Capítulo 40

Reginald Eliopolos apareció en el umbral, escoltado por dos enormes agentes. Rhyme había creído que el fiscal era un hombre de edad mediana, pero a la luz del día parecía estar cercano a los treinta años. También los agentes eran jóvenes y vestían igual de bien que él, aunque le recordaban a unos estibadores cabreados.

¿Para qué los necesitaba exactamente? ¿Para reducir a un hombre que no se podía mover?

—Bueno, Lincoln, me parece que no me hiciste mucho caso cuando dije que habría repercusiones. Je, je. No me creíste.

—¿De qué cono te estás quejando, Reggie? —preguntó Sellitto—. Lo atrapamos.

—Je, je… je, je. Te diré de qué… —levantó las manos e hizo comillas imaginarias en el aire— me estoy quejando. El caso contra Hansen está kaput. No hay pruebas en las bolsas de lona.

—No es culpa nuestra —dijo Sachs—. Mantuvimos a su testigo con vida. Y atrapamos al asesino contratado por Hansen.

—Ah —dijo Rhyme—. Pero hay algo más, ¿verdad, Reggie?

El fiscal lo observó fríamente.

—Mira —siguió Rhyme—, Jodie, me refiero al Bailarín, es la única oportunidad que tenéis ahora para montar un caso contra Hansen. O al menos es lo que pensáis. Pero el Bailarín nunca delatará a un cliente.

—Oh, ¿estás seguro? Bueno, no creo que lo conozcas tan bien como piensas. Acabo de mantener una larga conversación con él. Está más que dispuesto a acusar a Hansen. Pero ahora se niega a hablar. Gracias a ti.

—¿A mí? —preguntó Rhyme.

—Dijo que tú le amenazaste durante esa pequeña reunión no autorizada que mantuviste con él hace unas horas. Je, je. Van a rodar unas cuantas cabezas por ello. Te lo aseguro.

—Oh, por Dios —exclamó Rhyme, y rió con amargura—. ¿No ves lo que está haciendo? Déjame adivinar… le dijiste que me arrestarías, ¿verdad? Y estuvo de acuerdo en testificar si lo hacías.

Un segundo de vacilación en Eliopolos indicó a Rhyme que eso era exactamente lo que había sucedido.

—¿No lo entiendes?

Pero Eliopolos no entendía nada.

—¿No te das cuenta de que le gustaría que yo estuviera detenido en un lugar a diez o quince metros de donde está él? —dijo Rhyme.

—Rhyme —empezó Sachs y frunció el ceño con preocupación.

—¿De qué estás hablando? —preguntó el fiscal.

—Quiere matarme, Reggie. Esa es la razón. Soy el único hombre que ha conseguido detenerlo. No puede continuar su trabajo sabiendo que estoy aquí.

—Pero no puede ir a ningún lado. Nunca podrá.

Je, je.

—Cuando yo haya muerto, se retractará —Rhyme fue terminante—. Nunca testificará contra Hansen. ¿Y con qué vas a presionarlo? ¿Lo amenazarás con la pena de muerte? No le importa. Nada lo asusta. Nada en absoluto.

¿Qué era lo que lo molestaba?, se preguntó Rhyme. Algo parecía andar mal. Muy mal.

Decidió que eran las guías de teléfono…

Guías de teléfono y piedras.

Rhyme se sumió en sus pensamientos mientras miraba los diagramas de pruebas pegados a la pared. Escuchó un sonido y levantó la vista. Uno de los agentes que acompañaba a Eliopolos sacó las esposas y se acercó a la Clinitron. Rhyme rió para sí. Mejor sería que le pusieran grilletes en los pies. Podía salir corriendo.

—Vamos, Reggie —dijo Sellitto.

La fibra verde, las guías de teléfono y las rocas.

Recordó algo que el Bailarín le había dicho, cuando estaba sentado en la misma silla al lado de la cual Eliopolos estaba en ese momento.

Un millón de dólares…

Rhyme percibió vagamente que el agente trataba de decidir cuál era la mejor manera de reducir a un inválido. También notó que Sachs se adelantaba, pensando sin duda cuál sería la mejor manera de reducir al agente.

—Esperad —ladró de repente con una voz tan potente que dejó paralizados a todos los que estaban en el cuarto.

La fibra verde…

La miró en el diagrama.

