14 DE ABRIL DE 1990 8.00 a.m.
Una suave llamada a la puerta despertó a Marissa.
Decidió no prestarle atención. Se volvió hasta quedarse de costado y se tapó la cabeza con la almohada. Pese a ésta, oyó un segundo golpe.
Se incorporó apoyándose en un codo y preguntó quién era.
Oyó una voz apagada. Apartó la ropa de cama, se puso la bata del hotel y se acercó a la puerta. Repitió la pregunta.
—Servicio de habitaciones —indicó una voz.
—Yo no he pedido ningún servicio de habitaciones —contestó Marissa.
—Habitación 604 —prosiguió la voz—. Desayuno a las ocho de la mañana.
Marissa giró la llave de la puerta y la abrió. Pero no había acabado de abrirla del todo cuando una persona entró en el cuarto como una tromba.
—¡Sorpresa! —exclamó Tristan. Se adelantó al carro del servicio de habitación y le entregó a Marissa un ramo de flores.
—No has pedido un desayuno, pero yo sí. Desayuno para dos.
Tristan le indicó al camarero que preparara la mesa junto a la ventana que daba al puerto.
Marissa sacudió la cabeza. Jamás sabía si alegrarse o irritarse con las payasadas de Tristan.
—Estoy levantado desde el amanecer —explicó Tristan—. Es un día glorioso.
Marissa seguía parada junto a la puerta. Tristan volvió junto a la mesa y metió las flores en un jarrón que tenía preparado.
—¿Qué haces ahí parada? —preguntó, al ver que Marissa no se había movido—. Nos espera un día muy alterado. ¡Vamos! ¡Muévete!
Marissa se encaminó al cuarto de baño. Al cerrar la puerta detrás de ella alcanzó a ver al camarero junto a la puerta del vestíbulo.
Marissa se miró en el espejo que estaba delante del lavabo.
Lo que contempló la asustó: estaba pálida, tenía ojeras, su pelo se veía lacio y opaco. Después se miró en el espejo de cuerpo entero que se hallaba detrás de la puerta. Eso la hizo sentirse un poco mejor; por lo menos estaba perdiendo algunos de los kilos que había aumentado a causa del tratamiento con hormonas.
—Esperaré ansiosamente en mi habitación —gritó Tristan del otro lado de la puerta—. Llámame cuando estés lista para el banquete.
Marissa sonrió a pesar de sí misma. La conducta juguetona de Tristan, su buen humor, constituían un bálsamo para su alma atribulada. De un momento a otro le resultaba imposible anticipar qué pensamientos sombríos se abatirían sobre ella: la muerte violenta de Wendy, el deterioro de su relación con Robert, su vida convertida en un desastre, o su incapacidad para concebir un hijo. La sonrisa de Marissa se desvaneció cuando empezó a pensar en su vida. No creía que quedara nada por estropearse. Por añadidura, todavía no se sentía física ni mentalmente normal, pese a que no tomaba hormonas desde hacía una semana. Se preguntó cuándo recuperaría su antiguo equilibrio mental.
Una ducha, maquillaje y ropa limpia contribuyeron a mejorar su estado de ánimo. Cuando estuvo preparada, golpeó la puerta que comunicaba las dos habitaciones. Tristan apareció en seguida. Desayunaron frente a la ventana desde la que se veía la isla de Hong Kong, a lo lejos. Mientras comían, lentamente emergían las verdes montañas de la bruma matinal que las envolvía.
Tristan volvió cuando se disponía a disfrutar del café.
Le dije al conserje que queríamos un chofer con experiencia. Y él me contestó que todos sus chóferes son expertos en su trabajo.
—¿Qué planes tenemos hoy? —preguntó Marissa.
—Primero, ir al banco al que giré el dinero —respondió Tristan—. Después de la experiencia de anoche, tengo la sensación de que necesitaremos bastante. Después, he pensado que deberíamos seguir tu otra sugerencia y visitar uno de los hospitales. Podemos preguntar por Wing Sin allí, además de por la tuberculosis. Si todavía no tenemos ninguna pista para localizar la tríada, le preguntaremos al chofer. ¿Qué te parece?
—Me parece bien —contestó Marissa.
Cuando bajaron y salieron del hotel, descubrieron que la limusina los esperaba. Era un Mercedes negro. El chofer se presentó como Freddie Lam.
—Al Banco Nacional de Hong Kong, Freddie —indicó Tristan, y se instaló cómodamente en el asiento trasero del Mercedes.
Tardaron alrededor de media hora en cubrir los cuatrocientos metros repletos de tráfico congestionado que los separaban del banco.
—Habríamos llegado mucho más rápido a pie —comentó Marissa.
El banco era un imponente edificio de mármol, y las operaciones se llevaban a cabo con gran eficiencia. La expresión del impecablemente vestido cajero no se alteró cuando Tristan retiró el dinero.
—Me parece mucho dinero —señaló Marissa cuando estuvieron de vuelta en la limusina.
Tristan indicó a Freddie que los llevara al centro comercial New World.
—¿No crees que deberíamos ir primero al hospital? —preguntó Marissa.
No podía creer que a Tristan le interesara hacer compras.
—Ten paciencia, encanto —le pidió Tristan.
Llegados al centro entraron en un vasto salón con cascadas de agua, escaleras mecánicas las joyerías. Una vez allí, insistió en que eligiera un reloj para sustituir el que había perdido la noche anterior.
—¡Vamos, Marissa! —replicó Tristan cuando ella trató de poner objeciones—. ¡Hoy me siento generoso!
Se palmeó el bolsillo lateral de los pantalones, donde tenía el dinero extraído del banco.
—Además, me siento responsable por lo de anoche.
Los dos terminaron comprándose relojes. Tristan pagó en efectivo después de regatear y conseguir una rebaja considerable en el precio. Muy satisfechos, ambos salieron de la joyería con sus relojes nuevos.
Una vez dentro del coche, Tristan indicó al chofer:
—Volvamos al hotel, Freddie.
Freddie sonrió y se tocó la visera brillante de su gorra.
—Eso me recuerda —alegó Tristan cuando se echó hacia atrás en el asiento— que todavía no he sustituido mi sombrero australiano. Una pena, justo cuando empezaba a amoldarlo a mi gusto.
—Ese sombrero daba la impresión de haber sido pisado varias veces por tu avión —repuso Marissa.
—Así fue —replicó Tristan—. Eso es lo que hay que hacerle.
En el hotel, esperaron en fila en el mostrador de recepción.
Cuando les llegó el turno, Tristan cumplimentó un formulario para que le dieran una caja fuerte. Ambos lo firmaron.
Entonces Tristan depositó gran parte del dinero que había retirado del banco.
Hecho eso, volvieron a salir y se subieron a la limusina.
—Freddie —preguntó Tristan—, ¿cuál es el hospital más grande aquí, en Kaulún?
—El Queen Elizabeth Hospital —contestó Freddie.
—Allí es donde queremos ir —repuso Tristan.
Cuando el vehículo partió a toda velocidad, el conserje salió del hotel acompañado por tres jóvenes chinos de traje azul oscuro. El conserje señaló el sedán que se alejaba, justo cuando el coche doblaba a la izquierda en Salisbury Road.
Los tres chinos asintieron.
—Has hecho un buen trabajo, Pui Ying —alegó uno de los hombres—. Wing Sin recuerda a sus amigos.
Los tres hombres subieron a su propio Mercedes negro que les aguardaba y ordenaron al chofer que siguiera al sedán.
El hombre al volante del Mercedes era un chofer agresivo, acostumbrado al tráfico de Hong Kong. Los peatones se apartaban en seguida al ver la matrícula. Llevaba el número 426.
