2 DE ABRIL DE 1990 9.35 a.m.
Aunque ella y Wendy habían hablado por teléfono a primera hora del domingo, Marissa no vio de nuevo a su amiga hasta el lunes por la mañana en el juzgado. Cuando ella y Robert entraron en la sala, vieron a Wendy, Gustave y al abogado sentados en los bancos de la izquierda. Robert trató de llevar a Marissa a una hilera vacía en la derecha, pero ella se resistió y se quedó al lado de su amiga.
Wendy tenía un aspecto desastroso. Miraba fijamente hacia delante como si estuviera en trance. Tenía los ojos irritados, bordeados por una aureola rojiza alrededor y hundidos.
Era obvio que había estado llorando, probablemente mucho.
Marissa le rozó el hombro y susurró su nombre. Al ver a Marissa, nuevas lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
—¿Qué te pasa? —preguntó Marissa.
Wendy parecía más turbada de lo que cabía esperar. Trató de hablar pero no pudo. Lo único que logró hacer fue sacudir la cabeza. Marissa la sujetó por un brazo y la obligó a levantarse de su asiento. Juntas caminaron por entre el gentío y salieron de la sala.
Al ver un lavabo para damas, Marissa llevó hasta allí a su amiga.
—¿Qué ocurre? —preguntó Marissa—. ¿Es algún problema entre Gustave y tú?
Wendy volvió a sacudir la cabeza y gimoteó. Marissa la sacudió con fuerza.
Wendy meneó la cabeza.
—Es por el análisis de sangre —respondió al fin—. Me lo hicieron el sábado. No estoy embarazada.
—Pero no fue más que la primera prueba —replicó Marissa—. Tendrán que hacerte otro para comprobar cómo aumentan las hormonas.
Trataba de mostrarse optimista, pero sabía que si Wendy creía no estar embarazada, entonces lo más probable era que no lo estuviera. La novedad fue como un jarro de agua fría para Marissa. Justo aquella mañana, antes de ir al juzgado, Marissa se había detenido en el Memorial para que le extrajeran sangre para esa misma prueba.
—El nivel de hormonas estaba tan bajo —sollozó Wendy que no puedo estar embarazada. Lo sé.
—Lo siento mucho —replicó Marissa.
—¿Crees que lo ocurrido el viernes por la noche en la clínica puede haber afectado al implante? —preguntó Wendy.
—¡Oh, no! —respondió Marissa, aunque en su mente flotaba el mismo espantoso pensamiento.
—Perdón —dijo una mujer de minifalda ajustada que mascaba chiclé—. ¿Alguna de ustedes es la doctora Blumenthal?
—Soy yo —repuso Marissa con sorpresa.
La mujer movió un pulgar sobre su hombro.
—Su marido espera fuera. Quiere que vaya en seguida.
—Deben de estar a punto de empezar la vista —arguyó Marissa—. Tenemos que volver allí.
—Ya lo sé —repuso Wendy sin dejar de llorar.
Cogió un pañuelo de papel que le dio Marissa y se secó los ojos.
—Estoy hecha un adefesio —alegó—. Tengo miedo de mirarme al espejo.
—Estás muy bien —mintió Marissa.
Las dos mujeres salieron juntas del lavabo. Robert estaba afuera en jarras.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó con exasperación después de mirar a Wendy—. Supongo que entiendes que debes estar en la sala del juzgado cuando anuncien vuestra causa.
Marissa le contesto en voz baja y en tono exageradamente cortés:
—Mira, sé que te costará entenderlo, pero Wendy esta muy apenada porque su último implante de embriones no ha tenido éxito. Para nosotras, eso es tan malo y real como un aborto espontáneo.
Robert puso los ojos en blanco.
—Vamos —añadió—. Que se lo diga a su psicólogo. No permitiré que lo arriesguéis todo por no estar presentes cuando se inicie el proceso.
Pese a la preocupación de Robert, Marissa y Wendy no fueron convocadas en los siguientes treinta minutos.
Mientras aguardaban muy nerviosas, el señor Freeborn les explicó que las causas se veían en el orden en que la autoridad que había practicado el arresto terminaba con el papeleo. Así que tuvieron que esperar un poco mientras un desfile de personajes eran acusados de una variedad de cargos: homicidio, robo, intento de violación, tráfico de drogas, conducción de un vehículo bajo la influencia del alcohol, traficar con mercancías robadas, asalto y agresión.
Finalmente, a las diez y veinte el secretario anunció:
—Causas 9045CR-987 y 988, el Estado contra Blumenthal Buchanan y Wilson Anderson.
—Esos somos nosotros —explicó el señor Freeborn, poniéndose en pie e indicando a Marissa que lo imitara.
Marissa vio que al otro lado del pasillo, Wendy y su abogado se ponían también de pie. Era un hombre alto y flaco, y las mangas de su chaqueta eran demasiado cortas, lo cual hacía que sus brazos y sus manos huesudas parecieran insólitamente largos.
Los cuatro avanzaron hasta un lugar junto al estrado.
El juez Burano parecía distraído. Siguió examinando el montón de papeles desplegados frente a él. Era un hombre corpulento de unos sesenta o setenta años, con una cara llena de arrugas que lo hacían parecerse a un buIldog. En la punta de su ancha nariz tenía puestas unas gafas para leer.
El secretario carraspeó, y después leyó en voz alta y clara para que todos lo oyeran: Estado de Massachusetts la acusa de robo y violación de propiedad privada. ¿Cómo se declara usted?
—La señora Marissa Blumenthal Buchanan se declara inocente —replicó Freeborn con voz autoritaria.
—Marissa Blumenthal Buchanan, por medio de este acto el Estado de Massachusetts la acusa de entrar ilegalmente en una propiedad privada —siguió diciendo el secretario con voz monótona.
Y así, continuó recitando la lista completa de acusaciones, y en cada ocasión Freeborn volvió a repetir que la acusada se declaraba inocente.
Cuando terminaron de leer los cargos contra Marissa y fueron registrados con sus declaraciones, el secretario repitió un proceso idéntico con Wendy.
En aquel momento, una mujer que Marissa supuso que sería la secretaria adjunta del fiscal del distrito, se puso en pie. Con varios folios en la mano, se dirigió al tribunal.
—Señoría, el Estado solicita la confirmación de la fianza fijada previamente por la pieza de instrucción en estos dos casos. Se trata de acusaciones muy graves, y en nuestra opinión se produjeron daños significativos a la propiedad en la clínica en cuestión.
—Señoría, con su permiso —replicó Freeborn—. Mi clienta, la doctora Blumenthal Buchanan, es una conocida doctora de nuestro Estado que ha recibido reconocimiento nacional por su trabajo. Estoy convencido de que debería ser puesta en libertad en virtud de sus antecedentes. Quisiera presentar la solicitud de que se suprima la fianza solicitada por la magistrado.
—Señoría —añadió el abogado de Wendy—, quisiera hacerme eco de la moción de mi estimado colega. Mi clienta, la doctora Wendy Wilson-Anderson, pertenece a la plantilla del renombrado Hospital de Oftalmología y Otorrinolaringología de Massachusetts, en calidad de oftalmóloga. Y es también propietaria de bienes inmuebles en este Estado.
Por primera vez desde que Marissa y Wendy se habían acercado al estrado, el juez las miró. Contempló con frialdad al grupo que se hallaba ante él.
—Se fija la fianza en 5000 dólares por cada una de las acusadas —dijo.
En aquel momento, un hombre bien vestido se acercó a la mesa de la fiscalía. Tocó a la fiscal adjunta en el hombro y habló con ella un buen rato. Cuando la conversación terminó, la mujer se puso a conferenciar con sus dos colegas.
