21 DE FEBRERO DE 1988
Un agonizante crujido de metal contra metal se precipitó contra los nervios ya exacerbados de Marissa Blumenthal, cuando el viejo tren subterráneo de la MBTA tomó con esfuerzo una curva pronunciada camino de la estación de Harvard Square, en Cambridge, Massachusetts. Marissa cerró los ojos durante un momento en un vano intento de defenderse de aquel chirrido estridente, mientras se sujetaba con fuerza a su asidero. Quería bajarse del tren. Además de paz y quietud, necesitaba aire fresco. Apretujada entre una multitud de gigantes de más de un metro ochenta de estatura, la pobre Marissa, de apenas un metro y medio, sintió más claustrofobia que nunca. El aire en el vagón del metro estaba viciado y caliente y resultaba opresivo. Era un día lluvioso de febrero, y el olor a lana húmeda se sumó a las demás molestias. Al igual que todos los demás viajeros en aquel tren, Marissa trató de evitar todo contacto visual con las personas apretujadas contra ella. Se trataba de un gentío muy heterogéneo, pues Harvard Square atraía a los dos extremos del espectro.
A la derecha de Marissa había un individuo con aspecto de abogado salido de una prestigiosa universidad del noroeste, con un maletín negro de piel de avestruz y la nariz sepultada en un ejemplar cuidadosamente doblado de The Wall Street Journal.
Directamente enfrente de ella había un individuo rapado y con aliento hediondo, ataviado con una cazadora con las mangas recortadas. En cada nudillo de las manos llevaba tatuada una esvástica. A su izquierda, se hallaba un corpulento negro con cola de caballo, enfundado en un chándal gris.
Sus gafas de sol eran tan oscuras que Marissa no pudo verle los ojos cuando miró furtivamente en su dirección.
Con un último traqueteo que casi lanzó a Marissa al suelo, el tren se detuvo y las puertas se abrieron. Con un suspiro de alivio, Marissa bajó al andén. Normalmente habría llegado hasta allí en su coche, estacionándolo en el aparcamiento subterráneo del Charles Hotel. Pero no estaba segura de cómo se sentiría después de su pequeña intervención quirúrgica, de modo que había decidido que resultaba más prudente tomar el sedante o un calmante por vía intravenosa, algo que a Marissa no le desagradaba en absoluto. Reconoció abiertamente que no se hallaba en buenas relaciones con el dolor. Si se encontraba grogui después de la anestesia sería mejor no conducir.
Marissa se apresuró a pasar al lado de un trío de músicos callejeros que pedían un donativo a los viajeros. Subió con paso más vivo la escalera que conducía a la calle. Seguía lloviendo, por lo que se detuvo un momento para abrir el paraguas.
Se abotonó la trenca y, sujetando con firmeza el paraguas, atravesó la plaza y enfiló hacia la calle Mount Auburn.
Ráfagas repentinas de aire frustraron su intento de permanecer sin mojarse. Cuando llegó a la Clínica de la Mujer, al fondo de la calle Nutting, tenía la frente mojada por las gotas de lluvia, de forma que parecía humedecida por el sudor. Debajo del pasillo con vidrieras que conectaba la clínica con la calle y con las zonas de urgencias y de ingresos, Marissa sacudió el paraguas y lo plegó.
El edificio de la clínica era una estructura posmoderna, construida con ladrillos colorados y cristal, que daba a un patio. Una amplia escalinata de granito conducía a la entrada principal.
Marissa respiró hondo y subió los escalones de la entrada.
Aunque como doctora se hallaba acostumbrada a entrar en instituciones hospitalarias, aquélla era la primera vez que lo hacía en calidad de paciente, y no sólo para un examen de rutina sino para una intervención quirúrgica. El hecho de que se tratara de cirugía menor tenía un efecto menos tranquilizador de lo que había supuesto. Por primera vez, Marissa comprendió que, desde el punto de vista del paciente, no existía una cirugía «menor».
