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10 DE ABRIL DE 1990 7.15 a.m.

—¡Hora de levantarse! —tronó una voz, sacando a Marissa de un sueño muy profundo—. El Tour Oriental Williams está a punto de iniciarse, y comienza con un generoso desayuno.

Marissa parpadeó. Tristan estaba junto a la ventana, apartando las cortinas. Los débiles rayos de la luz de la mañana inundaron la habitación.

—¡Vamos! ¡Arriba! —exclamó Tristan.

Se acercó a la cama y dio un tirón a las sábanas.

Marissa las sujetó, espantada. Tristan se echó a reír y después giró sobre sus talones.

—Te espero dentro de media hora en el comedor —indicó, antes de cerrar la puerta detrás de él.

Marissa observó la habitación. Era el cuarto de huéspedes de la pequeña casa de Tristan en las afueras de Charleville. Se trataba de una especie de buhardilla, cuya única decoración consistía en el papel floreado de las paredes. La cama era de hierro forjado, y tenía una colcha de nido de abeja.

No habían perdido un minuto desde el momento en que Tristan le anunció a Marissa que la acompañaría a Hong Kong. Regresaron a Charleville antes del anochecer, después de un vuelo sin contratiempos. Desde el aire, Marissa empezó a darse cuenta de lo vasto y árido del país en que se encontraba. En una ocasión había leído que Australia era el continente más antiguo de la Tierra. Desde allá arriba lo parecía.

Terminó pasando la noche en casa de Tristan después de cenar, Tristan insistió.

—Si ahora no puedes confiar en mí lo suficiente como para dormir en mi cuarto de huéspedes, ¿cómo lo harás luego en Hong Kong?

Y, al final, Marissa cedió.

La noche había pasado deprisa. Tristan estuvo casi todo el tiempo haciendo arreglos para irse de vacaciones. Llamó a su colega Bob Marlowe para que atendiera sus obligaciones profesionales.

Marissa había dormido mejor que las dos noches anteriores.

De mala gana, sacó las piernas de debajo de las sábanas y se levantó.

Después de un abundante desayuno de cereales con leche, huevos y salchichas, Tristan dispuso algunos arreglos finales, entre ellos una visita a su banco. Después, se dirigieron juntos al aeropuerto de Charleville y tomaron un vuelo de Flight West con destino a Brisbane.

Una vez en Brisbane, cambiaron de aeropuerto para tomar el vuelo de Qantas con destino a Hong Kong.

Antes de pasar por el control de pasaportes, Marissa llevó a Tristan a un lado para decirle que el inspector de policía de la isla Hamilton le había pedido que no se moviera de la isla.

—¿Y si me detienen? —preguntó—. ¿Qué pasará si me arrestan?

—¡Oh, vamos! —respondió Tristan con una carcajada—. No creerás que la policía australiana es así de eficiente, ¿verdad?

El individuo de uniforme del mostrador de control de pasaporte casi ni la miró.

El vuelo transcurrió con tranquilidad y sin contratiempos.

Una vez más, Marissa quedó impresionada por la enormidad del océano Pacífico. Hasta ese viaje, no tenía idea de lo grande que era. En silencioso reconocimiento de lo mejor que se sentía ahora que tenía a alguien en quien confiar, Marissa se quedó muy pronto dormida.

Justo a su hora, las ruedas del reactor de Qantas tocaron tierra en el aeropuerto Kai Tac a las I7.43, proporcionándole a Marissa su primera visión de Hong Kong.

Desde el aire, la colonia le había parecido un pacífico conjunto de islas rocosas y arboledas engastadas en un mar verde esmeralda. Pero desde la pista del aeropuerto la cosa era muy distinta. Al otro lado del muelle, increíblemente congestionado de barcos flotantes, su aspecto era sorprendentemente urbano: una moderna ciudad futurista atestada de rascacielos de cemento, acero y cristal. Incluso a través de la ventanilla del avión percibió la naturaleza exótica y misteriosa de la más rica y bulliciosa de las ciudades chinas.

Las formalidades del aeropuerto fueron rápidas. Mientras aguardaban que la cinta transportadora les entregara las maletas, se les acercó un representante del Península Hotel donde Tristan había reservado habitaciones contiguas. Para sorpresa de Marissa, fueron escoltados al exterior de la terminal a un Rolls Royce que los aguardaba.

—¿No crees que esto es un poco extravagante? —preguntó Marissa cuando se alejaban del aeropuerto—. Sin duda es un hotel muy lujoso y caro.

—¿Por qué no? —repuso Tristan—. Estoy de vacaciones y hacía años que no me las tomaba. Me propongo tratar de pasarlo bien, aunque estemos aquí por un asunto serio.

Marissa se preguntó qué diría Robert cuando viera la cuenta de los gastos.

El automóvil del hotel se mezcló con el tráfico infernal de la hora punta, y Marissa pensó que jamás había visto nada parecido. Pero su sorpresa fue aún mayor cuando el chofer comentó que el tráfico estaba mejor que de costumbre.

Incluso en el interior silencioso de la limusina Rolls Royce, Marissa quedó abrumada por el estruendo y el griterío que se generaba en la ciudad. Como Tristan había dado a entender, era tan diferente del interior de Australia como para hacerle pensar que había viajado a otro planeta.

Quedaron atrapados en un embotellamiento de autobuses de dos pisos, tranvías, autos, bicicletas, motocicletas y gente, muchísima gente. Al llegar al hotel, Marissa estaba agotada, como si hubiera tenido que caminar desde el aeropuerto.

Al entrar en el hotel el mundo volvió a cambiar. El inmenso vestíbulo estaba decorado en un estilo sobrio pero al mismo tiempo lujoso, con apenas una pizca de sabor oriental. Los sonidos más perturbadores eran los causados por los zapatos de tacón alto contra el brillante piso de mármol. El sonido melodioso de un piano de cola se sumaba a la elegancia reinante.

El trámite de registro en el mostrador de recepción se llevó a cabo con un mínimo de molestias. Entregaron sus pasaportes a la recepcionista. Un encargado los acompañó a sus habitaciones contiguas en el sexto piso. Tristan insistió en abrir la puerta de comunicación. No quería dejar nada al azar: deseaba un acceso rápido a la otra habitación si se presentaba algún problema.

Marissa se reunió con Tristan junto a la ventana. Frente a ellos se extendía una vista espectacular del puerto de Hong Kong, que estaba repleto de embarcaciones de toda clase y tamaño. Tristan señaló los transbordadores verdes y blancos que se adelantaban en su trayecto hacia y desde la isla de Hong Kong, justo enfrente. Había juncos y champanes con elegantes velas mariposa. Las barcazas estaban amarradas contra los cargueros anclados en medio del canal. Lanchas y chalupas barnizadas avanzaban a toda velocidad por aquella agua agitada. Hasta un enorme trasatlántico se dirigía con lentitud hacia su amarradero en la terminal marítima.