—Fijamos la fecha de una audiencia previa al juicio para el 8 de mayo de I990 —manifestó el secretario.
—Con la venia —añadió la fiscal adjunta, acercándose una vez más al estrado—. Se ha producido una novedad en esta causa. El señor Brian Pearson quisiera dirigirse a este tribunal.
—¿Y quién es el señor Brian Pearson? —preguntó el juez Burano.
—Soy asesor de la Clínica de la Mujer, señoría —explicó el señor Pearson—. Estaba en la clínica en el momento en que las acusadas realizaron los supuestos delitos. El doctor Wingate, director de la clínica en cuestión, me ha instruido para que presente una solicitud al tribunal respecto a este asunto. aunque no justifica de ninguna manera la conducta de las acusadas, la clínica no desea continuar con las acusaciones, siempre y cuando las acusadas reconozcan su responsabilidad en los hechos y den su palabra de que, en el futuro, respetarán la propiedad de la clínica y pagarán una compensación suficiente para reparar los daños causados por sus actos.
—Esto es completamente inusual —alegó el juez Burano.
Carraspeó. Dirigiéndose a la fiscal adjunta, preguntó:
—¿Cuál es la posición del Estado con respecto a esta petición?
—Nada que objetar, señoría —repuso la fiscal adjunta—. Si la clínica no quiere proseguir con el proceso, el Estado no insistirá en ello.
—Bueno, esto sí que es curioso —manifestó el juez, volviendo a centrar su atención en Marissa y Wendy—. Nolle prosequi! Ciertamente, es la primera vez que sucede en mi juzgado. Pero si nadie quiere entablar juicio, entonces me toca a mí dar por terminada la causa. Pero, antes de hacerlo, quisiera expresar mi opinión.
El juez Burano se echó hacia delante y observó con atención a las mujeres.
—No hay dudas de que ustedes dos han actuado con notoria irresponsabilidad, sobre todo si se tiene en cuenta que ambas son facultativas. Desde luego que no apruebo semejante falta de respeto hacia la ley y la propiedad privada. Se levanta la sesión, pero ustedes dos deberían sentirse en deuda con la Clínica de la Mujer por su generosidad.
Marissa sintió un tirón en el brazo. Miró al señor Freeborn, que le hacía señas de que se fuera. El secretario del juzgado ya anunciaba la presentación de otra causa judicial.
Confundida pero feliz al ser conducida fuera de la sala del juzgado, Marissa aguardó para hablar a que hubieran llegado al pasillo lleno del humo de los cigarrillos de los allí presentes. Robert estaba justo detrás de ella, seguido por Wendy y Gustave.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Marissa.
—Muy sencillo —explicó Freeborn—. Tal como dijo el juez, los de la clínica decidieron mostrarse generosos y no presentar cargos. La fiscal adjunta lo aceptó. Por supuesto, tendremos que negociar la «razonable compensación».
—Pero, aparte de eso, ¿todo ha terminado? —preguntó Marissa.
Era la primera buena noticia que recibía en meses.
—Así es —respondió Freeborn.
Wendy rodeó a Marissa con los brazos y le dio un gran abrazo. Marissa le palmeó la espalda.
—Te llamaré —le susurró Marissa al oído.
Aunque las acusaciones habían sido retiradas, Marissa sabía que Wendy seguiría deprimida.
Wendy asintió, y después se marchó con Gustave y su abogado.
Robert conversó algunos minutos más con el señor Freeborn. Después, los dos se estrecharon las manos y Robert escoltó a Marissa hasta el coche.
—Habéis tenido mucha suerte —le dijo Robert a Marissa cuando se mezclaban con el tráfico de la autopista Monsignor O'Brien—. George jamás había oído algo así. Tengo que reconocer que los de la clínica se han mostrado muy generosos.
—Solo se trata de un truco para cubrirse —espetó Marissa.
Robert la miró como si no la hubiera oído.
—¿Qué?
—Ya me has oído —subrayó Marissa—. Ha sido una treta muy hábil para evitar que el público se entere de los animales que emplean como guardias de seguridad. También ha sido un truco inteligente para obligarnos a abandonar nuestra investigación de este caso de tuberculosis, quizá también relacionado con la muerte de Rebecca Ziegler.
—¡Marissa! —gimió Robert.
—El juez no conoce ninguno de los otros detalles —alegó Marissa—. No tiene idea de las dimensiones de este caso.
Robert golpeó el volante con el puño.
—¡No creo que pueda seguir aguantándolo!
—¡Frena el coche! —exclamó Marissa.
—¿Qué?
—Quiero que te detengas a un lado.
—¿Te encuentras mal? —preguntó Robert.
—Hazlo.
Robert miró por encima del hombro y frenó en la salida que conducía frente al Museo de la Ciencia.
Marissa abrió la portezuela, salió y cerró de un portazo.
Echó a andar. Confundido, Robert bajó el cristal de su ventanilla y la llamó.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó.
—Estoy caminando —respondió Marissa—. Necesito estar sola. Me estás volviendo loca.
—¿Yo te estoy volviendo loca? —preguntó Robert con incredulidad.
Por un momento se mostró indeciso. Después, farfulló:
—¡Dios mío!
Subió de nuevo la ventanilla y partió sin mirar hacia atrás.
Con las manos hundidas en los bolsillos del impermeable, Marissa caminó por la explanada que bordeaba el río Charles.
Era otro día nublado. El color del río era gris acero, y una serie de charcos punteaba el paseo.
Marissa caminó hasta el auditorio Arthur Fiedler y después cruzó hacia la calle Arlington. En la esquina de Arlington y Tington para acudir a su clínica pediátrica.
Marissa entró en el edificio por una puerta trasera porque no tenía ganas de hablar con nadie. Con esfuerzo, subió por la escalera de incendio, y después se escabulló por varios gabinetes de examen hasta llegar a su consultorio. Cerró la puerta y no se molestó en encender la luz. Confiaba en que nadie supiera que estaba allí y, como se sentía muy deprimida, quería dejar las cosas de ese modo.
Tampoco se molestó en recoger los mensajes que había para ella por miedo de que ya la hubieran llamado para darle los resultados de la última prueba de embarazo. En cambio, se quedó sentada y pensativa frente a su escritorio. Jamás se había sentido tan aislada y sola. A excepción de Wendy, no tenía nadie con quien hablar.
Al cabo de una hora, comenzó a barajar la idea de atender a algunos pacientes para dejar de pensar en sus problemas, pero en seguida comprendió que estaba demasiado trastornada para concentrarse.
No podía pensar en otra cosa que en la Clínica de la Mujer.
Cuando sonó el teléfono, levantó el auricular antes de que dejara de sonar la primera llamada.
—Dígame —dijo.
—¿La doctora Blumenthal? —preguntó una voz de mujer.
—Sí —replicó Marissa.
—Le hablo desde el laboratorio del Memorial —prosiguió la mujer—. Tenemos su nivel beta humano de gonadotrofina coriónica. Es de sólo dos mg/ml. Si usted lo desea, podemos efectuarle otro análisis dentro de veinticuatro o treinta y seis horas, pero las perspectivas no son buenas.
—Gracias —repuso Marissa con voz monótona. Escribió los valores y después colgó.
Era exactamente como se temía: un resultado idéntico al de Wendy. ¡No estaba embarazada!
Por un momento, Marissa se quedó mirando la cifra que había escrito en el bloc de notas. Después su visión se nubló con lágrimas de congoja. Estaba tan cansada de todo…
Se puso a pensar en Rebecca Ziegler y en las causas que habían llevado a esa mujer al suicidio…, si es que se había tratado de un suicidio.