Hacía sólo dos semanas y media Marissa había subido aquellos mismos escalones para un Papanicolau rutinario, y algunos días más tarde se enteró de que los resultados de la prueba eran anormales, alcanzando el grado CIN núm. 1. Se había quedado verdaderamente sorprendida, porque siempre había gozado de excelente salud. De una manera vaga se preguntó si la anormalidad tendría alguna relación con su reciente matrimonio con Robert Buchanan. Desde el día de la boda, habían disfrutado muchísimo del aspecto físico de la relación.
Marissa sujetó el pomo de bronce de la maciza puerta de entrada y penetró en el vestíbulo. La decoración era muy severa, pero reflejaba buen gusto y, en realidad, una gran opulencia. El suelo era de mármol de un color verde oscuro.
Junto a las ventanas había una serie de ficus en grandes maceteros de ladrillo. En medio del recinto se hallaba un mostrador de información. Marissa tuvo que aguardar su turno. Se desabrochó el abrigo y se sacudió la humedad de su larga cabellera de color castaño.
Dos semanas antes, tras recibir el sorprendente resultado del Papanicolau, Marissa había mantenido una prolongada conversación telefónica con Ronald Carpenter, su ginecólogo, quien le recomendó que se sometiera a una biopsia.
—No es nada importante —le aseguró con convicción—. Pero nos permitiría saber con seguridad lo que está ocurriendo ahí dentro. Lo más probable es que no sea nada. Podríamos incluso esperar algún tiempo y realizar otro Papanicolau, pero si se tratara de mi propia esposa le recomendaría una culdoscopia, es decir, examinar el cuello del útero con un microscopio.
—Ya sé lo que es una culdoscopia —replicó Marissa.
—Pues entonces sabrá también lo sencilla que resulta —añadió el doctor Carpenter—. Le echaré un buen vistazo al cuello del útero, cortaré un trocito de cualquier zona que me parezca sospechosa, y eso será todo. Estará de nuevo en la calle en menos de una hora. Y le daremos algo por si nota dolor. En la mayor parte de los centros no se administra ningún tipo de analgésico para una biopsia, pero nosotros somos más civilizados. Es algo tan fácil que podría hacerlo incluso dormido.
A Marissa siempre le había gustado el doctor Carpenter.
Valoraba su forma de ser despreocupada e informal. Pero su actitud frente a una biopsia le hizo comprender que los cirujanos tienen una visión de la cirugía muy diferente de la de los pacientes. No le interesaba que el procedimiento fuera sencillo para él. Lo que le preocupaba era el efecto que pudiera ejercer sobre ella. Después de todo, al margen del dolor, siempre cabía la posibilidad de una complicación.
Ella era consciente de las consecuencias de demorar una biopsia. Por primera vez se sentía vulnerable desde un punto de vista médico. Existía una posibilidad remota, pero real, de que la biopsia diera un resultado positivo de cáncer. En ese caso, cuanto antes conociera la respuesta mejor sería para ella.
—Cirugía menor está en el tercer piso —indicó alegremente la recepcionista, respondiendo a la pregunta de Marissa—. No tiene más que seguir la línea roja del suelo.
Marissa miró hacia sus pies. Desde el mostrador de información partían tres líneas: una roja, una amarilla y otra azul. La roja la condujo a los ascensores.
En el tercer piso, Marissa siguió la línea roja hasta una ventanilla con un panel corredero de cristal. Una enfermera de uniforme blanco abrió el panel al acercarse Marissa.
—Soy Marissa Blumenthal —consiguió decir Marissa.
Tuvo que carraspear para recuperar la voz.
La enfermera miró su carpeta para ver si estaba en orden.
Luego extrajo un brazalete de identificación de plástico, extendió el brazo por encima del mostrador y ayudó a Marissa a colocárselo.
Marissa encontró el procedimiento inesperadamente humillante. Desde el tercer año en la Facultad de Medicina, siempre tuvo la sensación de poder tenerlo todo bajo control cuando se hallaba en un ambiente hospitalario. Pero, de pronto, la situación se había invertido. Sintió un escalofrío.
—Será cuestión de unos minutos —entonó la enfermera y le señaló una puerta doble—. Allí hay una sala de espera muy cómoda. La llamarán cuando todo esté preparado.
El panel de cristal se cerró.
