La anciana lloraba y la Mujer se hallaba detrás, con los brazos cruzados.
Estaban muertas, estaban…
¡Soldado!
Stephen se quedó paralizado. Relajó el dedo que presionaba el gatillo.
¡Luces!
Luces intermitentes, que pasaban por la calle. Las luces del faro superior de un coche patrulla. Luego dos vehículos más, luego una docena, y una camioneta de servicios de emergencias que iba saltando sobre los baches. Todos convergían en el domicilio de la Mujer desde ambos extremos de la calle.
Ponga el seguro a su arma, soldado.
Stephen bajó la pistola y retrocedió, entrando al vestíbulo poco iluminado.
Los policías salían de los coches como agua derramada. Se desplegaban a lo largo de las aceras y miraban hacia delante y hacia los techos. Abrieron la puerta del domicilio de la Mujer, rompieron los cristales e irrumpieron en el edificio.
Los cinco oficiales ESU[20], con el equipo táctico completo, se desplegaron a lo largo de la esquina y cubrieron exactamente los lugares adecuados, con ojos vigilantes y dedos que se curvaban relajadamente sobre los negros gatillos de sus pistolas negras. Los patrulleros podían ser gloriosos policías de tráfico, pero no había mejores soldados que los ESU de Nueva York. La Mujer y el Amigo habían desaparecido, probablemente arrojados al suelo. La anciana también.
Más coches, llenaron la calle y se estacionaron a lo largo de la acera.
Stephen Kall sintió temor. Lleno de gusanos. El sudor cubría sus palmas y flexionó la muñeca para hacer que el guante lo absorbiera.
Escape, soldado…
Con un destornillador abrió la cerradura de la puerta principal y entró. Caminaba rápido pero no corría, con la cabeza baja, con rumbo hacia la entrada de servicio que llevaba al callejón. Nadie lo vio y salió. Pronto estuvo en Lexington Avenue y caminó hacia el sur a través de la multitud, hacia el garaje subterráneo donde tenía aparcada la camioneta.
Miró hacia delante.
Señor, hay problemas aquí, señor.
Más policías.
Habían cerrado Lexington Avenue desde tres calles hacia el sur y establecían un perímetro de control alrededor del edificio. Paraban coches, controlaban peatones, iban de puerta en puerta e iluminaban con sus largas linternas el interior de los coches. Stephen vio cómo dos policías, con las manos en las culatas de sus Glocks, pedían a un hombre que saliera de su coche mientras buscaban bajo una pila de mantas en el asiento de atrás. Lo que le preocupó a Stephen fue que el hombre era blanco y tenía aproximadamente su edad.
El edificio donde había aparcado la camioneta estaba dentro del perímetro de control. No podía salir en el coche sin que lo detuvieran. La hilera de policías se acercaba. Stephen caminó rápidamente hacia el garaje y abrió la puerta de la camioneta. Se cambió de ropa en un instante: tiró la vestimenta de contratista y se vistió con tejanos, zapatos de trabajo (sin suelas delatoras), una camiseta negra, una cazadora verde oscuro (sin inscripciones de ninguna clase) y una gorra de béisbol (sin insignias de algún equipo). La mochila contenía su ordenador portátil, varios teléfonos móviles, armas de bajo calibre y la munición que había sacado de la camioneta. Tomó más balas, los binoculares, la mira telescópica nocturna, herramientas, algunos paquetes de explosivos y varios detonadores. Puso todas estas provisiones en la gran mochila.