De pronto, el teléfono volvió a sonar. Marissa tomó en seguida el auricular con la absurda esperanza de que la llamada fuera del laboratorio del Memorial para decirle que habían cometido un error. ¿Podría ser que, después de todo, estuviera embarazada?
—Dígame —dijo Marissa.
—La operadora me ha dicho que estaba aquí —explicó la recepcionista—. Tiene una visita en la recepción principal. ¿Debo…?
—No puedo ver a nadie —la interrumpió Marissa, y colgó.
Casi en seguida volvió a sonar el teléfono. Esta vez no le prestó atención. Después de llamar nueve veces, enmudeció.
Algunos minutos después se oyó un golpe en la puerta.
Marissa no se movió. Llamaron de nuevo, pero ella no contestó, esperando que quienquiera que fuese se marchase.
En cambio, vio que el pomo de la puerta comenzaba a girar.
Marissa miró la puerta que se abría, lista para increpar al que se atrevía a molestarla. Pero al ver la majestuosa figura del doctor Frederick Houser en el umbral de la puerta, se dulcificó.
—¿Le pasa algo, Marissa? —preguntó el doctor Houser.
En la mano llevaba sus gafas de montura metálica.
—Un par de problemas personales —contestó Marissa—. Estaré bien en un momento… Gracias por preocuparse.
Sin dejarse amilanar, el doctor Houser entró en la habitación. Marissa vio que lo acompañaba alguien. Con cierta sorpresa, reconoció en seguida a Cyrill Dubchek.
—Espero no molestar —dijo Cyrill.
Turbada, Marissa se puso de pie y se pasó la mano por el pelo.
—El doctor Dubchek me ha dicho que trabajaron juntos en el CCE, el Centro para el Control de Enfermedades —explicó el doctor Houser—. Cuando la recepcionista me llamó para informarme de que usted no recibía visitas, pensé que había llegado el momento de intervenir. Espero haber hecho lo correcto.
—¡Oh claro! No tenia idea que era el doctor Dubchek —dijo Marissa— Cyrill, lo lamento mucho. Ven, siéntate.
Marissa señaló una silla vacía. Hacía varios años que no veía a Cyrill, y él no había cambiado nada. Como de costumbre, vestía impecablemente, más apuesto que nunca.
Al pensar en su propio aspecto, Marissa se sintió muy cohibida. Sabía que debía de tener una cara tan terrible como sus sentimientos, sobre todo después de sus recientes accesos de llanto.
—Bien. Regresaré a mi despacho —concluyó el doctor Houser con gran tacto.
Acto seguido, se fue y cerró la puerta.
—Houser me ha explicado que lo has pasado bastante mal con el tratamiento para la infertilidad —empezó Cyrill.
—Ha sido mucha tensión —reconoció Marissa y se desplomó en su sillón frente al escritorio—. Hace un momento me he enterado de que la última implantación de embriones no ha tenido éxito. Así que me temo que he estado llorando… de nuevo. En los últimos meses creo haber superado con creces mi cuota de lágrimas.
—No sabes cuánto lo lamento —repuso Cyrill—. Ojalá existiera alguna manera de ayudarte. Pero estás muy guapa.
—¡Por favor! —exclamó Marissa—. No me mires. No quiero ni imaginar la facha que tengo.
—Es bastante difícil mantener una conversación contigo sin mirarte —siguió Cyrill con una sonrisa de comprensión—. Aunque es cierto que se te nota que has estado llorando, para mí estás tan bonita como siempre.
—Será mejor que cambiemos de tema —repuso Marissa.
—Entonces te diré por qué pasé por aquí —explicó Cyrill—. Tenía que viajar en avión por otros asuntos; pero esta mañana, a primera hora, una de las personas que trabajan en bacteriología se presentó en mi consultorio con la novedad de que se ha descubierto otra zona concentrada de casos de salpingitis tuberculosa como los que te interesan.
—¿Ah, sí?
—La localización me sorprendió —continuó Cyrill—. ¿Te animas a adivinarlo?
—No creo tener la fuerza mental suficiente —manifestó Marissa.
—En Brisbane —precisó Cyrill.
—¿Australia?
—Sí. Brisbane, Australia. Es parte de lo que allá denominan la Costa de Oro.
—Ni siquiera estoy segura de en qué parte de Australia está Brisbane —confesó Marissa.
—Está en Queensland, en la costa este —explicó Cyrill—. Estuve allí en una ocasión. Una ciudad encantadora. Un clima espléndido, muchos nuevos rascacielos a lo largo de la playa, al sur de la ciudad. Es una zona de gran atractivo.
—¿A alguien se le ha ocurrido por qué existe allí una concentración de esa clase? —preguntó Marissa.
En lo que a ella se refería, podría haberse tratado de Tombuctú.
—No —reconoció Cyrill—. Se ha producido un incremento de tuberculosis en general, sobre todo en los países que permiten una inmigración significativa del sudeste asiático. No tengo la menor idea de si la zona de Brisbane ha recibido una cuota excesiva de inmigrantes de esa región. También ha aumentado la tuberculosis aquí, en Estados Unidos, por encima y más allá de lo que cabía esperarse con la inmigración procedente de zonas endémicas; pero creo que eso es consecuencia más de las drogas y del SIDA que de cualquier cambio en la patogénesis de las bacterias. Sea como fuere, aquí tienes un trabajo sobre los casos de Australia.
Cyrill le entregó a Marissa la separata de un artículo aparecido en la Revista Australiana de Enfermedades Infecciosas.
—Al parecer el autor es un patólogo que descubrió veintitrés casos similares a los que tú describiste. Es un trabajo muy interesante.
Marissa hojeó el artículo. Pero le resultaba difícil entusiasmarse: Australia quedaba demasiado lejos.
—El individuo de bacteriología me dijo algo más —prosiguió Cyrill—. Manifestó que había un caso de tuberculosis diseminada en el Memorial. Te lo menciono porque la paciente es una mujer de veintinueve años y pertenece a una familia acomodada, lo que le llamó la atención fue la característica demográfica. Pensé que también podría interesarte a ti. Así que ahí lo tienes.
—Gracias, Cyrill —repuso Marissa y trató de sonreír.
Tuvo miedo de echarse a llorar de nuevo. El hecho de volver a ver a un viejo amigo reanimaba la fragilidad de sus emociones.
Cyrill se quedó otros quince minutos y después insistió en que debía marcharse. Debía estar de regreso en Atlanta aquella misma noche.
Después de la partida de Cyrill, Marissa volvió a deprimirse.
Se quedó sentada mucho tiempo detrás de su escritorio sin hacer nada. Al menos no lloró. Pero no hizo otra cosa que mirar por la ventana. En determinado momento, comenzó a pensar en la información que Cyrill le había dado. Miró el artículo de la revista médica. Lo leería más tarde.
Mientras tanto, había cosas que debía hacer. Reunió coraje, se puso de pie, se puso el abrigo y se obligó a ir al Memorial.
La paciente, Evelyn Welles, se encontraba aislada en terapia intensiva, con una historia clínica que reflejaba lo difícil de su caso: pesaba muy poco. A Marissa no le costó mucho encontrar a la paciente. Tampoco tuvo problemas para encontrar al residente a cargo del caso. Era un neoyorquino menudo, de mirada intensa y tics nerviosos. Su nombre era Ben Goldman.
—Está muy mal —reconoció Ben en respuesta a la pregunta de Marissa—. Realmente mal. Moribunda. No creo que resista mucho más de un día. Le estamos administrando de todo, pero nada parece hacerle efecto.
