Capítulo 28: Hora 29 de 45

Individualizar es la meta del criminalista.

Así se denomina el proceso de relacionar una prueba con un único origen, con exclusión de todos los demás.

En aquel momento Lincoln Rhyme observaba la prueba más individualizada que existe: sangre del cuerpo del Bailarín. Un test muy sofisticado de ADN podría eliminar virtualmente cualquier posibilidad de que la sangre proviniera de otra persona.

Sin embargo, aquella prueba podía aportar poco. El CODIS o sistema de información computerizado sobre el ADN contenía los perfiles de algunos criminales convictos, pero era aún una base de datos muy pequeña, compuesta mayormente de delincuentes sexuales y un número limitado de criminales violentos. Rhyme no se sorprendió cuando el examen de la sangre del Bailarín resultó negativo.

Sin embargo, el criminalista sentía un leve placer al poseer una parte del propio asesino, preparada en un frotis y guardada en un tubo de ensayo. Para la mayoría de sus colegas, los delincuentes se limitaban a estar «por ahí», raramente se encontraban cara a cara con ellos, incluso no llegaban a conocerlos, de no ser en el juicio. De manera que sintió una profunda conmoción al estar en presencia del hombre que había causado tanto dolor a tantas personas, él incluido.

—¿Qué más has encontrado? —preguntó a Sachs.

Amelia había aspirado el cuarto de Brit Hale para encontrar vestigios, pero cuando ella y Cooper se colocaron las gafas de aumento y repasaron todo lo que habían traído, no encontraron nada excepto residuos de disparos y fragmentos de balas, ladrillo y yeso desprendido por los tiroteos.

Había recogido los casquillos de la pistola semiautomática que había usado el asesino. El arma era una Beretta de 7,62 milímetros, probablemente un viejo modelo con algunos deterioros. Los casquillos, recuperados por Sachs en su totalidad, habían sido sometidos por el Bailarín a un proceso que eliminaba hasta las huellas de los empleados de la fábrica de municiones, de manera que nadie pudiera relacionar su compra con un turno en concreto o con un lote enviado a algún lugar particular. Aparentemente el joven había cargado el arma con los nudillos para evitar dejar huellas. Un truco conocido.

—Adelante —le pidió Rhyme a Sachs.

—Balas de pistola.

Cooper las examinó. Tres estaban achatadas y una conservaba muy bien su forma. Dos estaban cubiertas por la sangre negra y coagulada de Brit Hale.

—Escanéalas para ver si hay huellas —ordenó Rhyme.

—Ya lo hice —replicó Sachs cortante.

—Prueba con el láser.

Cooper lo hizo.

—Nada, Lincoln. —El técnico se fijó en un trozo de algodón que estaba en una bolsa de plástico—. ¿Qué es eso? —preguntó.

—Oh, también traje los cartuchos del fusil —respondió Sachs.

—¿Qué?

—Le hizo dos disparos a Jodie. Dos de ellos dieron en la pared y explotaron. Éste dio en tierra, en una maceta de geranios, y no explotó. Encontré un agujero en uno de los geranios y…

—Esperad —parpadeó Cooper—. ¿Éste es uno de los cartuchos explosivos?

—Así es. Pero no explotó —dijo Sachs.

Rápidamente, Cooper puso la bolsa sobre la mesa y retrocedió. Empujó a Sachs, que era cinco centímetros más alta que él, para alejarla también.

—¿Qué pasa?

—Las balas explosivas son muy inestables. En este momento, los granos de pólvora se podrían estar activando… podrían explotar en cualquier momento. Un pedazo de metralla te podría matar.

—Has visto los fragmentos de los otros, Mel —dijo Rhyme—. ¿Cómo están hechos?

—Es horrible, Lincoln —dijo el técnico nerviosamente, y su calva se cubrió de sudor—. Tienen un relleno de PETN, con pólvora sin humo como base. Es lo que lo vuelve inestable.

—¿Por qué no explotó? —preguntó Sachs.

