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20 DE ABRIL DE 1990 8.05 a.m.

Entre el peso de la ropa mojada y los zapatos que sostenía en las manos, a Marissa le suponía un gran esfuerzo nadar.

aunque lo hacía desde hacía algunos minutos, no parecía ni acercarse a la costa. Bentley y Tse se habían alejado bastante, pero Tristan se mantenía junto a ella.

—No pierdas la calma, querida —aconsejó Tristan—. Tal vez sería mejor que me dieras tus zapatos.

Marissa se los entregó con gusto. Tristan había anudado los cordones de los dos suyos y los llevaba colgados del cuello. Cogió los de Marissa y se los metió en los bolsillos.

Sin los zapatos, Marissa consiguió adelantar más con sus brazadas.

El choque que significó el tiroteo y el tener que arrojarse al agua había ocupado por completo la mente de Marissa.

Pero ahora, mientras nadaba y pensaba que estaba en el mar, comenzó a pensar en la muerte de Wendy. Le pareció ver de nuevo los voraces monstruos grises nadando silenciosos debajo de la superficie. El hecho de saber que en el agua había un cuerpo que sangraba acrecentó sus temores.

—¿Te parece que por aquí habrá tiburones? —se las ingenió Marissa para preguntar entre brazada y brazada.

Deseaba que la tranquilizaran en ese sentido.

—Preocupémonos por un problema a la vez —replicó Tristan.

—Por supuesto que hay tiburones —gritó Bentley.

—¡Gracias por nada! —gritó Tristan—. ¡Era lo que queríamos oír!

Marissa trató de no pensar en eso, pero con cada brazada casi esperaba ser tironeada desde abajo. Si Tristan no hubiera estado junto a ella, seguro que la habría dominado el pánico.

—Mantén la vista fija en la costa —le aconsejó Tristan—. Muy pronto estaremos allá.

Tardaron bastante, pero poco a poco los árboles dieron la sensación de estar más cercanos. Marissa vio que, más adelante, Bentley había dejado de nadar y se encontraba de pie, con el agua hasta la cintura. A partir de allí caminó hacia tierra firme.

Cuando Marissa y Tristan llegaron a la misma profundidad, ya Bentley y Tse retorcían su ropa para quitar el agua.

—¡Bienvenida a la República Popular China! —exclamó Tristan mientras llevaba a Marissa de la mano los últimos seis metros.

La playa tenía forma de hoz y se extendía unos trescientos metros entre promontorios rocosos. Detrás de la playa se veían unos frondosos árboles que bordeaban una marisma cenagosa.

Por todas partes aparecían aves costeras, así como de los pantanos, y su estrépito resultaba constante.

Marissa dirigió su mirada al mar y contempló aquella enorme extensión color esmeralda, punteada por una serie de diminutas islas cercanas. El espectáculo tenía la serenidad de una postal. Las gaviotas volaban perezosamente en círculos sobre ellos. No se veían rastros del junco, ni de la lancha ni del guardacostas.

El grupo descansó en la playa, disfrutando del calor del sol después de padecer el frío intenso del agua helada.

Tristan sacó su pasaporte y el de Marissa de su cinturón especial, y los abrió al sol para que se secaran. Hizo lo mismo con sus dólares de Hong Kong, y les puso caracolas encima para que no volaran.

—Nunca creí que el capitán matase al monje de aquella manera —comentó Marissa con un estremecimiento—. No dudó ni un instante.

—La vida es barata en esta parte del mundo —dijo Tristan.

—Me pregunto si alguna vez me recuperaré de todo esto —explicó Marissa—. Primero la muerte de Wendy, después la de Robert, ahora esos disparos ¡Y todo para nada!

Tristan le cogió la mano.

—Nadie podrá decir jamás que no lo intentamos —la consoló.

Después de descansar una media hora, los integrantes del grupo comenzaron a oír un zumbido distante que muy pronto aumentó de volumen. Sensibilizados por la difícil situación por la que habían pasado, todos se miraron con consternación. El sonido no sólo se hizo más intenso, sino que adquirió un ritmo muy particular.

Finalmente, Tristan lo reconoció.

—Es un helicóptero —gritó Tristan—. ¡Métanse debajo de los árboles!

Apenas si habían logrado hacerlo cuando un enorme helicóptero militar pasó en vuelo rasante sobre sus cabezas, enfilando hacia el mar en la dirección en que había desaparecido el guardacostas.

Al emerger de debajo del follaje, todos miraron el helicóptero, que ahora era apenas una cabeza de alfiler en medio de un cielo celeste claro.

—¿Nos habrán visto? —preguntó Marissa.

—¡No! —respondió Tristan—. Lo que me sorprende es que no hayan visto todos estos dólares de Hong Kong diseminados por la arena.

Cuando todos se hubieron recuperado de nadar en el agua fría, emprendieron la marcha por las marismas. Dando por sentado que Tse sabía adónde se dirigía, los otros tres lo siguieron sin hacer preguntas. Al principio, lo único que tuvieron que hacer fue caminar por herbazales cenagosos, pero más adelante se vieron obligados a vadear arroyos bastante profundos.

—¿Hay cocodrilos en esta parte del mundo? —preguntó Tristan un poco nervioso cuando tenía el agua en la cintura y su cinturón con el dinero levantado por encima de la cabeza.

—No, no hay cocodrilos aquí —respondió Bentley—. Pero si bastantes serpientes.

—¿Nada más? —preguntó Marissa con sarcasmo.

