9 DE ABRIL DE 1990 7.11 a.m.
Marissa despertó sintiéndose agotada. No había dormido bien.
Se había alojado en un destartalado motel de Charleville que ofrecía habitación y desayuno y, aunque la cama era cómoda, sólo había logrado dormitar. Cada vez que cerraba los ojos veía aquel inmenso tiburón blanco. Las pocas veces que logró quedarse dormida, se despertó ante la visión de pesadilla de Wendy en las fauces del tiburón. Por fin, ya de madrugada, se durmió profundamente durante unas tres horas.
Aunque no tenía apetito, se obligó a desayunar antes de partir para la agencia de alquiler de coches.
Mientras caminaba por las calles de Charleville, Marissa tuvo la sensación de haber viajado en el túnel del tiempo y estar en un pueblo del medio oeste de Estados Unidos cincuenta años atrás. El pintoresco carácter victoriano que había esperado ver en Brisbane se evidenciaba en algunas de las casas y edificios de oficinas. La atmósfera era clara y luminosa, y las calles estaban impecablemente limpias. El sol de las primeras horas de la mañana era suficientemente cálido como para indicar la intensidad que tendría a mediodía.
En las oficinas de Herz, Marissa alquiló un Ford Falcon.
Pidió un mapa de la zona, pero en la agencia no tenían ninguno.
—¿Adónde piensa ir? —le preguntó el encargado con su típico acento de Queensland.
—A Windorah —respondió Marissa.
—¿Para qué demonios va allí? —preguntó—. ¿Sabe a qué distancia queda Windorah?
—No exactamente —reconoció Marissa.
—A más de trescientos kilómetros —indicó el hombre—. Trescientos kilómetros de canguros y lagartos.
Lo más probable es que le lleve de ocho a diez horas. Será mejor que llene el depósito de combustible de reserva que tiene en el maletero. También hay uno para agua. Llénelo también para estar segura.
—¿Qué tal es el camino? —preguntó Marissa.
—Llamarlo camino es ser bastante generoso —explicó el encargado—. Es de tierra y se levanta mucho polvo. En esta época no llueve mucho. ¿Por qué no me llama por teléfono mañana desde Windorah? Si no tengo noticias suyas avisaré a la policía. No hay mucho tráfico por esa zona.
—Gracias —repuso Marissa—. Eso haré.
Marissa llevó el coche al motel. Le resultó incómodo conducir por la izquierda. Una vez allí, le pidió al propietario que llamara al Servicio Médico Aéreo y preguntara si no se habían presentado emergencias que interrumpieran el plan de atención de Tristan Williams.
Después de llenar sus depósitos de reserva de combustible y de agua, Marissa atravesó Charleville y tomó el camino a Windorah. Tal como indicara el encargado de la agencia, poco después de rebasar los suburbios de la ciudad el camino asfaltado desaparecía.
Al principio, Marissa se divirtió bastante. El sol estaba detrás de ella y no le daba en los ojos, aunque sabía que más tarde eso se modificaría. La soledad de aquellas tierras era un buen bálsamo para sus sentimientos en carne viva.
El camino era de color arena anaranjado y se abría paso por entre una vasta extensión de terreno desértico y árido cortado por extraños y angostos valles o arroyos que se llevaban la poca agua que caía en la estación de las lluvias. Había pájaros que levantaban el vuelo en cuanto ella se les acercaba con el coche. Comenzó a avistar la fauna que el encargado de la agencia le mencionara. De vez en cuando pasaba juntos a algún canguro, Pese a lo espectacular del paisaje, muy pronto resultó algo monótono. A medida que iba recorriendo kilómetros, Marissa empezó a sentirse bastante aliviada de que el hombre de la agencia le hubiera pedido que llamara por teléfono desde Windorah. Marissa no había viajado jamás por una región tan desolada, y la idea de que el coche tuviera algún desperfecto la aterraba. La conducción tampoco resultaba sencilla. El camino irregular significaba que debía luchar con el volante.
El polvo que dejaba atrás comenzó a retroceder hasta el automóvil y a cubrirlo todo.
Al mediodía estuvo segura de que la temperatura se había elevado a cerca de cuarenta grados. El calor creaba la ilusión de ondulaciones que se desplazaban por el camino.
También hubo otras distracciones naturales: más al atardecer, tuvo que pisar a fondo los frenos hasta detenerse por completo y dejar que un grupo de jabalíes cruzara el camino.
Poco después de las ocho de la noche, al cabo de once horas de conducción, Marissa empezó a observar ciertas señales de civilización. Veinte minutos después llegó a Windorah.
Se alegraba de estar allí, aunque el pueblo era poco más que un oasis pintoresco.
En el centro de la ciudad había un hotel de una sola planta, con taberna y un porche de madera. Un letrero proclamaba que era el Western Star Hotel. Frente al Western Star había una tienda donde se vendía de todo. Un poco más allá, aparecía un surtidor de combustible tipo años treinta.
Marissa entró en la taberna y soportó la mirada de sus cinco clientes varones. La miraban como si fuera una aparición. El dueño del establecimiento se le acercó y le preguntó en qué podía servirla.
—Quiero una habitación para dos noches —contestó Marissa.
—¿Tiene reserva? —preguntó el hombre.
Marissa escrutó la amplia cara del individuo. Pensó que debía tratarse de una broma, pero en el rostro de él no apareció ninguna sonrisa. Marissa reconoció que no tenía una habitación reservada.
—Hoy hay varios combates de boxeo —explicó el hombre—. Se acercó a la caja registradora y consultó en una libreta.
Marissa paseó la vista por el recinto. Todos los hombres seguían mirándola fijamente. Ninguno se movía ni decía una palabra. Tampoco tocaban las botellas de cerveza que tenían ante ellos.