—La tierra hizo que impactara con suavidad. Y pensemos que el Bailarín los hace él mismo. Quizá su control de calidad no fue muy bueno.

—¿Los hace él mismo? —preguntó Rhyme—. ¿Cómo?

Con los ojos fijos en la bolsa de plástico, el técnico le explicó:

—Bueno, la forma más común consiste en taladrar un agujero desde la punta casi hasta la base. Se ponen unos perdigones y un poco de pólvora negra o sin humo. Se enrolla una tira de plástico y se coloca dentro. Luego se sella todo; en este caso con un cono de cerámica. Cuando da en el blanco, los perdigones se incrustan en la pólvora. Eso hace que el PETN explote.

—¿Enrolla el plástico? —preguntó Rhyme—. ¿Con los dedos?

—Generalmente.

Rhyme miró a Sachs y por un momento la tensión que había entre ellos desapareció. Sonrieron y exclamaron a la vez:

—¡Huellas!

—Quizá —dijo Mel Cooper—. Pero ¿cómo lo vais a averiguar? Tenéis que desarmarlo.

—Entonces —dijo Sachs—, lo desarmaremos.

—No, no, no, Sachs —intervino Rhyme con brusquedad—. Tú no. Esperaremos a los especialistas artificieros.

—No tenemos tiempo.

Se inclinó sobre la bolsa y comenzó a abrirla.

—Sachs, ¿qué mierda estás tratando de probar?

—No trato de probar nada —respondió ella fríamente—. Trato de coger al asesino.

Cooper no sabía qué hacer.

—¿Estás tratando de salvar a Jerry Banks? Bueno, ya es demasiado tarde. Olvídalo. Limítate a hacer tu trabajo.

—Este es mi trabajo.

—¡Sachs, no fue culpa tuya! —gritó Rhyme—. Olvídalo. Olvida los muertos. Te lo he dicho una docena de veces.

—Pondré mi chaleco sobre la bolsa —contestó la joven muy tranquila— y trabajaré desde atrás.

Se quitó la blusa y abrió las tiras de Velero que sujetaban el chaleco antibalas. Lo colocó como una tienda sobre la bolsa que contenía el cartucho.

—El blindaje te protege pero no te protege las manos —le advirtió Cooper.

—Los trajes antibala tampoco tienen protección para las manos —señaló Sachs, y sacó de su bolsillo los tapones para los oídos que usaba para tirar y se los colocó—. Tendrás que gritar —le dijo a Cooper—. ¿Qué hago?

No, Sachs, no, pensó Rhyme.

—Si no me lo dices lo cortaré en dos —cogió una sierra forense. El filo se cernió sobre la bolsa. La chica hizo una pausa.

Rhyme suspiró e hizo una seña con la cabeza a Cooper.

—Dile lo que tiene que hacer.

El técnico tragó saliva.

—Muy bien. Desenvuélvelo con cuidado. Aquí, ponlo sobre esta toalla. No lo sacudas. Es lo peor que puedes hacer.

Sachs expuso la bala, un trozo de metal sorprendentemente pequeño, con una punta blancuzca.

—¿Ves ese cono? —siguió Cooper—. Si la bala explota el cono pasará a través del blindaje y de al menos una o dos paredes. Tiene un revestimiento de Teflon.

—Bien —Sachs puso la bala de costado, mirando la pared.

—Sachs —dijo Rhyme en tono tranquilizador—, usa fórceps y no tus dedos.

—Si explota eso no supondrá la menor diferencia, Rhyme. Y necesito el control que me dan los dedos.

—Por favor.

Sachs vaciló y luego tomó la pinza que Cooper le ofrecía. Cogió la base del cartucho.

—¿Cómo lo abro? ¿Lo corto?

—No puedes cortar el plomo —contestó Cooper—. El calor de la fricción detonaría la pólvora negra. Tienes que sacar con cuidado el cono para llegar a la tira de plástico.

El sudor corría por la cara de Sachs.

—Bien. ¿Con alicates?

