Capítulo 34: Hora 38 de 45

Tres timbres de tres alarmas diferentes sonaron simultáneamente.

Indicaban que se acababa el combustible, que la presión de aceite era baja y que en el motor la temperatura era baja. Percey trató de ajustar levemente el equilibrio de la aeronave, para ver si podía arañar un poco más de gasolina, pero los tanques estaban completamente secos.

Con un ligero martilleo, el motor número uno dejó de toser quedando en silencio. También la cabina quedó completamente a oscuras. Negra como un pozo.

Oh, no…

Percey no podía ver ni un instrumento, ni una palanca de mandos, ni un interruptor. Lo único que la salvaba de caer en el vértigo del vuelo a ciegas era la débil franja de luz que indicaba la presencia de Denver frente a ellos, pero a una gran distancia.

—¿Qué pasa? —preguntó Brad.

—Dios, me olvidé de los generadores.

Los motores hacen funcionar a los generadores. Si no hay motores, no hay electricidad.

—Deja caer el RAT [55] —ordenó Percey.

Brad buscó en la oscuridad el control y lo encontró. Tiró de la palanca y la turbina de aire descendió, colocándose debajo del avión. Se trataba de una pequeña hélice conectada a un generador. La corriente de aire impulsa la hélice, que comunica energía al generador para los controles y las luces, pero no para los flaps, el tren de aterrizaje o los frenos.

Segundos después volvieron algunas de las luces.

Percey miraba el indicador de velocidad vertical. Mostraba una velocidad normal de mil metros por minuto. Mucho más de lo que habían planeado. Descendían a una velocidad cercana a los ochenta kilómetros por hora.

¿Por qué? se preguntó Percey. ¿Por qué erramos tanto en el cálculo?

¡A causa del aire enrarecido de las alturas! Había calculado la velocidad del descenso sobre la base de una atmósfera más densa. En aquel momento, al revisar todos los datos, recordó que el aire de Denver también estaría enrarecido. Nunca había pilotado un planeador a más de dos mil metros de altura.

Tiró de la palanca de mandos para frenar el descenso. Disminuyó a seiscientos cincuenta metros por minuto, pero la velocidad disminuyó también. Con el aire tan ligero la velocidad de stall[56] era de casi trescientos nudos. La palanca empezó a vibrar y los controles no respondían bien. En un avión como aquel no se podía recuperar una velocidad stall con los motores sin funcionar.

El rincón del féretro…

Adelantó la palanca de mandos. Descendieron más rápido, pero la velocidad del avión aumentó. Durante casi ochenta kilómetros efectuó esa maniobra. El Control del Tráfico Aéreo les avisó de dónde eran más fuertes los vientos, y Percey trató de encontrar la combinación perfecta de altitud y rumbo: vientos que fueran lo suficientemente poderosos como para dar al Lear una altura óptima pero no tan fuertes como para que ralentizaran demasiado la velocidad.

Por fin, Percey, con los músculos doloridos por el esfuerzo que realizaba al controlar la aeronave por medio de la fuerza bruta, se secó el sudor de la cara y dijo:

—Llámalos, Brad.

—Centro de Denver, aquí el Lear Seis Nueve Cinco Foxtrot Bravo, a cinco mil ochocientos metros. Estamos a treinta y tres kilómetros del aeropuerto. Nuestra velocidad es de doscientos veinte nudos. Volamos sin motores y solicitamos vectores hacia la pista más larga disponible, adecuada a nuestro rumbo actual de dos cinco cero.

Foxtrot Bravo. Os estábamos esperando. Altímetro treinta punto noventa y cinco. Girad a la izquierda rumbo dos cuatro cero. Os damos vectores para la pista dos ocho izquierda. Tenéis tres mil metros para apañaros.

—De acuerdo, Denver.

Algo le preocupaba. Sentía de nuevo un nudo en el estómago. Como el que tenía cuando recordó aquella camioneta negra.

¿Qué le pasaba? ¿Se estaría volviendo supersticiosa?

