—El aeropuerto está a una altura de mil quinientos setenta y ocho metros —dijo Brad, que hojeaba una guía de vuelo—. Era la altura que teníamos cuando estábamos en los alrededores de Chicago y esa cosa no explotó.
—¿A qué distancia está? —preguntó Percey.
—Desde nuestra ubicación actual, a unos mil cuatrocientos kilómetros.
Percey pensó apenas unos segundos y asintió.
—Lo haremos. Dame un rumbo estimativo, algo que pueda usar hasta que tengamos los VOR. —Luego dijo por radio—: Trataremos de hacerlo, Lincoln. Estaremos muy justos de combustible. Tenemos mucho que hacer. Me comunicaré nuevamente.
—Estaremos aquí.
Brad estudió el mapa y consultó el plan de vuelo.
—Gira a la izquierda con rumbo dos seis seis.
—Dos seis seis —repitió Percey, y luego llamó a Control.
—Centro de Chicago, Nueve Cinco Foxtrot Bravo. Nos dirigimos a Denver International. Aparentemente es una… tenemos a bordo una bomba sensible a la altitud. Necesitamos aterrizar a mil quinientos metros o más. Demando inmediato VOR para navegar por vector hasta Denver.
—Roger, Foxtrot Bravo. Se lo proporcionaremos en un minuto.
—Por favor —pidió Brad—, dadnos el tiempo en nuestra ruta, Centro de Chicago.
—Un frente de alta presión está pasando por Denver en este momento. Los vientos de proa van de quince a cuarenta nudos a tres mil metros y aumentan a sesenta o setenta nudos a siete mil.
—Vaya —murmuró Brad y luego volvió a sus cálculos. Después de un instante, dijo—: Nos quedaremos sin combustible a noventa kilómetros de Denver.
—¿Puedes aterrizar en la carretera? —preguntó Bell.
—En una gran bola de fuego —contestó Percey.
—Foxtrot Bravo —preguntó Control—, ¿listo para recibir las frecuencias VOR?
Mientras Brad anotaba aquella información, Percey se estiró y apoyó la cabeza contra la parte posterior del asiento. El gesto le pareció familiar y recordó que había visto a Lincoln Rhyme hacer lo mismo en su complicada cama. Pensó en el pequeño discurso que le había soltado. Había sido sincera, por supuesto, pero no se había dado cuenta hasta entonces de que sus palabras contenían tanta verdad. Ambos dependían extraordinariamente de frágiles piezas de metal y plástico.
Y quizá estaba a punto de morir por aquella causa.
El destino es un cazador…
A noventa kilómetros de Denver. ¿Qué podían hacer?
¿Por qué su mente no era tan rápida como la de Rhyme? ¿No había nada que pudiera inventar para conservar combustible?
Si volaba más alto gastaba menos gasolina.
También si volaba con menos peso. ¿Podrían tirar algo del avión?
¿La carga? La remesa de U.S. Medical pesaba exactamente doscientos quince kilos. Si la arrojaba ganaría algunos kilómetros.
Pero mientras pensaba, Percey supo que nunca lo haría. Si había alguna posibilidad de salvar el vuelo y de salvar a la Compañía, se agarraría a ella como a un clavo ardiendo.
Vamos, Lincoln Rhyme, pensó, dame una idea. Dame… Se imaginó su cuarto, se vio sentada a su lado, recordó el halcón macho posado con arrogancia en el alféizar de la ventana.
—Brad —preguntó bruscamente—, ¿cuál es nuestro cálculo de vuelo sin motor?
—¿De un Lear 35A? No tengo ni idea.
Percey había pilotado un planeador Schweizer 2-32. El primer prototipo se construyó en 1962 y había establecido el modelo para ese tipo de aparatos desde entonces. Su velocidad de descenso era de unos milagrosos treinta y seis metros por minuto. Pesaba cerca de seiscientos kilos. El Lear en el que volaban pesaba seis mil trescientos kilos.
Sin embargo, los aviones planean, cualquier avión lo hace. Recordó el incidente, ocurrido hacía unos años, del Air Canadá 767: los pilotos todavía hablaban de ello. El jumbo jet se había quedado sin combustible debido a una combinación de error informático y humano. Los dos motores se detuvieron a doce mil metros de altura y el avión se convirtió en un planeador de 143 toneladas. Logró aterrizar sin una víctima.
—Bueno, pensemos. ¿Cuál sería la velocidad de descenso con los motores detenidos?
—Creo que podríamos mantenerla a setecientos metros.
Lo que significaba una caída en picado de cincuenta kilómetros por hora.
—Ahora, calcula: ¿cuándo nos quedaríamos sin combustible si quemamos gasolina para subir a diecisiete mil metros?
—¿Diecisiete mil? —preguntó Brad sorprendido.
—Roger.
Brad hizo el cálculo.
