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19 DE MARZO DE 1990 7.41 a.m.

Marissa se paró en seco en mitad de la elegante alfombra oriental que dominaba el dormitorio principal. Se dirigía al armario empotrado para buscar la ropa que había elegido la noche anterior. El televisor estaba en funcionamiento sobre el mueble francés instalado contra la pared opuesta a la cama de matrimonio; unos libros mantenían abiertas sus puertas.

El programa sintonizado era Buenos días, América. Charlie Gibson bromeaba acerca del entrenamiento primaveral de béisbol con Spencer Christian. La débil luz invernal entraba en el cuarto por entre las cortinas semiabiertas. Raffy Dos, el cocker spaniel de Marissa y Robert, lloriqueaba para que lo dejasen salir.

—¿Qué me decías? —le preguntó Marissa a su marido, que se encontraba fuera de la vista, en el baño principal.

Se alcanzaba a escuchar el ruido de la ducha.

—¡He dicho que esta mañana no quiero ir a esa maldita Clínica de la Mujer! —exclamó.

Su rostro apareció en el hueco de la puerta, cubierto a medias por crema de afeitar. En seguida bajó la voz hasta un nivel lo suficientemente fuerte como para competir con el televisor.

—No estoy preparado esta mañana para proporcionar una muestra de esperma. Te lo juro. Hoy no.

Se encogió de hombros y desapareció nuevamente en el cuarto de baño. Durante un momento, Marissa no se movió Pasó los dedos por el pelo, intentando dominarse. La sangre le latía en los oídos mientras reproducía mentalmente la negativa indiferente de Robert respecto de acudir a la clínica. ¿Cómo podía echarse atrás en el último momento? Al localizar el radio reloj que les había despertado hacía media hora, sintió el deseo irresistible de correr hacia la mesilla de noche, arrancarlo del enchufe y estrellar el aparato contra la chimenea. Se sentía terriblemente furiosa, pero se contuvo.

Desde el interior del cuarto de baño le llegó el sonido de la mampara de la ducha abriéndose y cerrándose luego. El sonido del agua cambió: Robert se había metido debajo de la ducha.

—No me lo puedo creer —musitó Marissa.

Se acercó al cuarto de baño y abrió de golpe la puerta con todas sus fuerzas. El perro la siguió hasta el umbral.

El vapor ya comenzaba a acumularse sobre la mampara. A Robert le gustaba que el agua estuviese casi hirviendo. Marissa alcanzó a ver la figura atlética de su marido desnudo a través del vidrio esmerilado.

—¡Repíteme eso! —le gritó Marissa—. ¡Me parece que no te he entendido bien!

—Pues es algo muy simple —replicó su marido—. Esta mañana no iré a la clínica. No estoy de humor para eso. Al fin y al cabo, no soy un surtidor automático de esperma…

De todos los altibajos propios del tratamiento para la infertilidad, aquello era algo que Marissa no había previsto.

Lo único que le quedaba por hacer era pegarle un puntapié a la puerta.

El perro, intuyendo su estado de ánimo, se metió debajo de la cama.

Finalmente, Robert cerró los grifos y salió de la ducha.

De su musculoso cuerpo caían gotas de agua. Pese al poco tiempo libre que le dejaba el trabajo, se las ingeniaba para hacer ejercicio tres o cuatro veces por semana. Incluso su delgadez irritó a Marissa en ese momento. Tenía muy presentes los cinco kilos que había engordado ella misma durante el tratamiento.

Cuando Robert la vio allí parada, se sorprendió.

—¿Me estás diciendo que no vendrás esta mañana conmigo? —Estuvo segura de conseguir su atención.

—Así es —replicó Robert—. Te lo pensaba decir anoche, pero tenías dolor de cabeza. Algo nada extraño, porque últimamente siempre tienes dolor de cabeza, o de estómago o de cualquier otra cosa. Por eso no saqué el tema. Pero te lo digo ahora. Pueden descongelar el esperma de la vez anterior Me dijeron que congelaban una parte. Que usen eso.

—¿Después de todo lo que he tenido que pasar, ni siquiera estás dispuesto a acompañarme a la clínica y perder cinco minutos de tu valioso tiempo?

—Vamos, Marissa —siguió Robert mientras se secaba con la toalla—: tú y yo sabemos que en eso se tarda más de cinco minutos.

