Capítulo 8: Hora 3 de 45

La sirena gemía.

Lincoln Rhyme esperaba escuchar el efecto Doppler cuando el vehículo de emergencias pasara por allí. Pero justo frente a la puerta principal de su domicilio la sirena emitió un breve chirrido y quedó en silencio. Un momento después Thom introdujo a un hombre joven en el laboratorio de la primera planta. Coronado por un impactante corte de pelo militar, el policía del condado de Illinois llevaba un uniforme azul, probablemente inmaculado cuando se lo puso el día anterior, pero que en aquel momento estaba arrugado y veteado de hollín y suciedad. Se había pasado por la cara la máquina de afeitar, pero solo había logrado marcar unos leves surcos en su oscura barba, que contrastaba con su fino cabello rubio. Traía dos grandes bolsas de lona y una carpeta marrón. Rhyme se sintió más feliz al verlo que al ver a cualquier otra persona la semana anterior.

—¡La bomba! —gritó—. ¡Aquí está la bomba!

El oficial, sorprendido ante la extraña colección de policías de distinta procedencia, debía estar preguntándose dónde había caído cuando Cooper le quitó las bolsas y Sellitto garabateó una firma en el recibo y en la tarjeta que acreditaba la cadena de custodia. Se los puso de nuevo en la mano.

—Gracias, hasta pronto —dijo el detective, y volvió a la mesa de las pruebas.

Thom sonrió cortésmente al policía y lo despidió.

—Vamos, Sachs —gritó Rhyme—. ¡Deja de dar vueltas! ¿Qué tenemos?

Ella esbozó una sonrisa fría y caminó hacia la mesa de Cooper, donde el técnico estaba sacando el contenido de las bolsas.

¿Qué le pasaba hoy a esa chica? Una hora era tiempo suficiente para investigar una escena de crimen, si era eso lo que la preocupaba. Bueno, a él le gustaba que fuera peleona. El mismo Rhyme daba lo mejor de sí mismo en ese estado.

—Thom, ayúdanos con esto. La pizarra. Necesitamos hacer una lista de las pruebas. Haznos unos diagramas. «EC-1». El primer encabezamiento.

—¿E, hum, C?

—Escena de crimen —bramó el criminalista—. ¿Qué otra cosa puede ser? EC-1, Chicago.

En un caso reciente, Rhyme había usado el dorso de un ajado cartel del Metropolitan Museum para hacer un diagrama con la lista de las pruebas. Ahora se había modernizado: en el muro se habían montado varias pizarras grandes, con un olor que lo transportaba a los húmedos días de primavera en una escuela del Medio Oeste, cuando vivía sólo para la clase de ciencias y menospreciaba la ortografía y la lengua.

El asistente, echando una mirada desesperada a su jefe, tomó la tiza, sacudió un poco de polvo de su corbata perfecta y de los pantalones planchados con una raya como de cuchillo, y escribió.

—¿Qué tenemos, Mel? Sachs, ayúdale.

Comenzaron a descargar las bolsas y envases plásticos que contenían cenizas, pedazos de metal, fibras y montones de plástico. Juntaron los contenidos en cubetas de porcelana. Los investigadores del sitio de la explosión, si estaban al mismo nivel que las personas que Rhyme había entrenado, deberían haber usado detectores de metales montados, grandes aspiradores y una serie de tamices de fina red para localizar los restos del accidente.

Rhyme, experto en casi todos los campos de la ciencia forense, era una autoridad en bombas. No tenía especial interés en el tema hasta que el Bailarín dejó su pequeño paquete en la papelera de la oficina de Wall Street donde murieron sus dos técnicos. Después de eso, Rhyme se encargó de aprender todo lo que pudo sobre explosivos. Estudió con la Unidad de Explosivos del FBI, una de las más pequeñas pero más selectas del laboratorio, compuesta por catorce agentes-examinadores y técnicos. No buscaban IED (artefactos explosivos improvisados[25] el término policial para nombrar las bombas) y no las desactivaban. Su tarea era analizar bombas y escenas de crímenes donde hubieran sido utilizadas, rastrear y catalogar a los fabricantes y a sus discípulos (la fabricación de bombas era considerada un arte en ciertos círculos, y los aprendices trabajaban duro para conocer las técnicas de fabricantes famosos).