Las tragedias llegan de tres en tres…

—Treinta kilómetros para aterrizar —dijo Brad—. Cuatro mil ochocientos metros de altura.

Foxtrot Bravo, contacta Control de Denver —les dio la frecuencia de radio y luego añadió—: Han sido informados de vuestra situación. Buena suerte, señora. Estaremos pensando en vosotros.

—Buenas noches, Denver. Gracias.

Brad conectó la radio con la nueva frecuencia.

¿Qué estaba fallando?, caviló Percey otra vez. Hay algo en lo que no he pensado.

—Control de Denver, aquí el Lear Seis Nueve Cinco Foxtrot Bravo. Con vosotros a cuatro mil metros, a veinte kilómetros del aterrizaje.

—Os tenemos, Foxtrot Bravo. Acercaos rumbo dos cinco cero. Al parecer no funcionan los motores, ¿correcto?

—Somos el planeador más grande que hayáis visto, Denver.

—¿Con flaps y tren de aterrizaje?

—Sin flaps. Accionaremos manualmente el tren de aterrizaje.

—¿Queréis camiones?

Se refería a los vehículos de emergencia.

—Creemos que hay una bomba a bordo. Queremos todo lo que tengáis.

—De acuerdo.

Entonces, con un escalofrío de terror, se le ocurrió por fin: ¡la presión del aire!

—Control de Denver —preguntó— ¿cuánto marca el altímetro?

—Hum, tenemos tres cero punto nueve seis, Foxtrot Bravo.

Había subido dos milésimas de mercurio en el último minuto.

—¿Está subiendo?

—Afirmativo, Foxtrot Bravo. Hay un importante frente de altas presiones acercándose.

¡No! Aumentaría la presión ambiental alrededor de la bomba, lo que haría que el globo se encogiera, como si estuvieran a una altura menor a la real.

—Mierda —murmuró.

Brad la miró.

—¿Cómo estaba el mercurio en Mamaroneck? —dijo Percey.

El copiloto consultó la planilla.

—Veintinueve punto seis.

—Calcula mil quinientos metros de altitud a esa presión comparado con treinta y uno punto cero.

—¿Treinta y uno? Es muy alto.

—Allí es adónde vamos.

Brad la miró fijamente.

—Pero la bomba…

—Haz el cálculo —repitió Percey.

El joven empezó a hacer números con mano firme.

Suspiró, su primera manifestación visible de emoción.

—Mil quinientos metros en Mamaroneck equivalen a mil cuatrocientos aquí.

Percey le pidió a Bell que se acercara.

—Esta es la situación: hay un frente de presión que avanza. Para el momento que lleguemos a la pista, la bomba puede interpretar la atmósfera como menor de mil quinientos metros. Puede explotar cuando estemos de quince a treinta metros sobre el suelo.

—Vale —asintió con calma—, vale.

—No tenemos flaps, de manera que aterrizaremos rápido, a unos trescientos kilómetros por hora. Si explota, perderemos el control y nos estrellaremos. No habrá mucho fuego porque los tanques están vacíos. Y según lo que tengamos delante, si estamos lo suficientemente bajos, podremos patinar un poco antes de comenzar a dar vueltas. No hay nada que hacer salvo mantener apretados los cinturones y la cabeza baja.

—Muy bien —dijo Bell, asintió y miró por la ventanilla.

—¿Puedo preguntarte algo, Roland?

—Adelante.

—Este no será tu primer vuelo, ¿verdad?

—Sabes, he vivido casi toda mi vida en Carolina del Norte —suspiró Bell—; ahí no hay muchas ocasiones de viajar. Y cuando fui a Nueva York, viajé en un tren Amtrak, que son agradables y cómodos. —Hizo una pausa—. El hecho es que nunca he estado a más altura de la que me podía llevar un ascensor.

—No todos los vuelos son como éste —dijo Percey.

Él le apretó un hombro y susurró:

—Que no se te caiga el caramelo.

Volvió a su asiento.

