebecca Ziegler —prosiguió la señora confío en que la estarán atendiendo bien.

—En este momento está leyendo su historial —explicó el doctor Wingate mientras seguía a la señora Hardgrave hasta el pasillo—. Por desgracia, creo que eso la trastornará bastante.

—Me lo imagino —afirmó la señora Hardgrave.