Sachs estaba hurgando en las bolsas.

—¿Una bomba no se destruye a sí misma?

—Nada se destruye completamente, Sachs. Recuérdalo.

Sin embargo, cuando se acercó en su silla y examinó las bolsas, Rhyme admitió:

—Esta era muy potente. ¿Ves esos fragmentos? ¿Ese montón de aluminio a la izquierda? El metal está destrozado, no doblado. Eso significa que el artefacto tenía una alta explosividad.

—¿Alta…? —preguntó Sellitto.

—Explosividad —Rhyme explicó—: El índice de detonación. Pero aun así, del sesenta al noventa por ciento de la bomba sobrevive a la explosión. Bueno, no el explosivo, por supuesto. A pesar de ello siempre hay suficientes residuos como para conocer su tipo. Oh, tenemos mucho aquí como para poder trabajar.

—¿Mucho? —Dellray soltó una carcajada—. Esto equivale a armar a Humpty–Dumpty de nuevo[26].

—Ah, pero esa no es nuestra tarea, Fred —dijo Rhyme secamente—. Todo lo que tenemos que hacer es encontrar al hijo de puta que lo empujó y lo hizo caer —dirigió su silla al otro extremo de la mesa—. ¿Qué te parece, Mel? Veo la batería, veo los cables y veo el temporizador. ¿Qué más? ¿Quizá trozos del recipiente o del embalaje?

Las maletas han condenado a más asesinos que los temporizadores o detonadores. No se habla de ello, pero las compañías aéreas a menudo entregan al FBI el equipaje no reclamado, que lo explosiona en un intento de reproducir las explosiones y proporcionar pistas a los criminalistas. En el atentado del vuelo Pan Am 103, el FBI identificó a los terroristas que pusieron la bomba no por medio del explosivo en sí, sino por la radio Toshiba que lo ocultaba, la maleta Samsonite que contenía la radio y las ropas introducidas alrededor. Se rastreó la vestimenta hasta una tienda de Sliema, Malta, cuyo propietario identificó a un agente de inteligencia de Libia como la persona que había comprado las ropas.

Pero Cooper sacudió la cabeza:

—Nada cerca del foco de la detonación excepto los componentes de la bomba.

—De manera que no estaba en una maleta o bolsa de vuelo —musitó Rhyme—. Interesante. ¿Cómo diablos la llevó a bordo? ¿Dónde la colocó? Lon, léeme el informe de Chicago.

—«Es difícil determinar la localización exacta de la explosión» —leyó Sellitto—, «a causa del fuego y la gran destrucción del aeroplano. El foco explosivo parece localizarse por debajo y detrás de la cabina».

—Por debajo y detrás. Me pregunto si hay allí un área de carga. Quizá… —Rhyme quedó en silencio. Su cabeza se movió a uno y otro lado. Miró las bolsas de pruebas—. ¡Espera, espera! —gritó—. Mel, déjame ver esos trozos de metal. La tercera bolsa de la izquierda. El aluminio. Ponlo bajo un microscopio.

Cooper había conectado un cable de su microscopio de luz polarizada al ordenador de Rhyme. Lo que Cooper veía, también lo podía ver Rhyme. El técnico comenzó a montar muestras de los minúsculos trozos de restos en el portaobjetos y a mirarlos en el microscopio.

Un momento más tarde, Rhyme ordenó:

—Baja el cursor. Da un doble click.

La imagen de la pantalla de su ordenador se hizo más grande.

—¡Allí, mira! El revestimiento de la nave está doblado hacia adentro.

—¿Hacia adentro? —peguntó Sachs—. ¿Quieres decir que la bomba estaba fuera?

—Lo pienso, sí. ¿Qué dices, Mel?

—Tienes razón. Esas cabezas pulidas de los remaches están todas dobladas hacia dentro. Estaba fuera, decididamente.

—¿Un cohete, quizá? —preguntó Dellray—. ¿SAM[27]?

Mientras consultaba el informe, Sellitto dijo:

—No había imágenes de radar que pudieran concordar con misiles.

Rhyme sacudió la cabeza:

—No, todo apunta a que fue una bomba.

—¿Pero en el exterior? —preguntó Sellitto—. Nunca oí nada semejante.