—La subida máxima es de mil trescientos pies por minuto; quemaríamos mucha gasolina, pero después de diez mil seiscientos metros también ahorraríamos mucha. Podríamos recortar…
—¿Volar con un solo motor?
—Claro que sí. Podríamos hacerlo. —Hizo más cuentas—. Con ese procedimiento, nos quedaríamos sin combustible a ciento treinta kilómetros de Denver. Pero, por supuesto, estaríamos a mucha altura.
Percey Clay, sobresaliente en matemáticas y física, capaz de realizar mentalmente los más complicados cálculos, vio pasar los números por su cabeza. Apagar el motor a dieciséis mil metros, velocidad de descenso de setecientos metros… podrían cubrir un poco más de ciento treinta kilómetros antes de tocar tierra. Quizá más, si los vientos fueran propicios.
Brad, con la ayuda de la calculadora y de sus rápidos dedos, sacó la misma conclusión.
—Estaremos en el límite.
Dios no da nada por seguro.
—Control de Chicago —dijo Percey—. Lear Foxtrot Bravo solicita permiso inmediato para subir a dieciséis mil metros.
A veces hay que arriesgarse…
—¿Eh?, dilo otra vez, Foxtrot Bravo.
—Necesitamos subir más. A dieciséis mil metros.
La voz del controlador de Control de Tráfico Aéreo los interrumpió:
—Foxtrot Bravo, eres un Lear tres cinco, ¿correcto?
—Sí.
—El techo máximo de operación es de trece mil metros.
—Afirmativo, pero necesitamos volar más alto.
—¿Habéis controlado las juntas hace poco?
Se refería a las juntas de puertas y ventanas que sellaban el avión y que le impedían explotar.
—Están bien —dijo Percey, sin mencionar que el Foxtrot Bravo había recibido unos cuantos disparos que le agujerearon el fuselaje y que lo acababan de reparar esa tarde.
—Tenéis permiso para ir a dieciséis mil metros, Foxtrot Bravo —respondió Control de Tráfico Aéreo.
Y Percey dijo entonces algo que pocos pilotos de Lear pueden decir:
—Roger, subimos de tres mil a dieciséis mil metros.
—De acuerdo —dijo Brad, plácidamente.
Percey hizo girar el avión y comenzó a subir.
Volaron hacia arriba.
Todas las estrellas de la noche…
—Dieciséis mil metros —anunció Brad diez minutos después.
Se nivelaron. A Percey le parecía que podía oír de verdad el quejido de las junturas del avión. Recordó las características de la gran altitud. Si la ventana que Ron había reemplazado explotaba, o reventaba alguna junta, si no se destrozaba el avión, la hipoxia mataría a los tripulantes en cuestión de cinco segundos. Aun cuando se pusieran máscaras, la diferencia de presión haría que les hirviera la sangre.
—Aumenta la presión de la cabina a diez mil pies.
—Presión a diez mil —dijo Brad. Eso al menos aliviaría al frágil fuselaje de la terrible presión externa—. Es una buena idea. ¿Cómo se te ha ocurrido?
Ingeni…
—No lo sé —respondió Percey—. Apaguemos el motor número dos. Suelto el acelerador, apago el auto-acelerador.
—Suelto, apagado —repitió Brad como un eco.
—Bombas de combustible e ignición, apagados.
—Bombas e ignición, apagados.
Percey sintió un leve viraje cuando desapareció el impulso del motor derecho y lo compensó con un pequeño ajuste del timón. No necesitó demasiado. Como los reactores estaban montados en la parte posterior del fuselaje y no en las alas, el que se perdiera una fuente de energía no afectó mucho la estabilidad de la aeronave.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Brad.
—Me tomaré una taza de café —dijo Percey y se levantó del asiento como un niño revoltoso que se tira de un árbol—. Eh, Roland, ¿no quieres uno tú también?
*****
Durante unos insoportables cuarenta minutos no hubo más que silencio en el cuarto de Rhyme. No sonó ningún móvil. No entró ningún fax. Ninguna voz de ordenador anunció: «Tiene un mensaje».
Luego, por fin, el teléfono de Dellray sonó. Asintió mientras hablaba, pero Rhyme intuyó que las noticias no eran buenas. El agente cerró el móvil.
—¿Cumberland?
Dellray asintió.
—La pifiamos. Kall no ha estado allí desde hace años. Los lugareños todavía hablan de cuando el chico ató a su padrastro y dejó que se lo comieran los gusanos. Es una especie de leyenda. Pero no tiene familia en la zona. Y nadie sabe nada ni está dispuesto a hablar.
Fue entonces cuando sonó el móvil de Sellitto.
—¿Sí?
Una pista, rezó Rhyme, por favor, que sea una pista. Miró la cara redonda y el gesto estoico del policía cuando cerró el teléfono.
—Era Roland Bell —dijo—. Quería que supiéramos que acaban de quedarse sin combustible.