Obediente, Marissa cruzó las puertas y entró en un salón grande y cuadrado, amueblado en un indescriptible estilo moderno. Allí esperaban alrededor de treinta personas.
Marissa sintió la mirada de unos ojos silenciosos cuando, muy cohibida, se apresuró a ocupar un lugar vacío en el extremo de un sofá.
Desde allí se podía contemplar el río Charles, más allá de un pequeño parque verde. Perfilados contra el agua gris se divisaban los esqueletos desnudos de los sicómoros que blanqueaban el malecón.
Casi mecánicamente, Marissa tomó una de las revistas de una mesita auxiliar y se puso a hojearla sin prestarle demasiada atención. Espió subrepticiamente por encima de la revista y quedó aliviada al comprobar que las otras personas ya estaban de nuevo concentradas en la lectura. El único sonido de la habitación era el del papel al pasar las páginas de las revistas.
Observó a algunas de las otras mujeres y se preguntó cuál sería el motivo de su presencia allí. Todas parecían muy tranquilas. Era imposible que ella fuera la única que se sentía nerviosa.
Trató de leer un artículo sobre las tendencias de la moda para el próximo verano, pero le resultó imposible concentrarse. Su Papanicolau anormal era como la señal de una traición interna: una advertencia de lo que habría de sobrevenirle.
A los treinta años había advertido apenas leves señales del paso del tiempo, como las finas arrugas que le aparecieron en los rebordes de los ojos.
Enfocando la mirada por un momento en los muchos anuncios que llenaban la revista femenina que tenía en las manos, Marissa observó las caras de las adolescentes que las poblaban.
Sus rostros juveniles e inmaculados parecían burlarse de ella y la hacían sentirse mucho más vieja de lo que era en realidad.
¿Y si la biopsia daba un resultado positivo? ¿Y si tenía cáncer de cuello de útero? Era poco frecuente pero no insólito en mujeres de su edad. De pronto, esa posibilidad se abatió sobre Marissa con cruel intensidad. ¡Por Dios! —pensó—. ¡Si es cáncer, quizá deba someterme a una histerectomía, y una histerectomía significa no poder tener hijos! Marissa se sintió mareada y se desdibujaron las letras de la revista que tenía en las manos. Al mismo tiempo, su pulso se aceleró. La idea de no tener hijos constituía para ella un anatema. Se había casado apenas seis meses atrás, y aunque no planeaba tener descendencia en seguida, siempre había sabido que, con el tiempo, los hijos serían una parte importante de su vida, ni siquiera podía pensar en cómo les afectaría eso a ella y a su marido.
Y hasta ese momento en que aguardaba que le practicasen una biopsia, algo que el doctor Carpenter calificaba despreocupadamente como «sumamente sencillo», jamás se le había pasado por la cabeza esa posibilidad.
De pronto, Marissa se sintió dolida de que Robert no se hubiera mostrado más preocupado, y de que le hubiera tomado la palabra cuando ella le dijo que no era necesario que la acompañara a la clínica. Al pasear la vista nuevamente por la sala de espera, vio que la mayoría de las otras pacientes estaban acompañadas por sus maridos o novios.
«Te estás portando como una chiquilla», se regañó en silencio mientras intentaba dominar sus emociones. Se sentía sorprendida y un poco avergonzada. No era propio de ella mostrarse histérica. Y solía enorgullecerse de su estabilidad emocional. Además, sabía que Robert no podría haberla acompañado aunque hubiese querido. Esa mañana tenía una reunión importante con los ejecutivos de su empresa de investigación, inversiones y administración en el campo de la asistencia sanitaria. Era una reunión crucial planeada meses atrás.
—¡Marissa Blumenthal! —llamó una enfermera.
Marissa se puso en pie de un salto, colocó la revista en su sitio y siguió a la enfermera por un corredor blanco, largo y vacío. Le indicaron que se cambiara en un cuarto que tenía una puerta de acceso a las salas de operaciones. Desde ese lugar alcanzaba a ver la camilla con sus relucientes estribos de acero inoxidable.
—Sólo es para asegurarnos —alegó la enfermera, y le giró a Marissa la muñeca para observar su identificación.
