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5 DE ABRIL DE 1990 8.23 a.m.

—¡Dios santo! —exclamó Wendy mientras ella y Marissa aguar daban el equipaje en el aeropuerto de Brisbane—. Jamás imaginé que el Pacífico sería tan inmenso.

—Yo tengo la sensación de que hace una semana que estamos viajando —convino Marissa.

Habían volado de Boston a Los Angeles. De allí hicieron un vuelo sin escalas a Sidney. Era el vuelo más largo que habían realizado en su vida. Después, no bien pasaron por todas las formalidades en Sidney, abordaron un avión de Australian Airlines para la etapa final a Brisbane.

—Sabía que Australia quedaba lejos —prosiguió Wendy pero no creí que fuera tanto.

Cuando el equipaje de ambas apareció aplaudieron sonrientes, pues después de tantos vuelos, temían no volver a ver sus maletas. Las colocaron en un carrito del aeropuerto y enfilaron hacia la parada de taxis.

—Es un aeropuerto muy moderno —comentó Wendy.

Conseguir un taxi fue muy sencillo. El taxista las ayudó con las maletas y hasta les abrió y cerró las puertas del vehículo.

Una vez que estuvieron instaladas, volvió la cabeza hacia ellas y les preguntó:

—¿Hacia dónde, preciosas?

—Al Mayfair Crest International Hotel, por favor —le contestó Marissa.

Había conseguido el nombre del hotel a través de una empresa de viaje, el hombre había sido terriblemente eficiente, porque había logrado lo imposible: documentos y reservas para viajar aquella misma tarde.

—Ajústense los cinturones de seguridad, señoras —advirtió el taxista al mirarlas por el espejo retrovisor—. La multa será de cuarenta dólares si la policía las sorprende sin ellos.

Marissa y Wendy obedecieron. Se sentían demasiado cansadas para discutir.

—¿El Mayfair es un buen hotel? —preguntó Marissa.

—Es un poco caro —respondió el taxista—, pero bueno.

Marissa le sonrió a Wendy.

—Me gusta el acento australiano —murmuró—. Se parece al inglés, pero es mucho más cálido.

—¿Las señoras son yanquis? —preguntó el chofer.

Marissa asintió.

—Somos de Boston, Massachusetts.

—¡Bienvenidas a la Tierra Afortunada! —exclamó el taxista—. ¿Han estado aquí antes?

—No, es la primera vez —reconoció Marissa.

Al oír eso, el chofer se lanzó a contarles una historia pintoresca de Brisbane, que incluía la mención de sus orígenes como colonia penal para los presidiarios más peligrosos de Sidney.

A Marissa y Wendy les sorprendió la feracidad de aquellas tierras. Una vegetación tropical exuberante flanqueaba los caminos y rodeaba los edificios en un estallido de color. Los jacarandaes color púrpura se mezclaban con las adelfas rosadas y las buganvillas rojo sangre.

Cuando en el horizonte aparecieron los altos edificios con fachadas de cristal de la zona del centro de la ciudad, Marissa y Wendy no se sorprendieron tanto.

—Parece una ciudad como cualquier otra —comentó Wendy—. Podrían haberse inspirado en la belleza natural local y hacer algo más original.

—Uno se pregunta por qué, con toda esta extensión de tierra, construyen edificios tan altos —subrayó Marissa.

Al entrar en la ciudad propiamente dicha, sus impresiones mejoraron, aunque eran las primeras horas de la mañana había gente por todas partes. Todos ellos parecían bronceados y saludables.

Casi todos los hombres vestían pantalones cortos.

—Creo que Australia me va a gustar —comentó Wendy en son de broma.

Mientras aguardaban junto a un semáforo, Marissa observó el desfile de rostros bronceados. Muchos de los hombres tenían pelo rubio y rostros angulosos.

—Me recuerdan a Robert —alegó Marissa.

—¡Olvídate de Robert! —conminó Wendy—. Al menos por el momento.

Durante el vuelo, Marissa le había contado a Wendy su experiencia en la oficina de Robert. Wendy se había horrorizado y, desde luego, había tomado partido por ella.

—Con razón estabas tan impaciente por irte —había comentado Wendy.

—No sé qué haré cuando vuelva —repuso Marissa—. Si Robert y Donna tienen de veras una aventura, entonces nuestro matrimonio se ha terminado.

El taxi entró en una gran plaza flanqueada por palmeras.

—Ese de ahí es su hotel —indicó el taxista, señalando con su mano libre. Después, moviendo el pulgar sobre su hombro, añadió—: y al otro lado, ese edificio con la torre y el reloj es el Ayuntamiento de Brisbane. Fue construido en los años veinte. Tiene una majestuosa escalinata de mármol. Desde la parte superior hay una buena vista sobre toda la ciudad.

Registrarse en el hotel no fue problema. Pronto las dos mujeres se encontraron en una habitación sencilla con aire acondicionado y una vista de la ciudad que incluía un sector del río Brisbane.

Después de colgar algo de ropa en el armario, se recostaron en sus respectivas camas.

—¿Estás tan cansada como yo? —preguntó Wendy.

—Ya lo creo —asintió Marissa—. Pero es un cansancio bueno: algo así como una catarsis. Estoy contenta de haber venido y ardo en deseos de conocer la ciudad.

—Lo único que necesito es una ducha y una siesta —explicó Wendy—. ¿Quién es la organizadora de esta excursión?

—¡Yo! ¿Quién crees? —bromeó Marissa—. No creo que debamos dormir mucho tiempo. De lo contrario no nos adaptaremos a la diferencia horaria. Creo que deberíamos llamar a recepción y pedir que nos despierten dentro de un par de horas. Y entonces podemos recorrer la ciudad.

Dejaremos la clínica para mañana, cuando estemos más frescas.

—Yo quiero averiguar cómo llegar a la Gran Barrera de Arrecifes —alegó Wendy—. No veo la hora de estar allí. Me han dicho que es el mejor lugar del mundo para bucear.

—¿Por qué no te duchas primero? —sugirió Marissa—. Yo quiero buscar la dirección de la FCA en la guía y localizarla en el mapa de la ciudad.

Wendy no se opuso. Se levantó y desapareció en el cuarto de baño mientras Marissa hojeaba la guía telefónica encima de la mesa de noche que había entre las dos camas. La clínica se alzaba en un barrio cercano llamado Herston. Al estudiar el mapa proporcionado por el hotel, advirtió que Herston estaba justo al norte de Brisbane. Tomó un taco de papel con membrete del hotel para anotar la dirección.

Marissa estaba a punto de poner la guía en su sitio cuando pensó en Tristan Williams. Abrió la guía por la W y deslizó el dedo por la columna de apellidos.

En ese momento se abrió la puerta del baño y una nube de vapor entró en la habitación.

—Es tu turno —indicó Wendy.

Tenía una toalla en la cabeza y otra rodeándole el cuerpo.

—No sabes el bien que me ha hecho, sobre todo lavarme la cabeza.

—Nuestro amigo el patólogo no figura en la guía telefónica —explicó Marissa.

Wendy sonrió.

—Habría sido demasiado fácil.

Marissa guardó la guía y se metió en el cuarto de baño para ducharse.

Cuando sonó el teléfono, a Marissa le costó despertarse.

Tanteando, logró alzar el auricular. Una voz alegre en el otro extremo de la línea le chilló que era mediodía. Casi no pudo entender el significado de esas palabras. Sólo cuando vio a Wendy profundamente dormida en la cama de al lado recordó dónde estaba. Volvió a recostarse y estuvo a punto de quedarse dormida de nuevo. Pero, recordando su propio consejo, se obligó a levantarse. Por el momento se sentía tan exhausta que casi le daba náuseas, pero sabía que tenía que adaptarse a la diferencia horaria.

Wendy no se movió. Marissa se puso de pie y sacudió despacio el hombro de su amiga.

—Wendy —la llamó con suavidad Marissa. Y, después, un poco más fuerte— ¡Wendy, es hora de despertarse!

—¿Tan pronto? —preguntó Wendy medio dormida.

Se incorporó en la cama hasta quedar sentada.

