Capítulo 27: Hora 28 de 45

—No resulta muy agradable —le dijo Thom a Amelia Sachs.

Del otro lado de la puerta del dormitorio, se escuchó una voz que decía:

—Quiero esa botella y la quiero ahora.

—¿Qué pasa?

—Oh, ¡a veces puede resultar tan insoportable! —el apuesto joven hizo una mueca—. Hizo que uno de los patrulleros le sirviera un poco de whisky. Le dijo que era para el dolor, hasta mencionó que tenía una receta en la que se le indicaba tomar whisky de malta. ¿Puedes creerlo? Oh, es insufrible cuando bebe.

Del cuarto salió un rugido de rabia.

Sachs sabía que la única razón por la cual Rhyme no arrojaba objetos era porque no podía hacerlo.

Alargó la mano hacia el picaporte.

—Yo que tú esperaría un poco —le advirtió Thom.

—No podemos esperar.

—¡Maldita sea! —aulló Rhyme—. ¡Quiero esa jodida botella!

Sachs abrió la puerta.

—No me digas que no te lo advertí —murmuró Thom.

Una vez dentro, la chica se detuvo en el umbral. Rhyme parecía un espantajo. Su pelo estaba sin peinar, tenía saliva en el mentón y los ojos rojos. La botella de Macallan estaba sobre el suelo. Debía de habérsele caído cuando intentaba cogerla con los dientes.

—Levántala —fue todo lo que dijo cuando vio entrar a Amelia.

—Tenemos trabajo que hacer, Rhyme.

—Levanta. Esa. Botella.

Sachs obedeció y colocó la botella en la repisa.

—Sabes lo que quiero decir —le espetó Rhyme furioso—. Quiero un trago.

—Me parece que ya has bebido lo suficiente.

—Pon un poco de whisky en mi condenado vaso. ¡Thom! Ven aquí enseguida… Cobarde.

—Rhyme —empezó Sachs—, tenemos unas pruebas que examinar.

—A la mierda con las pruebas.

—¿Cuánto has bebido?

—El Bailarín logró entrar, ¿verdad? Como un zorro en el gallinero. Como un zorro en el gallinero.

—Tengo un filtro de aspiradora lleno de vestigios, tengo una bala, tengo muestras de su sangre…

—¿Sangre? Bueno, es justo. Él tiene bastante de la nuestra.

—Con todas las pruebas que traigo deberías estar como un niño el día de su cumpleaños —contestó Sachs enojada—. Deja de sentir lástima por ti mismo y empecemos a trabajar.

Rhyme no respondió. Cuando Sachs lo miró, vio que sus ojos cansados observaban la puerta que estaba a su espalda. Se dio la vuelta. Allí estaba Percey Clay. Inmediatamente, Rhyme bajó la vista y se quedó callado.

Claro, pensó Sachs. No quiere comportarse mal delante de su nuevo amor.

Percey entró en el cuarto y miró el desastre en que se había convertido Lincoln Rhyme.

—¿Lincoln, qué pasa? —Sellitto había acompañado a Percey, supuso Sachs. El detective entró en la habitación.

—Tres muertos, Lon. Consiguió otros tres. Como un zorro en el gallinero.

—Lincoln —insistió Sachs—. Termina de una vez con esto. Te estás haciendo daño.

No debería haberlo dicho. Rhyme la miró sorprendido.

—No me hago daño. No me siento avergonzado. ¿Parezco avergonzado? Os lo pregunto a todos: ¿parezco avergonzado? ¿Parezco avergonzado?

—Tenemos…

—¡No, no tenemos nada de nada! Terminado. Finito. Caso cerrado. A agacharse y cubrirse. Nos vamos a las colinas. Amelia, ¿te unes a nosotros? Te invito a que lo hagas. —Finalmente miró a Percey—. ¿Qué haces aquí? Se supone que tenías que estar en Long Island.

—Quiero hablar contigo.

—Al menos dame un trago —dijo Rhyme, tras un instante de silencio.

Percey miró a Sachs y se acercó a la repisa; cogió la botella y se sirvió un vaso para ella y otro para el criminalista.

—He aquí una dama con clase —dijo Rhyme—. Mató a su socio y sin embargo comparte una copa conmigo. Tú no lo has hecho, Sachs.

—Oh, Rhyme, deja ya de decir gilipolleces —le espetó la chica—. ¿Dónde está Mel?

—Lo mandé a su casa. No hay nada más que hacer… Vamos a despachar a Percey a Long Island, donde estará a salvo.