El Model 40 estaba en un estuche de guitarra-bajo Fender. Lo sacó de la parte posterior de la camioneta para colocarlo con la mochila en el suelo del garaje. Pensó qué hacer con la camioneta. Stephen nunca había tocado ninguna parte del vehículo sin llevar guantes y dentro no había nada que pudiera delatar su identidad. La propia Dodge era robada. Le había sacado tanto los números de identificación visibles como los secretos. El mismo había hecho la matrícula. Planeaba abandonarla en algún momento y podía terminar su cometido sin la camioneta. Decidió dejarla en aquel mismo instante. Cubrió la Dodge cuadrada con una lona Wolf azul, introdujo su potente cuchillo en los neumáticos, para deshincharlos y hacer como que la camioneta había permanecido meses allí. Abandonó el garaje en el ascensor del edificio.
Una vez fuera, se mezcló con la multitud. Pero había policías por todas partes. Su piel comenzó a erizarse. Se sentía húmedo, lleno de gusanos. Se aproximó a una cabina telefónica simulando hacer una llamada, inclinó la cabeza hacia la lámina de metal del teléfono y sintió que el sudor le escocía en la nuca y bajo los brazos. Están en todas partes, pensó. Lo buscan, lo miran. Desde los coches. Desde la calle.
Desde las ventanas…
El recuerdo apareció otra vez…
El rostro en la ventana.
Inhaló profundamente.
El rostro en la ventana…
Había pasado hacía poco. Lo habían contratado para una muerte en Washington, D.C. El trabajo era matar a un asistente del Congreso que vendía información clasificada sobre armas militares a un competidor del hombre que lo contrató, según suponía Stephen. Este asistente se sentía comprensiblemente paranoide y vivía en una casa segura en Alexandria, Virginia. Stephen averiguó dónde estaba y al final había logrado acercarse lo suficiente como para disparar su pistola, aunque sería un disparo problemático.
Una oportunidad, un disparo…
Había esperado cerca de cuatro horas, y cuando llegó la víctima y corrió hacia la casa, Stephen logró disparar un solo tiro. Le había dado, pensó, pero el hombre cayó en un patio fuera de su campo de visión.
Escúchame, muchacho. ¿Me estás escuchando?
Señor, sí, señor.
Debes seguir la huella de todo objetivo herido y terminar el trabajo. Sigue el rastro de la sangre hasta el infierno y vuelve, debes hacerlo.
Bueno…
No me digas bueno. Confirma todas las muertes. ¿Me entiendes? No es una opción.
Sí, señor.
Stephen había escalado un muro de ladrillos para llegar al patio. Encontró el cuerpo del asistente sobre los adoquines, con los miembros extendidos, cerca de una fuente adornada con la cabeza de un macho cabrío. Después de todo, el disparo había resultado fatal.
Pero algo extraño sucedió. Algo que le produjo escalofríos, y muy pocas cosas en la vida le habían estremecido. Quizá era solo un pálpito, la forma en la que el asistente había caído, o el lugar en el que la bala le había dado. Pero parecía que alguien había levantado cuidadosamente la camisa ensangrentada de la víctima para ver la minúscula herida sobre el esternón del hombre.
Stephen se dio vuelta, buscando a quien lo había hecho. Pero no, no se veía a nadie cerca.
O eso pensó en un principio.
Luego se le ocurrió mirar a través del patio. Se podía ver una vieja cochera, con ventanas manchadas y sucias, iluminada por detrás con la débil luz del crepúsculo. En una de las ventanas vio, o imaginó que veía, un rostro que lo observaba. No podía distinguir al hombre, o a la mujer, con nitidez. Pero quienquiera que fuese no parecía particularmente asustado. No se escondía ni trataba de huir.
¡Un testigo, ha dejado un testigo, soldado!
Señor, eliminaré inmediatamente la posibilidad de identificación, señor.
Pero cuando abrió de una patada la puerta de la cochera vio que estaba vacía.
Márchese, soldado.
El rostro en la ventana…
Stephen había permanecido en el edificio vacío, que daba al patio de la casa del asistente, iluminado por la luz del crepúsculo y dio vueltas y más vueltas en círculos lentos y maníacos.