El hombre regresó.
—Le daré la número cuatro —indicó—. Estaba reservada pero debían haberse presentado a las seis.
Marissa pagó el alojamiento de una noche, cogió la llave y preguntó dónde podía comer algo.
—Le prepararemos algo aquí mismo, en la taberna —explicó el hombre—. Vuelva en cuanto refresque un poco.
—Otra pregunta —añadió Marissa—. ¿La Hacienda Wilmington queda cerca del pueblo?
—Sí —contestó el hombre—. Bastante cerca. A menos de tres horas en coche, hacia el oeste.
Marissa se preguntó cuántas horas se tardaría en llegar a un establecimiento ganadero distante, si llevaba tres alcanzar uno próximo. Antes de subir a su habitación, usó un teléfono público para llamar al encargado de la agencia de alquiler de coches y confirmarle que había llegado sana y salva.
Le complació descubrir que su habitación estaba razonablemente limpia. Le sorprendió ver un mosquitero plegado sobre la cama. Sólo más tarde descubriría lo importante que era.
El resto de la tarde pasó muy rápido. No tenía mucho apetito y casi no probó la comida. Pero sí disfrutó de la cerveza helada. Y, poco después, entabló una conversación cordial con los hombres que estaban en el bar.
Hasta la persuadieron de que los acompañara a los combates de boxeo, que resultaron ser la oportunidad de que los locales boxearan con profesionales. Los rancheros ganarían veinte dólares si eran capaces de resistir tres asaltos de un minuto, pero ninguno lo consiguió. Marissa se fue antes de que terminaran, impresionada por la violencia exhibida por aquellos hombres borrachos.
La noche fue espantosa. Marissa tuvo de nuevo horribles pesadillas con tiburones que devoraban a Wendy. A lo que se sumó que también tuvo que luchar con toda clase de insectos que se las ingeniaron para traspasar el mosquitero que rodeaba su cama.
Al llegar la mañana, Marissa estaba incluso más cansada que el día anterior. Pero después de una ducha y un poco de café cargado, estuvo en condiciones de enfrentarse con la nueva jornada. Pertrechada con las indicaciones del dueño del hotel, salió de Windorah y enfiló hacia la Hacienda Wilmington.
El establecimiento ganadero era tal como lo había imaginado, con una serie de cobertizos bajos de madera, casas blancas de chilla con tejados metálicos y muchas cercas. También había muchos perros, caballos y vaqueros. En todo el paisaje reinaba el desagradable pero no intolerable olor mohoso y fuerte del estiércol de vaca.
En contraste con la reacción de total incredulidad que encontró al entrar en la taberna de Windorah, en la hacienda la hospitalidad fue abrumadora. Los vaqueros prácticamente se peleaban por atenderla, conseguirle una cerveza y ofrecerse a llevarla a la pista de aterrizaje para la llegada del médico a mediodía. Uno de los vaqueros le explicó el motivo de la conducta de todos, al contarle que una mujer atractiva y sola solía presentarse en una hacienda más o menos cada cien años.
A las once y media Marissa ya estaba en la pista de aterrizaje, sentada en su Ford, debajo de un solitario árbol gomífero. Al sol, más cerca de la pista, estaba el Land Rover de la hacienda.
Justo antes de las doce, se bajó del coche y abandonó la sombra del árbol. Protegiéndose los ojos del sol, escrutó el cielo en busca del avión. Hacía tanto calor como el día anterior y tampoco había nubes. No vio ningún avión. Escuchó con atención, pero no oyó más que el sonido de las rozagantes acacias.
Al cabo de diez minutos, estaba a punto de volver al coche cuando oyó el zumbido monótono del motor de un aeroplano.
Volvió a levantar la vista hacia el cielo y buscó el origen de ese zumbido. No lo localizó hasta que prácticamente estuvo encima de ella.
El avión viró rodeando la pista. El piloto parecía estar decidiendo si aterrizar o no. Por último, después de una segunda pasada, posó el aparato en tierra. El piloto detuvo el motor y se preparó para bajarse del avión.
Marissa caminó deprisa hacia el avión mientras el piloto abría la puerta de la cabina. El hombre que estaba sentado en el Land Rover se bajó del vehículo y arrojó su cigarrillo.
—¿Doctor Williams? —gritó Marissa.
El piloto se detuvo exactamente al lado del avión. Miró hacia donde estaba Marissa. Llevaba un antiguo maletín de médico, con protecciones de bronce.
—¡Doctor Williams! —repitió Marissa.
—¿Sí? —repuso Tristan con voz cansada.
Observó a Marissa de la cabeza a los pies.
—Soy la doctora Marissa Blumenthal —se presentó Marissa, extendiendo la mano.
Tristan se la estrechó con cierta vacilación.
—Encantado de conocerla —replicó.
Pero no parecía tan seguro de estarlo.
Marissa quedó bastante sorprendida por el aspecto del hombre. No parecía un patólogo; por lo menos no se parecía en nada a los patólogos que conocía. Tenía el semblante muy bronceado y una barba de tres días. Usaba un clásico sombrero australiano de ala ancha, bastante ajado.
En lugar de un médico, Tristan Williams parecía más un hombre de campo, un vaquero. Era bien parecido, con facciones más bien toscas, y su pelo color arena era un poco más claro que el de Robert. Tenía mandíbulas angulosas como las de Robert, pero allí terminaba el parecido. Los ojos de Tristan eran más hundidos, pero Marissa no pudo ver de qué color eran porque los tenía entornados por el resol. Y sus labios no eran finos como los de Robert. Eran más bien generosos y expresivos.
—¿Podría hablar con usted? —preguntó Marissa—. He estado esperando que llegara. He venido desde Charleville.