Sin mucha dificultad, el coche consiguió ponerse detrás de Marissa y Tristan cuando éstos se dirigían al norte por Nathan Road.
—¿Cómo deberíamos hacerlo? —preguntó uno de los hombres.
—No lo sabremos hasta ver adónde van —repuso el otro—. No creo que sea difícil.
El individuo que viajaba en el asiento delantero junto al conductor extrajo un revólver calibre 38 de la pistolera que llevaba sujeta al hombro. Lo apoyó sobre las rodillas y empujó hacia fuera el tambor para verificar su carga.
Satisfecho, volvió a meterlo en la funda.
Siguieron en silencio cuando el coche dobló a la derecha en Jordan Road y entró en Gascoigne. Se sorprendieron cuando el siguiente giro los llevó a Princess, y aún más cuando el vehículo que seguían entró en los terrenos del Queen Elizabeth Hospital.
—Tal vez uno de los dos esté enfermo —sugirió uno de los hombres.
—Será mejor tener cuidado ahí dentro —explicó otro—. Suele haber policías.
El conductor redujo la velocidad del coche cuando también lo hizo el coche en que viajaban Marissa y Tristan.
Cuando ese vehículo dobló hacia la derecha y estacionó directamente enfrente de la entrada principal del hospital, el chofer hizo otro tanto exactamente detrás.
Los hombres vieron cómo Marissa y Tristan se apeaban y entraban en el hospital. Miraron en todas direcciones y descendieron del coche. Refugiándose en la sombra volvieron a otear hacia todos lados en busca de policías, pero no los había.
—Podríamos usar su coche —sugirió uno de los hombres.
Los otros asintieron.
Los tres encendieron cigarrillos y echaron a andar.
Freddie había bajado la ventanilla y leía un ejemplar del South China Morning Post. Le encantaban las columnas de cotilleos. Mientras leía sintió de pronto un metal frío contra la nuca, exactamente detrás de su oreja derecha.
Temeroso de moverse, volvió sólo los ojos hacia la derecha.
Tenía una vaga idea de lo que estaba apoyado contra su cabeza.
Comprobó que estaba en lo cierto: era un arma.
Al levantar la vista, Freddie se encontró ante el rostro de un joven chino con un cigarrillo entre los dientes. Detrás de él había otros dos.
—Por favor, baje del coche —ordenó el hombre del revólver—. Despacio y calladito. Así nadie se hará daño.
A Freddie se le hizo un nudo en la garganta. Comprendió que aquellos hombres eran soldados de infantería de una tríada. Como sabía con qué facilidad mataban, Freddie estaba aterrorizado. Al principio no podía moverse, pero una señal del cañón del arma lo convenció de que debía hacerlo.
Lentamente, bajó del auto.
—Por favor, diríjase al otro automóvil —ordenó de nuevo el hombre con el arma.
Freddie lo obedeció. Cuando llegó al segundo coche, el hombre le indicó que entrara. Freddie lo hizo. El hombre con el arma subió al vehículo junto a él. Más adelante, los otros dos se metieron en la limusina.
Llegar al aeropuerto de Kai Tac siempre colmaba de felicidad a Willy. Aunque se sentía australiano hasta la médula por haber nacido en Sidney, su padre y su madre provenían de Hong Kong, y Willy siempre había sentido un gran afecto por la colonia. Además, todavía tenía familiares en ella.
Aunque aparcar en Hong Kong constituía una pesadilla, aquello no le preocupaba. El automóvil le serviría de base de operaciones y podría dejarlo abandonado en cualquier momento. Para alquilarlo usó documentación falsa, una de las varias de que disponía.
Su primer destino fue un restaurante en la sección de Mong Kok de Kaulún, una de las zonas más densamente pobladas del mundo. El restaurante se alzaba en la calle Cantón, que era muy estrecha y estaba extremadamente congestionada. Pero con una buena cantidad de dinero para el policía de guardia, dejó el coche entre dos tiendas con toldos, repletas de cacerolas, sartenes y platos.
El restaurante estaba casi vacío a aquella hora de la mañana.
Willy se fue directamente a la cocina, donde unos sudorosos cocineros preparaban la comida para el almuerzo. El suelo se hallaba cubierto de una gruesa capa de desperdicios y grasa.
Más allá de la cocina había una serie de habitaciones que hacían las veces de oficinas. En la primera, una mujer, con un vestido de seda y cuello alto estaba sentada frente a un escritorio. Delante de ella tenía un ábaco. Las bolitas de madera se golpeaban con ruido mientras ella realizaba algunas operaciones aritméticas.
Willy inclinó respetuosamente la cabeza y le dijo a la mujer quién era. Ella no habló. Abrió uno de los cajones del escritorio y sacó un paquete de papel marrón atado con un cordón. Se lo entregó a Willy, que volvió a inclinarse.
De regreso en su coche, Willy quitó la cuerda y abrió el paquete. El arma era una Heckler y Koch de 9 milímetros, nueva y flamante. La sopesó. Le encajaba a la perfección en la mano.
Sacó el cargador y se aseguró de que estaba lleno.
También observó que en el paquete había un puñado de balas adicionales que se metió en el bolsillo del pantalón, aunque supiera que no las iba a necesitar. De hecho, estaba seguro de que con dos proyectiles sería suficiente. Y el cargador tenía ocho.
Tras meterse el arma en el bolsillo de la chaqueta, Willy se echó una ojeada en el espejo retrovisor. El arma le hacía un bulto. Se abotonó la chaqueta. Llevaba puesto su mejor traje nuevo en el espejo. Con la chaqueta abotonada la cosa quedaba mucho mejor.
Después de poner en marcha el coche, Willy condujo hasta Nathan Road y se encaminó hacia el sur. Al aproximarse al Península Hotel empezó a sentir un cosquilleo de excitación.
De las diversas tareas que ejecutaba para la FCA, ésta era la que más le gustaba. En un principio lo habían contratado sólo porque hablaba cantones con fluidez. Pero, poco a poco, le asignaron otras responsabilidades, y demostró encontrarse a la altura de todas ellas. En el departamento de «seguridad» sólo obedecía las órdenes de Ned Kelly.
Tras detenerse directamente enfrente del hotel, Willy estacionó en un lugar vacío pese al letrero que indicaba que estaba prohibido hacerlo. Se bajó del coche y se acercó al portero del establecimiento. Sacó el equivalente de 200 dólares en la moneda corriente de Hong Kong y pasó los billetes al hombre.
—¿Puedo estar seguro de que el coche estará bien aquí? —preguntó en cantones.
El portero asintió y se metió el dinero en el bolsillo.
Willy entró en el hotel con un sentimiento de orgullo.
Constituía un testamento vivo de la ética de Hong Kong: el diligente esfuerzo individual siempre conducía al éxito.
De niño, durante su infancia en Sidney, sumido en la pobreza, jamás imaginó que un día llegaría a entrar en un hotel internacional de lujo como ése, y se sentiría tan cómodo al hacerlo.
En una hilera de cabinas telefónicas, Willy solicitó a la operadora que le comunicara con Marissa. Aguardó, confiando en que aún fuera huésped de aquel hotel. En seguida le comunicaron con su habitación. En un primer momento había pensado colgar al instante, pero detestaba perderse la emoción de hablar con su presa. Pero no contestó nadie.
Willy marcó de nuevo el número de la operadora, y esta vez pidió hablar con Tristan Williams. Tampoco hubo respuesta en la habitación del médico. Era una buena señal. Les necesitaba a los dos juntos. Su plan era sencillo. Se les acercaría y dispararía a cada uno un tiro en la cabeza.
