13

8 DE ABRIL DE 1990 11:47 a.m.

Marissa permaneció agarrada nerviosamente al cable hasta que sintió que la jaula se apoyaba en la cubierta del barco.

Sólo entonces abrió los ojos.

Rafe abrió la puerta de la jaula, desplazándola hacia fuera.

Wynn se esforzó por salir a través de aquella pequeña abertura.

Con una mano se cubría la herida del brazo. Pese a dicha presión, sangraba abundantemente.

Marissa soltó el cable y, todavía con las aletas puestas, se las ingenió para bajar por la parte superior de la jaula.

Tardó algunos momentos en asimilar la horrible realidad: Wendy no estaba en el barco con ellos.

—¡Wendy todavía está en el agua! —gritó.

Pero Rafe se hallaba ocupado atendiendo la herida de Wynn. Los dos hombres habían corrido al lugar donde guardaban el botiquín de primeros auxilios.

Marissa trató de correr tras ellos, pero tropezó con sus aletas.

Logró quitarse la bombona de oxígeno y la dejó caer sobre cubierta; se agachó y se quitó las aletas.

Cuando se reunió con los hombres, Rafe intentaba detener la hemorragia de sangre arterial con un vendaje muy apretado.

—¿Y Wendy? —gritó Marissa.

Rafe ni siquiera levantó la mirada.

—Wynn dice que allá abajo había un enorme tiburón blanco muy feroz.

—¿Y Wendy? —gritó Marissa— no pueden dejarla allí. ¡Por favor!

—Esto es lo mejor que puedo hacer por ti ahora, compañero —le dijo Rafe a Wynn.

Wynn asintió y apretó la mano contra el vendaje.

Sin poder controlarse, Marissa se echó a llorar.

—¡Por favor! —gritó.

Rafe no le prestó atención y acudió a su equipo de radio para solicitar la ayuda de los guardacostas.

Marissa estaba fuera de sí. Cuando el capitán terminó de hablar por radio, le suplicó entre sollozos que se metiera en el agua para tratar de encontrar a Wendy.

—¿Cree que estoy loco? —gritó Rafe—. Uno no se mete en el agua cuando hay allí un inmenso tiburón blanco. Lo siento por su amiga, pero no hay nada que hacer, salvo esperar y ver si sube a la superficie. Es posible que se haya ocultado entre los promontorios de coral.

—¡Yo vi que el tiburón la atacaba! —gimió Marissa—. ¡Tiene que hacer algo!

—Si se le ocurre otra cosa que no sea meterme en el agua, avíseme —replicó Rafe, y volvió junto a Wynn.

Sin saber qué hacer, Marissa cayó de rodillas, se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar.

Muy pronto percibió un zumbido cada vez más fuerte.

Cuando se sentó contra la borda, vio que un helicóptero descendía hacia ellos. Cuando estuvo directamente sobre el Oz, empezó a oscilar suspendido sobre el barco. Marissa vio un hombre junto a una puerta abierta, que sostenía un cable sujeto a un lado del helicóptero.

Rafe volvió a la radio y mantuvo otra conversación con la patrulla costera; después, se puso en contacto con el piloto del helicóptero que sobrevolaba el barco. Rafe le dijo que habían podido detener la hemorragia. Entre los dos, decidieron que no convenía arriesgarse a subir a Wynn al helicóptero ahora que la herida no le sangraba tanto.

—Todavía me falta una buceadora —indicó Rafe por radio.

—Enviaremos una patrullera —repuso el piloto del helicóptero. Rafe soltó el micrófono de la radio.

—Supongo que será mejor que esperemos que llegue la patrullera —comentó.

—¡No lo puedo creer! —gritó Marissa—. No piensan hacer nada por Wendy, ¿verdad?

Rafe no le prestó atención y revisó el vendaje de Wynn.

Estaba seco.

