19 DE ABRIL DE 1990 8.47 a.m.
Vestido con su mejor traje y con un ramo de flores en la mano, Ned Kelly caminaba por Salisbury Road disfrutando de lo que veía. Había estado en Hong Kong en varias ocasiones.
Como siempre, le fascinaba el colorido de sus calles. Había llegado bastante tarde la noche anterior y, gracias a Charles Lester, se había alojado en el Regent Hotel. Ned jamás se había alojado en un lugar tan lujoso. Lo único que lamentaba era que, debido a la hora tardía de su llegada, no pudo aprovechar la chisporroteante vida nocturna que el Tsim Sha Tsui podía ofrecerle.
Al aproximarse al Península Hotel comenzó a buscar a Willy Tong entre los coches estacionados. Las instrucciones eran ésas. Lo encontró sentado en un Nissan Stanza verde aparcado frente al Museo del Espacio, justo enfrente del hotel.
Ned abrió la puerta de la derecha y se sentó en el asiento delantero.
—¡Qué elegancia, compañero! —comentó Willy—. ¿Las flores son para mí?
—Estoy bien, ¿verdad? —bromeó Ned, complacido por su chaqueta de tuweed, sus pantalones de gabardina y sus mocasines marrones. Dejó las flores en el asiento trasero—. ¿Qué novedades hay?
—Todo está bastante tranquilo desde el alboroto que armé —respondió Willy—. No sé qué puede haber ocurrido. El plan era perfecto. El vestíbulo estaba lleno de gente, tal como tú me dijiste que sería la situación ideal. Y yo me encontraba a sólo tres metros de ellos, cuando de improviso me atacó.
—¡Mala suerte, Ned! ¿La mujer también estaba allí?
—Desde luego —siguió Willy—. Estaba de pie al lado de él.
En otros diez segundos les habría disparado a los dos.
—Quizá ella te reconociera por aquel día en la lancha —explicó Ned—. De todas formas, eso ya no importa. ¿Siguen en el hotel?
—Sí —contestó Willy—. Me he pasado aquí casi toda la noche. Intenté llamar otra vez y en seguida me pusieron. No se han movido.
—¡Qué bien! —replicó Ned—. ¿Qué me dices del arma?
—La tengo —explicó Willy.
Se agachó frente a Ned y abrió la guantera. Sacó un arma y se la entregó a Ned.
Ned silbó.
—¡Una Heckler y Koch! —exclamó—. Caramba, es de primera. ¿Y el silenciador?
Willy volvió a meter la mano en la guantera y le entregó una pequeña caja rectangular. Ned la abrió y extrajo el silenciador.
—Es agradable usar equipo nuevo —comentó Ned—. No se puede negar que la FCA lo tiene todo de primera.
Ned atornilló el silenciador a la pistola, con lo cual el cañón quedaba un tercio más largo. Después extrajo el cargador y comprobó los proyectiles. Una vez que estuvo seguro de que la recámara estaba vacía, amartilló el arma y oprimió el gatillo. El clic que se oyó le pareció maravilloso y embriagador.
—Perfecto —comentó.
Ned introdujo el cargador y amartilló la pistola. Ya estaba lista para la acción.
Se volvió en su asiento y miró a Willy.
—No tardaré mucho. Quiero que lleves el coche frente al hotel y que tengas el motor en marcha. Dame unos cinco minutos y hazlo, ¿comprendido?
—Comprendido —repuso Willy.
—Me voy —siguió Ned.
Se aseguró el arma en el cinturón. Extendió el brazo y cogió el ramo de flores del asiento posterior. Bajó del coche.
Después de vacilar un instante antes de cruzar la calle, se agachó junto a la ventanilla abierta.
—¿Cómo se distingue Tristan Williams? —alegó Ned—. Hace varios años que no lo veo ¿Crees que lo reconoceré?
—Me parece que sí —respondió Willy—. Tiene más o menos tu estatura, pelo rubio color arena y facciones angulosas. Parece más un vaquero que un médico.
—Entendido —repuso Ned.
Estaba a punto de irse cuando Willy lo sujetó.
—No tendrás problema en reconocer a la mujer, ¿no? —preguntó Willy.
—No, sobre todo si está en traje de baño —respondió Ned con un guiño.
Ned cruzó Salisbury Road esquivando el tráfico y sin olvidar la pistola que tenía en el cinturón. No quería que se le saliera de ahí.
Una vez en el Península el portero le abrió la puerta y entró en el vestíbulo.
A esa hora de la mañana reinaba allí bastante actividad, con pasajeros internacionales que se registraban o se marchaban del hotel. Los equipajes se amontonaban junto al mostrador de recepción. Ned se dirigió hacia allí.
Eligió a uno de los botones más jóvenes y se le acercó.
Kelly había aprendido cierto cantones elemental en sus tratos con los chinos a lo largo de los años. En cantones, le pidió un favor al muchacho, quien se sorprendió al ver que un gweilo se dirigía a él en su lengua nativa.
Ned le pasó al muchacho mil dólares de Hong Kong, una suma que equivalía a muchos meses de sueldo. Los ojos del botones se abrieron de par en par.
—Unos amigos míos se alojan aquí —indicó Ned—. Quiero saber en qué habitación para poder sorprenderlos. Pero no quiero que ellos lo sepan. ¿Comprendido?
El muchacho asintió y en su semblante apareció una gran sonrisa.
—Necesito saber también —agregó Ned—. Si están en cuartos separados o en uno.
El botones volvió a asentir, corrió hacia el mostrador, pasó del otro lado y revisó la lista de huéspedes. En un instante estuvo de regreso. En el ínterin, Ned había encendido un cigarrillo.
—Están en la 604 y la 606 —dijo el botones con otra sonrisa y muchas reverencias.
Ned lo sujetó para que no siguiera haciendo una escena.
Le dio las gracias y se acercó al puesto de periódicos.
Mientras hojeaba la revista Time con el ramo de flores debajo del brazo, vigilaba el mostrador de recepción para asegurarse de que su intercambio con el botones no había despertado sospechas.
Nadie se había dado cuenta y el botones estaba de nuevo muy atareado con los equipajes.
Ned puso la revista en su lugar y se pasó el ramo de flores a la mano derecha. Con ojo experto, descubrió a los agentes de seguridad en el vestíbulo. Eran dos, pero ninguno se había fijado en él.
Ned se encaminó a los ascensores y oprimió el botón de subida. Las cosas estaban saliendo bien. Estaba satisfecho.
Llamaría a Lester dentro de quince minutos para informarle del éxito de la operación. Estaba impaciente por recibir el dinero que Lester le había prometido como recompensa por un trabajo bien hecho. Cuando las puertas del ascensor se abrieron en la sexta planta, el pulso de Ned se había acelerado. Pese a sus intentos conscientes de conservar la calma, cuando se aproximaba al momento de la acción se ponía tenso.
Familiarizado con los hábitos de los hoteles de Hong Kong, aguardó un momento junto al ascensor cuando estuvo en la sexta planta. Así le dio tiempo suficiente al encargado de planta a acercársele. Ned le sonrió.
—Hola, amigo —saludó en cantones.
El individuo era un chino de edad avanzada. Esbozó una débil sonrisa, confuso con respecto a quién sería aquel hombre.
No esperaba más huéspedes nuevos aquella mañana.
—Tengo un regalo para usted —alegó Ned, y le entregó al hombre mil dólares de Hong Kong.
Ned volvió a sonreír.
—Necesito su ayuda —explicó—. Deseo que me abra la puerta de la habitación de mi hermana. La 604. Es su cumpleaños.
El encargado se metió los billetes en el bolsillo y condujo a Ned por el pasillo hasta la habitación 604. Estaba a punto de llamar a la puerta, pero Ned le agarró la muñeca y se lo impidió.
—No —explicó—. Es una sorpresa.
El encargado asintió y buscó las llaves en su bolsillo.
Después de seleccionar una, la introdujo en la cerradura.
Mientras tanto, Ned observó el pasillo en ambas direcciones. Después se llevó el brazo hacia atrás y extrajo la pistola con el silenciador.
La puerta se entreabrió. El encargado empezó a apartarse para dejarlo pasar, pero Ned apoyó las manos contra la espalda del hombre y lo empujó hacia delante con todas sus fuerzas. El cuerpo del individuo dio contra la puerta entreabierta, abriéndola con un golpe. El hombre cayó de cabeza sobre la alfombra del cuarto.
En un instante, Ned saltó al interior de la habitación.
Dejó caer las flores y sostuvo la Heckler y Koch con las dos manos, los codos apoyados contra el cuerpo. Su blanco estaba sentado en la cama, y la luz de la ventana iluminaba desde atrás su pelo rubio color arena.
Desde la posición que Ned ocupaba, siguiendo la trayectoria del cañón de su arma, Tristan Williams daba la sensación de sentirse confundido cuando se puso de pie de un salto.
Ned le disparó dos veces en la frente, justo encima de los ojos. La pistola casi no había hecho ruido. Tristan cayó hacia atrás sobre la cama. Pan comido.
Ned giró sobre sus talones y buscó a Blumenthal. No estaba en el cuarto. Entonces notó que la puerta de comunicación estaba abierta. Y oyó el sonido de agua que corría.