Muy pronto les trajeron el equipaje. Tristan le dio una propina al botones, quien silenciosamente hizo una reverencia y se marchó cerrando la puerta tras de sí.

—¡Bueno! —dijo Tristan, frotándose las manos—. Estamos en Hong Kong. ¿Qué te parece hasta ahora?

—Entiendo lo que quisiste decir cuando me la describiste —repuso Marissa—. Confieso que resulta un tanto abrumadora.

—¿Qué tal si tomamos algo fresco antes de ir a comer? —sugirió Tristan.

Sin aguardar una respuesta, levantó el teléfono y pidió que lo comunicaran con el servicio de habitaciones. Pidió cerveza.

En Australia ya había bebido suficiente cerveza como para pasarse sin ella un tiempo.

—Cámbielo por champaña —indicó Tristan por teléfono—. Y dos copas.

Marissa estaba a punto de oponerse, pero Tristan ya había colgado.

—Mi estado de ánimo no es muy jovial —explicó ella.

—Vamos, Marissa —repuso Tristan, tendiéndose perezosamente sobre la cama y arrojando el sombrero en un sillón—. Tienes que animarte. Deberías disfrutar también un poco. No tiene nada de malo.

Con la horrenda muerte de Wendy todavía en la cabeza, Marissa sintió que nadie podía esperar, de ningún modo, que ella se divirtiera.

—Quiero ir directamente al grano —explicó—. ¿Cómo haremos para ponernos en contacto con la tríada Wing Sin? ¿Cuál es nuestro primer paso?

Se oyó una suave llamada a las puertas antes de que Tristan tuviera tiempo de contestar. Saltó de la cama y abrió la puerta de par en par. Un camarero de guantes blancos hizo una reverencia y entró en el cuarto. Llevaba una bandeja con una botella de champaña en un cubo de hielo y dos copas altas.

—Este sí que es un servicio excelente —comentó Tristan con admiración—. Jamás he visto semejante rapidez. —Señaló el escritorio—. Allí, por favor.

El camarero depositó silenciosamente la bandeja y salió de la habitación después de hacer otra reverencia.

Tristan abrió la botella en un santiamén y pareció divertirse cuando el corcho golpeó en el techo. Llenó las copas, las llevó a donde estaba Marissa y le entregó una.

Sin mucho entusiasmo, Marissa la cogió.

Tristan levantó la suya.

—Por nuestra investigación en Hong Kong —brindó.

Marissa entrechocó su copa con la de Tristan. Ambos bebieron.

—Esto es lo que yo llamo una bebida burbujeante —bromeó—. No ha dicho nada de la vista. ¿Qué te parece?

—Es de una hermosura deslumbrante —repuso Marissa mientras observaba las montañas de la isla de Hong Kong.

Blancas villas punteaban el follaje verde oscuro.

Debajo, a nivel del agua y comenzando a ascender por las laderas, estaban los modernos edificios altos, opulento testimonio del poder de Hong Kong como centro económico importante.

—Es más hermoso de lo que creía —alegó Tristan.

Marissa asintió. No había imaginado que fuera una ciudad tan moderna. Pero de pronto terminó de captar el comentario de Tristan. Volviéndose hacia él le preguntó:

—¿No dijiste que habías estado aquí antes?

—Es la primera vez —se lamentó Tristan, sin dejar de disfrutar del panorama.

—Por la forma en que hablabas de este lugar —siguió Marissa—, estaba segura de que habías estado antes.

—Muchos amigos míos sí estuvieron —explicó Tristan—. Pero yo no. He oído muchas cosas acerca de esta ciudad y siempre quise conocerla. Pero nunca había tenido la oportunidad de hacerlo.

Mientras miraba de nuevo hacia la isla de Hong Kong, Marissa se sintió un poco decepcionada. Había confiado en el conocimiento que Tristan tenía de Hong Kong para acelerar la investigación.

—Sea como sea —añadió Marissa—, te repito mi pregunta.

¿Cuál será nuestro primer paso para ponernos en contacto con la tríada Wing Sin?

—No lo sé —respondió Tristan—. Intentemos pensar qué nos conviene más hacer.

—Espera un momento —le interrumpió Marissa, apoyando su copa en la mesa—. ¿Me estás diciendo que no tienes ningún plan para realizar ese contacto?

—Todavía no —reconoció Tristan—. Pero es una organización muy grande. No creo que tengamos problemas para dar con ella.

—¡Por favor! —exclamó Marissa—. Qué buen momento para comunicarme que no habías estado antes y que no tienes ni la menor idea de cómo moverte aquí. ¿Qué se supone que debemos hacer? ¿Salir a la calle y preguntárselo a los que acierten a pasar por aquí?

—Haremos lo que tengamos que hacer —repuso Tristan.

Marissa se quedó mirándolo con incredulidad. Comenzaba a preguntarse qué clase de aliado era aquel hombre.

—Primero vayamos a cenar —apuntó Tristan—. Llamaré a conserjería y pediré que me recomienden un auténtico restaurante chino.

—¡Haz lo que te dé la gana! —exclamó Marissa.

Marissa se duchó y se cambió de ropa. Cuando estuvo lista, había recobrado bastante la serenidad pero seguía irritada con Tristan. Se sentía estafada. Al mismo tiempo, se alegraba de que él la hubiera acompañado.

El conserje les aconsejó un restaurante chino «típico».

Era un edificio de cuatro plantas, con una fachada colorista pintada en carmesí y oro. Había infinidad de comedores, cada uno de los cuales estaba iluminado con extravagantes arañas de cristal. Como la misma Hong Kong, el lugar se encontraba atestado de gente.

Tanto Marissa como Tristan quedaron un poco desconcertados por la aparente confusión reinante. Había gente en todas partes. Largas mesas de ruidosos comensales dominaban cada habitación. Todos parecían estar gritando. La escena le recordó a Marissa más un estadio con ocasión de un importante acontecimiento deportivo que un restaurante. Y, por encima del batiburrillo, flotaba la estridente música china proveniente de altavoces ocultos.

Momentos después, Marissa y Tristan encontraron una mesa libre. Les entregaron unas inmensas minutas encuadernadas en oro y carmesí. Por desgracia, estaban escritas en caracteres chinos y sin traducción. Trataron de llamar a un camarero, pero nadie les prestó atención. Finalmente alguien se les acercó. Al principio simuló no saber hablar inglés.

Después, pareció cambiar de idea. Les habló en inglés, pero estaba distraído y no se molestó en traducirles los platos de la lista. A pesar de esos obstáculos, Marissa y Tristan encargaron la cena por encima del estrépito.

