Thom apareció en el umbral del cuarto donde estaba Lincoln Rhyme e hizo entrar a alguien.
Un hombre en la cincuentena, atildado y con corte de pelo militar. Era el capitán Bo Haumann, jefe de la unidad de servicios de emergencias de la policía de Nueva York, el grupo SWAT de la policía. Entrecano y musculoso, Haumann tenía el aspecto del sargento de entrenamiento que había sido en su vida militar. Hablaba con lentitud y sensatez, y miraba directamente a los ojos, con una débil sonrisa, cuando conversaba. Durante las operaciones tácticas a menudo llevaba una chaqueta antibalas y una capucha Nomex y generalmente era uno de los primeros oficiales en traspasar los accesos cuando se trataba de sortear una barricada.
—¿Es él realmente? —preguntó el capitán—. ¿El Bailarín?
—Eso es lo que suponemos —dijo Sellitto.
Se produjo una leve pausa, que en el policía de cabellos grises era como un sonoro suspiro en cualquier otra persona. Luego siguió:
—Tengo asignados un par de equipos 32E.
Los oficiales 32E, llamados así por su centro de operaciones en el edificio Pólice Plaza, constituían un secreto a voces. Desde el punto de vista administrativo se les conocía como Oficiales de Procedimientos especiales de la Unidad de servicios especiales; los hombres y las mujeres que integraban este grupo eran en su mayoría ex militares que habían sido entrenados sin piedad en todos los procedimientos de S&S[21], así como en ataques, disparos desde escondites y rescate de rehenes. No había muchos de ellos. A pesar de la mala reputación de la ciudad, en Nueva York había relativamente pocas operaciones tácticas y los negociadores en los casos con rehenes, considerados los mejores del país, generalmente resolvían la situación antes de que fuera necesario un ataque. La asignación hecha por Haumann de dos equipos, que totalizaban diez oficiales, al caso del Bailarín, implicaba a la mayoría de los 32E.
Un momento más tarde entró al cuarto un hombre pequeño, de incipiente calvicie, que usaba gafas muy anticuadas. Mel Cooper era el mejor técnico de laboratorio del IRD, la División de Investigación y Recursos del departamento que Rhyme dirigió en un tiempo. Nunca había examinado la escena de un crimen, nunca había arrestado a un delincuente, y quizá hubiera olvidado cómo disparar la pequeña pistola que llevaba, contra su voluntad, en la parte de atrás de su viejo cinturón de cuero. Cooper no tenía deseos de estar en ningún lado más que sentado en el taburete de un laboratorio, mirando a través de los microscopios y analizando huellas en relieve por fricción (bueno, allí y en un salón de baile, pues era un bailarín de tango con varios premios en su haber).
—Detective —dijo Cooper, visando el título que ostentaba Rhyme cuando, hacía algunos años, había contratado a Cooper, que trabajaba en el departamento de policía de Albany—, pensé que íbamos a examinar granos de arena. Pero he escuchado que se trata del Bailarín.
A Rhyme se le ocurrió que hay un solo lugar en el que las noticias corren más rápido que en la calle, y ese lugar es el propio departamento de policía.
—Esta vez lo cogeremos, Lincoln, lo cogeremos seguro.
Mientras Banks ponía al tanto de los hechos a los recién llegados, Rhyme levantó la vista. Vio a una mujer en el umbral del laboratorio. Sus ojos negros examinaban el cuarto y captaban todos los detalles. Sin cautela y sin nervios.
—¿Señora Clay? —preguntó.
Ella asintió. Un hombre delgado apareció en la puerta, a su lado. Rhyme supuso que sería Britton Hale.
—Entren, por favor —dijo el criminalista.
Ella caminó hasta el centro del cuarto. Miró a Rhyme y luego la pared llena de equipamiento forense, cerca de Mel Cooper.
—Percey —dijo—. Llamadme Percey. ¿Tú eres Lincoln Rhyme?
—Así es. Siento mucho lo de tu marido.
Ella movió la cabeza con brusquedad y pareció incómoda con las condolencias.
Justo como yo, pensó Rhyme.
—¿Y usted es el señor Hale? —preguntó al hombre que estaba al lado de Percey.
El esbelto piloto asintió y se adelantó para estrechar su mano. Entonces se dio cuenta de que los brazos de Rhyme estaban sujetos a la silla de ruedas.