Ned se dio media vuelta y cerró la puerta que daba al vestíbulo. A continuación apuntó con la pistola al encargado, que estaba paralizado de terror en medio de la alfombra. Con un movimiento del arma le indicó que se acercara al armario.
Lo abrió y lo hizo entrar con un empujón. Cerró la puerta con mucha suavidad y echó la llave.
Se acercó de nuevo a la puerta de comunicación y escuchó.
El agua seguía corriendo. Lentamente, se asomó a la habitación. Estaba vacía, y en la cama no había sábanas. Pero la puerta del cuarto de baño estaba entreabierta. Ahora oía el agua con mayor claridad. Blumenthal estaba llenando la bañera.
Sin un sonido, Ned atravesó la habitación hacia la puerta del baño. Respiró hondo, levantó un pie y la abrió del todo de una patada. En un instante, estuvo dentro del cuarto de baño.
La tal Blumenthal se encontraba arrodillada junto a la bañera, dándole la espalda a la puerta. El la había sorprendido por completo. En el momento en que ella comenzaba a poner se de pie, Ned le disparó dos balas en la nuca. Ella cayó hacia delante y volcó un balde lleno de agua jabonosa.
Ned miró el balde con cierta confusión. Pisó el agua jabonosa, agarró a la mujer del pelo y le tiró la cabeza hacia atrás.
—¡Maldición! —murmuró.
No era Blumenthal, sino una mujer china de la limpieza.
Ned soltó a la mujer, que se desplomó sin vida en la bañera.
Regresó a la primera habitación. Dio la vuelta a la cama y se agachó para mirar mejor el cuerpo de Williams. Resultaba difícil verlo bien porque su cuerpo estaba apretujado entre la cama y la pared. Con cierta dificultad, Ned se las ingenió para enderezar a Williams. Le revisó los bolsillos y sacó su billetera. Al abrirla, maldijo en voz alta. ¡Tampoco era Williams, sino un tal Robert Buchanan! ¿Quién demonios era Robert Buchanan?
Se incorporó. ¿Qué había ocurrido? ¿El botones le había dado los números de habitación equivocados? Paseó la mirada por el cuarto. En una maleta al pie de la cama encontró un fajo de cheques de viaje de American Express. El nombre que figuraba en ellos era el de Marissa Blumenthal.
Ned se acercó a la puerta que daba al vestíbulo, apoyó el oído y escuchó. Al no oír nada, la abrió. El vestíbulo estaba vacío. Cogió el letrero de NO MOLESTAR y lo colgó del pomo exterior de la puerta. Después se marchó y cerró la puerta tras de sí.
Al descender a la planta baja, Ned recorrió el vestíbulo con aire indiferente. Caminó por el comedor de los desayunos y por otros sectores. En ninguna parte vio a nadie parecido a Williams o a Blumenthal. Finalmente se dio por vencido y se encaminó hacia la puerta.
Justo frente a la puerta del hotel, Ned encontró a Willy sentado en el Nissan, con el motor en marcha. Ned abrió la puerta y subió al vehículo.
Willy se dio cuenta en seguida de que algo había salido mal.
—Williams y la mujer no estaban allí —explicó Ned con irritación—. ¿Seguro que no los viste salir del hotel?
—¡De ningún modo! —respondió Willy—. Y he estado aquí casi toda la noche. No se han ido.
Ned miró por el parabrisas. Sacudió la cabeza.
—Bueno, no estaban en sus habitaciones. Y ahora he estropeado las cosas más que tú. ¡He matado a dos personas que no eran las que yo pensaba!
—¡Demonios! —exclamó Willy—. ¿Y ahora qué hacemos?
Ned sacudió la cabeza.
—Una cosa que no haremos será cobrar el dinero prometido. Esa es la parte más triste. Supongo que tendremos que cedérselos a los Wing Sin. Vámonos.
—Detesto tener que reconocerlo —comentó Marissa—, pero creo que este reloj me gusta más que el anterior. Es más femenino.
Marissa admiraba su nuevo Seiko.
—Es muy atractivo —convino Tristan. Miró el suyo—. Tal vez debería haberme comprado uno diferente. Bueno, quizá se me presente la oportunidad de hacerlo. Todavía estamos en Hong Kong. Hasta ahora, ha sido un reloj por día.
Avanzaron unos metros.
—¿Qué longitud tiene este túnel? —preguntó Marissa.
—Ni idea —respondió Tristan.
Se inclinó hacia delante y bajó el vidrio que separaba al chofer del compartimiento posterior del vehículo.
—Eh, Bentley, ¿qué longitud tiene este túnel?
—Unos dos kilómetros, señor Williams —contestó Bentley.
Tristan se echó hacia atrás en su asiento.
—¿Lo has oído?
—Por desgracia, sí —respondió Marissa—. A este paso, tardaremos una hora en llegar a la isla de Hong Kong. Nunca vi un tráfico semejante.
Marissa y Tristan se encontraban en las profundidades del túnel Cross Harbor. Se habían reunido con el nuevo chofer aquella mañana después de marcharse del hotel por la entrada de empleados. Tristan pensó que lo más prudente sería partir de la forma más discreta posible.
Bentley resultó ser justo lo que esperaban. Bentley Chang, el nuevo chofer, era todo músculo y del tamaño de un luchador de sumo. Respecto al lenguaje, podría haber cumplido todos los requisitos para trabajar en las Naciones Unidas.
Hablaba un inglés perfecto, además de japonés, cantones, mandarín y algo de hakka y de tanka. También convenció a Tristan de que tenía algo de experiencia en kung fu. La pistola que llevaba en una funda colgada del hombro le inspiró mucha confianza a Marissa.
Su coche era asimismo impresionante. Resultó ser un Mercedes blindado que, por lo general, se reservaba para los dignatarios que visitaban el lugar. Cuando Marissa le preguntó a Tristan cuánto costaba, él le aconsejó que no preguntara.
Había hecho los arreglos necesarios la noche anterior llamando personalmente a la agencia en lugar de hacerlo por mediación del conserje.
Cuando llegaron a la estación inferior del funicular para ascender al pico Victoria, eran ya las nueve y media.
—Y yo que esperaba que llegaríamos temprano —se quejó Tristan.
Antes de bajarse del vehículo, Tristan repasó las instrucciones: Bentley tenía que manejar hasta la cima y los observara desde cierta distancia. Si algo salía mal, Tristan se lo indicaría pasándose dos veces la mano por el pelo. Cuando Bentley viera esa señal, debía intervenir en la forma que le pareciera más conveniente. En cambio, si todo se desarrollaba normalmente, Bentley se llevaría el coche y los esperaría a la llegada del funicular.
—¿Alguna pregunta? —inquirió Tristan al musculoso Bentley.
—Sólo una —respondió Bentley—. Si están implicados en algo relacionado con narcóticos, por favor hágamelo saber.
Tristan se echó a reír.
—No, no tenemos nada que ver con ningún tipo de drogas.
—Me enfadaré mucho si no me dicen la verdad —siguió Bentley.
—No me gustaría en absoluto que se enfadara —le aseguró Tristan.
La subida en aquel tranvía verde, que en realidad era un funicular, fue una delicia. Rápidamente dejaron atrás el cemento de la estación Central y se elevaron por laderas arbola das llenas de entramados de jazmines, índigo salvaje, adelfas y rododendros. Alcanzaron a oír incluso el canto de las urracas.
La cima en sí misma resultó una decepción. La bruma matinal todavía la cubría, y Marissa y Tristan no podían contemplar la famosa vista que se apreciaba desde allí.
Sin embargo, el follaje era una hermosura, sobre todo los árboles exóticos todavía llenos de gotas de rocío.
Tratando de hacer notar su presencia, Marissa y Tristan rodearon varias veces la Torre del Pico. La torre era un centro comercial de tres plantas, con restaurantes, una heladería, una tienda y hasta un supermercado. A Marissa le intrigaban los puestos que vendían artesanía china.
Mientras deambulaban por el lugar, estaban alerta a la aparición de los tres hombres que los secuestraron el día anterior. Pero no vieron a nadie conocido, salvo Bentley, que había llegado tal como estaba estipulado. Y, también como había sido convenido, permanecía en segundo plano sin hacer un movimiento de cabeza.
A las once y cuarto, Tristan y Marissa pensaron que había llegado el momento de dejar de esperar.
—Supongo que les ha llegado la noticia de lo ocurrido en el Península —alegó Marissa.
—¡Maldición! —replicó Tristan—. Ahora no sé qué hacer. Estamos otra vez desorientados.
Lentamente, se encaminaron a la estación del funicular, sintiéndose muy deprimidos. Después de las esperanzas que habían albergado, la frustración resultaba mayor.
—Perdone —dijo una mujer mayor, acercándose a ellos.
Llevaba un sombrero de paja de alas anchas con ribete negro. Hacía rato que estaba sentada en un banco cerca de la entrada de la estación.
—¿Es usted el señor Williams? —preguntó.
—En efecto —repuso Tristan.
—Debo presentarle excusas de parte del señor Yip —prosiguió la mujer—. Le fue imposible acudir a la cita de esta mañana. Pero si no le importa ir al Restaurante Stanley, estará muy contento de verlo.
—¿Cuándo? —preguntó Tristan.
—Eso es lo único que sé —repuso la mujer.
Hizo una reverencia y se alejó rápidamente.
Tristan miró a Marissa.
—¿Y eso qué significa? —preguntó.