—No tengo la menor idea —respondió Tristan.

El ruido del restaurante impedía toda conversación normal, de modo que Marissa y Tristan se dedicaron a observar.

Poco después, llegó la cena. Incluía un bol lleno de vegetales imposibles de identificar. También una canasta con bolas de masa hervida, algo sin duda procedente del mar, con una salsa oscura y salada, y varios boles con arroz y patas de ave grasientas. También, una tetera con té verde.

Tal vez lo más sorprendente fue que la comida les pareció deliciosa. Aunque al final no estuvieran muy seguros de lo que acababan de consumir, lo degustaron con deleite.

Abandonaron el ruidoso restaurante y salieron a la calle, cuyo flujo de tráfico casi no había disminuido desde la hora punta. Se encontraban en la parte de Kaulún de Hong Kong, más exactamente en el sector Tsim Sha Tsui. En lugar de coger un taxi, decidieron regresar caminando al hotel.

La ciudad refulgía de colores y de luces. Enormes carteles de neón abarcaban dos pisos de altura. Todas las tiendas estaban abiertas, y sus vitrinas exhibían radios Panasonic, walkmans Sony, cámaras, vídeos y televisores. De cada tres puertas, una era la entrada a un bar o club nocturno.

La música sonaba con estridencia por todas partes. Mujeres chinas atractivas, ataviadas con trajes típicos, trataban de atraer a los transeúntes con sonrisas seductoras. Además del fragor y de esa panoplia visual, Marissa se sintió bombardeada por una variedad de olores: una potente combinación de comida, aceite de cocina, incienso y el humo del tubo de escape de los autos.

Pese a caminar entre una multitud apretujada, Marissa y Tristan podían conversar, siempre y cuando se mantuvieran cerca el uno del otro.

—Se me ocurre una idea para ponernos en contacto con la tríada Wing Sin —explicó Tristan mientras aguardaban frente a un semáforo.

—Fantástico —bromeó Marissa—. ¿Cuál?

—¡El conserje! —respondió Tristan—. Se supone que esos tipos están metido en cosas raras, tu sabe, prostitucíón, drogas… tiene que conocer las tríadas.

Tristan sonrió satisfecho.

Marissa puso los ojos en blanco. No le parecía en absoluto una idea genial.

—Yo también tengo una idea, pero no tiene nada que ver con las tríadas —replicó Marissa—. Tal vez resulte útil que visitemos uno de los grandes hospitales de la ciudad. Podemos averiguar si aquí la tuberculosis es en la actualidad un problema. Hasta podemos preguntar si han tenido casos de salpingitis tuberculosa.

—Me parece bien —repuso Tristan.

Cuando llegaron al hotel, Tristan insistió en acudir directamente al mostrador de conserjería. Mientras aguardaban para hablar con el conserje, Marissa empezó a pensar que tal vez no fuera buena idea preguntarle sobre las tríadas. Sería como ir a Nueva York y preguntar cómo se entra en contacto con la Mafia. Se disculpó, pidió sus pasaportes y fue a esperar en un sillón del vestíbulo.

—¿Puedo hacer algo por usted? —le preguntó el conserje a Tristan en un inglés impecable.

—Ya lo creo —respondió Tristan.

Miró por encima del hombro para estar seguro de que nadie lo estaba escuchando y se echó hacia delante.

—Necesito una información confidencial.

El chino se apartó de Tristan y lo miró con cierto nerviosismo.

—Quiero hablar con alguien de la tríada Wing Sin —explicó Tristan.

—Nunca he oído hablar de eso, señor —replicó el conserje.

—Oh, vamos —siguió Tristan. Sacó veinte dólares del bolsillo y los colocó sobre el mostrador—. He recorrido un largo camino hasta llegar aquí.

—Las tríadas son ilegales en Hong Kong —alegó el conserje, y empujó el dinero hacia Tristan.

—No me interesa su situación legal —replicó Tristan—. Sólo quiero hablar con alguien de Wing Sin. Necesito cierta información. Estoy dispuesto a pagar lo que sea.

El conserje denegó con la cabeza. Parecía nervioso, incluso inquieto.

Tristan observó durante un momento el semblante del conserje y después asintió con la cabeza.

—De acuerdo, pero de todos modos le dejaré los veinte dólares por si llega a recordar algo. Nos quedaremos aquí algunos días.

El conserje miró con aversión el billete de veinte dólares.

No justificaba para nada el riesgo que suponía algo semejante.

En lo relativo a propinas y exigencias, los australianos eran los peores.

El conserje levantó la vista y observó al hombre, que cruzó el vestíbulo y se encontró con una mujer caucásica de pelo oscuro. Después, ambos se dirigieron al bar. No bien desaparecieron de su vista, cogió el auricular de uno de los muchos teléfonos que había encima del mostrador. Desde que trabajaba en el Península había recibido muchas peticiones extrañas, pero ésta era la más extraña de todas.

Marissa hizo girar los cubitos de hielo en su vaso con agua mineral y escuchó los recuerdos llenos de añoranza de Tristan acerca de su infancia en un suburbio de Melbourne. Todos los días tenía que viajar a la escuela pública de la ciudad en un tranvía verde y un tren rojo. Coleccionaba sellos e iba a la iglesia los domingos. Su padre era maestro de escuela.

—Fue una infancia vigilada —reconoció—, pero muy agradable. Incluso hoy siento nostalgia de aquella simplicidad.

»Por desgracia, mi padre murió. Jamás fue la imagen de la salud. De pronto se marchitó y murió. Ni siquiera estuvo enfermo mucho tiempo. Después de eso, nos mudamos de Melbourne a Brisbane, donde mi madre empezó a trabajar en algo relacionado con los restaurantes de la Costa Dorada. Fue así como entré en la Universidad de Queensland.

Marissa estaba agotada, sin duda por efecto del viaje.

Disfrutaba de la conversación de Tristan pero estaba deseando acostarse. También pensaba llamar por teléfono a Robert.

—Creo que es hora de que nos retiremos a descansar —dijo cuando se produjo un silencio en la conversación—. Llamaré por teléfono a mi marido para avisarle de que estoy aquí.

Marissa le había hablado a Tristan de su infancia en Virginia y de que su padre era cirujano; eso la había llevado a estudiar medicina. También le contó cosas de Robert, pero sin mencionar los problemas conyugales entre ambos.

—Sí, por supuesto, llámalo —convino Tristan y se puso de pie—. ¿Por qué no vas subiendo? Yo iré en seguida. Se me ocurrió que podía preguntarle a alguno de los taxistas si no saben nada de la Wing Sin.