—Eso explicaría lo que estoy viendo —comentó Cooper. El técnico, que se había puesto gafas de aumento y armado de una varilla cerámica, examinaba piezas de metal con la misma rapidez que un vaquero cuenta cabezas de ganado—. Fragmentos de material ferroso. Imanes. No se pegan al revestimiento de aluminio, pero había acero por debajo. Y encontré trozos de resina epoxy. Pegó la bomba en el exterior con magnetos que la sostuvieran hasta que se endureciera el pegamento.

—Y mira las ondas de choque en la resina —señaló Rhyme—. El pegamento no estaba completamente endurecido, de manera que lo fijó poco antes del despegue.

—¿Podemos saber la marca de la resina epoxi?

—No. Es de composición genérica. Se vende en todas partes.

—¿Hay alguna esperanza de obtener huellas? Dime la verdad, Mel.

La respuesta de Cooper fue una risa débil y escéptica. Pero, sin embargo, realizó las maniobras y escaneó los fragmentos con el haz de la PoliLight. No encontró ninguna prueba excepto el residuo de la explosión.

—Nada de nada.

—Quiero olerlo —anunció Rhyme.

—¿Olerlo? —preguntó Sachs.

—Sabemos que es un explosivo muy potente. Quiero saber exactamente de qué clase.

Muchos criminales usan explosivos débiles, sustancias que arden con facilidad pero no explotan a menos que se las coloque, por ejemplo, en un tubo o una caja. La más común es la pólvora. Los explosivos potentes, como el plástico o el TNT, detonan en su estado natural y no es necesario guardarlos dentro de un recipiente. Son caras y difíciles de conseguir. El tipo y el origen de un explosivo pueden decir mucho sobre la identidad del criminal.

Sachs acercó una bolsa a la silla de Rhyme y la abrió. Él inhaló.

—RDX —dijo Rhyme, reconociéndolo de inmediato.

—Concuerda con los daños producidos —dijo Cooper—. ¿Piensas en un C tres o en un C cuatro? —preguntó. RDX era el componente principal de estos dos explosivos plásticos de uso militar exclusivo, era ilegal que un civil los poseyera.

—No es un C tres —dijo Rhyme, oliendo de nuevo el explosivo como si fuera un Burdeos añejo—. No tiene un aroma dulce… No estoy seguro. Y es extraño… Huelo algo más… Pásalo por el cromatógrafo, Mel.

El técnico pasó la muestra por el cromatógrafo de gas/espectrómetro de masas. Este aparato aislaba los elementos de un compuesto y los identificaba. Podía analizar muestras tan pequeñas como de una millonésima de gramo y, una vez que identificaba su composición, podía pasar la información por una base de datos para determinar, en muchos casos, la marca comercial.

Cooper examinó los resultados:

—Tienes razón, Lincoln. Es RDX. También aceite. Y lo que es más extraño: almidón…

—¡Almidón! —Gritó Rhyme—. Eso es lo que olí. Es almidón guar.

Cooper se rió cuando esas mismas palabras aparecieron en la pantalla del ordenador:

—¿Cómo lo supiste?

—Porque se trata de dinamita militar.

—Pero no hay nitroglicerina —protestó Cooper. Ése era el ingrediente activo de la dinamita.

—No, no, no es verdadera dinamita —dijo Rhyme—. Es una mezcla de RDX, TNT, aceite de motor y fécula guar. No se ve muy a menudo.

—¿Militar, eh? —dijo Sellitto—. Apunta a Hansen.

—Así es.

El técnico montó más muestras en la platina de su microscopio de luz polarizada.

Las imágenes aparecieron simultáneamente en la pantalla del ordenador de Rhyme: trozos de fibra, cables, recortes, astillas, polvo.