—Oh —musitó, ruborizándose. Retrocedió.
Rhyme los presentó al resto del grupo, a todos excepto a Amelia Sachs, quien, ante la insistencia del criminalista, se estaba quitando el uniforme y poniéndose los téjanos y la camiseta que casualmente se guardaban arriba, en el armario de Rhyme. Le había explicado que con frecuencia el Bailarín mataba o hería policías por diversión; quería que pareciera tan civil como fuera posible.
Percey sacó una petaca del bolsillo de su pantalón, una petaca plateada, y tomó un pequeño sorbo. Bebía licor —Rhyme olió un bourbon caro— como si fuera medicina.
Traicionado por su propio cuerpo, Rhyme pocas veces prestaba atención a los atributos físicos de los demás, excepto de las víctimas y los asesinos. Pero era difícil ignorar a Percey Clay. No medía mucho más de un metro cincuenta y, sin embargo, irradiaba una intensidad concentrada. Sus ojos, negros como la medianoche, eran cautivadores. Sólo después de conseguir apartar de ellos la mirada se percibía su rostro, que no era bonito sino chato y con rasgos masculinos. Tenía el pelo negro y rizado, que usaba corto y enmarañado, si bien Rhyme pensó que unas largas trenzas suavizarían la forma angulosa de su cara. La muchacha no había adoptado los gestos de disimulo de algunas personas bajas: poner las manos en las caderas, cruzar los brazos, llevar los dedos frente a la boca. Hacía tan pocos gestos gratuitos como el mismo Rhyme en su vida anterior.
Se le ocurrió un pensamiento súbito: es como una gitana.
Se dio cuenta de que ella también lo observaba. Y de que la suya era una reacción curiosa. Al verlo por primera vez, la mayoría de la gente se estampaba una tonta sonrisa en la cara, se ponía roja como un tomate y se obligaba a mirar fijamente la frente de Rhyme, de manera que los ojos no descendieran por accidente a su cuerpo deteriorado. Pero Percey miró su cara una vez —bien parecida, con labios bien delineados y una nariz como la de Tom Cruise, que aparentaba menos que sus cuarenta y tantos años— y, otra, sus brazos, piernas y torso inmóviles. Pero la atención de la muchacha se enfocó inmediatamente en el equipo para minusválidos: la reluciente silla de ruedas Storm Arrow, el controlador de movimientos con la boca, los cascos y el ordenador.
Thom entró al cuarto y se acercó a Rhyme para tomarle la tensión.
—Ahora no —dijo su jefe.
—Ahora sí.
—No.
—Quédate quieto —dijo Thom, y le tomó la tensión de todos modos. Se sacó el estetoscopio—. No está mal. Pero estás cansado y últimamente trabajas demasiado. Necesitas descanso.
—Vete —gruñó Rhyme. Se volvió hacia Percey Clay. Porque era un inválido, un tetrapléjico, porque era sólo una porción de ser humano, las visitas a menudo parecían pensar que no comprendía lo que le decían; hablaban lentamente o se dirigían a él a través de Thom. Percey, sin embargo, le habló directamente y al hacerlo se ganó muchos puntos en su estima.
—¿Piensas que Brit y yo estamos en peligro?
—Sí, lo estáis. En un grave peligro.
Sachs entró al cuarto y miró a Percey y a Rhyme.
Él las presentó.
—¿Amelia? —preguntó Percey—. ¿Te llamas Amelia?
Sachs asintió.
Una débil sonrisa pasó por el rostro de Percey. Se volvió levemente y la compartió con Rhyme.
—No me pusieron el nombre por la aviadora —dijo Sachs recordando, según supuso Rhyme, que Percey era piloto—, sino por una hermana de mi padre. ¿Amelia Earhart fue una heroína?
—No —dijo Percey—, realmente no. Se trata de una coincidencia.
Hale dijo:
—¿Le van a poner custodia, verdad? ¿A tiempo completo?
Señaló a Percey.
—Por supuesto que sí —dijo Dellray.
—Bien —anunció Hale—. Bien… Otra cosa. Estaba pensando que realmente deberíais tener una conversación con ese tío, Phillip Hansen.
—¿Una conversación? —preguntó Rhyme.