No vieron ninguna serpiente, aunque sí encontraron bastantes insectos. A medida que se acercaron a terrenos más arbolados, los mosquitos aparecieron en bandadas. Para Marissa, ése se convirtió en un nuevo temor. Le preguntó a Tse acerca del paludismo y las fiebres tercianas.

—Siempre hemos tenido un poco de paludismo —respondió Tse—. Pero la fiebre terciana es algo con lo que no estoy familiarizado.

—No tiene importancia —repuso Marissa.

De pronto había infinidad de cosas por las que preocuparse al mismo tiempo.

—Supongo que debería mirar el lado positivo de las cosas.

Tuvimos suerte de abandonar el junco. Gracias a Dios por el guardacostas comunista.

—Esa es la actitud positiva —animó Tristan.

—Y al menos todavía tenemos nuestros relojes —agregó Marissa.

Tristan se echó a reír, feliz al oír que, a pesar de todo lo ocurrido, Marissa era capaz de conservar el sentido del humor.

—¿Reconociste al hombre blanco que estaba en la parte delantera de la lancha? —le preguntó Marissa a Tristan—. Era el otro hombre que arrojaba carnada por la borda cuando Wendy murió.

—Lo reconocí vagamente —repuso Tristan—, de cuando trabajaba en la FCA.

Llegaron al borde del pantano e iniciaron el ascenso por la espesa vegetación. De las ramas de los árboles colgaban enredaderas. La marcha resultaba lenta. Costaba mucho avanzar cien metros. Hasta que de pronto ya no hubo más árboles y se encontraron al borde de un arrozal.

—Reconozco el lugar donde estamos —afirmó Tse—. Más adelante hay un pequeño pueblo de campesinos. Tal vez deberíamos ir allá e intentar conseguir algo de comer.

—¿Cómo lo haremos? —preguntó Tristan—. ¿Aceptarán dólares de Hong Kong?

—Desde luego que sí —respondió Tse—. En toda la provincia de Cuangdong existe un mercado negro para los dólares de Hong Kong.

—¿En ese pueblo tendremos que protegernos de las autoridades? —preguntó Tristan.

—No —repuso Tse—. No habrá policías. Sólo en Shigi hay policías.

Dirigiéndose a Bentley, Tristan preguntó:

—¿Cuál considera que es nuestro mayor problema al estar en la China comunista? Después de todo, tenemos visados.

—Sólo dos cosas —contestó Bentley—. No tiene sellos ni documentos de entrada en el país. Todo el mundo debe tener un formulario de declaración de equipaje, que hay que entregar cuando se abandona la República Popular China.

—¿Así que nadie nos molestará mientras estemos aquí? —preguntó Tristan—. Creí que el primer madero con el que nos tropezáramos nos arrestaría.

—¿Qué es un madero? —preguntó Marissa.

—Un policía —repuso Tristan—. ¿Acaso soy el único que habla inglés por aquí?

—Entonces, ¿lo único que tiene que preocuparnos es cómo salir de China? —le preguntó Marissa a Bentley.

—Eso creo —repuso Bentley—. La afluencia de extranjeros se ha convertido en algo normal y corriente en China, sobre todo en la provincia de Cuangdong. Así que nadie tiene por qué molestarnos. Pero, sin alguna clase de ayuda, lo más probable es que no les sea posible cruzar a Hong Kong o a Macao.

Sin una declaración de equipaje y sin las cosas que habitualmente lleva un turista, como, por ejemplo, una cámara fotográfica, serán considerados contrabandistas y encerrados en la cárcel.

—Por lo menos estamos a salvo —bromeó Tristan—. Y como en este momento no tenemos por qué preocuparnos, propongo que vayamos a esa aldea y consigamos algo de combustible.

—¡Comida! —tradujo Marissa.

Tse tenía razón. Los habitantes del pueblo estaban deseosos de cualquier suma insignificante, Tristan les compró a todos ropa y una comida abundante. Salvo el arroz, Marissa y Tristan no pudieron identificar el resto de los alimentos.

Durante la comida, Marissa recordó el comentario de Wendy de que a la gente de la República Popular China le gustaba mirar. Mientras comían, daba la sensación de que todo el pueblo se había acercado a contemplar comer a los extranjeros en el comedor comunitario del lugar.

Cuando terminaron, Tristan le preguntó a Tse:

—¿Tiene alguna sugerencia acerca de cómo podemos salir de China? Tal vez conozca la manera de conseguir un par de esos formularios de declaración de equipaje.

—Jamás he visto esos formularios —confesó Tse—. Y si no tienen uno, me temo que representará un problema para ustedes. Nuestro gobierno exige formularios para todo, y nuestros funcionarios suelen ser bastante desconfiados. Pero no creo que les convenga ir a la frontera. Creo que sería mejor que se dirigieran a Cuangzhou. Sé dónde hay un consulado norteamericano. He acudido a él en ocasiones para tratar de con seguir bibliografía médica.

—Parece un buen consejo —aceptó Marissa.

Tristan asintió.

—Me pregunto si no habrá también un consulado australiano.

—Si no es así, estoy segura de que podemos pedirle al cónsul norteamericano que también te ayude a ti —alegó Marissa.

—¿Cómo lo haremos para llegar a Cuangzhou? —preguntó Tristan—. Supongo que desde aquí es una caminata muy larga. Tse sonrió.