¿Quién era? ¿Qué estaba haciendo? ¿O se trataba sólo de la imaginación de Stephen? De la misma manera, su padrastro solía ver francotiradores en los nidos de halcón de los cedros de Virginia Occidental.
El rostro de la ventana lo había observado de la misma forma en que algunas veces lo miraba su padrastro, estudiándolo, inspeccionándolo. Stephen recordó que de joven a menudo pensaba: ¿Hice algo mal? ¿Hice algo bien? ¿Qué piensa de mí?
Finalmente no pudo esperar más y regresó a su hotel de Washington.
Stephen había sido herido, golpeado y acuchillado. Pero nada lo había conmocionado tanto como aquel incidente en Alexandria. Ni una vez se sintió perturbado por los rostros de sus víctimas, vivas o muertas. Pero el rostro en la ventana era como un gusano que subía por su pierna.
Temeroso…
Así exactamente se sentía ahora, al ver las hileras de oficiales que se dirigían hacia él desde los dos extremos de Lexington. Los coches hacían sonar las bocinas, los conductores estaban enfadados. Pero la policía no les prestaba atención; continuaba con su búsqueda afanosa. Era cuestión de minutos que le localizaran: un atlético hombre blanco solo, que llevaba un estuche de guitarra que podría fácilmente contener el mejor fusil que Dios pusiera sobre la tierra.
Sus ojos se volvieron a las ventanas negras y sombrías que daban a la calle.
Rezó por no ver un rostro observándolo.
Soldado, ¿de qué mierda está hablando?
Señor, yo…
Haga un reconocimiento, soldado.
Señor, sí, señor.
Le llegó un aroma amargo, a quemado.
Se dio vuelta y encontró que estaba al lado de un Starbucks. Entró y mientras hacía como que leía el menú, estudió a los clientes.
Sola en una mesa, se sentaba en una de esas sillas ligeras e incómodas una mujer grandota. Leía una revista y sobre la mesa había un vaso alto de té. Estaba en los primeros años de la treintena, era regordeta y poseía una cara ancha y nariz prominente. Stephen asoció libremente… Starbucks, Seattle… ¿lesbiana?
Pero no, no pensaba que lo fuera. Ella escudriñaba el Vogue que tenía en sus manos con envidia, no con lujuria.
Stephen compró una taza de manzanilla Celestial Seasonings. Tomó el recipiente y se encaminó hacia un asiento cerca de la ventana. Pasaba justo al lado de la mesa de la mujer cuando la taza se le resbaló de las manos y cayó en la silla opuesta a la de la chica; el té caliente se derramó por el suelo. Ella se echó atrás sorprendida, y miró la expresión de horror de la cara de Stephen.
—Oh, Dios mío —murmuró el muchacho—, lo lamento mucho.
Cogió un puñado de servilletas.
—Dime que no te he manchado. ¡Por favor!
*****
Percey Clay se desembarazó del joven detective que la tenía inmovilizada contra el suelo.
La madre de Ed, Joan Carney, yacía a unos metros, con el rostro petrificado en una expresión entre conmocionada y perpleja.
Brit Hale estaba contra el muro; dos fuertes policías le sujetaban. Parecía que lo estuvieran arrestando.
—Lo lamento, señora Clay —dijo uno de los policías—. Nosotros…
—¿Qué está pasando? —Hale parecía desconcertado. A diferencia de Ed y de Ron Talbot, y de la misma Percey, Hale nunca había sido militar, ni estado cerca de un combate. No tenía miedo; siempre usaba mangas largas en lugar de la tradicional camisa blanca de mangas cortas de los pilotos, para ocultar las cicatrices de las quemaduras que tenía en los brazos de cuando, hacía unos años, se había subido a un Cessna 150 en llamas para rescatar a un piloto y su pasajero. Pero la idea del crimen, de daño intencional, le era completamente ajena.