—Y usted —señaló Marissa con rencor, señalando a Wynn—, no me dejó entrar en esa maldita jaula.

—Trataba de ayudarla —explicó Wynn—. La puerta se abre hacia fuera, no hacia dentro. Quise demostrárselo, pero usted no me dejó.

Marissa miró la jaula. La puerta se encontraba entreabierta y, en efecto, se abría hacia fuera.

Marissa se dirigió a Rafe.

—¿Quiénes eran aquellos dos hombres que arrojaron la carnada al agua? —preguntó.

—Dos tipos que querían ir a pescar —respondió Rafe—. El que contrató el Oz fue el asiático. Se quedó en el camarote hasta que llegó el otro barco más pequeño. No sé por qué lo hicieron. Supongo que, al final, decidieron no pescar y arrojaron la carnada. De haberlo sabido, yo no se lo habría permitido.

—La carnada fue lo que atrajo a los tiburones —adujo Marissa.

—Sin duda —confirmó Rafe.

Marissa no sabía qué pensar. Todavía temblaba. Pasó una hora y la patrullera no aparecía. El agua alrededor del barco se veía clara y transparente. Hasta el oleaje se había calmado.

Mirando desde popa, Marissa no alcanzó a ver ningún pez.

—El brazo vuelve a sangrar —anunció Wynn con preocupación.

Rafe examinó el vendaje.

—Un poco —convino—. Pero no es grave. Será mejor que volvamos. ¡Al demonio con la patrullera!

—De aquí no nos movemos hasta que encontremos a Wendy —ordenó Marissa.

—Es inútil —dijo Rafe— a esta hora ya debería haber aparecido.

—Si ustedes no quieren buscarla —replicó Marissa—, iré yo misma.

Fue hacia donde se encontraban las bombonas de oxígeno y cogió una. Después, fue a buscar sus aletas, que todavía estaban en la cubierta de proa.

Cuando Marissa volvió, Rafe la cogió del brazo.

—Está loca si piensa echarse al agua.

Indignada, Marissa se soltó.

—Por lo menos, yo no soy cobarde —replicó.

—Iré yo —intervino Wynn, y se puso de pie con cierta vacilación.

—¡No irás a ninguna parte! —vociferó Rafe—. ¡Está bien! Iré a echar un vistazo.

Furioso, Rafe bajó a los camarotes y regresó con un traje de buceo. Se colocó el chaleco salvavidas y una bombona, y a continuación cogió un par de aletas, un visor y una vara de acero de un metro de largo.

—Quiero que me bajes en la jaula —indicó a Wynn.

Los tres se acercaron a la jaula, y durante un momento se quedaron mirando los torcidos barrotes.

—No puedo creer que un ser viviente haya podido hacer eso —comentó Rafe.

Se metió adentro y se colocó las aletas y el visor.

—¡Bájame! —gritó Rafe.

Wynn fue hasta el chigre e izó a Rafe y la jaula unos treinta centímetros sobre cubierta. Usando su brazo sano, maniobró para que la jaula quedara encima del agua. Marissa ayudó a nivelarla. Después fue bajando la jaula hasta sentir un tirón en la cuerda que tenía en la mano.

Espiando por la borda, Marissa y Wynn vieron cómo Rafe salía nadando de la jaula. Desapareció debajo del barco.

Un minuto después emergió sobre la plataforma de buceo.

—Aquí todo está muy tranquilo —explicó—. ¿Dónde estaba Wendy la última vez que la vio?

—Iré con usted —repuso Marissa.

A pesar de sus miedos, Marissa sintió que se lo debía a Wendy. Un minuto después estaba en la plataforma junto a Rafe.

—Me sorprende usted —añadió Rafe—. Se lo aseguro. ¿No le da miedo volver al agua después de lo sucedido?

—Estoy aterrada —respondió Marissa—. Vayámonos antes de que cambie de idea.