Marissa comenzaba a sentirse más desencantada por Robert que por su propia infertilidad.

—¡Yo soy la que ha tenido que perder más tiempo! —exclamó airada—. Y la que tuvo que llenarse de hormonas. Por supuesto que he tenido dolor de cabeza. He estado en un constante estado de síndrome premenstrual para poder producir óvulos. Y mira todas estas marcas de pinchazos que tengo en los brazos y en las piernas.

Marissa señaló los moretones que le cubrían las extremidades.

—Ya las he visto —replicó Robert sin mirar.

—¡Yo soy quien ha tenido que soportar anestesia general y laparoscopia y biopsia de mis trompas de Falopio! gritó Marissa —. Y quien ha tenido que sufrir todos los traumas e indignidades, físicas y mentales.

—La mayoría de las indignidades —le recordó Robert—, pero no todas.

—Yo tuve que tomarme la temperatura todas las mañanas durante meses y anotarla en ese gráfico, incluso antes de levantarme a orinar.

Robert estaba en su cuarto de vestir, eligiendo un traje y una corbata apropiada. Volvió la cabeza hacia Marissa, que le bloqueaba la luz desde el dormitorio.

—¡También yo tuve que revisar cada mañana el gráfico, como un medico! —afirmó con petulancia.

Marissa suspiró.

—Tuve que hacer un poco de trampa para que los médicos de la clínica no pensaran que no nos esforzábamos por no hacer el amor con suficiente frecuencia. Pero jamás falté a la verdad sobre la hora de la ovulación.

—¡Hacer el amor! ¡Ja! —se rió Robert—. No hemos hecho el amor desde que empezó todo esto. No hacemos el amor. Ni siquiera es sexo. Lo que hacemos es aparearnos.

Marissa trató de contestarle, pero Robert le interrumpió.

—¡Ni siquiera me acuerdo de qué es hacer el amor! —gritó él—. Lo que solía ser placentero ha quedado reducido a sexo según receta, a un apareamiento rutinario.

—De hecho no has estado «apareándote» con demasiada frecuencia —replicó Marissa—. Tu actuación no ha sido precisamente genial.

—Cuidado —le advirtió Robert, viendo que Marissa empezaba a ponerse ofensiva—. Recuerda que el sexo es fácil para ti. Lo único que tienes que hacer es quedarte tendida como un cadáver mientras yo hago todo el trabajo.

—¿Trabajo? ¡Por Dios! —repuso Marissa con cierto asco.

Trató de seguir hablando pero los sollozos se lo impidieron.

En cierta forma, Robert tenía razón. Con el asunto de la terapia de fertilidad, en los últimos tiempos resultaba difícil ser espontáneo con respecto a lo que sucedía en el dormitorio. Sin lograr dominarse, los ojos se llenaron de lágrimas.

Al ver que la había herido, Robert suavizó el tono.

—Lo siento —explicó— esto no ha sido fácil para ninguno de los dos. Sobre todo para ti. Pero tengo que confesar que tampoco para mí. En cuanto a hoy, realmente no puedo ir a la clínica. Tengo una reunión importante con un equipo que ha venido de Europa. Lo lamento, pero mis negocios no siempre pueden estar regidos por el capricho de los médicos de la Clínica de la Mujer o las excentricidades de tu ciclo menstrual.

Hasta el sábado no me dijiste nada de que hoy intentarían extraerte óvulos. Tampoco sabía que te aplicarían esa inyección para liberar óvulos o como se llame.

—Es el mismo proceso de los anteriores ciclos de fecundación in vitro —explicó Marissa No creí que tendría que explicártelo cada vez.

—¿Qué puedo decirte? Cuando concertamos esta reunión no estábamos metidos en tratamientos para la infertilidad. Y no suelo revisar mi agenda pensando en tus ciclos de fertilización.

De pronto, Marissa volvió a enojarse. Robert se acercó a la cómoda a buscar una camisa limpia. Por encima de su cabeza, Joan Lunden entrevistaba a una celebridad en la pantalla de televisión.

—Sólo piensas en los negocios —murmuró ella—. Tienes reuniones todo el tiempo. ¿No puedes retrasar ésta media hora?

—Sería muy difícil.

—El problema contigo es que los negocios son más importantes que todo lo demás. Creo que tu escala de valores resulta un desastre.

—Tienes derecho a opinar —replicó Robert muy tranquilo, tratando de evitar otra ronda de recriminaciones mutuas.