—¿Con Hansen? —inquirió Sellitto—. ¡Ya lo creo! Pero niega todo y no dirá una palabra más. —Miró a Rhyme—. Puse a los Mellizos a trabajar con él un tiempo. —Miró de nuevo a Hale—. Son nuestros mejores interrogadores. No consiguieron sacarle nada. No hubo suerte.
—¿No lo pueden amenazar… o algo así?
—Hum, no —dijo el detective—. No lo creo.
—No importa —siguió Rhyme—. De todos modos no hay nada que Hansen pueda decirnos. El Bailarín nunca se encuentra con sus clientes cara a cara y nunca les dice cómo hará el trabajo.
—¿El Bailarín? —preguntó Percey.
—Ese es el nombre que damos al asesino. El Bailarín de la Muerte.
—¿Bailarín de la Muerte? —Percey soltó una leve carcajada, como si la frase significara algo para ella. Pero no lo explicó.
—Bueno, es un poco siniestro —dijo Hale, vacilante, como si los policías no debieran poner nombres extravagantes a sus villanos. Rhyme supuso que tenía razón.
Percey miró a Rhyme a los ojos, casi tan negros como los suyos.
—¿Entonces, que te pasó? ¿Te hirieron?
Sachs, y Hale también, se sobresaltaron ante esta franqueza, pero a Rhyme no le importó. Prefería a la gente con sus características, los que no utilizaban un tacto sin sentido. Dijo sosegadamente:
—Estaba inspeccionando la escena de un crimen en una obra en construcción. Una viga cayó. Me rompió el cuello.
—Como le pasó a ese actor. Christopher Reeve.
—Sí.
—Fue muy duro —dijo Hale—. Pero ese hombre resultó un valiente. Lo he visto en la tele. Creo que yo me hubiera matado si me hubiese ocurrido a mí.
Rhyme miró a Sachs, que captó su mirada. El criminalista se volvió hacia Percey.
—Necesitamos tu ayuda. Tenemos que imaginarnos cómo puso la bomba a bordo. ¿Tienes alguna idea?
—Ninguna —dijo Percey y luego miró a Hale, quien sacudió la cabeza.
—¿Visteis a alguien que no reconocierais cerca del avión antes del vuelo?
—Yo estaba enferma anoche —dijo Percey—. Ni siquiera fui al aeropuerto.
—Yo estaba en el interior, pescando —dijo Hale—. Tenía el día libre. Llegué a casa muy tarde.
—¿Exactamente dónde estaba el avión antes de despegar?
—En nuestro hangar. Lo estábamos equipando para la nueva carga. Teníamos que sacar asientos e instalar soportes especiales con tomas eléctricas potentes. Para las unidades de refrigeración. ¿Sabéis en qué consistía el cargamento, verdad?
—Órganos —dijo Rhyme—, órganos humanos. ¿Compartís el hangar con alguna otra compañía?
—No, es nuestro. Bueno, lo alquilamos.
—¿Es fácil entrar en él? —preguntó Sellitto.
—Si no hay nadie se cierra con llave, pero en los últimos dos días tuvimos cuadrillas trabajando las veinticuatro horas para equipar al Lear.
—¿Conocéis a los trabajadores? —preguntó Sellitto.
—Son como de la familia —dijo Hale a la defensiva.
Sellitto miró significativamente a Banks. Rhyme supuso que el detective estaba pensando que los miembros de la familia son siempre los primeros sospechosos en un caso de asesinato.
—Bueno, de todos modos tomaré sus nombres, si no os importa. Pura rutina.
—Sally Anne, que es nuestra directora administrativa, os proporcionará una lista.
—Debéis sellar el hangar —dijo Rhyme—. Mantened a todos fuera.
Percey sacudió la cabeza:
—No podemos.
—Selladlo —repitió Rhyme—. Todos fuera. Todos.
—Pero…
—Tenemos que hacerlo —dijo Rhyme.
—¡Oye! —dijo Percey—. Espera un poco. —Miró a Hale—. ¿Foxtrot Bravo?
Hale se encogió de hombros.
—Ron dijo que le llevaría por lo menos otro día más.
Percey suspiró.
—El Lear Jet que Ed pilotaba era el único equipado para esa carga. Hay otro vuelo programado para mañana por la noche. Tendremos que trabajar sin descanso para dejar al otro avión listo para ese vuelo. No podemos cerrar el hangar.
—Lo lamento pero no hay opción —dijo Rhyme.