—Sí, una caminata muy larga —afirmó—. Pero en cambio no queda tan lejos el próximo pueblo, que es bastante más gran de que esta aldea. Chiang y yo nos quedamos allí una noche, y sé que tienen un dispensario médico similar a aquel donde yo trabajo. Y supongo que poseen medios de transporte hasta Shigi, donde se halla el hospital del distrito. Desde allí podemos llegar a Forshan, que es una ciudad grande. Marissa.

—Que es demasiado bueno para resultar cierto —replicó Marissa—. Me gusta la idea de que un funcionario de Estados Unidos se las arregle con la burocracia comunista. Como dice Tse, es una idea mucho mejor que ir a la frontera y tentar a la fortuna. Con todo lo que nos ha ocurrido, no creo tener demasiada suerte.

—¿Qué piensas tú, Bentley? —preguntó Tristan.

—Creo que regresaré vía Macao —explicó Bentley—. Tengo un hui shen jing, que me da derecho a múltiples entradas en la China comunista sin necesidad de visado. No creo que tenga problemas, aunque quizá sí una breve demora; pero los acompañaré a Forshan.

La caminata desde la pequeña aldea al siguiente pueblo sólo les llevó una hora. Primero pasaron junto a pequeñas parcelas de verduras, después por arrozales trabajados por campesinos ayudados por bueyes. Cada vez que los campesinos los veían, interrumpían su faena y se quedaban mirándolos hasta que se alejaban. Marissa supuso que presentaban un espectáculo bastante curioso: los cuatro con ropa demasiado holgada, y dos de ellos gweilos.

Al entrar en el pueblo, Tse conversó brevemente con un individuo que empujaba una carretilla. Durante toda la conversación, el campesino no le quitó los ojos de encima a Marissa.

—Dice que el dispensario queda un poco más adelante —informó Tse.

La mayoría de los edificios del pueblo eran de madera o de ladrillos, pero la clínica era una estructura blanca de cemento, con techo de adobe. Entraron por una puerta baja. Tanto Tristan como Bentley tuvieron que agacharse para pasar.

La primera dependencia era una sala de espera. Se encontraba llena de pacientes, sobre todo mujeres de edad, algunas acompañadas por niños. Un hombre de mediana edad tenía la pierna enyesada.

—Por favor —dijo Tse—. Esperen aquí, mientras yo me presento al médico.

Marissa, Tristan y Bentley permanecieron de pie. Ninguno de los que aguardaban pronunció ni una palabra.

Se limitaron a mirar con fijeza al trío como si se tratara de seres extraterrestres. Los niños se mostraron particularmente curiosos.

—¡Ahora sé cómo se sienten las estrellas de cine! —comentó Tristan.

Tse reapareció, escoltado por un chino alto y enjuto ataviado con una camisa de manga corta de estilo occidental.

—Este es el doctor Caen Chi Li —explicó Tse, y pasó a presentarle a Marissa, Tristan y Bentley.

Chi Li hizo una reverencia. Después sonrió, mostrando unos enormes dientes amarillentos. Habló muy rápido, en un cantones gutural.

—Les da la bienvenida a su clínica —tradujo Tse—. Considera que es un honor recibir la visita de una doctora norteamericana y de un médico australiano. Pregunta si desean recorrer la clínica.

—¿Ha averiguado algo sobre medios de transporte? —preguntó Tristan.

—La clínica tiene una furgoneta —respondió Tse—, que nos llevará a Shigi. Dice que desde allí podemos tomar un autobús a Forshan, y después un tren hasta Cuangzhou.

—¿Cuánto nos cobrará por llevarnos en la furgoneta? —preguntó Tristan.

—Absolutamente nada —repuso Tse—. Con nosotros irán varios pacientes que envían al hospital del distrito.

—¡Espléndido! —exclamó Tristan—. Veamos la clínica.

Precedido por Chi Li y Tse, el grupo recorrió la instalación.

En general, las habitaciones estaban desnudas salvo por algún que otro mueble rústico. El quirófano estaba particularmente desolado, con una camilla oxidada de acero, un lavabo de porcelana y una vieja vitrina llena de instrumental.

Al ver que Marissa parecía interesada por la vitrina, Chi Li se le acercó y la abrió.

Marissa se sobresaltó al ver una lata llena de agujas hipodérmicas no desechables cuya punta estaba roma por el excesivo uso. Al recorrer con la vista el estante superior, vio varias vacunas, entre ellas una contra la cólera fabricada en Estados Unidos.

Entonces se percató de algunos frascos de BCG. Recordó que Tse había mencionado que se la usaba en vacunaciones contra la tuberculosis. Sentía curiosidad por la BCG, sobre todo por que en Estados Unidos jamás demostró ser eficaz. Metió la mano en la vitrina y cogió uno de los frascos. Al leer la etiqueta, descubrió que era de procedencia francesa.

—Pregúntele a Chi Li si ve muchos casos de tuberculosis —pidió Marissa mientras volvía a poner en su lugar el frasco de BCG.

Paseó la vista por el resto del contenido de la vitrina mientras Tse hablaba con el hombre.

—Ve más o menos la misma cantidad de casos que yo —le informó Tse.

Marissa cerró la puerta de la vitrina.

—Pregúntele si alguna vez ha visto tuberculosis como problema específicamente femenino —indicó.

Observó la cara de Chi Li mientras Tse traducía su pregunta. Siempre existía la posibilidad de que descubriera algo inesperado. Pero la expresión de Chi Li reflejó una respuesta negativa a la pregunta. Tse tradujo que Chi Li no había visto nada semejante.