—Vale —dijo Percey, mirando la información sobre el aeropuerto Denver Internacional en la Guía del Aviador—. Brad, tendremos que hacer una aproximación visual nocturna a la pista dos ocho izquierda. Yo llevaré el mando del aparato. Tú accionarás manualmente el tren de aterrizaje y anunciarás la velocidad de descenso, la distancia hasta la pista y la altitud; dame la verdadera altura sobre el suelo, no a nivel del mar, después dame la velocidad.

Trató de pensar en algo más. No tenía energía, ni flaps, ni frenos. No había nada más que decir; era el briefing previo al aterrizaje más corto que había hecho en toda su vida como piloto.

—Una última cosa —añadió—. Cuando nos detengamos, salid corriendo a tanta velocidad como podáis.

—Dieciséis kilómetros para la pista —exclamó Brad—. Velocidad, doscientos nudos. Altitud, dos mil ochocientos metros. Tenemos que descender más despacio.

Percey tiró un poco de la palanca de mando y la velocidad disminuyó espectacularmente. La palanca de cambios vibró de nuevo. Si ahora se producía un stall, morirían.

Adelante otra vez.

Catorce kilómetros… trece…

Estaba sudando a chorros. Se limpió la cara. Tenía llagas en la piel, entre los pulgares y los dedos índice.

Doce… Once…

—Estamos a diez kilómetros de la pista, a mil trescientos metros. La velocidad es de doscientos diez nudos.

—Abajo el tren de aterrizaje.

Brad giró la rueda que bajaba manualmente el pesado tren de aterrizaje. La gravedad lo ayudaba, pero, con todo, requería un esfuerzo enorme. Sin embargo, mantuvo los ojos fijos en los instrumentos y recitó, tranquilo como un contable que leyera un balance:

—Nueve kilómetros para la pista, mil doscientos metros…

Percey luchó contra el embate de la baja altitud y los fuertes vientos.

—Abajo el tren de aterrizaje —anunció Brad, jadeante— tres verde.

La velocidad disminuyó a ciento ochenta nudos, cerca de trescientos kilómetros por hora. Iban muy rápido. Demasiado rápido. Sin sus generadores de empuje negativo, arderían aun en la pista más larga.

—Control de Denver, ¿qué marca el altímetro?

—Tres cero uno ocho —dijo el impasible controlador. Iba en aumento. Más y más.

Percey tomó aliento: para la bomba, la pista estaba a poco menos de mil quinientos metros sobre el nivel del mar. ¿Con cuánta exactitud habría armado el detonador el Bailarín?

—Tren en posición. La velocidad de descenso es de ochenta.

Lo que significaba una velocidad vertical de cerca de sesenta kilómetros por hora.

—Descendemos muy rápido, Percey —exclamó Brad—. Aterrizaremos frente a las luces de aproximación. A cien metros de ellas. Doscientos, quizá.

En control también se habían dado cuenta:

Foxtrot Bravo, necesitáis recuperar un poco de altura. Venís demasiado bajo.

Percey accionó otra vez la palanca hacia atrás. La velocidad disminuyó. Apareció una advertencia de stall. Movió la palanca hacia delante.

—Dos kilómetros para el aterrizaje, altitud de seiscientos metros.

—¡Demasiado bajo, Foxtrot Bravo! —advirtió de nuevo el controlador.

Percey miró por encima de la proa. Había muchas luces: las estroboscópicas de aproximación, los puntos azules de la pista de rodaje, las naranjas rojizas de la pista de aterrizaje… Y luces que Percey no había visto nunca antes: cientos de luces intermitentes, blancas y rojas, de los vehículos de emergencia.

Luces por todas partes.

Todas las estrellas de la noche…

—Todavía estamos muy bajos —anunció Brad—. Vamos a impactar doscientos metros antes de la pista.

Con las manos sudorosas, Percey se inclinó hacia delante y pensó nuevamente en Lincoln Rhyme, encadenado a su silla, también inclinándose hacia delante y examinando algo en la pantalla del ordenador.

—Demasiado bajo, Foxtrot Bravo —repitió Control—. Estoy enviando vehículos de emergencia al campo que hay frente a la pista.

—Negativo —dijo Percey, testaruda.

