Rhyme se dio cuenta de que eran más de las tres de la madrugada. Percey Clay volaba de regreso a la costa Este en un reactor del FBI. Al cabo de unas pocas horas más est aría en camino hacia el palacio de justicia para preparar su declaración ante el gran jurado.
Todavía no tenía ni idea de dónde se hallaba el Bailarín de la Muerte, ni de lo que planeaba, ni de la identidad que había asumido.
El teléfono de Sellitto sonó. Escuchó. Su cara se crispó.
—Dios. El Bailarín se ha cargado a otro. Encontraron otro cuerpo en un túnel del Central Park, cerca de la Quinta Avenida. Sin señas de identidad.
—¿Eliminó todas las características de identificación?
—Parece que sí. Le quitaron las manos, los dientes, la mandíbula y las ropas. Es un hombre blanco, más bien joven. Entre los veinte y los treinta años. —El detective escuchó de nuevo—: No es un vagabundo —informó—. Está limpio y en buena forma. Atlético. Haumann cree que es un yuppie del East Side.
—Vale —dijo Rhyme—. Traedlo aquí. Quiero examinarlo yo mismo.
—¿El cuerpo?
—Así es.
—Bueno, está bien.
—De manera que el Bailarín tiene una nueva identidad —musitó Rhyme, irritado—. ¿Qué diablos es? ¿Cómo llegará hasta nosotros?
Suspiró y miró por la ventana.
—¿En qué casa de seguridad los alojaréis? —preguntó Dellray.
—He estado pensando en ello —dijo el delgado agente—. Me parece…
—En la nuestra —respondió otra voz.
Se volvieron hacia el hombre robusto que estaba en el umbral.
—En nuestra casa de seguridad —aseguró Reggie Eliopolos—. Asumimos su custodia.
—No a menos que tengáis… —comenzó a protestar Rhyme.
El fiscal agitó el papel con demasiada rapidez como para que el criminalista pudiera leerlo, pero todos sabían que la orden judicial era auténtica.
—No es una buena idea —dijo Rhyme.
—De cualquier manera es mejor que la vuestra de intentar matar a nuestro último testigo.
Sachs se adelantó, enfadada, Rhyme sacudió la cabeza.
—Créeme —dijo—, el Bailarín averiguará que vosotros asumís la custodia. Hasta es posible que ya lo sepa. En realidad —añadió en un tono inquietante—, puede que cuente con eso.
—Tendría que ser adivino.
Rhyme ladeó la cabeza.
—Veo que empiezas a comprender.
Eliopolos soltó su risilla característica. Miró alrededor del cuarto y se fijó en Jodie.
—¿Tú eres Joseph D'Oforio?
—Yo… sí —el hombrecillo le devolvió la mirada.
—Tú vienes también.
—Oiga, espere un minuto, me dijeron que me entregarían mi dinero y que podría…
—Esto no tiene nada que ver con la recompensa. Si tienes derecho a ella, te la darán. Lo que queremos es estar seguros de que llegarás a salvo para testificar ante el gran jurado.
—¡Gran jurado! ¡Nadie me dijo que tendría que testificar!
—Bueno —dijo Eliopolos— eres un testigo primordial. —Movió la cabeza hacia Rhyme—. Puede haber tenido la intención de matar a algún mañoso. Nosotros preparamos la acusación contra el hombre que lo contrató. Es lo que hacen los guardianes de las leyes.
—No voy a testificar.
—Entonces serás detenido por desacato. Estarás en la cárcel con los presos comunes. Y apuesto a que sabes lo que te sucederá.
El hombrecillo trató de enfadarse pero estaba demasiado asustado.
—Oh, Dios mío.
—No tendrá suficiente protección —dijo Rhyme a Eliopolos—. Nosotros lo conocemos. Deja que lo protejamos nosotros.
—Oh, Rhyme, por cierto —Eliopolos se volvió hacia él—: Debido al incidente con el avión, te acusaremos de interferencia en una investigación criminal.
—Que te follen si lo haces —dijo Sellitto.
—Por tu puta madre que lo haré —retrucó el fiscal—. Podría haber arruinado el caso al dejarla hacer ese vuelo. Tendré la orden de detención para el lunes, y yo mismo supervisaré el proceso el…
—Él ha estado aquí, como usted sabe —le interrumpió Rhyme muy tranquilo.
El fiscal se quedó callado.