—¿Decididamente es tuberculosis? —preguntó Marissa mientras espiaba a través del vidrio del cubículo de terapia intensiva donde se encontraba aislada la mujer. Estaba entubada y con un respirador. Junto a ella, una enfermera con bata especial y mascarilla se encargaba de atenderla. Múltiples guías de perfusión descendían de un grupo de botellas de suero colocadas sobre la cabeza de la paciente.
—Sin ninguna duda —respondió Ben—. Hemos encontrado el bacillo en el estómago, en la sangre, incluso en una biopsia bronquial. Ya lo creo que es tuberculosis.
—¿Alguna idea respecto a la epidemiología del caso? —preguntó Marissa.
—Sí —contestó Ben—. Han aparecido algunos hechos interesantes. Al parecer, la paciente visitó Tailandia hace alrededor de un año y se quedó allí varias semanas. Ese podría ser un factor. Pero, más importante todavía, hemos descubierto un problema de inmunodeficiencia hasta ahora no reconocido.
Los de hemoterapia están trabajando sobre eso. Hasta el momento, se cree que es secundario a una enfermedad indefinida del colágeno. Una combinación del viaje y de su respuesta inmunológica deprimida podría ser la explicación.
—¿Han hablado algo con ella? —preguntó Marissa.
—No —repuso Ben—. Estaba en estado de coma cuando la trajeron. Es probable que tenga algunos abscesos en el cerebro.
No nos pareció que valiera la pena moverla para hacerle una resonancia magnética o una tomografía.
Marissa hojeó distraídamente la gruesa carpeta con la historia clínica. Pese a las explicaciones razonables acerca de la enfermedad de la paciente, tenía el presentimiento de que la tuberculosis de Evelyn Welles podría estar relacionada con los casos de salpingitis tuberculosa. Como sugiriera Dubchek, tal vez se debía a su edad y posición social.
—¿Han obtenido un historial ginecológico de la paciente? —preguntó Marissa.
—No conseguimos muchos datos en ese sentido —reconoció Ben—. En vista de su abrumadora infección, algunas partes del historial son superficiales. Casi todo lo que tenemos lo conseguimos a través del marido.
—¿No saben si alguna vez acudió a la Clínica de la Mujer en Cambridge? —preguntó Marissa.
—No —contestó Ben—. Pero no tengo inconveniente en preguntárselo al marido cuando vuelva. Viene todas las noches alrededor de las diez.
—Si fue atendida en esa clínica, sería fantástico que le pidieran al marido que consiguiera una copia de su historial muestra de sus secreciones vaginales para averiguar si también allí hay bacilos de tuberculosis.
—Por supuesto —aceptó Ben, encogiendo sus delgados hombros.
Marissa le pagó al conductor del taxi desde el asiento trasero, entregándole el dinero a través del panel divisorio de plexiglás. Estaba oscuro y la lluvia era más intensa, así que cuando bajó del vehículo echó a correr para evitar mojarse demasiado.
Una vez en el interior de su casa, se sacó el abrigo húmedo y lo colgó. Evitó pasar por la cocina y fue directamente a su estudio. Aunque no había comido en todo el día, no tenía apetito. Y, pese a estar exhausta, no pensaba irse a dormir. La visita al hospital y el estado de Evelyn Welles había avivado su terror y despertado de nuevo su curiosidad.
—Son casi las nueve —subrayó Robert, sorprendiendo a Marissa con su presencia.
No lo había oído entrar. Estaba de pie junto a la puerta, con ropa de estar por casa y cruzado de brazos. Su tono y la expresión de su semblante reflejaban una irritación que en los últimos tiempos era casi permanente.
—Sé perfectamente qué hora es —contestó Marissa mientras se sentaba y encendía su lámpara de lectura.
—Podrías haberme llamado por teléfono —siguió Robert—. No he tenido noticias tuyas desde que saltaste del coche frente al Museo de la Ciencia. Estaba a punto de llamar a la policía.
—Me conmueve tu preocupación —repuso Marissa.
Sabía que estaba mostrándose agresiva, pero no pudo evitarlo.
—Por si te interesa, no estoy embarazada.
—Supongo que no esperaba que lo estuvieras —replicó Robert encogiéndose de hombros, y su voz sonó menos dura—. Bueno, nadie nos puede acusar de no intentarlo.
lamentablemente, son otros diez mil dólares tirados a la basura.
—¿Tienes apetito? —preguntó Robert—. Yo estoy muerto de hambre. ¿Qué tal si salimos a comer? Quizá nos haga bien. Después de todo, deberíamos celebrar tu victoria legal.
Sé que eso no te compensa por no estar embarazada, pero al menos es algo.
—¿Por qué no te vas solo? —sugirió Marissa.
No estaba con ánimo de celebrar nada. Además, su «victoria legal», como él lo describía, no era más que una astuta artimaña de la clínica para cubrirse las espaldas. También quería replicar contra la referencia a los diez mil dólares.
Pero no tenía fuerzas, ni siquiera para pelear.
—Como quieras —manifestó Robert, y desapareció.
Marissa se puso en pie y cerró la puerta de su estudio.
Algunos minutos después oyó ruidos que le indicaban que Robert estaba en la cocina preparándose algo para comer.
Una parte de Marissa deseó seguirlo. Quizá debería tratar de comunicarse con él. Pero sacudió la cabeza. Nunca lograría hacerle comprender, y mucho menos compartir, su preocupación por la salpingitis tuberculosa. Con un suspiro, Marissa se instaló en un sillón y comenzó a leer el artículo que Cyrill le había dado. Tenía razón; era un artículo excelente.
Los treinta y tres casos de salpingitis tuberculosa habían sido descubiertos en una clínica de Brisbane que parecía similar a la Clínica de la Mujer. El nombre de la institución era Asistencia a la Mujer de Australia (FCA, Female Care Australia).
Igual que los cinco casos que Marissa conocía en Boston, todas las pacientes de la serie australiana tenían una edad que oscilaba entre los veinte y los treinta y cinco años. Eran de clase media y estaban casadas. Todas, excepto una, eran blancas. La excepción era una mujer china de treinta y un años, que recientemente había emigrado de Hong Kong.
El sonido de la campanilla del teléfono le sobresaltó, pero siguió leyendo tras haber decidido que, de todos modos, seguramente era para Robert.
Al proseguir con la lectura, Marissa notó que el diagnóstico se había realizado sólo con la histología de la biopsia de las trompas de Falopio, puesto que no se habían visto ni hecho análisis de sangre descartaban la presencia de hongos y sarcoides.
En el trabajo, su autor presentaba la hipótesis de que el problema surgía a causa del influjo de inmigrantes procedentes del sudeste asiático, pero no analizaba ninguna posible conexión.
—¡Marissa! —gritó Robert—. ¡Te llaman por teléfono! ¡Es Cyrill Dubchek!
Marissa cogió el teléfono.
—Lamento molestarte a esta hora —empezó Cyrill—, pero cuando regresé al CCE obtuve información adicional que tal vez encuentres interesante.
—¿Ah, sí? —repuso Marissa.
—Esos casos de salpingitis tuberculosa no están restringidos a Estados Unidos o Australia —explicó Cyrill—. Han aparecido también en Europa occidental, con la misma pauta de distribución. No hubo agrupamientos como en Brisbane. Al parecer, todavía no se ha informado de la existencia de casos en Sudamérica o en Africa. No sé qué pensar al respecto, pero ya lo sabes: si llego a enterarme de algo más, te llamaré. Has conseguido interesarme. Avísame si desarrollas alguna teoría.
Marissa volvió a agradecerle la llamada y se despidieron.