—Supongo que el señor Yip es el hombre del traje blanco.
—Pero ¿cuándo se supone que debemos ir al Restaurante Stanley? —preguntó Tristan—. ¿Y dónde está?
—Creo que debemos ir ahora mismo —alegó Marissa—. En cuanto a la dirección, le preguntaremos a Bentley.
Descendieron en el funicular. Cuando llegaron abajo, Bentley los aguardaba en el Mercedes blindado. Marissa y Tristan se acomodaron en el asiento trasero. Tristan le preguntó a Bentley si había oído hablar de un restaurante llamado Stanley.
—Ya lo creo, señor —respondió Bentley.
—¿Dónde queda? —inquirió Tristan.
—Bueno, en Stanley —repuso Bentley.
—Muy bien, Bentley —concluyó Tristan—. Llévanos al Stanley.
Para mortificación de Marissa, la primera etapa del viaje era a través de otro túnel que tenía más de tres kilómetros de longitud. Hasta la experiencia de viajar dentro del maletero de un automóvil, nunca se había dado cuenta de lo mucho que detestaba los túneles.
Por suerte, el tráfico avanzaba bastante rápido, y aunque ese túnel, el Aberdeen, era más largo que el Cross Harbor, el automóvil lo atravesó en menos tiempo. Cuando salieron, el paisaje se había transformado: del escenario urbano de Kaulún y Central, pasó a ser de una belleza casi rural.
Las playas estaban ribeteadas de arena brillante y el agua era del mismo verde esmeralda que Marissa había visto desde el reactor al llegar de Brisbane.
Mientras avanzaban a lo largo de la atractiva línea costera hacia Stanley, Tristan volvió a inclinarse hacia delante.
—Bentley —dijo—, ¿has oído hablar de un hombre llamado señor Yip?
—Es un apellido chino bastante común —respondió Bentley.
—Cuando conocimos a ese tal señor Yip, usaba un traje muy especial —explicó Tristan—. Era de seda blanca.
Bentley volvió la cabeza para mirar a Tristan. El coche dio un coletazo cuando se apresuró a dirigir de nuevo su atención a la ruta.
—¿Han conocido a un señor Yip de traje blanco? —preguntó Bentley.
—Sí —repuso Tristan—. ¿Te sorprende?
—Hay un solo señor Yip que usa trajes blancos —explicó Bentley—, y es un ejecutor.
—Explícate —urgió Tristan.
—Es un 426 —replicó Bentley—. Es el que se ocupa del trabajo sucio de la tríada: usura, prostitución, juego, contrabando y cosas por el estilo.
Tristan miró a Marissa para ver si había oído lo que Bentley acababa de decir. Ella puso los ojos en blanco. Lo había oído.
—Nosotros vamos al Restaurante Stanley para encontrarnos con el señor Yip —explicó Tristan.
Bentley frenó en seco y llevó el vehículo a un lado de la carretera. Encendió los intermitentes de estacionamiento y apagó el motor.
—Tenemos que hablar —señaló.
Durante los siguientes quince minutos, Tristan y Bentley renegociaron la tarifa que Bentley cobraría por hora.
Ir a una reunión con el señor Yip era algo que la tarifa básica no cubría. Una vez convenido el nuevo precio, Bentley puso en marcha el motor y regresaron a la ruta.
—¿Sabes a qué tríada pertenece el señor Yip? —preguntó Tristan.
—Se supone que no debo hablar en forma específica de las tríadas —respondió Bentley.
—Muy bien —siguió Tristan—. Yo nombraré la tríada a la que creo que pertenece y tú te limitarás a asentir si estoy en lo cierto. ¿Te parece bien?
Bentley lo pensó un momento y después estuvo de acuerdo.
—Wing Sin —indicó Tristan.
Bentley asintió.
Tristan se echó hacia atrás.
—Bueno —dijo—. Eso confirma nuestras sospechas. Es evidente que el señor Yip sabe lo que nosotros queremos saber. La cuestión es si piensa o no decírnoslo.
—Este asunto tiene la particularidad de intensificarlo todo —replicó Marissa—. El señor Yip me asustó la primera vez que lo vi. Y, ahora que lo conozco, estoy más asustada todavía.
—Todavía tenemos tiempo de cambiar de idea —explicó Tristan.
Marissa negó con la cabeza.
—Si hemos llegado hasta aquí —contestó—, no pienso darme por vencida.
Stanley resultó ser una ciudad suburbana atractiva y moderna, edificada sobre una península con amplias playas de arena a cada lado. La vista del mar esmeralda era magnífica.
Los edificios en sí mismos no eran tan imponentes; la mayoría eran de dos plantas.
Bentley condujo el coche hasta una zona de estacionamiento y después maniobró para que el vehículo quedara con el morro hacia la calle. Apagó el motor y movió la cabeza en dirección a un edificio a la derecha.
—Ese es el Restaurante Stanley —indicó.
Marissa y Tristan inspeccionaron visualmente el restaurante.
Desde el exterior, era tan indefinido como los demás edificios de la ciudad.
—¿Estás preparada? —preguntó Tristan.
Marissa asintió.
—Tan preparada como no lo estaré jamás —afirmó.
Bentley salió del coche y les abrió la puerta trasera.
Marissa y Tristan bajaron al intenso resol. Antes de que tuvieran tiempo de dar un paso, se abrieron las puertas de una serie de otros coches en el aparcamiento, y se apearon media docena de chinos en traje de negocios. Marissa y Tristan reconocieron a tres de ellos. Eran los que los habían secuestrado el día anterior.
Al principio, Bentley llevó la mano a su revólver, pero en seguida lo pensó mejor. Varios de los hombres tenían metralletas a la vista.
Pensando que sus peores temores se habían materializado, Marissa quedó como paralizada. Le maravillaba el atrevimiento y la indiferencia con que esos hombres exhibían semejantes armas en público.
—Por favor, quédense donde están —dijo un hombre mientras se les acercaba.
Metió la mano en la chaqueta de Bentley y le sacó la pistola.
Después le habló en cantones.
Bentley se dio media vuelta y se metió de nuevo en el Mercedes.
El hombre centró su atención en Marissa y Tristan y los cacheó en busca de armas. Al no encontrar ninguna, hizo una seña con la cabeza en dirección al restaurante. Marissa y Tristan echaron a andar.
—Es una suerte habernos traído a Bentley —adujo Tristan.
—Esta gente siempre parece estar un paso más adelante que nosotros —comentó Marissa.
El interior del restaurante era sencillo pero elegante, con mesas de madera de estilo antiguo y paredes color melocotón.
Como todavía no eran las doce, no había clientes. Los camareros arreglaban los cubiertos y sacaban brillo a la cristalería.
Un jefe de comedor francés con esmoquin les dio la bienvenida, y estaba a punto de preguntarles si tenían reservada una mesa cuando reconoció al hombre que los escoltaba.
Inmediatamente hizo una reverencia y los condujo a un pequeño comedor apartado.
El señor Yip se sentaba a una mesa. Frente a él tenía su voluminoso libro de contabilidad y también una taza de té.
Como la vez anterior, llevaba un impecable traje de seda blanca.
El escolta le habló al señor Yip en cantones. El señor Yip lo escuchó mientras observaba los rostros de Marissa y de Tristan.
Cuando su secuaz terminó de hablar, cerró el libro de contabilidad, se echó hacia delante y se apoyó en los codos.
—Ustedes me han insultado al traer a un guardia armado —alegó.
—No era nuestra intención insultarlo —repuso Tristan con una sonrisa incómoda—. Ayer tuvimos un incidente desafortunado. Alguien trató de matarnos.
—¿Dónde? —preguntó el señor Yip.
—En el Península Hotel —respondió Tristan.
El señor Yip miró al individuo que había conducido hasta allí a Marissa y Tristan, el cual asintió, al parecer confirmando lo dicho.
El señor Yip miró a Marissa y Tristan y se encogió de hombros.
—Los intentos de asesinato no son infrecuentes —comentó—. Son el precio por hacer ciertos negocios en Hong Kong. Se han cometido varios intentos de esa naturaleza contra mi persona.
—No es algo a lo que estemos acostumbrados —afirmó Marissa.
—No es una buena idea llevar un guardia para una reunión conmigo. Además, no podría haberlos protegidos.
—Somos extranjeros —replicó Marissa—. No conocemos las normas.
—Por esta vez, los perdonaré —concluyó el señor Yip ¿Trajeron el dinero?
—Así es, amigo —contestó Tristan—. Pero ¿qué me dice de la información que nos prometió?
El señor Yip sonrió y sacudió la cabeza con asombro.
—Por favor, señor Williams —repuso—. No me importune ni me irrite más de lo que ya ha hecho. Y no me llame «amigo».
—De acuerdo —replicó Tristan—. Supongo que nuestra posición es un poco débil para regatear.
Metió la mano en el bolsillo y sacó un sobre del hotel en el que había colocado diez mil dólares de Hong Kong. Se lo entregó al señor Yip.
—Para sus gastos de entretenimiento —dijo sonriente.
El señor Yip cogió el sobre.
—Veo que aprende con rapidez nuestras prácticas comerciales de Hong Kong —explicó.
Abrió el sobre y revisó el dinero, que en seguida se metió en el bolsillo.
