19 DE ABRIL DE 1990 10.51 p.m.
—¡Marissa! —gritó Tristan, muy excitado—. ¡Hemos establecido contacto! ¿Por qué no subes a cubierta?
Marissa se incorporó en la oscuridad. Había estado acostada sobre una estera de bambú en la bodega.
La noche no había sido buena. Una hora y media después de zarpar de Aberdeen, tras rodear el extremo inferior de la isla Lantau, se toparon con una borrasca. En pocos minutos, el cielo rosado se transformó en un torbellino de nubes negras, y en las aguas antes apenas agitadas se formaron olas de metro y medio.
La leve sensación de mareo que Marissa sintiera al principio, muy pronto se convirtió en una descomposición tremenda. Como el barco no poseía instalaciones sanitarias, lo único que pudo hacer fue colgarse de la barandilla de popa y vomitar allí todo lo que tenía en el estómago. Pero cuando empezó a llover, no tuvo más remedio que bajar a aquella inmunda bodega.
Tristan se había mostrado solícito, pero no había mucho que pudieran hacer. Se quedó con ella, pero cuando abrieron una de las cajas con alimentos y él empezó a comer, la vista y el olor de la comida hicieron que Marissa se encontrase peor. Así que ella le pidió que se fuera.
La tormenta retrasó el avance de la embarcación. Con aquellas impetuosas ráfagas de viento, se vieron obligados a recoger la enorme vela mariposa que utilizaban hasta el momento y se limitó a mantener el barco en su rumbo.
Bentley explicó que deseaba economizar combustible.
Incluso cuando la tormenta hubo pasado y la vela volvió a ser izada, el viaje no resultó agradable. El viento prácticamente no existía, y por encima del agua se formó una densa bruma que creaba una espesa niebla. En varias ocasiones, de la oscuridad brotaron enormes barcos que hacían sonar sus sirenas de aviso y sobresaltaban a los que estaban en el junco.
Pero, por fin, llegaron, y durante la última hora estuvieron recorriendo lentamente la costa, en una y otra dirección, entre la tierra firme y algunas pequeñas islas. Al principio, Marissa contempló la costa junto a todos los demás, maravillada de estar viendo el territorio de la China comunista. Pero al rato volvió a bajar a la bodega para tumbarse un rato. A aquellas alturas, estaba más cansada que mareada.
—¡Ven! —le llamó ahora Tristan—. Sé que lo has pasado muy mal, pero hemos llegado hasta aquí para esto.
Marissa se puso trabajosamente de pie. En los primeros instantes se mareó un poco.
—¿Está por ahí el agua que trajimos? —preguntó.
—Por supuesto, querida —replicó Tristan, y le entregó la botella que se había metido en el bolsillo posterior del pantalón.
Cuando ella terminó de beber, le devolvió a Tristan la botella y se secó la boca con el dorso de la mano. Lo cogió del brazo y juntos se encaminaron a la cubierta de proa. El barco estaba completamente a oscuras. No había ninguna luz encendida.
El capitán había puesto en marcha los motores diesel, pero funcionaban a una velocidad tan reducida que Marissa sólo se dio cuenta de ello por la vibración que sentía en los pies. No oía ningún ruido, salvo cuando el agua cubría el tubo de escape y producía un sonido como de golpes secos y sordos.
Al entrecerrar los ojos, alcanzaba a distinguir la línea de la costa a través de la bruma. Veía la silueta borrosa de las copas de los árboles recortada contra el cielo.
Se notaba que el capitán Fa Huang estaba tenso. Era la parte más peligrosa de la operación, no sólo porque podrían ser descubiertos sino también debido a la poca profundidad de las aguas en algunas zonas.
Nadie hablaba. Estaban suficientemente cerca de la costa como para que Marissa oyera el sonido de los animales que poblaban el pantano. El único otro ruido era el golpeteo de las olas contra el barco, por lo menos hasta que advirtió el zumbido de los mosquitos.