—Altitud noventa metros —anunció Brad—, a dos kilómetros del aterrizaje.

¡Tenemos treinta segundos! ¿Qué puedo hacer?

¿Ed? ¿Me lo dices? ¿Brit? Alguien…

Vamos, dónde está tu famosa capacidad de improvisación… ¿Qué diablos puedo hacer?

Miró por la ventana de la cabina. A la luz de la luna podía ver los suburbios, los pueblos y las tierras labradas, pero también, hacia la izquierda, grandes extensiones desérticas.

Colorado es un Estado de desiertos… ¡Por supuesto!

De repente, viró bruscamente a la izquierda.

Brad, que no tenía idea de qué era lo que quería hacer, exclamó:

—Velocidad de descenso noventa, altitud tres mil metros, novecientos, ochocientos cincuenta…

Los virajes, en un avión sin fuerza motriz, aceleran el descenso.

Foxtrot Bravo, no giréis —gritaron desde Control—. Repito ¡no giréis! No tenéis suficiente altitud.

Percey niveló el avión sobre una extensión de desierto.

—Altitud constante… —Brad soltó una nerviosa carcajada—. Altitud en ascenso, estamos a dos mil setecientos metros, tres mil metros, tres mil quinientos. Cuatro mil metros… No lo entiendo.

—Una corriente cálida —le explicó Percey—. El desierto absorbe calor durante el día y lo libera por las noches.

—¡Bien, Foxtrot Bravo! —en Control también se habían dado cuenta—. Bien. Acabáis de ganar unos trescientos metros. Venid derecho a dos nueve cero… bien, ahora izquierda dos ocho cero. Bien. Buen rumbo. Escuchad, Foxtrot Bravo, no hagáis caso de esas luces de aproximación, adelante.

—Gracias por el ofrecimiento, Denver, pero creo que aterrizaré trescientos metros más allá de lo previsto.

—Está muy bien, señora.

En aquel momento surgió otro problema. Podían alcanzar la pista, pero la velocidad de crucero era demasiado alta. Los flaps eran los culpables de que disminuyera la velocidad de stall de una aeronave, de manera que pudiera aterrizar más suavemente. La velocidad normal de stall del Lear 35 era de ciento ochenta kilómetros por hora. Sin flaps se acercaba a los trescientos kilómetros por hora. A esa velocidad, hasta una pista de tres kilómetros pasa en un segundo.

Entonces Percey hizo un derrape lateral.

Es una maniobra simple en un avión privado, que se usa en los aterrizajes con vientos cruzados. Se vira a la izquierda y se aprieta el pedal derecho del timón lo que ralentiza bastante la aeronave. Percey no sabía si alguien habría usado aquella técnica en un reactor de siete toneladas, pero no se le ocurría ninguna.

—Necesito tu ayuda —le gritó a Brad; jadeaba por el esfuerzo y el dolor provocado al tener ya sus manos en carne viva. El joven asió la palanca, empujando al mismo tiempo el pedal. Como resultado, el avión se frenó, si bien el ala izquierda descendió bastante.

Percey pensó en nivelarla antes de tocar la pista. Esperaba poder hacerlo.

—¿Velocidad? —preguntó.

—Ciento cincuenta nudos.

—Parece que va bien, Foxtrot Bravo.

—Doscientos metros para la pista, altitud ochenta y cinco metros —anunció Brad—. Luces de aproximación, doce en punto.

—¿Velocidad de descenso? —preguntó Percey.

—Ochenta.

Demasiado rápido. Si aterrizaban a esa velocidad, se destruiría la parte inferior del fuselaje. La bomba también podría estallar.

Aparecieron las luces estroboscópicas justo frente a ella: la guiaban hacia delante…

Más abajo, más abajo…

Justo cuando se lanzaban contra el andamiaje de las luces, Percey gritó:

—¡Mío!

Brad soltó la palanca de mandos.

Percey enderezó el derrape lateral y levantó el morro de la aeronave que se elevó y tomó aire. Se detuvo el precipitado descenso justo antes de los números que estaban al final de la pista.

