7 DE ABRIL DE 1990 1.40 p.m.
Apretando la nariz contra la ventanilla del avión de la compañía Ansett, Marissa observaba la enorme extensión de mar algunos miles de metros más abajo. Desde el momento del despegue, a la una menos veinte, estuvieron sobre el agua. Al principio, el océano era de un azul oscuro, del color de los zafiros. Pero, a medida que el viaje proseguía, el color cambiaba, convirtiéndose en un turquesa vivo. Ya alcanzaban a ver los variados tonos del coral debajo del agua. El vuelo las transportaba sobre un tapiz de bajíos, atolones, islotes de coral y auténticas islas continentales.
Wendy estaba excitadísima. Se había comprado una guía de turismo en el aeropuerto y le leía fragmentos a Marissa, que no se decidía a decirle que en aquel momento no podía concentrarse y escucharla. Porque no dejaba de preguntarse qué demonios hacía volando sobre las costas de Australia.
Como no habían adelantado nada en su búsqueda de una información que pudiera explicar los orígenes de la infertilidad de ambas, Marissa empezó a poner seriamente en tela de juicio lo sensato de aquel viaje. Tal vez debería haberse quedado en su casa e intentado poner en orden su vida. Se preguntó qué estaría haciendo Robert, y qué efecto habría tenido su partida en relación con su conducta. Si estaba teniendo una aventura con Donna, entonces abandonarlo así, repentinamente, era como darle carta blanca para seguir adelante. Si, en cambio, se trataba de algo más profundo, Marissa se preguntó si su abrupta partida no hubiese empujado a Robert en los brazos de Donna.
—La Gran Barrera de Arrecifes de Australia ha tardado veinticinco millones de años en formarse —leyó Wendy—, y existen allí por lo menos trescientas cincuenta especies diferentes de coral, así como mil quinientas especies de peces tropicales.
—Wendy —intervino por fin Marissa—, tal vez sería mejor que lo leyeras para ti. Esa clase de estadísticas no se me quedan en la cabeza a menos que las lea con mis propios ojos.
—¡Espera un momento! —siguió Wendy, sin prestar atención a la indirecta—. Aquí hay algo que seguro te interesará. La visibilidad del agua puede llegar a sesenta metros.
—Miró a Marissa —. Resulta increíble. ¿No te parece asombroso?
¿No estás impaciente por encontrarte allí abajo?
Marissa se limitó a asentir con la cabeza.
Impertérrita, Wendy siguió leyendo en voz alta. Marissa volvió la cabeza hacia la ventanilla y se puso a contemplar el infinito océano Pacífico. Una vez más pensó en Robert, a medio mundo de distancia.
Por fortuna, los pensamientos de Marissa y la lectura de Wendy fueron interrumpidos por un anuncio. El capitán informaba de que se aproximaban a la isla Hamilton y estaban a punto de aterrizar. Pocos minutos después, el avión tocaba tierra.
La isla era un paraíso tropical. Aunque Marissa y Wendy se sorprendieron al ver edificios muy altos, el resto de la isla era acorde con sus expectativas. La vegetación lucía un color verde vivo, con muchas flores deslumbrantes. La arena de las playas era de un blanco refulgente, y el agua constituía una permanente invitación a meterse en ella.
Registrarse en el hotel no presentó ningún problema; la habitación con vistas al mar ya estaba preparada para ellas. La piscina del hotel en forma de laguna tentó a Marissa, pero Wendy insistió en ir directamente al puerto a alquilar un barco y hacer los arreglos necesarios para la excursión de buceo del día siguiente. Se ofreció a ir sola, pero Marissa se sintió obligada a acompañarla.
El muelle era muy amplio. Allí se encontraban amarrados varios cientos de barcos de todos los tamaños y características, y todavía había lugar para más. Abundaban los carteles ofreciendo excursiones de pesca y de buceo. El enorme tablero de anuncios de la tienda de artículos navales estaba lleno. Pero a Wendy no la satisfizo la información que contenía. En cambio, insistió en que caminaran por el muelle para examinar ellas mismas las embarcaciones.
Marissa la siguió, disfrutando más de los alrededores que de los barcos. Era un día magnífico. Un sol intenso y tropical brillaba con intensidad en medio de un cielo muy azul. Grandes nubes altas punteaban el horizonte. Hacia el norte, a lo lejos, un grupo de nubarrones oscuros se apelotonaban, sugiriendo la amenaza de una tormenta con aparato eléctrico.
—Aquí hay uno bueno —indicó Wendy.
Se detuvo frente al amarradero de uno de los barcos más grandes.
El nombre pintado en el yugo de popa era Oz. Era un yate de motor con camarotes, pintado de blanco, con una parte baja de popa espaciosa, donde se encontraban montados varios asientos giratorios para pesca de altura. Contra el mamparo de proa se veía una larga fila de bombonas de buceo.
—¿Por qué éste te parece mejor que los demás? —preguntó Marissa.
—Porque tiene una buena plataforma de buceo, justo al borde del agua —respondió Wendy, señalando una estructura de madera que colgaba del yugo de popa—. Además, parece tener un compresor a bordo. Eso quiere decir que pueden cargar sus propias bombonas de buceo. Y tiene unos quince metros de eslora, así que debe de navegar de forma serena y estable.
—Ajá —exclamó Marissa.
Le impresionaba que Wendy supiera tanto de esas cosas.
Estaba en buenas manos.
—¿A las señoras les interesa bucear o pescar? —preguntó un hombre barbudo.
—Depende —contestó Wendy—. ¿Cuál es precio para una excursión de buceo de todo un día?
—Suban a bordo y lo discutiremos —propuso el hombre—. Mi nombre es Rafe Murray. Soy el capitán de ese barco.
Con paso seguro, Wendy avanzó por las dos planchadas de sesenta centímetros de ancho que separaban las amarras de la embarcación y saltó hacia la borda del Oz Y en seguida bajó a la cubierta del barco.