—¡Dios! ¡Me encuentro fatal! —se quejó.

Marissa asintió.

—Ya sé que cuesta. Yo sigo agotada. Es sólo mediodía pero la sensación es de medianoche. Más vale que nos acostumbremos.

Wendy se tumbó de nuevo encima de la cama.

—¡Dile a la organizadora del viaje que me he muerto! —ex clamó.

Una hora después, Marissa y Wendy descendían en el ascensor al vestíbulo, sintiéndose mucho mejor. Una segunda ducha y un servicio de habitaciones lograron reanimarlas más de lo que habían supuesto.

Una vez en el vestíbulo, Wendy se acercó a una agencia de viajes para hacer averiguaciones sobre la Gran Barrera de Arrecifes, mientras Marissa aguardaba en una cola para hablar con el conserje respecto a una excursión por la ciudad.

Las dos se encontraron media hora más tarde.

—Lo tengo todo calculado —informó Wendy—. Échale un vistazo a esto —indicó extendiendo un mapa de toda la costa de Queensland que incluía las islas cercanas a la costa.

—Fantástico —exclamó Marissa—. ¿Qué longitud tiene esa barrera de arrecifes de coral? ¿Continúa hasta Nueva Guinea?

—Prácticamente —repuso Wendy—. Tiene más de mil seis cientos kilómetros de longitud y, en cuanto a superficie, es igual a la isla Hamilton.

Wendy clavó el dedo en la parte superior de la península.

—Es parte del grupo de las islas Whitsunday —señaló.

—¿Estás segura de que a mí me gustará? —preguntó Marissa.

En realidad, no tenía tanta práctica de buceo como su amiga.

—¡Te encantará! —aseguró Wendy—. La isla Hamilton es una buena elección porque tiene aeropuerto con pista para reactores de línea. Podemos volar directamente desde Brisbane con Ansett Airlines. Por lo general es difícil conseguir pasaje por la cantidad de reservas, pero da la casualidad de que abril no es un mes de temporada alta.

—Tampoco eso me hace mucha gracia —replicó Marissa—. Si está fuera de temporada, por algo será, y entonces no es buen momento para ir.

—Me han dicho que es posible que tengamos una o dos tormentas eléctricas, pero ésa es la única parte negativa —explicó Wendy.

—¿El buceo en ese arrecife es peligroso? —preguntó Marissa.

—¡No te preocupes! Nos acompañará un experto en buceo —aseguró Wendy—. Contrataremos un barco y nos dirigiremos al arrecife exterior. Allí es donde están casi todos los peces y el agua es más transparente.

—¿No hay tiburones? —preguntó Marissa.

—No me dijeron nada acerca de eso —repuso Wendy—. Pero los tiburones permanecen en aguas profundas. Nosotros bucearemos en el arrecife mismo. Te juro que te fascinará. Confía en mí.

—Bueno, la información que yo tengo es menos espectacular —siguió Marissa—. El conserje me recomendó que hiciéramos un paseo turístico organizado para recorrer la ciudad en autobús. Al principio dijo que lo mejor era que saliéramos a caminar, pero cuando le expliqué que acabábamos de llegar en avión me habló de los autobuses. Insistió en que no dejáramos de visitar el Refugio Koala Lone Pine.

—¡Estupendo! —exclamó Wendy regocijada—. ¡Adoro los koalas!

La excursión en autobús fue excelente. Les trasladaron en un vehículo con aire acondicionado y cómodas butacas y pudieron admirar el edificio del Parlamento, de estilo renacentista francés, y el del Ministerio de Hacienda, de estilo renacentista italiano. En casi todas las veredas había cafés con mesas y sillas, y a Marissa le impresionó el aspecto distendido e informal de todos los habitantes.

La fatiga volvió a apoderarse de ellas. Durante la segunda hora, tanto Marissa como Wendy empezaron a cabecear cuando el autobús aminoró la marcha para que los pasajeros contemplaran el nuevo Centro Cultural de Queensland.

Después, se levantaron un momento para la visita al Refugio Koala Lone Pine. No sólo había más koalas de lo que habían imaginado, sino también dingos, mastines cazadores, canguros y hasta un ornitorrinco. Caminaron entre los canguros y les dieron de comer con la mano. La fuerza de las patas delanteras de esos animales las sorprendió.

Los más animados y atractivos del lugar eran los koalas.

Wendy casi se derritió cuando se enteró de que podía tener uno en brazos, pero cuando su deseo se hizo realidad, ya no se mostró tan entusiasta. Desprendían un olor especial que a ella le resultó desagradable.

—Es por la dieta de eucalipto —explicó uno de los guardianes.

Después de presenciar un espectáculo con los koalas y de enterarse de toda clase de trivialidades acerca de esos animalitos, decidieron que ya tenían bastante. Subieron a un autobús local y regresaron al hotel.

—¡No lo harás! —exclamó Marissa cuando le impidió Wendy desplomarse en la cama.

—¡Por favor! —suplicó Wendy—. Dile al organizador del viaje que tengo peste bubónica.

Después de la tercera ducha del día, siguieron el consejo del conserje y caminaron por el Victoria Bridge hasta el Centro Cultural de Queensland. En un restaurante bastante moderno, llamado Fountain Room, se relajaron y tomaron su primera cena en Australia. La vista de la ciudad del otro lado del río fangoso era soberbia.

Terminaron pidiendo barramundi, un tipo de perca australiana. Para complementar la comida, seleccionaron un Chablis australiano bien helado. Cuando les trajeron la botella y se la abrieron, las dos mujeres brindaron por su aventura australiana.

Después de probar el vino, Marissa sonrió con satisfacción: su aroma y sabor eran una delicia para el paladar. Por el momento, confiaba en que el viaje sería una combinación exacta de descanso e investigación.

—¡Ahhhh! —exclamó Wendy, mientras miraba el interior de su copa de pie de alto—. Justo lo que me recetó el médico.

—Amén —repuso Marissa.

A la mañana siguiente, después de un copioso desayuno inglés, Marissa y Wendy cogieron un taxi.

—¿Conoce esta dirección? —preguntó Marissa.

Le había entregado al chofer un trozo de papel con la dirección de la clínica FCA.

—¡Por supuesto, encanto! —respondió él—. Es la clínica de mujeres. Sujétense el cinturón de seguridad y las llevaré enseguida.

El viaje a Herston fue agradable. Cuando entraron en los suburbios llenos de colinas y de vegetación, notaron una serie de casas extrañas con techo de latón y edificadas sobre pilotes.

—A ésas se las conoce como «Queenslanders» —explicó el chofer—. Están edificadas en el aire para mantenerlas alejadas del agua. Las galerías son para procurarles frescor.

Durante el verano hace mucho calor aquí.

Minutos después, el taxi se detuvo junto a un edificio de cuatro plantas sorprendentemente moderno, cuya fachada estaba cubierta de cristales color bronce. Los jardines se hallaban adornados con magníficos árboles y arbustos en flor.

Al apearse del taxi, a Marissa y a Wendy les maravilló el ruido de las aves. Parecían estar en todas partes.

Mientras se acercaban a la entrada de la clínica tropezaron con un grupo de aves mynah que se peleaban por un pedazo de pan.

En cuanto las puertas de entrada se cerraron detrás de ellas, las dos mujeres se detuvieron, estupefactas ante el interior del edificio. La FCA no se parecía a ninguna de las clínicas que conocían. Los suelos eran de ónice resplandeciente. Las paredes, de una madera tropical oscura lustrada hasta obtener un brillo intenso.

—Este lugar parece un gabinete jurídico —comentó Wendy, un poco intranquila—. ¿Seguro que es esta dirección?

En el centro del edificio había un sector ajardinado con la misma mezcla de plantas en flor que en el exterior.

Incluso se veía un pequeño estanque con un salto de agua construido en bloques de granito rojo.

En un extremo del espacioso vestíbulo se encontraba un sector de información que parecía el mostrador de recepción de un hotel de lujo.

—¿En qué puedo servirlas? —preguntó una de las dos entusiastas recepcionistas.