De pronto, desde las sombras de los árboles apareció un rayo de luz. Se repitió tres veces más en rápida sucesión.
El capitán detuvo en seguida los motores, dirigió su propia luz hacia los árboles y le hizo una señal con la mano al marinero que estaba en proa. Instantes después se oyó un chapoteo al arrojar el ancla.
El capitán y sus hombres de cubierta conferenciaron en voz baja mientras el barco viraba para quedar con la proa apuntan do hacia la costa. Uno de los hombres desapareció hacia abajo por un momento. Cuando reapareció llevaba una cartuchera y empuñaba un rifle de asalto AK47. A lo lejos sonó el canto de un ave exótica, confiriéndole a la escena una especie de misterioso hechizo.
—Tienen miedo de los piratas —le susurró Bentley a Marissa y a Tristan.
—¿Todavía hay piratas? —preguntó Marissa.
—Siempre ha habido piratas en el río de la Perla —cuchicheó Bentley—. Siempre los hubo y siempre los habrá.
Transcurrieron alrededor de cinco minutos de tensión, en los que sólo el zumbido de los mosquitos y el chapoteo de las olas rompieron el silencio.
Entonces, por entre la bruma apareció un pequeño bote de madera con dos figuras. Una iba a popa y remaba. La otra se encontraba en el centro del bote, mirando hacia delante.
El capitán se dirigió a los hombres. El marinero armado los apuntaba con su rifle automático. Uno de los hombres contestó tímidamente con un susurro. El capitán lo escuchó y a continuación les hizo señas de que subieran a bordo. Después todos parecieron relajarse un poco.
El hombre que remaba colocó el pequeño bote a un costado del junco.
Marissa se inclinó sobre la borda para ver subir a los dos individuos chinos. Abandonaron el pequeño bote, que fue arrastrado hasta perderse en la niebla.
En unos segundos, el ancla fue elevada de las profundidades y el capitán ordenó que izaran la vela para aprovechar la leve brisa. Silenciosamente, el largo junco se alejó de la costa. Las siluetas de las copas de los árboles muy pronto se desdibujaron en la bruma.
—Debemos mantenernos en absoluto silencio durante otra media hora —susurró Bentley.
Todas las miradas trataban de escrutar aquella negrura aterciopelada; todos los oídos estaban alertas al menor sonido de otra embarcación. Pero lo único que oían eran los crujidos de sus propios aparejos.
Los dos chinos recién llegados se acurrucaron contra el mástil. Nadie les habló. Iban vestidos con ropas sencillas de algodón negro, que le recordaban a Marissa las fotografías que había visto de los vietcong durante la guerra de Vietnam.
—¿Qué deberíamos hacer? —le preguntó Tristan a Bentley en voz baja—. ¿Podemos ir a hablar con esos dos?
—Espere a que el capitán se lo permita —aconsejó Bentley—. Primero tenemos que alejarnos mucho de la costa.
Hasta Marissa empezó a tranquilizarse. El mar era como una hoja de cristal negro. Al mirar hacia arriba, alcanzó a ver la vela hinchada contra el manto gris del cielo. Por entre la niebla descubrió una única estrella, a diferencia de la profusión de luceros que había visto en el interior de Australia.
Marissa bajó la vista y quedó espantada al divisar una vez más la silueta borrosa de las copas de los árboles.
—¡Estaban de nuevo cerca de tierra!
—Ahí está otra vez la línea de la costa —murmuró Marissa.
Tristan y Bentley miraron.
—Qué extraño —repuso Bentley—. Aguarden un momento.
En seguida vuelvo.
Bentley fue a conversar con el capitán. Después de hablar un buen rato, volvió y se sentó.
—Es una isla costera y está deshabitada —explicó Bentley—. Nos internaremos en una laguna, donde echaremos el ancla.
Como un eco a sus palabras, el ancla volvió a caer al agua desde proa. Al mismo tiempo, aflojaron la escota que sostenía la botavara.