—Me he enterado de que los Wing Sin están haciendo negocios con una compañía australiana llamada Fertilidad, SRL —siguió el señor Yip—. Durante varios años han estado trayendo, cada dos meses, una pareja de hombres chinos de la República Popular. Los Wing Sin han dispuesto todo lo necesario para su transporte desde el río Pearl, al norte de Zhuhai, hasta Aberdeen. Desde allí los llevan a Kai Tac y los suben a aviones con destino a Brisbane. Ha sido una relación de negocios cómoda y productiva.
—¿Quiénes son esos hombres? —preguntó Tristan.
El señor Yip se encogió de hombros.
—No lo sé ni me importa. Pasó lo mismo con los estudiantes de la plaza de Tiananmen. No nos importaban quiénes eran.
Sólo queríamos que se nos pagara por su transporte.
—¿Estaba involucrado el gobierno de la Republica Popular China? —preguntó Tristan.
—Ni idea —respondió el señor Yip—. Para Wing Sing eso no es importante.
Tristan levantó las manos con desaliento.
—No nos ha dicho usted nada que no supiéramos ya —se quejó.
Marissa se puso nerviosa. Tuvo miedo de que Tristan irritara al hombre.
—El trato fue que yo haría indagaciones —afirmó el señor Yip—. Y, ciertamente, las he hecho. Pero para mitigar su disgusto, puedo ofrecerle un servicio adicional. Tal vez quiera visitar al capitán del junco que recoge a esos individuos.
Marissa sintió que Tristan palidecía. La aterraba que él pudiera hacer algo que pusiera en peligro la seguridad de ambos. Esperaba que se mostrara interesado en el ofrecimiento del señor Yip. A ella le interesaba muchísimo. Tal vez el capitán estaría en condiciones de proporcionarles la información que buscaban.
Tristan la miró.
—¿Qué te parece? —le preguntó—. ¿Te interesa?
Marissa asintió.
—Está bien —contestó Tristan al señor Yip—. Lo intentaremos. ¿Cómo podremos encontrar a ese capitán?
—Está en Aberdeen —respondió el señor Yip—. Haré que uno de mis socios les muestre el camino.
El señor Yip impartió entonces instrucciones en cantones al escolta. —No sabes el miedo que tuve allá adentro de que hicieras algún disparate— dijo Marissa.
—Ese canalla nos ha estafado —replicó Tristan, indignado—. Se quedó con nuestro dinero y nos dio una información inútil.
Ahora estaban de regreso en el Mercedes blindado, con Bentley al volante. Seguían a un Mercedes también blindado. Bentley estaba callado; se sentía humillado por el episodio vivido en el estacionamiento del Restaurante Stanley.
—Será mejor que el capitán del junco tenga algo interesante que decirnos —amenazó Tristan.
—O de lo contrario… ¿qué? —preguntó Marissa—. ¿Harás que los Wing Sing también nos persigan como nuestro amigo de la clínica FCA? Por favor, Tristan, trata de recordar con quiénes estamos tratando.
—Supongo que tienes razón —admitió él de mal talante.
Al entrar en Aberdeen, tanto Marissa como Tristan olvidaron por un momento sus preocupaciones. La ciudad era extraordinaria. El enorme puerto estaba repleto de miles de sampanes y juncos de todos los tamaños imaginables, que creaban la ilusión de un enorme y pobre barrio flotante.
En medio de aquella suciedad había varios inmensos restaurantes flotantes, decorados en carmesí y oro.
—¿Cuánta gente vive en estos barcos? —preguntó Marissa.
—Alrededor de veinte mil —respondió Bentley—. Y algunas raras veces bajan a tierra firme.
—Y no hay cloacas ni instalaciones sanitarias —comentó Tristan con aversión—. ¿Te imaginas lo que será el recuento de bacilos E. coli en esta agua?
Cuando llegaron a la ciudad propiamente dicha, vieron una serie de joyerías y bancos. Estaba visto que Aberdeen era una ciudad para pudientes y no pudientes.
—Es por el contrabando —explicó Bentley en respuesta a una pregunta de Tristan—. Aberdeen era el centro del contrabando y la piratería mucho antes de que existiera Hong Kong. Por supuesto, en esa época no se llamaba Aberdeen.
Cerca del puente Ap Lei Chou, el Mercedes que los precedía se detuvo en el embarcadero de un sampán. Los secuaces del señor Yip se apearon. Bentley llevó el automóvil a un estacionamiento del otro lado de la calle. Cuando Marissa, Tristan y Bentley llegaron al embarcadero, el individuo ya había conseguido un sampán con motor. El pequeño motor Diesel resoplaba y lanzaba bocanadas de humo negro de su tubo de escape.
Empezaron a navegar en aquellas aguas turbias.
—Espero que esto no se hunda —dijo Tristan—. Un chapuzón en esta agua y ninguno de nosotros podrá contar nada.
En ese mismo instante, vieron a un grupo de chicos zambullirse desde la cubierta de un junco cercano. Se pusieron a juguetear en el agua y a gritar, locos de alegría.
—¡Por Dios! —exclamó Tristan—. ¡Esos chicos sí que deben de tener un sistema inmunitario de primera!
—¿Quiénes son todas esas personas? —preguntó Marissa, a quien aquella ciudad flotante sorprendía todavía más al acercarse a ella.
Se veían familias enteras, cuyas viviendas parecían cubiertas de ropa colgada secándose.
—En su gran mayoría son tankas —explicó Bentley con cierto tono de desprecio en la voz—. Ellos y sus antepasados han estado viviendo en el mar durante siglos.
—Deduzco que usted no es tanka —intervino Tristan.
Bentley se echó a reír como si Tristan lo estuviera comparando con alguna raza subhumana.
—Soy cantones —explicó con orgullo.
—¿Un pequeño prejuicio en el Reino Celeste? —se mofó Tristan.
El socio del señor Yip indicó al que manejaba el sampán que se dirigiera hacia una hilera de juncos y, después, a uno de los mayores. Cuando el sampán se detuvo quedaron junto a una abertura bastante grande. Un chino corpulento apareció de pronto y los fulminó con la mirada. Usaba una barba de chivo rala y tenía trenzado su pelo negro. Llevaba un chaleco y pantalones sueltos pero cortos, que le llegaban a la pantorrilla. En los pies calzaba unas sandalias de cuero con tiritas.
Parado con las piernas separadas y las manos en las caderas, su figura era imponente. Con voz grave y áspera se puso a hablar animadamente en chino. Bentley dijo que hablaba en tanka. El secuaz del señor Yip se lanzó a una acalorada discusión con el hombre. Los dos parecían enojados.
Marissa y Tristan empezaron a sentirse nerviosos. En medio del debate, apareció una chiquilla de alrededor de tres años, con cara de pocos amigos y se situó debajo de las fuertes piernas de su padre.
—Discuten sobre dinero —explicó Bentley—. Pero no tiene nada que ver con nosotros.
Marissa y Tristan se sintieron aliviados. Aprovecharon la oportunidad para examinar el barco del capitán. Tenía alrededor de doce metros de longitud, con una anchura de aproximadamente cinco metros y medio. La madera era tropical, dura y aceitada, y daba a la embarcación un color parecido al de la miel. La cubierta era de tres niveles y presentaba un toldillo a popa. En medio del barco se erguía un mástil que se elevaba unos seis metros.
De pronto, el capitán miró a Marissa y Tristan. Los señaló y habló en tonos guturales y airados.
—Muy bien —señaló Bentley—. Podemos subir a bordo.
—Usted puede hacerlo —repuso Marissa, mirando los ojos feroces del capitán.
La observaban sin parpadear.
—Por favor —siguió Bentley—. Si no suben a bordo, él se ofenderá. Los ha invitado.
Marissa miró a Tristan con inseguridad. Este se echó a reír a pesar de sí mismo.
—Muy bien, querida —replicó—. ¿Subes o no?
—Ayúdame —pidió Marissa.
En cuanto Marissa, Tristan y Bentley estuvieron a bordo, el sampán se alejó, lo cual alarmó a Marissa.
—¿Cómo podremos volver? —preguntó.
—No se preocupe —repuso Bentley—. El sampán regresará a buscarnos. El otro hombre ha ido a buscar el dinero que debe entregarle al capitán.
Siguieron al capitán por una estancia llena de pertrechos navales y de muebles familiares. En un rincón, había una estufa encendida, sobre la que se veía un caldero lleno.
El capitán los condujo a la cubierta de proa. Desde allí treparon por una escalera a la cubierta principal.
—El capitán desea presentarse —alegó Bentley mientras todos se sentaban en esteras de bambú—. Su nombre es Zur Fa Huang.
Entonces le dijeron a Bentley que los presentara a ellos. Después de más reverencias y sonrisas, Tristan le preguntó a Bentley si el capitán estaba enterado de lo que querían saber.
Mientras Bentley hablaba con Zur, Marissa advirtió que dos mujeres habían aparecido desde la cubierta inferior, y que las dos iban de negro. La mujer más joven llevaba a una criatura en brazos. La pequeña que habían visto antes se aferraba a la pierna de su madre.
Bentley se dirigió a Marissa y Tristan.
—El hombre del señor Yip le dijo al capitán que les estaba permitido a ustedes preguntarle acerca de las personas que él ha estado sacando de contrabando de la China comunista.
Supongo que ustedes entienden de qué se trata.
—Así es —replicó Tristan.