Cooper levantó un par de alicates de punta muy fina que estaban sobre la mesa y se acercó a Sachs. Se los puso en la mano derecha y luego retrocedió.

—Debes cogerlo y tirar con fuerza. El Bailarín lo pegó con resina epoxy, que no suelda bien el plomo, de manera que debería desprenderse con facilidad. Pero no lo aprietes mucho. Si se rompe, no podrás quitarlo sin un taladro. Y eso lo haría explotar.

—Con fuerza, pero no demasiada —murmuró Sachs.

—Piensa en todos los coches que has reparado, Sachs —dijo Rhyme.

—¿Qué?

—Cuando tratabas de sacar las bujías: con fuerza como para aflojarlas, pero no tanta como para romper la cerámica.

Sachs asintió, distraída, y Rhyme no supo si le había oído.

La pelirroja inclinó la cabeza detrás de la tienda formada por su chaleco antibalas.

Rhyme vio que sus ojos se cerraron.

Oh, Sachs…

No percibió ningún movimiento. Apenas si oyó un chasquido.

Sachs se quedó paralizada un momento y luego miró por encima del chaleco.

—Ya salió. Está abierto.

—¿Ves el explosivo? —preguntó Cooper.

Ella miró dentro.

—Sí.

—Vierte dentro un poco de aceite —Cooper le tendió un bote— y luego inclínalo. El plástico saldrá. No podemos tocarlo porque las huellas se arruinarían.

Sachs agregó el aceite, luego inclinó el cartucho, con la parte abierta hacia abajo, sobre la toalla.

No pasó nada.

—Maldita sea —murmuró.

—¡No…

Sachs lo sacudió con fuerza.

—…lo sacudas! —gritó Cooper.

—¡Sachs! —jadeó Rhyme.

La chica sacudió con más fuerza.

—Maldita sea.

—¡No!

Salió una pequeña tira blanca, seguida de unos granos de pólvora negra.

—Bien —dijo Cooper con un suspiro de alivio—. Ya no hay peligro.

Se acercó y utilizando una sonda muy delgada, colocó el plástico en un portaobjetos de cristal. Se dirigió hacia el microscopio con el paso característico de todos los criminalistas del mundo: la espalda bien derecha, la mano levantada y sosteniendo la muestra con pulso firme. Montó el explosivo.

—¿Uso el Magna-Brush? —preguntó refiriéndose a un fino polvo gris que se utilizaba para descubrir huellas.

—No —le respondió Rhyme—. Usa violeta de genciana. Es una huella sobre plástico. Necesitamos un poco de contraste.

Cooper pulverizó la muestra y luego montó el portaobjetos en el microscopio.

La imagen apareció simultáneamente en la pantalla del ordenador de Rhyme.

—¡Sí! —gritó—. Aquí está.

Las curvas y bifurcaciones eran muy visibles.

—Lo atrapaste, Sachs. Buen trabajo.

Mientras Cooper giraba lentamente el trozo de plástico, Rhyme hizo tomas progresivas en la pantalla, imágenes digitalizadas, y las guardó en el disco duro. Luego las reunió e imprimió una sola lámina bidimensional.

Pero cuando el técnico la examinó, suspiró.

—¿Qué? —preguntó Rhyme.

—No es suficiente para hacer una comparación. Mide sólo cinco milímetros por uno con cinco. Ningún laboratorio del mundo podría obtener información de ella.

—Dios —exclamó Rhyme—. Todo ese esfuerzo… perdido.

Amelia Sachs se echó a reír a carcajadas. Estaba mirando la pared, donde estaban los diagramas de las pruebas. EC1, EC2…

—Unidlas —dijo.

—¿Qué?

—Tenemos tres parciales —les explicó—. Probablemente todas provengan del dedo índice. ¿No podremos hacerlas coincidir?

Cooper miró a Rhyme.

—Nunca oí nada semejante.