Marissa trató de aparentar la misma seguridad, pero dudó, con un pie en el muelle y el otro en el barco. El capitán le dio la mano para sostenerla y entonces ella pudo bajar a cubierta.
Un hombre más joven, apuesto y musculoso, salió de la cabina. Sonrió e inclinó su gorra australiana hacia las dos mujeres.
—Este es mi primer oficial y profesor de buceo, Gin Jones —explicó el capitán—. Conoce los arrecifes como la palma de la mano, se lo puedo asegurar.
Wendy le preguntó si podían recorrer el barco. Una vez satisfecha, se sentó en la cabina con el capitán y se puso a regatearle el precio de la excursión de buceo de todo el día.
Marissa no conocía esa faceta de su amiga.
Finalmente llegaron a un acuerdo y Wendy y Rafe se estrecharon las manos. Entonces el capitán les preguntó si no deseaban beber un poco de cerveza.
Después de la cerveza, Marissa y Wendy subieron a la borda y saltaron al muelle. Wynn le dio la mano a Marissa para asegurarse de que lo lograba con toda facilidad.
—Malditas yanquis —farfulló el capitán cuando Wynn se reunió con él en la cabina—. Esa mujer me hizo rebajar tanto el precio que apenas cubrirá el costo del combustible.
—Hace cuatro días que no salimos —le recordó Wynn—. Iremos al arrecife más cercano y les mostraremos coral muerto. Se lo tienen merecido.
—¡Hola! —llamó una voz.
—¿Y ahora, qué? —dijo Rafe y entornó los ojos para mirar por la puerta de la cabina—. Me parece que las cosas están mejorando para nosotros. Creo que tenemos un japonés o chino.
Rafe y Wynn salieron al sol de la tarde.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor? —le gritó Rafe al hombre que estaba en el muelle.
—¿Está disponible mañana? —preguntó el hombre.
—¿Qué tiene pensado? —preguntó Rafe.
Siempre podía olvidar lo convenido con las mujeres.
—Quiero salir a pescar a la pared exterior del arrecife —explicó el hombre.
—Estamos a su disposición —repuso Rafe—. Pero eso queda a cuarenta millas náuticas. Le costará un poco más.
—Puedo pagar lo que sea —replicó el hombre—. Pero no me gustan las multitudes. ¿Tiene muchos pasajeros para mañana?
Rafe levantó las cejas en dirección a Wynn, tratando de decidir la respuesta. No quería perderse el dinero de aquel chino, pero tampoco el de las yanquis.
Wynn se encogió de hombros.
—Acabamos de hacer un trato con un par de señoras que quieren bucear un poco —explicó Rafe—. Pero siempre puedo cancelar el compromiso.
—Dos señoras no me molestarán para pescar —siguió el hombre—. Pero deje las cosas así. No coja más pasajeros.
—No tengo inconveniente —repuso Rafe, tratando de disimular su excitación—. Venga a bordo y haremos todos los arreglos que sean necesarios. Para un viaje de un día al arrecife exterior necesitaremos algún adelanto de dinero.
El chino saltó a cubierta.
—Me llamo Harry Wong —se presentó—. En este momento no tengo mucho tiempo. ¿Le parece bien doscientos dólares como reserva del barco?
Abrió la billetera y sacó el dinero.
Rafe cogió los billetes.
—Muy bien —replicó—. ¿A qué hora quiere partir?
—A las ocho —respondió el hombre—. Pero es posible que quiera dormir un rato hasta que lleguemos al arrecife exterior. ¿Tiene un camarote?
—Si, el principal.
El chino sonrió.
—Lo veré a las ocho —dijo, y saltó al muelle.
Después se alejó a buen paso.
Willy Tong estaba complacido. Sabía que también lo estaría Ned Kelly. El único punto débil del plan había sido conseguir que las mujeres fueran al arrecife exterior. Ahora eso parecía solucionado. Entró en El Cangrejo, una taberna junto al muelle, y pidió una cerveza. Antes de que hubiera terminado de beberla apareció Ned.
—¿Cómo fue todo, compañero? —preguntó Ned al instalarse en un taburete frente al mostrador del bar.
—Mejor, imposible —contestó Willy, y pasó a contarle a Ned los detalles de lo ocurrido.
—¡Fantástico! —exclamó Ned—. Yo tampoco tuve problemas. Alquilé uno de esos barcos deportivos con un motor tan poderoso como para remolcar un petrolero de gran capacidad.
Vamos, termina tu cerveza. Tenemos que ir a comprar la carnada. Mucha carnada.
El Hamilton Island Resort tenía tantos restaurantes étnicos para elegir que a Marissa y Wendy les costó decidirse por uno.
Terminaron escogiendo el polinesio, pensando que sería lo más parecido a la comida local. Para ambientarse se habían comprado unos sarongs con estampado floreado en la tienda del hotel.
Después de concluir con los arreglos para la excursión de buceo del día siguiente, Marissa y Wendy habían pasado el resto de la tarde junto a la piscina, disfrutando de ese cálido sol tropical. Aunque el lugar no estaba repleto, sí había suficientes adoradores del sol como para hacer que resultara interesante observar a los turistas. Incluso entablaron conversación con varios hombres solos a quienes maravilló descubrir que ellas procedían de Boston.
A Marissa le sorprendió que tantos australianos hubieran visitado Estados Unidos. Muchos habían viajado al mismo de vacaciones que tenían todos los años sin duda representaban un verdadero regalo para los más inquietos y temerarios.
—Pidamos champaña para celebrar que estamos aquí —sugirió Wendy—. Estoy tan excitada por lo de mañana, que no me aguanto.
La comida fue «interesante», como la definiera Wendy, pero el cerdo no era la comida preferida de Marissa. Y que les sirvieran la comida en enormes hojas tropicales no contribuyó a aumentar su apetito.
Mientras aguardaban el postre, Marissa miró a Wendy.
—¿Has estado pensando mucho en Gustave? —le preguntó.
