Capítulo 3

Ella recordó: la noche pasada, el agudo sonido del teléfono ahogaba el ruido de la lluvia contra la ventana del dormitorio.

Lo miró con desdén como si el NYNEX[12] fuera responsable de las náuseas y del dolor sofocante de cabeza, con flashes de luz que estallaban detrás de sus párpados.

Finalmente se puso de pie y cogió el auricular a la cuarta llamada.

—¿Hola?

Le contestó el eco vacío de un enlace unicom de radio a teléfono.

Luego una voz. Quizá.

Una risa. Quizá.

Un enorme estruendo. Un click. Silencio.

No había tono. Sólo silencio, arropado por las olas que embestían contra sus oídos.

—¿Hola? ¿Hola?…

Había colgado el receptor y retornado al diván, observando la lluvia nocturna, el cornejo que se doblaba y enderezaba con el viento de la tormenta de verano. Se había vuelto a dormir. Hasta que el teléfono sonó otra vez, media hora más tarde, con la noticia de que el Lear Nueve Charlie Juliet se había estrellado cuando se acercaba a su destino, causando la muerte de su marido y del joven Tim Randolph.

Entonces, en aquella mañana gris, Percey Rachel Clay supo que la misteriosa llamada de la noche pasada era de su marido. Ron Talbot, quien tuvo la valentía de llamarla y darle la noticia del accidente, le explicó que poco antes de que el Lear explotara le había pasado una llamada.

La risa de Ed…

—¿Hola? ¿Hola?

Percey destapó la botella y tomó un trago. Recordó el día ventoso, años atrás, cuando ella y Ed habían volado en un Cessna 180 equipado con pontones hacia Red Lake, Ontario, aterrizando con cerca de 170 litros de combustible en el tanque. Celebraron la llegada tomando una botella de whisky canadiense sin etiqueta, que acabó provocándoles la resaca más tremenda de sus vidas. El recuerdo le hizo saltar lágrimas, como antes lo había hecho el dolor.

—Vamos, Percey, termina con esto, ¿quieres? —dijo el hombre que se sentaba en el diván de la sala—. Por favor —señaló la botella.

—Oh, bien —respondió su voz áspera con controlado sarcasmo—. Seguro —y tomó otro trago. Sintió deseos de un cigarrillo, pero resistió—. ¿Por qué demonios se le ocurriría llamarme cuando estaban llegando? —preguntó.

—Quizá estaba preocupado por ti —sugirió Brit Hale—. Por tu jaqueca.

Al igual que Percey, Hale no pudo dormir esa noche. Talbot también lo había llamado a él con la noticia del accidente y había conducido desde su piso en Bronxville para estar con Percey. Se quedó con ella toda la noche, ayudándole a hacer las llamadas oportunas. Fue Hale, no Percey, quien dio la noticia a los padres de ella en Richmond.

—No tenía por qué hacer eso, Brit. Una llamada al llegar.

—Eso no tiene nada que ver con lo que pasó —dijo Hale con suavidad.

—Lo sé —respondió ella.

Se conocían desde hacía años. Hale fue uno de los primeros pilotos de Hudson Air y había trabajado gratis los primeros cuatro meses, hasta que sus ahorros se agotaron y tuvo que enfrentarse sin ganas a Percey para pedirle un salario. Nunca supo que ella se lo pagó con sus ahorros, ya que la compañía no obtuvo ganancias hasta un año después de su incorporación. Hale parecía un maestro de escuela, enjuto y severo. En realidad era de trato fácil —el perfecto antídoto para Percey— y un bromista gracioso del que se sabía que podía pilotar un avión en posición invertida si sus pasajeros eran especialmente descorteses o revoltosos, manteniéndolo así el tiempo necesario para calmarlos. Hale a menudo se sentaba en el asiento derecho cuando Percey iba en el izquierdo, y de hecho era su copiloto favorito.

—Es un privilegio volar con usted, señora —solía decir, probando su imperfecta imitación de Elvis Presley—. Muchas gracias.