Marissa subió en el ascensor a la sexta planta. Tenía la llave de la habitación en la mano, pero en cuanto salió del ascensor apareció de pronto el encargado y él le abrió la puerta.

Ella trató de agradecérselo, pero el hombre hizo una reverencia y ni siquiera la miró.

Llamó a Robert en cuanto entró en el cuarto. Decidió pedir una comunicación con pago revertido, porque no estaba muy segura de si el dinero que llevaba le alcanzaría.

—Me has pillado justo cuando estaba a punto de salir para la oficina —dijo Robert después de aceptar pagar la llamada.

—¿Has vendido las acciones? —preguntó Marissa, porque había estado pensando en ello mientras conseguía la comunicación.

—No, no he vendido las acciones —reconoció Robert—. ¿Cuándo vuelves a casa? Y ¿dónde estás? Te llamé al hotel pero me dijeron que te habías marchado.

—Ya no estoy en Australia —explicó Marissa—. Te llamo para avisarte que estoy en Hong Kong.

—¡En Hong Kong! —gritó Robert—. ¿Qué demonios estás haciendo en Hong Kong?

—Una pequeña investigación.

—¡Marissa, esto es demasiado! —chilló Robert, furioso—. ¡Quiero que vuelvas aquí! ¿Me has entendido?

—Reflexionaré sobre lo que me aconsejas —siguió Marissa, repitiendo textualmente las palabras que pronunciara Robert cuando ella le pidió que vendiera las acciones de la Clínica de la Mujer. Ni siquiera le había preguntado cómo se encontraba.

Marissa se acercó a la ventana y miró hacia fuera.

Incluso en la oscuridad de la noche, Hong Kong bullía de actividad.

Podría haber sido mediodía perfectamente. Las luces de la infinidad de embarcaciones se movían como luciérnagas sobre la superficie del agua. Al otro lado del puerto, en Central sobre la isla de Hong Kong, las ventanas de los rascacielos de oficinas tenían las luces encendidas, como si los hombres de negocios no se animaran a tomarse una hora libre. En Hong Kong, la seducción del capitalismo se veía incrementada por el poder del esfuerzo humano sobre la base de veinticuatro horas de trabajo al día.

En aquel momento, Marissa oyó que una puerta se cerraba.

Dio por sentado que era Tristan. Segundos después oyó un golpe en la puerta que comunicaba ambas habitaciones.

Marissa le dijo que entrara.

—Buenas noticias, querida —dijo Tristan, muy excitado—. Uno de los porteros blancos me ha facilitado un dato. Dijo que no lejos de aquí hay un lugar donde el reinado de las tríadas es supremo.

—¿Dónde? —preguntó Marissa.

—En una zona llamada la Ciudad Amurallada —respondió Tristan—. En realidad no está amurallada, pero lo estaba hace mucho tiempo. Fue construida como un fuerte por la dinastía Sung, en el siglo XII. Durante la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas de ocupación japonesas derribaron las murallas para ampliar la pista del aeropuerto Kai Tac. Pero lo más notable es que ni los británicos ni los chinos pudieron decidir jamás a quién correspondía la jurisdicción sobre esa zona. Así que esa pequeña zona ha seguido existiendo a lo largo de los años como una especie de limbo político. Y, sin embargo, está aquí al lado, en las afueras de Kaulún.

—Hablas como un guía turístico —comentó Marissa.

—Al parecer, es un lugar con bastante mala fama —siguió Tristan—. El portero me dijo que si queríamos establecer contacto con las tríadas, la Ciudad Amurallada sería el mejor.

—¿Ahora? —preguntó Marissa.

—Tú eres la que está más impaciente por comenzar la investigación —comentó Tristan.

Marissa asintió; era cierto. También era cierto que la conversación nada satisfactoria que había mantenido con Robert la había dejado nerviosa y llena de energía.

—¡Muy bien! —exclamó—. Intentémoslo.

—¡Estupendo! —replicó en eco Tristan y buscó su sombrero.

Juntos se encaminaron a la puerta.

El taxista chino no se mostró nada entusiasta cuando le indicaron el lugar de destino.

—No creo que deban ir a la Ciudad Amurallada —explicó.

Marissa y Tristan ya estaban instalados en el asiento trasero del Toyota.

—No es un lugar para turistas —señaló.

—Pero nosotros no vamos como turistas —terció Marissa.

—La Ciudad Amurallada es un nido de criminales —les advirtió el taxista—. La policía jamás entra allí.

—Nosotros no buscamos a la policía —explicó Tristan Buscamos a la Wing Sin.

De mala gana, el chofer puso primera.

—Son ustedes los que se juegan la cabeza —concluyó.

Se alejaron del hotel y doblaron por Nathan Road hacia el resplandor de la vida nocturna de Tsim Sha Tsui. Igual que en la zona del puerto, la ciudad estaba tan atareada como durante el día. El taxi se abrió paso por entre una multitud de peatones, coches y autobuses. Más arriba, luces de neón clareaban el cielo nocturno. Cruzando el camino colgaban pasacalles con enormes caracteres chinos.

Abrumada por lo que veía, Marissa le dio la espalda a la ventanilla del taxi y le preguntó a Tristan qué eran exactamente las tríadas.

—Son sociedades secretas —explicó Tristan—, con los habituales juramentos y rituales. El término «tríada» tiene su origen en la relación entre el cielo, la tierra y el hombre.

Nacieron hace cientos de años como organizaciones políticas subversivas, pero muy pronto descubrieron que la actividad era lucrativa y vinieron a Hong Kong o fueron creadas aquí. Se supone que sólo en Hong Kong hay unas cincuenta tríadas, con miles y miles de miembros.

—¡Muy alentador! —replicó Marissa, echándose a reír.

—Los chinos ostentan el dudoso mérito de ser los inventores del crimen organizado —prosiguió Tristan—. Esa es una de las razones por las que se destacan tanto en dicha actividad. Poseen siglos de experiencia. En la actualidad, las tríadas más grandes tienen sucursales en Europa, Estados Unidos, Canadá e incluso Australia. Allí donde existe una comunidad china, es bastante probable que haya miembros de una tríada.

—Y quizá también salpingitis tuberculosa —acotó Marissa.

Tristan se encogió de hombros.

—Es posible. Pero la actividad delictiva china no es nada nuevo.

—Tengo que reconocer —alegó Marissa—, que hasta que te conocí jamás había oído hablar de tríadas.

—No me sorprende —siguió Tristan—. Eso le pasa a la mayoría de la gente. La Mafia obtiene casi toda la atención, y las tríadas prefieren que sea así. Pero te aseguro que son mucho peores que la Mafia. Por lo menos, la Mafia tiene una moralidad orientada a la familia, por desviada que sea. No ocurre lo mismo con las tríadas. Su única preocupación es el dinero. Y la única ética que conocen es el afán de lucro.