Después de salir del quirófano, entraron en un gabinete de examen. Una paciente estaba sentada en una silla, en un rincón. Se puso de pie e hizo una reverencia cuando vio al grupo.

Marissa hizo otro tanto, lamentando haberse inmiscuido.

De pronto, se detuvo en seco. En el centro del cuarto había una camilla de examen relativamente moderna, completa, con estribos de acero inoxidable.

El hecho de ver la camilla revivió en ella el recuerdo de las desagradables sesiones que había tenido que soportar durante el último año en el transcurso de sus tratamientos contra la infertilidad. Le sorprendió ver un equipo tan moderno en aquella clínica; casi todo lo demás que había visto era anticuado y rudimentario.

Marissa pasó una mano por uno de los estribos.

—¿Cómo ha llegado aquí esta camilla? —preguntó.

—Del mismo modo que el resto del equipo —respondió Tse—. Casi todas las clínicas rurales poseen una camilla así.

Marissa asintió como si entendiera. Pero no era así. De todo el equipamiento moderno que se enviaba a las clínicas rurales, parecía extraño que eligieran una camilla con estribos.

aunque, después de haber leído los problemas de mala administración burocrática de los gobiernos comunistas, dio por sentado que ése era un caso más.

—Usamos con frecuencia estas camillas —alegó Tse—. El gobierno ha dado mucha prioridad al control de la natalidad.

—Ajá —replicó Marissa.

Estaba a punto de proseguir su marcha, cuando volvió a mirar la camilla. Se sentía perpleja.

—¿Qué clase de control de la natalidad emplean? —preguntó—. ¿Dispositivos intrauterinos?

—No —repuso Tse.

—¿Diafragmas? —siguió Marissa.

Sabía que las pacientes no usarían diafragmas porque eran demasiado caros y no ofrecían demasiada seguridad. Sin embargo, ¿por qué una camilla equipada para exámenes ginecológicos?

—Utilizamos la esterilización —explicó Tse—. Después de que una mujer tenga su primer hijo, con frecuencia se la esteriliza. En ocasiones practicamos la esterilización incluso antes de que la mujer tenga un hijo, si lo solicita o si no debe tener hijos.

Tristan llamó a Marissa desde la habitación contigua, pero ella no le prestó atención. Aunque recordaba haber oído decir que la esterilización se empleaba como control de la natalidad en la China comunista, detestaba escuchar que un médico hablara de ello con tanta frialdad. Se preguntó quién tomaba la decisión acerca de si una persona debía o no tener un hijo. El tema ofendía su sensibilidad feminista.

—¿Cómo esterilizan a las mujeres? —inquirió.

—Efectuamos un ligamento de trompas —contestó Tse con naturalidad.

—¿Con anestesia? —preguntó Marissa.

—No, no hace falta anestesia —respondió Tse.

—¿Cómo es posible? —preguntó Marissa.

Sabía que para ligar las trompas de Falopio era necesario dilatar el cuello uterino, y ese procedimiento es sumamente doloroso.

—Es sencillo para nosotros, los médicos rurales —explicó Tse—. Utilizamos una cánula muy pequeña con una guía metálica. Se realiza al tacto. No necesitamos ver. Y tampoco es doloroso para la paciente.

—¡Marissa! —llamó Tristan. Estaba en el umbral del gabinete de examen—. Ven a ver el jardín. ¡Cultivan sus propias hierbas medicinales!

Pero Marissa despidió a Tristan con un movimiento de la mano. Se quedó mirando a Tse, mientras su mente trabajaba a toda velocidad.

—¿Chen Chi Li también emplea esa técnica? —preguntó.

—Estoy seguro de que sí —repuso Tse—. Se les enseña a todos los médicos rurales.

—Una vez practicada la ligadura —dijo Marissa—, ¿qué emplean para esterilizar?

—Por lo general, una solución de hierbas —respondió Tse—. Es una especie de pimienta.

Tristan entró en el gabinete y se le acercó.

—¿Qué ocurre, querida? —preguntó—. Parece como si acabaras de ver un fantasma.

Sin decir una palabra, Marissa volvió al quirófano y se acercó a la vitrina. Observó el estante que contenía las vacunas.

Tristan la siguió, preguntándose qué estaría pensando.

—Marissa —le preguntó, mientras extendía el brazo, la cogía del hombro y la obligaba a mirarlo—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, muy bien —repuso Marissa—. Tristan, creo que lo he descubierto. De pronto me parece entenderlo todo… y, si tengo razón, la verdad es mucho peor de lo que hasta ahora imaginábamos.

La ambulancia de la clínica rural los dejó en la estación del autobús de Shigi. Puesto que había un servicio muy frecuente a Forshan, sólo debieron esperar un rato.

Durante el viaje, Marissa se sentó junto a Tristan y Bentley, con Tse.

—Jamás he visto escupir tanto como a estos chinos —comentó como al descuido Tristan.

Era cierto. Durante todo el trayecto, continuamente, alguien se preparaba para escupir o lo estaba haciendo por la ventanilla.

—¿Qué cuernos les pasa a estas personas?

—Es un pasatiempo nacional —explicó Bentley, al oír el comentario de Tristan—. Lo verán en toda China.

—Resulta repugnante —contraatacó Tristan—. Me recuerda aquel juego tonto de los americanos llamado béisbol.

En el autobús, todos parecían estar hablando, menos Marissa y Tristan. Finalmente Tristan se dio por vencido dado que Marissa respondía siempre cada pregunta suya con un monosílabo. Parecía estar sumida en sus pensamientos.