En aquel momento el dolor detrás de sus ojos casi había desaparecido. Percey había perdido amigos —casi siempre en accidentes aéreos— y sabía que las pérdidas emocionales constituían un anestésico contra el dolor físico.

También lo era el whisky.

Otro trago de la botella.

—Diablos, Brit —se desplomó en el diván a su lado—. Oh, diablos.

Hale le pasó su fuerte brazo alrededor. Ella dejó caer la cabeza, cubierta de rizos oscuros, sobre su hombro.

—Estarás bien, cariño —dijo Hale—, lo prometo. ¿Qué puedo hacer?

Ella sacudió la cabeza. Era una pregunta sin respuestas.

Tomó un pequeño sorbo de bourbon, luego miró el reloj. Las nueve de la mañana. La madre de Ed llegaría en cualquier momento. Amigos, parientes… Tenía que organizar el funeral…

Tanto por hacer.

—Tengo que llamar a Ron —dijo—. Tenemos que hacer algo. La Compañía…

En aerolíneas y empresas de aviación la palabra «compañía» no significaba lo mismo que en cualquier otro ramo. La Compañía, con C mayúscula, era una entidad, una cosa viva. Se hablaba de ella con respeto, frustración u orgullo. A veces con pena. La muerte de Ed había infligido una herida en muchas vidas, incluida la Compañía, y esa herida podía ser fatal.

Tanto por hacer.

Pero Percey Clay, la mujer que no conocía el pánico, que controlaba con calma los fatales Dutch rolls[13] que eran la maldición de los Lear 23, que se había recuperado de tirabuzones mortales que podrían haber atemorizado a muchos pilotos experimentados, ahora estaba paralizada en el diván. Qué extraño, pensó, como si estuviera en una dimensión diferente, no puedo moverme. Se miró las manos y los pies para ver si estaban blancos e inertes.

Oh, Ed…

Y también Tim Randolph, por supuesto. Tan buen copiloto como se pudiera pedir, teniendo en cuenta que los primeros oficiales cualificados son escasos. Percey imaginó su cara juvenil y redonda, como de un Ed con menos años. Sonriendo sin motivo. Alerta y obediente pero firme, capaz de dar órdenes incuestionables, hasta a la misma Percey, cuando estaba al mando del aparato.

—Necesitas un poco de café —anunció Hale, dirigiéndose a la cocina—. Te traeré un café doble con leche batida y espuma.

Una de sus bromas privadas se refería a los cafés suaves. Los verdaderos pilotos, decían, sólo beben Maxwell House o Folgers[14].

Sin embargo hoy, Hale, bendito sea, no estaba hablando realmente de café. Lo que quería decir era: Deja la bebida. Percey captó la indirecta. Puso el tapón a la botella y la dejó sobre la mesa con un fuerte ruido.

—Bien. Bien.

Se levantó y caminó por la sala. Miró su imagen en el espejo. La cara chata, cabello negro con rizos firmes y rígidos. En su atormentada adolescencia, durante un momento de desesperación, se había cortado el pelo como un militar. Eso les enseñaría. Sin embargo, lo único que consiguió con aquel desafío fue proporcionarles a las chicas criticonas de la escuela Lee de Richmond más munición contra ella. Percey poseía una figura esbelta y unos vivos ojos negros que, según decía su madre a menudo, constituían su mayor atractivo. Un atributo que a los hombres, por supuesto, les importaba un comino.

Ese día tenía líneas oscuras bajo los ojos y una tez mate sin remedio, un cutis de fumador que le recordó los tiempos en que consumía dos cajetillas de Marlboro por día. Los agujeros para los pendientes hacía tiempo que se habían cerrado.

Miró por la ventana, más allá de los árboles, a la calle que estaba frente a la casa. Notó el ruido del tráfico y algo se empezó a dibujar en su mente. Algo perturbador.

¿Qué? ¿Qué es?

La sensación se desvaneció, eliminada por el sonido del timbre.

