Capítulo 30: Hora 32 de 45

A las seis de la tarde del domingo llamaron a Jodie, que seguía encerrado a cal y canto en el dormitorio de la planta inferior del domicilio de Rhyme.

Subió las escaleras de mala gana, aferrado al libro Nunca más dependiente, como si fuera la Biblia. Rhyme recordaba aquel título. Durante meses había aparecido en la lista de más vendidos del Times; como en ese momento pasaba por un período depresivo, había prestado atención al título aplicándolo con cinismo a sí mismo, dependiente para siempre.

Un grupo de agentes federales volaba de Quantico a Cumberland, en Virginia Occidental, la antigua residencia de Stephen Kall, para buscar todas las pistas que pudieran encontrar, a fin de descubrir a partir de ahí su paradero actual. Pero Rhyme se había percatado de con cuánto cuidado había limpiado el Bailarín las escenas de crimen, y por lo tanto no creía que el joven hubiera sido menos cuidadoso para cubrir sus rastros.

—Nos contaste algunas cosas sobre él —le dijo Rhyme a Jodie—. Algunos hechos, alguna información, qué come. Queremos saber algo más.

—Piénsatelo bien.

Jodie parpadeó. Rhyme supuso que estaba pensando en qué decir para satisfacerlos, seguramente impresiones superficiales, pero se sorprendió cuando Jodie dijo:

—Bueno, para empezar, te teme.

—¿A nosotros?

—No. Sólo a ti.

—¿A mí? —preguntó Rhyme, asombrado—. ¿Me conoce?

—Sabe que tu nombre es Lincoln. Y que estás decidido a atraparlo.

—¿Cómo?

—No lo sé —dijo el hombre. Luego añadió—. Sabes, hizo un par de llamadas con su móvil. Y escuchó durante un rato largo. Yo pensaba…

—Oh, Dios del cielo —exclamó Dellray—. Ha pinchado la línea de alguien.

—¡Por supuesto! —gritó Rhyme—. Probablemente de la oficina de Hudson Air. Así descubrió lo de la casa de seguridad. ¿Por qué no lo pensamos antes?

—Tenemos que examinar la oficina —masculló Dellray—. Pero el micrófono oculto puede estar en cualquier otra parte. Lo encontraremos. Lo encontraremos. —De inmediato hizo una llamada a los servicios técnicos del FBI.

—Sigue —le indicó Rhyme a Jodie—. ¿Qué más sabe de mí?

—Sabe que eres detective. No creo que sepa dónde vives, ni tu apellido. Pero te teme como al diablo.

Si Rhyme hubiera podido registrar un sacudón de excitación, y orgullo, lo hubiera sentido en ese momento.

Veamos, Stephen Kall, si podemos hacer que te asustes un poco más.

—Nos ayudaste una vez, Jodie. Necesito que nos ayudes de nuevo.

—¿Estáis locos?

—Cállate la boca —ladró Dellray—. Y escucha lo que te dice Lincoln. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo?

—Yo hice lo que prometí. No haré nada más —Jodie emitió un quejumbroso gemido. Rhyme miró a Sellitto, necesitaba su habilidad para convencer.

—Te interesa ayudarnos —dijo Sellitto con tranquilidad.

—¿Que me disparen por la espalda me interesa? ¿Que me disparen a la cabeza me interesa? Je, je. Ya lo veo. ¿Me lo podéis explicar?

—Claro que te lo puedo a explicar —gruñó Sellitto—. El Bailarín sabe que lo denunciaste. No tenía por qué dispararte en la casa de seguridad, ¿verdad? ¿Tengo razón?

Siempre hay que hacer que los cabrones hablen. Que participen. Sellitto le había explicado a menudo a Lincoln Rhyme la mejor manera de interrogar.

—Supongo que sí.

Sellitto le hizo a Jodie un ademán con un dedo para que se acercara:

—Lo que le hubiera convenido hacer es huir lo antes posible, pero se tomó la molestia de buscar una posición de francotirador y trató de matarte. Entonces, ¿qué podemos pensar?

—Yo…

—Que no va a descansar hasta que no te elimine.

—Si es el tipo de persona que me imagino —intervino Dellray—, no querrías que te llamara a la puerta a las tres de la mañana: esta semana, el mes próximo, o el año que viene. ¿Estamos de acuerdo?

—Entonces —resumió Sellitto con brusquedad—, ¿te interesa o no te interesa ayudarnos?

—¿Pero me daréis la protección para testigos?

Sellitto se encogió de hombros.

—Sí y no.

—¿Cómo?