Tras haber comprobado que se trataba de la paciente indicada, colocó unas prendas sobre el banquito y agregó:
—Póngase este camisón, las zapatillas y la bata y cuelgue su ropa en el armario. Cualquier objeto de valor que posea puede guardarlo en el cajón con llave. Cuando esté preparada, entre y siéntese en la camilla.
Sonrió. La mujer era una profesional, pero no le faltaba calor humano. Al salir, cerró tras ella la puerta que daba al vestíbulo.
Se quitó la ropa. El piso le resultó frío al descalzarse. Se esforzó por atarse a la espalda las tiras del camisón y reconoció lo mucho que le gustaba el personal de la Clínica de la Mujer, desde las recepcionistas hasta su propio médico. Pero la razón principal por la que prefería esa clínica era porque se trataba de una institución privada y, por consiguiente, ofrecía una mayor reserva. Ahora que estaban a punto de practicarle una biopsia, se sentía mucho más contenta por su elección.
De haber acudido a alguno de los otros hospitales importantes de Boston, sobre todo al suyo, el Boston Memorial, sin duda se habría encontrado con personas conocidas.
Marissa siempre había procurado mantener reserva con respecto a su vida privada. Jamás permitió que cuestiones como el control de la natalidad, sus exámenes ginecológicos anuales, un par de episodios de cistitis y cosas por el estilo fueran tema de conversación entre sus colegas. Y aunque la gente no hablara, no quería cruzarse con su ginecólogo por el pasillo o la cafetería del hospital.
La fina bata, el camisón abierto por la espalda y las zapatillas de papel completaron la transformación de Marissa de doctora a simple paciente. Con aquellas zapatillas en exceso holgadas, entró en la sala y se sentó en la camilla de reconocimiento, siguiendo las instrucciones de la enfermera.
Al observar los elementos usuales del lugar, que incluían una máquina de anestesia y vitrinas con instrumental, el pánico volvió a embargarla. Más allá de su miedo frente a la operación y ante la posibilidad de una histerectomía que, según se repetía constantemente, resultaba remota, Marissa tuvo ahora la intuición de un inminente desastre.
Comprendió lo mucho que había llegado a valorar su vida, sobre todo en los últimos años. Entre su nuevo marido, Robert, y el hecho de haber sido recientemente aceptada por un excelente equipo pediátrico, su vida parecía desarrollarse incluso demasiado bien. Tenía mucho que perder, y eso la aterraba.
—Hola, soy el doctor Arthur —dijo un hombre corpulento al entrar en la sala con ademán intencionadamente ceremonioso botella de suero—. Soy el anestesista, y les administraré algo para la intervención. ¿Es alérgica a alguna sustancia?
—No, a nada —le aseguró Marissa.
Le alegraba no estar ya sola, y agradecía que alguien la distrajera de sus negros pensamientos.
—Lo más probable es que no lo necesitemos —explicó el doctor Arthur mientras practicaba hábilmente una punción en la muñeca derecha de Marissa y le inyectaba el suero—. Pero es bueno tenerlo por si acaso. Si el doctor Carpenter precisa más anestesia, se le podrá administrar con facilidad.
—¿Y por qué habría de necesitar más anestesia? —preguntó nerviosa Marissa.
Observó las gotas de líquido que caían dentro del filtro microporoso. A ella nunca le habían administrado suero.
—¿Y si se le ocurre hacer una biopsia en cono en lugar de en sacabocado? —contestó el doctor Arthur mientras reducía el flujo del suero a un goteo muy lento—. ¿O si decide practicar una intervención más prolongada? Obviamente tendríamos que darle más anestesia. Después de todo, queremos que esto le resulte lo más agradable posible.
Marissa se estremeció frente a las palabras «una intervención más prolongada». Antes de que pudiera contenerse, dijo: —Deseo que quede bien claro que el consentimiento que firmé se refería sólo a una biopsia y no a una intervención más compleja, como una histerectomía.
El doctor Arthur se echó a reír y luego se disculpó por considerar divertida su observación.
—Por eso no debe preocuparse —afirmó—. Le aseguro que no practicamos histerectomías en la sala de cirugía menor.