Preferiblemente los mataría ahí mismo, dejaría caer el arma y se mezclaría con la multitud. Lo había hecho ya antes muchas veces. En Hong Kong era de lo más fácil. En cambio, en Australia, la cosa resultaba mucho más complicada.
Tras dejar los teléfonos se dirigió al quiosco de prensa y compró el Hong Kong Standard. Con el periódico en la mano, se acercó al sector principal del vestíbulo y se sentó en un lugar que le permitiera vigilar la puerta principal y el mostrador de recepción. Lo que planeaba era esperar a que su presa viniera directamente hacia él.
—En Hong Kong la medicina constituye una mezcla de lo más interesante —comentó el doctor Myron Pao—. Realicé mis estudios en Londres, de modo que, como es natural, prefiero la medicina al estilo occidental. Pero no por ello paso por alto la medicina tradicional. Los homeópatas y los acupunturistas también ocupan su lugar.
Marissa y Tristan habían encontrado a un interno que pertenecía a la plantilla del hospital, y que se mostró gustoso en mostrarles el establecimiento. Acostumbrada a los hospitales privados de Boston, Marissa quedó sorprendida por las condiciones del Queen Elizabeth Hospital, e impresionada por su productividad. El número de pacientes atendidos en los consultorios externos y de los internados en las salas resultaba asombroso. El doctor Pao explicó que las familias chinas se ocupaban en gran parte del cuidado personal de los pacientes que estaban internados.
—¿Y qué dice acerca de la tuberculosis? —preguntó Marissa—. ¿Representa un problema serio aquí, en Hong Kong?
—Todo es relativo —repuso el doctor Pao—. Tenemos un promedio de alrededor de ocho mil nuevos casos por año.
Pero hay que tener en cuenta que eso ocurre con una población de cinco millones y medio de habitantes. Considerando las condiciones de hacinamiento en que se vive, no creo que eso sea alarmante. Estoy seguro de que una de las razones por las que no vemos más casos es que vacunamos a los niños, para nosotros la vacuna BCG es bastante eficaz.
—¿Ha habido, en los últimos años, un incremento de la incidencia de la tuberculosis? —inquirió Marissa.
—La hubo cuando llegó toda aquella gente en botes procedente de Vietnam, Camboya y Laos —respondió el doctor Pao—. Pero, en la actualidad, se ha restringido a las instalaciones de la isla de Lantau, donde viven.
—¿Y qué me dice de la salpingitis tuberculosa? —preguntó ahora Marissa.
—No he visto nunca nada parecido a eso —repuso el doctor Pao.
—¿Ningún caso? —insistió Marissa.
Quería asegurarse por completo.
—No, que yo sepa —insistió el doctor Pao.
—¿Y qué me dice de la República Popular de China? —prosiguió Marissa—. ¿Sabe usted qué experiencia tienen en relación con la tuberculosis?
—Presentan una mayor proporción que aquí —repuso el doctor Pao—. Los problemas respiratorios, en general, aparecen en una mayor proporción en la China comunista. Pero ellos también emplean mucho la BCG, con idéntico éxito que nosotros.
—¿Así que no constituye un problema importante? —inquirió Marissa—. ¿No se ha producido un incremento en los últimos tiempos, ni nada por el estilo?
—Que yo sepa, no —replicó el doctor Pao—. Y ya nos habríamos enterado. Mantenemos una comunicación bastante fluida con China en lo tocante a cuestiones médicas, sobre todo con Cuangzhou.
Marissa quedó perpleja.
—¿Usted sabe algo de la tríada Wing Sin? —preguntó en aquel momento Tristan.
—Eso, en Hong Kong, constituye una pregunta muy peligrosa —repuso el doctor Pao—. Sólo sé que existe, pero eso es todo.
—¿Sabe usted cómo se puede entrar en contacto con ellos? —inquirió Tristan.
—¡Definitivamente no! —exclamó el doctor Pao.
—Una pregunta mas —intervino ahora Marissa.
Comenzaba a sentir que estaban abusando del tiempo del médico chino.
—¿Se le ocurre alguna razón para que los chinos continentales vayan a Australia a aprender técnicas de fecundación in vitro o, al contrario, cree que ellos podrían contribuir de alguna manera a desarrollar esas técnicas?
El doctor Pao pensó durante un momento y luego negó con la cabeza.
—Pues no, no se me ocurre. El problema al que se enfrentan las autoridades chinas es más bien cómo prevenir la concepción, no cómo promoverla.
—Eso pienso yo también —replicó Marissa—. Gracias por habernos brindado su tiempo.
Juntos, Marissa y Tristan salieron del bullicioso hospital.
Marissa meneó desalentada la cabeza.
—Ha sido una pérdida de tiempo para todos, en especial para el doctor Pao. ¿Viste la lista de pacientes que tenía citados para hoy?
Tristan sostuvo la puerta de la entrada principal para que ella pasara.
—A veces los resultados negativos son tan importantes como los positivos —comentó, cogiéndola del brazo—. No seas tan implacable contigo misma. Venir aquí fue una buena idea.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —le preguntó Marissa mientras caminaban hacia la limusina. Desde los terrenos del hospital podía oír el sordo rugido de la ciudad, en un segundo plano.
—Se lo preguntaremos a Freddie —propuso Tristan.
Se quedó mirando los ojos castaño oscuro de Marissa y le sonrió.
—Entonces sabremos si esa novela tan emocionante que leíste hace ya tanto tiempo decía la verdad —añadió.
Al llegar junto al coche, el chofer saltó de su asiento y les abrió la puerta trasera. Marissa tenía ya un pie dentro del coche cuando Tristan le dio un tirón y la obligó a salir. Se había dado cuenta de que el conductor no era Freddie.
Casi al mismo instante Marissa se dio cuenta que había otro instalado en el asiento de atrás.
—¿Dónde está nuestro chofer? —preguntó Tristan.
El hombre que sujetaba abierta la portezuela era más joven y más delgado, y llevaba un traje azul oscuro y no el uniforme propio de un chofer.
—Por favor, el conductor ha tenido que atender otro compromiso —explicó.
—Pero esto es algo irregular —insistió Tristan.
—En absoluto —replicó el hombre—. Sucede con frecuencia en los casos en que los clientes piden chóferes particulares.
—Hay un hombre dentro del coche —terció Marissa.
Tristan se inclinó para mirar.
—Entre en el coche, por favor —instó el hombre que sujetaba la portezuela.
—¡Tristan! —exclamó Marissa jadeando—. Tiene un arma.
Tristan se enderezó. Mirando hacia abajo, vio una pistola con silenciador en la mano de aquel sujeto. El hombre la sostuvo a un costado y apuntó al estómago de Tristan.
—¿Qué es esto, amigo? ¿Una especie de broma? —inquirió Tristan, mientras disimuladamente cambiaba el peso de su cuerpo de un pie al otro.
—Por favor, entre… —repitió el hombre.
Pero no pudo seguir hablando a causa de los golpes que le propinó Tristan, primero a un lado del cuello y después en la muñeca. Con el segundo golpe, el arma del individuo cayó a la acera. Una patada al pecho del chino lo arrojó contra el automóvil, cuya puerta se cerró por la presión del empujón.
Tristan cogió a Marissa por la mano y la hizo precipitarse al lado de unos arbustos bajos que bordeaban un trozo pequeño con césped. Al otro lado del césped se encontraba la calle, con su habitual complemento de tráfico y peatones.
Arriesgándose a mirar hacia atrás, Tristan vio que otro hombre se había unido a los dos que se hallaban en la limusina, y que ahora los tres corrían hacia ellos.
Tristan había confiado que, en cuanto alcanzasen la calle de la ciudad, podrían perderse de vista entre la multitud.