En lugar del blanco que era clásico en las clínicas norteamericanas, aquellas mujeres iban vestidas con estampados floreados de vivos colores.

—Somos doctoras de Estados Unidos —explicó Marissa Nos interesa conocer su clínica. Nos preguntábamos si…

—¡De Norteamérica! —exclamó con fruición la mujer—. Acabo de regresar de California. Qué agradable resulta que vengan a visitarnos. Avisaré al señor Carstans. Un momento, por favor.

La recepcionista marcó un número en el teléfono que tenía delante y habló brevemente. Al colgar, anunció:

—El señor Carstans vendrá en seguida. Tal vez quieran aguardarle en nuestro sector de espera, al otro lado de esos maceteros —sugirió, señalando con el lápiz.

—¿Quién es el señor Carstans? —preguntó Wendy.

—Nuestro encargado de relaciones públicas —explicó la recepcionista.

Marissa y Wendy se dirigieron a la sala de espera.

—¿Cuántas clínicas conoces que tengan encargados de relaciones públicas?

—Exactamente lo que estaba pensando —replicó Marissa—. Esta clínica debe de trabajar muy bien para poder justificar esa clase de gastos.

Al cabo de unos minutos de espera, un hombre se les acercó.

—Buenos días, señoras —saludó.

Carstans era un hombre alto y corpulento y de cara rubicunda. Usaba pantalones cortos, camisa y corbata.

—Bienvenidas a la FCA. Mi nombre es Bruce Carstans. ¿En qué podemos ayudarlas?

—Soy la doctora Blumenthal y ésta es la doctora Wilson —se presentó Marissa.

—¿Ginecólogas? —preguntó el señor Carstans.

—Yo soy pediatra —respondió Marissa.

—Y yo, oftalmóloga —repuso Wendy.

—Nuestra fama debe de estar propagándose por todo el mundo —bromeó el señor Carstans con una sonrisa—. Por lo general nos visitan ginecólogos del extranjero. ¿Les gustaría recorrer nuestro establecimiento?

Las mujeres intercambiaron una mirada y después se encogieron de hombros.

—¿Por qué no? —asintió Wendy.

—Sería interesante —añadió Marissa.

Durante la hora siguiente, Marissa y Wendy tuvieron oportunidad de observar el establecimiento hospitalario más moderno que habían visto en su vida. La clínica ofrecía una serie muy completa de servicios médicos para la mujer. Había salas de radiología, un tomógrafo computadorizado, gabinetes de examen, salas de espera, quirófanos para intervenciones menores y salas de parto. También un sector de hospitalización.

Pero la parte más impresionante de la clínica era el sector de problemas de infertilidad, que se preciaba de tener su propia ala quirúrgica capaz de realizar operaciones de cirugía general.

Había asimismo seis salas de ultrasonidos totalmente informatizadas. Con los equipos más avanzados, su aspecto recordaba la guerra de las galaxias. El laboratorio principal era un recinto enorme con grandes incubadoras centrífugas y modernas unidades criogénicas.

Marissa y Wendy creían haberlo visto todo cuando el señor Carstans abrió una pesada puerta y se hizo a un lado para permitirles pasar. Las dos mujeres se encontraron en un recinto cerrado con cristaleras que servía de entrada libre de polvo al mundo mágico de instrumentos de alta tecnología. Al otro lado del cristal trabajaban algunos técnicos con capuchas.

El laboratorio parecía una estación espacial del siglo XXI.

—Este es el corazón de la FCA —explicó el señor Carstans—. Es la sección básica de investigación. Aquí han tenido su origen muchos de los hallazgos relativos a las técnicas de fecundación in vitro. En este momento nos concentramos en técnicas de criopreservación, tanto para embriones como para gametos. Pero también estamos trabajando en la investigación del tejido fetal, sobre todo para la enfermedad de Parkinson, la diabetes e incluso los problemas de inmunodeficiencia.

—¡Jamás había visto un laboratorio de investigación así! —exclamó Wendy.

—Es un tributo al capitalismo —explicó el señor Carstans con una sonrisa—. La iniciativa privada y la inversión privada.

Es la única forma de hacer las cosas en el mundo moderno. El público se beneficia de la posibilidad de acceder a nuevas técnicas y a una atención médica superior.

—¿Cuál es el porcentaje de éxitos de la FCA en lo relativo a la fecundación in vitro?

—Nos estamos aproximando a un índice de embarazo del ochenta por ciento —explicó el señor Carstans con evidente orgullo—. Ningún otro programa puede igualar esas cifras.

El señor Carstans condujo a las mujeres de regreso a la entrada principal. Advirtió lo impresionadas que estaban.

—Nos complace que hayan venido a visitarnos —alegó, deteniéndose cerca de la sala de espera desde donde habían iniciado el recorrido—. Creo que han visto prácticamente todo. Espero que hayan disfrutado. ¿Hay alguna pregunta que quieran hacerme?

—Yo sí tengo una pregunta —repuso Marissa.

Abrió su bolso y extrajo el artículo sobre la tuberculosis. Se lo entregó al señor Carstans.

—Supongo que conoce este trabajo. Es acerca de una serie de casos que tuvieron aquí, en la FCA.

El señor Carstans vaciló, y después tomó el papel. Le echó un vistazo superficial y se lo devolvió a Marissa.

—No, jamás lo había visto —aseguró.

—¿Cuánto hace que está en la FCA? —Preguntó Wendy.

—Casi cinco años —respondió el señor Carstans.

—Este trabajo sólo tiene dos años —subrayó Wendy—. ¿Cómo es posible que el departamento de relaciones públicas no tenga noticias de él? Suponía que un trabajo de esta naturaleza habría tenido gran importancia para ustedes. Es sobre mujeres relativamente jóvenes con tuberculosis en las trompas de Falopio.

—Por lo general, no leo publicaciones técnicas —explicó el señor Carstans—. ¿En qué revista fue publicado?

—En la Revista Australiana de Enfermedades Infecciosas —respondió Marissa—. ¿Y qué puede decirnos de su autor, el doctor Tristan Williams? Al parecer pertenecía a la plantilla médica de la clínica, en la sección de patología. ¿Lo conocía?

—Me temo que no —contestó el señor Carstans—. Pero, por otro lado, no conozco a todos los integrantes de la plantilla.

Para preguntas como ésa, debo enviarlas a Charles Lester, el director de la clínica.

—¿Cree que querrá recibirnos? —preguntó Marissa.

—En estas circunstancias —respondió el señor Carstans—, creo que tendrá mucho gusto en hablar con ustedes. Si aguardan un momento, subiré en seguida para averiguar si está libre en este momento.

Marissa y Wendy observaron al señor Carstans desaparecer por la puerta de la caja de la escalera.

Se miraron.

—¿Qué opinas? —preguntó Wendy.

—Ni idea —respondió Marissa—. No he podido darme cuenta de si decía o no la verdad.

—Empiezo a tener una sensación extraña —reconoció Wendy—. Este lugar es demasiado bueno para ser cierto.

¿Alguna vez has visto semejante opulencia en una clínica?

—Estoy asombrada que sea tan fácil hablar con el director —replicó Marissa—. Jamás pensé que eso sería posible sin una presentación formal.

En aquel momento reapareció el señor Carstans.

—Tienen suerte —explicó—. El director dice que tendrá mucho gusto en saludar a las estimadas colegas de Boston, siempre que ustedes tengan tiempo disponible.

—Desde luego que sí —aceptó Marissa.

Siguieron al señor Carstans y ascendieron un tramo de escalera. El mobiliario de la serie de oficinas del director resultaba todavía más lujoso de lo que habían visto hasta ese momento. Era como si estuvieran visitando la oficina del director general de la compañía Fortune 500.

—¡Pasen, por favor! —invitó el director, poniéndose de pie al otro lado del escritorio para saludar a Marissa y a Wendy.

Estrechó las manos de ambas y después les señaló unos sillones instándolas a que se pusieran cómodas. Despidió entonces al señor Carstans, quien partió discretamente cerrando la puerta tras de sí.

Dirigiéndose de nuevo a las mujeres, el director preguntó:

—¿Les apetece un poco de café? Sé que ustedes los yanquis beben mucho café.