—¿Quién? —preguntó después de un instante, a pesar de que sabía muy bien la respuesta.
—Estuvo justo frente a esa ventana no hace ni una hora. Apuntó a este cuarto con un fusil de francotirador cargado con cartuchos explosivos —Rhyme miró hacia el suelo—. Probablemente apuntaba hacia donde estáis ahora.
Eliopolos no hubiera retrocedido por nada del mundo, pero se fijó con cuidado en las ventanas para ver si las persianas estaban bajas.
—¿Porqué…?
—¿No disparó? —Rhyme terminó la frase—. Porque tuvo una idea mejor.
—¿Cuál?
—Ah —dijo Rhyme—, esa es la pregunta del millón. Todo lo que sabemos es que mató a otra persona; un joven, en Central Park, y lo desnudó, quitó todas las características identificatorias del cuerpo y asumió su identidad. Estoy seguro de que sabe que la bomba no mató a Percey, y está en camino para completar su trabajo. Y hará de ti su cómplice.
—Ni siquiera sabe que existo.
—Eso es lo que quiere que creas.
—Por Dios, Reggie —dijo Dellray—. Date cuenta.
—No me llames así.
—¿No se da cuenta? —intervino Sachs—. Nunca se ha enfrentado a nadie como él.
Sin dejar de mirar a Sachs, Eliopolos le dijo a Sellito:
—Supongo que la policía metropolitana hace su trabajo de forma diferente a la federal. Nuestra gente sabe cuál es su lugar.
—Sería una estupidez tratarlo como si fuera un gánster o un mafioso jubilado. —Exclamó Rhyme—. Nadie se puede esconder del Bailarín. La única posibilidad es detenerlo.
—Sí, Rhyme, llevas todo el rato con la misma canción. Bueno, pero no vamos a sacrificar más agentes sólo porque estás caliente con un tipo que mató a dos de tus técnicos hace cinco años. Suponiendo que puedas tener una erección…
Eliopolos era un hombre de gran tamaño, de manera que le sorprendió enormemente encontrarse en el suelo de un golpe. Trató de recobrar el aliento y miró la cara púrpura de Sellitto. El teniente estaba preparado para golpearlo de nuevo.
—Haga eso, oficial —dijo el fiscal, casi sin voz— y estará procesado dentro de media hora.
—Lon —dijo Rhyme—, déjalo ya…
El detective se calmó, echó una mirada de furia al fiscal y se alejó. Eliopolos se puso de pie.
El insulto no significaba nada para Rhyme. Ni siquiera pensaba en Eliopolos. Ni en el Bailarín, en realidad. Porque se le había ocurrido mirar a Amelia Sachs y había visto el vacío y la desesperación en sus ojos. Sabía lo que sentía: la angustia por perder a su presa. Eliopolos le estaba escamoteando la posibilidad de atrapar al Bailarín. Como le ocurría a Lincoln Rhyme, el asesino se había convertido en el objetivo de su vida.
Y todo por un único error: el incidente en el aeropuerto, cuando temió por su vida. Algo pequeño, minúsculo, excepto para Sachs. ¿Cuál sería la expresión adecuada? Un tonto arroja una piedra a un estanque y una docena de hombres sabios no la pueden recuperar. ¿Qué era la vida de Rhyme en ese momento sino el resultado de un trozo de madera que le había roto un hueso? La vida de Sachs se había quebrado en el momento en que cayó en lo que creía que era una cobardía. Pero, a diferencia de Rhyme, tenía la posibilidad de repararlo. Oh, Sachs, cómo duele tener que hacer esto, pero no tengo otra opción.
—Muy bien, pero tendrán que hacer algo a cambio —le dijo a Eliopolos.
—¿Y si no lo hago? —se burló el fiscal.
—No le diré dónde está Percey —se limitó a responder Rhyme—. Somos los únicos que lo sabemos.
Eliopolos, le dedicó a Rhyme una mirada helada.
—¿Qué deseas?
—El Bailarín parece empeñado en deshacerse de la gente que lo persigue. Si se va a proteger a Percey, quiero que se proteja también al principal investigador forense del caso.
—¿Tú? —preguntó el abogado.
—No, Amelia Sachs —replicó Rhyme.
—No, Rhyme —protestó la chica, frunciendo el entrecejo.
Mi imprudente Amelia Sachs… Y yo la pongo de lleno en la zona de muerte. Le pidió que se acercara.