—Por supuesto —contestó Wendy—. Me resultaría muy difícil no hacerlo, aunque te aseguro que lo intento. ¿Y tú? ¿Piensas mucho en Robert?
Marissa se vio obligada a admitirlo.
—Empecé a pensar en él en el avión —reconoció—. ¿Crees que debería llamarlo por teléfono? Quizá exageré las cosas con respecto a Donna.
—Ve y llámalo —aconsejó Wendy—. Si tienes ganas, debes hacerlo. Tal vez yo debería llamar a Gustave.
Y les trajeron el postre. Se llamaba «Extravagancia de Coco”. Las dos lo probaron. Wendy opinó que estaba “así, así». Dejó la cuchara en el plato y dijo: —No creo que merezca la pena el exceso de calorías.
Marissa se echó hacia delante.
—Wendy —señaló en voz baja—. Detrás de ti hay un individuo asiático que nos ha estado observando.
La reacción de Wendy fue volverse en su asiento.
—¿Dónde? —preguntó.
Marissa la cogió del brazo.
—No mires —advirtió.
Wendy se colocó de nuevo frente a ella.
—¿Por qué no debo mirar? ¿Cómo quieres que vea persona que dices si no miro?
—¡Disimula un poco! —susurró Marissa—. Está a unas tres mesas detrás de ti, y lo acompaña un hombre de pelo oscuro cuya cara no alcanzo a ver. ¡Oh! El tipo del pelo oscuro esta mirando ahora hacia aquí —explicó Marissa.
Wendy no se contuvo más. Volvió a girarse. Después, miró a Marissa y alegó:
—¿Qué pasa? Les gustan nuestros nuevos sarongs.
—Hay algo en ese asiático que me intranquiliza —manifestó Marissa—. Es una reacción casi visceral.
—¿Lo conoces? —preguntó Wendy.
—No —reconoció Marissa.
—Tal vez te recuerda a esos tipos de la Clínica de la Mujer.
—Puede ser —replicó Marissa.
—Puede que sea de la República Popular China —apuntó Wendy—. Toda la gente que conozco que ha ido a China dicen que tienen la costumbre de mirar fijamente.
—Me está volviendo loca —adujo Marissa, y se obligó a mirar en otra dirección—. Si has terminado, vayámonos de aquí.
—He terminado —convino Wendy, y arrojó la servilleta sobre su «Extravagancia de Coco».
Al salir al exterior, Marissa levantó la vista, maravillada.
Jamás había visto estrellas semejantes a las que tapizaban el cielo púrpura y aterciopelado de la noche australiana.
Se preguntó por qué habría reaccionado así frente al individuo asiático. Al fin y al cabo, se encontraba a bastante distancia de ellas.
De vuelta en la habitación del hotel, Marissa se sentó en el borde de la cama y calculó qué hora sería en Estados Unidos.
—En Boston son las siete y cuarto de la mañana —indicó—. Hagamos las llamadas.
—Tú primero —dijo Wendy, y se recostó en su cama.
Con dedos temblorosos, Marissa marcó el número de su casa. Mientras oía la señal, trató de pensar qué diría.
A la cuarta llamada, supo que Robert no estaba en casa. Para asegurarse por completo dejó que el teléfono sonara diez veces más antes de colgar.
—El hijo de perra no está en casa —dijo Marissa—. Y nunca sale para la oficina antes de las ocho.
—¡Demasiada casualidad! —exclamó Marissa—. Seguro que está con Donna.
—No saques conclusiones apresuradas —advirtió Wendy—. Lo más probable es que existan una serie de explicaciones válidas. Veamos cómo me va a mí.
Se sentó y marcó su número.
Marissa observó a Wendy mientras ésta aguardaba que contestaran. Por último, colgó el auricular.
—Gustave tampoco está en casa —concluyó—. Puede que estén desayunando juntos.
Intentó sonreír.
—Gustave es cirujano —señaló Marissa—. ¿A qué hora acostumbra salir hacia el hospital?
—A eso de las siete y media —respondió Wendy—. A menos que tenga una operación. Es cierto que en los últimos tiempos ha llevado a cabo muchas intervenciones quirúrgicas.
—Bueno, ahí lo tienes.
—Supongo que sí —aceptó Wendy, pero no pareció muy convencida.
—Salgamos a caminar un rato —propuso Marissa.
Se puso de pie y extendió la mano para ayudar a su amiga a levantarse. Juntas se encaminaron a la playa. Durante un rato, ninguna de las dos habló.
—Tengo un mal presentimiento con respecto a mi matrimonio —declaró por fin Marissa—. Últimamente Robert y yo parecemos verlo todo con una óptica diferente. No es sólo lo de Donna.
Wendy asintió.
—Y yo debo confesar que esto de la infertilidad nos ha provocado mucha tensión a Gustave y a mí.
Marissa suspiró.
—¡Y pensar en todas las promesas con que comenzó nuestra relación…!
Las dos mujeres se detuvieron. Los ojos de ambas se habían adaptado a la oscuridad. Delante de ellas vieron la silueta de una pareja abrazada.
—Me hace sentir nostálgica —alegó Wendy—. Y triste.
Pasearon un rato de camino hacia el hotel. Allí, se cruzaron con una pareja que empujaba un cochecito con un niño que lloraba. Tanto el hombre como la mujer estaban concentrados en mirar los escaparates y no prestaban atención a su hijo.
—¡Qué barbaridad! ¡Traer a una criatura a una isla como ésta! —exclamó Wendy—. Seguro que el pobrecito ha cogido una insolación.
—Me parece espantoso que tengan levantado a un niño hasta esta hora de la noche —añadió Marissa con idéntica vehemencia—. Es evidente que la criatura está muerta de cansancio.
Marissa intercambió una mirada con Wendy. Las dos sonrieron y después sacudieron la cabeza.
—La envidia es algo terrible —comentó Wendy.
—Por lo menos admitimos que es envidia —se mostró de acuerdo.