—¡Dios! —exclamó Tristan—. No es muy frecuente que me espere una mujer bonita como usted. Estoy seguro de que los muchachos de la hacienda esperarán unos minutos. Deje que avise al conductor.
Marissa notó que era un poco más alto que Robert; medía bastante más de un metro ochenta de estatura.
Cuando volvió, Marissa le sugirió que conversaran a la sombra, dentro del coche. Tristan estuvo de acuerdo.
—He venido desde Boston para hablar con usted —explicó cuando estuvieron instalados en el vehículo—. No ha resultado fácil encontrarlo.
—De pronto no estoy seguro de que esto me guste —repuso Tristan, mirando a Marissa—. Ser encontrado no es algo que me interese.
—Quiero hablarle sobre un trabajo suyo —alegó Marissa—, sobre la salpingitis tuberculosa.
—Ahora sé que no me gustará —replicó Tristan—. Si me perdona, tengo que ver a algunos pacientes.
Colocó la mano en la manilla de la puerta.
Marissa le cogió por el brazo.
—Por favor —insistió—. Tengo que hablar con usted.
—Sabía que usted era demasiado buena para ser cierta —siguió él, soltándose y saliendo del coche.
Sin mirar hacia atrás, se encaminó al Land Rover, subió y se alejó.
Marissa no podía creerlo. No sabía si sentirse ofendida o furiosa. Después de todo lo que había debido pasar para encontrarlo le resultaba inconcebible que no le brindara más tiempo que ése. Por un momento Marissa permaneció sentada en el coche, recibiendo todo el polvo levantado por el Land Rover. Después, se apresuró a encender el motor, poner primera e ir tras él.
Cuando Marissa llegó a la Hacienda Wilmington, estaba cubierta de polvo. Durante el trayecto había recibido el que levantaba el Land Rover, y hasta se le había metido en la boca.
Tristan ya se había bajado del Land Rover y se encaminaba hacia la casa pequeña, con el maletín médico en la mano.
Marissa tuvo que correr para ponérsele a la par. Una vez al lado de él, trató de que la mirara. Tenía que dar cinco pasos por cada tres de él.
—¡Tiene que hablar conmigo! —exigió Marissa.
Tristan se detuvo en seco.
—No me interesa hablar con usted —repuso—. Además, estoy ocupado. Tengo que ver a varios pacientes, entre los cuales está una chiquilla muy enferma, y detesto la pediatría.
Marissa se apartó el pelo polvoriento de la frente y miró a Tristan. Aunque tenía los ojos bastante hundidos, comprobó que eran azules.
—Soy pediatra —explicó—. Tal vez pueda ayudarlo.
Tristan la observó.
—Pediatra, ¿eh? —replicó—. Me viene muy bien.
Su mirada se dirigió a la puerta de la casa.
Cuando volvió a mirar a Marissa, le dijo:
—Ese es un ofrecimiento que no puedo rechazar. No sé casi nada de pediatría.
La paciente resultó ser una niñita de ocho meses que estaba muy enferma. Tenía fiebre alta, tos y le goteaba la nariz. La criatura lloraba cuando Marissa y Tristan entraron en su habitación.
Marissa examinó al bebé mientras Tristan y la preocupada madre observaban. Al cabo de algunos minutos, Marissa se enderezó y dijo:
—Es sarampión, sin ninguna duda.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Tristan.
Marissa le mostró los pequeños puntos blancos dentro de la boca del bebé, los ojos irritados y el leve sarpullido que comenzaba a aparecer en su frente.
—¿Qué se debe hacer? —preguntó él.
—Bajarle la fiebre —respondió Marissa—. Pero si llegaran a aparecer complicaciones, habría que internar a la criatura en un hospital. Si eso es posible.
—Por supuesto —repuso Tristan—. Podríamos llevarla en avión a Charleville, o incluso a Brisbane si fuera necesario.
Durante los siguientes minutos Marissa le explicó la situación a la madre, describiéndole las señales que podrían indicar complicaciones. Después trataron de descubrir dónde podía haber atrapado el virus la criatura. Dos semanas antes, la familia había ido a visitar a unos parientes en Longreach, donde había un chico enfermo.
Después de discutir la profiláctica que se debía aplicar a los demás chicos de la hacienda, para evitar una epidemia, Marissa y Tristan se despidieron de la madre y se dirigieron a la siguiente casa en la lista de Tristan.
—Gracias por su ayuda —le dijo Tristan cuando ascendían al porche de la siguiente vivienda.
—Creo que se las habría arreglado igual sin mí —replicó Marissa.
Estuvo tentada de decir algo más pero, su intuición femenina la hizo callar.
Marissa se quedó junto a Tristan y lo ayudó a visitar a los demás pacientes.
Todos fueron exámenes de rutina, salvo una mujer de noventa y tres años que se estaba muriendo de cáncer, pero se negaba a que la internaran en un hospital. Tristan respetó sus deseos y se limitó a recetarle medicamentos para aliviarle el dolor.
Cuando abandonaron la última casa, fue Tristan el que retomó el tema del trabajo publicado en la revista médica.
—Supongo que la curiosidad puede más que yo —confesó—. ¿Qué razón puede haber tenido usted para venir a este lugar remoto para hablarme de un artículo que quedó por completo desacreditado?
—Porque yo padezco el síndrome que describió en ese trabajo —respondió Marissa mientras trataba de seguirle el ritmo de la caminata. Se dirigían al comedor comunitario—. Y porque el síndrome ha estado apareciendo en Estados Unidos, y también en Europa.
Deseaba preguntarle por qué había falsificado los datos e inventado casos, pero temió que una pregunta así diera por terminada la conversación.
Tristan se detuvo y observó a Marissa.