Charles Lester era un hombre corpulento, pero no tan rollizo como Carstans. Tenía el aspecto de un atleta de cierta edad pero todavía en condiciones de hacer un buen papel en un partido de tenis. Tenía la cara bronceada, como casi todos los habitantes de la ciudad, y ojos hundidos. Exhibía unos gruesos bigotes.

—Le aceptaría un café —dijo Wendy, y Marissa asintió para indicarle que también ella bebería lo mismo.

Lester llamó a su secretaria con un timbre y le pidió que trajera café para tres. Mientras aguardaban, se puso a conversar con las mujeres sobre temas generales. Les preguntó a qué hospital pertenecían, y dónde habían realizado las prácticas para su especialidad. Lester reconoció que había hecho algunos trabajos cuando estuvo becado en Boston.

—¿Usted es médico? —preguntó Wendy.

—Desde luego que sí —respondió Lester—. Algunos de nosotros preferimos que se utilice el «Señor», como los ingleses.

Como cirujano ginecólogo, durante mis prácticas en Londres me acostumbré al «Señor». Pero como médico no he llevado a cabo tareas de tipo clínico en los últimos tiempos. Por desgracia, he estado prisionero en este despacho, ocupado en más trabajos administrativos de lo que desearía.

Un camarero trajo el café y lo sirvió. Lester le añadió un poco de crema al suyo y se echó hacia atrás en su sillón.

Observó a las mujeres por el borde de la taza.

—El señor Carstans me ha comentado que ustedes han preguntado por un antiguo trabajo publicado en una revista —alegó Lester—. ¿Puedo saber sobre qué versaba ese trabajo?

Marissa sacó la separata de su bolso y se la entregó al doctor Lester. Al igual que hiciera el señor Carstans, lo miró por encima y se lo devolvió.

—¿Qué interés tienen ustedes en esto? —preguntó.

—Es una historia muy larga —repuso Marissa.

—Tengo tiempo —fue la lacónica respuesta de Lester.

—Está bien —respondió Marissa—. Tanto la doctora Wilson como yo tenemos el mismo problema de infertilidad descrito en el artículo: obstrucción de las trompas de Falopio debida a tuberculosis.

Pasó entonces a explicarle sus antecedentes en el CCE y su especialización en epidemiología.

—Cuando descubrimos que la incidencia del problema era a nivel internacional —continuó—, decidimos investigar.

Me enviaron el artículo los del CCE. Llamamos aquí a la clínica, pero no pudimos localizar al autor.

—¿Qué le habrían preguntado si hubieran logrado ponerse en contacto con él? —inquirió Lester.

—Dos cosas en particular —explicó Marissa—. Queríamos saber si había realizado un seguimiento epidemiológico de los casos detectados. También, si había visto nuevos casos.

En Boston, tenemos noticia de otros tres casos, aparte de nosotras mismas.

—Supongo que sí saben que la infertilidad está aumentando —indicó Lester—. La infertilidad por cualquier causa, no sólo por obstrucción de las trompas.

—Sí, somos conscientes de ello —replicó Marissa—. Pero incluso el incremento en trompas obstruidas, por lo general, es un proceso inflamatorio o endometriosis; no se trata de ninguna infección específica, sobre todo no algo tan relativamente poco frecuente como la tuberculosis. Estos casos suscitan muchos interrogantes epidemiológicos que deberían ser contestados. Hasta es posible que representen una entidad clínica nueva y muy seria.

—Lamento que hayan hecho un viaje tan largo para enterarse de más datos sobre el artículo. Me temo que el autor inventó los datos que presentó. Los fabricó. Si me hubieran llamado por teléfono se lo habría explicado.

—¡Oh, no! —exclamó Marissa.

La idea de que el artículo podía ser un fraude jamás se le había pasado por la cabeza.

—¿Dónde está su autor en este momento? —preguntó Wendy.

—No sabría decirles —contestó Lester—. Como es natural, lo eliminamos en seguida de la plantilla de la clínica.

Desde entonces, tengo entendido que se le ha procesado por algo relacionado con las drogas. Ignoro qué pasó después.

Tampoco sé dónde se encuentra en este momento, pero sí sé una cosa: que no está ejerciendo de patólogo.

—¿Cómo cree que podríamos localizarlo? —preguntó Marissa—. De todos modos me gustaría hablar con él, principalmente porque tengo la enfermedad que describió. De los datos que pudo haber fabricado, ¿por qué eligió algo tan poco usual? ¿Qué ganaría con eso? No tiene sentido.

—La gente hace cosas extrañas por motivos extraños —explicó Lester. Se puso en pie—. Espero que ese trabajo no haya sido el único motivo para su viaje a Australia.

—También pensábamos ir a la Gran Barrera de Arrecifes —alegó Wendy—. Un poco de trabajo y otro poco de diversión.

—Espero que la diversión sea más gratificante que el trabajo —bromeó Lester—. Y ahora, si me perdonan, tengo que volver al trabajo.

Unos minutos después Marissa y Wendy se encontraban de vuelta. La recepcionista muy amablemente pidió un taxi por teléfono.

—El final ha sido un poco abrupto —comentó Wendy Después de decirnos que tenía todo el tiempo del mundo, al minuto siguiente nos estaba echando de su oficina.

—No sé qué pensar de todo esto —replicó Marissa—. Pero hay algo que sí sé. Me gustaría encontrar a ese tal Tristan Williams, aunque sólo fuera para retorcerle el pescuezo. ¡Hay que ser un caradura para inventarse pacientes nada más que para publicar un artículo!

—Es la vieja mentalidad de publicar o morir —matizó Wendy.

—El taxi llegará en seguida —anunció la recepcionista al colgar—. Les sugiero que esperen afuera.

Las dos abandonaron la clínica FCA, y fuera se encontraron con una mañana gloriosa y llena de sol.

—¿Qué sugiere el organizador del viaje que hagamos ahora? —preguntó Wendy.

—No estoy segura —contestó Marissa—. Podríamos ir a la Universidad de Queensland y curiosear un poco en la biblioteca médica.

—¡Dios santo! —exclamó Wendy con evidente sarcasmo ¡Qué programa tan fascinante!

Charles Lester no reanudó sus tareas. La visita de Marissa Blumenthal y Wendy Wilson lo había perturbado. Hacía alrededor de un año que nadie había vuelto a preguntar por ese irritante trabajo de Williams. Y, en aquel momento, quiso creer que sería la última vez.

—¡Maldición! —exclamó en voz alta, golpeando el puño contra el escritorio.

Tuvo la incómoda premonición de que tendría problemas.

El hecho de que esas entrometidas se hubieran molestado en viajar desde Boston ya resultaba inquietante. Pero lo más alarmante de todo era la posibilidad de que su búsqueda de Williams persistiera. Eso sí que sería un desastre.

Decidió que había llegado el momento de conferenciar con uno de sus asociados. Después de calcular la hora de Estados Unidos cogió el auricular y llamó al domicilio particular de Norman Wingate.

—¡Charles! —exclamó el doctor Wingate con alborozo—. Cuánto me alegra oírte. ¿Cómo anda todo?

—Mejor —respondió Lester—. Tengo que hablarte de algo importante.

—Muy bien —replicó el doctor Wingate—. Espera, cogeré otro teléfono.

Lester oyó que Wingate le decía algo a su esposa.

Algunos minutos después, escuchó que levantaban el auricular del otro aparato.

—Ya está, querida —advirtió el doctor Wingate.

Lester oyó que colgaban en la otra extensión.

—Bien Lester ¿cuál es el problema? —preguntó el doctor Wingate.

—¿El nombre de la doctora Marissa Blumenthal significa algo para ti?

—¡Santo cielo, sí! —respondió Wingate—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Ella y una amiga suya llamada Wendy Wilson acaban de irse de mi despacho —explicó Lester—. Vinieron aquí con ese artículo sobre la salpingitis tuberculosa.

—¡Dios santo! —exclamó Wingate—. No puedo creer que estén en Australia. Y nosotros que fuimos tan magnánimos con ellas.