Esa nueva información era muy interesante. Significaba que la incidencia de salpingitis tuberculosa ya no podía descartarse como accidente estadístico. Ocurría a escala internacional. Y ahora, hasta Cyrill sentía curiosidad. Por un instante, Marissa olvidó su tristeza, su furia y su cansancio.
Analizó las posibilidades. ¿Podría la tuberculosis haber sufrido una mutación y terminado por convertirse en una enfermedad venérea? ¿Se habría transformado en una infección asintomática en el varón, como en algunos casos de clamidia o de micoplasma? ¿Debía insistir en que le hicieran una revisión a Robert? ¿Podría él haberla contraído en alguno de sus muchos viajes de negocios? A Marissa no le gustaba esa línea de pensamiento, pero debía adoptar una actitud científica.
—Lo siento, pero no recibe llamadas telefónicas —contestó Gustave.
—Comprendo —replicó Marissa—. Por favor dile que he llamado y pídele que me llame en cuanto se sienta en condiciones de hacerlo.
—Estoy preocupado por ella —le confió Gustave—. Nunca la he visto tan deprimida. No sé qué hacer.
—¿Crees que querría verme? —preguntó Marissa.
—Quizá —admitió Gustave.
Su tono resultó alentador.
—Voy para allá —añadió Marissa.
—Gracias. De veras que lo aprecio. Y sé que a Wendy le pasará lo mismo.
Marissa cogió su abrigo y fue a buscar su coche al garaje.
Cuando estaba a punto de subir a él, apareció Robert.
—¿Adónde crees que vas a estas horas? —preguntó.
—A casa de Wendy —explicó Marissa, mientras oprimía el interruptor de la puerta automática del garaje.
—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Robert.
—Si tú no lo sabes —repuso Marissa y subió al coche—, dudo que alguien te lo pueda explicar.
Marissa hizo retroceder el vehículo para sacarlo del garaje y cerró la puerta. Después, sacudió la cabeza con desaliento al pensar en lo mucho que se había deteriorado su relación con Robert.
Tardó apenas quince minutos en llegar a la casa victoriana de Wendy. Gustave la esperaba. Abrió la puerta antes de que ella tuviera tiempo de tocar el timbre.
—Te agradezco que hayas venido a estas horas —dijo Gustave y le cogió el abrigo.
—No te preocupes —repuso Marissa—. ¿Dónde está Wendy?
—Arriba, en su dormitorio. Cuando llegues a la parte superior de la escalera, segunda puerta a la derecha. ¿Puedo ofrecerte algo? ¿Café, té?
Marissa negó con la cabeza y subió por la escalera.
Al llegar a la puerta del dormitorio, se detuvo un momento interior. Golpeó con suavidad. Cuando no hubo respuesta, pronunció el nombre de Wendy.
La puerta se abrió casi al instante.
—¡Marissa! —exclamó Wendy con auténtica sorpresa—. ¿Qué haces aquí?
Llevaba puesta una bata de paño y zapatillas. Sus ojos seguían hundidos e irritados, pero, por lo demás, su aspecto era mucho mejor que aquella mañana en la sala del juzgado.
—Gustave me dijo que no recibías llamadas telefónicas. Y, también, que estaba muy preocupado por ti. Realmente preocupado. Me invitó a que viniera.
—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó Wendy—. No estoy tan grave. Por supuesto que estoy deprimida; pero, además estoy furiosa con él. Quiere que me sienta agradecida por lo que él llama la magnanimidad de la Clínica de la Mujer.
—Robert piensa lo mismo —replicó Marissa.
—Yo creo que fue una maniobra encubridora —alegó Wendy.
—¡Yo también!
—¿Y tu prueba de embarazo? —preguntó Wendy.
—No me lo preguntes —repuso Marissa y sacudió la cabeza.
—¿Quieres tomar algo? —ofreció Wendy—. ¿Café o té? Demonios, ya que no estamos embarazadas, ¿qué te parecería una copa de vino?
—Maravilloso —reconoció Marissa.
Las dos mujeres bajaron a la cocina. Gustave entró en ella pero Wendy lo echó.
—Estaba muy preocupado —subrayó Marissa.
—Que sufra un poco más —replicó—. Esta tarde estuve tan furiosa como para tener ganas de atacarlo con una de esas agujas de treinta centímetros de largo para la recolección de óvulos. Le vendría bien tener una idea de lo que he debido soportar estos últimos meses.
Wendy abrió una botella de Chardonnay y condujo a Marissa a la salita.
—Aunque no sabía si estarías en condiciones —explicó Marissa cuando estuvieron sentadas— te traje un articulo para que lo leyeras.
—Justo lo que necesitaba —replicó Wendy con ironía.
Colocó la copa de vino sobre la mesita auxiliar y cogió las hojas que Marissa le daba. Leyó el resumen.
Mientras Wendy pasaba la vista por el artículo, Marissa le contó todo lo que Dubchek le había explicado.
—Esto es increíble —reconoció Wendy, levantando la vista del papel—. ¡En Brisbane, Australia! ¿Sabes cuál es una de las cosas que hacen que Brisbane sea tan interesante?
Marissa meneó la cabeza.
—Que es la puerta de entrada naturales del mundo.
—¿Cuál?
—¡La Gran Barrera de Arrecifes! El paraíso de los buceadores.
—¿En serio? —preguntó Marissa—. Confieso que no sé mucho acerca de eso.
—Bueno, es el lugar del mundo que siempre deseé conocer —prosiguió Wendy—. El buceo es una de mis pasiones. Mi bautismo submarino tuvo lugar en California durante mi época de residente. Solía pasar todas mis vacaciones en Hawai para bucear. De hecho, fue así como conocí a Gustave. ¿Alguna vez has buceado, Marissa?
—Un poco. En el instituto hice un curso de buceo con escafandra autónoma y he ido algunas veces al Caribe.
—A mí me fascina —siguió Wendy—. Por desgracia, hace mucho que no lo hago.
—¿Qué te parece el estudio? —preguntó Marissa, volviendo al tema principal de la conversación.
Wendy lo miró.
—Es un buen artículo. Pero no dice nada acerca de la transmisión de la enfermedad. El autor menciona la posibilidad de un incremento de la tuberculosis debido a la inmigración; pero ¿cómo se contagia, sobre todo en una población tan definida?
—Esa fue también mi pregunta —replicó Marissa—. ¿Y cómo llega a las trompas de Falopio? Ciertamente, no parece ser una propagación de la tuberculosis en el cuerpo. Me pregunto si no se tratará de transmisión venérea.
—¿No podría ser a través de tampones contaminados?
—Es una idea —replicó Marissa, al recordar que los tampones resultaron ser la base del síndrome del choque toxémico Te advierto que yo sólo uso tampones.
—También yo —reconoció Wendy—. El problema es que en el artículo no se mencionan siquiera los tampones.
—Se me ocurre algo —adujo Marissa—. ¿Por qué no llamamos por teléfono a Brisbane y hablamos con el autor del trabajo?
Podemos preguntarle sobre el uso de tampones. También sería interesante saber si se ha hecho un seguimiento de los treinta y tres casos y si han aparecido nuevos casos en la clínica FCA de Brisbane. Al fin y al cabo, este trabajo fue escrito hace casi dos años.
—¿Cuál es la diferencia de horario entre EU y Australia? —preguntó Wendy.
—No tengo la menor idea.
Wendy levantó el auricular del teléfono. Llamó al operador de larga distancia y se lo preguntó. Después, colgó.
—Tienen catorce horas de adelanto con respecto a nosotros —anunció.