Pero, por desgracia, no sucedió así. No habían conseguido alejarse lo que cabía hacer era echarse a correr.
Se lanzaron a la carrera hacia la sección de Yaw Ma Tei de Kaulún, buscando desesperadamente a los policías que habían visto en sus motocicletas cuando con anterioridad pasaron por allí. Incluso se habrían contentado con un policía de tráfico, pero no encontraron ninguno. Los transeúntes se apartaban de ellos cuando pasaban corriendo. Parecían curiosos pero no dispuestos a verse involucrados en aquel asunto.
Tristan y Marissa desembocaron en una amplia avenida, completamente atestada con autobuses de dos pisos y otros vehículos. Hasta las bicicletas habían tenido que detenerse, y cruzar por allí constituía algo parecido a una hazaña.
Al alcanzar la otra acera, comprobaron que la anchura de la calle era la única barrera que los separaba de sus perseguidores.
Una vez se hallaron en el corazón del distrito de Yaw Ma Tei, la congestión los engulló.
Tristan y Marissa entraron sin pensárselo en una calle con un mercado, con cientos de puestos entoldados repletos de hierbas, ropa, pescado, vajilla de cocina, frutas, dulces y otros alimentos. Con las prisas, chocaron con los compradores e incluso con algunos de los vendedores.
Pese al miedo que sentía, Marissa empezó a trastabillar.
Las hormonas y los kilos de más le hacían muy difícil correr. Sin quererlo, comenzó a tirar hacia atrás la mano de Tristan.
—¡Vamos! —la urgió él cuando comprendió que se estaba quedando rezagada.
—¡No puedo! —gritó ella, casi sin aire.
Tristan sabía que la mujer no podría seguir ese ritmo mucho tiempo más. Necesitaban un lugar para ocultarse. Tristan se desvió por entre distintos puestos, buscando con desesperación un lugar. No parecía existir ningún sitio donde refugiarse. El espacio entre la línea de puestos y las casas de apartamentos estaba lleno de productos desechados que se pudrían al sol. Los gatos merodeaban en las alcantarillas en busca de todo lo que pudieran encontrar. No había portales abiertos. Por fin, Tristan divisó un pequeño callejón lateral media manzana más adelante.
—¡Vamos! —instó—. ¡Sólo un poco más!
Al llegar al callejón, se metieron en él. Era tan angosto que sólo podía circular un coche en un sentido. Pasaron por una tienda al aire libre, con una hilera de patos pelados que colgaban del pescuezo. Al lado había una tienda que vendía insectos comestibles y, a continuación, otra que vendía serpientes.
Separada del barullo general de la calle del mercado, con su clamor de bocinas de autos, martillos neumáticos, y regateos entre vendedores y clientes, aquella calle lateral era comparativamente tranquila. Los sonidos principales provenían de radios ocultas y del clic de las fichas de Mah-Jong.
Chinos de edad avanzada estaban muy entretenidos con ese juego sobre mesas de madera. Cuando Marissa y Tristan pasaron por allí como una exhalación, los hombres les dedicaron una mirada superficial y volvieron a sumergirse en el juego.
—¿Quiénes son los que nos siguen? —logró preguntar Marissa entre jadeos entrecortados—. ¿Qué está pasando? ¿Por qué nos persiguen?
—¡Ni idea! —repuso Tristan, también bastante agitado—. Pero te confieso que empiezo a sentir cierta antipatía hacia Hong Kong. Nadar en los ríos infestados de cocodrilos de los territorios del norte de Australia es mucho más sano que esto, estoy convencido. No me gustan las armas de fuego.
Nerviosamente, Tristan miró por encima del hombro. Su alivio fue grande al comprobar que nadie los seguía por aquella calle angosta.
—¡Tengo que sentarme un momento! —alegó Marissa.
Con todos aquellos tratamientos para la infertilidad y poco o ningún ejercicio, no estaba en forma para aquella clase de esfuerzo. Justo delante de ellos había una casa de té con relucientes teteras colgando sobre el portal.
—¿Qué te parecería un poco de té? —propuso.
Después de mirar de nuevo hacia atrás, Tristan aceptó de mala gana.
Parecía más un depósito que un lugar público. Las mesas eran viejas, de madera sin pulir. Un puñado de clientes ocupaban distintas mesas. Siguiendo la habitual tradición china, hablaban en un nivel que era apenas inferior a un grito.
combinando la animada conversación con la estridente música china de rigor procedente de una diminuta Panasonic, la atmósfera no era particularmente sedante. Aun así, Marissa se alegró mucho de poder sentarse. Le dolían las piernas y tenía punzadas en el costado.
El propietario los miró con recelo. Se les acercó y les habló en un chino gutural.
—Lo siento, amigo —dijo Tristan—. No hablamos chino.
¿Qué tal si nos sirve una taza de té? De cualquier clase. La que usted prefiera.
El hombre miró a Tristan sin entender lo que decía.
Tristan le indicó con gestos que querían beber té y señaló a los otros parroquianos. Entendiendo al parecer lo que quería decir, el hombre desapareció por un portal trasero del que colgaban tiras con cuentas como en la entrada que daba a la calle.
—Qué oportuno que no hubiera policías a la vista —comentó irónicamente Marissa—. Hace menos de veinticuatro horas que estamos en Hong Kong y en dos oportunidades hemos tenido que salir huyendo como locos para salvar la vida. Y ninguna de las dos veces vimos a un solo policía.
—Te advertí que este viaje no sería precisamente de vacaciones —replicó Tristan.
—¿Crees que deberíamos ir a la policía ahora? —preguntó Marissa.
—No sé qué podríamos decirles —repuso Tristan—. Además, no creo que estén dispuestos a ayudarnos a encontrar a los Wing Sin.
—Quizá hemos ido demasiado lejos —adujo Marissa.
—Eso es obvio —Tristan volvió la cabeza y buscó al propietario con la mirada—. ¿Dónde demonios está nuestro té?
Marissa no estaba preocupada. No le apetecía demasiado tomar té.
Tristan se puso de pie.
En Hong Kong los pedidos aparecen en un instante o tardan siglos.
Caminó hacia la cortina por la que había desaparecido el propietario. Apartó las cuentas y miró hacia dentro.
Después volvió a la mesa y se sentó.
—Allá adentro hay un grupo de viejos decrépitos que fuman pipas —explicó—. Creo que hemos caído en uno de esos viejos fumaderos de opio que las autoridades toleran por el bien de un puñado de drogadictos. El opio es el legado más repulsivo y despreciable de la historia colonial británica, a pesar de haber proporcionado la base para la fundación de Hong Kong.
—¿Tenemos que irnos? —preguntó Marissa.
Por el momento, la historia no le interesaba.
—Cuando estés lista.
—¿Cómo salimos de aquí? —inquirió Marissa.
—Nos desviaremos por las calles laterales —apuntó Tristan—. Cuando lleguemos a esa calle ancha que atravesamos, buscaremos un taxi.
—Hagámoslo —repuso Marissa—. Cuanto antes regresemos al hotel, mejor me sentiré.
Tristan apartó la mesa para que Marissa pasase. Al ponerse de pie, estiró cada una de sus piernas doloridas, caminó con dificultad y se agachó para atravesar la cortina de cuentas.
Cuando Tristan hizo lo propio, chocó contra ella.
Marissa quedó paralizada. Exactamente delante de la casa de té se veía una limusina negra.
Los tres hombres de traje azul oscuro que los persiguieran antes se encontraban alrededor del vehículo, en distintas posiciones de reposo. Al ver a Tristan y Marissa, el hombre que estaba cerca de la delantera del coche se enderezó.