—¿Usted también ha tenido salpingitis tuberculosa? —le preguntó.
—Confirmado por una biopsia —contestó Marissa—. Jamás me había enterado. Si no fuera porque intentaba quedar embarazada, probablemente jamás lo habría sabido.
Tristan pareció sumirse en la reflexión.
—He estado tratando de averiguar más sobre esa enfermedad. Pero todo se convirtió en un desastre. He perdido a una amiga. Hasta me pregunto si no la han matado.
Tristan se quedó mirándola.
—¿De qué me habla?
—Vine a Australia con una amiga —explicó Marissa—. Una mujer que también había tenido salpingitis tuberculosa como yo. Vinimos porque habíamos leído su artículo, y preguntamos por usted en la clínica FCA, en Brisbane. Pero la actitud de ellos no fue precisamente de cooperación.
Marissa le describió lo ocurrido en el arrecife, y comentó que la muerte de Wendy podía no haber sido accidental.
—Y empiezo a pensar que tal vez mi propia vida esté en peligro —añadió—. Pero no puedo decir que tenga pruebas de ello.
Tristan suspiro.
—Esto me trae malos recuerdos —alegó, sacudiendo la cabeza. Echó hacia atrás el sombrero y se rascó la frente—. Pero creo que será mejor que le cuente mi historia para que tenga alguna idea de a qué se enfrenta. Tal vez entonces regrese a su país y viva su vida. Pero el relato tomará algún tiempo. Y se lo digo en estricta reserva. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —replicó Marissa.
—Muy bien —prosiguió Tristan—. Entremos y tomemos un par de cervezas.
Tristan penetró en la cantina y se fue directamente a la cocina. El personal estaba ocupado limpiando después de la comida del mediodía. Del frigorífico sacó dos cervezas heladas y las llevó al comedor vacío. Señaló una mesa, destapó las botellas y le dio una a Marissa, que tomó asiento frente a él.
—Al terminar mi especialización en patología entré a trabajar directamente en la FCA —comentó después de beber un trago de cerveza—. Quedé impresionado con la organización de la clínica, que se encontraba en plena expansión. Poco después de que me contrataran, el jefe del departamento contrajo hepatitis y tuvo que pedir un permiso prolongado.
»Y, como éramos nada más que dos, yo quedé como jefe de patología —dijo Tristan, riéndose por lo bajo.
»Casi en seguida —prosiguió—, empecé a ver casos de salpingitis fuera de lo común, y confieso que me atrajo mucho la posibilidad de realizar un hallazgo académico. También confieso que me gustaba la idea de que alguna de las revistas médicas me publicara un trabajo. Así que, por mi cuenta, decidí escribir algo sobre esos casos.
»Mi primera sospecha fue tuberculosis, pese a que es poco frecuente aquí, en Australia. Pero como en los últimos tiempos hubo un incremento en la inmigración procedente del sudeste asiático, donde la tuberculosis continúa siendo endémica, pensé que resultaba posible.
»Aun así, tenía que estar seguro de que se trataba de tuberculosis. Descarté los hongos merced a unas tinciones muy elaboradas. Decididamente, no eran hongos. Realicé una búsqueda intensiva de microorganismos, pero no pude encontrar ninguno. Yo seguía estando seguro de que era tuberculosis.
—¿Y sarcoide? —preguntó Marissa.
Tristan sacudió la cabeza.
—No, no era sarcoide —repuso—. Todas las radiografías de tórax eran normales, y ninguna de las pacientes tenía los ganglios inflamados o problemas oculares.
»Así que seguí convencido de que era tuberculosis, aunque no tenía ni idea de la forma en que se había propagado.
Pero entonces lo asocié con algo que ocurría en la clínica.
Alrededor de un año antes de empezar a ver esos casos, la clínica había iniciado una rotación de técnicos y agentes de seguridad chinos a través de una especie de programa de becas.
Pensé que la clínica formaba a los técnicos en fecundación in vitro para que después volvieran a Hong Kong, de donde procedían.
Pero no estaba seguro. Siempre venían por parejas, y no se quedaban mucho. Sólo algunos meses. La mayoría ni siquiera hablaba inglés. Pero el hecho de que procedieran de Hong Kong, donde se había producido una afluencia significativa de gente del sudeste asiático, me hizo pensar que podía tener algo que ver con el brote de salpingitis tuberculosa.
—¿Dónde iban una vez concluida la beca? —preguntó Marissa, recordando a los chinos de la Clínica de la Mujer.
—No tengo ni idea —reconoció Tristan—. Supuse que regresaban a Hong Kong hasta que empecé a investigar los casos de tuberculosis. Entonces sentí curiosidad. Así que concerté un encuentro con Charles Lester, el director de la clínica, y le pregunté acerca de los chinos. Lo único que me dijo era que estaba en relación con el gobierno.
Tristan se encogió de hombros.
—¿Qué podía hacer yo? —prosiguió—. Se lo pregunté a varias personas más, pero nadie parecía querer hablar del tema. Entonces dos chinos tuvieron un accidente automovilístico serio. Lo suficientemente serio como para que uno muriera y hubiera que internar al otro. Lo internaron en la FCA. Era el único paciente varón que habían tenido.
»No dejé de visitar a aquel individuo todos los días. Era un tipo lacónico, pero hablaba inglés. No mucho, pero lo suficiente. Su nombre era Chan Ho. Le hice pruebas sin que nadie lo supiera para comprobar si tenía tuberculosis; pero me decepcionó que los resultados fueran negativos, porque generaba interrogantes en mi teoría. Como seguí visitándolo a diario llegué a conocerlo bastante. Me enteré de que era una especie de monje budista que había aprendido artes marciales chinas como parte de sus estudios. Eso me llamó la atención; las artes marciales han sido mi deporte preferido desde que era joven.
