Mel Cooper, con los guantes de látex puestos, estaba de pie al lado del cadáver del joven que habían encontrado en Central Park.
—Podría probar con las huellas de los pies —sugirió, descorazonado.
Las huellas con borde de fricción de los pies son tan únicas como las de las manos, pero tienen un valor relativo hasta que se consiguen muestras de un sospechoso; además, las huellas de pies no figuran en las bases de datos de AFIS.
—No te molestes —murmuró Rhyme.
¿Quién diablos es? se preguntó Rhyme, mirando el cuerpo destrozado que tenía delante. Se dijo: es la pista del próximo movimiento del Bailarín. Experimentaba la peor sensación del mundo: un picor que no podía aliviar. Tenía una prueba delante de sus ojos, sabía que era la clave del caso y, sin embargo, era incapaz de descifrarla.
Rhyme miró hacia el diagrama de pruebas que estaba contra la pared. El cadáver era como las fibras verdes que habían encontrado en el hangar: Rhyme suponía que eran importantes, pero desconocía la razón.
—¿Algo más? —preguntó al médico que les acompañaba, que trabajaba en la oficina de reconocimientos médicos y había acompañado el cadáver hasta allí. Era un hombre joven, con poco pelo; gotas de sudor resbalaban por su coronilla.
—Es un gay —dijo el doctor—, o para ser más exacto, vivió una vida de gay cuando era joven. Ha experimentado repetidas relaciones anales, que cesaron hace unos años.
—¿Qué opinas de esa cicatriz? —continuó Rhyme—. ¿Es quirúrgica?
—Bueno, es una incisión muy clara. Pero no se me ocurre ninguna razón para operar en ese lugar. Quizá un bloqueo intestinal, pero aun en ese caso, no creo que hayan realizado nunca una operación en ese cuadrante del abdomen.
Rhyme lamentó que Sachs no estuviera allí. Quería intercambiar ideas con ella; seguro que reparaba en algo que él hubiera pasado por alto.
¿Quién podría ser? Rhyme se devanaba los sesos. La identificación es una ciencia compleja. Una vez había establecido la identidad de un hombre con un sólo diente. Pero el procedimiento llevaba tiempo, generalmente semanas o meses.
—Envía el grupo sanguíneo y el perfil de ADN —dijo Rhyme.
—Ya lo he hecho —contestó el médico de servicio—. Ya he enviado las muestras al centro.
Si el joven fuera seropositivo, eso les ayudaría a identificarlo a través de médicos o clínicas. Pero si no tenían nada a lo que agarrarse, el examen sanguíneo no sería de mucha ayuda.
Huellas…
Daría cualquier cosa por una buena huella en relieve por fricción, pensó Rhyme. Quizá…
—¡Esperad! —lanzó una estruendosa carcajada—. ¡Su polla!
—¿Qué? —exclamó Sellitto.
Dellray enarcó una ceja.
—No tiene manos. ¿Pero cuál es la parte de su anatomía que tocó seguro?
—El pene —respondió Cooper—. Si hizo pis en las últimas dos horas probablemente consigamos una huella.
—¿Quién quiere tener el honor?
—Ninguna tarea es demasiado desagradable —dijo el técnico y se puso otro par de guantes por encima de los que ya tenía. Se puso a trabajar con las tarjetas Kromekote para obtener huellas de la piel. Obtuvo dos huellas excelentes: una de pulgar, en la parte superior del pene del cadáver y un dedo índice en la parte inferior.
—Perfecto, Mel.
—No se lo digas a mi novia —dijo Mel tímidamente. Colocó las huellas en el sistema AFIS.
El mensaje apareció en pantalla: Espere, por favor… Espere, por favor…
Que figure en el archivo, rezó Rhyme con desesperación.
Figuraba.
Pero cuando aparecieron los resultados, Sellitto y Dellray, que estaban cerca del ordenador de Cooper, miraron la pantalla con escepticismo.
—¿Qué diablos…? —dijo el detective.
—¿Qué? —gritó Rhyme—. ¿Quién es?
—Es Kall.
—¿Qué?
—Es Stephen Kall —repitió Cooper—. Tiene una coincidencia de veintidós puntos. No hay ninguna duda.
Buscó la huella compuesta que habían elaborado con anterioridad para descubrir la identidad del Bailarín. La dejó caer sobre la mesa al lado del Kromekote.
—Es idéntica.
¿Cómo?, se preguntaba Rhyme. ¿Cómo diablos?
—Tal vez —dijo Sellitto— Kall dejó sus huellas en la polla de este hombre ¿Y si es un chupapollas?
—Tenemos marcadores genéticos de la sangre de Kall, ¿verdad? De las que se encontraron en la torre del agua.