—Si nos ayudas, sí. Si no lo haces, no.

Jodie tenía los ojos enrojecidos y llorosos. Parecía muy asustado. En los años que habían transcurrido desde su accidente, Rhyme había sentido temor por otros, por Amelia, por Thom y por Lon Sellitto. Pero no creía haber tenido alguna vez miedo a la muerte, y seguramente no después del accidente. Se preguntó cómo sería vivir con tanto terror. Una vida de ratón.

Demasiadas maneras de morir…

Sellitto, desempeñando el papel de policía bueno, sonrió levemente a Jodie:

—¿Estabas allí cuando mató a ese agente en el sótano, verdad?

—Sí, lo estaba.

—Ese hombre podría estar vivo ahora. Y también Brit Hale. Y muchas otras personas… si alguien nos hubiera ayudado a detener a este gilipollas hace unos años. Bueno, ahora tú puedes ayudarnos a cogerlo. Puedes hacer que Percey siga con vida, quizá docenas de otras personas. Tú lo puedes hacer.

Era el genio de Sellitto en acción. Rhyme le hubiera intimidado y coaccionado, y en caso de necesidad, hasta hubiera sobornado a Jodie, pero nunca se le habría ocurrido apelar a la pizca de decencia que el detective veía en él.

Distraído, Jodie pasó las páginas de su libro con dedos mugrientos. Al final, levantó la vista y, con una seriedad sorprendente, dijo:

—Cuando lo conducía a mi escondite, en el metro, un par de veces pensé en empujarlo y hacerlo caer en una cloaca. El agua corre con mucha velocidad. Lo hubiera llevado derecho al Hudson. También conozco donde guardan un montón de puntas de traviesas. Podría haber cogido una y golpearlo en la cabeza cuando no estuviera mirando. Realmente pensé en hacerlo. Pero me asusté. —Levantó el libro—. «Capítulo Tres. Enfréntate a tus demonios». Sabéis, yo siempre he huido. Nunca me enfrenté a nada. Pensé que quizá podría enfrentarme a él, pero no fue así.

—Pues, ahora tienes la posibilidad de hacerlo —dijo Sellitto.

Pasó nuevamente las hojas gastadas. Suspiró.

—¿Qué tengo que hacer?

Dellray apuntó hacia el techo con un pulgar extraordinariamente largo, era su forma de manifestar aprobación.

—Te lo diremos en un minuto —dijo Rhyme, mirando alrededor del cuarto. De repente, gritó—: ¡Thom! ¡Thom! Ven aquí. Te necesito.

—¿Sí? —el ayudante asomó el rostro por la puerta.

—Me siento algo coqueto —anunció Rhyme teatralmente.

—¿Qué?

—Me siento vanidoso. Necesito un espejo.

—¿Quieres un espejo?

—Bien grande. Y quiero que me peines, por favor. Te lo he pedido varias veces y siempre se te olvida.

*****

La furgoneta de U.S. Medical and Healthcare se detuvo al lado de la pista. Si a los dos empleados, con uniformes blancos, que transportaban un cuarto de millón de dólares en órganos humanos, les preocupaban los policías armados con ametralladoras que custodiaban el campo, no dieron señales de manifestarlo.

La única vez que se estremecieron fue cuando King, el pastor alemán de los artificieros, olisqueó, en busca de explosivos, las cajas con el cargamento.

—Hum, hay que vigilar a ese perro —dijo, nervioso, uno de los empleados—. Me imagino que para él un hígado es un hígado y un corazón, un corazón.

Pero King se comportó como un profesional en toda regla y aprobó la carga sin probar el contenido. Los hombres llevaron los contenedores a bordo y los colocaron en las unidades refrigeradas. Percey volvió a la cabina donde Brad Torgeson, un joven piloto de pelo rubio como la arena, que volaba ocasionalmente para Hudson Air, realizaba el control previo.

Ya había realizado junto a Percey el chequeo exterior, acompañados por Bell, tres agentes y King. No había forma posible de que el Bailarín hubiera entrado en el avión, pero el asesino tenía fama de materializarse repentinamente, por lo que aquél fue el chequeo exterior previo al vuelo más meticuloso de toda la historia de la aviación.

Si miraba hacia atrás, hacia el compartimiento de pasajeros, Percey podía ver las luces de las unidades refrigeradas. Sentía que le inundaba una oleada de satisfacción cuando las máquinas inanimadas, creadas y puestas a punto por el hombre, cobraban vida. La prueba de la existencia de Dios, para Percey Clay, era el zumbido de los servomotores y la fuerza de ascenso que poseía una esbelta ala metálica cuando el plano aerodinámico permitía una presión superior negativa, desafiando la ley de la gravedad.