—¿Qué? —preguntó Sachs.

—Haremos lo que deberíamos haber hecho desde el principio. Sírveme otro trago.

Percey empezó a verter el licor.

—Ya ha bebido demasiado —le advirtió Sachs.

—No la escuches —exclamó Rhyme—. Está enfadada conmigo. No hago lo que ella quiere y se enfada.

Oh, gracias, Rhyme. Ventilemos nuestras diferencias en público, ¿por qué no? Lo miró con sus ojos hermosos y fríos. Rhyme ni se enteró, estaba observando a Percey Clay.

—Hiciste un trato conmigo —dijo la aviadora—. Y de repente me encuentro con dos agentes que están a punto de llevarme a Long Island. Creí que podía confiar en ti.

—Pero si confías en mí, pierdes la vida.

—Era un riesgo —dijo Percey—. Tú dijiste que había una posibilidad de que el Bailarín pudiera entrar en la casa de seguridad.

—Claro que sí, pero lo que no sabes es que ya lo había descubierto.

—¿Qué tú… qué?

Sachs frunció el entrecejo y escuchó con atención.

—Supuse que iba a irrumpir en la casa de seguridad. Imaginé que llevaría el uniforme de un bombero —siguió Rhyme—. ¡Joder! También adiviné que utilizaría un explosivo para abrir la puerta posterior. Apuesto a que el explosivo era un Accuracy Systems Cinco Veintiuno o Cinco Veintidós con un detonador Instadet. ¿Tengo razón?

—Pues…

—¿Tengo razón?

—Un Cinco Veintidós —dijo Sachs.

—¿Veis? Lo pude prever todo. Lo supe cinco minutos antes de que entrara el Bailarín. ¡Sólo que no pude llamar a nadie para decírselo! No pude… levantar… el jodido teléfono para decirle a alguien lo que estaba a punto de suceder. Y tu amigo murió. Por mi culpa.

Sachs sintió lástima por él y le dolió. Estaba conmovida por la pena de Rhyme, pero no tenía ni idea de lo que podía hacer o decir para mitigarla.

La saliva se le escurría por el mentón. Thom se le acercó con un pañuelo, pero Rhyme lo alejó con un furioso movimiento de su bien delineada barbilla. Señaló el ordenador con la cabeza.

—Oh, qué orgulloso estaba. Empecé a pensar que era una persona normal. Conducía la Storm Arrow como un piloto de carreras, encendía las luces y podía poner un CD… ¡Vaya mierda! —cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la almohada.

Sonó una aguda carcajada, sobresaltándolos a todos. Percey Clay se sirvió más whisky. También echó un poco más para Rhyme.

—Hay mucha mierda aquí, eso es seguro. Pero sólo en lo que estás diciendo.

Rhyme abrió los ojos y le lanzó una furiosa mirada.

Percey volvió a reír.

—No lo hagas —le advirtió Rhyme, ambiguamente.

—Oh, por favor —musitó Percey, sin darle demasiada importancia—. ¿Que no haga qué? —Sachs observó que los ojos de la aviadora se achicaban—. ¿Qué estás diciendo? —murmuró Percey—. ¿Que alguien ha muerto a causa de… un fallo técnico?

Sachs se dio cuenta que de Rhyme había esperado que dijera otra cosa. Le pilló con la guardia baja. Después de pensarlo un instante respondió:

—Sí. Eso es exactamente lo que estoy diciendo. Si hubiera sido capaz de levantar el teléfono…

—¿Y qué? —lo cortó Percey—. ¿Eso te da derecho a montar este maldito berrinche? ¿A renegar de tus promesas? —Agitó el licor y suspiró exasperada—. Oh, por amor de Dios… ¿Tienes idea de lo que hago para ganarme la vida?

Para sorpresa de Sachs, Rhyme se calmó de repente. Comenzó a hablar, pero Percey volvió a interrumpirlo:

—Piensa en esto: Me siento en un pequeño tubo de aluminio que vuela a cuatrocientos nudos por hora, a diez mil metros de altura. Afuera hay sesenta grados bajo cero y los vientos soplan a ciento sesenta kilómetros por hora. Ni siquiera te hablo de los relámpagos, ni de las turbulencias o el hielo. Dios del cielo, estoy viva sólo gracias a las máquinas —otra carcajada—. ¿En qué me diferencio de ti?

—No lo comprendes —protestó Rhyme, cortante.