—Así que en este momento…
—Es alrededor de mediodía de mañana —indicó Wendy Intentémoslo.
En información de larga distancia consiguieron el número de la FCA, en Brisbane, y pidieron la llamada.
Wendy apretó la tecla para que las dos pudieran escuchar.
Las dos pudieron oír la campanilla del teléfono y, después, que alguien en el otro extremo de la línea contestaba. Una voz alegre con fuerte acento australiano respondió.
—Habla la doctora Wilson desde Boston, Estados Unidos —se presentó Wendy—. Quisiera hablar con el doctor Tristan Williams.
—No creo que tengamos aquí a nadie con ese nombre —respondió la telefonista—. Un momento, por favor.
Por el altavoz se oía música mientras las hacían aguar.
—Me dicen que había un doctor Williams en la clínica pero que ya no trabaja aquí.
—¿Podría decirme dónde lo puedo localizar? —preguntó Wendy.
—Me temo que no lo sé —repuso la telefonista.
—¿Tienen una oficina de personal? —preguntó Wendy.
—Desde luego que sí —respondió la telefonista—. ¿Quiere que la comunique?
—Por favor —pidió Wendy.
—Personal —contestó en un momento una voz de hombre.
Wendy repitió su petición de tratar de ponerse en contacto con Tristan Williams. Una vez más la hicieron esperar, esta vez por un rato más prolongado.
—Lo siento —se disculpó el hombre cuando volvió al teléfono—. Acabo de enterarme de que desconocemos el paradero del doctor Williams. Dejó de pertenecer al cuadro médico de la clínica hace alrededor de dos años.
—Ajá —exclamó Wendy—. ¿Podría pasarme con patología?
—Por supuesto —asintió el hombre.
Pasaron por lo menos diez minutos antes de que uno de los patólogos estuviera en el otro extremo de la línea.
Wendy le dio su nombre y le dijo qué quería.
—No llegué a conocerlo —explicó el patólogo—. Se fue antes de que yo llegara.
—Escribió un trabajo mientras estaba en la clínica —explicó Wendy—. Tenía que ver con una serie de pacientes internadas ahí. Nos interesa averiguar si se ha realizado un seguimiento de alguno de los casos. También querríamos saber si se han presentado otros casos.
—No hemos tenido casos nuevos —repuso el médico—. En cuanto a seguimientos, no se han realizado.
—¿Sería posible obtener algunos de los nombres de los casos originales? —preguntó Wendy—. Me gustaría ponerme en contacto directamente con las pacientes para conversar sobre sus historiales clínicos. Aquí en Boston tenemos cinco casos similares.
—Eso queda descartado por completo —cortó el médico—. Y lo siguiente que se oyó fue un clic cuando en el otro extremo cortaron la comunicación.
—¡Ha colgado! —exclamó Wendy, indignada—. ¡Qué descaro!
—El viejo obstáculo de la reserva —manifestó Marissa, desalentada, mientras sacudía la cabeza—. ¡Qué pena!
Veintitrés casos probablemente sean suficientes para extraer algunas conclusiones razonables.
—¿Qué te parecería hablar con mayor detalle con las dos mujeres que conocimos en la reunión de Resolución? —preguntó Wendy.
—Tal vez valga la pena —comentó Marissa, sin demasiado entusiasmo ante la aparente imposibilidad de obtener información—. Lo que realmente me gustaría es conseguir los dieciocho casos que el ordenador sugirió que existían en la Clínica de la Mujer.
—Es obvio que eso está fuera de toda cuestión —replicó Wendy—. Pero me pregunto cómo nos tratarían los de la FCA si nos presentáramos en su clínica.
—¡Claro! —asintió Marissa—. ¿Por qué no hacemos una escapada por la mañana y se lo preguntamos?
—A mí no me parece tan descabellado —repuso Wendy, con los ojos encendidos—. Siento curiosidad por saber qué harían si visitáramos la clínica. Creo que les halagaría el hecho de que hubiéramos atravesado medio mundo para ver sus instalaciones.
—¿Hablas en serio? —preguntó Marissa con incredulidad.
—¿Por qué no? —respondió Wendy—. Cuanto más lo pienso, mejor me parece. Dios sabe que a las dos nos vendrían bien unas vacaciones. Y nos resultaría más fácil buscar a ese tal Tristan Williams. Alguien del departamento de patología de la clínica tiene que saber adónde se fue. Tienes que reconocer que sería mucho más sencillo que intentarlo por teléfono.
—Wendy —siguió Marissa con voz cansada—, no me siento con ganas de viajar miles de kilómetros en busca de un patólogo.
—Pero sería divertido. —Sus ojos se iluminaron—. Aunque visitar el arrecife no seria nada mal.
—Ahora empiezo a comprender tus motivaciones. Visitar la FCA es una excusa para una excursión de buceo.
—No hay ninguna ley que prohíba que uno se divierta un poco mientras trabaja —alegó Wendy con una sonrisa—. Tienes tan mal aspecto como yo.
—Gracias, amiga mía —bromeó Marissa con ironía.
—Hablo en serio —prosiguió Wendy—. Las dos hemos tenido síndrome premenstrual durante seis meses. Hemos llorado como criaturas. Hemos engordado. ¿Cuándo fue la última vez que saliste a correr? Recuerdo que solía hacerlo todos los días.
—Wendy, eso son golpes bajos.
—Lo cierto es que unas vacaciones nos sentarían muy bien —concluyó Wendy—. A los dos nos fascinan esos casos de salpingitis tuberculosa, pero aquí estamos atadas de pies y manos. Tal como yo lo veo, mataríamos dos pájaros de un tiro.
—Es posible que nos enteremos de algunos casos en el Memorial y en el General —comentó Marissa—. Todavía no hemos agotado nuestras posibilidades aquí.
—¿De veras me estás diciendo que no tienes ganas de tomar te unas vacaciones? —insistió Wendy.
—Bueno, eso siempre resulta atractivo —admitió Marissa.
—Gracias por reconocerlo —dijo Wendy—. Puedes ser muy obstinada.
—Pero no sé cómo se lo tomaría Robert. Ya tenemos suficientes problemas. Me imagino cuál será su respuesta si le doy a entender que quiero irme a Australia sola.
—Estoy segura de que a Gustave le parecería bien la idea —contraatacó Wendy—. A él también le vendría bien un descanso.
—¿Quieres decir que también podrían ir nuestros maridos? —preguntó Marissa, desconcertada.
—¡Diablos, no! —exclamó Wendy—. Lo que Gustave necesita es descansar de mí. Veamos si tengo razón.
Wendy escandalizó a Marissa llamando a Gustave a gritos.
Su voz reverberó por aquella casa de techos altos.
Tomó otro sorbo de vino. Gustave apareció a la carrera.
—¿Pasa algo? —preguntó, muy nervioso.
—No, todo marcha muy bien, querido —contestó Wendy—. Marissa y yo estábamos pensando que tal vez sería una buena idea que nos tomáramos algunos días de vacaciones. ¿Qué opinas?
—Creo que es una idea muy buena —repuso Gustave.
Resultaba obvio que se sentía aliviado por el cambio de humor de Wendy.
—Marissa teme que Robert no lo apruebe —explicó Wendy—. ¿Qué crees tú?
—Bueno, no lo conozco bien —replicó Gustave—. Pero sí sé que está harto de la fecundación in vitro. Creo que se alegrará de tener un descanso. ¿Dónde pensáis ir?
—A Australia —respondió Wendy.
Gustave tragó saliva.
—¿Por qué no al Caribe? —preguntó.