Percey abrió la puerta y se encontró con dos fornidos oficiales de policía en el umbral.

—¿Señora Clay?

—Sí.

—Policía de Nueva York —mostraron sus identificaciones—. Estamos aquí para protegerla hasta que averigüemos lo que ocurrió con su marido.

—Pasen —les dijo—. Brit Hale también está aquí.

—¿El señor Hale? —dijo uno de los policías, asintiendo—. ¿Está aquí? Bien. También mandamos a un par de policías del Condado de Westchester a su casa.

Y fue entonces cuando ella miró más allá de los policías, hacia la calle, y el esquivo pensamiento apareció en su mente.

Caminó alrededor de los policías hacia el balcón del frente.

—Preferiríamos que se quedara adentro, señora Clay…

Miró hacia la calle. ¿Qué era?

Luego lo entendió.

—Hay algo que deberían saber —dijo a los oficiales—. Una camioneta negra.

—¿Una…?

—Una camioneta negra. Recuerdo esta camioneta negra.

Uno de los oficiales sacó una libreta.

—Por favor, cuénteme lo que sepa de ella.

***

—Espera —dijo Rhyme.

Lon Sellito hizo una pausa en la narración.

Entonces, Rhyme escuchó otras pisadas que se acercaban, ni pesadas ni livianas. Sabía a quién pertenecían. No era una deducción. Había escuchado aquel ritmo especial muchas veces.

La hermosa cara de Amelia Sachs, rodeada por su largo cabello rojo, coronó las escaleras; Rhyme la vio vacilar durante un momento, y luego entrar al cuarto. Llevaba el uniforme azul marino de patrullero al completo, con la única excepción de la gorra y la corbata. Cargaba una bolsa de compra de Jefferson Market.

Jerry Banks la recibió con una sonrisa. Su enamoramiento era evidente y lógico: no muchos oficiales habían desarrollado una carrera de modelo en Madison Avenue como la escultural Amelia Sachs. Pero la mirada, como la atracción, no era recíproca y el joven, un muchacho guapo a pesar de la cara mal afeitada y el mechón despeinado, se resignó a seguir enamorado un poco más.

—Hola, Jerry —dijo Amelia. Ante Sellitto inclinó la cabeza y le llamó «señor» (era teniente detective y una leyenda en el departamento de homicidios. Sachs llevaba el oficio en la sangre y tanto en su casa como en la academia le habían enseñado a respetar las jerarquías).

—Pareces cansada —comentó Sellitto.

—No he dormido —dijo ella—. He estado buscando arena.

Sacó una docena de paquetitos de la bolsa de compra.

—Estuve recogiendo muestras.

—Bien —dijo Rhyme—. Pero eso ya es agua pasada. Estamos en otro caso.

—¿Otro caso?

—Alguien ha llegado a la ciudad. Y tenemos que encontrarlo.

—¿Quién?

—Un asesino —respondió Sellitto.

—¿Profesional? —preguntó Sachs—. ¿CO[15]?

—Profesional, sí —dijo Rhyme—. Sin conexiones con el crimen organizado que conozcamos.

El crimen organizado era el mayor proveedor de asesinos a sueldo del país.

—Trabaja por cuenta propia —explicó Rhyme—. Lo llamamos el Bailarín de la Muerte.

Amelia levantó una ceja, roja por toqueteársela con una uña.

—¿Por qué?

—Sólo una de las víctimas llegó a estar cerca de él y vivió lo suficiente como para darnos algún detalle. Tiene o tenía, al menos un tatuaje en la parte superior de un brazo: la Muerte con su guadaña bailando con una mujer frente a su ataúd.

—Bueno, eso es algo para poner en el apartado de «Marcas Notables» en el informe de un incidente —dijo Amelia con ironía—. ¿Qué más sabéis de él?

—Hombre de raza blanca, probablemente en la treintena. Eso es todo.

—¿Investigasteis el tatuaje? —preguntó la chica.

—Por supuesto —respondió Rhyme secamente—. Hasta los confines de la tierra.