—¿Qué piensa darme? —preguntó Marissa con timidez.
—¿Quiere saber las drogas específicas que usaré? —preguntó el doctor Arthur.
Marissa asintió. En la clínica nadie sabía que era doctora, y prefería que fuera así. La primera vez que solicitó los servicios de la clínica llenó un formulario en el que sólo se solicitaba el nombre del empresario. Consignó el Boston Memorial, porque en ese momento estaba haciendo allí un año de especialización en endocrinología pediátrica. El hecho de que fuera médica no constituía un secreto y, si se lo hubieran preguntado, lo habría dicho. Pero nadie se lo preguntó, un hecho que ella tomó como confirmación adicional de la clase de reserva que esperaba de la clínica.
El doctor Arthur la miró sorprendido un momento, y luego prosiguió sus preparativos.
—Usaré una mezcla de una pequeña cantidad de válium y una droga llamada quetamina —explicó, mientras recogía correctamente todo el complicado dispositivo del suero. Es un buen cóctel. Es excelente para el dolor, y posee la ventaja adicional de proporcionar, en ocasiones, cierta amnesia.
Marissa conocía la quetamina. Se la usaba con frecuencia en el Boston Memorial para cambiar los vendajes de los niños quemados. Pero ignoraba que se la empleara en pacientes ambulatorios. Cuando se lo mencionó al doctor Arthur, éste sonrió con expresión paternal.
—Así que ha estado leyendo textos de medicina —bromeó.
Luego le advirtió:
—Recuerde: el conocimiento incompleto resulta peligroso. En realidad, esta droga es especial para los pacientes ambulatorios. —Miró fijamente a Marissa—: Caramba, la veo muy tensa.
—He intentado luchar contra eso —reconoció Marissa.
—Entonces la ayudaré —prosiguió el doctor Arthur—. Le administraré ahora mismo un poco de válium y quetamina.
—Fue a buscar una jeringuilla en el armario —. La biopsia es algo muy sencillo.
Marissa asintió sin entusiasmo. Se estaba cansando de esas palabras. Lo cierto era que estaba nerviosa, y si bien se había tranquilizado un poco cuando apareció el doctor Arthur, ahora se sentía decididamente peor. Su inoportuno comentario acerca de la posibilidad de un procedimiento quirúrgico más extenso no había contribuido a serenarla. Una vez más, su intuición empezó a lanzar señales de alarma de un desastre inminente. Marissa tuvo que luchar contra el impulso irracional de huir. «Soy médica —se repetía en silencio una y otra vez—. No debería sentirme así».
Apareció el doctor Ronald Carpenter con ropas quirúrgicas, que incluían gorra y mascarilla. Con él entró una mujer, también con bata de cirugía, aunque llevaba la mascarilla caída sobre el pecho.
Marissa reconoció en seguida al doctor Carpenter a pesar de la mascarilla. Los ojos de un azul cristalino y la piel bronceada resultaban inconfundibles.
—Esto es sólo una biopsia, ¿verdad? —preguntó Marissa, muy nerviosa, pues el doctor Carpenter iba vestido como para cirugía mayor.
—La señora Blumenthal tiene miedo de que le practiquemos una histerectomía —explicó el doctor Arthur mientras oprimía el émbolo de la jeringuilla para eliminar el aire.
Se acercó a Marissa.
—¿Una histerectomía? —preguntó el doctor Carpenter con evidente desconcierto—. ¿De qué estás hablando?
El doctor Arthur levantó las cejas.
—Creo que nuestra paciente ha estado leyendo libros de medicina.
Tomó la cánula de perfusión del suero e inyectó en ella el contenido de la jeringa. Abrió el paso para que el líquido fluyera un momento con rapidez.
El doctor Carpenter se acercó a Marissa y le puso una mano en el hombro. Sus ojos se encontraron con los de color castaño oscuro de su atemorizada paciente.
—Lo único que haremos será una simple biopsia. Nadie ha hablado de histerectomía. Si lo que te asusta es mi ropa, vengo del quirófano Y llevo mascarilla porque estoy resfriado y no quiero contagiar a mis pacientes.