—Quiero quedarme aquí —dijo Sachs—. Quiero encontrarlo.
—Oh, no te preocupes por eso —susurró Rhyme—. Él te encontrará a ti. Mel y yo trataremos de averiguar su nueva identidad. Pero si intenta algo en Long Island, quiero que estés allí. Te quiero con Percey. Eres la única que lo comprende. Bueno, tú y yo. Y yo no estaré en condiciones de disparar en un futuro próximo.
—Podría volver por aquí…
—No lo creo. Existe la posibilidad de que Percey sea el primer pez que se le escapa y eso no le gusta en absoluto. Querrá asesinarla. Está desesperado por hacerlo. Lo sé.
Sachs dudó un instante y luego asintió.
—Vale —cedió Eliopolos—, vendrás con nosotros. Tenemos una camioneta esperando.
—¿Sachs? —dijo Rhyme.
Ella se detuvo.
—Debemos irnos —insistió Eliopolos.
—Bajaré en un minuto.
—No tenemos mucho tiempo, oficial.
—He dicho un minuto. —La chica ganó con autoridad la escaramuza de miradas, y Eliopolos y su escolta policial acompañaron a Jodie escaleras abajo.
—Esperad —gritó el hombrecillo desde el vestíbulo. Volvió, cogió su libro de autoayuda y bajó las escaleras al trote.
—Sachs…
Pensó en decirle algo acerca de la conveniencia de evitar actos heroicos, acerca de Jerry Banks, insistir en que era demasiado dura consigo misma…
Pedirle que renunciara de una vez a los muertos…
Pero sabía que cualquier palabra de cautela o de ánimo sonaría falsa.
Finalmente optó por hacerle una sugerencia:
—Dispara primero.
Ella colocó su mano derecha sobre la izquierda de él. Rhyme cerró los ojos y puso todo su empeño en sentir la presión de su piel. Creyó haberlo logrado, al menos en su dedo índice. Levantó la vista y la miró. Ella dijo:
—Ten un guardaespaldas siempre a mano, ¿vale?
Se despidió de Sellitto y Dellray.
En aquel momento apareció en la puerta un agente sanitario del servicio de emergencias. Echó una mirada por el cuarto, miró a Rhyme, al equipo, a la hermosa mujer policía y trató de imaginar la razón por la cual tenía que hacer lo que le habían dicho.
—¿Habían pedido un cuerpo? —preguntó, vacilante.
—¡Aquí! ¡Lo necesitamos ahora! —gritó Rhyme—. ¡Ahora!
*****
La camioneta pasó por una verja para luego bajar por un camino de un solo carril que se extendía por lo que parecían varios kilómetros.
—Si este es el camino —murmuró Roland Bell—, no quiero ni imaginarme lo que será la casa.
Bell y Amelia Sachs estaban a ambos lados de Jodie, quien no paraba de moverse nerviosamente con su abultado chaleco antibalas, rozando a quien tuviera cerca mientras examinaba las sombras, los porches oscuros y los coches que pasaban por la autopista de Long Island. En la parte posterior del vehículo iban dos oficiales 32E, armados con ametralladoras. Percey Clay estaba en el asiento de pasajeros de la parte delantera. Cuando fueron a buscarla a ella y a Bell a la terminal aérea de la Marina en La Guardia, de camino al condado de Suffolk, Sachs se conmovió al verla.
No era el cansancio, aunque se la veía muy fatigada. Tampoco el temor. No, parecía la viva imagen de la completa resignación y eso era lo que preocupaba a Sachs. Como oficial de patrulla había visto muchas tragedias en la calle, se había visto obligada también a dar malas noticias, pero nunca había visto a alguien tan completamente abatido como Percey Clay.
La aviadora estaba hablando por teléfono con Ron Talbot. Sachs supuso por la conversación que U.S. Medical no había esperado a que se enfriaran las cenizas de su avión para rescindir el contrato. Cuando colgó, se quedó mirando el panorama durante un momento.
—La compañía de seguros ni siquiera pagará la carga —le dijo a Bell distraídamente—. Dicen que asumí un riesgo que conocía. De manera que es así… —Añadió bruscamente—: estamos en la bancarrota.