Tampoco lo había oído Rhyme. La mayor parte del trabajo forense consiste en analizar pruebas para su presentación en un juicio, ya que «forense» significa «relacionado con procedimientos legales»; y un abogado defensor reaccionaría muy mal si la policía comenzara a hilvanar fragmentos de las huellas de los sospechosos.

Pero su prioridad consistía en encontrar al Bailarín, no en preparar el caso en su contra.

—¡Claro que sí! —dijo Rhyme—. ¡Hacedlo!

Cooper cogió las fotos de las otras huellas del Bailarín y las puso sobre la mesa.

Sachs y el técnico comenzaron a trabajar. Cooper hizo fotocopias de las huellas y redujo dos para que todas tuvieran el mismo tamaño. Luego se pusieron a hacerlas coincidir como si fuera un rompecabezas. Parecían niños intentando variaciones, volviendo a colocar fragmentos, discutiendo amablemente. Sachs hasta se animó a coger un bolígrafo y conectar varias líneas del dibujo.

—Eso es hacer trampas —bromeó Cooper.

—Pero coinciden —dijo Sachs, triunfante.

Finalmente cortaron y ensamblaron una huella. Representaba tres cuartos de una huella en relieve por fricción, probablemente del dedo índice derecho. Cooper la levantó.

—Tengo mis dudas sobre lo que hemos hecho, Lincoln.

—Es arte, Mel ¡Es hermosa! —contestó Rhyme.

—No se lo digas a nadie de la Asociación de Identificación o nos echarán con cajas destempladas.

—Pásala a AFIS. Solicita una búsqueda prioritaria. En todos los Estados.

—Ooooh —dijo Cooper—. Costará lo que cobro de salario en un año.

Escaneó la huella en el ordenador.

—Llevará una media hora —dijo Cooper, más realista que pesimista.

Pero no llevó tanto tiempo. Cinco minutos después, el tiempo suficiente para que Rhyme especulara sobre quién, si Sachs o Cooper, estaría más dispuesto a servirle un trago, la pantalla se iluminó y apareció una nueva imagen.

Su pedido ha encontrad… una identificación. Hay 14 puntos de comparación. La probabilidad estadística de identificación es del 97%.

—Oh, Dios mío —murmuró Sachs—. Lo tenemos.

—¿Quién es, Mel? —preguntó Rhyme, en voz baja, como si temiera que las palabras hicieran volar las frágiles partículas de la pantalla del ordenador.

—Ya no lo llamaremos el Bailarín —dijo Cooper—. Es Stephen Robert Kall. Treinta y seis años. El paradero actual se desconoce. El último domicilio conocido, de hace quince años, es un número de RFD[48] en Cumberland, Virginia Occidental.

El apellido, tan corriente, le produjo a Rhyme una cierta decepción. Kall.

—¿Por qué estaba fichado?

—Por lo que le contó a Jodie… —leyó Cooper—. Cumplió veinte meses de cárcel por un homicidio involuntario cuando tenía quince años. —Rió quedamente—. Aparentemente el Bailarín no se molestó en contarle a Jodie que la víctima fue su padrastro.

—¿Padrastro, eh?

—Lo que estoy leyendo es muy fuerte —dijo Cooper, inclinado sobre la pantalla—. Joder.

—¿Qué? —preguntó Sachs.

—Notas de los informes policiales. Esto es lo que pasó. Parece que había un historial de peleas domésticas. La madre del muchacho se estaba muriendo de cáncer y su marido, el padrastro de Kall, la golpeó por algo que había hecho. Se cayó y se rompió un brazo. Murió unos meses después y a Kall se le metió en la cabeza que la muerte había sido culpa de Lou. —Cooper siguió con la lectura y se estremeció—. ¿Queréis oír lo que pasó?

—Adelante.

—Un par de meses después de la muerte de su madre, Stephen y su padrastro salieron a cazar. El chico le hizo perder el conocimiento, lo desnudó y lo ató a un árbol en el bosque. Lo dejó allí unos días. Su abogado dijo que lo había hecho para asustarlo. Cuando la policía lo encontró, bueno, digamos que estaba lleno de gusanos. Vivió dos días más, delirando.