—No has contestado a mi pregunta. ¿En qué? —insistió, inflexible—. ¿En qué somos diferentes?

—Tú puedes andar, levantar el teléfono…

—¿Puedo caminar? Estoy a mil quinientos metros de altura. Si abro la puerta, mi sangre hierve en segundos.

Por primera vez desde que lo conociera, pensó Sachs, Rhyme había encontrado la horma de su zapato. Se quedó sin habla.

—Lo lamento, detective —continuó Percey—, pero no veo ni una pizca de diferencia entre nosotros. Somos productos de la ciencia del siglo XX. Maldita sea, si tuviera alas, podría volar por mí misma. Pero no las tengo y nunca las tendré. Para hacer lo que tenemos que hacer, tú y yo… confiamos.

—Está bien —Rhyme sonrió, divertido.

Vamos, Rhyme, pensó Sachs. ¡Dale su merecido! Deseaba ansiosamente que Rhyme ganara la discusión, que mandara a aquella mujer a Long Island y acabaran con ella para siempre.

—Pero si yo me equivoco —adujo Rhyme—, la gente muere.

—¿Oh? ¿Y qué sucede si mi anticongelante falla? ¿Qué sucede si mi amortiguador de desviación no funciona? ¿Qué pasa si un pájaro se introduce en mi tubo Pitot en un aterrizaje ILS[47]? Estoy… muerta. Los extintores que no funcionan, los fallos hidráulicos, los mecánicos que se olvidan de reemplazar ciertos circuitos… Los sistemas auxiliares fallan. En tu caso, los heridos pueden tener la oportunidad de recuperarse de los disparos. Pero si mi avión cae a tierra a quinientos kilómetros por hora no queda nada.

En aquel momento Rhyme parecía completamente sobrio. Sus ojos recorrían frenéticamente el cuarto como si buscaran una prueba infalible para refutar los argumentos de Percey.

—Bien —dijo la mujer, tranquila—. Creo que Amelia trajo algunas pruebas que encontró en la casa de seguridad. Sugiero que comiences a examinarlas y termines con estas bobadas de una vez. Porque me voy a Mamaroneck ya mismo a terminar de reparar mi aparato y por la noche haré ese vuelo. Te lo preguntaré sólo una vez: ¿me dejarás ir al aeropuerto como me prometiste? ¿O tengo que llamar a mi abogado?

Rhyme seguía sin habla.

Pasó un momento.

Sachs dio un salto cuando Rhyme gritó con su potente voz de barítono:

—¡Thom! ¡Thom! Ven aquí.

El ayudante apareció en el umbral y atisbó, dudoso.

—He tenido un accidente, mira, volqué mi vaso. Y mi pelo está hecho un asco. ¿Te importa poner un poco de orden? ¿Por favor?

—¿Te estás riendo de nosotros, Lincoln? —preguntó Thom cautamente.

—¿Y Mel Cooper? ¿Podrías llamarlo, Lon? Debe haberme tomado en serio, pero estaba bromeando. Es un científico muy bueno, pero no tiene ningún sentido del humor. Necesitamos que vuelva.

Amelia Sachs quería salir corriendo, entrar en su coche y conducir por las carreteras de Nueva Jersey o del Condado de Nassau a doscientos kilómetros por hora. No podía soportar estar un minuto más en el mismo cuarto que esa mujer.

—Está bien, Percey —dijo Rhyme—, que te acompañe el detective Bell y nos aseguraremos también de que otros hombres de Bo os siguen. Vete a tu aeropuerto y haz lo que tienes que hacer.

—Gracias, Lincoln —asintió y le ofreció una sonrisa.

Ese gesto fue suficiente para hacerle pensar a Sachs que parte del discurso de Percey Clay iba dirigido a ella, para dejar en claro quién era la ganadora indiscutible de aquel torneo. Bueno, Sachs estaba convencida de que estaba condenada a perder en ciertos deportes. Campeona de tiro, policía condecorada, conductora experimentada, valiente y bastante buena criminalista, poseía sin embargo un corazón muy vulnerable. Su padre ya lo había percibido, él, que también era un romántico. Unos años atrás, después de que ella pasara por una relación bastante conflictiva, le había dicho:

«Tendrían que hacer un blindaje para el corazón, Amie. De veras».

Adiós, Rhyme, pensó. Adiós.

¿Cuál fue la respuesta de Rhyme a aquella nueva despedida? Una leve mirada y una brusca orden:

—Veamos esas pruebas, Sachs. Estamos perdiendo el tiempo.