Cuando el tipo salió del hospital, lo invité a ir a mi gimnanasio. Y allí descubrí que era increíblemente hábil en kung fu.
Marissa recordó cómo el chino del traje gris había desarmado a Paul Abrums de una feroz patada.
—Entonces me enteré de otra cosa: a Chan le encantaba la cerveza. No la conocía hasta llegar a Australia, o por lo menos eso dijo. Lo descubrí después de que un par de buenas cervezas australianas lograran desinhibirlo un poco. En ese momento me sorprendió de veras. Averigüé que en realidad no era de Hong Kong sino de un pueblo cerca de Cuangzhou, en la República Popular China.
—¿Era de la China comunista? —preguntó Marissa.
—Eso fue lo que me dijo —respondió Tristan—. Fue una sorpresa para mí. Al parecer, sólo había pasado por Hong Kong… ilegalmente. Cierta noche logré emborracharlo bastante, había sido miembro de una sociedad secreta, una organización de artes marciales llamada Loto Blanco. Dijo que, debido a su habilidad con las artes marciales, había sido sacado de China por una de las tríadas de Hong Kong, llamada Wing Sin.
Al parecer, la FCA pagó la cuenta. Me dio a entender que pagaron grandes sumas de dinero para que él y su amigo fueran introducidos ilegalmente en Australia.
—Pero ¿por qué? —preguntó Marissa.
El relato de Tristan tomaba direcciones que ella jamás hubiera imaginado. Parecía apartarse mucho del tema de la tuberculosis.
—Ni idea —reconoció Tristan—. Pero me intrigaba. Me parecía un programa muy extraño, sobre todo si tenía que ver con el gobierno. Comencé a pensar toda clase de cosas, como que, por ejemplo, estaba relacionado con el hecho de que Hong Kong fuera devuelto a la República Popular China en 1997.
—Lo último que necesitaba la China comunista es fecundación in vitro —bromeó Marissa.
—¡Vaya si lo sé! —repuso Tristan—. Nada tenía sentido.
Así que intenté seguir averiguando en la clínica de nuevo, pero no conseguí que nadie me dijera nada más acerca de aquellos visitantes, sobre todo en la sección administrativa.
Volví a hablar con el director, pero me advirtió que me olvidara del asunto. Debería haber seguido su consejo.
Tristan echó la cabeza hacia atrás y terminó su cerveza.
Se puso de pie y le preguntó a Marissa si le apetecía otra.
Ella negó con la cabeza. Todavía no había terminado la que tenía.
Mientras Tristan regresaba a la cocina, ella repasó mentalmente lo que él le había contado. Era algo sin duda curioso, pero en absoluto lo que ella quería escuchar después de recorrer miles de kilómetros.
Tristan volvió con otra cerveza y se sentó.
—Sé que todo esto suena extraño —admitió—. Pero estaba convencido de que si podía descubrir el porqué de la presencia de esos chinos en la clínica, lograría explicar los casos de salpingitis. Puede parecer descabellado, pero los dos hechos ocurrían de forma simultánea, y estaba persuadido de que no era una mera coincidencia, pensé que esos técnicos chinos estaban siendo entrenados en técnicas in vitro. Cuando estaban en la clínica, siempre se les podía encontrar en los laboratorios del FIV.
—¿No le parece que podría haber sido al revés? —preguntó Marissa—. Tal vez los chinos proporcionaban información en lugar de recibirla.
—Lo dudo —contestó Tristan—. La técnica médica moderna no es uno de los puntos fuertes de China.
—Sin embargo, alrededor de la época que usted menciona —siguió Marissa—, la FCA empezó a experimentar un repentino incremento en la eficacia de sus procedimientos in vitro. Lo leí en la biblioteca de la Facultad de Medicina.
—Después de muchas horas de conversar con Chan Ho, le aseguro que de ningún modo podrían ellos haber incrementado nuestros conocimientos técnicos.
—¿Y su compañero? —preguntó Marissa—. El que murió en el accidente.
—Chan no quiso hablar de él —explicó Tristan—. Se lo pregunté en muchas ocasiones. Lo único que sé es que no era un experto en artes marciales como Chan.
—Quizá fuera acupunturista —sugirió Marissa—. O bien homeópata.
—Es posible —asintió Tristan—. Aunque le aseguro que la FCA no empezó a hacer acupuntura como parte del procedimiento in vitro. Pero Chan me dio a entender que se había sentido responsable de su compañero, porque tenía miedo de que lo enviaran de regreso a la República Popular China después de que el otro muriera.
—Da la impresión de que su compañero era el más importante de los dos —comentó Marissa—. Tal vez haya proporcionado algún conocimiento o habilidad.
—Me cuesta creerlo —adujo Tristan—. Eran tipos bastante primitivos. Pero empecé a pensar en drogas.
—¿De qué manera? —preguntó Marissa.
—Contrabando de heroína —repuso Tristan—. Sé que Hong Kong se ha convertido en la capital de la heroína por mover esa droga desde el Triángulo Dorado al resto del mundo. Me puse a investigar el contrabando de la heroína, especialmente porque la tuberculosis es endémica en el Triángulo Dorado.
—¿Entonces esos dos chinos eran correos? —asintió Marissa.
—Eso fue lo que pensé —repuso Tristan—. Quizá el que no sabía artes marciales. Pero no estaba seguro. Sin embargo, era lo único que parecía justificar el dinero que parecía haber por medio.
—Significa que la FCA toma parte en el tráfico de drogas —señaló Marissa.
De pronto recordó la opulencia de la clínica. Eso le confería cierta verosimilitud a lo que decía Tristan. Pero, si era así, ¿dónde empezaba a figurar lo de la salpingitis tuberculosa?