—Recibimos una llamada de las fuerzas especiales —explicó el detective—. Piensan que el hombre que mató al señor Carney está de vuelta. Probablemente venga a por ustedes. El señor Rhyme piensa que el asesino fue el que conducía esa camioneta negra que vio usted hoy.
—Bueno, tenemos a esos hombres que nos cuidan —soltó Percey, señalando con la cabeza los policías que habían llegado antes.
—Dios —musitó Hale, mirando hacia fuera—. Debe haber veinte policías allí.
—Apártese de la ventana, por favor —dijo el detective con firmeza—. Podría estar en un techo. El lugar todavía no es seguro.
Percey oyó pasos que subían las escaleras a la carrera.
—¿El techo? —preguntó con amargura—. Quizá esté haciendo un túnel en el sótano.
Puso un brazo alrededor de la señora Carney:
—¿Está bien, madre?
—¿Qué pasa, qué es todo esto?
—Piensan que pueden estar en peligro —dijo el oficial—. No usted, señora —agregó dirigiéndose a la madre de Ed—, sino la señora Clay y el señor Hale. Porque son testigos en este caso. Nos dijeron que protegiéramos el edificio y los lleváramos al puesto de comando.
—¿Ya hablaron con él? —preguntó Hale.
—No sé a quién se refiere, señor.
El larguirucho respondió:
—El tipo contra el cual testificaremos. Hansen.
El mundo de Hale era el mundo de la lógica. De la gente razonable. De máquinas y números e hidráulica. Sus tres matrimonios fracasaron porque el único lugar donde estaba su corazón era en la ciencia de vuelo y la irrefutable sensación que tenía en la cabina del avión. Ahora se apartó el cabello de la frente y dijo:
—Preguntadle a él. Él os dirá dónde está el asesino. Él lo contrató.
—Bueno, no veo que sea tan fácil.
Otro oficial apareció en el umbral.
—La calle es segura, señor.
—Vengan con nosotros, por favor. Los dos.
—¿Qué pasará con la madre de Ed?
—¿Vive en esta zona? —preguntó el oficial.
—No. Me alojo en casa de mi hermana —contestó la señora Carney—. En Saddle River.
—La llevaremos allí en un coche y dejaremos a un policía de Nueva Jersey de custodia. Usted no está involucrada en el caso, de manera que estoy seguro de que no tiene nada de qué preocuparse.
—Oh, Percey.
Las mujeres se abrazaron.
—Estaré bien, madre.
Percey se empeñó en controlar sus lágrimas.
—No, no lo estarás —dijo la frágil mujer—. Nunca volverás a estar bien…
Un oficial la condujo a un coche patrulla.
Percey observó cómo se alejaba el coche y luego preguntó al policía que estaba a su lado:
—¿Adónde vamos?
—A ver a Lincoln Rhyme.
Otro oficial dijo:
—Vamos a salir caminando juntos, con un oficial a cada lado. Mantengan inclinadas las cabezas y no levanten la vista en ninguna circunstancia. Vamos a caminar rápido hacia esa camioneta que está allí. ¿La ven? Entren rápido. No miren por las ventanillas y pónganse los cinturones. Conduciremos muy velozmente. ¿Alguna pregunta?
Percey abrió la botella y bebió un trago de bourbon.
—Sí. ¿Quién diablos es Lincoln Rhyme?
*****
—¿Tú lo cosiste? ¿Tú misma?
—Así es —dijo la mujer, tocando el bordado chaleco de lona, que, como la falda tableada que llevaba, era algo grande, calculado para disimular su opulenta figura. Las puntadas recordaron a Stephen los anillos alrededor del cuerpo de un gusano. Se estremeció y sintió náuseas. Pero sonrió y dijo:
—Es admirable.
Había limpiado el té derramado y pedido disculpas como el caballero que su padrastro podía ser algunas veces.
Le preguntó si le importaba que se sentara con ella.
—Hum… no —dijo y escondió el Vogue en su bolsa de lona como si fuera material pornográfico.