Velozmente pasaban pinos, cedros y extensiones de arena. A Sachs, una chica de ciudad, que había visitado los condados de Nassau y Suffolk cuando era adolescente, no por las playas o los centros comerciales, sino para apretar el embrague de su Charger y acelerar el coche a doscientos en cinco punto nueve segundos, durante las carreras de coches trucados que hicieron famosa a Long Island, le gustaban los árboles, la hierba y las vacas, pero cuando disfrutaba a tope de la naturaleza era cuando pasaba por ella a ciento ochenta kilómetros por hora.
Jodie cruzaba y descruzaba los brazos y se hundía en el asiento del medio, jugueteaba con el cinturón de seguridad y chocaba una y otra vez con Sachs.
—Perdona —musitaba.
Sachs tenía ganas de pegarle.
La casa no pegaba mucho con el camino.
Era un laberíntico edificio con distintos niveles, una combinación de troncos y tablas; un lugar destartalado, formado por construcciones añadidas a través de los años, con mucho dinero federal y ninguna inspiración.
La noche era muy oscura, surcada por densos jirones de niebla, pero Sachs pudo ver lo suficiente como para percibir que la casa estaba ubicada entre un apretado conjunto de árboles. El terreno que la rodeaba estaba limpio de vegetación hasta los doscientos metros.
Constituía un buen refugio y contaba con zonas abiertas bien preparadas para atrapar a todo aquel que quisiera entrar. Una banda grisácea a la distancia sugería dónde se seguía el bosque. Detrás de la casa había un amplio y tranquilo lago.
Reggie Eliopolos salió de la camioneta que iba delante e hizo que todos descendieran. Los condujo a la entrada principal del edificio. Los entregó a un hombre robusto, quien parecía contento pese a que no sonrió ni una sola vez.
—Bienvenidos —dijo—. Soy el inspector David Franks. Quiero deciros algo acerca de la que va a ser vuestra casa por el momento: es el lugar más seguro del país para la protección de testigos. Tenemos sensores de peso y movimiento instalados en todo el perímetro del lugar. Nadie puede pasar sin que salten alarmas de todo tipo. El ordenador está programado para detectar modelos de movimiento humano, correlacionados con el peso, de manera que la alarma no funciona si a un ciervo o un jabalí le da por vagabundear por el terreno. Si alguien, un ser humano, pone el pie donde no debe, todo este lugar se ilumina como Times Square en Navidad. ¿Y qué pasa si alguien llega a caballo? También lo pensamos. El ordenador registra un peso que no se correlaciona con la distancia entre los cascos del animal y enciende la alarma. Cualquier otro movimiento, de un mapache o una ardilla, hace funcionar los videos infrarrojos; también estamos cubiertos por el radar del aeropuerto regional de Hampton, de manera que se puede evitar desde el principio cualquier ataque aéreo. Si algo sucede, escucharéis una sirena y quizá veáis las luces. Quedaos donde estéis. No salgáis.
—¿Qué tipo de guardias tenéis? —preguntó Sachs.
—Tenemos cuatro agentes en el interior. Dos están afuera, en la casilla exterior, dos en la parte posterior, al lado del lago. Y si se aprieta el botón de alarma, vendrá una escuadrilla SWAT en veinte minutos.
La cara de Jodie manifestó con claridad meridiana que veinte minutos le parecía un tiempo muy largo. Sachs estuvo de acuerdo.
Eliopolos miró su reloj.
—Una camioneta blindada llegará a las seis para llevaros hasta el gran jurado —dijo—. Lamento que no podáis dormir mucho —miró a Percey—, pero si me hubieran hecho caso, hubieras pasado la noche aquí, sana y salva.
Nadie le dijo una palabra de despedida cuando salió por la puerta.
—Os diré sólo unas pocas cosas más —prosiguió Franks—. No miréis por las ventanas. No salgáis sin una escolta. Ese teléfono de allí —señaló un aparato beige en un rincón de la sala—, es seguro. Es el único que debéis usar. Apagad vuestros móviles y no los uséis en ninguna circunstancia. Bueno, eso es todo. ¿Alguna pregunta?
—¿Tenéis algo de beber? —preguntó Percey.
Franks se inclinó frente al armario que estaba a su lado y sacó una botella de vodka y otra de bourbon.
—Nos gusta que nuestros huéspedes se sientan cómodos.
Puso las botellas sobre la mesa, se dirigió hacia a la puerta principal y se colocó la cazadora.