Lo que decía era una verdad literal: ningún departamento de policía de ninguna ciudad importante del mundo pudo encontrar rastro de un tatuaje como ese.

—Perdónenme, caballeros y señora —dijo Thom—. Tengo trabajo que hacer.

La conversación se detuvo mientras el joven se dedicó a ejecutar los movimientos necesarios para dar la vuelta a su patrón. Eso ayudaba a limpiar los pulmones. Para los tetrapléjicos, algunas partes del cuerpo adquieren personalidad propia y desarrollan relaciones especiales con ellas. Después de que su columna vertebral se destrozara mientras investigaba la escena de un crimen unos años atrás, las piernas y los brazos de Rhyme se habían convertido en sus enemigos más crueles, y había gastado una energía desesperada tratando de obligarlos a hacer lo que quería. Pero le ganaron la partida y siguieron tan inanimados como si fueran de madera. Luego Rhyme se enfrentó a los torturadores espasmos que agitaban sin piedad su cuerpo; trató de obligarlos a desaparecer y eventualmente lo hicieron, aparentemente por buena voluntad. Rhyme no pudo cantar victoria completa aunque aceptó su rendición. Luego aceptó desafíos menos importantes y se concentró en los pulmones. Finalmente, después de un año de rehabilitación, se libró del respirador: le retiraron el tubo de la tráquea y pudo respirar por sí mismo. Fue la única victoria sobre su cuerpo pero Rhyme abrigaba la sombría superstición de que los pulmones sólo se estaban tomando un tiempo antes de buscar la revancha. Imaginaba que moriría de neumonía o enfisema en un año o dos.

No le importaba demasiado la idea de morir. Pero hay muchas maneras de hacerlo, estaba decidido a no pasar por nada desagradable.

—¿Alguna pista? —Preguntó Sachs—. ¿Su último domicilio conocido?

—El último estaba en la zona del distrito federal —dijo Sellitto con su acento de Brooklyn—. Eso es todo. Nada más. Oh, a veces nos llegan noticias de él. A Dellray más que a nosotros, gracias a todos sus especialistas e investigadores, como sabéis. El Bailarín es como diez personas diferentes: operaciones de orejas, implantes faciales, silicona. Agrega cicatrices, se quita cicatrices. Gana peso y lo pierde. Una vez desolló un cadáver, le sacó las manos y las usó como guantes para engañar a los técnicos en huellas dactilares.

—A mí no —recordó Rhyme—. No me pudo engañar.

Aunque es cierto que no le pude coger, reflexionó con amargura.

—Planea todo —siguió diciendo el detective—. Organiza distracciones y luego aparece. Hace su trabajo. Y después limpia todo con maldita eficiencia.

Sellitto dejó de hablar y pareció extrañamente intranquilo para tratarse de un hombre que se ganaba la vida cazando asesinos.

Mientras miraba por la ventana, Rhyme pareció no percibir la reticencia de su ex compañero. Se limitó a continuar la historia.

—Ese caso, el de las manos desolladas, fue el trabajo más reciente del Bailarín en Nueva York, hace cinco o seis años. Fue contratado por un financiero de Wall Street para matar a su socio. Hizo el trabajo bien y limpio. Mi equipo científico llegó a la escena y comenzó a caminar por la cuadrícula. Uno de ellos levantó un fajo de papeles que estaba en el cubo de basura y detonó una carga de PETN[16]. Cerca de dos kilos y medio, potenciado con gas. Ambos técnicos murieron y se destruyeron virtualmente todas las pistas.

—Lo lamento —dijo Sachs. Hubo un silencio extraño entre ellos. La chica era su aprendiz y su compañera desde hacía más de un año, también y se habían hecho amigos. Hasta había pasado la noche allí algunas veces, dormía en el diván o si no, casta como una hermana, en la cama de Rhyme, una Clinitron de media tonelada. Pero sus conversaciones versaban en gran parte sobre temas forenses, y Rhyme la dormía con historias de persecuciones de asesinos en serie o de las hazañas de ladrones de guante blanco. Generalmente se mantenían alejados de las cuestiones personales. Ahora, lo único que ella comentó fue:

—Debe haber sido duro.