—Oh, por cierto —dijo Stephen—, me llamo Sam Levine.
Los ojos de la chica parpadearon ante el nombre y evaluaron sus rasgos arios.
—Bueno, generalmente me llaman Sammy —agregó él—. Para mi madre soy Samuel pero solo si me he portado mal —sonrió.
—Te llamaré «amigo» —anunció ella—. Yo soy Sheila Horowitz.
El muchacho miró por la ventana para evitar tener que estrechar su mano húmeda, terminada en cinco gusanos blancos y gelatinosos.
—Encantado de conocerte —dijo Stephen, recostándose y sorbiendo su nueva taza de té, que encontró asquerosa. Sheila se dio cuenta que dos de sus descuidadas uñas estaban sucias. Trató disimuladamente de sacarles la roña.
—Es relajante coser —explicó—. Tengo una vieja Singer. Una de las negras. Me la dieron mis abuelos.
Trató de atusar su cabello corto y brillante, deseando sin duda habérselo lavado aquel día más que nunca.
—No conozco a chicas que cosan hoy en día —dijo Stephen—. Una chica con la que salía en la escuela secundaria lo hacía. Se confeccionaba casi toda su ropa. Me impresionaba mucho.
—Hum, en Nueva York, nadie, y recalco nadie, cose —dijo con desdén Sheila.
—Mi madre solía coser todo el tiempo, durante horas y horas —siguió Stephen—. Cada puntada tenía que estar perfecta. Quiero decir perfecta. Con una separación de un milímetro. —Esto era cierto—. Todavía tengo algunas de las cosas que hizo. Suena estúpido, pero las guardo sólo porque ella las hizo. —Esto no era cierto.
Stephen todavía podía oír el arranque y la detención del motor de la Singer que provenían del dormitorio pequeño y caluroso de su madre. Día y noche. Haz bien esas puntadas. Con un milímetro entre ellas. ¿Por qué? ¡Porque es importante! Aquí viene la regla, aquí viene el cinturón, aquí viene el gatillo…
—La mayoría de los hombres —el acento que puso en la palabra explicaba muchas cosas de la vida de Sheila Horowitz— no se interesan un pimiento por la costura. Quieren chicas que hagan deporte o sepan de películas —agregó rápidamente—. Y yo soy de esas. Quiero decir que estuve esquiando. Apuesto a que no soy tan buena como tú. Y me gusta ir al cine. A ver ciertas películas.
Stephen dijo:
—Oh, ya no práctico esquí. No me gustan mucho los deportes. —Miró hacia fuera y vio policías por todas partes. Examinaban todos los coches. Un enjambre de gusanos azules…
Señor, no entiendo por qué montan esta ofensiva, señor.
Soldado, tu tarea no es comprender. Tu tarea es infiltrar, evaluar, delegar, aislar y eliminar. Esa es tu única tarea.
—¿Perdón? —dijo, pues no oyó el comentario de la chica.
—He dicho, oh, no me mientas. Quiero decir que yo tendría que esforzarme durante meses para estar en forma como tú. Voy a apuntarme en un Health & Raquet Club. Lo he estado pensando. Lo malo es que tengo problemas de espalda. Pero realmente he decidido apuntarme.
Stephen rió:
—Ay, yo me canso tanto de… sí, de esas chicas que parecen enfermas. ¿Sabes? Todas delgadas y pálidas. Toma una de esas chicas raquíticas que salen en la tele y mándala a la época del rey Arturo y bang, llamarían al médico de la corte y le dirían: «Debe estar muriéndose, milord».
Sheila pestañeó y luego lanzó una carcajada, mostrando unos dientes poco agraciados. La broma le dio una excusa para poner la mano sobre el brazo de Stephen, que sintió los cinco gusanos apretando su carne y tuvo que luchar contra las náuseas.