Wendy despertó a Marissa al amanecer y las dos tomaron un imponente desayuno inglés consistente en café, huevos, tocino y tostadas. Mientras comían, un inmenso sol tropical se elevó en un cielo sin nubes. Llegaron al barco un poco antes de las ocho y el capitán ya tenía los motores en marcha.
Después de arrojar a cubierta sus bolsas con los trajes de baño y otros adminículos, Wendy y Marissa subieron a bordo.
—Buenos días —les saludó Rafe—. ¿Listas para la aventura?
—Ya lo creo —replicó Wendy.
—¿Les importaría echarme una mano? —preguntó Rafe.
—En absoluto —contestó Wendy.
—Entonces suelten las amarras de popa cuando les dé un grito —explicó Rafe, y se encaminó a la cabina.
Wynn estaba ya en la proa en plenos preparativos. El sol brillaba en su espalda desnuda.
Marissa sintió que el barco se estremecía cuando aceleraron los motores. Wynn empezó a soltar las amarras de proa.
—¡Muy bien, señoras mías! —gritó Rafe—. ¡Suelten los cabos!
Con un estremecimiento, la embarcación se alejó del fondeadero.
Hasta salir del puerto, Marissa y Wendy permanecieron en popa, observando la actividad en aquel alborotado muelle.
Cuando el barco llegó a mar abierto y el capitán incrementó la velocidad, pasaron a la cabina.
Wynn seguía en proa, apoyado contra uno de los dos botes neumáticos, fumando un cigarrillo. Marissa notó que usaba un gorro diferente, tan desafortunado como el del día anterior, pero con un adorno tipo red en la cinta como toque decorativo.
Marissa observó que en cubierta había algo que no estaba el día anterior: una jaula con gruesos barrotes de acero.
En la parte superior aparecía unida a los pescantes de proa por medio de un cable.
—¿Para qué es eso? —preguntó Marissa a gritos por encima del rugido del motor, señalando a través del parabrisas.
—Es una jaula para tiburones —contestó Rafe, pendiente de una boya que se aproximaba.
—¿Para qué demonios sirve? —preguntó Marissa.
Miró a Wendy, que se encogió de hombros.
—No vamos a ningún lugar con tiburones, ¿verdad? —le preguntó Wendy a Rafe.
—¡Esto es el océano! —gritó Rafe—. Y los tiburones viven en el océano. Siempre existe la posibilidad de que se presente alguno. Pero no se preocupen. La jaula no es más que una precaución, sobre todo en el arrecife exterior, lugar al que llevo a dos damas muy afortunadas. Allí es donde están todos los peces y también los mejores corales. Hasta la visibilidad es mejor allí fuera.
—Yo no quiero ver ningún tiburón —gritó Marissa.
—¡Lo más probable es que no los vea! —voceó Rafe en respuesta—. El que quiere que llevemos la jaula es Wynn. Sólo por razones de seguridad. Es como un cinturón de seguridad.
Marissa acompañó a Wendy al salón y cerró la puerta detrás de ellas. De pronto disminuyó el golpeteo del motor.
—¡Jaula para tiburones! —exclamó Marissa—. ¿En qué nos estamos metiendo?
—¡Marissa, cálmate un poco! —repuso Wendy—. Lo que dijo el capitán es cierto. Hasta en Hawai he visto tiburones alguna vez. Pero no molestan a los buceadores. Creo que deberíamos alegrarnos de que estos tipos tengan una jaula para tiburones. Significa que son muy precavidos.
—No te noto preocupada —observó Marissa.
—Es verdad, no estoy en absoluto preocupada —reconoció Wendy—. Vamos, no te pongas nerviosa. Te encantará, créeme.
Marissa estudió el rostro de su amiga. Era obvio que creía lo que estaba diciendo.
—Muy bien; si de veras me dices que no habrá peligro, trataré de calmarme. Ocurre simplemente que no me gusta nada la idea de los tiburones. Siempre he tenido una especie de fobia al mar que no he podido evitar, pero que, ciertamente, me hace estar alerta cuando estoy en él. Y, como te dije antes, no me gustan los animales resbaladizos y viscosos.
—Te garantizo que no tendrás que tocar ningún animal resbaladizo y viscoso —aseguró Wendy.
Marissa y Wendy sintieron que el barco daba un salto cuando aceleraron a fondo.
—Ven —sugirió Wendy—, subamos a cubierta y pasémoslo bien.
Contagiada por el entusiasmo de su amiga, Marissa la siguió a cubierta.
El barco enfilaba casi directamente hacia el este, en dirección al sol naciente. Al principio navegaban en unas aguas transparentes color turquesa, pero muy pronto comenzaron a pasar por encima del arrecife. Y entonces el agua se volvió de un azul más intenso.
Wendy pidió a Wynn que sacara el equipo de buceo para comprobarlo. Repasó con Marissa todos los aspectos técnicos para refrescar la memoria.
Concluida la tarea, Marissa y Wendy se instalaron en las sillas para la pesca de altura y disfrutaron de aquel espectáculo maravilloso.
—Muy pocas personas para un barco tan grande —comentó Wendy a Wynn cuando él se les unió.
—No estamos en temporada —explicó Wynn—. Si volvieran en septiembre u octubre, estaríamos repletos hasta la borda.
—¿Esa época es mejor? —preguntó Wendy.
—El clima es más estable y regular —respondió Wynn—. A lo cual se suma que nunca hay olas. El mar siempre está en calma.
Justo en el momento en que Wynn mencionaba las olas, Marissa sintió que el barco cabeceaba contra una gran ola en formación.
—No creo que el tiempo pueda ser mejor que éste —aventuró Wendy.
—Últimamente hemos tenido suerte —admitió Wynn—. Pero habrá oleaje en el arrecife exterior. Aunque no creo que sea muy fuerte.
—¿Tenemos que avanzar mucho más? —preguntó Marissa.
Las islas Whitsunday no eran ya más que dos puntitos en el horizonte occidental. Marissa tuvo la impresión de que se dirigían al centro del mar del Coral. El hecho de encontrarse tan lejos de tierra reavivó su temor.