Mientras continuaba con los procedimientos establecidos para iniciar el vuelo, Percey se sorprendió por el sonido de una fuerte respiración a su lado.

—Vaya —dijo Brad cuando King decidió que no había explosivos en su entrepierna y siguió con su registro del interior del avión.

Hacía poco Rhyme había llamado a Percey para decirle que él y Amelia Sachs habían examinado las juntas y los tubos, pero no habían encontrado semejanzas con el látex descubierto en la escena de la catástrofe de Chicago. Rhyme suponía que el Bailarín podría haber usado goma para sellar los explosivos para que los perros no los detectaran por el olor. Por eso hizo que Percey y Brad descendieran unos minutos mientras los artificieros inspeccionaban todo el avión, por dentro y por fuera, con aparatos hipersensibles, en búsqueda de un temporizador.

No encontraron nada.

Cuando el avión saliera del hangar, la pista estaría vigilada por patrulleros de uniforme. Fred Dellray había contactado con la FAA para acordar que el plan de vuelo se mantuviera en secreto, con el propósito de que el Bailarín ignorara el destino del avión, si es que sabía que Percey lo pilotaba. El agente también había contactado con las oficinas del FBI en cada una de las ciudades de destino para que auxiliares tácticos estuvieran en la pista cuando se entregaba la carga.

En aquel momento, con los motores encendidos, Brad en el asiento de copiloto y Roland Bell en uno de los dos asientos para pasajeros, Percey Clay comunicó con la torre de control.

—Lear Seis Nueve Cinco Foxtrot Bravo de Hudson Air. Listo para carretear.

—Bien, Nueve Cinco Foxtrot Bravo. Autorizado pista de rodaje cero nueve a la derecha.

Un toque al acelerador y el esbelto avión se movió hacia la pista, deslizándose por un luminoso crepúsculo primaveral. Percey conducía. Los copilotos tienen autorización para volar pero sólo el piloto puede mover el avión en tierra.

—¿Te diviertes, oficial? —le preguntó Percey a Bell.

—Un poco —respondió, y miró sombrío por la gran ventana redonda—. Sabes, se puede ver hasta abajo. Quiero decir que las ventanas son muy grandes. ¿Por qué las hacen así?

—En los aviones de línea intentan que no te des cuenta que de estás volando —rió Percey—, con películas, comida, ventanas pequeñas. ¿Dónde está la diversión? ¿Por qué harán eso?

—Puedo imaginar una o dos razones —dijo Bell mientras mascaba chicle enérgicamente. Cerró la cortina.

Percey escudriñaba la pista. Miraba hacia derecha e izquierda, siempre vigilante.

—Haré el briefing ahora —le dijo a Brad—, ¿de acuerdo?

—Sí, señora.

—Este es un despegue sin paradas en pista con flaps a 15 grados —siguió Percey—. Aceleraré los motores. Tú chequearás la velocidad, ochenta nudos, hacemos una comprobación adicional, V uno, rotamos, V dos y aceleración positiva. Yo daré la orden de subir el tren de aterrizaje y tú lo accionarás. ¿Entendido?

—Velocidad, ochenta nudos, V uno, rotar, V dos, aceleración positiva. Tren arriba.

—Bien. Tú controlarás todos los instrumentos y el panel de mandos. Bueno, si se enciende una luz roja o hay un mal funcionamiento antes de V uno, grita «abortar» con voz alta y clara, y tomaré la decisión de seguir o no. Si se produce una avería durante o después de V uno, seguiremos con el despegue y trataremos la situación como si fuera una emergencia durante el vuelo. Continuaremos como está establecido y tú pedirás pista libre para el retorno inmediato al aeropuerto.

—Comprendido.

—Bien. A ver si volamos un poco… ¿Listo, Roland?

—Estoy listo. Y espero que también lo estés tú. No dejes que se caiga tu caramelo.

Percey rió otra vez. Su niñera de Richmond solía usar esa expresión. Significaba «no falles».

Aceleró los motores un poco más, acercándose al límite del recalentamiento. Con un sonido chirriante, el Learjet salió hacia delante. Siguieron en posición de espera, en el lugar que el asesino había colocado la bomba en el avión de Ed. Percey miró por la ventana y vio dos policías de guardia.

—Lear Nueve Cinco Foxtrot Bravo —oyeron por la radio desde el control de tierra—, acérquese y deténgase en la pista cinco izquierda.