Percey parpadeó.
—Bueno, no sé quién eres para decirme lo que tengo que hacer.
—Soy alguien que trata de salvarte la vida —bramó Rhyme.
—No puedo arriesgarme a perder ese contrato.
—Un momento, señorita —dijo Dellray—, usted no comprende a este asesino…
—Mató a mi marido —respondió la chica con voz dura—. Lo comprendo perfectamente. Pero no me van a presionar para que pierda este trabajo.
Sachs se puso las manos en las caderas.
—Oye, espera un poco. Si hay alguien que puede salvarte el pellejo, ese es Lincoln Rhyme. No te pongas difícil ahora.
La voz de Rhyme terció en la discusión. Preguntó con calma:
—¿Puedes darnos una hora para la inspección?
—¿Una hora? —reflexionó Percey.
Sachs se rió y miró sorprendida a su jefe.
—¿Inspeccionar un hangar en una hora? —preguntó—. Vamos, Rhyme. —Su cara parecía querer decirle: «¿Estoy aquí defendiéndote y ahora sales con esto? ¿De qué lado estás?».
Algunos criminalistas dedicaban grupos a la inspección de las escenas de crímenes. Pero Rhyme siempre insistía en que Amelia Sachs investigara sola, como lo hacía él. Un único investigador CS[22] tenía una visión que no podía lograrse con otras personas dando vueltas por el terreno. Una hora era un tiempo extraordinariamente breve para que una sola persona cubriera una escena del crimen tan amplia. Rhyme lo sabía pero no respondió a Sachs. Mantuvo sus ojos en Percey. Ella dijo:
—¿Una hora? Está bien. Me las puedo arreglar.
—Rhyme —protestó Sachs—, necesito más tiempo.
—Ah, pero tú eres la mejor, Amelia —bromeó. Lo que significaba que la decisión ya estaba tomada.
—¿Quién puede ayudarnos allí? —preguntó Rhyme a Percey.
—Ron Talbot. Es un socio de la compañía y nuestro director operativo.
Sachs anotó el nombre en su libreta.
—¿Me voy ya? —preguntó.
—No —respondió Rhyme—. Quiero que esperes hasta que tengamos la bomba del vuelo de Chicago, te necesito para que me ayudes a analizarla.
—Sólo tengo una hora —dijo Sachs con irritación—. ¿Lo recuerdas?
—Tendrás que esperar —gruñó Rhyme y luego le preguntó a Fred Dellray—. ¿Qué se sabe de la casa para testigos protegidos?
—Oh, tenemos un lugar que te gustará —dijo el agente a Percey—. En Manhattan. Los dólares de nuestros contribuyentes lucen mucho. Sí, sí. Los oficiales de justicia lo usan para la crème de la crème en protección de testigos. La única cosa es que necesitamos alguien del departamento de policía para los detalles de la custodia. Alguien que conozca y aprecie al Bailarín.
Y justo entonces Jerry Banks levantó la vista, preguntándose por qué todos le miraban.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué? —y trató de alisar en vano su rebelde mechón.
*****
Stephen Kall, que hablaba como un soldado y disparaba como un soldado, en realidad nunca había estado en el ejército. Pero entonces le dijo a Sheila Horowitz:
—Estoy orgulloso de mi herencia militar. Ésa es la verdad.
—Algunas personas no…
—No —la interrumpió—, algunas personas no te respetan por ello. Pero ése es su problema.
—Es su problema —repitió Sheila como un eco.
—Este es un lindo lugar —miró alrededor del cuchitril, lleno de muebles rebajados de las tiendas Conran.
—Gracias, amigo. Hum, ¿quieres beber algo? Vaya, hablo como en las telenovelas, ¿verdad? Mamá siempre me corrige. Dice que veo demasiado la tele, qué vergüenza.
¿De qué mierda estaba hablando?
—¿Vives sola aquí? —le preguntó con una agradable sonrisa de curiosidad.
—Sí, solo yo y el trío dinámico. No sé por qué se esconden. Esos diablillos tontos —Sheila apretó nerviosamente el fino borde de su chaleco. Y al ver que él no contestaba, repitió:
—¿Entonces? ¿Algo de beber?
—¡Sí, claro!
El muchacho vio una única botella de vino, cubierta de tierra, encima de la nevera. La guardaría para una ocasión especial. ¿Sería ésa una de ellas?