Marissa lo reconoció como el que había sustituido a Freddie. Su revólver no estaba a la vista. En cambio, exhibía una metralleta más amenazadora colgada de un costado.
Tristan cogió a Marissa por la muñeca y trató de volver a la casa de té, pero le cerraron la pesada puerta de madera en las narices. Estaba a punto de intentar abrirla por la fuerza cuando oyó que del otro lado corrían los cerrojos. Con resignación, Tristan volvió a colocarse frente a la calle.
—Por favor —dijo el hombre con el arma señalando la parte trasera de la limusina.
Tristan vio un jirón largo en el codo de la chaqueta del hombre. Supuso que había ocurrido cuando él lo derribó.
Al principio, ni Tristan ni Marissa se movieron. Pero el hombre con el arma no estaba dispuesto a tolerar demoras.
Una breve ráfaga de proyectiles de su metralleta a la acera logró persuadirlos. Las balas rebotaron por la calle, obligando a los jugadores de Mah-Jong a agazaparse para protegerse. Sin duda era un hombre acostumbrado a matar.
Después de esa exhibición, Marissa y Tristan accedieron a sus deseos. Se acercaron a la puerta posterior del coche, pero el hombre con el arma negó con la cabeza. Con la metralleta, les señaló nuevamente la parte trasera del coche. Uno de los otros hombres abrió con su llave el maletero y levantó la tapa.
—¿Quiere que nos metamos en el maletero? —preguntó Tristan.
—Por favor —respondió el hombre armado.
—Sin duda, un lugar muy acogedor —comentó Tristan mientras se introducía en aquel espacio pequeño y se acurrucaba.
Marissa vaciló un instante pero hizo lo propio y se acurrucó contra Tristan.
A continuación, cerraron la tapa del maletero y quedaron en una completa oscuridad.
—Es la primera vez que abrazo a una mujer en el maletero de un coche —bromeó Tristan.
Su brazo derecho rodeaba el cuerpo de Marissa. —¿No puedes hablar en serio por una vez?— replicó Marissa.
—Parecemos un par de salmones ahumados en lata —siguió Tristan.
Oyeron que el motor se ponía en marcha y el coche daba un salto hacia delante por aquel estrecho callejón.
—La expresión es «sardinas en lata» —corrigió Marissa.
—No donde yo crecí —repuso Tristan.
—Tris, tengo miedo —confesó Marissa, luchando por no llorar—. ¿Y si nos asfixiamos? Siempre me han aterrado los lugares cerrados.
—Cálmate —dijo Tristan—. Y trata de respirar con normalidad. El problema no es éste, sino adónde nos llevan.
Para mitigar la claustrofobia de Marissa, Tristan habló interminablemente de cualquier cosa que se le pasó por la cabeza.
Después de innumerables giros y detenciones, el coche frenó y apagaron el motor. Marissa y Tristan oyeron que las puertas del vehículo se abrían y se cerraban. Algunos segundos después, giraron la llave del maletero y abrieron la tapa.
Los mismos tres hombres los miraron.
—Salgan del coche, por favor —ordenó el hombre armado.
Una Marissa entumecida y sucia salió del maletero, seguida por Tristan.
Y se encontraron en el interior de un enorme almacén repleto de contenedores marítimos.
—Muévanse —urgió el hombre con el arma, y señaló un espacio entre dos contenedores.
Tristan rodeó a Marissa con un brazo. Con terror compartido, se encaminaron en la dirección indicada, preocupados por lo que pudiera suceder después. Al otro lado de los contenedores había una puerta cerrada. Se detuvieron, esperando instrucciones. Uno de los hombres abrió la puerta y les indicó que pasaran. Al trasponer la puerta, Marissa y Tristan se encontraron en un largo pasillo. Obedeciendo órdenes no verbales, fueron hasta el final del pasillo antes de ser detenidos frente a una puerta. Uno de los hombres llamó.
Desde el interior, alguien contestó en chino, y la puerta se abrió.
Marissa y Tristan se vieron empujados hacia dentro.
El cuarto parecía una oficina, con escritorio, archivos, equipamiento de despacho, paneles informativos y enormes calendarios con fotografías de barcos. Frente al escritorio había un chino algo mayor que los tres secuestradores. Vestía impecablemente, con un traje de seda blanca, gemelos y pasador de corbata de oro. Su pelo negro azabache estaba cepillado hacia atrás y afirmado en su sitio con fijador. Otro chino de traje gris estaba de pie a su lado.
Cuando Marissa y Tristan fueron empujados hacia el escritorio con las manos en la nuca, el chino que parecía el jefe estudió a Marissa y a Tristan de la cabeza a los pies. Después se echó hacia delante y apoyó los codos sobre un gran libro de contabilidad que tenía encima del escritorio.
El individuo habló en chino a toda velocidad. En seguida, varios de los hombres de traje azul dieron un paso adelante y cachearon a Marissa y a Tristan. Les quitaron las billeteras y los relojes y los colocaron encima del escritorio.
Después, se apartaron.
Como si tuviera todo el tiempo del mundo, el hombre del traje blanco encendió un cigarrillo y lo sostuvo entre los dientes como si fuera un puro. Inclinando un poco la cabeza para que el humo no se le metiera en los ojos, cogió las billeteras y las registró mirando las fotografías y las tarjetas de crédito. Sacó el dinero y lo puso sobre la mesa.
Después, miró a Marissa y a Tristan.
—Tenemos curiosidad con respecto a por qué han estado preguntando por Wing Sin —empezó en un perfecto inglés, con acento de escuela pública inglesa—. En Hong Kong, las tríadas son ilegales. Es peligroso hablar de ellas.
—Somos médicos —explicó Marissa antes de que Tristan tuviera tiempo de responder—. Lo único que nos interesa es obtener información. Estamos tratando de investigar una enfermedad.
—¿Una enfermedad? —preguntó el hombre con incredulidad.
—La tuberculosis —siguió Marissa—. Intentamos seguirle la pista a cierto tipo de infección tuberculosa que ha comenzado a aparecer en Estados Unidos, Europa y Australia.
El hombre del traje blanco se echó a reír.
—¿Qué es esto? —preguntó—. ¿Así que ahora se busca a las tríadas para información médica? ¡Qué ironía! Durante años, los políticos han sostenido que las tríadas constituyen una enfermedad.
—No buscamos a la Wing Sin para obtener conocimientos médicos —terció Tristan—. Sólo información sobre inmigrantes ilegales que la Wing Sin ha estado haciendo salir de la República China y enviado a la FCA, o Clínica de Asistencia a la Mujer de Australia.
El hombre del traje blanco miró a los dos extranjeros.
—Lo más sorprendente de esta conversación es que les creo —añadió con otra carcajada—. Lo que me dicen es tan descabellado que nadie sería capaz de inventarlo. Desde luego, sea o no verdad, eso no los absuelve de los peligros inherentes a hablar en público de Wing Sin.
—Estamos dispuestos a pagar por esa información —alegó Tristan.
—¡Oh! —exclamó el hombre del traje blanco.
Y sonrió, al igual que sus secuaces.
—Ustedes, los australianos, tienen una manera especial de llegar al nudo de la cuestión. Y puesto que en Hong Kong todo está en venta, tal vez podamos hacer negocio. De hecho, si estuvieran dispuestos a ofrecer una suma pequeña, como diez mil dólares de Hong Kong, podría hacer algunas averiguaciones y ver qué les puedo proporcionar. Sin garantías, por supuesto.
—Le ofrezco cinco mil —replicó Tristan.
El hombre del traje blanco volvió a reír.