—Joder —murmuró Sachs.

—Cuando lo encontraron, el chico estaba allí, sentado a su lado y se limitaba a observarlo —leyó Cooper—. El sospechoso se entregó sin ofrecer resistencia. Parecía estar en un estado de desorientación. Repetía una y otra vez «Cualquier cosa puede matar, cualquier cosa puede matar…». Lo llevaron al Centro Regional de Salud Mental para su evaluación.

El informe psicológico no le interesaba mucho a Rhyme. Para determinar el perfil del sospechoso confiaba más en sus técnicas forenses que en las de los policías conductistas. Sabía que el Bailarín era un sociópata, como todos los asesinos profesionales, y las penas y traumas que le habían convertido en lo que era no resultaban de mucha ayuda en aquel momento.

—¿Hay alguna foto? —preguntó Rhyme.

—No les sacan fotos a los delincuentes juveniles.

—Vale. Mierda. ¿Qué se sabe del servicio militar?

—Nada. Pero hay otra condena —dijo Cooper—. Intentó alistarse en los marines pero su perfil psicológico hizo que lo rechazaran. Persiguió a los oficiales de reclutamiento durante un par de meses y finalmente atacó a un sargento.

—Vamos a pasar el nombre por FINEST, la lista de alias y el NCIC —dijo Sellito.

—Haz que Dellray envíe algunos hombres a Cumberland para tratar de localizarlo —ordenó Rhyme.

—Lo haré.

StephenKall…

Después de todos aquellos años era como visitar un lugar sagrado sobre el que se había leído toda la vida pero que nunca se había visitado.

Se oyó un fuerte golpe en la puerta. Tanto Sachs como Sellitto llevaron las manos instintivamente a sus armas.

Pero el visitante era uno de los policías de la planta baja. Traía un enorme maletín.

—Para entregar —dijo.

—¿Qué es? —preguntó Rhyme.

—Lo trajo un policía de Illinois. Dijo que proviene del Departamento de Bomberos del condado de Du Page.

—¿Qué es?

El policía se encogió de hombros.

—Dijo que era basura de las ruedas de unos camiones. Debe ser una broma.

—No —dijo Rhyme—, eso es exactamente lo que es. —Miró a Cooper—: El raspado de las gomas del lugar de la explosión.

El policía parpadeó.

—¿Eso es lo que quería que viniera de Chicago por avión?

—Lo hemos estado esperando impacientes.

—Vale. La vida es graciosa algunas veces, ¿verdad?

Lincoln Rhyme estuvo muy de acuerdo.

*****

La aeronáutica como oficio sólo en parte consiste en volar.

La aeronáutica también significa papeleo.

En la parte trasera de la camioneta que transportaba a Percey Clay al aeropuerto Mamaroneck había una gran pila de libros, mapas y documentos. Miles de páginas. Montañas de información. Percey, como la mayoría de los pilotos, conocía casi todo su contenido de memoria. Pero, con todo, no se le ocurriría pilotar un aeroplano sin repasar todos los datos y estudiarlos como si fuera la primera vez que los veía.

Con aquella información y una calculadora estaba completando los dos documentos básicos previos a cada vuelo: la hoja de navegación y el plan de vuelo. En la hoja debía marcar su posición, calcular las variaciones del rumbo provocadas por el viento y el grado de divergencia entre el rumbo verdadero y el rumbo magnético, determinar el tiempo estimado de vuelo (ETE) y con ello calcular el número sagrado: el que indica la cantidad de combustible que se necesita para el vuelo. Seis ciudades, seis planillas diferentes, docenas de puntos de control entre medias…

Luego estaba el plan de vuelo de la FAA, al dorso de la hoja de navegación. Una vez en el aire, el piloto debía activar el plan llamando a la Estación de Servicio de Vuelo en Mamaroneck, que, a su vez, debería comunicarse con Chicago e informarles de la hora estimada de llegada. Si el avión no llegaba en su momento, media hora después se le declaraba en emergencia y comenzaban los procedimientos de búsqueda y rescate.