Le recordó una imagen similar de años atrás, si bien en circunstancias muy diferentes. Estaba mirando a través de un pesado caleidoscopio de bronce que había comprado como regalo de cumpleaños para una amiga, Claire Trilling, hermosa y elegante. Rhyme había encontrado el caleidoscopio en una tienda de SoHo. Los dos habían pasado la noche compartiendo una botella de merlot y tratando de adivinar qué clase de cristales exóticos o de gemas formaban las imágenes sorprendentes que veían por el ocular. Finalmente Claire, que sentía por la ciencia casi tanta curiosidad como Rhyme, había desenroscado el extremo del tubo y vaciado el contenido sobre la mesa. Rieron. Los objetos no eran más que trozos de metal, serrín, un clip roto, tiras rasgadas de las Páginas Amarillas, chinchetas…

Rhyme dejó a un lado estos recuerdos y se concentró en los objetos que veía en la pantalla: un fragmento de papel manila encerado, en el que se había envuelto la dinamita militar. Fibras, rayón y algodón, del cable detonador que el Bailarín había atado alrededor de la dinamita, que se desmenuzaba con demasiada facilidad como para trenzarse alrededor del cable. Un fragmento de aluminio y un pequeño alambre de color, del casquete detonador eléctrico. Más alambre y un trozo de carbón del tamaño de una goma de borrar perteneciente a la batería.

—El temporizador —gritó Rhyme—. Quiero ver el temporizador.

Cooper levantó de la mesa una pequeña bolsa de plástico.

Dentro estaba el quieto y frío corazón de la bomba.

Rhyme se sorprendió porque conservaba muy bien su forma. Ah, tu primer desliz, pensó, hablando silenciosamente con el Bailarín. La mayoría de los criminales colocaba los explosivos alrededor del sistema detonador para destruir pistas. Pero en aquel caso el Bailarín había puesto accidentalmente el temporizador detrás del grueso borde de acero de la carcasa metálica que contenía la bomba. El borde había protegido al temporizador de la explosión.

Estiró el cuello todo lo que pudo para ver la curvada esfera del reloj.

Cooper escudriñó el aparato:

—Tengo el número de modelo y el fabricante.

—Pásalo todo por ERC.

El Catálogo de Referencia de Explosivos (ERC) del FBI era la base de datos más extensa del mundo sobre artefactos explosivos. Incluía información sobre todas las bombas registradas en los Estados Unidos, así como las pruebas físicas reales de muchas de ellas. Ciertos elementos de la colección eran antigüedades, pues databan de los años 1920.

Cooper escribió en el teclado de su ordenador. Un momento después el módem silbaba y crujía; dos minutos más tarde aparecieron los resultados de la búsqueda.

—Nada bueno —dijo el técnico, con una leve mueca, que era toda la expresión emocional que solía brindar—. No hay perfiles específicos que se ajusten a esta bomba en particular.

Casi todos los criminales se adaptan a un modelo cuando fabrican sus explosivos, aprenden una técnica y se dejan guiar por ella. (Dada la naturaleza de su producto no es precisamente una buena idea experimentar demasiado). Si las partes de la bomba del Bailarín se ajustaban a un IED anterior en, digamos, Florida o California, el equipo sería capaz de conseguir pistas adicionales en esos lugares que le pudieran llevar a identificar su fabricante. La regla general es que si dos bombas comparten al menos cuatro elementos en su fabricación (conductores soldados en lugar de pegados, por ejemplo, o temporizadores analógicos en lugar de digitales) fueron hechas probablemente por la misma persona o bajo su supervisión. La bomba del Bailarín en Wall Street era diferente a ésta. Pero Rhyme sabía que estaba elaborada para conseguir un propósito diferente. Aquella bomba había sido colocada para obstaculizar la investigación de una escena de crimen; ésta, para destruir un gran aeroplano en el aire. Y si Rhyme sabía algo del Bailarín, era que adaptaba sus herramientas a la tarea que iba a realizar.

—¿Peor, todavía? —preguntó Rhyme, leyendo la cara de Cooper mientras el técnico miraba la pantalla de ordenador.

—El temporizador.

Rhyme suspiró. Comprendió.

—¿Cuántos miles de millones se han producido?

—La Corporación Daiwana de Seúl vendió el año pasado ciento cuarenta y dos mil de ellos. A tiendas al por menor, fabricantes de equipos originales y licenciatarios. No poseen ningún código que diga dónde se embarcaron.

—Excelente. Excelente.

Cooper continuó leyendo la pantalla.

—Hum. La gente de ERC dice que están muy interesados en el artefacto y que esperan que lo agreguemos a su base de datos.

—Oh, nuestra prioridad número uno —gruñó Rhyme.