—No me gusta nada cómo suena esto —señaló Marissa, algo intranquila.

—Te lo advertí —añadió Tristan.

El taxista detuvo su vehículo en Tung Tan Tsen Road.

—¿Dónde está la Ciudad Amurallada? —preguntó Tristan, apoyándose sobre el respaldo del asiento delantero para ver mejor hacia delante.

—Yo llego hasta aquí —explicó el chofer, y señaló hacia delante—. ¿Ve esas aberturas con forma de túnel al fondo de la calle? Por allí se entra. La Ciudad Amurallada es el caos ese a la izquierda. Si quiere, le daré un consejo: no entren. Es peligroso. En lugar de eso, déjenme que los lleve a un lindo club nocturno, realmente sexy.

Tristan bajó manteniendo abierta la puerta para Marissa.

—Gracias por su consejo, compañero —saludó—. Lamentablemente, tenemos negocios con los Wing Sin.

En cuanto cerraron la puerta, el taxi dio media vuelta.

El taxista pisó el acelerador a fondo y partió.

—¿Estás seguro de lo que vamos a hacer? —preguntó Marissa.

La advertencia del taxista y el informe detallado de Tristan sobre las tríadas la habían atemorizado un poco.

—Es imponente, ¿verdad? —preguntó Tristan.

Estaban de pie frente a un enjambre de casas de alquiler, de entre diez y once pisos de altura. Los edificios estaban apiñados entre sí y en un estado de deterioro calamitoso. Las construcciones más nuevas realizadas parecían haber sido distribuidas al azar. De un edificio a otro colgaban cuerdas con ropa. Ningún camino conducía al interior de ese rincón de la ciudad. Sólo los túneles oscuros que el taxista había señalado.

—Hagamos la prueba —adujo Tristan, encogiéndose de hombros—. Siempre podemos irnos.

No muy convencida, Marissa siguió a Tristan por Tung Tan Tsen Road hacia uno de los túneles. A un lado, se erguía amenazadora la masa oscura de cemento de los edificios.

Al otro lado, en fuerte contraste, se veían las ventanas profundamente iluminadas de una serie de consultorios odontológicos, en cuyo interior había frascos con dientes cariados, partes de mandíbulas y juegos de sonrientes dentaduras postizas.

Encima de los consultorios dentales se veían viviendas más normales con balcones, macetas con plantas y antenas de televisión.

A mano derecha se agrupaba bastante gente, con el estrépito usual de radios y televisores a todo volumen y conversaciones animadas. Pero al otro lado del camino reinaban un silencio y una oscuridad ominosos, con sólo alguna luz aquí y allá.

Marissa y Tristan dejaron atrás la zona de actividad y vida normales y se acercaron a uno de los túneles que conducían a la Ciudad Amurallada.

Juntos espiaron el interior del solitario corredor. La vista no resultaba precisamente seductora. El pasaje angosto y oscuro giraba en ángulo hacia un costado. El suelo era de tierra, con trozos sueltos de cemento. Las paredes estaban cubiertas de pintadas.

El techo era una maraña de cables eléctricos. En varios lugares se filtraba agua que formaba charcos barrosos en el suelo.

De pronto, se oyó algo así como un horrible alarido que hizo que Marissa se cogiera a Tristan del miedo, los dos dieron un salto mientras un reactor 747 rugía por encima de sus cabezas para aterrizar en Kai Tac, casi rozando la parte superior de los edificios.

—Me parece que estamos muy tensos —comentó Tristan con una risita nerviosa.

—Tal vez deberíamos olvidarnos de esta Ciudad Amurallada —sugirió Marissa.

—No lo sé —repuso Tristan—. Si queremos entrar en contacto con Wing Sin, este lugar parece prometedor.

—Pues a mí me parece siniestro —replicó Marissa.

—Vamos —le animó Tristan—. Como dije antes, nos iremos si las cosas no salen bien.

—Tú primero —alegó con nerviosa ironía Marissa.

Tristan entró por la abertura. Marissa lo seguía de cerca.

Caminaron por el estrecho pasadizo que muy pronto empezó a oler como una cloaca. Después de la primera revuelta, Marissa tuvo que bajar la cabeza para no tocar el enjambre de cables eléctricos que corrían por el techo. Cuanto más avanzaban, más enmudecían los sonidos de la ciudad.

Después de varias vueltas, el pasadizo conducía a una confluencia de túneles que partían en distintas direcciones. También había escaleras que llevaban hacia arriba y hacia abajo del nivel del suelo. Por todas partes había basura y desechos.

Eligieron un túnel al azar y echaron a andar por él.

Después de doblar una esquina, vieron los primeros signos de vida. En una serie de cuartuchos mal iluminados, hombres y mujeres se afanaban frente a máquinas de coser antiguas. Parecían estar confeccionando camisas de hombre. Marissa y Tristan los saludaron con la cabeza, pero aquellas personas se limitaron a mirarlo como si fuesen fantasmas.

—¿Alguien habla inglés? —preguntó Tristan en voz alta.

Nadie le contestó.

—Gracias de todos modos —añadió, y le hizo señas a Marissa de que siguiera avanzando.

Se internaron todavía más en el laberinto. Marissa empezó a preguntarse si podrían encontrar después el camino de salida.

Su estado de ánimo oscilaba entre la repulsión y el miedo.

Jamás había estado en un lugar tan nauseabundo. Nunca imaginó que la gente pudiera vivir así.

Después de doblar por otro recodo en el que se percibía un olor particularmente fétido, Marissa vio un montón de basura en el que comían varias ratas.

—¡Oh, Dios! —exclamó.

Detestaba las ratas.

El pasadizo volvía a abrirse junto a otra serie de cuartuchos estrechos. En algunos, ardían fogatas encendidas en pozos abiertos, lo cual les daba el aspecto de un infierno medieval.

Pasaron por una panadería donde las hogazas de pan se apilaban sobre el sucio suelo. En la casa contigua había un vendedor de serpientes, con parte de su mercadería colgada de un alambre y parte en canastos de mimbre.

—¿Buscan heroína? —preguntó alguien.

Marissa y Tristan se volvieron. Un muchachito chino de unos doce años estaba parado en las sombras detrás de ellos.

—¡Ah! —exclamó Tristan—. ¡Justo lo que necesitamos! Alguien que hable inglés. No, no nos interesan las drogas, compañero. Queremos encontrar a alguien de la tríada Wing Sin. ¿Puedes ayudarnos?

El chiquillo negó con la cabeza.

—Esto es territorio de la 14K —afirmó con orgullo.

—¿Ah, sí? —replicó Tristan—. ¿Qué camino podemos tomar para llegar al territorio de la Wing Sin?