—¿Por qué nos detenemos aquí? —preguntó Marissa.
Le preocupaba la posibilidad de que algo anduviera mal.
—El capitán dice que tenemos que esperar a que amanezca antes de zarpar de regreso a Aberdeen —explicó Bentley.
—No mencionó eso antes —terció Tristan—. ¿Quiere decir que debemos pasar aquí el resto de la noche? —preguntó, y mató un mosquito que había aterrizado en su brazo.
—Parece que sí —repuso Bentley—. El capitán dice que al alba podremos mezclarnos con los barcos de pesca que salen de un pueblo en dirección al norte. Si intentáramos cruzar esta noche el río de la Perla, en la China comunista nos localizarían con el radar. Como los de aquí no salen por la noche, seríamos considerados sospechosos.
—Debería habérnoslo dicho —se quejó Marissa.
—¿Podemos hablar con esos tipos que recogimos? —preguntó Tristan.
—Se lo preguntaré al capitán —contestó Bentley, y regresó a popa.
—Siento mucho todo esto, querida —se excusó Tristan—. No sabía que sería un asunto de toda la noche.
Marissa se encogió de hombros.
—Podría ser mucho peor —comentó.
Bentley regresó en seguida.
—El capitán dice que pueden hablar todo lo que quieran, pero que no lo hagan en voz alta.
Mientras la tripulación arriaba la vela, Marissa, Tristan y Bentley se acercaron a los dos refugiados de la China comunista y se sentaron frente a ellos.
—Primero, creo que todos debemos presentarnos —sugirió Tristan a Bentley.
Bentley iniciaba las presentaciones. Aunque resultaba difícil saberlo, Marissa calculó que los dos tenían aproximadamente la misma edad que ella. Ambos llevaban el pelo corto y se les veía tensos y nerviosos. Sus miradas pasaban de una persona a la otra en aquella semipenumbra.
—Este es Chiang Lam —apuntó Bentley, señalando al hombre más menudo, que se inclinó cuando Bentley pronunció su nombre—. Y éste es Tse Wah.
Después de las presentaciones, Tristan le dijo a Bentley que querían saber de dónde eran aquellos hombres y de qué manera se ganaban la vida. Quería que Bentley les preguntara por qué los sacaban clandestinamente de China.
Mientras Bentley les hablaba en chino, Marissa y Tristan conferenciaron para tratar de organizar las siguientes preguntas. Como telón de fondo, la tripulación se preparaba para una cena tardía. También se disponían para dormir.
Cuando Bentley terminó de hablar con los hombres, les explicó a Marissa y a Tristan que ambos procedían de pueblos pequeños en la provincia de Cuangdong. Chiang Lam era monje de una orden budista que había logrado sobrevivir a la era comunista. Tse Wah era un médico rural, una versión contemporánea del «médico descalzo» de la Revolución Cultural. Bentley agregó que el motivo de su alejamiento de China era que se les había prometido una suma considerable de dinero. Ambos tenían el firme propósito de regresar a su país.
Sin embargo, ninguno de ellos supo decir por qué se les había ofrecido aquella oportunidad.
—¿Cómo fue que los eligieron? —preguntó Marissa.
Bentley se lo preguntó a los hombres y luego explicó:
—Chiang dice que lo escogieron por su habilidad en las artes marciales. Dice que hubo un concurso en su monasterio.
Tse afirma que lo seleccionaron porque es médico. Dice que en su caso no hubo concurso alguno, sino que esas personas se le acercaron y le hicieron un ofrecimiento que él no pudo rechazar. Tse tiene una familia, esposa e hijo, y también padres y suegros.
Marissa miró a Tristan.
—Pregúntele al médico si sabe algo sobre tratamientos para la infertilidad —indicó Tristan—. En particular, sobre técnicas de fecundación in vitro.
—Hablo algo de inglés —dijo de pronto Tse, sorprendiendo a todos—. Chiang no, pero yo sí. Hace años que estudio inglés en los libros de medicina de Cuangzhou, donde recibí mi formación profesional.