Se puso la camisa y comenzó a abotonársela. Sabía que debería quedarse callado, pero Marissa había tocado un punto doloroso.

—No hay nada necesariamente negativo en los negocios. Nos aseguran comida en la mesa y un techo sobre nuestras cabezas. Además, sabías cuál era mi actitud frente a los negocios antes de casarte conmigo. Disfruto con ellos y resultan muy gratificadores en muchos sentidos.

—Antes de casarnos dijiste que los hijos eran algo importante para ti —le recordó Marissa—. Ahora, en cambio, parece que los negocios se anteponen a todo.

Robert se acercó al espejo y empezó a anudarse la corbata.

—Eso pensaba antes de que nos enteráramos de que no podrías tener hijos, por lo menos de la forma habitual.

Robert hizo una pausa. Comprendió que había cometido un error. Volvió la cabeza para mirar a su esposa, y adivinó por la expresión de su cara que ese comentario imprudente no había pasado inadvertido. Trató de arreglar las cosas.

—Quiero decir, antes de que nos enteráramos de que no podíamos tener hijos de la manera normal y corriente.

Pero esas palabras no lograron mitigar al instante, la furia de Marissa se convirtió en desesperación.

Volvieron a llenársele los ojos de lágrimas y rompió a llorar.

Robert le puso una mano en el hombro, pero ella se apartó y corrió al cuarto de baño. Trató de cerrar la puerta pero Robert se lo impidió y la rodeó con los brazos, apretando su cara contra el cuello de Marissa.

Todo el cuerpo de Marissa se estremeció con el llanto.

Tardó diez minutos en empezar a recuperarse. Sabía que ese comportamiento no era propio de ella. Sin duda, las hormonas que le habían estado administrando contribuían a la fragilidad de su estado emocional. Pero el hecho de saberlo no la ayudaba a recuperar la compostura.

Robert la soltó un momento para buscarle un pañuelo de papel. De nuevo en un mar de lágrimas, Marissa se sonó la nariz. Ahora, además de enfadada y triste, se sentía avergonzada. Con voz temblorosa admitió ante Robert que se sabía culpable de la infertilidad de ambos.

—No me importa si no tenemos hijos —protestó Robert, con la esperanza de calmarla—. No es el fin del mundo.

Marissa lo miró.

—No te creo —afirmó—. Siempre quisiste tener hijos. Me lo dijiste. Y puesto que sé que la culpa es mía, ¿por qué no eres sincero con respecto a tus sentimientos? Creo que soy capaz de enfrentarme mejor con tu sinceridad que con tus mentiras. Dime que estás enfadado.

—Estoy decepcionado pero no enfadado —repuso Robert. —Miró a Marissa y ella le devolvió la mirada—. Bueno, tal vez hubo algunos momentos…

—Mira lo que le he hecho a tu camisa limpia —indicó Marissa.

Robert bajó la vista. Había manchas húmedas del llanto de Marissa en la pechera de la camisa y en la corbata a medio anudar. Robert inspiró con fuerza.

—No importa. Me pondré otra.

Se quitó en seguida la camisa y la corbata y las arrojó en la cesta de la ropa sucia.

Al observar sus ojos irritados e hinchados en el espejo, tenía una desperada necesidad de hacerse presentable. Se introdujo en el compartimiento de la ducha y se resbaló. Quince minutos más tarde se sentía considerablemente más serena, como si el agua caliente y la espuma del jabón le hubieran limpiado la mente además del cuerpo. Mientras se secaba el pelo, regresó al dormitorio y encontró a Robert dispuesto para irse.

—Lamento haberme comportado de manera tan histérica —explicó—. No pude evitarlo. Últimamente creo que todas mis reacciones son exageradas. No debería haberme puesto así sólo porque no tienes ganas de ir a la clínica por enésima vez.

—Yo soy quien debe disculparse —repuso Robert—. Siento haber elegido una forma tan imbécil de expresar mi frustración frente a toda la experiencia. Mientras te duchabas, cambié de idea. Iré contigo a la clínica. Ya he llamado a la oficina para arreglarlo.

Por primera vez en semanas, Marissa se sintió animada.

—Gracias— dijo.

Estuvo tentada de abrazar a Robert, pero algo se lo impidió.

Se preguntó si no tendría miedo a que él la rechazara.

Al fin y al cabo, no estaba precisamente atractiva en ese momento.