—Me voy a casa. Buenas noches, Tom —le dijo al agente que estaba en la puerta y saludó al cuarteto de custodiados, plantados en medio de un pabellón de caza de madera barnizada, con dos botellas de licor al frente y una docena de cabezas de ciervos y alces mirándolos desde las paredes.
El timbre del teléfono los sobresaltó a todos. Uno de los inspectores lo cogió a la tercera llamada.
—¿Diga? —Miró a las dos mujeres—. ¿Quién es Amelia Sachs?
La chica movió la cabeza y cogió el auricular.
—¿Sachs, es lo bastante seguro? —era Rhyme.
—Está bastante bien —le contestó—. De alta tecnología. ¿Tuviste suerte con el cuerpo?
—Nada hasta ahora. En las últimas cuatro horas se han denunciado cuatro desapariciones en Manhattan. Las estamos examinando a todas. ¿Está Jodie ahí?
—Sí.
—Pregúntale si el Bailarín mencionó alguna vez que asumiría alguna identidad en particular.
Sachs transmitió la pregunta. Jodie hizo memoria:
—Bueno, recuerdo que una vez dijo algo… nada específico, quiero decir. Dijo que si se va a matar a alguien hay que infiltrar, evaluar, delegar y luego eliminar. O algo parecido. No lo recuerdo exactamente. Se refería a delegar en alguien para que hiciera algo; luego, cuando todos están distraídos, se cuela. Creo que mencionó a un chico de recados o a un limpiabotas.
Tu arma más mortífera es el engaño…
Después de que Sachs trasmitiera estas palabras, Rhyme dijo:
—Pensamos que el cuerpo es el de un joven ejecutivo. Podría ser un abogado. Pregúntale a Jodie si alguna vez mencionó que trataría de entrar al palacio de justicia cuando se reúna el gran jurado.
Jodie no lo creía.
Sachs trasmitió esa impresión a Rhyme.
—Vale. Gracias —Sachs oyó que le decía algo a Mel Cooper—. Te llamaré después, Sachs.
—¿Queréis un último trago? —preguntó Percey.
Sachs no podía decir si quería o no. El recuerdo del whisky que precedió a su fiasco en la cama de Lincoln Rhyme la hacía estremecer. Pero en un impulso dijo que sí.
Roland Bell decidió que podía estar media hora fuera de servicio.
Jodie optó por una medida rápida y medicinal de whisky. Luego se dirigió a la cama, con su libro de autoayuda bajo el brazo. Miró con la fascinación de un chico de ciudad una cabeza de alce embalsamada.
*****
Fuera, en el denso aire primaveral, las cigarras cantaban y los sapos emitían sus llamadas peculiares y turbadoras.
Mientras miraba por la ventana la penumbra de las primeras horas de la mañana, Jodie pudo ver el reflejo de las linternas que atravesaban la niebla. Las sombras danzaban de costado; la bruma se movía entre los árboles. Se alejó de la ventana y se acercó a la puerta de su cuarto. Miró hacia fuera.
Dos inspectores custodiaban el pasillo, sentados en una pequeña garita de seguridad a seis metros de distancia. Parecían aburridos y sólo moderadamente vigilantes.
Prestó atención y no oyó nada más que los rumores característicos de una casa vieja en medio de la noche.
Volvió a la cama y se sentó sobre el colchón deformado. Cogió su deteriorado y manchado libro.
Pongámonos a trabajar, pensó.
Abrió el libro por la mitad y el pegamento crujió. Despegó un pequeño trozo de cinta adhesiva de la parte inferior del lomo. Un gran cuchillo cayó sobre la cama. Parecía de metal negro, a pesar de que era de polímero impregnado de cerámica y no podía ser advertido por un detector de metales. Estaba manchado y no tenía brillo. Uno de los bordes parecía tan afilado como una navaja de afeitar, mientras que el otro tenía el aspecto de una sierra quirúrgica. El mango estaba recubierto. Lo había diseñado y construido él mismo, y como la mayoría de las armas peligrosas, no era ostentoso ni atractivo, hacía una sola cosa: mataba. Y lo hacía muy, pero muy, bien.