—¡Qué suerte! —exclamó Tristan—. Y parece que ha estudiado bien.
—Gracias —repuso Tse—. Por desgracia, leo inglés mejor de lo que lo hablo.
—¿Entiende el término «fecundación in vitro»? —preguntó Tristan.
—Sí —respondió Tse—. Pero sé muy poco acerca de eso. Sólo alguna mención sobre el tema que aparecía en los textos que he leído.
—¿Le interesa la fecundación in vitro? —preguntó Marissa.
Pese a lo nervioso que se sentía, Tse se echó a reír.
—Me serviría de muy poco —contestó—. En China tenemos demasiados habitantes y demasiados bebés.
—¿Y qué me dice de la tuberculosis? —preguntó Marissa—. ¿Constituye un problema en la República Popular China? ¿Ha visto muchos casos?
—No en los últimos tiempos —respondió Tse—. China tiene una política de vacunaciones con BCG. Antes de I949, la tuberculosis estaba muy extendida, sobre todo aquí, en el sur de China. Pero la BCG modificó todo eso.
—¿Y la heroína? —preguntó Tristan.
—No tenemos heroína —afirmó Tse—. Las drogas no son un problema en China.
—¿Y las enfermedades venéreas? —preguntó Marissa.
—Hay muy pocas enfermedades venéreas en la República Popular —respondió Tse—. Los comunistas libraron al país de las enfermedades venéreas y del opio, y lanzaron un programa de cuidado de la salud que ponía el énfasis en la prevención para emprender una curación al estilo occidental.
—¿Qué puede decirnos de su práctica médica? —preguntó Tristan—. ¿En qué consistía?
—En una típica práctica rural —explicó Tse—. Tengo un pequeño dispensario que es el responsable de la educación sanitaria, la inmunización y el control de la natalidad para casi cuatro mil personas de la zona rural. Tratamos enfermedades y accidentes menores y, cuando es necesario, mandamos a los pacientes al hospital del distrito.
—¿Utiliza la medicina tradicional china? —preguntó Marissa.
—Sí, cuando el paciente lo solicita —contestó Tse—. Tenemos acceso a homeópatas y acupunturistas. Pero, en Cuang zhou, fui formado en medicina moderna, si bien poseo pocos equipos de esa clase para utilizarlos.
—Se me están acabando las preguntas —señaló Marissa.
—También a mí —confesó Tristan.
Cambió de posición. Todos estaban sentados sobre cubierta con las piernas cruzadas. Dirigiéndose de nuevo a Tse, le preguntó:
—¿Quién lo reclutó?
—La tríada Loto Blanco —respondió Tse.
—¿Hay tríadas en China? —preguntó Marissa.
—Ya lo creo —repuso Bentley, interviniendo en el diálogo—. Después de todo, las tríadas se originaron en la China continental.
—Pregúntele al monje por qué es importante que sea un experto en artes marciales —pidió Tristan.
—Yo puedo responder eso —indicó Tse—. Chiang ha sido seleccionado para protegerme.
—¿Por qué necesita protección? —preguntó Tristan.
—Eso sí que no lo sé —reconoció Tse.
—¿Algunos de ustedes ha salido antes de China? —preguntó Tristan.
—Jamás —contestó Tse.
—¿Y no llevan ningún equipaje?
—No.
—¿Lleva algo encima? ¿Tampoco drogas?
—Tampoco.
—¿Hace esto por dinero?
Tse asintió.
—Nos han prometido el sueldo de muchos años de trabajo —afirmó—. Ya me entregaron el sueldo de un año antes de partir.
—¿Cuánto tiempo se supone que estarán ausentes de su patria? —preguntó Tristan.
—No estoy seguro —repuso Tse—. Un año, dos como máximo.
Tristan se pasó una mano por el pelo. Sacudió la cabeza y miró a Marissa con expresión de desaliento.