Sabía que la relación de ambos había sufrido cambios a lo largo de la terapia para la infertilidad. Y, al igual que lo ocurrido con su figura, esos cambios no habían sido para mejor.

Marissa suspiró.

—A veces pienso que este tratamiento es algo que supera mis fuerzas. No me entiendas mal, nada deseo tanto como tener un hijo nuestro. Pero todos los días ha significado una tensión y un peso terribles. Y sé que para ti no ha sido menos difícil.

Con el sujetador y las medias en la mano, Marissa se fue a su cuarto de vestir. Mientras se ponía la ropa, siguió hablándole a Robert. En los últimos tiempos le resultaba más fácil hacerlo si no lo miraba a los ojos.

—He contado a muy pocas personas nuestro problema, y sólo a grandes rasgos. Me he limitado a decir que intentamos que yo quede embarazada. Todo el mundo me da consejos que yo no pido. «Tranquilízate —dicen—. Tómate unas vacaciones». A la próxima persona que me diga eso le contaré la verdad: No puedo relajarme porque tengo las trompas de Falopio obstruidas como tuberías atascadas.

Robert no contestó, así que Marissa miró hacia el dormitorio.

Estaba sentado en el borde de la cama poniéndose los zapatos.

—Otra persona que me tiene harta es tu madre —alegó Marissa.

Robert levantó la vista.

—¿Qué tiene que ver mi madre con esto?

—Simplemente que cada vez que me ve se siente obligada a decirme que ya es hora de que tengamos hijos. Si me lo vuelve a repetir, también le contaré la verdad. O, mejor, ¿por qué no se lo explicas tú para evitarme una confrontación?

Desde que ella y Robert comenzaron a salir había intentado complacer a su futura suegra, pero con un éxito sólo parcial.

—No quiero decírselo a mi madre —explicó Robert—. Y lo sabes.

—¿Por qué no? —preguntó Marissa.

—Porque no tengo ganas de que me endilgue un sermón, y me eche en cara que eso me pasa por haberme casado con una judía.

—¡Por favor! —exclamó Marissa en un nuevo ataque de furia.

—No soy responsable de los prejuicios raciales de mi madre —adujo Robert—. Y no puedo dominarla. Ni tengo por qué hacerlo.

Enojada de nuevo, Marissa se dio media vuelta, se abotonó el vestido y se subió de un tirón la cremallera.

Pero muy pronto la furia contra la madre de Robert se transformó en autorrecriminaciones por su propia esterilidad.

Por primera vez en su vida, Marissa se sentía víctima de una maldición del destino. Se le antojaba irracionalmente irónico haber gastado tanto tiempo y dinero en métodos de regulación de la natalidad durante su época de estudiante universitaria para no tener un hijo en un momento inadecuado. Ahora, cuando el momento era el adecuado, se enteraba de que no podría tenerlo sino mediante la ayuda de la ciencia médica moderna.

—¡No es justo! —dijo Marissa en voz alta, mientras dos lagrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

Sabía que estaba al límite de su resistencia frente a los vaivenes mensuales de esperanza que se convertían en desesperación cada vez que fracasaba en su intento de concebir un hijo, a lo cual ahora se sumaba la creciente impaciencia de Robert en relación con todo el proceso. En realidad, no lo culpaba.

—Estás obsesionada con el problema de la fertilidad —señaló Robert con suavidad—. Marissa, empiezas a preocuparme. Estoy preocupado por nosotros.

Marissa se volvió. Robert estaba de pie junto a la puerta del cuarto de vestir, las manos apoyadas en las jambas. Al principio, Marissa no alcanzó a ver la expresión de su rostro; lo tenía en sombras, y la luz del dormitorio iluminaba su pelo color arena desde atrás. Pero cuando se le fue acercando, ella advirtió que parecía preocupado pero decidido; su mandíbula angulosa estaba tan apretada que sus labios finos formaban una línea recta.

—Cuando quisiste iniciar este tratamiento me mostré dispuesto a probar. Pero ahora todo está fuera de control. He llegado a la conclusión de que deberíamos interrumpirlo antes de que perdamos lo que tenemos por causa de lo que no tenemos.

—¿Te parezco obsesionada? ¡Por supuesto que lo estoy! ¿No debería estarlo para soportar los procedimientos a los que he tenido que someterme? Si los he tolerado es porque quiero tener un hijo para que lo nuestro se convierta en una familia. Quiero ser madre y que tú seas padre. ¡Quiero tener una familia!