Pasó a relatarle entonces el intento de las dos de acceder a los archivos del sistema informático de la Clínica de la Mujer.

—¿Consiguieron sacar algo del ordenador? —preguntó Lester.

—Creemos que no —replicó Wingate—. Pero esas mujeres no hacen más que traer problemas por todas partes. Habrá que hacer algo con ellas.

—Yo estoy llegando a la misma conclusión —convino Lester—. Gracias.

Lester colgó el teléfono y oprimió una tecla del intercomunicador.

—Penny —ordenó Lester—. Ubícame a Ned Kelly de seguridad y avísale que venga aquí en seguida.

Ned Kelly no era en realidad su verdadero nombre; se llamaba Edmund Stewart. Pero cuando era un adolescente, Edmund se volvió tan fanático de las historietas del famoso salteador de caminos Ned Kelly, que sus amigos empezaron a llamarlo Ned.

Aunque a la mayoría de los hombres australianos les gustaba imaginarse parecidos en algún sentido al famoso bandido, Ned tomó por costumbre imitarlo, incluso hasta el punto de enviar un par de testículos de buey a la esposa de un hombre con quien estaba enemistado. Toda una vida de desprecio de la autoridad y de delitos menores hicieron que la gente lo llamase Ned Kelly, y el nombre persistió.

Lester se apartó del escritorio y se acercó a la ventana.

Pensó que ahora que las cosas comenzaban a ir sobre ruedas, algo surgía para estropearlo todo.

Lester había recorrido un largo camino desde sus orígenes humildes en las llanuras áridas del interior de Nueva Gales del Sur. A los nueve años llegó a Australia con su familia, procedente de Inglaterra. Su padre, un operario especializado en láminas metálicas, había aprovechado la política liberal de inmigración del período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial. El gobierno australiano le pagó incluso el pasaje a toda su familia.

Al principio, Lester se inclinó hacia la docencia, por considerarla su válvula de escape de lo monótono y plano del vasto interior de Australia. A diferencia de sus hermanos, tenía sed de conocimientos y eso lo llevó a seguir cursos por correspondencia como complemento de la escasa enseñanza que se impartía en su pueblo. Sus estudios desembocaron en la Facultad de Medicina. A partir de ese momento, jamás miró hacia atrás ni toleró ningún obstáculo. Cuando alguien se cruzaba en su camino, lo pisoteaba.

—¿Qué hay? —preguntó Ned al trasponer la puerta.

Detrás de él estaba Willy Tong, un chino menudo pero musculoso. Ned cerró la puerta de una patada y se sentó en el brazo de un sillón. No era un hombre corpulento, pero traslucía un físico musculoso y fuerte debajo de su camisa y corbata. En la manga tenía cosido el logotipo del departamento de seguridad de la clínica. El bronceado de su cara era tan intenso que le había conferido una textura correosa. Daba la sensación de haber pasado sus treinta y ocho años de vida bajo el sol del desierto. Sobre el ojo izquierdo tenía la cicatriz de una pelea con navajas en una taberna. La discusión la suscitó una jarra de cerveza.

A Lester lo mortificaba tener que recurrir a hombres así.

Era una lata verse obligado a tratar con tipos como Ned Kelly.

Sin embargo, de vez en cuando resultaba necesario, como ocurría ahora. Lester había conocido a Ned de forma puramente accidental cuando cursaba el último año en la Facultad de Medicina. Ned se presentó en el hospital de la universidad con una de sus muchas heridas de bala. Durante el curso de su recuperación, se hicieron amigos. A lo largo de los años, Lester empleó a Ned para distintos proyectos, que culminaron en emplearlo como jefe del departamento de seguridad de la clínica.

—Hay un par de mujeres interesadas en ese artículo de Williams —indicó Lester—. El mismo artículo que atrajo aquí a aquel ginecólogo de Los Angeles. ¿Te acuerdas? Fue hace alrededor de un año.

—¡Cómo olvidarlo! —contestó Ned con una sonrisa siniestra—. Era ese pobre tipo que tuvo aquel espantoso accidente de coche. ¿Lo recuerdas, Willy?

Los ojos de Willy se empequeñecieron cuando en su rostro se dibujó una ancha sonrisa.

—Esas mujeres comentaron que pensaban buscar a Williams —siguió Lester—. No quiero que eso ocurra.

—Deberías haber dejado que me ocupara de Williams en aquel momento —alegó Ned—. Nos habría ahorrado muchos problemas.

—En aquel momento estaba demasiado en el candelero —explicó Lester—. Pero no nos preocupemos de eso ahora.

Ahora debemos ocuparnos de esas mujeres. Quiero que se haga algo, y quiero que se haga antes de que obtengan más información sobre la salpingitis tuberculosa.

—Sería lo mejor —respondió Lester—. De lo contrario habría una investigación, que yo preferiría evitar. Pero ¿puedes arreglar que parezca un accidente cuando las personas involucradas son dos?

—Es más difícil —reconoció Ned—, pero no imposible. Será sencillo si alquilan un coche. Las yanquis son un desastre cuando tienen que conducir un vehículo por la izquierda.

—Se echó a reír —. Me recuerda a aquel ginecólogo. Casi se mató sin necesidad de que lo ayudáramos.

—Las mujeres se llaman Marissa Blumenthal y Wendy Wilson —indicó Lester.

Escribió los nombres en un papel que le entregó a Ned.

—¿Dónde se alojan? —preguntó Ned.

—No lo sé —contestó Lester—. Lo único que sí sé es que planean ir a la barrera de coral.

—¡No me digas! —exclamó Ned, muy interesado—. Esa información nos puede venir muy bien. ¿No sabes cuándo piensan ir?

—No —explicó Lester—. Pero no esperes demasiado. Quiero que hagas algo pronto. ¿Has entendido?

—Empezaremos a llamar a los hoteles en cuanto lleguemos abajo —repuso Ned—. Será divertido. Como ir al chaparral y disparar contra los canguros.

—Perdón —se excusó en voz baja Marissa—. Soy la doctora Blumenthal y ésta es la doctora Wilson. —Wendy saludó con la cabeza.

Estaban paradas junto al mostrador principal de la Biblioteca de la Facultad de Medicina de la Universidad de Queensland. Habían ido en taxi a Santa Lucía, donde se alzaba la universidad, y cuando le preguntaron al taxista si sabía dónde se encontraba la biblioteca de la Facultad de Medicina, su respuesta fue dar la vuelta y encaminarse de nuevo hacia Herston. Resultó que la Facultad de Medicina estaba a corta distancia de la FCA.

—Somos estadounidenses —le aclaró Marissa al hombre que detrás del escritorio de la biblioteca. Nos preguntábamos si podríamos usar estas instalaciones.

—No veo por qué no —respondió el hombre—. Pero sería mejor que lo consultaran en la oficina que está al fondo del pasillo. Pregunten por la señora Pierce, la bibliotecaria.

Marissa y Wendy echaron a andar por el corredor y entraron en la oficina de administración.

—Por supuesto que sí —fue la respuesta de la señora Pierce a la petición de las dos—. Tendremos mucho gusto en que utilicen el material que tenemos en la biblioteca. Eso sí, no les estará permitido sacarlo.

—Por supuesto —aceptó Marissa.

—¿Puedo ayudarlas en algo? —se ofreció la señora Pierce—. No recibimos visitas de Boston todos los días.

—Tal vez sí —repuso Marissa—. Esta mañana tuvimos la suerte de que nos mostraran las instalaciones de la clínica FCA. Y confieso que quedamos muy impresionadas.

—En Brisbane nos sentimos muy orgullosos de esa clínica —explicó la señora Pierce.

—Y con razón —convino Marissa—. Lo que quisiéramos es leer algunos de los trabajos actuales. Supongo que en ese lugar publican bastante material.

—Ya lo creo que sí —respondió la señora Pierce—. Han sido nuestros líderes aquí, en Australia, en lo referente a tecnologías de reproducción asistida. Además, contribuyen con mucha generosidad a la Facultad de Medicina; tenemos mucho material de ellos.