El muchachito señaló un corredor a su izquierda, mientras una serie de adolescentes de aspecto feroz emergían de varios portales.

—Gracias, compañero —saludó Tristan, tocándose el ala del sombrero.

—Esto no me gusta nada —explicó Marissa al avanzar a tientas por un pasadizo particularmente oscuro y bajo.

Metió el pie en un charco de agua y se preguntó cuánta inmundicia habría en ella.

—Al menos estamos acercándonos —comentó Tristan—. Ese chico es la primera persona que ha reconocido estar enterado de la existencia de Wing Sin.

El corredor volvió a abrirse a un patio pequeño y lleno de desperdicios. Una jovencita estaba sentada en una escalinata.

—¿No le interesaría un poco de miel? —preguntó con timidez—. Son sólo dos dólares.

—¡Miel! —repitió Tristan—. Es un término muy antiguo.

—¿Qué significa? —preguntó Marissa, sin dejar de mirar a la muchacha.

Llevaba un vestido andrajoso estilo chino, de cuello alto y con el tradicional corte a un costado.

—Nosotros los australianos preferimos usar otra palabra, la que empieza por… bueno, ya sabes —repuso Tristan.

—¡Pero si sólo tiene alrededor de diez años! —exclamó Marissa, espantada.

Tristan se encogió de hombros.

—A los chinos les gusta que sus rameras sean muy jóvenes.

Marissa no pudo dejar de mirar a la chiquilla, que le devolvía la mirada sin expresión alguna. Marissa se estremeció.

Jamás había comprendido lo protegida que había sido su infancia en Virginia.

—¡Caramba! —exclamó Tristan—. Parece que hay un comité de bienvenida.

Marissa siguió su mirada. Se les acercaba un grupo de pendencieros jóvenes, con ropa de cuero decorada con cadenas de acero inoxidable. Sus edades oscilaban entre quince y veinte años.

Un integrante del grupo, particularmente musculoso, levantó la mano y los demás se detuvieron.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó en un fluido inglés—. ¿No sabéis que a los gweilos no les está permitido entrar en la Ciudad Amurallada?

Tristan le dijo que estaban intentando contactar con la Tríada Wing Sin.

—¿Para qué? —preguntó el muchacho—. ¿Buscáis drogas sexo?

—Ninguna de las dos cosas —explicó Tristan—. Lo que buscamos es información. Y estamos dispuestos a pagar por ella.

—¡Enseña el dinero! —pidió el muchacho.

Tristan no sabía qué hacer. Le habría gustado reconducir la situación, pero no sabía cómo. Observó las caras que lo miraban fijamente. Nadie se movió, pero Tristan sabía que estaban preparados para hacerlo. Lentamente, metió la mano en el bolsillo y sacó su billetera. Extrajo algunos billetes y los levantó.

—¡Uno de ellos tiene un cuchillo! —susurró Marissa al vislumbrar el destello del acero.

—¡Corre! —le ordenó Tristan, arrojó los billetes al aire y le dio a Marissa un empujón hacia atrás, en la dirección de donde procedían.

Marissa que no necesitaba más estímulo que ése, se dio media vuelta y huyó por el pasadizo oscuro. Tropezó con escombros y se golpeó contra una pared. Oyó que Tristan la seguía. Pronto llegó a la confluencia de pasadizos por la que habían pasado momentos antes. No pudo recordar por cuál habían avanzado. Tristan chocó con ella y la tomó de la mano. Juntos echaron a correr por el túnel más ancho.

Detrás reverberaban los gritos ininteligibles de los muchachos que los habían acorralado. Después de coger el dinero, ahora los perseguían.

Marissa y Tristan comprendieron que estaban perdidos.

Llegaron a un patio que no habían visto antes, en medio del cual se veía una casa pequeña con los postigos cerrados.

Arriba, el primer pedazo de cielo que divisaban desde que entraron en la Ciudad Amurallada.

Pasaron frente a la casa y se metieron en otro túnel.

Por los gritos y silbidos se dieron cuenta de que los maleantes ganaban terreno. Los muchachos chinos tenían una ventaja desleal: conocían el lugar.

Doblaron por una esquina y llegaron a otro lugar de cuartuchos. Uno era un restaurante con un gran caldero de sopa de rodeaban el caldero. Algunos hombres de edad jugaban al Mah-Jong en una de ellas.

Tristan se paró en seco y arrastró a Marissa al diminuto restaurante. Varias de las mesas fueron derribadas. Y las fichas del juego quedaron diseminadas por el tosco suelo de madera.

Sus perseguidores estuvieron encima de ellos en un santiamén, tan jadeantes como Marissa y Tristan. Varios empuñaban cuchillos. En sus rostros brillaba la determinación.

Tristan empujó a Marissa a un rincón, detrás de él, y adoptó una posición de kung fu, esperando que uno de los muchachos chinos se arrojara sobre él.

En cambio, todos los presentes quedaron como paralizados, entre ellos los parroquianos de más edad, que se habían refugiado contra una pared lejana, tan apartados de la lucha como resultase posible. Los jóvenes chinos parecían respetar, o incluso quizá temer, la postura amenazadora de Tristan. El tipo musculoso dio un paso adelante.

Tristan lo miró con cautela.

—No sois muy cordiales que digamos —explicó, tratando de quitarle seriedad a la situación—. Si nos decís cómo, con todo gusto nos iremos.

—Por un apretón os enseñaremos la salida —repuso el muchacho.

—¿Un apretón? —preguntó Tristan.

—Dinero —siguió el chico—. El resto del dinero que lleváis.

Y también los relojes.

—¿Entonces nos dejaréis tranquilos? —preguntó Tristan—. ¿Y nos diréis cómo salir de aquí?

—Sí —contestó el joven chino—. Entenderemos que la deuda está pagada.

Los jóvenes con los cuchillos bajaron un poco sus armas, como para demostrar su sinceridad.

Tristan volvió a sacar la billetera. Extrajo de ella el dinero que le quedaba y lo colocó sobre la mesa más próxima.

Después se sacó el reloj y lo puso encima de los billetes.

—También el de ella —señaló el muchacho musculoso.

—Una actitud poco caballerosa —comentó Tristan.

—Encima de la mesa —ordenó.

—Lo siento, querida —se excusó Tristan, y extendió la mano.

Marissa se sacó el reloj que Robert le había regalado y se lo entregó a Tristan, quien lo agregó al pequeño montón de encima de la mesa.

—Aquí tienes, amigo —dijo Tristan—. Ahora venga tu parte del trato.

El muchacho se acercó y cogió los billetes y los relojes. Enseguida repartió el dinero entre los demás y se metió los relojes en el bolsillo.