En lugar de saltar lejos del barco, Marissa se dejó caer sigilosamente al agua y observó concienzudamente en todas direcciones. Pero Rafe estaba en lo cierto: había tanta tranquilidad como cuando se zambulleron por primera vez aquella mañana. Unos pocos peces mariposa y ángel nadaron cerca de ella. Volvió a mirar la jaula para tiburones, decidida a refugiar se en ella en cuanto fuera necesario.

Marissa miró a Rafe y le hizo señas de que la siguiera a la boca del canal. Había menos corriente que antes. Cuando el canal se abrió al océano, ambos vacilaron un instante.

Ni siquiera a lo lejos podían divisar algo de mayor tamaño que algunos peces papagayo escondidos junto a la pared del arrecife. El monstruo que la había aterrorizado menos de una hora antes no se veía por ninguna parte.

El corazón de Marissa pareció detenerse un instante cuando sintió que algo le rozaba el brazo. Se dio media vuelta y vio que era Rafe. El le preguntó por señas en qué dirección debían avanzar. Marissa se la señaló y los dos partieron juntos.

Después de nadar unos diez metros, Marissa detuvo a Rafe con la mano. Le mostró que estaban en el lugar en que vio a Wendy por última vez. Empezaron a revisar el fondo arenoso, pero no encontraron nada, ni siquiera un trozo del equipo de buceo.

Al cabo de unos momentos, Rafe hizo señas de que debían regresar al barco.

Mientras trepaba a la plataforma, Marissa se sintió desolada.

Wendy había desaparecido. No había ni rastro de ella.

Era demasiado increíble para ser cierto. Y en esos momentos, a Marissa no le quedaban fuerzas para llorar por ella.

—Lo siento, querida —dijo Rafe, y se quitó el equipo de buceo—. Wynn y yo estamos muy afligidos por lo que ha pasado, lo juro. Ha sido un accidente terrible.

Rafe le pidió a Wynn que izara la jaula mientras él hablaba por radio. Le explicó a la guardia costera que la patrullera aún no había aparecido. Volvió a darles la posición del barco y les informó de que, aunque seguía sin aparecer una buceadora, se dirigían a tierra para obtener atención médica para su primer oficial herido.

Cuando las máquinas estuvieron en marcha, Rafe y Wynn levaron el ancla. E iniciaron el regreso a la isla Hamilton.

—¿Dice usted que vio cómo el tiburón atacaba a esa pobre mujer en el pecho? —preguntó Griffiths, el inspector de policía.

Marissa y Rafe se encontraban de pie frente al elevado mostrador de la comisaría de policía de la isla Hamilton, adonde fueron directamente después de dejar a Wynn en el hospital.

—Sí —respondió Marissa.

Todavía veía mentalmente la sangrienta tragedia.

—¿Y vio sangre? —preguntó el inspector.

—¡Sí, sí! —gritó Marissa, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

Sintió que Rafe le rodeaba el hombro con el brazo.

—¿Y se metió de nuevo en el agua para revisar la zona? —preguntó Griffiths.

—Sí, eso hicimos —respondió Rafe—. Pero le advierto que había pasado una hora. Tanto yo como la señora Blumenthal bajamos y buscamos. No encontramos nada. Ni rastro. Pero mi primer oficial me dijo que era el tiburón más grande que había visto en su vida, de unos ocho o nueve metros de longitud.

—¿Y éste es el pasaporte de la mujer? —preguntó Griffiths.

Marissa asintió. Había sacado el pasaporte del bolso de Wendy.

—Un asunto muy feo —comentó el inspector.

Después, miró a Marissa por encima de sus gafas de leer.

—Me imagino que querrá avisar a la familia —agregó Griffiths— pienso que sería mejor que la noticia les llegue a través de una persona amiga.

Marissa asintió y se secó las lágrimas.

—Fijaremos el día de la declaración indagatoria siguió Griffiths —. ¿Alguien desea agregar algo más?