—Correcto —dijo Cooper.
—Compáralos —exclamó Rhyme—. Quiero un perfil de los marcadores del cadáver. Y lo quiero ahora.
*****
La poesía era algo que le gustaba.
El «Bailarín de la Muerte»… me gusta, pensó. Mucho mejor que «Jodie», el nombre que había elegido para aquel trabajo porque sonaba tan inofensivo. Un nombre tonto, un nombre en diminutivo.
El Bailarín…
Sabía que los nombres eran importantes. Leía filosofía. El acto de nombrar, de designar, era exclusivo de los seres humanos. El Bailarín, en aquel momento, se dirigió al muerto y desmembrado Stephen Kall: Era de mí de quien oíste hablar. Yo soy el que llama «cadáveres» a sus víctimas. Tú las llamas Mujeres, Maridos, Amigos, lo que quieras.
Pero en cuanto me contratan son cadáveres. Es todo lo que son.
Con el uniforme del inspector puesto, anduvo por el oscuro pasillo, alejándose de los cuerpos de los dos oficiales. No había podido evitar por completo las manchas de sangre, pero en la penumbra no se podía ver que el uniforme azul marino tenía máculas rojas.
Iba a buscar el Cadáver número tres.
La Mujer, según tu denominación, Stephen. Qué criatura problemática y nerviosa que eras. Con tus manos lavadas y tu confusa polla. El Marido, la Mujer, el Amigo…
Infiltrar, Evaluar, Delegar, Eliminar…
Ah, Stephen… podría haberte enseñado que hay una única regla en este negocio: ir un paso por delante de todo ser viviente.
En aquel momento tenía dos pistolas pero todavía no las quería usar. No quería arriesgarse a actuar precipitadamente. Si fallaba entonces, nunca tendría otra ocasión de matar a Percey Clay antes de la reunión del gran jurado de aquella misma mañana.
Se dirigió en silencio hacia el vestíbulo donde se sentaban otros dos inspectores, uno leyendo un periódico y otro mirando la tele.
El primero levantó la vista hacia el Bailarín, vio el uniforme y volvió al periódico. Pero enseguida miró de nuevo.
—Espera —dijo el inspector, al darse cuenta de repente de que no reconocía esa cara.
Pero el Bailarín no esperó.
Respondió con dos hábiles cortes en ambas arterias carótidas. El hombre se deslizó hacia delante y murió sobre la página seis del Daily News, tan silenciosamente que su compañero ni siquiera sacó los ojos de la tele, donde una mujer rubia que lucía recargadas joyas doradas explicaba cómo había conocido a su novio a través de un parapsicólogo.
—¿Esperar? ¿Para qué? —preguntó el segundo inspector, sin dejar de mirar la pantalla.
Murió haciendo un poco más de ruido que su compañero, pero nadie del edificio pareció darse cuenta. El Bailarín arrastró los cuerpos y los depositó bajo una mesa.
En la puerta de atrás se aseguró de que no hubiera sensores en el marco y luego salió afuera. Los dos agentes estaban vigilantes, pero no observaban la casa. Uno miró rápidamente hacia el Bailarín, lo saludó con la cabeza y volvió a concentrarse en el entorno. El cielo mostraba las luces del alba, pero todavía había suficiente oscuridad como para que el hombre no lo reconociera. Ambos agentes murieron casi silenciosamente.
En cuanto a los dos que estaban en la parte posterior, en la caseta de guardia que daba al lago, el Bailarín los sorprendió por atrás. Atravesó el corazón de uno de los agentes con una cuchillada por la espalda y luego, ras, ras, cortó el cuello del segundo. Tumbado sobre el suelo, el primer agente emitió un grito plañidero cuando murió. Pero nuevamente nadie pareció notarlo; el sonido, pensó el Bailarín, se parecía mucho al canto del somorgujo, despertando a un hermoso amanecer rosado y gris.
*****
Rhyme y Sellitto se hallaban enfrascados en tareas burocráticas cuando llegó el fax con el perfil del ADN. Se había realizado la versión rápida de la prueba, el test de reacción en cadena de la polimerasa, pero aun así era virtualmente definitiva; las posibilidades de que el cuerpo que tenían frente a ellos fuera el de Stephen Kall eran de seis mil a uno.
—Lo han matado —murmuró Sellitto. Tenía la camisa tan arrugada que parecía una muestra de fibras bajo una lente de quinientos aumentos—. ¿Por qué?
Pero esa no era una pregunta para un criminalista.
Pruebas… pensó Rhyme. Las pruebas eran lo único que le interesaba.