—Me temo que no tenga nada más que preguntar. Estoy desconcertado.
De pronto, se dieron cuenta de que no estaban solos. Al levantar la vista, vieron que el capitán se les había acercado.
Cuando obtuvo la atención del grupo, les habló.
Bentley tradujo:
—El capitán quiere saber si deseamos comer. Su esposa ha preparado cena para todos nosotros.
—¿Por qué no? —dijo Tristan y se puso en pie—. Creo que bien podemos obtener algo a cambio de mis tres mil quinientos dólares de Hong Kong.
Varias horas más tarde, Marissa y Tristan se encontraban tendidos sobre esteras de bambú en la cubierta de popa.
Era el único lugar donde podían estar a solas. Salvo por algún mosquito ocasional y la brisa fresca y húmeda, se sentían muy cómodos.
Marissa no había comido nada. En cambio, se había bebido casi toda el agua que había llevado a bordo. La náusea y los vómitos la habían deshidratado.
—Tengo que disculparme de nuevo contigo, querida —arguyó Tristan—. Estaba seguro de que si veníamos y hablábamos con esos tipos todo se solucionaría. Y, en realidad, sabemos lo mismo que antes de acudir a Hong Kong. Al parecer, hemos arriesgado la vida y te has indispuesto por nada.
—Es extraño—reconoció Marissa—. No entiendo qué se nos ha pasado por alto. No parece haber ninguna explicación para el tremendo esfuerzo que hace la FCA para sacar ilegalmente a ciudadanos chinos.
—Sigo convencido de que, de alguna manera, esto tiene que ver con drogas —afirmó Tristan—. Tiene que ser la heroína del Triángulo Dorado.
—Pero estos hombres no llevan droga encima —le recordó Marissa.
—Es la única razón que se me ocurre para explicar el nivel de gastos de la FCA —siguió Tristan—. Por no mencionar hasta dónde están dispuestos a llegar con tal de proteger lo que hacen. Les pareció que era suficientemente importante como para acribillarnos en público. Tiene que tratarse de drogas, ¿no lo crees?
—No sé qué pensar —replicó Marissa—. Lo que tú dices tiene sentido, pero sólo hasta cierto punto. Y todavía no sabemos qué papel desempeña en todo esto la salpingitis tuberculosa. Y, si son drogas, ¿cómo es posible que involucren a un médico rural y a un monje budista?
—No tengo ninguna respuesta para esas preguntas —confesó Tristan—. Estoy perdido. En algún momento pensé que, de alguna manera, esto estaba en relación con el hecho de que Hong Kong fuera devuelto a los chinos en 1997. Pero incluso esa idea descabellada no tiene asidero alguno. Me temo que estamos ante un callejón sin salida.
Marissa deseó que Tristan no hubiera empleado aquella expresión. Con todo lo ocurrido, no esperaba poder dormir.
Pero, pese a su malestar físico y a su angustia emocional, el cansancio prevaleció. Casi en seguida se puso a dormitar.
Una vez dormida, empezó a soñar. En su sueño, Robert se hundía en arenas movedizas y ella no podía llegar hasta él. Se sostenía de la rama de un árbol y extendía el brazo para tratar de cogerle la mano. Y entonces la rama se rompía y ella caía.
Una hora después de haberse quedado dormida, Marissa se incorporó de un salto, casi esperando encontrarse en arenas movedizas. Pero se hallaba sobre una estera de bambú, y había un enjambre de mosquitos y, sobre su frente, gotas de sudor frío.
Marissa oyó sobre cubierta el movimiento de pies calzados con sandalias y abrió los ojos. Todavía no había amanecido, pero la bruma se había aclarado. Estaban envueltos en una espesa niebla matinal que cubría por completo la isla más cercana. Se oía el canto de los pájaros pero no se alcanzaba a ver nada en la línea de la costa.