—En ese caso —señaló Bentley—, lo primero en estos negocios es fijar cuánto les costará.
—¿O sea que también tenemos que pagarle a este tipo? —preguntó Tristan con desaliento.
—Si quieren la información… —asintió Bentley.
—¡Maldita sea! —exclamó Tristan—. Averigüe cuánto quiere.
Bentley empezó las negociaciones. En la mitad de la conversación, el capitán pareció enojarse y se puso de pie de un salto.
Después, comenzó a caminar por cubierta, haciendo gestos ampulosos.
—¿Qué sucede? —le preguntó Tristan a Bentley.
—Está hablando sobre la inflación —explicó Bentley.
—¿Inflación? —preguntó Marissa con incredulidad.
—Bueno, no utilizó ese término —reconoció Bentley—. Pero lo que a él le irrita viene a ser la misma cosa.
Marissa observó al hombre, intentando recordar que era un pirata fanfarrón que vivía en una de las capitales más desenfadadas del capitalismo.
Finalmente, se estableció un precio de mil dólares de Hong Kong. Cuando Tristan le entregó el dinero al hombre, él se echó hacia atrás y procuró cooperar.
Con Bentley como intérprete, Tristan preguntó sobre los Hong Kong para los Wing Sin y, en última instancia, para la clínica FCA: quiénes eran y de dónde venían.
Lamentablemente, las respuestas fueron breves. Zur no tenía la menor idea.
Tristan no podía creerlo.
—¿He pagado mil dólares de Hong Kong para oírlo decir que no sabe? —preguntó muy ofendido. Se puso de pie y caminó como lo había hecho el capitán—. Pregúntele si sabe algo de esa gente. ¡Lo que sea!
Bentley formuló la pregunta.
Una vez que el capitán hubo contestado, Bentley se dirigió a Tristan.
—Dice que algunos de los hombres eran monjes. O, al menos, le pareció que lo eran.
—¡Vaya ayuda! —repuso Tristan, enojado—. Que me diga algo que yo no sepa.
El capitán le habló un buen rato a Bentley mientras Tristan pensaba con creciente enfado en todo el dinero que había pagado inútilmente. Bentley se volvió hacia Tristan.
—Al capitán le mortifica que usted no esté satisfecho.
Le hace otra oferta. Parece que esta tarde, a las seis, zarpa a recoger otros hombres. Sobre eso discutía con el socio del señor Yip. Se suponía que cobraría más dinero. Dice que, por dos mil dólares de Hong Kong cada uno, usted y su esposa pueden acompañarlo. Cruzar el río de la Perla sólo lleva tres o cuatro horas. Entonces podrían hablar directamente con los hombres que él recoge y obtener respuestas a todas sus preguntas.
Sorprendido por ese ofrecimiento inesperado, Tristan vaciló. Sin consultar con Marissa, le dijo a Bentley:
—Dígale que sólo pagaré tres mil dólares de Hong Kong, y que ésa es mi última oferta.
Mientras Bentley se lo traducía a Zur, Marissa se puso de pie y se acercó a Tristan.
—Espero que sepas lo que estás haciendo —alegó.
Estaba disgustada porque él no la había consultado y la aventura la atemorizaba. No parecía algo muy seguro.
—¿De verdad quiere hacer esto? —preguntó Marissa.
—Podría ser nuestra mejor jugada —respondió Tristan—. Si conseguimos hablar con esos hombres antes de que se presenten en Australia, es casi seguro que llegaremos al fondo del asunto.
—Es posible, pero no olvides que hablamos de contrabando y de inmigración ilegal —subrayó Marissa—. Estaremos en aguas de la China comunista. ¿Y si la operación está relaciona da con drogas? El contrabando de drogas es un crimen castiga do con la pena capital en casi toda Asia.
—Tienes razón —admitió Tristan de mala gana—. Pero podemos averiguar si se trata de drogas.
Tristan se acercó a Bentley e interrumpió la conversación que éste mantenía con Zur.
—Pregúntele si ir a recoger a esos hombres tiene algo que ver con drogas —indicó Tristan.
Bentley hizo lo que le pidieron. Zur lo escuchó y en seguida negó con la cabeza. Al cabo de una breve conversación, Bentley se dirigió a Tristan.
—Nada de drogas —afirmó—. Zur estuvo en una ocasión envuelto en un asunto de drogas, pero no últimamente.
Dice que el tráfico de drogas se ha vuelto demasiado peligroso.
—¿Han hablado sobre el precio? —preguntó Tristan.
—Tres mil quinientos —explicó Bentley—. No pude rebajarlo mas.
—¡Espléndido! —replicó Tristan—. Dígale que estaremos de vuelta a las seis.
—Tristan —terció Marissa—. No sé…
—¿Cómo hacemos para marcharnos de este junco? —preguntó Tristan, interrumpiéndola y haciéndole señas de que no hablara más.
—No nos iremos en esa porquería —remarcó Marissa en cuanto subieron al Mercedes blindado.
Estaba enojada con Tristan por haber contraído aquel compromiso sin su aprobación.
—El barco se internará en aguas de la China comunista. Si nos atrapan podríamos estar entre rejas Dios sabe cuánto tiempo. No podemos correr semejante riesgo.
—Creo que nos hemos arriesgado más con sólo estar en Hong Kong —explicó Tristan—. Cuanto más lo pienso, más convencido estoy de que ir con el capitán Fa-Huang es la única manera de resolver este asunto: rastrearlo hasta sus orígenes.
—Esa era mi idea original.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Bentley desde el asiento delantero.
Tristan le hizo señas de que esperara un momento.
—La gente viaja todo el tiempo a la República Popular China —adujo—. Sé que podemos obtener un visado en cuestión de horas. Sólo hace falta pagar un poco más. Si se presenta algún problema, podemos decir que contratamos al capitán para que nos llevara allí, lo cual es cierto. Diremos que se suponía que iríamos a Cuangzhou, pero que el capitán nos engañó.
Volviéndose hacia Bentley, Tristan preguntó:
—¿No es verdad que mucha gente va y viene entre la RPC y Hong Kong?
—Cada día más —respondió Bentley—. La República Popular China alienta a los habitantes de Hong Kong a ir allá a gastar su dinero. Yo tengo un visado permanente y voy con frecuencia a Shenzhen.
—Estupendo —replicó Tristan—, porque tenía la esperanza de que nos acompañara.
—Es posible —repuso lentamente Bentley—. Pero tendremos que renegociar mi tarifa por hora.
—Lo suponía —se quejó Tristan—. Estoy empezando a entender cómo es la vida en Hong Kong. —Después, dirigiéndose a Marissa, añadió—: ¿Eso te haría sentirte mejor?
Marissa asintió, pero continuaba inquieta frente a la perspectiva de aquel viaje. Tristan adivinó que todavía no estaba convencida.
—Bueno —alegó—. Si de veras no quieres hacerlo, dilo. Todavía podemos tomar un avión e irnos de aquí esta misma tarde.
Marissa no estaba segura de qué quería hacer. El viaje la atemorizaba, pero detestaba la idea de darse por vencida.
—Propongo que, por el momento, tratemos de conseguir los visados. Más tarde volveremos a discutirlo.
En una suite privada del edificio de la Hong Kong and Shanghai Banking Corporation, Ned Kelly aguardaba pacientemente para ver a Harold Pang, uno de los taipaneses de la ciudad. Como presidente del consejo de administración de varias compañías, era uno de los hombres más poderosos de la colonia. Como correspondía a su posición, el suyo era uno de los hogares más suntuosos del pico Victoria. Además de sus innumerables conexiones relacionadas con sus negocios legítimos, era también el jefe Dragón de la tríada Wing Sin.
En gran medida era esa ilícita posición suya la que le había permitido adquirir tanto valor en lo legítimo. Ned se había encontrado con Harold en varias ocasiones, tanto en Hong Kong como en Brisbane. Lo recordaba como un hombre amable y culto que era un verdadero maestro en tai chi chuan.
—El señor Pang lo verá ahora —dijo una recepcionista alta con voz suave y sensual.
Ned notó que el corte de su ajustado vestido tradicional chino le llegaba a la cadera. Ned se estremeció y se preguntó cómo era posible que alguien lograra trabajar con ella cerca.
El señor Pang se puso de pie al otro lado de su imponente escritorio cuando Ned entró en su oficina. Detrás de él, por un cristal que llegaba desde el techo al suelo, podía contemplarse la totalidad del puerto, con Kaulún y los nuevos territorios en segundo plano.
—Bienvenido, señor Kelly —saludó el señor Pang.
—Buenos días, señor Pang —repuso Ned—. El señor Charles Lester le envía sus cordiales saludos.
Muy pronto Ned se encontró sentado tranquilamente en un sofá de cuero, apoyando una valiosa taza de porcelana sobre su rodilla. Aguardó hasta que la recepcionista se hubiera marchado para volver a hablar.
—El señor Lester me pidió que le diera las gracias por los negocios prolongados y productivos que Fertility, SRL ha llevado a cabo con Wing Sin.
—Siempre ha sido un placer —repuso el señor Pang—. Como amigos, nos beneficiamos los dos. Ha sido un buen matrimonio.
—El señor Lester también me pidió que solicitara otro favor a Wing Sin —siguió Ned—. En Hong Kong se encuentran un hombre y una mujer que interfieren nuestra bien establecida relación de negocios. Deben ser eliminados.