Miró los diagramas de las escenas de crimen colgados de la pared y examinó todas las pistas del caso. Las fibras, las balas, el cristal roto…
¡Analiza! ¡Piensa!
Conoces el procedimiento. Lo has seguido un millón de veces.
Identificas los hechos. Los cuantificas y categorizas. Estableces tus teorías. Sacas las conclusiones. Luego las compruebas…
Suposiciones, pensó Rhyme.
Había una suposición manifiesta en aquel caso, presente desde el comienzo: habían basado toda la investigación en la creencia de que Kall era el Bailarín de la Muerte. ¿Pero qué pasaba si no lo era? ¿Qué pasaba si era un simple peón, si el Bailarín lo había estado usando como un arma?
Engaño…
Si fuera así, habría algunas pruebas que no encajarían, algo que señalaría al verdadero Bailarín.
Examinó con cuidado los diagramas, pero no halló nada extraño excepto la fibra verde, que seguía sin decirle nada.
—¿No tenemos ninguna ropa de Kall, verdad?
—No, estaba completamente desnudo cuando lo encontramos —dijo el médico de servicio.
—¿Tenemos algo con lo que haya estado en contacto?
Sellitto se encogió de hombros.
—Bueno, Jodie.
—¿Se cambió de ropa aquí, no es cierto? —preguntó Rhyme.
—Así es —dijo Sellitto.
—Traedme las ropas de Jodie. Quiero verlas.
—Uf —dijo Dellray—. Están tremendamente sucias.
Cooper las encontró y las trajo. Las cepilló sobre hojas de papel limpias. Montó muestras de los vestigios en el portaobjetos y las colocó bajo el microscopio de luz polarizada.
—¿Qué tenemos? —preguntó Rhyme, observando la pantalla de su ordenador, donde aparecía una imagen idéntica a la que Cooper tenía en el microscopio.
—¿Qué es esa sustancia blanca? —preguntó Cooper—. Esos granos de allí. Hay muchos. Proceden de las costuras de sus pantalones.
Rhyme sintió que le ardía la cara, en parte debido a su errática tensión arterial, no en balde estaba muy fatigado, otro poco al dolor fantasma que todavía padecía de vez en cuando. Pero en gran medida se debía al calor provocado por la excitación de la caza del Bailarín.
—Oh, Dios mío —murmuró.
—¿Qué, Lincoln?
—Es oolito —anunció.
—¿Qué coño es eso? —preguntó Sellitto.
—Una roca calcárea. Una especie de arena que arrastra el viento. Se encuentra en las Bahamas.
—¿Bahamas? —preguntó Cooper frunciendo el ceño—. ¿Qué hemos oído hace poco de las Bahamas? —Miró alrededor del laboratorio—. No me acuerdo.
Pero Rhyme se acordaba: miraba fijamente el tablón de los boletines, donde estaba pinchado el informe del científico del FBI sobre la arena que Amelia había encontrado la semana pasada en el coche de Tony Panelli, el agente desaparecido en el centro de la ciudad.
Leyó:
La sustancia sometida a análisis no es técnicamente arena. Consiste en fragmentos de coral procedentes de arrecifes y contiene espíenlas, secciones transversales de tubos de gusanos marinos, conchas de gasterópodos y foraminíferos. El origen más probable es el norte del Caribe: Cuba y las Bahamas.
El agente de Dellray, reflexionó Rhyme… Un hombre que sabría dónde estaba la mejor casa de seguridad del FBI de Manhattan y que le daría la dirección a quien lo estuviera torturando.
De manera que el Bailarín podría esperar allí, esperar a que Stephen Kall apareciera, hacerse amigo suyo, y luego arreglarlo todo para que lo capturaran y estar cerca de sus víctimas.
—¡Las drogas! —gritó Rhyme.
—¿Qué? —preguntó Sellitto.
—¿En qué estaba pensando yo? ¡Los traficantes no cortan las drogas farmacéuticas! Les da demasiado trabajo. ¡Sólo lo hacen con las drogas comunes!
—Jodie no las cortaba con la comida para bebés —asintió Cooper—. Sólo se deshacía de las drogas. Tomaba placebos para que pensáramos que era un yonqui.
—Jodie es el Bailarín —exclamó Rhyme—. ¡Al teléfono! ¡Llamad ahora a la casa de seguridad!
Sellitto cogió el teléfono y marcó.
¿Sería demasiado tarde?
Oh, Amelia, ¿qué he hecho? ¿Te he matado?
El cielo tomaba un metálico color rosado.
Una sirena sonó a la distancia.
El halcón peregrino estaba despierto y a punto de salir a cazar.
Lon Sellitto levantó la vista del teléfono, desesperado.
—No contesta nadie —dijo.