—Ahora que estamos en buenas relaciones —siguió Tristan—, ¿qué me decís de Wing Sin? ¿Formáis parte de esa ilustre organización?

—No —gruñó el cabecilla—. Somos de la Wo Sing Wo. Los Wing Sin son unos cerdos.

Escupió en el suelo.

—¿Tienes idea de dónde puedo localizar a esos cerdos? —preguntó Tristan.

El tipo se volvió para conferenciar con uno de sus compañeros. Al final dijo:

—Tse Mau os enseñará cómo salir de la Ciudad Amurallada. No volváis por aquí.

Uno de los maleantes dio un paso adelante y miró a Tristan con expresión amenazadora.

—Después de esta clase de bienvenida —repuso Tristan—, ten por seguro que no volveremos.

Los jóvenes chinos se apartaron para dejar pasar a Tristan y Marissa. Tristan extendió el brazo hacia atrás, cogió de la mano a Marissa y le indicó que lo siguiera.

—¡Ay! —gritó Marissa cuando uno de los muchachos le apretó uno de los pechos.

Tristan se dio media vuelta, pero Marissa lo empujó hacia delante.

Caminaron deprisa por el laberinto, con el joven chino cinco o seis pasos más adelante. No hablaron. Después de doblar una media docena de veces, Marissa empezó a temer de estar más adentro de la ciudad. Pero después de otro giro, el pasadizo de pronto se abrió al aire frío de la noche.

Al otro lado de la calle, los consultorios de dentista bien iluminados fueron como una baliza o un faro. Hasta la estridente música china procedente de los aparatos de radio le sonó mejor a Marissa ahora que habían logrado salir de aquel infierno.

El chico se dio media vuelta y regresó al túnel, pero Tristan lo llamó por su nombre.

El tipo se volvió.

—¿Hablas inglés? —le preguntó Tristan.

—Sí —respondió el otro con altivez.

Marissa calculó que tendría veinte años; parecía ser uno de los miembros de más edad del grupo.

—Eso facilita las cosas —explicó Tristan—. Quería pedirte un favor. Verás, en este momento nos hemos quedado sin blanca.

Sé que en esa ratonera te han dado algunos billetes.

¿Nos podrías prestar algunos para regresar al hotel?

Tse respondió blandiendo su cuchillo. Tenía unos veinte centímetros de largo y se curvaba en la punta, como una cimitarra en miniatura.

Marissa se sobresaltó. No podía creer que Tristan hubiera provocado la furia del muchacho con semejante petición.

Pero Tristan lo tenía todo calculado. Había esperado que el maleante sacara su arma en circunstancias diferentes a las anteriores. No bien apareció el cuchillo, Tristan lo golpeó con la velocidad de un rayo. En un instante, el cuchillo cayó al suelo. Con un grito, Tristan le propinó a Tse una serie de golpes, seguidos por una patada que lo arrojó al suelo.

Tse retrocedió a una pared mientras Tristan daba patadas al cuchillo hasta hacerlo caer en una alcantarilla.

Entonces se acercó al chino y lo levantó cogiéndolo por la parte delantera de su chaleco de cuero.

—Bueno, y ahora, con respecto al dinero que tan generosamente me ofreciste…

Tse se apresuró a sacar los billetes que tenía en el bolsillo y se los dio a Tristan, quien le palpó la muñeca.

—Una pena —dijo—. No llevas reloj.

—Eso es todo —le dijo Tristan a Tse y después Siguió a Marissa.

—¿Tenías que hacer eso? —preguntó Marissa muy enojada cuando Tristan la alcanzó—. ¿Ha sido para demostrarme lo macho que eres? Acabamos de salir de un lío espantoso y casi nos metes en otro.

—Yo no lo veo así —replicó Tristan—. Además, necesitábamos dinero para tomar un taxi. ¡Un momento! —exclamó Tristan y se detuvo en seco.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Marissa.

—¡Tenemos que volver! —exclamó Tristan—. ¡He perdido mi sombrero favorito!

Marissa se soltó de Tristan y siguió caminando. Sus bufonadas no le resultaban nada divertidas. Comenzaba a temblar. El enfrentamiento en la Ciudad Amurallada la había acobardado, y el impacto inicial comenzaba a desvanecerse. Había sido un error meterse allí. Estaba enojada con Tristan, en primer lugar por haberlos expuesto a los dos; y estaba incluso más enojada con él por el riesgo implícito en ese enfrentamiento final con Tse.

Tristan alcanzó a Marissa y caminó junto a ella sin decir una sola palabra. A sólo una manzana de distancia de la sombría entrada a la Ciudad Amurallada, comenzó a sentirse la confusión normal y turbulenta de Kaulún. No tuvieron problema en conseguir un taxi, que los llevó de regreso al Península Hotel.

Durante el trayecto, Marissa reflexionó sobre lo sucedido.

Comprendió que tendría que ocurrírsele alguna idea acerca de cómo establecer contacto con la tríada Wing Sin, si eso era lo que querían hacer. Si la aventura de entrar en la Ciudad Amurallada era lo mejor que se le ocurría a Tristan, entonces sería mejor no confiar en él.

Algunos años antes había leído una novela en la que el protagonista necesitaba información en una ciudad desconocida. La obtuvo alquilando una limusina. La idea era que un buen conductor de limusinas conocía su ciudad al dedillo, tanto su faceta legítima como la ilegítima.

—Tengo una idea.

—Maravilloso —replicó Tristan—. Oigámosla.

Robert caminaba por su estudio como un león enjaulado, y lanzaba de vez en cuando su sarta de maldiciones deteniéndose para dar un puñetazo en el escritorio. Marissa lo había localizado cuando estaba a punto de ir a trabajar. Pero la llamada le había irritado y perturbado tanto, que había dejado su maletín y había decidido desahogar su furia hasta recuperar la compostura.

—¿Qué demonios hace en Hong Kong? —se preguntó en voz alta—. Está llevando esta tontería a extremos ridículos, de caza por el mundo entero por un capricho.

Se instaló frente al ordenador. Se preguntó si no debería llamar al médico de la familia. ¿Y si Marissa estaba pasando por una crisis nerviosa? ¿No debería hacer algo al respecto?

Se enderezó de un salto y empezó a caminar de nuevo por la habitación. No podía quedarse quieto. ¿Qué debía hacer?

Hasta aquel momento, creía que lo mejor era dejar que Marissa se cansara de esa empresa quimérica. Australia, vaya y pase. ¡Pero Hong Kong!

—¿Por qué me habré casado? —continuó Robert en voz alta, volviendo a un diálogo verbal consigo mismo—. ¡Qué época la de mis días de soltero, cuando uno de los problemas más serios era ir a buscar mis camisas a la lavandería! —Se detuvo en seco—. ¡Demonios! Todavía tengo que ir a buscar mis camisas a la lavandería.