Todos se pusieron a hablar a la vez; el agente todavía observaba las manos de Rhyme y blandía las sonoras esposas, pero Rhyme los ignoró a todos.

—Dame media hora —le dijo a Eliopolos.

—¿Por qué debería hacerlo?

—Vamos, ¿qué tiene de malo? ¿Piensas acaso que puedo escaparme? —Y antes que el fiscal dijera nada, gritó—: ¡Thom! Thom, necesito hacer una llamada. ¿Vienes o no? No sé dónde se mete algunas veces. Lon, ¿harás una llamada por mí?

*****

Percey Clay acababa de regresar del entierro de su marido cuando Lon Sellitto la encontró. Vestida de luto, se había sentado en la silla de mimbre que estaba al lado de la cama de Lincoln Rhyme. De pie, a su lado, se hallaba Roland Bell, con un traje marrón, que le caía mal por culpa de las dos pistolas que llevaba. Se atusó el ralo pelo castaño sobre la coronilla.

Eliopolos se había ido, aunque sus dos gorilas estaban afuera, custodiando la entrada. Aparentemente creían que si tenía la menor oportunidad, Thom sacaría a Rhyme por la puerta y éste escaparía en la Storm Arrow, cuya velocidad máxima era de doce kilómetros por hora.

A Percey el vestido le molestaba en el cuello y la cintura, y Rhyme apostó que era el único que tenía. Cuando la mujer se arrellanó, hizo amago de cruzar las piernas, pero enseguida se dio cuenta de que una falda no era la prenda más adecuada para esa postura, así que se sentó muy formal con las piernas juntas.

Lo miró con curiosidad, impaciente y Rhyme supo que ni Sellitto ni Sachs, que la habían ido a buscar, le habían dado la noticia.

Cobardes, pensó con malhumorado.

—Percey… No van a presentar el caso contra Hansen en el gran jurado.

Por un instante apareció un gesto de alivio en su rostro, hasta que entendió el significado de esas palabras.

—¡No! —exclamó.

—¿Te acuerdas del vuelo que hizo Hansen para deshacerse de las bolsas de lona? Las bolsas estaban vacías. No había nada en ellas.

—¿Lo dejarán escapar? —su rostro palideció.

—No pueden encontrar ninguna conexión entre el Bailarín y Hansen. Hasta que lo hagamos nosotros, está libre.

Percey se tapó la cara con las manos.

—¿Todo ha sido inútil, entonces? ¿Ed… y Brit? Murieron para nada.

—¿Qué pasa ahora con tu compañía? —le preguntó Rhyme.

Percey no esperaba esa pregunta. No estaba segura de haberlo oído bien.

—¿Disculpa?

—Tu compañía ¿Qué le pasará ahora a Hudson Air?

—Probablemente la vendamos. Recibimos una oferta de otra empresa. Pueden afrontar la deuda. Nosotros no. O quizá nos limitemos a liquidarla.

Era la primera vez que Rhyme percibía resignación en su voz; era una gitana derrotada.

—¿Qué otra empresa?

—Francamente no me acuerdo. Ron está hablando con ellos.

—Te refieres a Ron Talbot, ¿verdad?

—Sí.

—¿Conoce la situación financiera de la compañía?

—Claro que sí. Tanto como los abogados y los contables. Mejor que yo.

—¿Te importaría llamarle y pedirle que venga tan pronto como le sea posible?

—Claro. Estaba en el cementerio. Probablemente ya haya llegado a su casa. Lo llamaré.

—¿Sachs? —dijo Rhyme volviéndose hacia la chica—, tenemos otra escena de crimen. Necesito que la examines. Tan rápido como puedas.

*****

Rhyme observó al hombretón que entró por la puerta. Llevaba un traje azul oscuro lustroso por el uso, que tenía el color y el corte de un uniforme. Rhyme supuso que sería lo que se ponía cuando volaba.

Percey los presentó.

—De manera que por fin atraparon a ese hijo de puta —gruñó Talbot—. ¿Creéis que lo condenarán a muerte?

—Yo junto la basura —dijo Rhyme complacido; le gustaba tener la oportunidad de soltar frases grandilocuentes—. Lo que el fiscal de distrito hace con ella es cosa de él. ¿Le ha dicho Percey que tenemos problemas con las pruebas que implican a Hansen?

