27 DE FEBRERO DE 1990
—¡Maldita sea! —exclamó Marissa, mientras sus ojos se deslizaban por su consultorio.
No tenía idea de dónde había dejado sus llaves. Por décima vez abrió el cajón de en medio, el lugar donde siempre las guardaba. No estaban allí. Irritada, revolvió el contenido del cajón y después lo cerró con un golpe.
—¡Virgen santa! —exclamó de nuevo mientras se miraba el reloj.
Le quedaban menos de treinta minutos para ir desde su consultorio al Hotel Sheraton, donde debía recibir un premio.
Nada parecía salirle bien. Primero fue una emergencia: Cindy Markhan, de seis años, con un ataque de asma. Y ahora no encontraba sus llaves.
Marissa frunció el ceño y con cara frustrada apretó los labios y trató de rememorar sus movimientos hasta entonces. De pronto lo recordó. La noche anterior se había llevado a casa un montón de carpetas con gráficas. Se acercó al archivador y vio las llaves de inmediato.
Las cogió con fuerza y se encaminó hacia la puerta.
Tenía ya la mano en el pomo cuando empezó a sonar la campanilla del teléfono. En un primer momento pensó en no contestar, pero en seguida intervino su conciencia profesional.
Existía la posibilidad de que tuviera algo que ver con Cindy Markhan.
Con un suspiro, Marissa se acercó al escritorio y se inclinó para coger el receptor.
—¿Quién es? —preguntó con una brusquedad que no era propia de ella.
—¿La doctora Blumenthal? —inquirió el que llamaba.
—Sí, soy yo.
Marissa no reconoció la voz. Había dado por supuesto que se trataba de su secretaria, quien sabía que se hallaba muy escasa de tiempo.
—Soy el doctor Carpenter —siguió el que había telefoneado—. ¿Tienes un minuto?
—Sí —mintió Marissa.
Se sentía dominada por la ansiedad, tras haber esperado su llamada durante los últimos días. Contuvo la respiración.
—En primer lugar, debo felicitarte por el premio que te van a entregar hoy —prosiguió el doctor Carpenter—. No sabía que eras doctora, y mucho menos una investigadora acreedora de una distinción. Resulta un tanto inusual enterarse por el periódico de cosas relativas a una paciente.
—Lo siento —repuso Marissa—. Supongo que debería habértelo dicho.
Miró de nuevo su reloj.
—¿Cómo demonios puede hallarse implicada una pediatra en investigaciones sobre la fiebre hemorrágica de Ebola?
—Un momento, tengo el periódico aquí delante: «El premio Peabody de investigación se otorga a la doctora Marissa Blumenthal por la dilucidación de las variables asociada con la transmisión del virus de Ebola a partir de contactos primarios a otros secundarios». ¡Estupendo!
—Estuve un par de años en el Centro de Control de Enfermedades de Atlanta —explicó Marissa—. Y me asignaron un caso en que el virus de Ebola estaba siendo propagado intencionadamente.
—¡Claro! —exclamó el doctor Carpenter—. Recuerdo haber leído algo acerca de eso. ¿Así que eras tú?
—Me temo que sí —afirmó Marissa.
—Según recuerdo, trataron de asesinarte por todo aquello —siguió el doctor Carpenter con evidente admiración.
—Tuve suerte —replicó Marissa—. Mucha suerte.
Se preguntó qué diría él si le contara que durante la biopsia sus ojos azules le habían recordado a los del hombre que había intentado matarla.
—Estoy impresionado —admitió el doctor Carpenter—, y me alegra tener buenas noticias para ti. Acostumbro a delegar esta tarea en mi secretaria, pero después de leer cosas sobre ti esta mañana, quise llamarte yo mismo. Los resultados de la biopsia han sido excelentes. Era sólo una displasia leve. Como te dije aquel día, eso fue lo que indicaba la culdoscopia, pero es mejor asegurarse al cien por cien. ¿Por qué no te haces un Papanicolau de seguimiento dentro de cuatro o seis meses?
Después podemos dejar transcurrir por lo menos un año.
—Estupendo… —repuso Marissa—. De acuerdo. Y gracias por tan buenas noticias.
Marissa cambió el peso de su cuerpo sobre los pies.
Todavía se sentía incómoda respecto a su conducta durante la biopsia.
Reuniendo coraje, volvió a disculparse.
—Pues nada, no te preocupes más por el asunto —le dijo el doctor Carpenter—. Pero después de tu experiencia, he decidido que no me gusta el efecto de la quetamina. Le he dicho al anestesista que no quiero que la vuelva a emplear en ninguno de mis casos. Sé que esa droga presenta algunas ventajas, pero otras parejas de pacientes tuvieron una pesadilla parecida a la tuya así que por favor, no te disculpes. Dime, ¿has tenido algún problema desde la biopsia?
—Realmente, no —repuso Marissa—. La peor parte de toda esa experiencia consistió en la pesadilla inducida por la droga. Incluso he vuelto a padecerla un par de veces.
—Soy yo el que tendría que disculparse —prosiguió el doctor Carpenter—. De todas formas, la próxima vez no te administraremos quetamina. ¿Qué te parece eso como promesa?
—Creo que voy a estar alejada de los médicos durante una temporada —afirmó Marissa.
—Resulta una actitud muy saludable —bromeó el doctor Carpenter, emitiendo una carcajada—. Pero, como te he dicho, espero verte dentro de cuatro meses.
Tras colgar el teléfono, Marissa se apresuró a salir de su consultorio. Agitó la mano para despedirse de Mindy Valdanus, su secretaria, y después oprimió repetidamente el botón de llamada del ascensor. Tenía quince minutos para llegar al Sheraton, una hazaña imposible considerando el tráfico de Boston. Pero estaba complacida a causa de la conversación mantenida con el doctor Carpenter. Tenía muy buena opinión acerca de aquel hombre. No pudo evitar sonreír al pensar en el ser siniestro en que lo había convertido en su pesadilla. Resultaba sorprendente que las drogas pudieran producir aquellos efectos.
Por fin llegó el ascensor. Naturalmente lo mejor de la conversación telefónica había sido enterarse de que el resultado de la biopsia era normal. Pero, de pronto, mientras el ascensor descendía hacia el garaje, la acosó una idea.
¿Qué pasaría si el próximo Papanicolau también presentaba irregularidades?
—¡Maldita sea! —exclamó en voz alta, mientras apartaba de su mente aquel lúgubre pensamiento.
¡Siempre surgía algo por lo que preocuparse!