—Otra media hora —explicó Wynn en respuesta a su pregunta—. El arrecife exterior queda a unas cincuenta millas náuticas de la isla Hamilton, o sea, a alrededor de ochenta kilómetros.
Marissa asintió. Comenzaba a pensar que le entusiasmaba tanto la navegación como a Wendy las lecciones de anatomía general. Habría preferido mil veces bucear con tubo y así poder quedarse cerca de la costa.
Poco después de las diez, el capitán redujo la velocidad de las máquinas y envió a Wynn a proa. Les dijo a las mujeres que buscaba un canal especial para echar el ancla.
—Allí se practica el mejor buceo del mundo —les explicó.
Al cabo de media hora de búsqueda, Rafe le gritó a Wynn que soltara el ancla. Marissa observó que estaban entre dos enormes promontorios de coral, sobre los que se encrespaban las olas, que ahora eran de alrededor de un metro.
—El ancla está en el fondo —gritó Wynn.
Habían anclado el barco de manera que quedara mirando al noroeste, de cara al viento. Desde la popa, Marissa vio que estaban anclados a unos diez metros de la pared exterior del arrecife. El color del agua había cambiado bruscamente del verde esmeralda por encima del arrecife a un zafiro intenso más allá, en el océano.
Ahora que la embarcación ya no avanzaba, estaba más a merced del oleaje. Comenzó a cabecear por las olas que entraban en el canal, y al mismo tiempo rolaba por el golpe de las olas que se encrespaban sobre los promontorios coralinos.
Marissa empezó a marearse con ese movimiento fuerte e irregular. Sosteniéndose con una mano, se dio media vuelta y regresó junto a Wendy, sin soltar la barandilla.
—¿Vamos a bucear aquí? —le preguntó Wendy a Rafe.
—Así es —contestó Rafe—. Que lo pasen bien. Pero no se aparten de Wynn, ¿entendido? Yo tengo trabajo en la sala de máquinas, así que sólo serán ustedes tres. No se les ocurra salir a nadar solas.
—Baja la jaula antes de ir Wynn.
—Sí, claro. Casi lo olvido.
—Ven, pongámonos el traje de baño —sugirió Wendy a Marissa.
Le alcanzó su bolso y las dos bajaron.
A Marissa le impresionó lo cómoda que se sentía Wendy en el mar. Avanzó por cubierta con tanta naturalidad como si estuvieran en tierra.
Después de pasar por el salón, Wendy entró en uno de los camarotes. Marissa probó la puerta del que estaba enfrente, pero al ver que estaba cerrado, probó otro. Estaba abierto y entró.
En ese espacio estrecho, a Marissa le costó bastante quitarse la ropa y ponerse el traje de baño. Cuando salió, sentía incluso más náuseas que antes de bajar al camarote. Sin duda el leve olor a combustible había contribuido a ello. Al volver a cubierta se sintió un poco mejor, aunque no demasiado.
Espero que una vez que estuviera en el agua esa sensación se le pasara.
Cuando Marissa se reunió con ella. Wynn la ayudaba.
Un terrible crujido metálico fue el resultado del intento de Rafe de desplazar la jaula para tiburones. Marissa observó cómo se levantaba sobre cubierta y después se balanceaba a estribor. Cayó al agua con un zumbido agudísimo.
Cuando Wynn terminó de ayudar a Wendy, se acercó a Marissa para sujetarle la bombona de oxígeno. Después, la guió hasta la popa del barco.
Wendy ya se encontraba en la plataforma de buceo, lista para lanzarse al agua. Tenía el visor puesto, y también un par de gruesos guantes de trabajo. Cuando el oleaje golpeaba el barco, quedaba o sumergida hasta las rodillas o completamente fuera del agua. Después de colocarse el visor y los guantes, Marissa se colocó junto a Wendy. El agua era increíblemente transparente. Al mirar hacia abajo, alcanzaba a ver el fondo arenoso, a unos diez metros de profundidad. Y cuando miró más allá, comprobó que la arena trazaba un pronunciado declive hacia incalculables profundidades oceánicas.
Wendy tocó el hombro de Marissa.
—¿Recuerdas el lenguaje por señas de los buzos? —le preguntó.
Su voz sonaba nasal por el visor que le cubría la nariz.
—Más o menos —replicó Marissa.
Wendy repasó con ella todas las señales clave y le hizo una demostración con la mano libre. Con la otra, tenía que sostenerse con fuerza para no verse arrojada de la plataforma.
Durante todo el repaso, Marissa se sujetó con ambas manos.
—¿Lo has comprendido? —preguntó Wendy.
Marissa asintió.
—¡Estupendo! —exclamó Wendy, dándole una palmada en el hombro.
—¿Las señoras están preparadas? —preguntó Wynn.
Se había unido a ellas en la popa de la embarcación y estaba sentado sobre la borda.
Wendy le contestó que estaba lista. Marissa se limitó a asentir con la cabeza.
—¡Síganme! —urgió Wynn.
Dio un salto mortal hacia atrás. Wendy lo siguió casi en seguida.
Marissa se colocó la boquilla y aspiró la primera bocanada fría del aire comprimido. Volvió la cabeza y miró el barco con añoranza. Vio que Rafe desaparecía La corriente parecía rápida, y arrastraba hacia el océano.
Sin más excusas para seguir demorándose, Marissa se apretó bien el visor, se soltó del barco y se zambulló en el mar.
En cuanto desaparecieron las burbujas, Marissa se quedó maravillada. Fue como si hubiera saltado a otro mundo.
La claridad del agua superaba todo lo imaginado. En seguida la rodearon budiones y peces ángel. Diez metros más allá, Wendy y Wynn la esperaban en la boca del canal. Los veía con la misma claridad que si estuvieran suspendidos en el aire.
Debajo de ella la arena brillaba, dándole la impresión de poder observar cada uno de sus granos. Al mirar a derecha e izquierda, vio paredes de coral de diseños y colores fantásticos. Hacia atrás, alcanzaba a ver la quilla del barco y la jaula para tiburones suspendida del cable.