—También nos interesa ponernos en contacto con cierto patólogo australiano —alegó Wendy—. Su nombre es Tristan Williams. Tenemos la separata de uno de sus trabajos que apareció en una revista médica australiana. Quisiéramos averiguar si ha escrito después otros trabajos.

—Y, por encima de todo, nos gustaría localizarlo —añadió expectante Marissa—. A lo mejor a usted se le ocurre cómo podríamos lograrlo.

—¿En el artículo no figura dónde ejercía en ese momento? —preguntó la señora Pierce.

—Sí, en la clínica FCA —respondió Wendy—; pero eso fue hace dos años, ya dejó la institución. Preguntamos en la clínica, pero nadie tenía su dirección.

—Tenemos una publicación anual de la Sociedad de Patología —explicó la señora Pierce—. Contiene el nombre de todos los patólogos afiliados a la universidad y a los hospitales. Creo que lo mejor sería empezar por ahí. ¿Por qué no me acompañan? Les mostraré dónde están nuestras salas de ficheros bibliográficos y de publicaciones.

Marissa y Wendy siguieron a la señora Pierce. La mujer era muy llamativa: tenía el pelo de un color rojo llameante y era bastante alta, sobre todo en comparación con Marissa y Wendy. Las tres mujeres bajaron por una escalinata de caracol que conducía a la planta baja. La señora Pierce caminaba a paso vivo. Marissa y Wendy tuvieron que darse prisa para no quedar rezagadas.

La señora Pierce se agachó frente a un grupo de pantallas de ordenador.

—Aquí están las terminales para buscar bibliografía.

Creo que será la forma más sencilla de encontrar los últimos artículos del doctor Williams.

La señora Pierce abandonó el sector de informática y se acercó a una serie de estantes bajos con libros. Sacó un volumen encuadernado con tapas oscuras de un estante y se lo entregó a Wendy.

—Esta es la publicación de la Sociedad de Patología. Es la mejor manera de localizar a un patólogo, por lo menos en relación con sus asociaciones profesionales.

La señora Pierce se alejó rápidamente de los estantes y echó a andar con paso firme por la estancia. Marissa y Wendy se apresuraron a seguirla.

—Seguro que los fines de semana se dedica a intervenir en triatlones —farfulló Wendy, casi sin aliento.

La señora Pierce las condujo a otro rincón de la sala de publicaciones.

—Esta sección —explicó mientras abarcaba el lugar con un amplio movimiento del brazo— está dedicada a los artículos relativos a la FCA, así que supongo que esto las mantendrá ocupadas un buen rato. Si necesitan algo mas, por favor acudan a verme a mi oficina.

Marissa y Wendy se lo agradecieron, y la señora Pierce dejó que se arreglaran por sí solas.

—Muy bien, ¿por dónde empezamos? —preguntó Wendy.

—Busca a Williams en el libro que tienes en la mano —sugirió Marissa—. Si por casualidad dice que se ha ido a Perth, te juro que gritaré. ¿Sabías que eso queda a más de tres mil kilómetros de aquí?

Wendy apoyó el libro sobre uno de los estantes con publicaciones y buscó en la W. No figuraba ningún Tristan Williams.

—Por lo menos no está en Perth —alegó Wendy.

—Parece que el doctor Charles Lester nos dijo la verdad —comentó Marissa.

—¿Lo dudabas? —inquirió Wendy.

—En realidad, no —fue la respuesta de Marissa—. Habría sido demasiado sencillo para nosotras verificarlo.

—Paseó la mirada por los estantes —. Echemos un vistazo a este material de la FCA.

Durante la siguiente hora, Marissa y Wendy se enfrascaron en artículos que abarcaban una amplia gama de temas relacionados con técnicas de reproducción asistida. El alcance y la amplitud de la investigación de la FCA les resultó tan impresionante como la clínica misma. Muy pronto se hizo evidente que esa institución había desempeñado un papel pionero en la investigación sobre la fertilidad y la vida fetal, sobre todo en lo referente al empleo de tejido fetal para el tratamiento de enfermedades degenerativas y metabólicas.

Se limitaron a hojear o a mirar por encima la mayor parte de los artículos. Seleccionaron los que tenían que ver con fecundación in vitro. Cuando terminaron de pasar revista a todo el material, se concentraron en los artículos que habían seleccionado previamente.

—Estoy maravillada pero al mismo tiempo confundida —comentó Wendy al cabo de media hora—. Debo estar pasando algo por alto.

—A mí me pasa lo mismo —explicó Marissa—. Cuando uno lee estos artículos uno tras otro, muestran que el porcentaje de fertilidad viene actualizada en ciclo de un año. Como, por ejemplo, que la tasa de éxito en cinco ciclos subió del veinte por ciento en 1983 a casi el sesenta por ciento en 1987.

—Exactamente —convino Wendy—. Pero ¿qué pasó en 1988?

Quizá sea un error de imprenta.

—No puede ser un error de imprenta —repuso Marissa, arrojando un papel sobre el regazo de Wendy—. Mira los datos del año 1989.

Wendy estudió las cifras.

—Resulta extremadamente curioso que ni siquiera hayan calculado el índice de embarazos por ciclo, después de haberse tomado el trabajo de hacerlo durante todos los años anteriores —comentó.

—Es un cálculo sencillo —replicó Marissa—. Hazlo tú misma por cinco ciclos.

Wendy sacó un pedazo de papel de la cartera y realizó la división.

—Tienes razón —replicó cuando hubo terminado—. Es la misma que en 1988 y, mucho peor si se la compara con I987.

Menos del diez por ciento. Algo anduvo mal.

—Sin embargo, mira el índice de embarazos por paciente —siguió Marissa—. Cambiaron el sistema de archivo. Ya no hablaron de embarazos por ciclo, sino por paciente. Y eso se incrementó tanto en 1988 como en I989.

—Espera un momento —repuso Wendy—. No creo que eso sea posible. Quiero hacer un gráfico con todo esto. Voy a ver si encuentro papel.

Se acercó al escritorio de fichas bibliográficas.

Mientras tanto, Marissa se concentró de nuevo en las cifras.

Tal como acababa de sugerir Wendy, no parecía posible que los porcentajes por ciclo disminuyeran al tiempo que los porcentajes por paciente se incrementaban. Y no sólo eso; el porcentaje de embarazos por paciente, en 1988~ se acercaba al ochenta por ciento.

Wendy regresó con aire triunfal, con varias hojas de papel milimetrado. Se puso a trabajar y en seguida dibujó dos gráficos.

Después de estudiar brevemente su trabajo, empujó el papel sobre la mesa hacia Marissa.

—Hay algo que se nos pasó por alto —indicó—. No acabo de ver claro todo esto.

Marissa examinó los gráficos trazados por Wendy, y tampoco ella le encontró sentido. Ver cómo esas curvas supuestamente relacionadas iban en direcciones contrarias parecía una contradicción.

Lo más absurdo es que no pueden falsear las estadísticas —explicó Wendy—. Si las estuvieran manipulando, es obvio que no habrían permitido que el índice de éxitos por ciclo descendiera. No serían tan estúpidos como para hacer eso.

—No lo entiendo —insistió Marissa.

Le devolvió los gráficos a Wendy, que dobló los papeles y se los metió en la cartera.

—Dejémoslo para mañana y no pensemos más en el asunto —sugirió Wendy.

—Quizá tendríamos que regresar a la FCA y preguntarle al doctor Lester —propuso Marissa—. Pero primero veamos si nuestro Tristan Williams ha escrito más trabajos.

Después de devolver a su lugar todos los artículos de la FCA publicados en revistas, Marissa y Wendy se encaminaron a las terminales de ordenador que la señora Pierce les había mostrado. Wendy se instaló frente a una mientras Marissa se inclinaba por encima de su hombro. Sin mucha dificultad, Wendy consiguió que el ordenador realizara una búsqueda de todos los artículos escritos por Tristan Williams. Una vez que oprimió la tecla de ejecución, el ordenador tardó sólo unos segundos en mostrar en pantalla el resultado de la búsqueda.

Tristan Williams sólo tenía un artículo publicado, justamente el que ellas conocían.