—¿Se trata de figuras públicas? —pregunto el señor Pang.
—No —respondió Ned—. Son médicos. El es australiano y ella norteamericana.
—Si no son figuras públicas —explicó el señor Pang—, entonces sólo le costará ciento cincuenta mil dólares de Hong Kong.
—¿No es un precio un poco alto para un viejo amigo de negocios? —preguntó Ned.
Se sentía esperanzado; sabía que esa cifra era menor que la que le habían ofrecido a él. Confiaba en poder cobrar la diferencia.
—Ese precio sólo cubre los gastos —prosiguió el señor Pang.
Ned asintió.
—Debe llevarse a cabo de inmediato —comentó.
—Entonces, usted debe ir a ver hoy mismo al ejecutor —explicó el señor Pang—. Esta tarde el señor Yip se encuentra en el edificio de la Empresa Naviera Shanghai, en Ti Kok Tsui. Estará esperándole.
Ned se inclinó en una reverencia. Se sentía aliviado.
Y también confiado. Cuando los Wing Sin prometían hacer algo, siempre cumplían, pasara lo que pasara.
Las primeras horas de la tarde habían transcurrido con rapidez en el intento de obtener visados para entrar en la República Popular China. Bentley resultó de inestimable ayuda en ese sentido. Sabía exactamente adónde ir, y los llevó a las oficinas del China Travel Service no bien se marcharon de Aberdeen. También sabía dónde obtener las fotografías para el pasaporte. Bentley detuvo el vehículo y se volvió para mirar a sus pasajeros.
—Muy bien —dijo—, ¿qué han decidido?
Sabía que Marissa todavía albergaba dudas con respecto al viaje.
Tristan miró a Marissa.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó.
Marissa vaciló. Cuando la cuestión de los visados no presentó ningún problema, empezó a sentirse más predispuesta a la aventura. Al fin y al cabo, tendrían los documentos necesarios.
Pero todavía no estaba segura.
—Bentley, será mejor que espere —indicó Tristan—. Parece que todavía no estamos decididos.
Se bajaron del coche y se encaminaron al vestíbulo del hotel.
Tristan acudió al mostrador de recepción y sacó más dinero de su caja de seguridad para pagar al capitán por si decidían ir.
Mientras lo hacía, Marissa vigilaba para ver si se encontraba allí el chino que los había atacado el día anterior.
Después de obtener el dinero y devolver la caja de seguridad, Tristan acompañó a Marissa a los ascensores.
Marissa no se distendió hasta que las puertas del ascensor se cerraron tras ellos.
—Esta tensión está volviéndome loca —reconoció—. No estoy segura de poder soportarlo más.
—Lo cual es un motivo más para ir en el junco —replicó Tristan—. Cuanto antes averigüemos de qué se trata todo esto, mejor será. Entonces podremos marcharnos de aquí.
El ascensor llegó a la sexta planta y ellos bajaron.
Caminaron lentamente hacia las puertas de sus habitaciones, sopesando los pros y los contras de emprender el viaje con el capitán tanka.
—¿Dónde está el encargado del piso? —preguntó Marissa acercándose a la puerta.
Se había acostumbrado a la aparición casi milagrosa del individuo cada vez que llegaban.
—Qué extraño —añadió Tristan.
Observó el pasillo en todas direcciones buscando señales del hombre. Entonces vio el cartel que colgaba del pomo de la puerta de su habitación.
—¿Qué demonios? ¿Por qué hay un cartel de NO MOLESTEN en mi puerta?
—Algo anda mal —comentó ella.
Tristan se alejó de la puerta.
—Tienes razón —repuso.
Se dio media vuelta y se encaminó al ascensor.
Marissa lo siguió, mirando nerviosa por encima del hombro.
Entraron en el cubículo vacío del encargado de planta.
En un rincón vieron un calentador con una tetera encima.
La tetera estaba al rojo, pues hacía rato que el agua se había evaporado.
—Algo anda muy mal —repitió Tristan.
Regresó junto al ascensor, cogió el teléfono interior y solicitó la presencia de agentes de seguridad. Dos minutos después, las puertas del ascensor se abrieron y dos agentes de seguridad salieron de él. Uno era un chino musculoso, el otro, un inglés rollizo.
Los dos recordaban a Marissa y a Tristan por el episodio del día anterior en el vestíbulo. Con Marissa y Tristan de pie junto a ellos, usaron su llave maestra para abrir la puerta del cuarto de Tristan.
La habitación estaba en silencio, excepto por el ruido del agua que corría en la bañera. La puerta que comunicaba con la habitación estaba entreabierta. La cama se veía sin sábanas. El carrito de limpieza de una camarera se encontraba a un costado.
El chino fue el primero en entrar, y después lo hizo el inglés. Marissa y Tristan permanecieron en el umbral de la puerta. El agente de seguridad chino se acercó al cuarto de baño mientras su compañero echaba una mirada a la 604.
George se apresuró a reunirse con su compañero en la puerta del baño. Ambos palidecieron. Entonces el inglés se volvió y les hizo señas a Marissa y Tristan de que se quedaran donde estaban. Explicó que se había producido un crimen.
Muy conmocionados, los dos agentes de seguridad salieron del baño y entraron en la 604. Marissa y Tristan intercambia ron una mirada preocupada.
—¡Dios mío! —exclamó el inglés.
Un instante después, los dos hombres de seguridad estuvieron de vuelta en la 606. El inglés se acercó al teléfono.
Después de cubrir el auricular con un paño, llamó al gerente y le dijo que se habían producido dos asesinatos: el de una camarera y el de alguien que parecía ser huésped del hotel.
Mientras tanto, el agente de seguridad chino se acercó a Marissa y a Tristan.
—Me temo que tenemos aquí dos cadáveres —explicó—. Por favor, no toquen nada. No reconocemos al hombre que está en la otra habitación. —Dirigiéndose a Tristan, dijo—: Tal vez usted, señor, debería echar un vistazo para ver si es alguien que conoce.
Tristan dio un paso adelante, pero Marissa lo detuvo aferrándolo del brazo.
—Soy doctora —le explicó al agente de seguridad—. Creo que yo también debería mirar.
El agente de seguridad se encogió de hombros.
—Como usted quiera, señora.
Con el agente de seguridad precediéndolos, Marissa y Tristan entraron en la 604. Cuando Marissa vio el cuerpo, lanzó un grito y, horrorizada, se tapó la boca con la mano. La víctima yacía de espaldas, con los ojos abiertos de par en par mirando el techo. Había dos orificios en su frente. Sobre la alfombra, detrás de su cabeza, se veía un charco de sangre con la forma de un halo oscuro.
—¡Es Robert! —balbuceó finalmente Marissa—. Es mi marido… ¡Robert!
Tristan abrazó a Marissa y la alejó de aquella escena macabra Entonces oyeron golpes en el interior del armario.
El agente de seguridad chino llamó a su compañero inglés, que en seguida entró en el cuarto. El chino señaló el armario.
Volvieron a oír los golpes. Los dos hombres se acercaron a la puerta; la llave estaba en la cerradura. Mientras uno se colocaba a un lado, el otro le quitó la llave a la puerta y la abrió de par en par. En el interior descubrieron al aterrado encargado de la planta.
Después de tratar de inspirarle confianza, los agentes de seguridad consiguieron convencerle de que saliera de la habitación. Al comprender que no corría peligro, comenzó a hablar en chino a toda velocidad.
Cuando finalmente quedó en silencio, el agente de seguridad chino le dijo a su compañero:
—Dice que el asesino lo amenazó con una pistola y lo obligó a abrir la puerta. Dice que el asesino era un gweilo.
—Pídele que te lo describa —señaló el inglés—. Y pregúntale si lo había visto antes alguna vez.
El agente de seguridad chino volvió a dirigirse al encargado del piso, que respondió con otra larguísima perorata.
Cuando terminó, el agente de seguridad chino explicó a los demás:
—Dice que jamás lo había visto, y que no puede describirlo porque, para él, todos los blancos son iguales.
El gerente del hotel llegó a la puerta de la habitación y llamó. Juntos, los cinco traspusieron la puerta de comunicación y salieron al pasillo.
Marissa estaba terriblemente afectada, en estado de shock.
Tristan permaneció junto a ella, rodeándola con los brazos. La mujer no había vuelto a pronunciar una palabra desde el momento en que reconoció que el muerto era Robert. No lloraba. Y, por el momento, lo único que sentía era frío, como si el acondicionador de aire estuviera regulado para enfriar demasiado.
—La policía está de camino —explicó nervioso el gerente.
Era italiano y se le notaba por el fuerte acento con que hablaba.
—¿Dónde están los cadáveres?
El agente de seguridad chino le hizo señas al gerente de seguirlo y después de unos pocos momentos en las habitaciones el gerente volvió, le costaba hablar.
—El hotel se excusa por este inconveniente —les dijo a Marissa y a Tristan—. Sobre todo después de lo ocurrido ayer.
El inglés se le acercó y le dijo algo al oído. Los ojos del gerente se abrieron de par en par al escuchar. Tragó saliva antes de volver a hablar.