—Sí, algo me ha dicho. ¿Las pruebas que estaban en las bolsas eran falsas? ¿Por qué lo haría?

—Creo que puedo responderle, pero necesito más información. Percey me dijo que conoce muy bien la Compañía. ¿Es uno de los socios, verdad?

Talbot asintió, sacó una cajetilla de tabaco, vio que nadie fumaba y se la volvió a colocar en el bolsillo. Su traje estaba más arrugado que el de Sellitto y parecía que había pasado mucho tiempo desde que podía abrocharse la chaqueta alrededor de su voluminoso vientre.

—Repasemos esta hipótesis —dijo Rhyme—: ¿Qué pasaría si Hansen no hubiera querido matar a Ed y a Percey porque eran testigos?

—Pero entonces, ¿por qué lo haría? —balbuceó Percey.

—¿Quiere decir que tenía otro motivo? —preguntó Talbot—. ¿Cómo cuál?

Rhyme no respondió directamente:

—Percey me contó que la Compañía no va bien desde hace un tiempo.

Talbot se encogió de hombros.

—Han sido dos años difíciles. La desregulación, el aumento de los pequeños transportistas. Luchamos contra UPS y FedEx. También contra el Servicio Postal. Los márgenes han disminuido.

—Pero todavía tienen unos buenos… ¿cómo se llama eso, Fred? Tú investigaste algunos delitos fiscales, ¿verdad? El dinero que entra, ¿cómo se llama?

—Ingresos, Lincoln —Dellray soltó una carcajada.

—Tenían buenos ingresos.

—Oh, el flujo de dinero nunca ha sido un problema —asintió Talbot—. Lo que pasa es que sale más de lo que entra.

—¿Qué le parece la teoría de que el Bailarín fue contratado para matar a Percey y a Ed para que el asesino pudiera comprar la Compañía con descuento?

—¿Qué Compañía? ¿La nuestra? —preguntó Percey, frunciendo el ceño.

—¿Por qué haría Hansen algo así? —preguntó Talbot, con un hilo de voz.

—¿Por qué no se limitó a venir a vernos a nosotros con un cuantioso cheque? —añadió Percey—. Nunca nos llamó siquiera.

—Yo no me refería a Hansen —señaló Rhyme—. La pregunta que hice antes era ¿qué pasa si no fuera Hansen el que quería matar a Ed y a Percey? ¿Y si era otra persona?

—¿Quién? —preguntó Percey.

—No estoy seguro. Se trata de… bueno, esa fibra verde.

—¿Fibra verde? —Talbot siguió la mirada de Rhyme hacia el diagrama de pruebas.

—Todos parecen haberla olvidado. Excepto yo.

—Este hombre nunca se olvida de nada. ¿Verdad, Lincoln?

—No demasiado a menudo, Fred. No demasiado a menudo. Esa fibra. Sachs, mi compañera…

—Te recuerdo —dijo Talbot y la saludó con la cabeza.

—La encontró en el hangar que alquiló Hansen. Estaba entre unos vestigios de materiales, cerca de la ventana donde Stephen Kall esperó antes de colocar la bomba en el avión de Ed Carney. Sachs también encontró trozos de bronce, unas fibras blancas y pegamento de sobres, lo que nos indica que alguien dejó una llave del hangar en un sobre para Kall. Pero entonces me puse a pensar: ¿por qué necesitaría Kall una llave para entrar a un hangar que estaba vacío? Era un profesional. Podría haber entrado hasta dormido. La única razón que explica la presencia de la llave era hacernos creer que Hansen la había dejado. Para implicarlo.

—Pero ¿y el asalto? —dijo Talbot—. ¿Cuándo mató a esos soldados y robó los fusiles? Todos saben que es un asesino.

—Oh, probablemente lo sea —convino Rhyme—. Pero no pilotó su avión sobre Long Island y jugó a bombardear la zona con esas guías de teléfono. Otra persona lo hizo.

Percey se movió, nerviosa.

—Alguien que nunca pensó que encontraríamos las bolsas de lona —continuó Rhyme.

—¿Quién? —preguntó Talbot.

—¿Sachs?

La chica sacó tres grandes sobres de pruebas de una bolsa de lona y los puso sobre la mesa.