La documentación era muy complicada y los cálculos debían estar perfectos. Si el avión disponía de una cantidad ilimitada de combustible, el piloto podía confiar en la navegación por radio y pasar tanto tiempo como quisiera paseando entre destino y destino, a la altitud que quisiera. Pero evidentemente, el combustible era muy caro y las dos turbohélices Garrett quemaban una cantidad impresionante; por otra parte, también pesaba bastante y transportarlo costaba mucho en tasas al combustible extra. En vuelos largos, en especial cuando se hacían varios despegues, que consumían mucho combustible, si llevaba demasiada gasolina la ganancia que la Compañía obtenía con el vuelo disminuía drásticamente. La FAA establecía que cada vuelo debía llevar el combustible necesario para llegar a destino, más una reserva, en el caso de un vuelo nocturno, equivalente a cuarenta y cinco minutos de vuelo.

Los dedos de Percey bailaban sobre la calculadora; completó las planillas con nítida caligrafía. En su vida cotidiana descuidaba muchas cosas, pero en cuestiones de vuelo era muy meticulosa. El mero acto de completar las frecuencias o las variaciones magnéticas le producía placer. Nunca escatimaba y nunca elucubraba cuando se requerían cálculos exactos. Aquel día se sumergió en el trabajo.

Roland Bell estaba a su lado, demacrado y huraño. El muchacho simpático de siempre había quedado atrás. Percey sufría por él, así como por ella; Brit Hale era el primer testigo que había perdido. Sintió un impulso irrazonable de tocarle el brazo y consolarlo, como él lo había hecho antes con ella. Pero Bell parecía ser uno de esos hombres que, cuando se enfrentan a alguna pérdida, se cierran en sí mismos; cualquier manifestación de compasión le molestaría. Percey pensó en que se parecían mucho. Bell miraba por la ventanilla del coche y su mano tocaba con frecuencia la culata negra de la pistola que llevaba en una funda bajo el brazo.

Justo cuando terminaba de confeccionar la última tarjeta del plan de vuelo la camioneta dobló la esquina y entró al aeropuerto. Se detuvo frente a los guardias armados que examinaron los carnés de identidad y les dejaron pasar.

Ron Talbot, manchado de grasa y exhausto, estaba sentado en la oficina y se enjugaba la frente sudorosa. Su cara tenía un alarmante color púrpura.

—Ron… —Percey se le acercó a la carrera—. ¿Estás bien?

Se abrazaron.

—Brit —dijo Ron, sacudiendo la cabeza y jadeando—. Se llevó también a Brit. Percey, no deberías estar aquí. Vete a un lugar seguro. Olvida el vuelo. No vale la pena.

Ella retrocedió.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?

—Sólo cansado.

Percey le quitó el cigarrillo de la mano y lo apagó.

—¿Has hecho tú solo todo el trabajo en el Foxtrot Bravo?

—Yo…

—¿Ron?

—Hice la mayor parte. Está casi terminado. El tipo de Northeast entregó el cartucho del extintor y la camisa de la cámara de combustión hace una hora. Comencé a instalarlos pero me sentí un poco cansado.

—¿Dolor de pecho?

—No, de veras.

—Ron, vete a casa.

—Puedo…

—Ron —exclamó Percey—, acabo de perder a dos personas muy queridas. No voy a perder a una tercera… Puedo terminar la reparación. Es pan comido.

Talbot daba la impresión de que no podía levantar ni una llave inglesa, mucho menos una pesada cámara de combustión.

—¿Dónde está Brad? —preguntó Percey. Era el copiloto para el vuelo.

—En camino. Llegará en una hora.

—Vete a casa —besó su frente sudorosa—. Y deja de fumar, por amor de Dios. ¿Estás loco?

Él la abrazó.

—Percey, en cuanto a Brit…

Ella lo hizo callar llevándose un dedo a los labios.