Rhyme evitó las palabras compasivas con una sacudida de cabeza. Miró fijamente el muro vacío. Durante un tiempo hubo láminas artísticas pegadas por el cuarto. Hacía mucho que no estaban, pero Rhyme jugaba a conectar los puntos con los pedazos de cinta adhesiva que aún quedaban. Trazaban la forma de una estrella torcida, mientras que en algún lugar dentro de él, muy profundamente, sintió una desesperación hueca: volvió a presenciar la horrenda escena del crimen con la explosión y vio los cuerpos quemados y despedazados de sus oficiales.

Sachs preguntó:

—¿El tipo que lo contrató estaba dispuesto a denunciar al Bailarín?

—Estaba dispuesto, claro. Pero no había mucho que pudiera contar. Puso el dinero en efectivo en un escondrijo, con instrucciones escritas. Sin transferencias electrónicas ni números de cuentas. Nunca se vieron en persona —Rhyme respiró profundamente—. Pero la peor parte fue que el banquero que pagó por el asesinato cambió de opinión. Le faltó valor. Pero no tenía forma de ponerse en contacto con el Bailarín. De todos modos no tenía importancia. El Bailarín se lo había dicho claramente: «No es posible volver atrás».

Sellitto le contó a Sachs el caso contra Phillip Hansen, los testigos que habían visto su avión en el vuelo nocturno y la bomba de la noche anterior.

—¿Quiénes son los otros testigos? —preguntó.

—Percey Clay, la mujer de este tipo, Carney, que se mató anoche en su avión. Ella es la presidenta de la compañía Hudson Air Charters. Su marido era vicepresidente. El otro testigo es Britton Hale. Es un piloto que trabaja para ellos. Envié unos policías para que los protejan.

—Llamé a Mel Cooper —dijo Rhyme—. Trabajará abajo en el laboratorio. El caso Hansen es para un equipo, de manera que tenemos a Fred Dellray en representación de los federales. Nos proporcionará agentes si los necesitamos y está preparando una casa segura para testigos protegidos, para esa chica, Clay, y para Hale.

La eficaz memoria de Lincoln Rhyme se hizo presente momentáneamente y perdió el hilo de lo que decía Sellitto: vinieron a su mente la imagen de la oficina donde el Bailarín había dejado la bomba seis años atrás. Recordó el cubo de basura, reventado como una rosa negra. El olor del explosivo, el asfixiante aroma químico, en absoluto parecido al humo de un fuego de leña. El corte sedoso de la madera chamuscada. Los cuerpos destrozados de sus técnicos, inmovilizados en una postura pugilística por las llamas.

Lo salvó de esta horrible ensoñación el sonido del fax. Jerry Banks cogió el primer folio.

—El informe de la escena del crimen de la caída del avión —anunció.

La cabeza de Rhyme se dirigió con ansiedad hacia el fax.

—¡Es el momento de trabajar, chicas y chicos!

*****

Lavarlas, lavarlas a fondo.

Soldado, ¿están limpias esas manos?

Señor, las estoy lavando, señor.

El hombre robusto, en mitad de la treintena, se hallaba en el servicio de una cafetería de Lexington Avenue, ensimismado en su tarea.

Fregar, fregar, fregar…

Se detuvo y miró hacia fuera, por la puerta abierta del aseo para caballeros. A nadie parecía interesarle que llevara allí casi diez minutos.

Vuelta a fregar.

Stephen Kall examinó las cutículas y los enormes nudillos rojos.

Estar limpio, estar limpio. Sin gusanos. Ni uno solo.

Se había sentido bien cuando desvió la camioneta negra de la calle y la aparcó al fondo de un garaje subterráneo. Stephen sacó del maletero del vehículo las herramientas que iba a necesitar y subió por la rampa hasta salir a la transitada calle. Había trabajado en Nueva York varias veces, pero nunca se acostumbró a tanta gente, mil personas en una sola manzana.