Más tarde, cuando Marissa conducía el coche de regreso a casa, su mente estaba hecha un torbellino. Había sido un día extraño, con emociones encontradas y hechos inesperados.
Minutos después de separarse de una excitada Wendy, Marissa comenzó a poner en tela de juicio la sensatez de irse a Australia en aquel momento. Aunque alejarse le resultaba muy tentador, la idea de planear un viaje así era un final lógico para un día de locura. Además, no estaba segura de poder manejar a Robert con tanta habilidad como Wendy había mostrado con Gustave.
Metió el coche en el garaje, sin saber todavía cómo proceder. Se quedó sentada un momento detrás del volante y trató de pensar. Por último, sin ningún plan específico, se bajó del coche y entró en la casa. Se quitó el abrigo y lo colgó en el vestíbulo.
La casa estaba en silencio. Robert se encontraba arriba en su estudio; alcanzaba a oír apenas el tecleo del ordenador.
Se detuvo una vez más en la oscuridad del comedor. Le había costado tanto tomar una decisión.
Ya decidida, aunque con fuerza de ánimo bastante precaria, subió por la escalera y entró en el estudio de Robert.
—Robert, quisiera hablar contigo acerca de algo.
Robert se volvió para mirarla.
—Wendy y yo hemos estados pensando… —prosiguió.
—¿En qué?
—Tal vez suene un poco disparatado…
—En estos días, no espero oír otra cosa.
—Pensamos que tal vez nos haría bien alejarnos de aquí por un tiempo —siguió Marissa—. Nos tomamos unas pequeñas vacaciones.
—Yo no puedo dejar mi trabajo en este momento —repuso Robert.
—No, no tú y yo —dijo Marissa—. Wendy y yo. Sólo nosotras dos.
Robert reflexionó un momento. La idea no era mala. Les daría a él y a Marissa tiempo para tranquilizarse.
—Eso no me parece tan disparatado. ¿Adónde os gustaría ir?
—A Australia —respondió Marissa.
Se sobresaltó cuando esas palabras salieron de su boca.
—¡A Australia! —exclamó Robert.
Se quitó las gafas de leer y las arrojó encima de su correspondencia.
—¡A Australia! —repitió, como si no hubiera oído bien.
—Hay una explicación —siguió Marissa—. No fue un lugar elegido al azar. Hoy me enteré de que la única concentración de casos de tuberculosis de las trompas de Falopio, como el de Wendy y el mío, está en Brisbane, Australia. Así que podríamos hacer una pequeña investigación además de pasarlo bien. Fue idea de Wendy. Es una fanática del buceo y la Gran Barrera de Arrecifes…
—¡Tenías razón! —replicó Robert, interrumpiéndola—. Me parece totalmente descabellado. Es lo más ridículo que he oído. Tu trabajo como médica está hundiéndose y quieres atravesar la mitad del mundo para continuar con una cruzada que casi te lleva a la cárcel. Pensaba que te referías a unas breves vacaciones, como, por ejemplo, un fin de semana en las Bermudas. Algo razonable.
—No tienes por qué saltar de esa manera —repuso Marissa Creí que podíamos hablarlo como dos personas adultas.
—¿Cómo quieres que reaccione? —preguntó Robert.
—No es tan descabellado —siguió Marissa—. También me enteré hoy de que esta forma extraña de tuberculosis ha estado apareciendo a escala internacional. No sólo en Australia, sino también en Europa. Alguien debería investigarlo.
—¿Y tú eres ese alguien? —preguntó Robert—. En el estado en que estás, ¿crees ser la persona apropiada?
—Me considero idónea para eso.
—Y yo creo que te equivocas —replicó Robert—. No podrías ser objetiva. Tú misma eres uno de los casos por investigar. Y si realmente te importa mi opinión, creo que ir ahora a Australia es un soberano disparate. Esto es todo lo que tengo que decir.
Robert cogió sus gafas de lectura, se las puso y volvió a concentrar su atención en la pantalla de su ordenador.
Al ver que él no tenía intención de seguir hablando del tema, Marissa se dio media vuelta y salió por la puerta.
El problema de ir a Australia era que Marissa pensaba que, básicamente, Robert tenía razón. Le parecía una idea extravagante, tanto en tiempo como en dinero, pese a que el aspecto financiero no le importaba demasiado. De todas formas, no podía sacarse de encima la sensación de que era un disparate, así, de buenas a primeras, tomar un avión y atravesar la mitad del planeta.
Decidió llamar a Wendy por teléfono. Ella atendió al primer timbrazo, como si estuviera esperando junto al aparato.
—¿Y bien? —preguntó Wendy.
—Las cosas no marchan demasiado bien —contestó Marissa— Robert se opone a la idea, por lo menos a que me vaya a Australia. Pero le parece bien que me tome unas vacaciones.
—¡Maldición! —exclamó Wendy—. Estoy decepcionada. Ya casi estaba haciendo el equipaje y me parecía sentir ese abrasador sol estival de Australia.
—Otra vez será —repuso Marissa.
—No te preocupes más y vete a dormir. Tal vez mañana tú y Robert pensaréis de modo distinto. Estoy convencida de que nos habríamos divertido muchísimo.
Marissa colgó el teléfono. De pronto, irse a dormir le pareció una buena idea. Subió por la escalera deseando que, para variar, Robert la despertara diciéndole que había cambiado de idea.
Marissa abrió los ojos y en seguida supo que había dormido de más y que era tardísimo. La luz de su dormitorio era más intensa de lo acostumbrado. Rodó a un costado y miró el reloj.
Tenía razón, eran casi las ocho y media de la mañana, una hora más tarde de lo usual. No se sorprendió. Después de haberse despertado a las cuatro de la madrugada y no haber podido volver a conciliar el sueño, se tomó uno de los tranquilizantes de Robert.
Se puso la bata, fue al cuarto de invitados y espió. La cama estaba vacía y no había sido ocupada. Se acercó a la escalera y llamó a Robert en voz alta. Si estaba abajo, no respondió.
Marissa descendió por la escalera y, pasando por la cocina, fue a mirar en el garaje. El coche de Robert no estaba.
Regresó al interior de la casa y miró en la mesita del lado del teléfono en busca de un mensaje. No había ninguno. Robert había salido hacia el trabajo sin dejarle siquiera una nota.
Cada vez que pensaba que la relación de ambos había alcanzado su nadir, se hundía aún más.
—Gracias por nada —dijo Marissa en voz alta mientras trataba de contener las lágrimas. Se recuperó—. Dios, hace sólo diez minutos que estoy despierta y ya estoy llorando.
Se preparó una taza de café instantáneo y se la llevó al piso superior para tomarlo mientras se vestía.
—Una nota no habría sido mucho pedir —se dijo al meterse bajo la ducha.
Mientras se vestía y se maquillaba, Marissa decidió que debía esforzarse para que su vida volviera a ser más normal.
Su carrera de medicina estaba hundiéndose. Quizá debería empezar a trabajar con más regularidad. Tal vez entonces su relación con Robert mejorase. Con esa idea en mente, Marissa decidió dirigirse en seguida a su clínica.
—¡Doctora Blumenthal! —exclamó Mindy.
—No te sorprendas tanto —repuso Marissa—. Trae el cuaderno de citas. Tenemos que planear muchas cosas.
—Hace un momento le han llamado de una unidad de terapia intensiva del Memorial —explicó Mindy, entregándole a Marissa un papel con el mensaje telefónico—. El doctor Ben Goldman rogó que lo llamara.
Marissa se sobresaltó. Lo primero que pensó fue que Evelyn Welles había muerto.
—Espera un poco con lo del libro de citas —indicó Marissa.
Abrió la puerta que daba a su consultorio y entró.