—Admiro su coraje —afirmó—. Pero no está en posición de regatear. Diez mil.
—Está bien —aceptó Tristan—. ¿Cuándo conseguiremos nuestra información?
—Reúnanse conmigo en la cima del Victoria Peak mañana, a las diez de la mañana —explicó el hombre del traje blanco—. Cojan el tranvía.
—De acuerdo —replicó Tristan.
Dio un paso adelante para tomar su billetera y la de Marissa y los relojes.
El hombre que estaba junto al escritorio desvió la mano de Tristan. Recogió las billeteras y se las entregó al hombre del traje blanco.
—Lamentablemente, nos quedaremos con el dinero y los relojes —explicó éste—. Lo lamento, pero es para los hombres que les han traído hasta aquí. El dinero podemos considerarlo un pago a cuenta de los diez mil dólares.
Abrió la billetera, cogió unos pocos billetes y lo entregó a Tristan.
—Para los gastos de vuelta desde el lugar donde los dejemos —añadió.
Tristan tomó el dinero.
—Gracias, amigo, muy amable por su parte. Pero dígame una cosa: ¿es usted miembro de la Wing Sin?
—Como sé que, por venir de Australia, desconoce usted el comportamiento civilizado, lo perdonaré por formular esa pregunta. También quiero advertirle que evite a la policía desde ahora hasta el momento de nuestro encuentro. Serán ustedes vigilados. Nos veremos mañana, con el dinero.
El hombre movió la mano y en seguida los tres hombres de traje azul avanzaron y escoltaron a Marissa y a Tristan fuera de la habitación. Mientras salían, el hombre del traje blanco volvió a concentrarse en el libro de contabilidad que tenía delante.
—Un tipo amable —comentó Tristan con evidente sarcasmo.
Caminaron por el largo pasillo y salieron al almacén.
Una vez delante del automóvil, se detuvieron.
—¡Otra vez al maletero no, amigo! —pidió Tristan cuando vio que uno de los hombres levantaba la tapa.
En la misma posición en que habían llegado, pero con un poco menos de aprensión, Marissa y Tristan se vieron transportados desde los almacenes.
—Esta forma de transporte podría llegar a gustarme —comentó Tristan, acurrucándose más contra Marissa.
—¡Tris! —exclamó Marissa—. Vamos. Háblame como lo hiciste antes. Me distrajo y me impidió pensar que estaba encerrada aquí.
—Bueno, en primer lugar —siguió Tristan—, resulta obvio por qué nos metieron. No quieren que sepamos dónde está ubicado ese almacén.
—Cuéntame más sobre tu infancia —apremió Marissa.
Después de carraspear, Tristan la complació.
El segundo viaje fue mucho más corto que el primero. De hecho, cuando levantaron la tapa del maletero los dos se quedaron sorprendidos, no sólo por el poco tiempo transcurrido si no también por el breve trecho recorrido.
Al salir a la luz del sol, Marissa y Tristan tuvieron que entornar los ojos mientras intentaban orientarse. Estaban en una calle urbana, frente a la estación de Mongkok del metro de Hong Kong. Algunos peatones los miraban con extrañeza, pero siguieron adelante. Eso fue suficiente para que Marissa se preguntara si sería tan común en esa ciudad ver personas que salían del maletero de un automóvil.
Los hombres del traje azul no dijeron ni una palabra.
Con toda calma subieron al asiento trasero y partieron en el coche.
—Una mañana más bien interesante, ciertamente —bromeó Tristan—. ¿Qué te parece si volvemos al hotel?
—¡Sí, por favor! —suplicó Marissa—. Estoy hecha un manojo de nervios. No sé cómo puedes estar tan tranquilo. Tócame, estoy temblando —dijo Marissa, y colocó la mano sobre el antebrazo de Tristan.
—¡Estás tiritando! —rió Tristan—. Siento haberte metido en esto, pero por lo menos hemos establecido contacto.
Quizá las cosas mejorarán de ahora en adelante. Siempre y cuando, desde luego, tú quieras seguir en ello.
—Creo que sí —replicó Marissa, pero no sonó muy decidida—. Aunque no me creo capaz de soportar otra persecución.
Bajaron al metro. Les alegró descubrir que estaba limpio y bien iluminado. El trayecto hasta la estación Tsim Sha Tsui fue rápido, cómodo y, aún mejor, sin contratiempos.
Desde la estación del metro, el hotel quedaba bastante cerca. Al pasar por una de las numerosas joyerías por el camino, Marissa comentó en broma que de nuevo necesitaban comprarse relojes.
—Si esto sigue así —afirmó Tristan—, tener un reloj en la muñeca se transformará en la parte más costosa de todo el viaje.
Al detenerse frente a un semáforo, Tristan cogió del brazo a Marissa y se inclinó para hablarle al oído.
—Detesto tener que alarmarte una vez más, pero creo que nos siguen. Detrás de nosotros hay dos hombres vestidos igual que los que nos persiguieron. Nos siguen desde el metro.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó nervosamente Marissa—. No me diga de correr. No podría.
Tristan se enderezó.
—¡Tranquilízate! —urgió—. No correremos; en realidad, no haremos nada. El hombre del traje blanco nos advirtió que nos tendrían vigilados. Lo más probable es que éstos sean sus hombres. Supongo que lo único que no deberíamos hacer es hablar con ningún policía.
Marissa paseó la mirada por aquella esquina bulliciosa.
A diferencia de lo que les había pasado antes, ahora había muchos policías a la vista. Con sus elegantes uniformes azules, patrullaban por las calles.
—¿Dónde estaban esos tipos cuando los necesitábamos? —preguntó Marissa.
—Esta es una zona turística —arguyó Tristan.
Al llegar al hotel, se detuvieron cuando el portero los saludó graciosamente con una inclinación y les abrió la puerta.
—Quiero pasar por recepción —explicó Tristan cuando entraron—. Tengo que sacar más dinero de la caja de seguridad.
También me gustaría darle una buena patada al conserje.
Sospecho que fue él quien les pasó el dato a los de la tríada. Y pensar que me aceptó los veinte dólares de propina.
—No hagas ninguna escena —le recomendó Marissa, y le oprimió el brazo para darle más fuerza a sus palabras.
Conociendo el comportamiento de Tristan, no le habría sorprendido nada que se acercara al individuo y le propinara un puñetazo.
Juntos se acercaron al mostrador con superficie de mármol.
Mientras Tristan trataba de obtener la atención de alguien del personal del hotel, Marissa recorrió el vestíbulo con la mirada. Como de costumbre, estaba repleto de gente. Un té tardío en ese vestíbulo elegante había sido una tradición en el Península desde hacía más de medio siglo. Mujeres enjoyadas y hombres de punta en blanco se sentaban frente a mesas cubiertas con manteles. Camareros de guante blanco iban de aquí para allá desde la cocina. Carritos con tartas y pastelería se desplazaban por ese elegante escenario. Música clásica ejecutada en el piano constituía el broche de oro.
—¡Tristan! —exclamó Marissa—. Un hombre viene hacia aquí. Un hombre que creo reconocer.
En un principio, la mirada de Marissa había pasado sobre ese hombre como un rostro más en la muchedumbre. Pero, después, su mente la obligó a volver a él y examinarlo con más atención. Había algo en su semblante y en la forma de su negro pelo que resonó en su memoria. Lo vio bajar el periódico que leía y ponerse de pie. Vio cómo metía la mano en el bolsillo de su chaqueta. En aquel momento, oprimió el brazo de Tristan.
—¿De quién se trata, querida? —preguntó Tristan.
—Viene hacia aquí —le susurró Marissa—. Es el chino del traje gris. Lo he visto antes. ¡Creo que es el hombre que arrojó el cebo al agua cuando Wendy murió!