Inconscientemente, Marissa había levantado la voz.

Cuando terminó la última frase, prácticamente gritaba.

—Oírte gritar así me convence aún más de que tenemos que dejarlo —alegó Robert—. Míranos. Estás agotada y yo no aguanto más. Hay otras opciones, ¿sabes? Tal vez deberíamos tomarlas en cuenta. Podríamos resignarnos a no tener hijos. O podríamos adoptar uno.

—No puedo creer que hayas elegido este momento para decirme eso —espetó Marissa—. Esta mañana será mi cuarta recolección de óvulos, estoy lista para enfrentarme al dolor y al riesgo y, sí, tengo los nervios destrozados. ¿Y eliges este momento para hablar de cambiar de estrategia?

—Nunca es el momento apropiado para intercambiar ideas sobre estos temas con esta programación del tratamiento de fecundación in vitro —replicó Robert, incapaz ya de controlar su furia—. No te gusta el momento que he elegido para decírtelo, está bien. ¿Cuándo te parecía mejor? ¿Cuando estés loca de ansiedad, preguntándote si estarás o no embarazada? ¿O cuando estés deprimida porque ha venido el período?

¿O cuando, finalmente, logres sobreponerte y empieces un nuevo ciclo? Tú dime cuándo, y yo seguiré tus instrucciones.

Robert observó detenidamente a su esposa. Se estaba convirtiendo en una extraña. Se mostraba terriblemente sensible y fuera de sí y había engordado bastante, sobre todo en la cara.

Su mirada era helada y le producía escalofríos. Sus ojos parecían tan sombríos como su humor, y su piel se veía arrebatada, como si tuviera fiebre. Sí, era una extraña. O peor: parecía una mujer histérica e irracional. No le habría sorprendido que saltara intempestivamente sobre él como un gato rabioso.

Decidió que había llegado el momento de dar marcha atrás, de ceder.

Se apartó algunos pasos de ella.

—Muy bien —admitió—, tienes razón. Es un mal momento para hablar de eso. Lo siento. Lo haremos otro día. ¿Por qué no terminas de vestirte y nos vamos a la clínica —Sacudió la cabeza—. Espero poder proporcionar una muestra de esperma. A juzgar cómo me he estado sintiendo en los últimos tiempos, no me creo muy capaz de hacerlo. No es algo meramente mecánico. Ya no. No tengo dieciséis años.

Sin decir nada, Marissa, agotada, volvió a enfrascarse en la tarea de vestirse. Se preguntó qué harían si él no lograba producir la muestra de esperma. No sabía en qué medida el hecho de utilizar esperma anterior podría disminuir las posibilidades de una fertilización con éxito. Supuso que lo haría, lo cual explicaba en parte por qué se había enojado tanto cuando él dijo que no pensaba ir a la clínica, sobre todo después de que los últimos intentos en vitro habían fallado porque no hubo fertilización.

Al contemplar su imagen en el espejo y advertir el color encendido de sus mejillas, comprendió lo obsesionada que estaba con el tema. Hasta sus ojos se le antojaron los de una extraña por la estática intensidad de la mirada.

Se arregló el vestido. Se dijo que no debía abrigar demasiadas esperanzas después de tantas decepciones. Había tantas etapas en las que las cosas podían salir mal… Primero tenía que producir óvulos, que debían extraérsele antes de que tuviera lugar la ovulación espontánea. Después, tenía que producirse la fertilización. A continuación, el embrión debía ser transferido al útero, donde debía implantarse. Luego, si todo salía bien estaría embarazada. Y entonces debía empezar a preocuparse de no tener un aborto espontáneo. Eran tantas las posibilidades de fracaso… Sin embargo, mentalmente le parecía ver el cartel instalado en la sala de espera de la unidad de fecundación in vitro:

SOLO SE FRACASA CUANDO SE ABANDONA.

Debía seguir intentándolo.

A pesar de su desesperanza, Marissa podía cerrar los ojos e imaginarse con un pequeño bebé en brazos. «Ten paciencia, pequeño», murmuró. Sabía que si esa criatura llegaba cobrarían sentido todos sus esfuerzos. Y, aunque no debería pensar en eso, comenzaba a temer que sería la única manera de salvar su matrimonio.