—Sí —contestó Marissa, y respiró hondo—. Los tiburones fueron atraídos por el cebo arrojado deliberadamente al agua.

El inspector Griffiths se sacó las gafas.

—¿Qué quiere usted dar a entender, señora?

—Que no estoy segura de que la muerte de Wendy haya sido un accidente —concluyó Marissa.

—Esa es una acusación muy seria —afirmó Griffiths.

—En el barco había un individuo asiático —arguyó Marissa—. No apareció en cubierta hasta que llegamos al arrecife y nosotros estábamos debajo del agua. Por casualidad, yo volví sola al barco y vi cómo él y otro hombre arrojaban carnada al agua.

El inspector miró a Rafe, que levantó las cejas.

—Tuvimos a bordo un pasajero chino —reconoció—. Dijo llamarse Harry Wong y alquiló el barco para ir a pescar al arrecife exterior. Un amigo vino a reunirse con él en un barco deportivo muy grande. Llevaban mucha carnada. La última vez que conversé con ellos dijeron que se iban en el otro barco para tratar de pescar un pez vela. Por lo visto cambiaron de idea con respecto a pescar y, por ignorancia, arrojaron el cebo al agua.

—Ajá —exclamó el inspector Griffiths.

—No creo que fuera por ignorancia —terció Marissa.

—Bueno, para eso tenemos las declaraciones indagatorias —explicó Griffiths—. Es la oportunidad de poner en tela de juicio todos los detalles.

Marissa sintió que las mejillas se le encendían y trató de dominarse; pero, al mismo tiempo, no quería dejar de expresar sus sospechas. Le dijo al inspector que creía que el asiático era el mismo que las había estado vigilando la noche anterior en el comedor del Hamilton Island Resort.

—Ajá —repuso Griffiths, y comenzó a juguetear con su lápiz—. Si le sirve de consuelo, le aseguro que realizaremos una investigación a fondo de esta tragedia.

Marissa iba a proseguir, pero se lo pensó mejor. Ni siquiera estaba segura de lo que decía. Hasta el momento en que expresó su opinión de que el asiático era el mismo del comedor del hotel, ni había pensado en ello. Además, resultaba evidente que aquel inspector cortés se mostraba muy condescendiente con ella. Tenía la clara impresión de que quería complacerla y seguirle la corriente.

—Si no hay nada más por el momento —indicó el inspector Griffiths— ustedes dos pueden irse. Pero les pedimos que permanezcan en la isla. Mañana nos pondremos en contacto con ustedes. También puedo asegurarles que rastrearemos a fondo la zona para tratar de encontrar los restos de la señora Wilson-Anderson.

Marissa y Rafe abandonaron juntos la comisaría. Rafe la acompañó al hotel. En el vestíbulo, se detuvo un momento antes de dejarla, y le comentó:

—Lamento muchísimo lo ocurrido. Si le sirve de alguna ayuda mientras está en la isla, por favor véngase al Oz.

Marissa se lo agradeció y subió a su habitación. Cuando cerró la puerta y vio las pertenencias de Wendy, se echó a llorar de nuevo.

—¡No puedo creer que esto haya ocurrido! —suspiró con voz ahogada media hora más tarde, cuando el llanto hubo disminuido su intensidad.

Se levantó de la cama, cogió la maleta de Wendy y recogió sus cosas. Mientras lo hacía, pensó en todo lo sucedido en los últimos meses. Tuvo la sensación de que las consecuencias de su infertilidad comenzaban a describir una espiral de proporciones espantosamente trágicas.

Por último, cogió el teléfono y marcó el número de su casa en Weston. Sonó apenas dos veces antes de que la voz soñolienta de Robert contestara. Marissa cayó en la cuenta de que en Boston eran más de las dos de la madrugada.

—¡Robert! —exclamó Marissa—. ¡Ha sucedido algo terrible!