Dentro de dos de ellos había libros de contabilidad. El tercero contenía un fajo de sobres blancos.

—Provienen de su oficina, Talbot.

El hombre rió débilmente:

—No creo que pueda coger eso así como así, sin una orden.

—Yo les di permiso —Percey Clay frunció el ceño—. Todavía soy la presidenta de la compañía, Ron. ¿Adónde quieres ir a parar, Lincoln?

Rhyme lamentó no haber compartido antes sus sospechas con Percey; le iba a provocar una conmoción tremenda. Pero no se podía arriesgar a que le descubriera su juego a Talbot. Hasta aquel momento había cubierto muy bien sus huellas.

Rhyme miró a Mel Cooper, quien continuó:

—La fibra verde que encontramos junto a las partículas de la llave proviene de un folio de un libro mayor. Las blancas son de un sobre. No hay duda de que concuerdan.

—Todo salió de su oficina —dijo Rhyme—, Talbot.

—¿Qué quieres decir, Lincoln? —balbuceó Percey.

—Todas las personas del aeropuerto sabían que Hansen estaba bajo sospecha —le dijo Rhyme a Talbot—. Usted pensó en que podría usar ese hecho a su favor, de manera que esperó hasta una noche en que Percey, Ed y Brit Hale se quedaron trabajando hasta tarde. Robó el avión de Hansen para el vuelo y arrojó al agua las bolsas de lona. Contrató al Bailarín. Supongo que habría oído hablar de él en sus viajes a África o el Lejano Oriente. Hice algunas llamadas. Usted trabajó para la fuerza aérea de Botswana y para el gobierno birmano en el asesoramiento para la compra de aviones militares usados. El Bailarín me dijo que le pagó un millón por la tarea —Rhyme sacudió la cabeza—. Eso tendría que haberme alertado. Hansen podría haber eliminado a los tres testigos por doscientos mil dólares. Los asesinatos profesionales constituyen un mercado a la baja hoy en día. El millón ofrecido me hizo caer en la cuenta de que el hombre que ordenó las muertes era un aficionado. Y que tenía mucho dinero a su disposición.

Un grito salió de la garganta de Percey Clay, que saltó hacia Talbot. El hombre se puso de pie y se arrimó a la pared.

—¿Cómo pudiste? —gritó Percey—. ¿Por qué?

—Mis muchachos de la oficina de delitos financieros están examinando sus libros ahora —dijo Dellray—. Creemos que vamos a encontrar montones y montones de dinero que no están donde deberían.

—Hudson Air tiene mucho más éxito de lo que pensabas, Percey —continuó Rhyme—. Sólo que la mayor parte del dinero iba a los bolsillos de Talbot. Sabía que algún día lo cogerían y necesitaba quitaros de en medio a Ed y a ti para comprar la compañía.

—Aprovechando la opción de compra de acciones —dijo Percey—. Como socio tenía el derecho de comprar nuestra parte con un descuento si moríamos.

—Eso son gilipolleces. Ese tipo también me disparó, recuérdalo.

—Pero usted no contrató a Kall —le recordó Rhyme—. Usted contrató a Jodie, el Bailarín de la Muerte, y éste subcontrató a Kall para el trabajo, que, a su vez, no lo conocía.

—¿Cómo pudiste? —repitió Percey con voz hueca—. ¿Por qué? ¿Por qué?

—¡Porque te amaba! —le espetó Talbot furioso.

—¿Qué? —balbuceó Percey.

—Te reíste cuando te dije que quería casarme contigo —gimió Talbot.

—Ron, no. Yo…

—Y volviste con él —rió con sorna—. Con Ed Carney, el guapo piloto de combate. El mejor de los mejores. Te trataba como una mierda y todavía lo querías. Luego… —su cara estaba roja de furia—. Luego perdí la última cosa que me quedaba, no pude volar más. Tenía que quedarme en tierra. Os veía a vosotros dos volando cientos de horas cada mes mientras que todo lo que yo podía hacer era quedarme sentado en un escritorio para rellenar papeles. Vosotros os teníais el uno al otro, podíais volar… No tienes ni idea de lo que significa perder todo lo que amas. ¡No tienes ni idea!