Foxtrot Bravo. Me detengo en cero cinco izquierda.

Se dirigieron a la pista.

El Lear poseía un punto de gravedad bajo; sin embargo, cuando Percey Clay se sentaba en el asiento del piloto, ya fuera en tierra o en el aire, sentía que se hallaba muy por encima de todos. Era un lugar que otorgaba mucho poder. Todas las decisiones serían suyas y se cumplirían sin ser cuestionadas. La absoluta responsabilidad recaía sobre sus hombros. Era el capitán.

Observó los instrumentos.

—Flaps quince, quince, verde —dijo, repitiendo los grados.

Para más redundancia, Brad repitió:

—Flaps quince, quince, verde.

—Lear Nueve Cinco Foxtrot Bravo, colóquese en posición —indicó Control de Tráfico Aéreo—. Pista libre para despegue, cinco izquierda.

—Cinco izquierda, Foxtrot Bravo. Pista libre para despegue.

—Presurización, normal. —Brad acabó con los preparativos previos—. La selección de temperatura está en automático. Luces exteriores encendidas. La ignición, encendido y las luces estroboscópicas, por tu lado.

Percey examinó esos controles:

—Ignición, encendido y luces estroboscópicas en marcha —dijo.

Puso al Lear sobre la pista, enderezó la proa y se colocó en paralelo a la línea central. Echó un vistazo a la brújula.

—Todos los controles e indicadores a cero cinco. Pista cinco izquierda. Doy potencia de despegue.

Empujó el acelerador y comenzaron a correr por el medio de la franja de hormigón. Sintió que la mano de Brad cogía el acelerador justo debajo de la suya.

—Potencia de despegue.

—Aumenta la velocidad —dijo luego Brad, cuando los indicadores empezaron a subir, veinte nudos, cuarenta…

Con el acelerador a fondo, el avión salió disparado. Percey escuchó un gemido de Roland Bell y reprimió una sonrisa.

Cincuenta nudos, sesenta, setenta…

—Ochenta nudos —exclamó Brad.

—Correcto —confirmó Percey después de una mirada al indicador de velocidad.

—V uno —anunció Brad—. Rotar.

Percey retiró la mano derecha del acelerador y cogió la palanca de control. Inestable hasta aquel momento, la palanca se puso firme con la resistencia del aire. La movió hacia atrás, rotando el Lear hacia arriba buscando la inclinación estándar de siete grados y medio. Los motores siguieron rugiendo a la vez, y entonces Percey aumentó la presión hacia atrás, hasta alcanzar los diez grados.

—Aceleración positiva —exclamó Brad.

—Arriba tren de aterrizaje. Arriba flaps.

Por los auriculares llegó la voz de Control de Tráfico Aéreo:

—Lear Nueve Cinco Foxtrot Bravo, gire a la izquierda y diríjase a dos ocho cero. Comuníquese con el control de despegue.

—Dos ocho cero, Nueve Cinco Foxtrot Bravo. Gracias, señor.

—Buenas noches.

Tiró un poco más de la palanca de mandos: once grados, doce, catorce… Dejó las constantes de los motores a nivel de despegue, es decir, un poco más alto que lo normal, durante unos minutos. Escuchó el dulce rumor de los turboventiladores detrás.

Y en aquella delgada punta de metal, Percey Clay se sintió ella misma. Volaba hacia el corazón del cielo y dejaba atrás lo irritante, lo pesado, lo doloroso. Dejaba atrás la muerte de Ed y la de Brit, y hasta a aquel hombre terrible, el diabólico Bailarín. Todo lo que la había herido, toda la incertidumbre, todo lo feo quedaban en tierra, muy lejos. Percey se sentía libre. Parecía injusto que pudiera escapar de aquellos pesos que la ahogaban con tanta facilidad, pero así era. Porque la Percey Clay que se sentaba en el asiento izquierdo del Lear N695FB no era Percey Clay, la chica cuyo único atractivo eran los dólares amasados por su padre en la industria del tabaco. No era lo que la llamaban sus compañeras de clase, ni la muchacha que desentonaba en los bailes, rodeada de esplendorosas rubias que la saludaban con sonrisas agradables y captaban todos los detalles de su atuendo y apariencia para dedicarse a cotillear más tarde.

Esa no era la verdadera Percey Clay.

La verdadera era ésta.

Le llegó otro gemido ahogado proveniente de Roland Bell. Debía de haber echado una mirada por la ventana durante el proceso.

—Mamaroneck Control, Lear Nueve Cinco Foxtrot Bravo con vosotros en setecientos.