Sin ningún esfuerzo, comprobó que la corriente la conducía hacia donde estaban los otros dos.
Una vez que todos intercambiaran señales de que todo iba bien, comenzaron a nadar hacia el exterior del canal, girando hacia la izquierda. Marissa se detuvo un momento en el borde del canal y miró con cierta desazón aquellas profundidades abismales y pavorosas. El sonido de su respiración reverberaba en sus oídos. Mientras luchaba contra un terror primitivo, se estremeció al pensar en los monstruos marinos que podían estar acechándola en aquella inmensidad helada y negra.
Vio que Wendy y Wynn la habían dejado atrás. Nadó deprisa para reunirse con ellos, aterrada ante la posibilidad de que la dejaran sola.
Muy pronto sus temores se vieron superados por la belleza increíble del mundo que la rodeaba. Todas sus fobias se desvanecieron cuando quedó envuelta por una nube plateada de peces cardenal.
Mientras seguía a los otros a una garganta de coral, quedó fascinada por las plantas de todos tamaños y formas, y de colores más brillantes que los que se podía ver en tierra. El coral era igualmente espectacular, con colores que rivalizaban con los de los peces y formas que iban desde masas que se asemejaban al cerebro a otras que recordaban la cornamenta de un ciervo. Algunos, diáfanos y con forma de abanico, ondulaban sinuosos en la corriente.
Distraída por tanta belleza, Marissa comprobó que los otros habían desaparecido. Se apresuró a avanzar y rodeó un gran saliente de coral. Wynn se encontraba detenido un poco más allá. Lo vio meter la mano en una red que tenía sujeta a la cintura. Cuando sacó la mano, tenía carnada para peces.
Inmediatamente lo rodearon pastinacas y peces papagayos. Por lo visto esas especies no le interesaban, porque los espantó. En cambio, se acercó a la abertura de una gran cueva subterránea y se puso a mover la carnada.
A Marissa se le puso el corazón en un puño y estuvo a punto de escupir la boquilla. De las sombras de la cueva brotó un inmenso pez de cerca de dos metros de largo y unos trescientos kilos de peso. Marissa estuvo a punto de dejarse dominar por el pánico, pero vio que Wynn no sólo permanecía imperturbable sino que alentaba al pez a salir del todo de su morada.
Entonces, para enorme sorpresa de Marissa, aquel inmenso animal cogió la carnada directamente de la mano de Wynn.
Wendy apareció detrás de Wynn y le hizo señas de que también ella quería tratar de dar de comer a aquel monstruo.
Wynn le pasó varios pescados de carnada y le mostró cómo ofrecérselos.
El pez no tuvo inconveniente en aceptar el bocado: abrió su enorme bocaza y engulló la carnada como una monumental aspiradora submarina.
Wynn le hizo señas a Marissa de que se le acercara, pero ella no quiso moverse de su lugar y así se lo indicó por medio de señales con las manos. Observó cómo Wendy daba de comer al pez, pero no era fácil mantener la posición. La corriente de reflujo por acción de las olas en el arrecife la movía de un lado para otro, obligándola a protegerse del coral con sus manos.
Cuando el monstruo marino acabó con toda la carnada que Wynn quiso ofrecerle, se metió de nuevo perezosamente en su guarida. Wendy se acercó al borde de la cueva y espió hacia dentro. Después, nadó hasta donde estaba Marissa y le hizo señas de que la siguiera.
De mala gana, Marissa nadó detrás de Wendy. Rebasaron la boca de la cueva y avanzaron pegadas al fondo arenoso.
Wendy señaló una grieta y a continuación se apartó para que Marissa pudiera mirar.
Marissa se aferró al coral para que la corriente no la arrastrara, mientras aguardaba a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Se alegró de tener las manos protegidas por guantes gruesos. Finalmente vio lo que Wendy había señalado: una inmensa morena verde, con la boca abierta, mostrando sus dientes finos como agujas.
Marissa se espantó; ésas eran precisamente las criaturas marinas que esperaba no ver.
Wynn se unió a las dos mujeres. Extrajo otro trozo de carnada y logró hacer que la morena saliera de su cueva, cosa que aterrorizó a Marissa. El animal avanzó por el agua contorsionándose, desgarró la carnada con sus mandíbulas horripilantes y regresó a su escondite.
Cuando Wendy cogió otro pescado de carnada que le entregaba Wynn e intentaba conseguir que la morena volviera a salir, Marissa empezó a comprender que, por debajo de la fachada de espectacular belleza del arrecife, acechaba un mundo dominado totalmente por la depredación. En todas partes existía un peligro potencial. Era un mundo violento, donde las opciones eran comer o ser comido. Incluso el maravilloso coral era al tacto cortante como una navaja.
Mientras Wendy y Wynn se entretenían con la morena, Marissa oyó una vibración grave que le hizo levantar la vista hacia la superficie del agua. El sonido se hizo cada vez más fuerte, pero justo cuando Marissa comenzaba a alarmarse, cesó.
Contuvo la respiración y prestó atención. Lo único que oyó fue el siseo de las olas. Al ver que ni a Wendy ni a Wynn les molestó decidió que no era nada de que preocuparse.
Cuando Wendy se cansó de jugar con la morena, ella y Wynn continuaron avanzando a lo largo del arrecife. Sólo a unos seis metros, entraron en otra garganta de coral.
Una vez más, Wendy se detuvo y le señaló el lugar a Marissa.
Marissa se reunió con Wendy sin mucho entusiasmo, esperando que no se tratara de otra morena o algo semejante.
Para su gran alivio, lo que Wendy había visto era un cardume de coloridos peces payaso, instalados en los tentáculos venenosos de un lecho de anémonas de mar. Los peces eran de un color naranja fluorescente, con rayas blancas de borde negro.
Durante varios minutos, tanto Wendy como Marissa se entretuvieron con sus bufonadas.