Después, antes de que pudiera decirle nada, empezó a llorar y le relató brevemente lo sucedido.

—¡Dios mío! —exclamó Robert.

Marissa le confió sus sospechas: que la muerte de Wendy podría haber sido provocada, no accidental.

Al principio, Robert no contestó. Después, igual que el inspector de policía, le recordó que había pasado por un choque emocional tremendo.

—Después de una experiencia así, tu imaginación puede hacerte jugarretas —subrayó—. Tal vez estés tratando de descargar una culpa inexistente. Sea como fuere, procura relajarte y no pensar demasiado.

—¿Podrías venir aquí? —preguntó de pronto Marissa.

—¿A Australia? —fue la reacción de Robert—. Creo que será mejor que tú regreses a casa.

—Pero los de la policía me dijeron que debía permanecer en la isla.

—Las formalidades no pueden llevar más de uno o dos días —comentó Robert—. En cambio, yo tardaría casi dos días en llegar allí. Además, me sería difícil partir en este momento. Falta nada más que una semana para el quince de abril, y tú sabes lo que eso significa: impuestos. Lo mejor será que tú regreses a casa lo antes posible.

—Sí, claro —asintió Marissa con desaliento—. Lo comprendo.

—¿Quieres que llame a Gustave? —quiso saber Robert.

—Sí, por favor —respondió Marissa. Pero en seguida cambió de idea—. Pensándolo mejor —agregó—, creo que yo debería hacerlo. Es posible que Gustave quiera hablar conmigo.

—Está bien —aceptó Robert—. Llámame en cuanto sepas cuándo llegas.

Marissa colgó el auricular. Llamar a Gustave sería una de las cosas más difíciles de su vida. Trató de pensar qué decir, pero no encontró manera de suavizar la noticia. Así que tomó el teléfono y marcó el número.

Gustave contestó a la primera llamada. Como cirujano, sin duda estaba acostumbrado a que lo despertaran por la noche.

Ni siquiera tenía voz de dormido, aunque Marissa estaba segura de que dormía.

Relató otra vez, brevemente lo que había sucedido. Y, por suerte, pudo dominar sus lágrimas hasta haber concluido de narrarle los acontecimientos del día.

—Gustave…, ¿te encuentras bien? —preguntó Marissa, muy preocupada.

Al cabo de una pausa, Gustave respondió:

—Bueno, sí…, supongo que estaré bien. Es… es algo muy difícil de creer. Pero Wendy siempre fue un poco temeraria cuando buceaba. ¿Dónde están sus cosas?

—Las tengo conmigo —respondió Marissa.

—Marissa, aprecio que me hayas llamado. Si pudieras mandarme sus pertenencias te lo agradecería mucho. Yo me pondré en contacto con las autoridades australianas. Será mejor que me vaya. Adiós.

Se oyó un clic y Marissa colgó el auricular. Sentía idénticos dolor y tristeza que sabía experimentaba Gustave en aquel momento.

Marissa se echó de nuevo en la cama, se cubrió la cara con las manos y lloró hasta que no pudo más. Entonces, sin apartar las manos del rostro, su tristeza comenzó a trocarse en irritación y después en furia.

En lugar de sentirse complacida por lo controlado que se había mostrado Gustave, eso mismo empezó a molestarla.

Cuando rememoró la conversación, le dio mucha rabia que la voz de Gustave hubiera sonado tan fría y distante, como si le hubieran dado un informe sobre uno de sus pacientes y no sobre su esposa. Hizo que, de pronto, se preguntara si los problemas generados por los tratamientos de infertilidad eran tales como para que Gustave se sintiera aliviado en cierta medida por la muerte prematura e inesperada de Wendy.

El hecho de volver a pensar en la conversación con Gustave llevó a Marissa a hacer lo mismo con la de Robert, y con; idéntico resultado. La idea de que Robert no hubiera querido ir en seguida a Australia sabiendo el trauma que ella había experimentado le pareció imperdonable. ¡Impuestos! Qué excusa tan absurda. Después de todo lo ocurrido, lo lógico habría sido que el matrimonio fuera su primordial preocupación.