Tristan recorrió el vestíbulo con la mirada. Había tantas personas… Pero en seguida distinguió al chino que se abría paso entre la multitud. Su mano derecha seguía metida en el bolsillo de la chaqueta. Parecía sostener algo.
Tristan intuyó peligro. Había algo extraño en la forma en que el individuo se les acercaba. Tristan sintió que debía hacer algo.
No había tiempo para huir con tanta gente alrededor. A su espalda, oyó que el ayudante del gerente del hotel lo llamaba por su nombre. El chino estaba sólo a tres metros. Casi se encontraba encima de ellos. Parecía sonreír. La mano metida en el bolsillo comenzó a moverse. Tristan vio un brillo metálico.
Con un alarido, Tristan se apoyó en el mostrador del hotel y se precipitó contra el hombre. En el último instante, antes de hacer contacto, vio que el arma del individuo asomaba por el bolsillo, pero Tristan golpeó contra él antes de que lograra sacarla del todo. La fuerza del impulso de Tristan arrojó a los dos hacia atrás contra una mesa redonda. La mesa cayó, enviando en todas direcciones la vajilla de porcelana y las tartas. Las ocho personas que ocupaban la mesa terminaron por los suelos.
En un instante, cundió el pánico. Lo que un momento antes era una escena de un absoluto decoro, se convirtió ahora en un caos. Las personas se dispersaron; algunas gritaban, otras simplemente corrían a refugiarse.
Él y el chino rodaron después de dar contra la mesa, Tristan logró sujetar la muñeca del individuo. El arma se disparó, enviando una bala hacia el techo.
Cuando Tristan intentó hacer un movimiento de kung fu, se sorprendió al no conseguirlo y descubrir que su contrincante era tan rápido y experimentado como él. Dejando a un lado las artes marciales, Tristan le mordió el brazo. Sólo entonces el revólver cayó al suelo.
Pero el hecho de morder al hombre hizo que Tristan perdiera su posición. El desconocido sacó partido de esa ventaja y arrojó a Tristan por encima del hombro. Tristan se preparó para que la caída no fuera grave. No bien golpeó en el suelo, rodó para evitar ser pateado. Entonces se puso en pie de un salto, y adoptó una posición agachada. Pero antes de que pudiera moverse, otros hombres lo sujetaron por atrás.
Tristan vio que el chino se alejaba. Otro hombre trató de detenerlo, pero el chino ejecutó un perfecto movimiento de kung fu y envió al intruso al suelo con una potente patada al pecho. Y después corrió hacia la puerta principal, perdiéndose entre los huéspedes del hotel. Una vez en la calle, se fusionó en seguida con la multitud que ya se había congregado allí.
Tristan no luchó contra los hombres que lo sostenían.
Como había notado que llevaban transmisores de radio en los cinturones y auriculares en los oídos, confiaba en que fueran agentes de seguridad del hotel.
Marissa corrió hacia ellos y exigió que soltaran a Tristan.
Hasta empezó a tirar del brazo de uno de los detectives del hotel cuando no le prestaron atención. Pero el ayudante del gerente, que había presenciado todo el episodio, ordenó que soltaran en seguida a Tristan.
Marissa le arrojó los brazos al cuello a Tristan y se apretó contra él.
—¿Estás bien? ¿No estás herido?
—Lo único que tengo herido es mi amor propio —contestó Tristan—. Ese tipo era mejor que yo en kung fu.
—¿No quiere que llamemos al médico del hotel? —preguntó el ayudante del gerente. Éste es todo el tratamiento que necesito.
Marissa seguía apretada contra él y tenía la cabeza enterrada en su pecho.
—¿Cómo supo que el hombre iba armado? —preguntó el subgerente.
—Es el sexto sentido de un australiano —explicó Tristan.
—El hotel está en deuda con usted por su valentía —siguió el subgerente—. Sin duda el hombre planeaba un robo o algo semejante.
—No rechazaría una recompensa de tipo líquido —afirmó Tristan—. ¿Por casualidad no tienen cerveza Fosters?
Rodeó a Marissa con sus brazos y le oprimió la espalda.
Cuando logró salir del hotel, Willy dobló a la derecha y disminuyó la marcha hasta convertirla en un paso rápido.
No quería llamar la atención. Su destino era la abarrotada terminal del Star Ferry. Cuando llegó allí, le alivió perderse entre el gentío. Cientos de personas aguardaban el siguiente transbordador, que en aquel momento hacía su entrada en el muelle.
Una vez que desembarcaron los pasajeros, se permitió el acceso a los que aguardaban. Willy se dejó llevar por aquella corriente humana.
Permaneció en la cubierta inferior con la mayoría de las personas. Se quedó junto a una familia numerosa, como si fuera uno de sus miembros. Nadie parecía notar su presencia.
Después del trayecto de diez minutos, Willy desembarcó y se encaminó al Hotel Mandarín.
El Mandarín era de la misma categoría del Península.
Sabía que desde allí no tendría dificultad en hacer una llamada de larga distancia. El problema no era telefonear, sino más bien lo desagradable que resultaría. Era el primer fracaso importante de Willy, y no se sentía en absoluto satisfecho.
Antes de entrar en el Hotel Mandarín, aprovechó el reflejo de un escaparate para arreglarse la ropa y peinarse.
Cuando le pareció que estaba presentable, entró en el vestíbulo.
En el atrio encontró una hilera de teléfonos que brindaban cierta intimidad.
Respiró hondo y llamó a Charles Lester.
—Blumenthal está aquí —explicó Willy en cuanto Lester contestó.
—Ya lo sé —replicó Lester—. Ned lo averiguó por el servicio de emigración. Cogió un avión en Brisbane.
—Hace unos minutos intenté mantener una conversación privada con las personas interesadas —siguió Willy, utilizando el dialecto establecido por si alguien escuchaba la conversación—. Pero las cosas salieron mal. Fracasé. Ese tal Williams no quiso cooperar y canceló el encuentro antes de que yo pudiera usar mi material.
Willy apartó el receptor del oído cuando por la línea se oyó un rosario de maldiciones australianas. Cuando percibió que Lester hablaba en un tono más normal, se acercó de nuevo el auricular.
—La situación empeora por momentos —se quejó Lester.
—Ahora resultará mucho más difícil tener una conferencia con ellos —reconoció Willy—. Nos estarán esperando. Pero, si quiere, haré lo posible para concertar otro encuentro.
—¡No! —exclamó Lester—. Enviaré a Ned para que él arregle una cita. Tiene más experiencia. Lo único que quiero que hagas es asegurarte de que los clientes no se vayan. Vigila el hotel. Si cambian de hotel, síguelos. Si perdiéramos el contacto con Blumenthal en Hong Kong, el problema se exacerbaría.
—También perdí el material que pensaba mostrarles —prosiguió Willy—. Se quedó en la sala de conferencias.
—Entonces tendrás que conseguir otro —le ordenó Lester—. ¿El que tenías era adecuado?
—Era perfecto —respondió Willy—. Absolutamente perfecto.
El inspector de la Policía Real de Hong Kong parecía británico, con su tono de piel grisáceo y su traje inglés abolsado, con chaleco y faltriquera. Él y Tristan se encontraban sentados en la oficina del gerente del Península Hotel.
—Repasemos esto de nuevo —siguió el inspector—. Estaba con su caja de seguridad cuando se dio cuenta de que se le acercaba aquel caballero de aspecto oriental.
—Así es, amigo —repuso Tristan.
Sabía que su forma de hablar irónica era una tortura para el inspector. Pero era intencionado. El inspector de policía lo torturaba desde hacía casi dos horas.