Marissa observó los ojos celestes del doctor Carpenter.
Estaba a punto de contestarle cuando ese color de los ojos le evocó un recuerdo que hacía tiempo trataba de eliminar: el terror que sintió al ser atacada en la habitación de un hotel de San Francisco algunos años atrás y el horror de tener que apuñalar repetidamente a un hombre para salvar su propia vida.
En ese momento, el episodio volvió a su mente con increíble intensidad: hasta le pareció sentir las manos del individuo alrededor de su cuello. Marissa se ahogaba poco a poco, el cuarto empezó a dar vueltas y oyó un zumbido que, poco a poco, se hizo más fuerte.
Sentía unas manos que la sujetaban y la empujaban hacia atrás. Trató de luchar, pues tenía la sensación de que podía respirar mejor si estaba sentada, pero no sirvió de nada. Su cabeza tocó la camilla de exploración y en ese momento el cuarto dejó de girar y comenzó a respirar con más facilidad. De pronto, se dio cuenta de que tenía los ojos cerrados.
Cuando los abrió, vio las caras del doctor Arthur y de la mujer, y el rostro del doctor Carpenter con la mascarilla.
—¿Está usted bien? —le preguntó el doctor Carpenter.
Marissa trató de hablar, pero no le salió la voz.
—¡Vaya, sí que es sensible a la anestesia! —exclamó el doctor Arthur, y en seguida le tomó la presión arterial—. Por lo menos esto está bien. Me alegro de no haberle administrado la dosis completa.
Marissa cerró los ojos. Por fin se había tranquilizado.
Oyó que alguien hablaba, pero le pareció que era muy lejos y que no tenía nada que ver con ella. Al mismo tiempo, tuvo la sensación de que un manto visible de plomo comenzaba a cubrirla. Sintió que le levantaban las piernas, pero no le importó. Las voces del cuarto se alejaron más. Oyó risas, y después una radio. Sintió el contacto de los instrumentos quirúrgicos y oyó el sonido del entrechocar de metal contra metal.
Se distendió hasta sentir un calambre parecido a los menstruales. Le producía dolor, pero no un dolor normal, porque era más alarmante que molesto. Trató de abrir los ojos pero los párpados le pesaban demasiado. Hizo un nuevo intento, pero en seguida se dio por vencida. Era como una pesadilla de la que no podía despertar. Entonces sufrió otro calambre, suficientemente intenso como para hacerle levantar la cabeza de la camilla.
Veía el cuarto borroso, como si estuviera drogada. Lo único que alcanzaba a distinguir era la coronilla del doctor Carpenter, que trabajaba entre sus rodillas cubiertas por una sábana.
El culdoscopio estaba a un costado, a la derecha del médico.
Las personas que estaban allí parecían moverse a cámara lenta. El doctor Carpenter levantó la cabeza como si intuyera que ella lo miraba.
Una mano aferró el hombro de Marissa y le empujó contra la camilla. Pero, en ese momento, su embotada mente volvió a proyectar la imagen difuminada del rostro enmascarado del doctor Carpenter y, pese a estar bajo los efectos de la anestesia, sintió que un estremecimiento de terror le corría por las venas.
Era como si su médico se hubiera metamorfoseado en un demonio. Sus ojos ya no eran de un azul celeste: parecían de ónice negro y tenían la dureza de la piedra.
Marissa empezó a gritar, pero logró dominarse. Una parte de su cerebro se mantenía suficientemente lúcida para recordarle que todas sus percepciones estaban alteradas por la medicación. Trató de incorporarse de nuevo para mirar y tranquilizarse, pero un par de manos se lo impidió. Luchó contra esas manos y su mente la llevó de nuevo a aquella habitación de hotel en San Francisco, donde luchó con el asesino.
Recordó haberlo golpeado con el receptor del teléfono. Recordó también toda aquella sangre…
Incapaz de seguir conteniéndose, Marissa gritó. Pero no se oyó ningún sonido. Estaba al borde de un precipicio y resbalaba hacia él. Trató de sostenerse pero, lentamente, se fue soltando y empezó a caer hacia la oscuridad…