De pronto, lo miró.

—¿Conoces el indicador de PH rojo del fenol? —preguntó.

—Vagamente —contestó él, sorprendido por lo repentino de la pregunta.

—¿Cuándo se vuelve rojo? —preguntó Marissa—. ¿En una solución ácida o alcalina?

Creo que alcalina —replicó Tristan—. En una solución ácida es transparente.

—Eso me parecía —fue todo lo que contestó Marissa, y volvió a sumergirse en el silencio. El autobús recorrió otro kilómetro y medio. Y Tristan ya no pudo contener su curiosidad.

—¿Qué te pasa, Marissa? —preguntó—. ¿Por qué no me dices lo que estás pensando?

—Te lo diré —respondió Marissa—, pero aún no. Tenemos que salir de China. Primero hay un par de cosas que tengo que comprobar, para estar segura.

Desde Forshan consiguieron billetes de segunda en un tren que iba a Cuangzhou. Bentley y Tse los dejaron en la estación de autobuses de Forshan. Llegados a Cuangzhou, tomaron un taxi desde la estación de ferrocarril. Por recomendación del chofer, se encaminaron al Hotel Cisne Blanco.

Durante el breve viaje, tanto Marissa como Tristan comentaron que la ciudad les parecía mucho más occidental de lo que esperaban, aunque, incluso de noche, las bicicletas superaban holgadamente en número a los vehículos de motor en las calles.

El hotel también fue una sorpresa. El vestíbulo era imponente; incluso estaba decorado con cascadas de agua. Las habitaciones tenían todas las comodidades modernas, entre ellas televisores, frigoríficos y, más importante todavía, teléfonos con llamada directa. Reservaron una suite con dos dormitorios y vistas sobre el río de la Perla.

Marissa estaba agotada. Miró la cama con ansia, esperando por lo menos dormir bien toda la noche. Pero incluso antes de acostarse, lo que más le interesaba era el teléfono.

Después de calcular qué hora sería en la costa este de Estados Unidos, decidió retrasar su llamada algunas horas. Sabía que sería contraproducente despertar a Cyrill Dubchek.

—Tienen un restaurante de estilo occidental —comentó Tristan muy excitado, con el menú del hotel en la mano—. ¿Qué te parecería un enorme y sabroso bistec?

Marissa no tenía apetito, pero acompañó a Tristan, que devoró un generoso bistec regándolo con varias cervezas.

Marissa pidió un plato de pollo, pero casi no lo tocó.

Decidieron ir por la mañana al consulado con la historia de que habían alquilado un junco para que los llevara a Cuangzhou, pero que el capitán se había quedado con el dinero y los había obligado a saltar al agua.

—Es lo mejor que podemos decir —afirmó Tristan—, y se acerca bastante a la verdad.

Marissa contestó que trataría de conseguir la intervención del Departamento de Estado a través del CCE.

Varias horas más tarde, Marissa hizo su llamada.

Conociendo los horarios de Cyrill, calculó justo el momento para encontrarlo antes de que saliera camino del laboratorio.

Aunque había algo de estática y un eco peculiar, Marissa escuchaba bien, le dijo que estaba llamando de Cuangzhou, en la República Popular China.

—Si se tratara de otra persona, me sorprendería recibir una llamada desde la China Popular —replicó Cyrill—. Pero tratándose de ti, Marissa, nada me sorprende.

—Existe una explicación racional.

—No me cabe la menor duda.

Marissa pasó a explicarle cómo ella y su colega habían entrado clandestinamente en la China comunista sin pasar por las formalidades y trámites de inmigración. Le dijo que iba a tener problemas para salir. Puso de relieve que el colega en cuestión era el australiano que había escrito el trabajo que Cyrill le había dado.

—¿Estás con el autor del trabajo? —preguntó Cyrill—. Eso sí que es ir a las fuentes.

—Cuando trabajaba en el CCE, en una ocasión me dijiste que esperabas compensarme por todo lo que tuve que pasar para neutralizar los brotes de Ebola. Pues bien, Cyrill, ahora tienes oportunidad de hacerlo.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó él.

—En primer lugar, quisiera que usaras los contactos del CCE para presionar al Departamento de Estado para que me saquen a mí y al doctor Williams de la República Popular China. Me dijeron que aquí hay un Consulado de Estados Unidos. Iremos allí por la mañana, pero para eso faltan diez horas.

—Con mucho gusto haré lo que pueda —repuso Cyrill—. Pero es posible que pregunten el porqué de la intervención del CCE.

—Hay una muy buena razón —prosiguió Marissa—. Es en extremo importante que yo vuelva en seguida al CCE.

Puede considerarse un asunto legítimo del CCE. Diles eso a los del Departamento de Estado y que ellos se lo transmitan a las autoridades chinas.

—¿Qué clase de asunto? —quiso saber Cyrill.

—Tiene que ver con la salpingitis tuberculosa —respondió Marissa—. Y eso me lleva a mi segunda petición. Necesito que el CCE me consiga las estadísticas del índice de éxito con fecundación en vitro de todas las Clinicas de la Mujer que existen en el territorio de Estados Unidos.

Quiero estadísticas sobre la eficacia por paciente y por ciclo.

Y, si fuera posible, me gustaría tener también datos sobre las causas específicas de infertilidad entre las mujeres que las Clínicas de la Mujer tratan con la fecundación in vitro.

—¿Cuántos meses tengo para conseguir esa información? —preguntó irónicamente Cyrill.