—Planeaba investigarlo —siguió Tristan—. Me proponía usar mis próximas vacaciones para ir a Hong Kong y seguir la pista, si fuera necesario hasta Cuangzhou.
—¿Qué le hizo cambiar de idea? —preguntó Marissa.
—Ocurrieron dos cosas —prosiguió Tristan—. Primero, el jefe de patología regresó. Y, segundo, mi trabajo se publicó en la Revista Australiana de Enfermedades Infecciosas. Creí que estaba a punto de acceder a la fama profesional por describir un síndrome clínico nuevo. Pero, en cambio, se convirtió en un arma de doble filo. Como ya le dije, nunca le comenté a la administración de la clínica que estaba escribiendo ese trabajo.
Bueno, se volvieron locos. Querían que yo me retractara de lo publicado en el artículo, pero yo me negué.
—¿Los casos que aparecen en su trabajo eran pacientes reales? —preguntó Marissa—. ¿No se los inventó?
—¡Por supuesto que no me los inventé! —exclamó Tristan, indignado—. Eso fue lo que insinuaron. Pero era mentira.
—Charles Lester nos dijo que usted había inventado los casos.
—¡Mentiroso de mierda! —exclamó Tristan—. Los veintitrés casos de ese trabajo eran pacientes reales. Se lo garantizo. Pero no me sorprende que le haya dicho lo contrario. Trataron de obligarme a que yo dijera lo mismo. Pero me negué. Hubo también amenazas. Por desgracia, no les presté atención, aunque entre los amenazados estuvieran mi esposa y mi hijo de dos años.
»Entonces Chan Ho desapareció y las cosas se pusieron feas. Publicaron un artículo afirmando que yo había falsificado los datos, de modo que el trabajo quedó oficialmente desautorizado. Entonces, alguien colocó heroína en mi automóvil y la policía la encontró siguiendo una denuncia anónima. Mi vida se convirtió en un infierno.
Se me procesó por tenencia de drogas. Intimidaron y atormentaron a mi familia. Pero, como un idiota, yo lo soporté todo, y no se me ocurrió nada mejor que desafiar a la clínica a negar la existencia de las pacientes cuyos nombres yo había guardado.
Embriagado de idealismo, no estaba dispuesto a darme por vencido. Al menos, hasta que mi esposa murió.
Marissa quedó anonadada.
—¿Qué ocurrió? —preguntó, temerosa de oír el resto de la historia.
Tristan se quedó un momento mirando su cerveza y tomó un trago. Cuando volvió a mirar a Marissa, sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—Supuestamente fue un asalto —explicó, con voz quebrada—. Algo que no sucede con demasiada frecuencia aquí, en Australia. La golpearon hasta derribarla y le robaron la cartera.
Y, mientras ocurría, se rompió el cuello.
—¡Oh, no! —exclamó Marissa.
—La versión oficial fue que se rompió el cuello al golpearse contra la vereda —explicó Tristan—. Pero según mi impresión la fractura fue el resultado de una patada de kung fu, aunque no había forma de probarlo. Eso me hizo temer por la seguridad de mi hijo. Como yo debía enfrentarme a un juicio, me quedé aquí, pero mandé a Chauncey a vivir con la familia de mi mujer en California. Sabía que yo no podía protegerlo.
—¿Su esposa era norteamericana? —preguntó Marissa.
Tristan asintió.
—Nos conocimos cuando yo estudiaba en San Francisco con una beca.
—¿Qué pasó en el juicio? —inquirió Marissa.
—Fui absuelto de la mayor parte de los cargos criminales —explicó Tristan—. Pero no de todos. Estuve un breve tiempo en la cárcel y tuve que realizar algunos servicios comunitarios de especialización, pero conseguí retener mi licencia médica. Entonces me vine aquí, al interior del país.
—¿Su hijo todavía está en Estados Unidos? —preguntó Marissa.
Tristan asintió.
—No quise traerlo de regreso hasta estar seguro de que las cosas se hubieran tranquilizado.
—Qué experiencia tan terrible.
—Espero que no lo tome a la ligera —le previno Tristan—. Creo que es probable que tenga razón respecto a que la muerte de su amiga no fuera accidental. Y también, respecto a que su vida está en peligro. Creo que lo mejor será que se vaya de Australia.
—No creo poder hacerlo llegados a este punto —repuso Marissa.
—Por favor, no sea tan tonta como yo —siguió Tristan—. Ya ha perdido a una amiga. No insista. Olvide su idealismo. Todo esto representa algo muy grande y muy siniestro. Lo más probable es que estén involucrados el crimen organizado chino y la heroína, una combinación letal. La gente siempre piensa en la Mafia cuando se trata de crimen organizado, pero la Mafia es un juego de niños comparada con las organizaciones chinas. Sea lo que fuere lo que hay en el fondo de este asunto, comprendí que no podía investigarlo por mi cuenta. Y tampoco debería usted intentarlo.
—¿De qué manera puede estar relacionado el crimen organizado chino con la salpingitis tuberculosa? —preguntó Marissa.
—No tengo la menor idea —replicó Tristan—. Dudo que exista un vínculo causal directo. Debe de ser algún efecto colateral inesperado.
—¿Sabía usted que la FCA está en manos de un holding que también controla todas las Clínicas de la Mujer de Estados Unidos?
—Sí —contestó Tristan—. Esa fue una de las razones por las que empecé a trabajar en la FCA. Sabía que planeaban expansionarse por todo el mundo, sobre todo por su tecnología en fecundación in vitro.
—Gracias por hablar conmigo —dijo—. Gracias por su franqueza y su confianza.
—Espero que tenga el efecto de convencerla de que debe volver a su casa en seguida —replicó Tristan—. Debe abandonar la cruzada que ha emprendido.