Al sentarse, Marissa observó que la tripulación ya se preparaba para levar anclas. La vela estaba desplegada y lista para ser izada. Oyó que, más abajo, lloraba una criatura.
Se levantó y extendió sus músculos entumecidos. Le sorprendía haber podido dormir, sobre todo después de despertar de la pesadilla que tuvo en torno a Robert.
Cuando se sintió menos entumecida, se acercó a la barandilla. Después de asegurarse de que todos los que estaban en cubierta estaban ocupados, se tragó el poco orgullo que le quedaba y orinó por el costado del barco. Cuando terminó, le alivió comprobar que nadie se había dado cuenta.
Tristan seguía profundamente dormido. En lugar de despertarlo, Marissa bajó por la escalerilla. El agua hervía en la olla a presión. Con la ayuda de la esposa del capitán, Marissa se preparó un poco de té y se lo llevó a la cubierta de popa.
Tristan ya se había despertado.
—Buenos días, querida —la saludó con su habitual buen humor. Marissa compartió el té con él mientras izaban la enorme vela. Después, oyeron que se ponían en marcha los motores.
—Nuestro hombre debe de estar impaciente por regresar —comentó Tristan—. Por lo visto, piensa navegar con la vela y los motores. Después, resultó que el capitán había usado los motores sólo para hacer salir el junco de la laguna. Una vez estuvieron lejos de tierra, apagaron los motores y sujetaron las escotas a la botavara, calzadas y bien tensas.
Empezaron a desplazarse hacia el sur y a acercarse a un punto de la tierra firme. Cuando la bruma se levantó vieron barcos de pesca que zarpaban de la costa. Todo estuvo en calma hasta que, a lo lejos, empezaron a oír el sonido distante de una embarcación de motor.
El capitán respondió al sonido ladrando órdenes a la tripulación. La vela bajó con un ruido seco y los motores diesel se pusieron en marcha.
Bentley se acercó a Marissa y Tristan para explicarles que el capitán enfilaba el junco hacia la costa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tristan.
Veía que la tripulación estaba muy agitada.
—Nos dirigimos a una de esas pequeñas bahías que hay a lo largo de la costa —explicó Bentley—. Para protegernos.
El capitán tiene miedo de que el sonido que oímos sea de un barco patrullero de la China comunista. Dice que no puede tratarse de un sampán o un junco motorizado; los motores son demasiado potentes. También dice que si no fuese un barco de la China comunista, en ese caso serían piratas.
—¡Dios mío! —exclamó Marissa.
Llegaron a unos cien metros de la costa antes de que apareciera la fuente de aquel rugido. Era un «barco cigarrillo».
Parecía dirigirse en línea recta hacia ellos. Puesto que casi toda la bruma se había levantado, vieron la embarcación con toda claridad.
El capitán ladró otra orden y los dos tripulantes desaparecieron con dirección a la cubierta inferior. Cuando volvieron a emerger, portaban rifles de asalto AK47 con cartucheras colgadas sobre los antebrazos.
—Esto no me gusta —comentó Marissa—. No me gusta nada.
El capitán se volvió hacia ellos y dio un grito. Bentley lo tradujo al decirles que el capitán había ordenado que todos bajaran a la cubierta inferior menos sus marineros.
Le obedecieron al instante. Bentley cerró la puerta de madera que conducía a la cubierta de proa y después se unió a luz de primeras horas de la mañana.
—¿Se trata de un barco patrullero chino? —le preguntó Tristan a Bentley.
Desde donde se encontraban parados, oían que el capitán conversaba con sus hombres mientras la lancha se aproximaba a estribor del junco.
—Todavía no lo saben —respondió nervioso Bentley.
Oyeron que la lancha se acercaba al costado del junco.
Su potente motor rugía amenazador. Entonces escucharon cómo el capitán gritaba a voz en cuello.
—Les está diciendo que no se acerquen —tradujo Bentley.
Se inició un diálogo a gritos entre el capitán y la gente de la lancha. Parecían furiosos. La aparente disputa prosiguió por un tiempo, y Marissa notó que Bentley se agitaba cada vez más.