—Lo siento muchísimo —tartamudeó, dirigiéndose directamente a Marissa—. No sabía que usted conocía a la víctima. Mi más sincero pésame. —Entonces, dirigiéndose a Marissa y Tristan, agregó—: Cuando hablé con la policía hace un momento me ordenaron que no se les permitiera entrar en sus habitaciones, y que no deben tocar nada. Mientras tanto y para que estén cómodos, me he tomado la libertad de prepararles la suite presidencial. Les proporcionaremos todo lo que les haga falta en materia de artículos de tocador y cosas de esa naturaleza.
Quince minutos más tarde, Marissa y Tristan fueron escoltados a la suite presidencial. Marissa se desplomo en un sillón, agotada e incapaz de moverse.
—No puedo creer nada de todo esto —alegó al fin, hablando por primera vez desde que vio el cuerpo de Robert—. Es demasiado irreal. ¿Por qué vino? Es lo último que yo esperaba que hiciera. Sobre todo después de nuestra conversación telefónica.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Tristan, esperando lograr que ella hablara.
Acercó su silla junto a ella. Extendió el brazo y le cogió la mano.
Marissa se confió a él. Aunque jamás había hecho referencia delante de Tristan a sus problemas con Robert, ahora reconoció que el matrimonio de ambos se había deteriorado mucho, principalmente en los últimos meses. Le contó que Robert se había negado a viajar a Australia cuando Wendy murió.
Lo único que quería era que ella volviera a casa. La llegada intempestiva de Robert a Hong Kong constituía algo insólito en él. Marissa se cubrió la cara con las manos.
Tristan sacudió la cabeza.
—Marissa… —empezó a decir. Le costaba decir lo que pensaba, pero sabía que no debía andarse con rodeos—. No puedes culparte por esta tragedia. Te sentirás tentada de hacerlo, pero no lo hagas. Tú no tienes la culpa.
—Pero es que me siento tan culpable… —repuso Marissa—. ¡Primero Wendy, y ahora Robert! Si no fuera por mí, los dos estarían aún con vida.
—Y si no fuera por mí, mi esposa estaría viva también —replicó Tristan—. Sé cómo te sientes. A mí me ha pasado lo mismo. Pero tú no obligaste a Robert a venir. Vino por su propia voluntad. Ni siquiera sabías que estaría aquí.
—Robert era un hombre muy bueno. Es demasiado espantoso… ¡Quizá no era él! —dijo de pronto—. Tal vez me equivoqué.
Tristan miró a Marissa con cautela. Recordaba con cuánta intensidad había deseado que la noticia de la muerte de su esposa fuera un error. La negación es una reacción defensiva muy poderosa cuando se producen golpes tan horrendos.
—Llama al gerente —sugirió de pronto Marissa—. Tenemos que asegurarnos de que en realidad era Robert.
—¿Seguro que quieres que haga eso? —preguntó Tristan.
—Sí —respondió Marissa, con ojos que se le llenaron de lágrimas.
Tristan se acercó al teléfono. Tardó algunos minutos en ponerse al habla con el gerente. Al cabo de una breve conversación, regresó a su silla.
—El nombre que encontraron en la billetera y en el pasaporte era Robert Buchanan —explicó Tristan en voz muy baja.
—Todavía lo veo con toda claridad —repuso ella por fin con voz apagada y triste—. Me parece estar viéndolo frente a su ordenador. Cuando trabajaba siempre ponía la misma cara.
—Ya lo sé —murmuró Tristan.
El hecho de observar a Marissa le traía recuerdos propios.
Sabía lo que ella estaba pasando.
—¿Qué hora es en este momento en la costa este de Estados Unidos? —preguntó Marissa.
—Entre medianoche y la una de la madrugada, creo —explicó.
—Tengo que hacer algunas llamadas —adujo Marissa.
Se puso de pie y fue al dormitorio para usar el teléfono que tenía junto a la cama.
Tristan la dejó irse. No sabía qué hacer. Le preocupaba el estado mental de Marissa. El asesinato de Robert había sido un golpe espantoso. Tendría que vigilarla de cerca. Más que nada, trataría de conseguir que exteriorizara su pena.
Marissa llamó primero a sus padres en Virginia. Su madre se ofreció a viajar en seguida a Hong Kong, pero Marissa le dijo que no lo hiciera. Ella regresaría en cuanto las autoridades se lo permitieran.
Cuando cortó la comunicación, Marissa trató de reunir todo su coraje para una llamada todavía más difícil. Sabía que tenía que llamar a su suegra, y también sabía el efecto devastador que tendría aquella noticia sobre ella. Marissa no la culparía si ella la responsabilizase por la muerte de Robert.
Pero, para su enorme sorpresa, la señora Buchanan no tuvo palabras de crítica. Después de un silencio espantoso, se limitó a informarle que acudiría de inmediato a Hong Kong.
Marissa no trató de disuadirla. Cuando al final colgó el auricular, Tristan se encontraba junto a la puerta.
—Siento molestarte —comenzó—, pero el tarado del inspector de policía está aquí para conversar con los dos y quiere hablar contigo primero.
El inspector de policía se quedó allí alrededor de una hora, tomándoles declaración a Marissa y a Tristan. Les dijo que se llevaría a cabo una investigación exhaustiva y que no tendrían acceso a sus pertenencias hasta que dicha investigación concluyera. Se disculpó profusamente por los inconvenientes que eso podía causarles. Les informó también que se practicaría una autopsia a las dos víctimas y se llevaría a cabo una indagatoria formal, y que no debían abandonar la colonia hasta que las formalidades hubieran acabado.
Una vez que el inspector se hubo marchado, Marissa y Tristan se quedaron sentados en silencio.
—Estoy como embotada —explicó Marissa—. Me cuesta creer que esto haya ocurrido realmente.
—Tal vez deberíamos hacer algo —replicó Tristan—, en lugar de quedarnos aquí sentados.
—Sí, creo que nos vendría bien marcharnos de este hotel —sugirió Marissa.
—Buena idea —repuso Tristan, contento de que Marissa hubiera planteado una sugerencia—. Cambiaremos de hotel.
Se puso de pie, preguntándose cuál elegir. Sólo entonces recordó al capitán Fa Huang.
—Tengo una idea mejor —alegó—. ¿Y si nos vamos en el junco? Tenemos que hacer algo. Necesitamos alguna cosa con que ocupar nuestra mente.
—Me había olvidado por completo del viaje en junco —repuso Marissa—. No creo estar en condiciones de hacerlo. Ahora, no.
—¡Marissa! —exclamó Tristan—. Han ocurrido demasiadas cosas como para que no sigamos la pista hasta el fin.
—Se le acercó y la cogió de los hombros —. ¡Hagámoslo! ¡Saldemos las cuentas con esos hijos de perra!
A Marissa la cabeza le daba vueltas. Ni siquiera podía mirar a Tristan. A veces pensaba que estaba loco.
—¡Vamos, Marissa! —urgió Tristan—. No permitamos que se salgan con la suya impunemente.
Finalmente, ella lo miró. Sentía su determinación. No tenía fuerzas para discutir ni para resistirse.
—Está bien —asintió—. En este momento siento que no tengo nada que perder.
—¡Fantástico! —exclamó Tristan.
La abrazó y se puso de pie de un salto. Consultó su reloj.
—¡No nos queda mucho tiempo! —advirtió.
Corrió al teléfono, pidió que lo comunicaran con el servicio de habitaciones y encargó una serie de almuerzos en cajas y también agua mineral.
En cuanto llegó el pedido, Marissa y Tristan descendieron al vestíbulo y salieron por la entrada de servicio, tal como lo hicieran aquella mañana. Bentley había llevado el Mercedes al callejón. Estaba leyendo un periódico mientras esperaba.
Tristan entró por el otro lado.
—¡A Aberdeen! —indicó a Bentley—. Nos vamos de contrabando.
Enfilaron hacia el este de Tsim Sha Tsui, y después al túnel Cross Harbor. Casi en seguida, el embotellamiento del tráfico los obligó a avanzar al paso.
Tristan miró nervioso su reloj a la luz mortecina del túnel.
—¡Maldición! —exclamó—. Llegaremos por los pelos si el capitán Fa Huang leva anclas a las seis en punto.
Marissa cerró los ojos. Se sentía embotada, como si nada de aquello estuviera ocurriendo en realidad.
El ejecutor miró al verdugo por encima del escritorio.
La tensión entre ellos era natural para dos expertos en el mismo campo de acción. Cada uno sabía que el otro hacía cosas similares, sólo que en mundos diferentes. El señor Yip pensaba que Ned era un individuo tosco y vulgar. Ned pensaba que el señor Yip era una rata de alcantarilla en traje blanco.
Se encontraban sentados en la misma oficina a la que el señor Yip había llevado a Marissa y a Tristan en su primer encuentro. Willy estaba afuera, con algunos de los hombres del señor Yip.
—Espero que el señor Pang lo haya llamado por teléfono —dijo Ned.
—En efecto, lo hizo —repuso el señor Yip—. Pero sólo me dijo que haríamos negocios. Afirmó que tenía que ver con liquidar a una pareja, por lo cual usted pagaría a los Wing Sin la suma de ciento cincuenta mil dólares de Hong Kong.
No me dio más detalles.
—Se trata de un hombre y una mujer —explicó Ned—. El es australiano y ella norteamericana. Sus nombres son Tristan Williams y Marissa Blumenthal. Se alojan en el Península Hotel, pero es posible que eso cambie en cualquier momento.