Al cabo de casi una hora de buceo, Marissa comenzó a cansarse. Todavía se sentía algo mareada y con náuseas y estaba fatigada por la tensión de luchar contra la corriente. Era una lucha constante para evitar ser arrojada contra el coral. Al final, Marissa decidió que ya tenía bastante.
Les hizo señales a Wendy y a Wynn para indicarles que quería regresar al barco. Wendy asintió y empezó a nadar hacia ella, pero Marissa le indicó que se quedara. No quería obligar a su amiga a salir del agua hasta que ella estuviera cansada y satisfecha.
Wynn le hizo a Marissa la señal de conformidad. El y Wendy agitaron la mano para despedirse. Marissa contestó a su saludo, giró en redondo y empezó a nadar hacia el barco.
Cuando llegó a la boca del canal donde el barco estaba anclado, miró hacia atrás y vio que Wendy y Wynn examinaban con atención algo que estaba por encima de la superficie del coral, unos veinte metros más allá. Marissa entró en el canal.
Más adelante divisó la quilla del Oz, la jaula para tiburones, y lo que parecía ser un barco más pequeño hacia la izquierda.
Llegó a la plataforma de buceo y se izó hacia ella. Como se sentía agotada, se quedó allí sentada un minuto con las piernas en el agua y la espalda apoyada contra la popa del barco.
Cuando el oleaje obligaba a la embarcación a alzarse y caer, la plataforma quedaba, alternativamente, sumergida o en el aire.
Después de frotarse los ojos, se incorporó y se cogió de la barandilla que corría por toda la popa. Pero todavía no se puso de pie, sino que siguió sentada en la plataforma de buceo.
El movimiento del barco era peor que el oleaje.
«Bueno, es evidente que soy de tierra firme», se dijo.
Le dio un poco de vergüenza que un mar relativamente en calma como aquel tuviera semejante efecto sobre ella, pero siempre había sido susceptible a todo lo que fuera movimiento.
De niña, siempre se mareaba al viajar en coche.
Mientras esperaba un momento hasta sentirse mejor, notó un creciente movimiento alrededor de las piernas. Al inclinarse hacia delante divisó una profusión de pequeños peces que se desplazaban a gran velocidad. Al mirar con mayor atención, observó trozos de pescado arrastrados por la corriente, y después un manchón más grande que parecía ser sangre y vísceras.
El cardume estaba muy atareado comiendo.
Marissa se desconcertó y preocupó al ver el frenesí con que comían aquellos coloridos peces tropicales. Pero las cosas empeoraron. De pronto, una especie de barracuda con rayas azules y cerca de un metro y medio de longitud surgió por entre los despojos antes de desaparecer con la misma velocidad con que había aparecido. Los peces más pequeños, que se habían dispersado con la llegada del depredador de mayor tamaño, pronto regresaron en número aún mayor.
Marissa estaba impresionada. Instintivamente recogió las piernas y las apoyó en la plataforma. Justo en ese momento, un grupo de desechos que parecían trozos de intestino pasaron por allí en un remolino de color oscuro que ella supuso era sangre.
Por encima del ruido de las olas contra la popa del barco, Marissa oyó otro chapoteo. Se incorporó y espió hacia el interior del barco. Al inclinarse hacia babor para ver mejor en la dirección de donde provenía el ruido, Marissa alcanzó a divisar dos hombres. Uno estaba en el barco más pequeño que viera desde debajo del agua; el otro se encontraba al bordo del Oz.
Los dos se hallaban muy atareados arrojando al agua cubos de pescado en descomposición.
Rafe no aparecía por ninguna parte. Al volver la cabeza para observar el agua por babor, Marissa vio una mancha de sangre encima de la superficie. Una serie de peces comenzaba a saltar del agua en su desesperación por alcanzar la comida.
—¡Eh! —gritó Marissa a los hombres—. ¡Hay buceadores en el agua!
Los individuos levantaron la cabeza y miraron a Marissa, quien advirtió que uno de ellos era asiático. Después, reanudaron su tarea y arrojaron con furia el resto del cebo.
—¡Rafe! —gritó Marissa.
El asiático saltó del Oz a la cubierta del barco más pequeño que, con un rugido de motores y una nube gris del escape, partió hacia el oeste.
—¡Rafe! —gritó de nuevo Marissa con todas sus fuerzas.
Rafe salió de la cabina, protegiéndose los ojos del sol abrasador. En las mejillas tenía manchas de grasa y, en la mano, una gran llave.
—¡Dos hombres han estado tirando carnada al agua! —gritó Marissa—. Ahora se alejan en una lancha rápida.
Señaló hacia la embarcación que se volvía cada vez más pequeña. Rafe se asomó por la borda y miró la lancha.
—¡Dios mío, es cierto! ¡Escapan hacia el oeste! —exclamó—. Se suponía que querían pescar más allá del arrecife.
—¡Pescar! —exclamó Marissa—. ¡Mire lo que han arrojado al agua!
Rafe miró hacia abajo.
—¡Demonios! —gritó.
Corrió hacia popa y observó la mancha roja cada vez mayor.
La cantidad de peces que saltaban del agua resultaba impresionante.
—¡Demonios! —repitió.
—¿Esto podría atraer a los tiburones? —le preguntó Marissa.
—¡Santo cielo, sí! —respondió Rafe.
—¡Dios santo!
Pese al terror que sentía, Marissa se colocó el visor y la boquilla y saltó al agua.
Las carnadas y la sangre desprendida habían reducido notablemente la visibilidad. Marissa mordió fuerte la boquilla y comenzó a nadar, tratando de no pensar en nada que no fuera traer a Wendy de regreso al barco lo antes posible.
Cuando alcanzó la boca del canal, divisó el primer tiburón: pequeño y con el hocico blanco, nadaba con lentitud en círculos alrededor del cebo. Aquel animal aterró a Marissa más que ninguna otra cosa que hubiera visto en su vida. Sin perder de vista el tiburón, nadó a la izquierda, muy próxima a la pared de coral. De improviso, el tiburón saltó veloz hacia la carnada y arrancó una tira de tripa. Entonces apareció de la nada otro tiburón e intentó darle caza.