Marissa se paró de la cama y caminó hacia la ventana. El océano brillaba bajo el sol de última hora de la tarde.

No era fácil creer que Wendy hubiera encontrado aquel destino brutal en un medio tan sereno. Se preguntó cuál habría sido su suerte si la fatiga no la hubiera obligado a regresar al barco.

Quizá también estaría muerta. Tal vez ésa había sido la idea: matarlas a las dos.

Se le secó la garganta. Tragó saliva. De pronto la cabeza se le llenó de pensamientos peligrosos, quizá descabellados. Se le cruzó por la mente la imagen de los guardias chinos de seguridad de la Clínica de la Mujer. ¿Podrían estar relacionados con el siniestro chino a bordo del Oz? Se preguntó si existiría alguna conexión entre la Clínica de la Mujer de Estados Unidos y la FCA de Australia.

Salió al balcón y se sentó en la tumbona. Era terrible pensar que Wendy hubiera muerto por nada. ¿Cómo podía ella dejar las cosas así y regresar a Boston? Sus pensamientos se centraron en el escurridizo Tristan Williams. ¿Por qué tendría un experimentado patólogo que inventar datos ridículos cuya falsedad sería fácil demostrar, nada más que por el beneficio dudoso de que le publicaran un trabajo?

No encajaba.

Marissa tamborileó con los dedos contra el brazo de su silla.

Pensó una vez más en aquellos hombres que arrojaban carnada por el costado del barco deportivo. Si eran tan inocentes, ¿por qué huyeron en el instante mismo en que ella les gritó?

Podía pensar que Tristan Williams se había hecho un haraquiri profesional por mero capricho. Podía llegar a convencerse de que aquellos dos individuos no se dieron cuenta de lo que hacían. Pero el carácter siniestro de todo aquello comenzaba a recordarle los días en que aparecieron los brotes de Ebola cuando trabajaba con el CE. En aquella época, Marissa empezó a sospechar que existía una fuerza siniestra detrás de la epidemia, mucho antes de que lo pensaran siquiera sus colegas. Pese a los problemas, se aferró a su creencia, hasta demostrar finalmente la existencia de una conspiración incluso más diabólica de lo que había podido imaginarse nunca. Ahora, como entonces, comenzaba a pensar que no debía pararse frente a nada.

Aunque sólo intuía que en lo ocurrido había más de lo que podía observarse a simple vista, debía investigar más a fondo.

Obedeciendo a un impulso, llamó de nuevo a Robert y lo despertó por segunda vez.

—Te necesito aquí, Robert —le explicó Marissa—. Cuando más pienso en la muerte de Wendy, más creo que fue intencionada.

—Por favor, Marissa. La tuya es una reacción exagerada.

Has pasado por una experiencia terrible. ¿No crees que deberías coger un avión y volver en seguida a casa?

—Yo creo, en cambio, que debería quedarme aquí.

—Yo no puedo ir a Australia —insistió Robert—. Ya te dije que los negocios…

Aunque comprendió que se estaba comportando de forma muy poco razonable, Marissa colgó antes de que él pudiera terminar la frase. Pero se percató de que había algo que él podía hacer. Así que marcó por tercera vez el número de su casa.

—Me alegra que volvieras a llamar —alegó Robert—. Esperaba que recobraras la sensatez.

—Quiero que averigües algo —le explicó Marissa, sin prestar atención a lo que le decía Robert—. Quiero saber si existe una relación comercial entre la Clínica de la Mujer de Estados Unidos y la FCA de Australia.

—Puedo comprobarlo por la mañana —repuso Robert.

—Quiero que lo hagas ahora mismo —urgió Marissa.

Sabía que el ordenador de Robert estaba conectado con varios bancos de datos.