—Eso es lo que yo llamo un tipo investigador —comentó.

—Me parece que te quedas corta —replicó Marissa—. Empiezo a sentirme desalentada. ¿Alguna sugerencia?

—Desde luego que sí —respondió Wendy—. Vayamos a almorzar.

Después de pedir consejo en el mostrador de información, fueron a la cafetería y compraron emparedados. Se los llevaron afuera y se instalaron en un banco debajo de un precioso árbol en flor de una especie que ninguna reconocía.

—¿Crees que de veras vale la pena tratar de encontrar a ese tal Williams? —preguntó Wendy entre bocado y bocado—. Después de todo, es posible que no valore nuestra búsqueda.

Parece que los hechos reflejados en su único trabajo fueron obra suya.

—Supongo que, a estas alturas, lo que me mueve es pura curiosidad —reconoció Marissa—. Tal vez deberíamos hacer un intento más. Llamemos a la Sociedad de Patología y preguntemos por él. Si no saben nada o si nos dicen que está en algún lugar remoto como Perth, nos daremos por vencidas. Esto empieza a parecerse a una persecución absurda.

—¡Y entonces sí que empezaremos a divertirnos! —exclamó Wendy.

—De acuerdo —asintió Marissa.

Cuando terminaron de comer regresaron a la biblioteca y consultaron la publicación de la Sociedad de Patología en busca de la dirección y el número de teléfono público que había en la biblioteca. Contestó una telefonista jovial.

Cuando Marissa le informó del motivo de su llamada, pasó la comunicación a Marissa con una administradora llamada Shirley MeGovern.

—Lo siento muchísimo —repuso la señora MeGovern cuando Marissa repitió su pregunta—. Es norma de esta institución no proporcionar información sobre sus miembros.

—Entiendo —repuso Marissa—. Pero quizá puede decirme si es miembro de la sociedad.

La línea enmudeció por un instante.

—He venido desde Norteamérica —agregó Marissa—. Somos viejos amigos…

—Bueno… —replicó la señora MeGovern—, supongo que no hay problema en que le informe de que ya no es miembro de nuestra sociedad. Pero aparte de eso, no puedo decirle más.

Marissa colgó el auricular y le contó a Wendy lo poco que había averiguado.

—Aunque reconoció que había sido miembro de esa sociedad —añadió Marissa.

—Supongo que eso corrobora la historia del doctor Lester —repuso Wendy—. Terminemos ya con la búsqueda de ese sinvergüenza. Cuanto más pienso que publicó un trabajo ficticio, menos ganas tengo de hablar con él. Vayamos a bucear.

—Te propongo un trato —dijo Marissa—. Mientras estamos en el campus de la Facultad de Medicina, busquemos el departamento de antiguos alumnos y averigüemos si estudió aquí; si se parece a las nuestras, seguro que tendrán su última dirección para poder pedirle dinero. Si no lo conocen, nos daremos por vencidas.

—Trato hecho —aceptó Wendy.

El departamento de antiguos alumnos se encontraba en el primer piso del edificio principal de administración.

Era un lugar pequeño, en el que sólo trabajaban tres personas.

El director, un tal Alex Hammersmith, se mostró cordial y deseoso de ayudarlas.

—El nombre no me resulta conocido —explicó, en respuesta a la pregunta de ellas—, pero miraré en nuestra lista principal.

Encima del escritorio tenía una terminal de ordenador, en la que tecleó el nombre de Tristan Williams.

—¿Cómo es que lo conocen? —preguntó, mientras introducía la orden de búsqueda en el ordenador.

—Es un viejo amigo —repuso evasiva Marissa—. Venimos a Australia casi sin planearlo de antemano, y después decidimos tratar de localizarlo para saludarlo.

—Ciertamente —convino el señor Hammersmith mientras observaba el monitor—. Aquí lo tenemos.

Sí, el señor Tristan Williams salió de aquí en 1979.

—¿Por casualidad tiene su dirección actual? —preguntó Marissa.

Era la pista más alentadora que habían conseguido en el día.

—Sólo su dirección de trabajo —respondió el señor Hammersmith—. ¿Quieren que se la dé?

—Si fuese tan amable —dijo Marissa mientras le pedía a Wendy que le diera un trozo de papel.

Wendy le entregó otra hoja de papel milimetrado que sacó de la cartera.

—El doctor Williams está bastante cerca —siguió el señor Hammersmith—. A apenas algunas manzanas de distancia, en la clínica FCA. Se puede ir a pie.

Marissa suspiró. Le devolvió el papel a Wendy, junto con el lápiz.

—Ya hemos estado ahí —indicó—. Nos dijeron que se había marchado hacía dos años.

—¡Caramba! —exclamó el señor Hammersmith—. Lo lamento muchísimo. Tratamos de tener al día nuestros archivos, pero no siempre lo conseguimos.

—Gracias por su ayuda —le dijo Marissa y se puso de pie—. Supongo que Tristan y yo estamos destinados a no encontrar nos nunca.

—Verdaderamente terrible —replicó el señor Hammersmith—. Pero aguarden un momento. Déjenme intentar otra cosa.

Volvió a sentarse frente al monitor y comenzó algo en el teclado.

—¡Aquí lo tenemos! —exclamó con una sonrisa—. He revisado el registro de la facultad correspondiente al año de graduación, I979. Entre el personal tenemos tres personas licenciadas ese año. Mi consejo es que les pregunten a ellos sobre Tristan Williams. Estoy seguro de que alguno sabrá dónde esta.

Escribió los nombres de la facultad y sus respectivos departamentos y entregó la hoja a Marissa.

—Yo empezaría por el primero de la lista —sugirió el señor Hammersmith—. Durante un tiempo fue secretario del periódico de los antiguos alumnos. Trabaja en el departamento de anatomía, que está en el edificio justo frente a éste.

Si después de hablar con él y con los otros no han podido dar con Williams, vuelvan aquí. Tengo un par de ideas más que valdría la pena probar. Podría, por ejemplo, ponerme en con tacto con la Comisión de Seguros de Salud de Canberra, seguro que ellos tienen su dirección. Y, por supuesto, está también la Asociación Médica Australiana. Creo que tienen un banco de datos de todos los médicos, sean o no miembros de la asociación. Además de eso, está la Junta de Licencias del Estado. En realidad hay muchas formas de seguirle la pista.

—Ha sido usted muy amable —le felicitó Marissa.

—Buena suerte —dijo el señor Hammersmith—. A los australianos nos encanta que vengan a visitamos. Sería una pena que no se encontraran después de realizar un viaje tan largo.

Cuando estuvieron fuera del departamento de antiguos alumnos, Marissa detuvo a Wendy en la escalera.

—¿No te importa que sigamos esta pista? —preguntó—. Sé que supera un poco el trato que hicimos.

—Ya que estamos aquí —contestó Wendy—, hagamos la prueba.

Marissa y Wendy no tuvieron problemas en encontrar el departamento de anatomía, donde preguntaron por el doctor Lawrence Spenser.

—Segundo piso —indicó una secretaria—. Anatomía general.

Suele estar en el laboratorio por las tardes.

Mientras subían por la escalera, Wendy señaló:

—El olor de este lugar comienza a despertar en mí malos recuerdos de mi época en la facultad. ¿Te gustó anatomía general en primer año?

—Más o menos —respondió Marissa.

—Yo detestaba esa asignatura —explicó Wendy—. El olor… Durante tres meses no pude sacármelo del pelo.

La puerta que conducía a la sala de anatomía general estaba entreabierta. Las mujeres escudriñaron por la abertura.

Había unas veinte mesas sobre las que descansaban voluminosas fundas de plástico. Hacia el fondo se veía a un único individuo, con delantal y guantes de goma. En aquel momento les daba la espalda.

—¡Perdón! —gritó Marissa—. Estamos buscando a Lawrence Spenser.

Comparado con la gente que Marissa y Wendy habían estado viendo, parecía pálido.

—Lo han encontrado —afirmó el hombre con una sonrisa ¿Qué puedo hacer por ustedes?

—Nos gustaría formularle algunas preguntas —contestó Marissa en voz muy alta para que la oyera.