Después de colgar su chaqueta, Marissa llamó al doctor Goldman. La atendió una de las enfermeras de terapia intensiva, haciéndole esperar un momento mientras buscaba al médico. Marissa empezó a juguetear con un clip mientras aguardaba.
Un momento después, el doctor Goldman contestó al otro lado de la línea.
—La llamé por Evelyn Welles —explicó, sin perder tiempo.
—¿Cómo está? —preguntó Marissa, temerosa de la respuesta que escucharía.
—Clínicamente, no se han producido demasiados cambios —explicó el doctor Goldman—. Pero hicimos un análisis de sus secreciones vaginales con el método Gram, tal como usted sugirió, y estaban repletas de bacilos acidorresistentes. Quiero decir que estaban repletas de bacilos de tuberculosis. Mi jefe quedó impresionado, pero yo no me llevé la fama, aunque le confieso que estuve tentado de hacerlo. ¿Cómo adivinó que estarían allí?
—Me llevaría una hora explicárselo —repuso Marissa—. ¿Y qué me dice de la Clínica de Mujer? ¿Se acordó de preguntárselo al marido?
—Si, lo hice —dijo Goldman— y la respuesta es si, ella estuvo en tratamiento varios años.
—¿Qué hay sobre el historial? —preguntó Marissa.
—De eso no se nada —admitió Goldman— pero le pedí al marido que me consiguiera una copia, como la tenga a la mano le avisaré.
—El registro podría ser importante —dijo Marissa—. Estoy muy interesada en echarle una mirada. Por favor vuélvame a llamar si lo consigue.
—Seguramente —dijo Goldman— y gracias por la pista sobre la tuberculosis en la vagina.
Marissa no se sorprendió al ver sus sospechas confirmadas. Poco a poco estaban acomodándose las piezas del rompecabezas. Si Goldman no lograra hacerse con el historial, ella lo resolvería llamando directamente al esposo de Evelyn Welles.
Con un golpecito en la puerta apareció su secretaria con el libro de citas en la mano.
—¿Quiere revisar el libro ahora? —preguntó.
—No, ahora no —dijo Marissa— he tenido un ligero cambio de planes. Tengo que salir, cuando regrese lo revisaré.
Marissa cogió su chaqueta. Había tomado una decisión instantánea. El problema era demasiado importante para ella como para ignorarlo. Tenía que seguir buscando. Robert tenía que entender. Decidió ir a su oficina. Después del descanso de la noche quizá tendría otra actitud para abordar una charla franca y clara.
Entró en su automóvil, y arrancó del garaje de la clínica, Marissa, sentía que estaba haciendo algo que debió haber hecho hace tiempo. Tenía que explicar a Robert eso que ella sentía y entender cuales eran sus sentimientos. Tenían que detener el peligroso descenso que habían emprendido.
Estacionar en el centro de Boston y ganar el primer premio de la lotería era exactamente la misma cosa. Marissa dejó su automóvil con el portero del Omni Parker House Hotel sobornándolo con cinco-dólares, cuando su expresión no cambió, ella le dio otro cinco, no estaba en una posición negociar.
Cruzó la School Street y entró en el vestibulo de la vieja y elegante City Hall, allí estaba la oficina de Robert. Tomó el ascensor hasta el cuarto piso y se paró frente a la puerta, una leteras dorada decian: CORPORACION para los RECURSOS de la SALUD.
Respiró hondo y entró, el área de recepción era muy elegante con grandes paneles de caoba en las paredes, alfombras orientales y sillas finamente recubiertas en cuero.
La recepcionista la reconoció y sonrió. Estaba hablando por teléfono. Marissa sorteó el escritorio de la recepcionista y con un gesto familiar siguió hacia la oficina de la esquina, la de Robert. Su secretaria, Donna, no estaba en su escritorio pero la taza humeante de café indicaba que no podría estar lejos.
Marissa fue a la puerta de Robert. Miró de reojo el teléfono de Donna para ver si cualquiera de las líneas de la extensión fuese encendida. No quería interrumpir a Robert si estaba en el medio de una llamada. Viendo que ninguna luz estaba encendida, Marissa golpeó suavemente y entró.
Inmediatamente se dio cuenta de algo extraño, Donna se enderezó rápidamente alisando con las manos su minifalda y acomodándose nerviosamente el collar de perla que llevaba al cuello, el cabello que normalmente llevaba recogido en un moño, estaba suelto y le tapaba parcialmente la cara. Robert se incorporó al sillón detrás del escritorio tratando de acomodarse la corbata.
Incrédula, Marissa miró fijamente a su marido. Sobre la alfombra, debajo del escritorio, descansaban dos zapatos de tacones altos.
La escena era tan pintoresca y típica que Marissa no supo si reír o llorar.
—Tal vez será mejor que espere fuera algunos minutos —indicó por fin—. Así tendréis tiempo de terminar con el dictado.
Y con esas palabras, inició el retroceso.
—¡Marissa! —exclamó Robert—. ¡Espera! No es lo que tú piensas. Lo único que hacía Donna era masajearme los hombros. ¡Díselo, Donna!
—¡Sí! —afirmó Donna—. Sólo le estaba masajeando los hombros. Estaba muy tenso.
—De cualquier modo —siguió Marissa con una sonrisa fingida—, me voy. En realidad, acabo de reconsiderar la idea que te mencioné anoche. Creo que, después de todo, me iré a Australia por unos días.
—¡No! —gritó Robert—. ¡Te prohíbo que vayas a Australia!
—¿De veras? —preguntó Marissa. Marissa giró sobre sus talones y salió de la oficina de Robert.
Oyó que él la llamaba insistiendo en que volviera inmediatamente, pero no le prestó atención. La recepcionista la miró muy intrigada, porque había oído los gritos de su jefe, pero Marissa se limitó a sonreírle y a proseguir su camino.
Se dirigió directamente a los ascensores y oprimió el botón de bajada, sin mirar siquiera de nuevo la puerta de la oficina de Robert.
Dentro del ascensor, se alegró de estar sola. Pese a su rabia, sintió que algunas lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—¡Hijo de puta! —farfulló.
Cruzó la calle School, entró en el Omni Parker House y utilizó un teléfono público para llamar a la compañía aérea.
Entonces, después de tomar las llaves del coche que le entregó el portero, dio la vuelta por el centro de Boston y enfiló hacia la calle Cambridge. Estacionó en el aparcamiento del Hospital de Oftalmología y Otorrinolaringología de Massachusetts y se dirigió a la zona de urgencias.
Después de buscar en las dos salas de oftalmología, encontró en uno de los pequeños quirófanos auxiliares.
Cuando Wendy terminó, Marissa le hizo acompañarla hasta el escritorio de la sala de urgencias.
—¿Todavía eres partidaria de ir a Australia? —preguntó Marissa.
—¡Por supuesto! —contestó Wendy ¿Todo bien?
Marissa no prestó atención a la pregunta.
—¿Cuándo estarías preparada para partir?
—Creo que en cualquier momento —respondió Wendy ¿Cuándo quieres que nos vayamos?
—¿Qué te parecería hoy mismo? —sugirió Marissa—. Hay un vuelo de United que sale a las cinco y cuarto y nos puede llevar a Sidney, donde transbordaríamos rumbo a Brisbane.
Creo que, además, necesitamos un visado. Llamaré al Consulado de Australia para averiguarlo.
—¡Vaya! —repuso Wendy—. Veré lo que puedo hacer. ¿Por qué tanta prisa?
—Para que no me dé tiempo a cambiar de idea —bromeó Marissa—. Te lo explicaré en cuanto estemos de camino.