—Si lo hago —adujo Robert—, ¿volverás pedirme que yo vaya a Australia?

—Dejaré de pedirte que vengas a Australia —acotó Marissa.

—Dame tu número de teléfono. Yo te llamaré.

Cinco minutos después, sonó el teléfono. Robert había actuado con mayor rapidez de lo que ella había esperado.

—Tenías razón al creer que existía una asociación entre ambas instituciones —explicó Robert—. Tanto la Clínica de la Mujer como la FCA están controladas por un holding australiano que lleva por nombre Fertilidad, SRL. Lo averigüé en la última página de un folleto sobre la Clínica de la Mujer.

—¿Y qué haces tú con un folleto de la Clínica de la Mujer? —preguntó Marissa—. Creí que era una compañía privada.

—Hace algunos años presentaron en bolsa un número considerable de acciones para financiar su expansión en toda la nación —explicó Robert—. Es un buen papel, y estoy muy satisfecho al respecto.

—¿Tienes acciones de la Clínica de la Mujer? —inquirió Marissa.

—Sí —respondió Robert—. Tengo una cantidad considerable, tanto de la Clínica de la Mujer como de la FCA.

—¿También tienes acciones de la FCA?

—Por supuesto —explicó Robert—. Las compré en el mercado de valores de Sidney.

—¡Véndelas! —gritó Marissa.

Robert se echó a reír.

—No confundamos los sentimientos con los negocios —explicó—. Les veo muy buen futuro a esas acciones.

—Y yo creo que hay algo dañino en esas compañías —siguió Marissa con vehemencia—. No sé en qué están metidas, pero me parece que puede estar relacionado con los casos de salpingitis tuberculosa.

—No me digas que estás de nuevo en esa cruzada —gimió Robert.

—Tú ocúpate de vender esas acciones —insistió Marissa.

—Lo pensaré —repuso evasivo Robert.

Marissa colgó el auricular con fuerza, impidiéndole a Robert decir nada más.

La furia superaba ahora en grado sumo a la tristeza por todo lo sucedido. Aunque pensó que su estado hiperemocional inducido por las hormonas podía estar relacionado con su cambio de estado de ánimo, no le importó. En lugar de ceder a la depresión, optó por la acción. Tomó el teléfono y llamó al Servicio Médico Aéreo de Charleville.

—Sí —respondió una voz de mujer en el otro extremo de la línea—. El doctor Tristan Williams en este momento se encuentra en un establecimiento ganadero aislado. No regresará hasta dentro de varios días.

—¿Tiene algún plan de atención específico? —preguntó Marissa.

—Desde luego que sí —respondió la mujer—. A menos que se presente una emergencia. Nuestros médicos cubren una ruta regular cada vez que salen a hacer un recorrido por la zona desértica del interior del país.

—¿Me podría decir dónde estará dentro de dos días? —preguntó Marissa, pensando que eso le daría suficiente tiempo para llegar a donde fuere, por lejos que estuviera.

—Aguarde un momento, por favor —se excusó la mujer, y la línea enmudeció durante varios minutos. Cuando regresó, dijo—: Estará cerca de una ciudad llamada Windorah.

Tiene que hacer una visita a la Hacienda Wilmington.

—¿Windorah tiene aeropuerto comercial? —preguntó Marissa.

La mujer se echó a reír.

—No, en absoluto —repuso—. De hecho, ni siquiera tiene un camino asfaltado.

Marissa llamó al aeropuerto para averiguar acerca de conexiones con Charleville. Una vez hechas las reservas, hizo las maletas y bajó al vestíbulo. Después de hacer los arreglos necesarios para que el equipaje de Wendy fuera llevado al depósito del hotel, partió.

Durante el breve trayecto al aeropuerto, comenzó a preguntarse acerca de las consecuencias que podía acarrearle el hecho de desobedecer la petición del inspector de policía de que permaneciese en la isla Hamilton. Se preguntó si los agentes de seguridad del aeropuerto no tratarían de impedirle la salida.