Los músculos de su espalda se agarrotaron de repente y tuvo que inclinarse hacia atrás contra el cabecero de la silla de ruedas. Respiró profundamente durante unos minutos hasta que el dolor, casi insoportable, disminuyó y luego desapareció del todo. Sachs, la única que se dio cuenta, se le acercó, pero Rhyme sacudió la cabeza y dijo:

—¿Cuántos cables cuentas, Mel?

—Parece que son sólo dos.

—¿Multicanal o de fibra óptica?

—No. Sólo cable eléctrico común.

—¿Sin desvíos?

—Ninguno.

Un desvío es un cable separado, que completa la conexión si se corta el cable de la batería o del temporizador en un intento de desactivar la bomba. Todas las bombas sofisticadas tienen mecanismos de desvío.

—Bueno —dijo Sellitto—, es una buena noticia, ¿verdad? Significa que se está volviendo descuidado.

Pero Rhyme opinaba exactamente lo contrario:

—No lo creo, Lon. La única razón para poner un desvío es hacer más difícil la desactivación. No ponerlo significa que confiaba en que la bomba no sería encontrada y que explotaría justo como lo había planeado, en el aire.

—Esta cosa… —preguntó Dellray con desdén, mirando los componentes de la bomba. ¿Con qué clase de personas se tendría que codear nuestro muchacho para hacer algo como esto? Tengo buenos informadores confidenciales que nos pueden dar datos sobre los proveedores de bombas.

Fred Dellray sabía más sobre bombas de lo que le hubiera gustado aprender: su amigo y compañero era uno de los que se encontraban en el edificio federal de Oklahoma City el día del atentado. Murió en el acto.

Pero Rhyme sacudió la cabeza.

—Todas son cosas que se encuentran en cualquier tienda, Fred. Excepto por los explosivos y la cuerda del detonador. Posiblemente Hansen se los suministró. Diablos, el Bailarín podría encontrar todo lo que necesitaba en Radio Shack.

—¿Qué? —preguntó Sachs, sorprendida.

—Oh, sí —dijo Cooper y añadió—: La llamamos la Tienda de las Bombas.

Rhyme se desplazó a lo largo de la mesa, hacia un trozo de carcasa de acero plegada como papel arrugado y lo miró durante un buen rato. Luego retrocedió y miró al techo.

—¿Pero, por qué ponerla en el exterior? —se preguntó—. Percey dijo que siempre había mucha gente por los alrededores. ¿Y acaso el piloto no camina alrededor del avión antes del despegue y mira las ruedas y demás cosas?

—Creo que sí —dijo Sellitto.

—¿Por qué no la vieron Ed Carney ni su copiloto?

—Porque —dijo Sachs de repente—, el Bailarín no podía poner la bomba a bordo hasta no saber con seguridad quién estaría en el avión.

Rhyme giró la silla en redondo:

—¡Eso es, Sachs! Estaba allí observando. Cuando vio subir a bordo a Carney supo que al menos tenía a una de las víctimas. Colocó la bomba en algún lugar después de que Carney subiera a bordo y antes que el avión despegara. Tienes que encontrar dónde, Sachs. E investigar el lugar. Mejor que te vayas ya.

—Sólo tengo una hora. Bueno, ahora menos —dijo Amelia Sachs con una mirada helada mientras se dirigía hacia la puerta.

—Una cosa —dijo Rhyme. Ella se detuvo—. El Bailarín es algo diferente de todos los asesinos contra los que te has enfrentado. —¿Cómo podría explicárselo?—. Con él, lo que ves no es necesariamente lo que es.

Ella levantó una ceja, como pidiéndole que fuera al grano.

—Probablemente no esté allí, en el aeropuerto. Pero si ves a alguien que hace un movimiento hacia ti, bueno… dispara primero.

—¿Qué? —Sachs se echó a reír.

—Preocúpate por ti primero y por la escena después.

—Yo sólo me encargo de la escena del crimen —contestó la chica y caminó hacia la puerta—. A mí no me hará caso.

—Amelia, escucha…

Pero lo único que escuchó fue sus pasos que se alejaban. Seguían el modelo conocido: un ruido sordo en la tarima de cedro, unas pisadas silenciosas cuando cruzaba la alfombra oriental, luego los sonidos del mármol de la entrada. Finalmente la coda: la puerta principal se cerró con un chasquido.