Me hace sentir aterrorizado.

Me hace sentir lleno de gusanos.

De manera que entró al servicio para lavarse un poco.

Soldado, ¿ha terminado todavía? Le quedan dos objetivos que eliminar.

Señor, ya casi está, señor. Debo suprimir el riesgo de dejar alguna pista antes de proceder a la operación, señor.

Oh, por el amor de Dios…

El agua caliente caía sobre sus manos. Se frotaba con un cepillo que llevaba consigo en una bolsita de plástico. Tomó más jabón rosado del dosificador. Y se frotó un poco más.

Finalmente miró las manos rojizas y las secó bajo el aire caliente del secador. No quería toallas, no quería fibras delatoras.

Tampoco quería gusanos.

Aquel día Stephen estaba vestido de camuflaje, aunque no con el verde oliva militar o el beige de la Tormenta del Desierto. Llevaba téjanos, zapatillas Reebok, una camisa de trabajo y una cazadora gris salpicada con manchas de pintura. En su cinturón tenía el móvil y una gran cinta métrica. Tenía el aspecto de cualquier contratista de Manhattan, y hoy llevaba aquel atuendo porque nadie repararía en él si veía a un trabajador con guantes de algodón un día de primavera.

Caminó hacia el exterior.

Todavía había mucha gente. Pero sus manos estaban limpias y ya no sentía temor.

Se detuvo en la esquina y miró calle abajo hacia el edificio que había sido el hogar del Marido y de su Mujer, pero que ahora era sólo de la Mujer porque el Marido había estallado en un millón de pedacitos sobre la Tierra de Lincoln[17].

De manera que dos testigos todavía estaban vivos y ambos debían morir antes que el gran jurado se reuniera el lunes. Miró su aparatoso reloj de acero inoxidable. Eran las nueve y media de la mañana del sábado.

Soldado, ¿tiene suficiente tiempo para atrapar a los dos?

Señor, quizá no atrape a los dos ahora, pero todavía tengo casi cuarenta y ocho horas, señor. Es tiempo más que suficiente para localizar y neutralizar ambos objetivos, señor.

Pero, soldado, ¿se atreve con los desafíos?

Señor, yo vivo para los desafíos, señor.

Había un solo coche patrulla enfrente de la casa. Ya lo esperaba…

Muy bien, tenemos una zona muy conocida enfrente de la casa y una desconocida en su interior…

Miró calle arriba y calle abajo, luego caminó por la acera. Se había frotado tanto las manos que le escocían. La mochila pesaba cerca de veintisiete kilos pero apenas la sentía. Stephen, el del corte de pelo militar, era puro músculo.

Mientras caminaba, se imaginó a sí mismo como un vecino más. Anónimo. No quería pensar en sí mismo como Stephen, o como el señor Kall ni como Todd Johnson o Stan Bledsoe, o como cualquiera de los otros alias que había utilizado en los últimos diez años. Su nombre verdadero era como un aparato de gimnasia oxidado, colocado en el patio, algo que se tenía en cuenta pero no se veía realmente.

De repente se volvió y entró en el vestíbulo del edificio que se alzaba frente al domicilio de la Mujer. Stephen abrió la puerta principal empujándola y miró los amplios ventanales de enfrente, ocultos parcialmente por un cornejo en flor. Se colocó un par de teleobjetivos de caza, muy caros y con un tinte amarillo, y el resplandor de las ventanas desapareció. Podía ver figuras que se movían en el interior del piso. Un policía… no, dos policías. Un hombre de espaldas de la ventana. Quizá el Amigo, el otro testigo al que le habían pagado para matar. Y ¡…sí! Estaba la Mujer. Baja. Hogareña.

Con aspecto de muchacho. Llevaba una blusa blanca. Sería fácil darle.

Ella salió de su campo de visión.

Stephen se agachó y abrió la cremallera de su mochila.