A Jodie no le importaba coger el arma, o tocar pestillos o ventanas, porque tenía huellas dactilares nuevas. El mes anterior, un cirujano de Berna, Suiza, le había quemado químicamente la piel de la parte mollar de los ocho dedos y dos pulgares y con un láser de los que se usan en microcirugía le había dibujado huellas nuevas sobre el tejido. Sus propias huellas acabarían por regresar, pero pasarían unos meses antes de que eso ocurriera. Sentado en el borde de la cama, y con los ojos cerrados, imaginó la sala común y dio un paseo mental por ella. Recordó la ubicación de cada puerta, cada ventana, cada mueble, los feos paisajes sobre las paredes, la cornamenta de alce que colgaba sobre la chimenea, los ceniceros y las armas reales y potenciales. Tenía tan buena memoria que podría caminar a través del cuarto con los ojos tapados y sin siquiera rozar una silla ni una mesa.
Concentrado, se dirigió con la imaginación hacia el teléfono del rincón y dedicó un momento a analizar el sistema de comunicaciones de la casa de seguridad. Estaba completamente familiarizado con su funcionamiento ya que pasaba gran parte de su tiempo libre leyendo manuales operativos de sistemas de seguridad y comunicaciones, y sabía que si cortaba la línea, la caída del voltaje enviaría una señal al panel de los guardias, tanto allí como quizá en la oficina de la central. De manera que tendría que dejarlo intacto.
No era un problema, sólo un factor.
Siguió con su paseo mental: examinó las cámaras de vídeo de la sala común, que el inspector había «olvidado» mencionar. Presentaban la configuración en «Y» que cualquier experto en seguridad con un presupuesto ajustado usaría en una casa de seguridad del gobierno. Jodie conocía también aquel sistema y sabía que presentaba un serio defecto de diseño: todo lo que había que hacer era dar un golpecito fuerte en el medio de la lente, y así se desalineaba todo el sistema óptico; la imagen del monitor de seguridad se tornaría negra pero no sonaría ninguna alarma, como sucedería en cambio si se cortara el cable coaxial.
Pensó en la iluminación… Podría eliminar seis, no, cinco, de las ocho luces que había visto en la casa, pero no más. Al menos no hasta que los inspectores estuvieran muertos. Pensó en la ubicación de cada lámpara y de cada interruptor, y luego siguió repasando la casa mentalmente. El cuarto de la televisión, la cocina, los dormitorios. Calculó las distancias y los ángulos de visión desde afuera.
No es un problema…
Registró la ubicación de cada una de las víctimas. Consideró la posibilidad de que se hubieran movido en los últimos quince minutos.
…sólo un factor.
En aquel momento abrió los ojos. Asintió para sí, deslizó el cuchillo en su bolsillo y se dirigió a la puerta.
En silencio, entró en la cocina y robó una cuchara que estaba en un escurridor sobre la pila. Caminó hacia la nevera y se sirvió un vaso de leche. Luego se dirigió a la sala común y rondó de librería en librería, fingiendo buscar algo para leer. Cuando pasaba por delante de cada una de las cámaras de vigilancia, levantaba la cuchara y golpeaba la lente. Después dejó el vaso de leche y la cuchara sobre la mesa y se dirigió a la garita.
—Oye, chequea los monitores —murmuró un inspector, y giró una perilla en la pantalla de televisión que tenía al frente.
—¿Sí? —preguntó el otro, con poco interés.
Jodie entró por detrás del primer inspector, que lo miró y empezó a preguntarle:
—Oiga, señor, ¿qué está haciendo? —pero Jodie ras, ras, le abrió con limpieza la garganta con un corte en forma de «V». Un copioso chorro de sangre aterciopelada formó un arco enorme. Su compañero le miró con ojos desorbitados y trató de coger su arma, pero Jodie se la quitó de la mano y lo acuchilló una vez en la garganta y otra en el pecho. Cayó al suelo y se agitó durante un momento. Era una muerte ruidosa, como Jodie ya sabía. Pero no podía clavarle el cuchillo más veces; necesitaba el uniforme y por eso tenía que matarlo con un mínimo derramamiento de sangre.
Mientras el inspector yacía en el suelo, agonizando entre temblores, miró a su asesino, que se estaba quitando sus propias ropas cubiertas de sangre. El moribundo se quedó mirando el bíceps de Jodie, se fijó en el tatuaje.
Cuando Jodie se inclinó y comenzó a quitarle la ropa, notó la mirada del hombre:
—«Danza Macabra» —dijo—. ¿Ves? La Muerte baila con su próxima víctima. Su ataúd está atrás. ¿Te gusta?
Lo preguntó con auténtica curiosidad, aunque no esperaba respuesta. Y no recibió ninguna.