—¿De qué hablan? —preguntó Marissa.
—Esto es muy extraño —explicó Bentley—. Los de la lancha afirman que han venido en busca de los «diablos blancos».
—¿Quiénes son los «diablos blancos»? —preguntó Marissa.
—Me temo que están hablando de usted y de Tristan —repuso Bentley—. Pero el capitán está furioso porque han acudido hasta aquí y han puesto en peligro su misión.
Marissa cogió a Tristan del brazo. En cubierta, la discusión subía de tono. Observaban la cara de Bentley, pero no sabían cómo interpretar su expresión.
—¿Qué ocurre? —preguntó al fin Marissa.
—No suena nada bien —reconoció Bentley—. El capitán ha ordenado que la lancha se marche, pero ellos se niegan a hacerlo a menos que ustedes les sean entregados o…
—¿O qué? —exigió saber Marissa.
—¡O de lo contrario dispararán sobre ustedes! —gritó Bentley—. Son los Wing Sin.
—¿Puede usted hacer algo? —preguntó Tristan.
Bentley negó con la cabeza.
—A estas alturas, no mucho —respondió—. No puedo luchar contra Wing Sin. Además, anoche el capitán me quitó el arma. Dijo que no permitía gente armada en su barco a menos que él lo autorizase. Tristan miró hacia la costa, a unos cien metros de distancia.
Se preguntó si podrían nadar hasta allí. Pero justo en ese momento, la puerta de madera que daba a la cubierta de proa se abrió de golpe. En el portal estaba uno de los hombres del capitán. Habló deprisa, moviendo su arma de un lado a otro, peligrosamente.
—Me temo que insiste en que suban a cubierta —explicó Bentley—. Lo siento mucho.
—Puesto que su capacidad como guardaespaldas se ve un poco limitada en este momento —alegó—, tal vez pueda seguir proporcionándonos su habilidad como intérprete. ¿Le importaría acompañarnos?
—Si el capitán lo consiente… —se resignó Bentley.
—Ven, querida —urgió Tristan—. Esto es Hong Kong, donde todo está en venta. Veamos si podemos hacer negocios con el capitán.
Sintiéndose más aterrorizada que nunca, Marissa dejó que Tristan la hiciera pasar junto al hombre con el rifle de asalto y hacia la luz de la mañana. Ahora que había salido el sol y desvanecido casi toda la bruma, el día se presentaba hermoso. El agua, que hasta aquel momento parecía gris, exhibía ahora su habitual tono verde esmeralda. Marissa oyó el canto de los pájaros procedente de la costa cercana por encima del rugido sordo del motor de la lancha, que lentamente se acercaba a un costado del junco.
El capitán estaba en la cubierta de popa. Miró de mal humor a sus pasajeros blancos.
Tristan habló con rapidez con Bentley, quien le gritó al capitán en tanka:
—El «diablo blanco» ofrece pagarle cincuenta mil dólares de Hong Kong para que usted lo lleve de vuelta a él y a su esposa a Aberdeen sanos y salvos.
La expresión del capitán cambió. Se pasó la mano por la barba y después miró la lancha que se acercaba.
Marissa identificó a los dos hombres que iban en el asiento delantero de la lancha como los que habían estado tirando cebo al mar el día de la muerte de Wendy.
—Cien mil dólares de Hong Kong —gritó Bentley en tanka.
El capitán empezó a hablarle a Bentley, pero se detuvo en mitad de una frase. Su atención estaba fija en la lancha. Por último, hizo un gesto de negación.
—No puedo luchar contra Wing Sin —afirmó.
Bentley miró a Tristan y le comunicó lo que el capitán acababa de decir.
—Dígale que doblaré el precio a doscientos mil dólares —urgió Tristan.