Tomó aire tan bien, en efecto, que no descendía.

En el aire más denso de la atmósfera relativamente más baja, el avión en marcha, más liviano al no llevar gasolina, se rehusó a aterrizar.

Percey vislumbró el amarillo y el verde de los vehículos de emergencia desparramados a lo largo del costado de la pista. Pasaron treinta metros más allá de los números, todavía a diez metros del suelo. Hicieron otros sesenta metros, luego noventa más.

Diablos, haz que aterrice.

Percey llevó la palanca de cambios hacia delante. El avión descendió espectacularmente y la piloto dio un tirón hacia atrás con la palanca de mandos. El ave plateada tembló y luego se posó suavemente sobre el hormigón. Era el aterrizaje más suave que había hecho jamás.

—¡Todo el freno!

Percey y Brad aplastaron sus pies contra los pedales del timón y sintieron el chirrido de los cojinetes y sus fuertes vibraciones. La cabina se llenó de humo.

Ya habían utilizado más de la mitad de la pista y todavía iban a ciento sesenta kilómetros por hora.

La hierba, pensó Percey. Giraré hacia la hierba si tengo que hacerlo. Destrozaré la parte inferior del fuselaje pero salvaré la carga…

Ciento doce, noventa y cinco…

—Luz de fuego en la rueda derecha —anunció Brad. Luego dijo—: Luz de fuego en la rueda del morro.

Joder, pensó Percey, y apretó los frenos con todo su peso.

El Lear comenzó a patinar y a estremecerse. Lo compensó con la rueda del morro. Más humo llenó la cabina.

Noventa y cinco kilómetros por hora, ochenta, setenta y cinco…

—La puerta —le dijo a Bell.

En un instante el detective se levantó y empujó la puerta hacia fuera que se convirtió en una escalerilla.

Los camiones de incendios se dirigían hacia el avión.

Con un gruñido salvaje de los frenos humeantes, el Lear N695FB patinó y se detuvo a 3 metros del final de la pista.

La primera voz que se escuchó en la cabina fue la de Bell:

—Vale, Percey. ¡Sal! Muévete.

—Tengo que…

—¡Ahora tomo el mando! —gritó el detective—. Si tengo que arrastrarte hacia fuera, lo haré. ¡Muévete ya!

Bell la empujó y ella y Brad salieron por la puerta y saltaron a la pista. Bell los obligó a alejarse del avión. Gritó a la patrulla de rescate, que había comenzado a arrojar espuma a las ruedas:

—Hay una bomba a bordo y puede explotar en cualquier momento. Está en el motor. No os acerquéis.

*****

Tenía una de sus pistolas en la mano y vigilaba a la multitud que rodeaba la aeronave. En cualquier otro momento Percey hubiera pensado que estaba paranoico. Ya no.

Se detuvieron a treinta metros del avión. El camión de la Escuadra de Bomberos de la Policía de Denver frenó. Bell le hizo señas para que se acercara.

Un policía delgado y con aspecto de vaquero salió del camión y caminó hacia Bell. Se mostraron sus respectivas insignias y Bell le explicó lo de la bomba y dónde creía que estaba.

—De manera —dijo el policía de Denver— que no estás seguro de que se halle a bordo.

—No. No al cien por cien.

Sin embargo cuando a Percey se le ocurrió mirar al Foxtrot Bravo, con su hermoso revestimiento plateado manchado de espuma y brillante a la luz de los focos, se escuchó un estruendo ensordecedor. Todos, excepto Bell y Percey, se tiraron al suelo mientras la mitad posterior del avión se desintegraba con un enorme destello de llamas color naranja y sembraba el aire de trozos de metal.

—Oh —jadeó Percey y se llevó la mano a la boca.

No quedaba combustible en los tanques, por supuesto, pero el interior del avión, los asientos, el cableado, la alfombra, los accesorios de plástico y la preciosa carga, ardió furiosamente mientras los camiones de bomberos esperaban el momento para lanzarse hacia él y cubrir de espuma el arruinado cadáver de metal.