—Necesitamos eso lo antes posible —replicó Marissa—. Y hay más: ¿recuerdas el caso que me contaste, la mujer joven de Boston con la tuberculosis diseminada?

—Sí, me acuerdo —asintió Cyrill.

—Averigua qué le pasó —siguió Marissa—. Si falleció, cosa que me temo debe haber ocurrido a estas alturas, consigue una muestra de suero y el informe de la autopsia, así como una copia de su historial clínico. Hay también una paciente llamada Rebecca Ziegler…

—Un momento —se quejó Cyrill—. Estoy tratando de escribirlo todo.

Marissa realizó una pausa. Cuando Cyrill le dio el visto bueno, prosiguió:

—Rebecca Ziegler supuestamente se suicidó. Le hicieron la autopsia en el Memorial. Consigue también una muestra de plasma de ella.

—¡Por Dios, Marissa! —exclamó Cyrill—. ¿Para qué es todo esto?

—Pronto lo sabrás —contestó Marissa—. Pero hay todavía más. ¿Existe una prueba ELISA para el bacilo BCG?

—Así, de sopetón, tengo que contestarte que no lo sé —replicó Cyrill—. Pero si no la hay, podemos pedir que la encuentren.

—¡Hazlo! —apremió Marissa—. Y una última cosa.

—¡Por Dios, Marissa…! —suspiró Cyrill.

—Necesitaremos un visado de emergencia para Estados Unidos a favor del doctor Tristan Williams.

—Creo que lo mejor será que llame al presidente Bush y le diga que se ocupe de todo el asunto —bromeó Cyrill.

—Cuento contigo —insistió Marissa.

Sabia que le estaba pidiendo demasiado a Cyrill, pero estaba convencida de que se trataba de un asunto de vital importancia. Después de despedirse, cortó la comunicación.

—¿Me equivoco o he oído mencionar un viaje a Estados Unidos? —preguntó Tristan, asomándose por la puerta.

—Eso espero —se dijo Marissa—. Y cuanto antes, mejor.

A la mañana siguiente, tanto Marissa como Tristan se sintieron gratamente sorprendidos por la recepción que les brindaron en el Consulado de Estados Unidos. En cuanto Marissa facilitó su nombre, los hicieron pasar al despacho del cónsul, David Kieger.

Durante la noche anterior, habían recibido comunicaciones del Departamento de Estado y del embajador estadounidense en Pekín.

—No sé quiénes son ustedes —saludó David—, pero confieso estar muy impresionado por la actividad y excitación provoca da por su presencia aquí. No es muy frecuente que se me den instrucciones para que entregue un visado norteamericano con carácter de urgencia. Pero me complace informarles que ya he preparado uno para el doctor Williams.

David Kieger acompañó personalmente a Marissa y Tristan al Departamento de Seguridad Pública, en la calle Jeifong Bei Lu, frente a la plaza Yuexiu. Aunque la policía había sido informada acerca del caso, insistieron de todos modos en interrogar a Marissa y a Tristan, pero lo hicieron en presencia de David Kieger. Procedieron a verificar el relato de Marissa y de Tristan, y enviaron varios funcionarios por helicóptero a las dos aldeas por las que Marissa y Tristan aseguraron haber pasado.

Durante la entrevista, para Marissa resultó evidente que las autoridades chinas asociaban la presencia de ellos con el incidente con la lancha. Marissa se apresuró a decir que fue la aparición de la lancha y del guardacostas lo que hizo que el capitán del junco los obligara a saltar por la borda.

Cuando regresaron al consulado, David Kieger se mostró optimista en el sentido de que el problema se solucionaría en pocas horas. Después del almuerzo, el cónsul hizo los arreglos necesarios para que Marissa y Tristan consiguieran ropa occidental.

Cuando regresaron al consulado, ya había llegado la noticia de que los dos eran libres de abandonar la República Popular China cuando lo desearan.

—Si tienen prisa —les informó el cónsul—, podemos hacer arreglos para que vuelen a Hong Kong esta misma tarde.

—No, a Hong Kong no —se apresuró a decir Marissa—. ¿No hay otros lugares de destino directamente desde Cuangzhou?

No le gustaba nada la idea de volver a Hong Kong, ni siquiera en tránsito. No deseaba correr el riesgo de más encuentros con los matones de la FCA o de la tríada Wing Sin.

—Hay un vuelo diario a Bangkok —explicó David Kieger.

—Eso me parece mucho mejor —convino Marissa.

—Pero les queda fuera de camino si lo que se proponen es volver a Estados Unidos —precisó el cónsul.

En los labios de Marissa se dibujó una sonrisa inocente.

—Sea como fuere —repuso—, creo que los dos preferimos tardar un poco más en vuelo que volver vía Hong Kong.

¿No opinas lo mismo, Tristan?

—Desde luego, querida —terció Tristan.

—Aquí están todas las estadísticas que hemos podido conseguir en tan escaso tiempo —explicó Cyrill Dubchek al entregarle a Marissa los impresos de ordenador.

Marissa, Tristan y Cyrill estaban sentados en la oficina de Cyrill, en el Centro de Control de Enfermedades de Atlanta, Georgia. Marissa y Tristan habían llegado aquella tarde de su agotador vuelo a través del Pacífico: desde Bangkok a Honolulú, de allí a Los Angeles y de Los Angeles a Atlanta.

Aunque estaban muy cansados, Marissa insistió en ir directamente al CCE.