—Bueno, es un poco difícil conversar a esta distancia —dijo Spenser—. Entren.

Marissa y Wendy entraron y se abrieron paso entre las mesas cubiertas. Las dos mujeres sabían perfectamente que aquellas fundas de plástico ocultaban cadáveres. Wendy trató de respirar por la boca para no sentir tanto el olor a formol.

—Bienvenidas a anatomía general —saludó Spenser—. Me temo que no suelo recibir muchas visitas.

Wendy retrocedió al ver sobre qué estaba trabajando Spenser. Era el torso de un cadáver, seccionado a nivel del ombligo.

Tenía los ojos entreabiertos, la boca también abierta apenas en una mueca siniestra que mostraba los extremos de unos dientes amarillentos. La piel de la mejilla izquierda había sido disecada y revelaba el recorrido del músculo facial.

Al seguir la mirada de Wendy, Spenser indicó:

—Lamento la presencia de Archibald. Últimamente no se ha encontrado muy bien.

—Venimos de la oficina de antiguos alumnos —explicó Marissa.

—Lo siento —dijo Wendy, interrumpiéndola—. Creo que esperaré afuera.

Se dio media vuelta y echó a andar hacia el vestíbulo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Marissa.

—Estaré muy bien —repuso Wendy y movió la mano—. Tómate tu tiempo; te esperaré fuera.

Marissa se dirigió a Spenser y alegó:

—La anatomía nunca fue su asignatura predilecta.

—Lo lamento —se excusó Spenser—. Cuando uno hace esto todos los días, olvida el efecto que puede causar a los demás.

—Volviendo a lo que le decía —prosiguió Marissa—. Estuvimos hablando con el señor Hammersmith y nos dio su nombre. Somos doctoras en Estados Unidos. Estamos buscando a Tristan Williams. El señor Hammersmith explicó que quizá lo conociese usted porque se licenciaron juntos.

—Por supuesto que conozco a Tris —repuso Spenser—. De hecho, hablé con él hace alrededor de seis meses. ¿Por qué lo buscan?

—Somos viejos amigos —contestó Marissa—. Y como estábamos en Brisbane queríamos saludarlo. Pero nos dijeron que ya no trabaja en la FCA.

—Y no se fue precisamente en las circunstancias más favorables —siguió Spenser—. El pobre Tris ha pasado por momentos difíciles, pero ahora las cosas le van mejor. Creo que, en realidad, se siente bastante feliz donde está.

—¿Sigue en la zona de Brisbane? —preguntó Marissa.

—¡Diablos, no! —respondió Spenser—. Está en Nunca Jamás.

—¿Nunca Jamás? —preguntó Marissa—. ¿Es una ciudad?

Spenser se rió con ganas.

—En absoluto —replicó—. Es una expresión australiana que se refiere a las llanuras áridas del interior de Australia. Tris trabaja como médico general en el Servicio Médico Aéreo, en las afueras de Charleville.

—¿Queda lejos de aquí? —preguntó Marissa.

—En Australia todo queda lejos —contestó Spenser—. Es un país grande y la mayor parte de su territorio parece un desierto. Charleville queda a más de seiscientos kilómetros de Brisbane. Desde allí, Tris vuela a Betoota Hotel, Windorah, Cunnamulla, y lugares así, olvidados de la mano de Dios, para visitar establecimientos ganaderos aislados. Tengo entendido que permanece fuera varias semanas cada vez. Hace falta un hombre especial para esa clase de trabajo. Confieso que lo admiro. Yo no podría hacerlo, sobre todo después de vivir en la ciudad.

—¿Es difícil llegar allá? —preguntó Marissa.

—No es difícil llegar a Charleville —respondió Spenser—. Hay un camino asfaltado que llega allí. Y también es posible ir en avión. Pero más allá de Charleville el camino se deteriorado.

—Gracias por brindarme su tiempo —replicó Marissa Aprecio muchísimo su ayuda.

En realidad, se sentía deprimida por la información recibida. Todo parecía indicar que cuanto más cerca estaba de averiguar algo sobre Tristan Williams, más se alejaba él.

—Me complace haberle servido de algo —se alegró Spenser—. Si yo fuera usted, me olvidaría de esa zona y de Tris.

En cambio, me iría hacia la Costa del Oro y disfrutaría de sus playas, como hacen los australianos. No se sabe lo que significa la desolación hasta que se ha visto algo de la llanura desértica australiana.

Después de intercambiar unas despedidas, Marissa salió de la sala. Encontró a Wendy sentada en la escalinata delantera del edificio.

—¿Estás bien? —preguntó Marissa, sentándose junto a su amiga.

—Ahora sí —contestó Wendy—. Siento haberte abandonado. Quién diría que a estas alturas no podría soportarlo.

—Me alegra que hayas tenido sentido común para irte —reconoció Marissa—. Y lamento haberte obligado a eso. Pero hemos encontrado a Tristan Williams.

—¡Eureka! —exclamó Wendy—. ¿Está cerca?

—Todo es relativo —respondió Marissa—. No está en Perth, sino en alguna parte de la zona desértica del interior del país. Al parecer ha abandonado la patología, o la patología lo ha abandonado a él. Trabaja como clínico y va en avión a establecimientos ganaderos aislados.

—Suena romántico para alguien que falsificó datos para un artículo publicado en una revista médica.

Marissa asintió.

—Su lugar de residencia es una ciudad llamada Charleville, que queda a más de seiscientos kilómetros de aquí. Pero a veces se ausenta semanas enteras. Creo que sería muy difícil seguirle la pista. ¿Qué opinas tú?

—Me parece demasiado esfuerzo para un resultado dudoso. Pero pensémoslo mejor. Mientras tanto, nos merecemos un nos sentiremos más entusiastas.

—Muy bien —asintió Marissa poniéndose en pie—. Has sido muy paciente conmigo. Vamos a ver cuán imponente es la Barrera de Arrecifes.

Cogieron un taxi frente al edificio de la administración y regresaron al hotel. Allí recogieron sus cheques de viaje y acudieron a la agencia que Wendy había visitado el día anterior.

No hubo problema en conseguir transporte en avión para el día siguiente, aunque fuera fin de semana. Pudieron reservar una habitación en el Hamilton Island Resort. El agente incluso llamó por teléfono al hotel para asegurarse de que les darían una habitación con vistas al mar.

—¿Cuál es la mejor manera de organizar un día de buceo? —preguntó Wendy cuando el agente terminó de hablar por teléfono.

—Pueden dejar que el hotel les arregle la excursión —explicó el agente—. Eso es lo más sencillo. Pero si quieren que les diga la verdad, yo esperaría hasta llegar allá y encontrar el barco que les guste. Es una dársena bastante grande, y hay muchos barcos para buceo y pesca. Es temporada baja, así que podrán regatear. Opino que conseguirán mejor trato.

Wendy cogió los pasajes y los folletos.

—Suena fantástico —exclamó—. Gracias por su ayuda.

—Encantado de poder ayudarlas —replicó el agente—. Pero hay algo que debo advertirles.

El corazón de Marissa pareció detenerse un instante. Ya le preocupaba bastante el hecho de bucear en profundidades desconocidas.

—¿De qué se trata? —preguntó Wendy.

—El sol —explicó el agente de viajes—. Asegúrense de untarse con muchos bronceadores.

Marissa se echó a reír.

—Gracias por la advertencia —repuso Wendy.

Cogió a Marissa del brazo y se encaminó hacia la puerta.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó el agente, dirigiéndose al siguiente cliente.

Era un individuo australiano de tez correosa. Había estado hojeando los folletos para excursiones a Europa de un exhibidor colocado a la derecha del escritorio del agente, mientras las mujeres norteamericanas hacían sus planes.

Cuando ellas entraron en la agencia, pensó que los tres iban juntos.

—Necesito dos pasajes de ida y vuelta a la isla Hamilton. A nombre de Edmund Stewart y Willy Tong.

—¿Quiere que les haga reservas en algún hotel? —preguntó el agente.

—No, gracias —respondió Ned—. Nosotros nos ocuparemos de eso cuando lleguemos allá.