Trató de pensar en las ventajas que el matrimonio le había reportado, pero no pudo encontrar ninguna.

—¿Qué voy a hacer? —se preguntó—. ¿Qué debería hacer? ¿Qué puedo hacer? —concluyó.

En el fondo, más que ninguna otra cosa, lo que Robert quería era que su esposa regresara. Si no lo hacía por su cuenta, tal vez había llegado el momento de ir a buscarla.

Robert interrumpió su caminata y miró por la ventana.

Se le ocurrió otra cosa. ¿Y si ella no estaba en Hong Kong?

Se acordó que la llamada de Marissa había sido con pago revertido. Se sentó en el sillón del escritorio y marcó el número de la compañía telefónica. Al cabo de un momento de discusión, consiguió que le dieran el número desde el que se había efectuado la llamada. Pertenecía a Hong Kong.

Lo marcó, con la esperanza de averiguar el nombre del hotel o el lugar donde ella se alojaba. Cuando contestaron, se despejó la incógnita: era el Península Hotel, el mismo en que se había alojado él en las dos ocasiones en que tuvo que viajar a Hong Kong por cuestiones de negocios.

Cortó la comunicación pero mantuvo el receptor en la mano. Una cosa quedaba clara: no podía quedarse sentado para siempre de brazos cruzados y permitir que Marissa prosiguiera a su antojo con su caza por el mundo. Era necesario que él hiciera sentir su autoridad y frenara la locura de su mujer, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que aquella quijotada estaba sin duda costando.

Movido por un impulso, Robert llamó a una compañía aérea para averiguar qué vuelos directos había entre Boston y Hong Kong.

Cuando concluyó los arreglos con la compañía, llamó a su oficina y pidió que le comunicaran con Donna.

—Donna, es posible que no vaya hoy a la oficina —explicó.

—Está bien —replicó Donna—. ¿Hay algo en especial que quieres que haga?

—Asegúrate de que salgan las cartas que te dicté anoche —le aleccionó Robert—. Y, otra cosa. No creo que pueda ir a cenar esta noche contigo.

—Eso sí que es una pena. ¿Por qué no?

Willy Tung llamó a la puerta de la casa de dos pisos en la esquina de las calles Eucalipto y Jacarandá en Charleville. Un perro ladró dentro de la casa pero Willy no se preocupó; debía tratarse de uno de esos perrillos, un yorkshire. Desde dentro alguien encendió la luz del porche. Era un aplique de tipo opaco. Finalmente se escuchó un clic y la puerta se abrió hacia dentro.

Tocó con los dedos su revolver debajo de la asilla izquierda por si las cosas salían mal Pero el hombre que tenía enfrente a el no representaba ninguna amenaza. Era flaco como un palo de escoba y usaba gruesas gafas.

—¿Es usted el doctor Marlowe? —preguntó Willy.

—Así es.

—El Servicio Médico Aéreo me dio su nombre —explicó Willy—. Llamé para hablar con el doctor Williams, pero me explicaron que estaba de vacaciones y que usted se ocupaba de sus pacientes.

—Le han informado bien —asintió el doctor Marlowe—. ¿Tiene algún problema?

—Es mi esposa —siguió Willy—. ¿Cuándo regresará el doctor Williams?

—Dentro de una semana. Se fue esta mañana. Su partida fue inesperada, así que me temo que no pudo avisar a sus pacientes. ¿Qué problema tiene su esposa?

—Hace años que está enferma —se explayó Willy—. Me tomó mucho tiempo convencerla de que se dejara atender por el doctor Williams. Sé que no querrá ver a ningún otro médico.

La medicina occidental no le inspira mucha confianza.

—Lo comprendo perfectamente —asintió el doctor Marlowe—. Si no se trata de una emergencia, puede esperar el regreso del doctor Williams.

—Quizá bastaría con hablar con él por teléfono —siguió Willy—, para que le dosifique la medicación. ¿Sería eso posible?

—Si no le importa llamar a Hong Kong —repuso el doctor Marlowe—. Me dejó dicho que se le podía localizar en el Península Hotel. Si aguarda un momento, le daré el número de teléfono —concluyó Marlowe, y volvió a meterse en su casa.

Willy espió por la puerta-ventana. Un perro pequeño, con pelo largo color beige y castaño oscuro, le mostró los dientes.

Trató de pensar en una manera de preguntar sobre la mujer, pero no se le ocurría nada.

—Aquí tiene —dijo el doctor Marlowe cuando regresó a la puerta. Le entregó un trozo de papel—. Buena suerte.

Si llegara a necesitarme, sólo tiene que llamarme por teléfono.

Se esforzó para preguntarle de la mujer sin que se le ocurriera algo. De modo que le dio las gracias al médico y regresó a su coche de alquiler.

Una vez en el vehículo, Willy se dirigió a toda velocidad al aeropuerto de Charleville. Mientras aguardaba a que le cargaran combustible al vuelo chárter, se comunicó con Charles Lester.

—He averiguado algo interesante —empezó Willy en cuanto Lester contestó—. Tristan Williams partió de repente esta mañana para Hong Kong.

—Pues a mí eso no me suena nada bien —gruñó Lester— ¿Blumenthal lo acompañaba?

—No lo sé —respondió Willy—. Si pudiera quedarme aquí tal vez podría averiguarlo.

—Quiero que vayas inmediatamente a Hong Kong —ordenó Lester—. De momento daremos por sentado que ella está con él. Toma un vuelo en Sidney; allí hay más conexiones.

Ned está haciendo comprobaciones en inmigración respecto a la mujer. Mañana lo sabrá con seguridad. ¿Tienes idea de dónde se aloja en Hong Kong?

—En el Península Hotel —contestó Willy.

—Buen trabajo —replicó Lester—. Si ella está allí, mátala. Y, ya puestos, mata también a Williams. Ahora que está fuera de Australia, su muerte no despertará tantas sospechas.

—¿Quiere que parezca un accidente? —preguntó Willy.

Un encargo así resultaría difícil.

—Como quieras —respondió Lester—. Sólo ocúpate de hacer el trabajo. La Wing Sin te proveerá de un arma. Y si la mujer no anda por ahí, mata a Williams de todos modos. Ha sido un verdadero estorbo para nosotros desde que escribió aquel maldito trabajo.

Willy cortó, complacido con la tarea que le habían encomendado. Conociendo Hong Kong como él lo conocía, sería un trabajo muy sencillo.

Willy se acercó al mostrador de su vuelo chárter y le dijo al empleado:

—Se ha producido un cambio. Viajo a Sidney, no a Brisbane.