—No creo poder hacerlo —repuso Marissa—. No después de la muerte de Wendy, y no después de todo el sufrimiento que la salpingitis tuberculosa me ha causado a mí y a tantas otras mujeres. He llegado hasta aquí y me he arriesgado. Tengo que descubrir qué está pasando.
—Lo único que puedo decirle es que una compulsión similar arruinó mi vida y mató a mi mujer —explicó Tristan.
Parecía casi enojado. Habría querido convencer a esa mujer de que no fuera tonta, pero al ver el brillo de determinación en sus ojos supo que todo sería en vano. Suspiró.
—Empiezo a pensar que es usted un caso perdido. Si quiere seguir adelante, entonces le sugiero que se ponga en contacto con la tríada Wing Sin en Hong Kong. Tal vez ellos estén dispuestos a ayudarla… por un precio, desde luego. Eso era lo que yo planeaba hacer. Pero debo advertirle que será peligroso, porque las tríadas de Hong Kong son famosas por su violencia, especialmente cuando la heroína está por medio; las sumas de dinero que se barajan son astronómicas. Sólo la heroína procedente del Triángulo Dorado vale más de cien mil millones de dólares al año.
—¿Por qué no viene conmigo? —propuso Marissa—. Su hijo está a salvo en Estados Unidos. ¿Por qué no sigue adelante con lo que había planeado hace algunos años? Podemos hacerlo juntos.
Tristan se echó a reír.
—Decididamente no —repuso—. No trate siquiera de tentarme. El idealismo se me terminó hace dos años.
—¿Por qué habrían de estar involucradas en el tráfico de drogas la FCA y la Clínica de la Mujer? —preguntó Marissa—. ¿Sólo por dinero? ¿No sería demasiado arriesgado?
—Esta pregunta me la he puesto yo también. Supongo que podrían formar parte de un plan para el lavado de narcodólares. La clínica necesita mucho capital para su permanente expansión por el mundo.
—Así que los chinos procedentes de la República Popular son correos para el dinero y las drogas, o ambas cosas —concluyó Marissa.
—Esa es mi teoría —asintió Tristan.
—Pero eso me hace volver a la tuberculosis —siguió Marissa—. ¿Cómo encaja en este asunto?
Tristan se encogió de hombros.
—Como le he dicho, no tengo todas las respuestas.
Supongo que tiene que ser algún efecto no previsto. No tengo ninguna pista con respecto a la forma en que las mujeres la contraen.
Por lo general, la tuberculosis es una infección que se transmite por el aire. Cómo llega a las trompas de Falopio es algo que no puedo entender.
—No es así como se hace un diagnóstico en medicina —explicó Marissa—. Todos los síntomas y signos tienen que estar directamente relacionados con el diagnóstico principal. Casi siempre es una sola enfermedad. Creo que la tuberculosis debe ser considerada como algo circunstancial al problema.
—Entonces, está usted sola —alegó Tristan—. No se me ocurre ninguna manera de explicar lo ocurrido sobre esa base.
—Venga conmigo —le rogó Marissa—. A usted le importa tanto como a mí descubrir la verdad.
—¡No! —exclamó Tristan—. No pienso involucrarme. No otra vez. Últimamente he estado pensando que ya ha pasado suficiente tiempo y he ahorrado algo de dinero, lo bastante para recuperar a mi hijo y trasladarme a algún lugar lejano, tal vez Estados Unidos.
—Muy bien, lo entiendo —replicó Marissa, aunque su tono indicaba que no lo entendía en absoluto—. Gracias de nuevo por hablar conmigo.
Los dos se pusieron de pie. Marissa le tendió la mano y Tristan se la estrechó.
—Buena suerte —dijo Tristan.
Marissa retornó al automóvil y al mirar hacia dentro vio que estaba cubierto de polvo. No le entusiasmaba nada la idea de realizar otra vez el trayecto a Windorah, ni la odisea de regresar al día siguiente a Charleville.
Se introdujo en el coche con mucho cuidado para no levantar una nube de polvo. Después de poner en marcha el motor, abandonó la Hacienda Wilmington y se despidió con la mano de algunos de los vaqueros que estaban reparando una cerca rota. Se mantuvo a la izquierda del camino y enfiló hacia Windorah.
Mientras conducía, repasó mentalmente todo lo que Tristan le había explicado. Aunque no había averiguado nada nuevo sobre la salpingitis tuberculosa, sí se había enterado de muchas cosas inesperadas que resultaban inquietantes. Tal vez la más inquietante de todas fue la sugerencia de un juego sucio en la muerte de su esposa. Si Tristan estaba en lo cierto, le confería también mayor verosimilitud a la idea de que los tiburones habían sido atraídos intencionadamente por los dos hombres que arrojaban la carnada. Y, si era así, su propia vida corría peligro.
Marissa conducía el automóvil mecánicamente mientras se preguntaba qué podía hacer para protegerse. Por desgracia, no se le ocurrió ninguna idea genial. Si personas que ella no conocía se proponían matarla, ¿cómo haría para reconocerlas?
Era difícil protegerse de lo inesperado. La amenaza podía provenir de cualquier parte y llegar en cualquier momento.
Justo en ese instante, como para confirmar sus temores, notó una vibración extraña. Al principio pensó que le habían hecho algo al coche. Observó el instrumental del tablero: todo estaba normal. Sin embargo, muy pronto la vibración se convirtió en un rugido.
Muerta de pánico, Marissa se aferró al volante. Sabía que tenía que hacer algo, y pronto. En su desesperación, clavó el pie en el freno y giró el volante todo lo que pudo. El auto patinó hacia un costado. Por un instante, Marissa tuvo la sensación de que volcaría.