Aparentemente no. La chica descorchó un Dr. Pepper dietético.
Stephen caminó hasta la ventana y miró hacia fuera. No se veía policía en aquella calle. Y a cincuenta metros había una estación de metro. El piso estaba en una segunda planta, y a pesar de que las ventanas de atrás tenían rejas, no estaban cerradas. Si lo necesitara, podría descender por la escalera de incendios y desaparecer por Lexington Avenue, que siempre estaba muy concurrida…
Sheila tenía teléfono y un ordenador. Bien.
Stephen observó un calendario en el muro con láminas de ángeles. Había unas pocas anotaciones pero nada para aquel fin de semana.
—Oye, Sheila, quieres…
Se calló, sacudió la cabeza y quedó en silencio.
—Hum, ¿qué?
—Bueno, es… Sé que es estúpido preguntártelo. Quiero decir, con tan poca anticipación y todo eso. Me preguntaba si tenías algún plan para los próximos dos días.
Cuidado con lo que dices.
—Oh, hum, se suponía que iba a ver a mi madre.
Stephen arrugó la cara con decepción.
—Qué lástima. Sabes, tengo este lugar en Cape May…
—¡La costa de Jersey!
—Así es. Me voy para allá…
—¿Después de buscar a Buddy?
¿Quién mierda era Buddy?
Ah, el gato.
—Pues, sí. Si no tienes nada que hacer, pensé que te gustaría venir.
—¿Tienes…?
—Mi madre estará allí con algunas de sus amigas.
—Bueno, joder. No sé.
—Oye, ¿por qué no llamas a tu madre y le dices que tendrá que vivir sin ti el resto del fin de semana?
—Vaya. Realmente no tengo que llamar. Si no aparezco, bueno, no pasa nada. Quedamos en que quizá iba o quizá no.
De manera que había mentido. Un fin de semana vacío. Nadie la echaría de menos por unos días.
Un gato saltó a su lado y pegó su cara a la suya. Stephen se imaginó miles de gusanos que se desparramaban por su cuerpo. Se imaginó los gusanos retorciéndose en el pelo de Sheila. Sus dedos como gusanos. Comenzó a detestar a aquella mujer. Quería gritar.
—Oh, oh, di hola a nuestro nuevo amigo, Andrea. Tú le gustas, Sam.
Él se puso de pie y echó una mirada por el piso. Pensó: Recuerda, muchacho, cualquier cosa puede matar.
Algunas cosas matan rápido y otras cosas matan despacio. Pero cualquier cosa puede matar.
—Dime —le preguntó—, ¿tienes cinta adhesiva de embalar?
—Hum, ¿para…? —su mente corría—. ¿Para…?
—Los instrumentos que tengo en la bolsa. Necesito pegar uno de los tambores.
—Oh, ya lo creo, tengo algo de eso por aquí —Caminó hacia el vestíbulo—. Todas las Navidades envío paquetes con regalos a mis tías. Siempre compro un nuevo rollo de cinta adhesiva. Nunca me puedo acordar si he comprado uno antes, de manera que termino con una tonelada de rollos. ¿No soy una tontuela?
Stephen no contestó porque vigilaba la cocina y decidió que era la mejor zona del apartamento para matar.
—Aquí tienes —le arrojó juguetonamente el rollo de cinta. Él lo cogió instintivamente. Estaba enfadado porque no había tenido ocasión de ponerse los guantes. Sabía que había dejado huellas en el rollo. Tembló de cólera y cuando vio a Sheila que sonreía y decía: «Vaya, bien hecho, amigo», lo que veía realmente era un enorme gusano que se acercaba cada vez más. Dejo la cinta y se puso los guantes.
—¿Guantes? ¿Tienes frío? Oye, amigo, ¿qué…?
Él la ignoró y abrió la puerta de la nevera. Comenzó a sacar la comida.
Sheila caminó hacia el centro del cuarto. Su sonrisa atolondrada empezó a borrarse.
—Hum, ¿tienes hambre?
Él empezó a sacar las baldas.
Sus miradas se cruzaron y de repente, de muy dentro de la garganta de Sheila surgió un débil aullido.
Stephen cogió al gusano gordo antes que hiciera la mitad del camino hacia la puerta.
¿Rápido o despacio?
La arrastró de vuelta a la cocina. Hacia la nevera.