Temblando de modo incontrolado, Marissa dio la vuelta por el borde de la boca del canal, intentando localizar a Wendy y Wynn. Aparecieron más tiburones, cada vez mayores que los dos primeros, entre ellos lo que Marissa identificó como un pez martillo. Parecía un ser prehistórico, un monstruo que había sobrevivido a la época de los dinosaurios.
Más adelante, Marissa divisó por fin a Wynn. Wendy estaba directamente debajo de él, explorando una grieta; sólo se le veían las piernas y las aletas. Marissa nadó hacia ellos, pero incluso antes de llegar, Wynn volvió la cabeza y miró hacia ella.
Frenéticamente, Marissa señaló por encima del hombro la multitud de peces comiendo la carnada. Wynn respondió sumergiéndose y dándole un tirón a Wendy. A continuación empezó a nadar hacia Marissa con fuertes brazadas.
Marissa nadó de regreso hacia el barco. A su izquierda comprobó que un tiburón embestía con violencia a otro.
En el costado del atacado apareció una gran herida. Instantes después, el tiburón herido era devorado por varios otros.
Wynn rebasó a Marissa y giró al entrar en el canal.
Marissa miró hacia atrás, esperando ver a Wendy detrás de él.
Pero sólo alcanzó a ver sus aletas: Wendy seguía cabeza abajo en la misma grieta. Por un segundo, Marissa se debatió entre volver al barco o ir a buscar a Wendy. En aquel momento, Wendy levantó la cabeza y buscó a Wynn con la mirada. En seguida por segundos.
Wendy empezó a nadar hacia Marissa, aterrorizada por completo. Pero se vio obligada a detenerse cuando varios tiburones se interpusieron entre ambas. Marissa empezó a nadar hacia atrás, en dirección a la abertura del canal, sin perder de vista a Wendy. Su terror había aumentado hasta el punto de que comenzaba a faltarle el aire.
De pronto, los tiburones se dispersaron con fuertes movimientos de cola. Marissa tuvo la sensación de que era la respuesta a una plegaria, hasta que vio qué los había hecho huir. Desde las tenebrosas profundidades acechaba un inmenso tiburón blanco. Era por lo menos cuatro veces mayor que cualquiera de los que había visto antes.
Cuando Wendy vio aquel leviatán, la dominó el pánico.
Braceando y pataleando con todas sus fuerzas, trató de nadar hacia delante. Marissa hizo lo mismo. En el borde del canal, Marissa consiguió fuerzas para mirar hacia atrás. Vio que Wendy la seguía lo más deprisa posible, pero también divisó el colosal tiburón. La bestia pareció interesarse de pronto en Wendy.
El tiburón se había detenido un instante. Pero, después, giró y avanzó directamente hacia Wendy. Con la cabeza inclinada hacia un lado, el inmenso pez golpeó a Wendy en el pecho y la sacudió con fuerza. Wendy perdió la boquilla y una serie de burbujas ascendieron a la superficie. En aquel momento, una nube de sangre se agolpó en el agua y oscureció la escena.
Sumida en un pánico total, Marissa se dio media vuelta y nadó hasta entrar en el canal. Era tanto su miedo que le impedía pensar. Vio la quilla del barco y la jaula para tiburones. Wynn ya se encontraba dentro de ella. Marissa nadó en línea recta hacia él.
En cuanto llegó a la jaula, sujetó la puerta y trató de empujarla, pero ésta no se abrió. Wynn la sostenía desde el interior y presionaba hacia afuera. Marissa no podía entender qué intentaba hacer. Trató de mirarlo a los ojos, pero el visor reflejaba el resplandor.
Al mirar hacia atrás, Marissa contempló que el monstruoso tiburón seguía avanzando liberando desde la boca un rastro de sangre.
Rápidamente, Marissa se colocó del otro lado de la jaula, se agarró con desesperación a los barrotes de acero y se acurrucó.
La bestia blanca arremetió contra la jaula y la aferró con sus poderosas mandíbulas.
Marissa logró sostenerse mientras el tiburón intentaba morder por entre los barrotes de acero. Por encima del hombro de Wynn, Marissa veía la boca del animal, con unas hileras de dientes de quince centímetros. El ojo de aquel titán era un inmenso óvalo de negrura impenetrable.
Varios de los barrotes de la jaula se doblaron bajo la fuerza de las mandíbulas del tiburón, que sacudió la jaula con tal fuerza que Marissa perdió el visor y la boquilla. Pero consiguió no desprenderse.
El tiburón soltó la jaula, a la vez que perdía varios de sus dientes. Marissa buscó la boquilla con una mano, sosteniéndose de la jaula con la otra. Como no tenía visor, su visión resultaba borrosa. Pero alcanzó a ver a Wynn que se colocaba su propia boquilla y empezaba a tirar frenéticamente de una cuerda que subía a la superficie. Notó que en el brazo tenía una gran herida que sangraba profusamente.
Abandonando al parecer su propósito de atravesar los fuertes barrotes de la jaula, el tiburón empezó a rodearla.
Marissa se puso a nadar en la misma dirección, tratando de mantener siempre la jaula entre aquel monstruo blanco y ella. De pronto, la jaula empezó a ascender. Sabiendo que estaría perdida sin su protección, pataleó con furia en un esfuerzo por mantenérsele a la par, cogiéndose al mismo tiempo con alma y vida a los barrotes. Justo cuando la jaula irrumpió en la superficie del agua, pudo trepar encima.
Gateando, Marissa llegó al cable. En cuanto lo agarró, el tiburón embistió la jaula y una vez más la sacudió con fuerza.
Eso hizo que Marissa cayera y que sus piernas quedasen colgadas en el agua. Muerta de pánico, las levantó y se prendió del cable, desesperada por salvar su vida.