Tristan trató de ser paciente. Sabía que el motivo por el que el inspector hacía tanto alboroto sobre el incidente era que a la policía no le gustaba que hubiera problemas en un sector tan crucial para el turismo, sobre todo el turismo de un lugar tan elegante como el Península Hotel.
—… Y en aquel momento, usted se volvió y vio que el hombre se le acercaba —prosiguió el inspector.
—Así es —afirmó Tristan.
Era la enésima vez que lo repetía.
—¿Cómo supo que se acercaba a usted y no a otra persona? —preguntó el inspector.
—Me miraba directamente a mí —explicó Tristan—. Me hacía mal de ojo —añadió, y fulminó con la mirada al inspector en una burda imitación.
—Sí, por supuesto —aceptó el inspector—. ¿Y usted no había visto nunca a ese hombre?
—¡Jamás! —respondió Tristan con énfasis.
Sabía que ese punto tenía una importancia especial para la policía. Pero Tristan no había querido confesar que Marissa había reconocido al individuo. Como el policía no se lo había preguntado a ella, jamás lo averiguaría. Tristan no estaba dispuesto a reconocer todo lo que sabía, temiendo que, si lo hacía, eso haría peligrar la reunión concertada con los de Wing Sin para la mañana siguiente.
Finalmente, al cabo de dos horas, el inspector se dio por vencido, pero concluyó diciendo que quizá desearía interrogar más a Tristan y que, por lo tanto, debería quedarse en Hong Kong hasta nuevo aviso. En cuanto lo liberaron, Tristan se acercó al teléfono y llamó a Marissa.
—Estoy libre al fin —explicó—. Celebrémoslo saliendo, y te prometo que reemplazaré nuestros relojes.
Aquella segunda vez, Tristan regateó incluso más que la primera. Después de algunas protestas, el empleado cedió.
Al regresar al hotel, se encerraron en sus habitaciones, y decidieron permanecer allí durante el resto del día.
Como no habían probado bocado desde la hora del desayuno, lo primero que hicieron fue pedir un almuerzo.
Mientras aguardaban el servicio de habitaciones, se sentaron junto a la ventana para observar aquella vista espectacular.
—La belleza de Hong Kong me recuerda a la Gran Barrera de Arrecifes —comentó Marissa, mirando por la ventana—. Su esplendor oculta un fondo de violencia en el que la norma es comer o ser comido.
Tristan asintió.
—Como dijo el hombre del traje blanco, todo está en venta.
—¡Todo!
—¿Crees que se presentará mañana? —preguntó Marissa—. Me pregunto si los Wing Sin sabrán que estuviste dos horas con la policía.
—No lo sé —repuso Tristan—. Pero te apuesto a que el episodio del vestíbulo aparecerá en los diarios. Así que él lo leerá y, por lo menos, tendremos una excusa.
Marissa suspiró.
—Qué experiencia ha sido Hong Kong. Sé que me lo advertiste, pero jamás llegué a imaginar todo aquello por lo que hemos tenido que pasar. Soy un manojo de nervios. Tengo miedo de salir del hotel. ¡Diablos, si hasta tengo miedo de bajar al vestíbulo! Conseguir estos nuevos relojes no fue nada sencillo. No hago más que esperar que pase algo espantoso.
—Sé cómo te sientes —repuso Tristan—. Recuerda que podemos irnos de aquí. No es preciso que sigamos adelante.
—Sí, supongo que podríamos hacerlo —asintió Marissa con frialdad.
Durante algunos minutos, Marissa y Tristan contemplaron en silencio el puerto.
—Creo que quiero continuar con esto —alegó al fin Marissa, irguiéndose en su asiento—. Aunque me aterre, no puedo dejarlo, tengo la sensación de que estamos muy cerca de descubrirlo todo. Además, cada vez que cierro los ojos veo a Wendy.
—Y yo, a mi mujer —replicó Tristan—. Sé que no resulta muy apropiado que diga esto, pero tú me la recuerdas. Por favor, no te ofendas, no estoy haciendo comparaciones odiosas. No es que te parezcas físicamente ni que actúes como ella. Es algo más, que tiene que ver con cómo me siento cuando estoy contigo.
Hasta el mismo Tristan se sorprendió de sus palabras.
No era habitual en él mostrarse tan directo con respecto a sus sentimientos.
Marissa se quedó mirando los ojos azules de Tristan.
Imaginaba la angustia sufrida por aquel hombre cuando su esposa murió.
—No me ofendo —dijo—. En realidad, lo tomo como un cumplido.
—Esa era la idea —repuso Tristan. Sonrió, un poco cohibido, y miró hacia la puerta—. ¿Qué pasa con la comida? Estoy muerto de hambre.
Durante el refrigerio, recordaron a Freddie, el chofer de la limusina. Se preguntaron qué le habría pasado. Esperaban que nada. No podían creer que hubiera sido cómplice del secuestro, pero, por otra parte, en Hong Kong todo tenía su precio.
—Eso me recuerda —siguió Tristan— que si continuamos adelante, creo que deberíamos alquilar otro auto y conseguir un chofer que fuera, además, una especie de guardaespaldas.
—Y que sepa hablar cantones —agregó Marissa—. Ya se han presentado varias ocasiones en que eso nos habría resultado muy útil.
—Y, si tenemos suerte, quizá nos deje viajar en el maletero —bromeó Tristan.
Marissa sonrió. No entendía cómo Tristan conservaba el sentido del humor a pesar de lo ocurrido.
Cuando terminaron de comer, apartaron la mesa y volvieron a instalarse junto a la ventana. Marissa bebió lo que quedaba de su vino, mientras Tristan disfrutaba de una nueva lata de «Forster». Marissa volvió a recordar el incidente del vestíbulo.
—Si ese chino era el mismo que arrojó el cebo en Australia, entonces debe de ser empleado de la clínica FCA.
—Es lo que supuse —asintió Tristan.
—Sin duda quieren eliminarnos. Deben de estar desesperados, sobre todo para intentar disparar contra nosotros en público. Con Wendy, se tomaron mucho trabajo para hacer que pareciera un accidente.
—Lo irónico es que seguro que piensan que sabemos mucho, lo cual evidentemente no es cierto —afirmó Tristan—. Si yo fuera ellos y estuviera enterado de lo poco que sabemos, no me tomaría el trabajo de tratar de liquidarnos.
—Quizá lo que los asusta no es lo que sabemos sino lo que podemos llegar a averiguar —alegó Marissa con un suspiro—. Me pregunto cómo consiguieron nuestra pista.
—Esa es otra buena pregunta —replicó Tristan.
—Quizá deberíamos cambiar de hotel.
—No creo que eso tenga mucha importancia —comentó Tristan—. En esta ciudad parecen existir redes ocultas de información. Recuerda, por ejemplo, al propietario de esa casa de té; es evidente que avisó a los Wing Sin de que estábamos allí. Te apuesto a que, si cambiamos de hotel, eso no permanecería en secreto mucho tiempo. Al menos, aquí los agentes de seguridad están alerta y reconocerán en seguida al tipo que nos atacó si intentara repetirlo.
—Debemos tener mucho cuidado —opinó Marissa—, sobre todo mañana por la mañana, cuando nos encontremos con el hombre del traje blanco.
—Yo opino lo mismo —asintió Tristan—. Creo que podemos dar por sentado que su lealtad será para aquel que le pague más dinero. Es posible que tengamos que llevar más de los diez mil dólares de Hong Kong estipulados.
—¿Puedes afrontar ese gasto, Tris? —preguntó Marissa.
Tristan se echó a reír.
—Es sólo dinero —concluyó.