La doctora estudió con atención los listados con las estadísticas. Tristan miró a Cyrill y se encogió de hombros; todavía estaba a oscuras con respecto a las sospechas de Marissa.

—¡Cómo suponía! —alegó Marissa, y levantó la vista de los impresos de ordenador—. Estas estadísticas son un calco de las que encontré en Australia con los datos de la FCA. Muestran que las Clínicas de la Mujer de todo el país tienen una tasa alta de embarazo por paciente en su programa de fertilización in vitro, pero un bajo porcentaje de éxito por ciclo.

En otras palabras, la mayoría de las pacientes de fecundación in vitro de las Clínicas de la Mujer quedan embarazadas, pero eso sucede después de múltiples ciclos. Observad cómo asciende bruscamente la tasa de éxito después del quinto intento.

Marissa señaló las estadísticas que aparecían en los impresos de ordenador que tenía en la mano.

—Eso no es demasiado sorprendente —explicó Tristan—. En todas las clínicas, la mayoría de las pacientes deben someterse a varias sesiones antes de llegar a concebir. ¿Qué quieres dar a entender?

Unos golpecitos en la puerta de la oficina de Cyrill les interrumpieron antes de que Marissa tuviera tiempo de contestar. Era una técnica del laboratorio.

—Tenemos los resultados de las pruebas ELISA —informó.

—¡A eso se le llama trabajar rápido! —comentó Cyrill.

—Fueron muy positivos —siguió la técnica—. Incluso en diluciones altas.

—¿Todos lo fueron? —preguntó Cyrill con incredulidad.

—Todos —repitió la técnica.

—Esa es la prueba que quería —explicó Marissa.

En cuanto llegó al CCE, había acudido directamente al laboratorio para pedir que le extrajeran sangre. Después hizo arreglos para que su muestra fuera tratada con la prueba ELISA en busca de BCG, junto con las de Rebecca Ziegler y de Evelyn Welles.

—No lo entiendo —repuso Cyrill—. ¿Cómo puede ser?

—Creo que está bastante claro —afirmó Marissa—. Evelyn Welles no tenía tuberculosis. Tenía bacilos BCG diseminados.

Marissa cogió el historial clínico de Welles y lo abrió por la página correspondiente a la autopsia.

—Mirad —prosiguió, señalando la descripción de la imagen microscópica de sus trompas de Falopio—. Aquí dice que había una intensa, aplastante infección en sus ovarios. Yo le diré por qué fue así: las trompas de Falopio fueron la vía de entrada del BCG. El hecho de que se diseminara se debió a un problema inmunológico suyo. Y mirad aquí la descripción de su cuello uterino. Hace referencia a una reciente lesión punzante. Sin duda, un punto de biopsia. —Marissa hojeó el historial clínico hasta llegar al informe del último Papanicolau de la paciente—. Ahora mirad esto. El Papanicolau era normal cuatro semanas antes. ¿Tiene algún sentido para vosotros?

—Creo que empiezo a ver el cuadro —terció Tristan—. Lo que sugieres es que los veintitrés casos de salpingitis tuberculosa que yo informé eran en realidad BCG, no tuberculosis.

—Eso es exactamente lo que sugiero —prosiguió Marissa—. Yo tampoco tuve salpingitis tuberculosa. Recibí una inoculación deliberada con vacuna BCG. Creo que la base de este misterio es puramente una cuestión de intereses. Hace algunos años, la FCA australiana comprendió que estaban sentados sobre una potencial mina de oro con su tecnología in vitro. El único problema era que su éxito creciente con estas técnicas les estaba negando utilidades al disminuir sus ingresos.

Así que decidieron tomar dos líneas de acción para asegurarse un aumento de las ganancias. Una consistía en generar más demanda. La única indicación absoluta para la inseminación in vitro son las trompas de Falopio irremediablemente obstruidas.

Alguien averiguó que los médicos rurales chinos habían tenido suficiente habilidad para desarrollar una manera de ligar las trompas sin necesidad de anestesia. Así que empezaron a importar esos médicos de China para que hicieran precisamente lo que habían estado haciendo en su país: esterilizar a las mujeres. El truco era esterilizar sin dejar pruebas, o dejando pruebas que pudiesen interpretarse en forma errónea. Sin duda alguien descubrió lo de la vacuna BCG, que provoca una intensa reacción inmunológica que sella totalmente las trompas de Falopio y, en el proceso, destruye los microorganismos.

Así funciona la BCG. En una biopsia, parece tuberculosis.

Sencillamente no hay microorganismos. Obviamente, sólo emplearon esta táctica en determinadas candidatas.

Eligieron sólo mujeres jóvenes, de clase media, recientemente casadas.

Lo que tenían que hacer era practicarles alguna operación de cirugía menor, por ejemplo, una biopsia del cuello uterino.

Sé que uno de los trucos era decirle a la paciente que su Papanicolau era CIN grado 1. Eso hicieron con Wendy y conmigo. Ninguna de las dos había informado en la clínica que éramos doctoras. De haberlo sabido, lo más probable es que no se hubieran arriesgado a incluirnos en ese plan. Y, ciertamente, no estaban enterados del problema inmunológico de Evelyn Welles. Y Rebecca Ziegler. Sin duda ella tuvo la intuición suficiente como para comprender que algo andaba mal. Creo que la mataron e hicieron que pareciera suicidio.