Pero no hubo ningún problema y subió al avión con destino a Brisbane sin más complicaciones.

Una vez en Brisbane, hizo una corta espera hasta abordar un avión pequeño con sólo doce asientos. Un poco después de las nueve de la noche, el aparato despegó de la pista y enfiló hacia el oeste en dirección a Charleville, una ciudad situada en el límite con la vasta zona desértica de Australia.

Mientras Marissa estaba volando encima del Gran Dividing Range, una serie de montañas que separan el litoral estrecho, lujuriante del resto de la zona costera del resto de Australia, Ned Kelly y Willy Tong subían la escalinata de la clínica FCA y se dirigían al desierto sector de administración. La puerta que conducía a la oficina de Charles Lester estaba entreabierta. Los dos hombres pasaron sin anunciarse.

Charles levantó la vista de un charco de luz procedente de su lámpara de escritorio de bronce. Las sombras hacían que las cuencas profundas de sus ojos parecieran vacías, como las de un hombre sin ojos. Su boca, debajo de su profuso bigote, estaba cerrada con fuerza, con las comisuras de los labios hacia abajo. Charles no parecía estar en absoluto contento.

—¡Sentaos! —ordenó.

Ned se dejó caer en una de las sillas que se hallaban enfrente del escritorio, mientras que Willy se recostó contra la biblioteca.

—Acabo de escuchar por la radio lo que ocurrió —alegó Lester—. Lo que habéis hecho es empeorar las cosas. En primer lugar, sólo os librasteis de una de las mujeres.

La que dejaron que escapara afirma que la muerte de su amiga fue intencionada, porque os vio a los dos. Al parecer, la policía está investigando.

—¿Cómo íbamos a imaginar que una de ellas saldría del agua cuando tirábamos el cebo? —replicó Ned—. Fue un golpe de mala suerte. De lo contrario, todo habría salido bien.

Arrojamos suficiente carnada como para atraer a todos los tiburones del arrecife.

—Pero eliminar sólo a una y levantar sospechas no es lo que se suponía que teníais que hacer —siguió Lester—. Ahora es absolutamente necesario que la segunda mujer sea eliminada. Por la radio dijeron que se trata de la doctora Marissa Blumenthal Buchanan.

—Ya sé quién es —alegó Ned—. La del pelo castaño.

—¿Quiere que volvamos a la isla Hamilton y la liquidemos? —preguntó Willy.

—Quiero que hagáis lo que sea necesario —ordenó Lester.

—¿Y si ya no está en la isla? —preguntó Ned.

—Dudo mucho que se haya marchado si se está realizando una investigación —dijo Lester—. ¿Dijisteis que se alojaba en el Hamilton Island Resort?

—Sí, en ése —respondió Ned.

Lester cogió el auricular y, después de obtener el número llamó al hotel. Para su consternación, le dijeron que la señora Buchanan ya se había marchado.

Lester se puso de pie y se inclinó sobre el escritorio.

—Quiero que terminéis con este asunto. Ned, tú empieza a buscar a esa mujer en los hoteles habituales, aquí y en Sidney.

Emplea tus contactos con funcionarios del gobierno para averiguar si se ha marchado del país. Willy, quiero que vayas a ver a Tristan Williams y no te alejes de él. En un principio, esa tal señora Buchanan habló de intentar encontrarlo. Si llegara a hablar con él, esta situación tan difícil empeoraría aún más.

—¿Y si se ha marchado de Australia? —preguntó Ned.

—Quiero que la quitéis de en medio —urgió Lester—. No me importa dónde está, sea en Estados Unidos o incluso en Europa. ¿Queda claro?

Ned se puso de pie.

—Muy claro —repuso—. Será un reto. Pero, bueno, me en cantan los retos.