Antes de que Bentley pudiera gritar su nueva oferta, oyeron el rugido de otro motor. Todos miraron una pequeña isla a medio kilómetro al este. El rugido se hizo más intenso a medida que un barco grande, gris acerado, con un cañón de 60 cm. instalado en la proa, rodeaba el extremo de la isla.
El capitán gritó una orden a uno de sus tripulantes que estaba en la cubierta principal. El hombre le arrojó su AK47.
El capitán tomó el arma y disparó una andanada de proyectiles sobre las cabezas de los hombres que se acercaban en la lancha y les gritó algo con todas sus fuerzas.
Los otros tripulantes arrastraron a Marissa y a Tristan bajo cubierta y cerraron la puerta tras ellos.
—¿Qué está pasando? —preguntó Tristan.
—Son de la China comunista —contestó Bentley—. Es un guardacostas.
—¿Qué gritó el capitán cuando disparó su rifle? —preguntó Tristan.
—Gritó «ladrones» —tradujo Bentley. Desde donde se encontraban oyeron que la lancha partía con un rugido de su potente motor. El junco se balanceó con el oleaje que dejó atrás.
Segundos después oyeron el ruido del cañón de la patrullera, seguido por una especie de silbido agudo.
—¿Están disparando contra nosotros? —preguntó Marissa.
—Deben de dispararles a los de la lancha —explicó Tristan—. De lo contrario, lo más probable es que nos hubieran hundido ya.
El rugido del guardacostas se hizo más fuerte a medida que exhalación y el junco se balanceó de nuevo cuando el oleaje lo alcanzó.
—Jamás esperé ser salvado por los comunistas chinos —comentó Tristan.
La puerta de madera que daba a cubierta volvió a abrirse.
Uno de los tripulantes entró y les gritó algo.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Tristan.
—Dice que subamos todos a cubierta —tradujo Bentley—. Todos, incluso los dos refugiados.
Al llegar a cubierta, Marissa vio que el barco guardacostas enfilaba hacia el sudeste. Más allá, la lancha se alejaba a gran velocidad.
El capitán gritó otra orden. Bentley palideció. Hasta los refugiados parecieron desconcertarse. Chiang Lam empezó a hablar con el capitán. Parecía frenético.
—¿Y ahora qué pasa, amigo? —preguntó Tristan.
—El capitán acaba de ordenarnos que saltemos por la borda —explicó Bentley.
—¿Qué? —farfulló Marissa—. ¿Por qué?
—Porque sabe que el guardacostas volverá, y cuando eso suceda no quiere que lo sorprendan con nada de contrabando.
Chiang seguía hablando con el capitán. Estaba histérico y le gritaba a voz en cuello.
—¿Qué le pasa al monje? —preguntó Tristan.
—Le dice al capitán que no sabe nadar —explicó Bentley.
El capitán fulminó a Chiang con la mirada y señaló la costa.
Como Chiang proseguía con su arenga, el capitán tomó el arma que llevaba colgada del hombro y, sin vacilar un instante, disparó una ráfaga de proyectiles sobre el monje, cuyo cuerpo se aplastó contra la barandilla antes de caer a cubierta. Marissa apartó la mirada. Tristan contempló al capitán con incredulidad. Bentley pasó por encima de la barandilla.
El capitán le gritó a uno de sus tripulantes y el hombre corrió hacia donde estaba el monje muerto. Levantó el cuerpo de la cubierta y lo arrojó al agua.
Rápidamente Tristan ayudó a Marissa a pasar al otro lado de la barandilla. Bentley fue el primero en saltar al agua, seguido de Marissa, después El chino y Tristan fue el último en arrojarse al mar.
En cuanto Marissa frenó su inmersión en aquellas aguas sorprendentemente heladas, nadó hasta la superficie.
Giró y miró en dirección al junco, que ya se alejaba hacia el norte, lejos de la dirección tomada por el guardacostas chino.
—Sácate los zapatos —le sugirió Tristan—. Pero no los sueltes. Sostenlos con las manos. Así te será mucho más fácil nadar.