—Mi padre —dijo ella— era un oficial de carrera en el ejército y viajaba mucho. Me contó que en otros países piensan que las chicas americanas son muy escuálidas.
—¿Era soldado? —preguntó Sam Sammie Samuel Levine, sonriendo.
—Coronel retirado.
—Bueno…
¿Demasiado?, se preguntó Stephen. No.
—Soy militar —dijo—. Sargento. En el ejército.
—¡No! ¿Dónde estás destinado?
—Operaciones especiales. En Nueva Jersey.
Ella sabría bien que no podía preguntar más acerca de las actividades del grupo de operaciones especiales.
—Me alegro de que tengas un soldado en la familia. Yo a veces no le digo a la gente lo que hago. No está demasiado bien visto. Especialmente por aquí. En Nueva York quiero decir.
—No te preocupes por eso. Yo pienso que es muy interesante, amigo —señaló con la cabeza el estuche Fender—. ¿Y eres músico, también?
—Realmente, no. Soy voluntario en un centro de cuidados diurnos. Enseño música a los chicos. Es algo que la base patrocina.
Miró hacia fuera. Luces intermitentes. Blancas y azules. Un coche patrulla pasó zumbando.
La chica acercó su silla y Stephen detectó un aroma repulsivo. Le puso nervioso otra vez y le trajo a la mente la imagen de gusanos saliendo del cabello grasiento. Casi vomitó. Se disculpó por un momento y pasó tres minutos lavándose las manos. Cuando volvió notó dos cosas: que ella se había desabrochado el botón superior de su blusa y que el dorso de su jersey contenía casi mil pelos de gato. Los gatos, para Stephen, apenas si eran gusanos con cuatro patas.
Miró hacia fuera y vio que la hilera de policías se acercaba. Consultó su reloj y dijo:
—Escucha, tengo que buscar a mi gato. Está en el veterinario.
—Oh, ¿tienes un gato? ¿Cómo se llama? —Sheila se inclinó hacia delante.
—Buddy.
Sus ojos se iluminaron:
—Oh, qué mono. ¿Tienes una fotografía?
¿De un maldito gato?
—No la llevo conmigo —dijo Stephen, y chasqueó la lengua con pesar.
—¿Está enfermito el pobre Buddy?
—Sólo un chequeo.
—Oh, haces bien. Ten cuidado con esos gusanos.
—¿Con qué? —preguntó Stephen alarmado.
—Ya sabes, las lombrices.
—Oh, bien.
—Hum, si eres bueno, amigo —dijo Sheila con una voz cantarina—, puede ser que te presente a Garfield, Andrea y Essie. Bueno, realmente se llama Esmeralda, pero ella nunca aprobaría ese nombre, por supuesto.
—Parecen maravillosos —dijo el muchacho, observando las fotos que Sheila había sacado de su cartera—. Me encantaría conocerlos.
—Sabes —exclamó ella— sólo vivo a tres calles de aquí. En la Ochenta y uno.
—Eh, tengo una idea —Stephen pareció radiante—. Quizá pueda dejar estas cosas y conocer a tus bebés. Luego me podrías ayudar a recoger a Buddy.
—Excelente —dijo Sheila.
—Vámonos.
Afuera ella dijo:
—¡Vaya! mira cuantos policías. ¿Qué sucede?
—¡Jo! No lo sé —Stephen colocó la mochila sobre su hombro. Algo metálico hizo ruido. Quizá una granada de luces contra su Beretta.
—¿Qué tienes allí?
—Instrumentos musicales. Para los niños.
—Ah, ¿cómo triángulos?
—Sí, como triángulos.
—¿Quieres que te lleve la guitarra?
—¿Te importaría?
—Hum, pienso que está bien.
Sheila tomó el estuche Fender y pasó su brazo por el de él y caminaron por delante de un grupo de policías que no prestaron atención a la amorosa pareja. Continuaron calle abajo, riendo y charlando sobre los traviesos gatitos.