Sachs y Sellitto vieron que Talbot estaba tenso. Supieron que intentaría hacer algo, pero no habían contado con su fuerza. Mientras Sachs se adelantaba y sacaba el arma de su funda, Talbot levantó a Percey del suelo y la tiró contra la mesa donde estaban las pruebas. Desparramó los microscopios y el equipo. Golpeó a Mel Cooper contra la pared y le quitó el Glock a Sachs. Apuntó el arma contra Bell, Sellitto y Dellray.

—Muy bien, tirad vuestras pistolas al suelo. Hacedlo ahora. ¡Ahora!

—Vamos, tío —dijo Dellray, poniendo los ojos en blanco—. ¿Qué vas a hacer? ¿Salir por la ventana? No puedes ir a ninguna parte.

—No lo diré dos veces —Talbot apuntó el arma hacia el rostro de Dellray.

Sus ojos tenían una mirada desesperada. A Rhyme le pareció un oso acorralado. El agente y los policías tiraron sus armas al suelo. Bell dejó caer sus dos pistolas.

—¿Adónde da esa puerta? —Talbot señaló la pared con la cabeza. Había visto fuera a los guardias de Eliopolos y sabía que no podía escapar por allí.

—Es un armario —dijo rápidamente Rhyme.

Talbot lo abrió y miró el minúsculo ascensor.

—Que te jodan —susurró y apuntó a Rhyme con el arma.

—No —gritó Sachs.

Talbot volvió la pistola contra ella.

—Ron —exclamó Percey—, piensa en lo que haces. Por favor…

Sachs, avergonzada pero ilesa, estaba de pie y miraba las pistolas que había en el suelo a tres metros.

No, Sachs, pensó Rhyme. ¡No lo hagas!

Había sobrevivido al asesino profesional más diestro del país y en aquel momento estaba a punto de dispararle a un aficionado presa de pánico.

Los ojos de Talbot se movían de un lado a otro, de Dellray y Sellitto al ascensor, tratando de descifrar cómo funcionaban los botones.

No, Sachs, no lo hagas.

Rhyme trataba de atraer la atención de la chica, pero ella estaba concentrada evaluando distancias y ángulos. Nunca lo podría hacer a tiempo.

—Hablemos un momento, Talbot —dijo Sellitto—. Vamos, baje el arma.

Por favor, Sachs, no lo hagas… Te verá. Intentará darte en la cabeza, como todos los aficionados, y morirás.

Sachs se puso tensa y observó la Sig-Sauer de Dellray.

No…

En el instante en que Talbot se volvió a mirar el ascensor, Sachs saltó al suelo y cogió el arma de Dellray mientras rodaba. Pero Talbot la vio. Antes de que ella pudiera levantar la enorme automática, apuntó la Glock a su cara y entrecerró los ojos cuando comenzó a apretar el gatillo, aterrado.

—¡No! —gritó Rhyme.

El disparo los dejó sordos. Las ventanas vibraron y los halcones volaron hacia el cielo.

Sellitto buscó su arma. La puerta se abrió de golpe y los oficiales de Eliopolos entraron corriendo al cuarto, con sus pistolas en las manos.

Ron Talbot, con un pequeño agujero rojo en la sien, se quedó extraordinariamente quieto durante un momento y luego cayó al suelo en espiral.

—Oh, cielos —dijo Mel Cooper, paralizado en su postura, mientras sostenía una bolsa de pruebas y miraba a su pequeña y delgada Smith & Wesson 38, sostenida por la mano firme de Roland Bell que apuntaba por detrás del hombro del técnico—. Oh, Dios mío.

El detective se había deslizado detrás de Cooper y le había quitado el arma de la estrecha funda, ubicada en la parte de atrás del cinturón. Bell había disparado desde la cadera, es decir, desde la cadera de Cooper.

Sachs se puso de pie y cogió su Glock de la mano de Talbot. Le tomó el pulso y sacudió la cabeza.

Los gemidos llenaron el cuarto cuando Percey Clay cayó de rodillas sobre el cuerpo y, entre sollozos, golpeó con su puño una y otra vez el duro hombro de Talbot. Nadie se movió durante un largo instante. Luego, tanto Amelia Sachs como Roland Bell se dirigieron hacia ella. Se detuvieron y fue Sachs quien se alejó y dejó que el larguirucho detective pusiera su brazo alrededor de la mujer. Así la apartó del cuerpo de su amigo y enemigo.