En el momento mismo en que el auto de Marissa se detenía, un avión pasó rugiendo a no mas de 6 metros del techo del vehículo.
Marissa supo entonces que las personas que habían matado a Wendy la habían encontrado. Ahora prepararían un accidente para liquidarla.
El motor del coche se había ahogado. Marissa intentó con desesperación volver a ponerlo en marcha. Por el parabrisas vio que el avión había tomado altura al tiempo que viraba y ahora regresaba hacia ella. A lo lejos no parecía más grande que un insecto, pero su rugido ya hacía temblar el coche.
Cuando finalmente logró poner en marcha el motor, puso primera. El avión estaba casi encima de ella. Más adelante se erguía una solitaria acacia. Por algún absurdo motivo, Marissa pensó que si lograba llegar al árbol éste le proporcionaría cierta protección. Giró el volante hacia la derecha para enderezar el auto y aceleró a fondo. El coche salió disparado hacia delante.
El avión enfilaba hacia ella. Había descendido hasta menos de tres metros del suelo. Rugía a lo largo del camino, en línea recta directamente hacia ella. Detrás de la máquina, el polvo se elevaba cientos de metros por el aire.
Al comprender que no conseguiría llegar al árbol, Marissa volvió a frenar en seco y levantó los brazos para protegerse los ojos. Con un rugido de trueno el avión bajó hacia ella y en el último segundo se elevó. El coche se estremeció al pasar el avión por encima de él.
Al abrir los ojos, Marissa volvió a pisar el acelerador a fondo. Segundos después, estaba fuera del camino y debajo del árbol. Oyó que detrás de ella el avión regresaba.
Giró en su asiento y miró hacia atrás, esperando que la máquina se estrellara contra ella. Pero, en cambio, seguía el trazado del camino. Después de pasar junto al coche, las ruedas del avión tocaron tierra. El zumbido agudo se convirtió en un rugido más grave. En ese momento, Marissa reconoció el avión. Su piloto era Tristan Williams.
El alivio de Marissa en seguida se cambió en irritación cuando vio que el avión casi se detenía por completo con el morro hacia el camino. El motor se apagó y Tristan saltó de la cabina.
Se acercó a Marissa con su sombrero echado hacia atrás.
—¡Marissa Blumenthal! —bromeó—. ¡Qué sorpresa encontrarla aquí!
—¡Casi me muero del susto que me ha dado! —exclamó Marissa, furiosa.
—¡Se lo tenía merecido! —aulló Tristan con idéntica vehemencia. Después, sonrió—. Tal vez yo también estoy un poco chiflado. Pero tenía que avisarle de que he cambiado de idea. Quizá se lo debo a la memoria de mi esposa. Quizá me lo debo a mí mismo. Sea lo que fuere, tengo unos días de vacaciones y bastante dinero ahorrado, así que iré con usted a Hong Kong y veremos si podemos descubrir qué está pasando.
—¿En serio? —preguntó Marissa—. ¿Está seguro?
—No haga que me lo piense dos veces —le advirtió Tristan—. No podía dejar que fuera sola a Hong Kong, dadas las circunstancias. Me sentiría culpable durante el resto de mi vida.
—Me alegro mucho —repuso Marissa—. No tiene idea de cuánto.
—No se alegre tan deprisa —manifestó Tristan—. Porque no serán exactamente unas vacaciones, se lo aseguro. No será fácil, y sí decididamente peligroso. ¿De veras quiere hacerlo?
—Por supuesto —replicó Marissa—. Sobre todo ahora.
—¿Hacia dónde se dirige en este momento? —preguntó Tristan.
—Me alojo en el Western Star Hotel —respondió Marissa—. Planeaba conducir hasta Charleville por la mañana.
—Le propongo algo —dijo él—. Regrese al Western Star y espéreme allí. Yo iré a buscarla. Tengo que visitar otra hacienda. Puedo hacer que alguien lleve este coche a la agencia Hertz en Charleville, si usted se anima a volar conmigo en mi King Air.
—Haría cualquier cosa para librarme de conducir de Windorah a Charleville —suspiró Marissa.
Tristan se tocó el sombrero.
—Nos veremos en el Western Star —replicó.
—¡Tris! —gritó Marissa.
El se volvió.
Marissa se ruborizó.
—¿Puedo llamarte Tris?
—Puedes llamarme lo que quieras —convino Tristan—. Aquí en la tierra de Oz, hasta Hijo de Perra es un apelativo cariñoso.
—Sólo quería agradecerte que hayas decidido acompañarme a Hong Kong —adujo Marissa.
—Como te he dicho, será mejor que te reserves tu agradecimiento hasta que veas en qué nos estamos metiendo —subrayó Tristan—. ¿Has estado alguna vez en Hong Kong?
—No —respondió Marissa.
—Entonces, agárrate bien fuerte. Esta zona de Australia y Hong Kong son el día y la noche. Es una ciudad fuera de control, sobre todo ahora que está previsto entregársela a la República Popular China en 1997. Allí lo que reina es la desesperación, y todo se mueve por dinero, sólo por dinero.
En Hong Kong todo está en venta, incluso la vida misma.
Y, en Hong Kong, la vida es barata. Lo digo en serio. No es una frase hecha.
—Estoy segura de que no podría habérmelas arreglado sola —admitió Marissa.
Tristan la miró.
—De eso no estoy muy seguro —replicó—. Me da la impresión de que eres una persona muy valerosa y decidida.
Y, con una última sonrisa, Tristan se encaminó a su avión.
Pronto la máquina rugía de nuevo y la hélice enviaba al aire un torrente de polvo. Con un último saludo con el brazo, Tristan soltó el freno y el King Air dio un salto hacia delante, remontándose hacia el sol.