»La segunda parte del plan para mantener los ingresos era asegurarse de que la fecundación no tuviera éxito demasiado pronto. A diez mil dólares por ciclo, es fácil comprender por qué deseaban someter a sus pacientes a la mayor cantidad de ciclos posibles. Pero, en última instancia, querían que todas sus pacientes concibieran. Mi hipótesis es que, para asegurarse de que los ciclos fallaran, sólo agregaban una o dos gotas de ácido a los medios de cultivo una vez que la fertilización tenía lugar.

Antes de mi última implantación de embriones, pedí ver los cigotos. Recuerdo que la solución era transparente como el cristal. Sólo recientemente comprendí el significado del color.

En los medios de cultivo de tejidos, el indicador usual de PH es el rojo de fenol, que se vuelve claro y transparente en el ácido. Mis embriones estaban en ácido. Con razón no se implantaron. Cyrill carraspeó. Miró el rostro congestionado y furioso de Marissa. Comprendía que ella estaba convencida de lo que decía, pero, por desgracia, él no compartía esa convicción. No sabía muy bien qué decir.

—Bueno, no estoy seguro… —comenzó a decir.

—¿No estás seguro de qué? —preguntó Marissa—. ¿A vosotros, los hombres, os resulta demasiado difícil creer que es posible embaucar así a las mujeres?

—No es eso —replicó Cyrill—. Es sólo que me parece demasiado complicado. Representa demasiado esfuerzo, demasiada complicidad. Es demasiado diabólico.

—Ya lo creo que es diabólico —asintió Marissa—, pero estamos seguros sobre la motivación. Esto es sobre ganancia, dinero puro y simple. Y estoy hablando de cifras importantes.

Marissa se puso de pie y se acercó a un pequeño pizarrón que Cyrill tenía en su oficina. Cogió un trozo de tiza y escribió «600 000».

—Este es el número de parejas en Estados Unidos que los especialistas en fertilidad estiman que necesitan una fecundación in vitro si quieren tener un hijo que sea genéticamente suyo —indicó—. Si multiplicamos esa cifra por cincuenta mil dólares, obtenemos la suma de treinta mil millones de dólares.

Y hablo de miles de millones. No treinta millones, sino treinta mil millones. Y eso sólo en Estados Unidos. Esa técnica in vitro podría rivalizar con la industria farmacéutica ilegal como fuente de ingresos. Reconozco que no todos los seiscientos mil pertenecen a la clase media, y no todos tendrán el dinero necesario. Precisamente por eso la FCA ha ido a tales extremos para crear su propio mercado.

—¡Por Dios! —exclamó Cyrill—. Jamás imaginé que había semejante cantidad de dinero en juego.

—Casi nadie lo imagina —prosiguió Marissa—. La totalidad de la industria de la infertilidad no es objeto de regulación ni de supervisión. Ha crecido en tierra de nadie entre la medicina y el negocio. Y lo único que ha hecho el gobierno es mirar para otro lado. Todo lo que tenga que ver con la reproducción es políticamente peligroso.

—Pero una conspiración así requeriría mucha gente —apuntó Tristan.

—No tanta —repuso Marissa—. Tal vez una persona por clínica. A estas alturas, no pienso arriesgar ninguna conjetura con respecto al diseño organizativo real de dicha conspiración.

—Y yo estaba tan seguro de que en el fondo era una cuestión de drogas —suspiró Tristan.

—Todavía es posible que las haya, pero sólo de forma indirecta —explicó Marissa—. Será interesante comprobar con exactitud cómo Fertilidad, SRL, consiguió el cuantioso capital necesario para expandirse por tres continentes con la rapidez con que lo hizo. Tengo la sospecha de que sus ofertas de acciones no eran más que astutas tretas. No me sorprendería nada que estuvieran relacionados con los Wing Sin para otros planes, además de sacar hombres ilegalmente de la República Popular China. Fertilidad, SRL, bien podría blanquear dinero de la heroína del Triángulo Dorado para los Wing Sin.

Por lo menos, es una posibilidad.

—Si eso es cierto —terció Cyrill—, entonces se requerirá un esfuerzo masivo de cooperación internacional para terminar con eso.

—Precisamente —apuntó Marissa—. Ahí entra en acción el CCE. Creo que el despacho del fiscal general y el Departamento de Estado deben ser alertados simultáneamente.

Destruir esta conspiración exigirá el poder combinado de esas dos fuerzas, y creo que ellos prestarán oídos al CCE. Puedo deciros que no será fácil. Cualquier organización tan grande y opulenta como Fertilidad, SRL, y sus filiales tendrán sin duda grandes influencias políticas.

—Puesto que se trata de un problema nacional aquí, en Estados Unidos —intervino Cyrill—, deberá actuar el FBI.

—Sin duda alguna —afirmó Marissa—. Y doy gracias a Dios por ello, porque estoy segura de que Tristan y yo necesitaremos protección por algún tiempo. Hasta es posible que debamos refugiarnos en un escondite. Me temo que la Wing Sin tiene ramificaciones en el mundo entero.

Cyrill se puso de pie.

—Voy corriendo al piso de arriba —explicó—. Quiero tratar de pillar al director antes de que se vaya. ¿Les importa esperar aquí un momento?

Cuando Cyrill se fue, Marissa miró a Tristan.

¿Qué piensas? —le preguntó—. Dime la verdad.

¿La verdad? —repitió Tristan—. Que creo que eres preciosa y que estás agotada. Y que eres sorprendente. De hecho, intimidas. Y, además de todo eso, creo que tienes razón. Y no se me ocurre ninguna otra persona con la que me gustaría más ocultarme que contigo.