—Buenas noches, Foxtrot Bravo. Subid y mantened mil ochocientos.

Entonces comenzaron con las tareas rutinarias como poner la radio en las frecuencias VOR[50] que le guiarían hasta Chicago con tanta puntería como la flecha de un samurái.

A los mil ochocientos metros rompieron la barrera de nubes y salieron a un cielo tan espectacular como los demás crepúsculos que Percey había visto. No era una persona a la que le gustara estar al aire libre, pero nunca se cansaba de mirar los cielos hermosos. Se permitió un solo pensamiento sentimental: hubiera estado bien que lo último que Ed hubiese visto fuera tan hermoso como aquella vista.

—Todo tuyo —dijo a seis mil cuatrocientos metros.

—Lo tengo —le respondió Brad.

—¿Un café?

—Sí, gracias.

Percey se dirigió al fondo del avión, sirvió tres tazas, le llevó tina a Brad y luego se sentó al lado de Roland Bell, quien cogió la suya con manos temblorosas.

—¿Cómo lo estás pasando? —le preguntó.

—No es que tenga miedo a volar, es que me pongo —su cara se ensombreció— bueno, nervioso como un… —Quizá había mil comparaciones posibles, pero no tuvo ánimo para emplear ninguna—. Sólo nervioso —concluyó.

—Echa una mirada —le pidió Percey, señalando la ventanilla de la cabina del piloto.

Ron se echó hacia adelante y miró por la ventanilla. Percey observó su cara iluminándose por la sorpresa que le produjo ver la magnificencia del crepúsculo.

—Bueno, qué extraordinario… —silbó animado—. Me pareció muy bueno el despegue.

—Es un aparato muy eficiente. ¿Has oído hablar de Brooke Knapp?

—Creo que no.

—Era una empresaria de California. Estableció un récord de vuelo alrededor del mundo con un Lear 35A, como en el que volamos ahora. Le llevó poco más de cincuenta horas. Algún día batiré ese récord.

—No dudo de que lo harás —ahora Ron estaba más tranquilo. Miró los controles—. Parece terriblemente complicado.

Percey tomó un sorbo de café.

—Tiene un truco esto de volar que no le contamos a la gente. Una especie de secreto profesional. Es mucho más simple de lo que piensas.

—¿Cuál es ese truco?

—Bueno, mira hacia fuera. ¿Ves esas luces de color en la punta de las alas?

Ron no quería mirar pero lo hizo.

—Sí, las veo.

—Hay una en la cola también.

—Hum, hum. Recuerdo haberla visto, me parece.

—Lo único que tenemos que hacer es mantener el avión entre esas luces y todo saldrá bien.

—Entre… —Le llevó un instante comprender la broma. Miró el rostro inexpresivo de Percey y luego sonrió—. ¿Te has burlado de muchos con ese chiste?

—De unos cuantos.

Pero la broma no lo divirtió realmente. Sus ojos seguían clavados en la alfombra. Después de un largo silencio, Percey dijo:

—Brit Hale podría haberse negado a testificar, Roland. Conocía los riesgos.

—No, no los conocía —respondió Bell—. No. Nos apoyó en lo que estábamos preparando sin saber gran cosa. Yo tendría que haberlo pensado mejor. Tendría que haberme dado cuenta de lo que pasaba con los camiones de bomberos. Debería haber adivinado que el asesino llegaría a vuestros dormitorios. Os tendría que haber llevado al sótano o a otro lugar. Y también podría haber disparado mejor.

Bell parecía tan desanimado que a Percey no se le ocurrió nada que decirle. Apoyó la mano sobre su antebrazo. Parecía delgado, pero era muy fuerte.

Ron rió suavemente.

—¿Quieres saber una cosa? —Ron río suavemente.

—¿Qué?

—Esta es la primera vez desde que te conozco que pareces un poco relajada.

—Es el único lugar en que me siento en casa —dijo Percey.

—Volamos a trescientos veinte kilómetros por hora a mil quinientos metros de altura y te sientes segura —suspiró Bell.

—No, vamos a seiscientos cuarenta kilómetros por hora, a una altura de seis mil metros.

—Vale. Gracias por compartirlo conmigo.

—Hay un antiguo refrán de pilotos —dijo Percey—: «San Pedro no cuenta el tiempo que pasas volando, y duplica las horas que pasas en tierra».

—¡Qué gracioso! —exclamó Bell—. Mi tío decía algo parecido también, sólo que él se refería a la pesca. Prefiero mil veces su versión a la tuya. No te lo tomes como algo personal.