—A casa. Duerme un poco. Cuando te despiertes estaré en Erie y nos habremos hecho con ese contrato. Firmado, sellado y entregado.

Ron se levantó con esfuerzo y permaneció un momento mirando a través de la ventana el Foxtrot Bravo. Su rostro mostraba una gran amargura. Era la misma mirada que ella recordaba haber visto en sus ojos mansos cuando le comunicó que no había pasado las pruebas físicas y que ya no podría volar para ganarse la vida. Talbot se dirigió a la puerta.

Era hora de volver al trabajo. Se arremangó y le hizo una seña a Bell para que se acercara. Él inclinó la cabeza sobre ella de una forma que le encantó. La misma postura que adoptaba Ed cuando le hablaba bajo.

—Necesitaré estar unas horas en el hangar —le dijo—. ¿Podréis mantener alejado a ese hijo de puta hasta que termine?

Bell no contestó con aforismos sureños ni con dichos pintorescos. El hombre que llevaba dos pistolas asintió solemnemente y sus ojos se movieron con rapidez de sombra en sombra.

*****

Tenían un misterio entre sus manos.

Cooper y Sachs habían examinado todos los vestigios encontrados en las ruedas de los camiones de bomberos y coches policiales de Chicago que habían estado en el lugar en que explotó el avión de Ed Carney. Hallaron tierra estéril, caca de perro, hierbas, aceite y basura, todo lo que Rhyme había esperado encontrar. Pero hicieron un descubrimiento que les pareció importante.

Rhyme no tenía ni idea de lo que significaba.

La única muestra de vestigios que mostraba señales de residuos de la bomba eran unos pequeños fragmentos de una sustancia beige flexible. El cromatógrafo de gases/espectrómetro de masa informó que era C5H8.

—Isopreno —anunció Cooper.

—¿Qué es eso? —preguntó Sachs.

—Goma —contestó Rhyme.

—También detecta ácidos grasos —continuó Cooper—. Tinturas, talco.

—¿Algún agente de endurecimiento? —preguntó Rhyme—. ¿Arcilla? ¿Carbonato de magnesio? ¿Óxido de zinc?

—Ninguno.

—Es una goma blanda, como el látex.

—Y también hay pequeños fragmentos de cemento para goma —añadió Cooper, mientras miraba una muestra en el microscopio de luz polarizada—. Bingo —dijo.

—No bromees, Mel —gruñó Rhyme.

—Hay trozos de soldadura y minúsculos pedazos de plástico incrustados en la goma. Tarjeta de circuitos.

—¿Parte del temporizador? —se preguntó Sachs en voz alta.

—No, estaba intacto —le recordó Rhyme.

Presentían que habían encontrado algo importante. Si era otra parte de la bomba, podría proporcionarles una pista sobre el origen del explosivo o de algún otro componente.

—Tenemos que saber con seguridad si proviene de la bomba o del mismo avión. Sachs, quiero que vayas al aeropuerto.

—Al…

—A Mamaroneck. Encuentra a Percey y pídele que te dé muestras de todo lo que tenga látex, goma o de las tarjetas de circuitos que pudiera haber en el interior de un avión como el que pilotaba Carney. Cerca del lugar de la explosión. Mel, envía la información a la Colección de Referencia de Explosivos del FBI y contacta con el CID[49] del ejército, quizá haya un revestimiento impermeable de látex de algún tipo que usen para los explosivos. Quizá lo podamos localizar de esa forma.

Cooper empezó a teclear en su ordenador, pero Rhyme se dio cuenta de que Sachs no estaba contenta con su tarea.

—¿Quieres que vaya a hablar con ella? —le preguntó—. ¿Con Percey?

—Sí. Es lo que te estoy diciendo.

—Vale —Sachs suspiró—. Muy bien.

—Y no la molestes como lo has estado haciendo. Necesitamos su cooperación.

Rhyme no tenía idea de la razón por la cual Sachs se puso el chaleco antibalas con tanto enfado y salió sin despedirse.