El señor Yip sonrió para sí, al comprender en seguida que la Wing Sin estaba a punto de obtener beneficios de las dos partes en conflicto.
—La pareja que usted me describe ha estado hablando conmigo aquí, en esta misma oficina.
—¿Hablando de qué? —preguntó Ned.
—Me pagaron para que les suministrara información —explicó el señor Yip—. Se mostraron interesados por las personas que hemos estado sacando clandestinamente de la República Popular China para Fertilidad, SRL Ned se movió nervioso en la silla.
—¿Y qué información recibieron? —preguntó.
—Muy poca, puedo asegurárselo —repuso el señor Yip—. Wing Sin jamás ha interferido con los asuntos de Fertilidad, SRL. De modo que —prosiguió el señor Yip—, ¿cuánto hay en esto para mí?
Acostumbrado a hacer negocios en Hong Kong, y en particular con los Wing Sin, a Ned no lo sorprendió aquella petición directa de dinero.
—El acostumbrado diez por ciento —contestó.
—Lo habitual es el quince —replicó el señor Yip con una sonrisa.
—Hecho —aceptó Ned.
—Da gusto hacer negocios con alguien acostumbrado a nuestros hábitos —repuso el señor Yip—. Y estamos de suerte. La pareja en cuestión debe partir esta tarde en un junco tanka para recoger individuos para Fertilidad, SRL. Eso hará que nuestro trabajo resulte en extremo sencillo y eficiente. Los cuerpos serán arrojados al mar. Todo muy simple.
Ned consultó su reloj.
—¿A qué hora zarpan? —preguntó.
—Alrededor de las seis —respondió el señor Yip. Se puso de pie—. Creo que lo mejor será que partamos inmediatamente.
Unos minutos después estaban en medio de un embotellamiento de tráfico.
—¿No hay una manera más fácil de llegar? —preguntó Ned con desaliento.
—Tranquilícese —aconsejó el señor Yip—. Considere hecho el trabajo.
Cuando salieron del túnel, el carril izquierdo resultó estar igualmente abarrotado de vehículos. Todo fue frenar y avanzar unos metros durante el viaje a Aberdeen.
Tristan estaba frenético. No podía quedarse quieto, y miraba su reloj continuamente. Marissa, en cambio, permanecía inmóvil, con la mirada perdida hacia delante. Su mente era un caos y su bloqueo emocional comenzaba a desvanecerse. Pensaba en Robert y en los buenos momentos que habían pasado juntos. Se sentía responsable no sólo de su muerte, sino también de los momentos difíciles vividos algunos meses antes. Los ojos empezaron a llenársele de lágrimas. Apartó la cabeza para que Tristan no lo notara. De no ser por la apatía abrumadora que sentía, habría pedido que diesen la vuelta.
Además de la tristeza, Marissa empezaba a sentirse intranquila por tener que navegar en mar abierto; no sabía si podría evitar marearse y sentirse descompuesta. Durante el trayecto al junco en el sampán motorizado, Marissa volvió a considerar la idea de pedirles que regresaran. El sonido del agua y la mera idea del océano la intranquilizaban, y le recordaban con increíble nitidez la muerte de Wendy.
—¡Espléndido! —exclamó Tristan cuando doblaron alrededor de una hilera de juncos y vieron que el capitán Fa Huang todavía no había zarpado. El sampán se detuvo al costado del junco.
Marissa vio que el capitán no estaba solo. Un par de chinos de aspecto feroz estaban apostados junto a la barandilla de la cubierta de popa, observando con interés la llegada del sampán.
Marissa aferró por el brazo a Tristan y señaló.
—¿Quiénes son esos hombres? —preguntó—. Parecen banditos.
—No sé —respondió Tristan—. Deben ser de la tripulación.
Bentley subió a bordo y se volvió para echarles una mano.
Tristan le pasó las cajas con comida y las botellas de agua mineral.
—Muy bien, querida —instó Tristan, y la tomó del brazo empujándola arriba, Marissa se encontró a bordo del junco.
Una vez en la embarcación, ascendieron por la escalerilla a la cubierta principal. El capitán les dio la bienvenida y les presentó a Liu y Maa, los dos marineros de cubierta.
Todos hicieron una reverencia. Entones el capitán dio una orden a gritos y los hombres empezaron a trabajar.
El junco se encontraba en las etapas finales de preparación para la partida. Hasta las dos mujeres que Marissa viera horas antes estaban atareadas bajando una jaula que contenía cuatro pollos vivos.
Al cabo de quince minutos de la llegada de Marissa y Tristan, el junco soltó amarras. Con mucho esfuerzo, la embarcación salió de su anclaje con pura fuerza muscular. Una vez en el canal, el capitán puso en marcha sus gemelos motores diesel, y se alejaron lentamente del congestionado puerto.
Enfilaron hacia el oeste en dirección al sol poniente.
En otras circunstancias, a Marissa la experiencia le habría resultado tonificante. El escenario era magnífico, sobre todo una vez que dejaron atrás el extremo de la isla Ap Lei Chou.
Entonces tuvieron oportunidad de contemplar a babor la vista de la boscosa isla Lamma y, directamente enfrente, la isla Lantau, mucho más montañosa.
Pero Marissa no pudo disfrutar de esa belleza. Se quedó sentada junto a la barandilla, sujetándose con fuerza y con los ojos cerrados. Se alegraba de recibir en el rostro la fuerte brisa marina, que secaba las lágrimas de sus mejillas antes de que nadie las viese. Y, como si eso fuera poco, comenzaba a sentirse un poco mareada cuando el barco empezó a moverse.
Ned Kelly lanzó una maldición cuando se encontró mirando el espacio vacío donde esperaba encontrar amarrado el junco de Fa Huang.
—¿No podríamos haber llegado aquí un poco más rápido? —preguntó exasperado.
Venía de Australia, y por eso no podía entender cómo la gente se las arreglaba con tanto tráfico.
—¡Hay que averiguar si están a bordo!
—Yo no soy su sirviente —replicó el señor Yip.
Ned comenzaba a irritarlo.
—Por favor, pregúnteselo —insistió Ned, mucho más calmado—. Lamento haberlo insultado.
El señor Yip le habló a la familia de uno de los juncos que estaban cerca del de Fa Huang. Les habló en tanka, un dialecto que Ned no entendía.
Dirigiéndose a Ned, el señor Yip dijo:
—Había dos demonios blancos en la embarcación. Eso fue literalmente lo que dijeron.
—Deben de ser ellos —explicó Ned—. ¿Podemos seguirlos?
—Desde luego —asintió el señor Yip.
Después de indicar al del sampán que los llevara de vuelta al muelle, ordenó que uno de sus hombres le trajera una elegante lancha rápida. Ned se instaló en el asiento delantero, junto a Willy y al conductor. El señor Yip y dos de sus hombres ocuparon el asiento trasero. Los dos hombres iban armados con metralletas.
Con un rugido, dejaron atrás el muelle y avanzaron a toda velocidad a lo largo del puerto. Ned se sintió alentado por la potencia de la lancha. Pero cuando llegaron a mar abierto, su estado de ánimo decayó. El océano estaba repleto de juncos. Todos parecían idénticos. Después de hacer un recorrido por un puñado de ellos sin éxito, se dieron por vencidos.
—Esa norteamericana tiene demasiada buena suerte —se quejó Ned.
Se volvió en su asiento y le gritó al señor Yip por encima del rugido del potente motor:
—¿Qué hacemos ahora? ¿Esperar que vuelvan, o qué?
—No es necesario esperar —respondió a gritos el señor Yip—. Disfrute de la travesía. Ya hablaremos cuando lleguemos al restaurante.
—¿Qué restaurante? —preguntó Ned.
El señor Yip se lo señaló. Delante de ellos estaba uno de los enormes restaurantes flotantes de Aberdeen, con dragones y ornamentos orientales. En medio de los ruinosos juncos parecía un inusitado oasis.
Quince minutos después, Ned estaba cenando a lo grande.
El sol se había puesto y las luces de Aberdeen parpadeaban al otro lado del puerto. El señor Yip se ocupó de pedir una comida fastuosa. Aquello fue suficiente para que Ned olvidara su enojo.
En mitad de la comida, uno de los hombres del señor Yip apareció con una carta marina, que el señor Yip desplegó sobre la mesa.
—Este es el estuario del Zhujiang Kou —explicó Yip—. Casi todos los extranjeros lo llaman río de la Perla. Aquí está Cuangzhou —señaló con uno de sus palillos—. Y aquí, por encima de Zhuhai, justo al norte de la zona económica especial que la República Popular China ha establecido en Macao, se halla un grupo de pequeñas islas. Es allí donde el capitán Fa Huang recoge a su gente. Si acude esta noche allí con algunos de mis hombres, se encontrará con ellos. No hace falta que espere su regreso.
—¿Cómo llegar hasta allá? —preguntó Ned, mirando el mapa.
Observó que no quedaba demasiado lejos: a unos ochenta kilómetros.
—Tenemos un barco especial que vendrá a buscarlo —añadió el señor Yip—. Es lo que llaman un «barco cigarrillo».
—Estupendo —repuso Ned.
Sabía que los «barcos cigarrillo» desarrollaban velocidades superiores a los cien kilómetros por hora.
—Pero existe un problema —subrayó el señor Yip.
—¿Cuál? —preguntó Ned.
—Necesito más dinero.