Capítulo 26: Hora 26 de 45

Esperaba.

Rhyme estaba solo en su dormitorio de la planta superior, escuchando la frecuencia de Special Ops. Estaba muerto de cansancio. Era mediodía del domingo y casi no había podido dormir. Se sentía exhausto por el esfuerzo más arduo de todos: tratar de ser más listo que el Bailarín. Y eso estaba produciendo un grave efecto en su cuerpo.

Cooper estaba abajo, en el laboratorio, efectuando pruebas para confirmar las conclusiones de Rhyme acerca de los últimos movimientos tácticos del Bailarín. Todos los demás se encontraban en la casa de seguridad, incluida Amelia Sachs. Cuando Rhyme, Sellitto y Dellray decidieron cómo responder a lo que creían que sería el próximo movimiento del asesino para matar a Percey Clay y a Brit Hale, Thom le tomó la tensión sanguínea al criminalista e hizo uso de su autoridad, ordenándole que se acostara, sin atender a sus razones ni a sus protestas. Luego subieron por el ascensor y Rhyme permaneció extrañamente silencioso, preguntándose si habría adivinado exactamente lo que estaba a punto de suceder.

—¿Qué pasa? —preguntó Thom.

—Nada. ¿Por qué?

—No te estás quejando por nada. Cuando no gruñes significa que algo anda mal.

—Ja. Muy gracioso —gruñó Rhyme.

Dejó que el ayudante lo metiera en la cama y procediera a atender algunas funciones corporales; después, Rhyme se reclinó sobre su sofisticada almohada. Thom le había colocado el aparato de reconocimiento de voz en la cabeza y, a pesar de la fatiga, el mismo Rhyme se había encargado de ejecutar los pasos para hablar con el ordenador y conectarlo con la frecuencia de Operaciones Especiales.

El aparato era un invento sorprendente. Sí, ante Sellitto y Banks le había quitado importancia. Sí, se había quejado, pero el dispositivo, más que cualquiera de los otros avances tecnológicos, lo hacía sentir diferente. Durante años se había resignado a no llevar una vida que se aproximara a la normalidad, y sin embargo, con aquel dispositivo y el software se sentía verdaderamente normal.

Giró la cabeza en círculo y dejó que cayera de nuevo sobre la almohada. Esperaba. Trataba de no pensar en el desastre con Sachs de la noche anterior.

Estando en esas cavilaciones, notó movimientos cerca. El halcón apareció ante a su vista, pavoneándose. Vio el destello blanco del pecho del pájaro, que luego se dio la vuelta, ofreciendo a Rhyme su dorso gris azulado, y se quedó mirando hacia Central Park. Era el macho. Recordó que Percey Clay tenía un nombre para los halcones machos. Eran más pequeños y menos crueles que las hembras. Recordó otro dato sobre los peregrinos: habían regresado de la muerte; no hacía muchos años toda la población de halcones del este de América del Norte quedó estéril debido a los pesticidas químicos, y las aves casi se extinguieron. Por medio de la crianza en cautividad y el control de los pesticidas se logró que aumentara nuevamente su número.

Regreso de la muerte…

La radio sonó. Era Amelia Sachs quien llamaba. Parecía tensa, mientras le contaba que todo estaba arreglado en la casa de seguridad.

—Estamos en el piso superior con Jodie —le dijo—. Espera… Aquí llega la camioneta.

Era un cuatro por cuatro blindado, con cristales oscuros, en el que viajaban cuatro oficiales del equipo táctico. Lo usarían de cebo. Lo seguiría una sola camioneta sin identificación, que aparentemente transportaba a dos fontaneros. En realidad, eran hombres del 32E en ropa de calle. En la parte posterior de la camioneta iban otros cuatro.

—Los señuelos están abajo. Bien… bien.

Usaban como cebo a dos oficiales de la unidad de Haumann.

—Ahí van… —dijo Sachs.

Rhyme estaba casi seguro de que, dados los nuevos planes del Bailarín, no intentaría hacer un disparo desde la calle. Sin embargo, no pudo evitar contener el aliento.

—Allá vamos…

Con un click la radio quedó muda.

Otro click. Estática.

—Lo lograron —anunció Sellitto—. Todo va bien. Han comenzado a andar. Los coches de escolta están listos.

—Muy bien —dijo Rhyme—. ¿Está Jodie allí?

—Aquí mismo. En la casa de seguridad, con nosotros.

—Dile que haga la llamada.

—Vale, Linc. Ahí vamos.

La radió enmudeció.

Esperar.

Para comprobar si aquella vez el Bailarín había fallado. Para comprobar si aquella vez Rhyme había superado la mente brillante del asesino.

Esperar.

*****

El teléfono de Stephen sonó con estrépito. Lo abrió.

—Hola.

—Hola. Soy yo. Soy…

—Lo sé —dijo Stephen—. No des nombres.

—Correcto, no lo haré —Jodie parecía tan nervioso como un mapache acorralado. Hubo una pausa y luego el hombrecillo dijo—: Bueno, estoy aquí.

—Bien. ¿Tienes al negro para que te ayude?

—Hum, sí. Está aquí.

—¿Dónde estás exactamente?

—En la calle frente a esa casa. Tío, hay un montón de polis. Pero nadie me presta atención. Hay una camioneta que acaba de llegar hace un minuto. Una de esas cuatro por cuatro. Grande. Una Yukon. Es azul y fácil de reconocer —estaba tan acelerado que divagaba—. Está limpia, limpia por completo. Tiene cristales ahumados.

—Eso significa que es a prueba de balas.

—Oh, claro. Es alucinante cómo conoces todas estas cosas.

Vas a morir, le anunció Stephen en silencio.

—Un hombre y una mujer acaban de salir corriendo del callejón con, digamos, diez policías. Estoy seguro de que son ellos.

—¿No son señuelos?

—Bueno, no parecen policías y daban la impresión de tener mucho miedo. ¿Estás en Lexington?

—Sí.

—¿En un coche? —preguntó Jodie.

—Por supuesto que estoy en un coche —dijo Stephen—. Robé una pequeña mierda japonesa. Estoy a punto de seguirlos. Luego esperaré a que lleguen a alguna zona desierta y lo haré.

—¿Cómo?

—¿Cómo qué?

—¿Cómo lo vas a hacer? ¿Con una granada o con una ametralladora?

Stephen pensó: apuesto a que te gustaría saberlo.

Dijo:

—No estoy seguro. Depende.

—¿Los ves? —preguntó Jodie; parecía incómodo.

—Los veo —dijo Stephen—. Estoy detrás. Me dirijo hacia el tráfico.

—¿Un coche japonés, eh? —dijo Jodie—. ¿Un Toyota o algo así?

Pequeño traidor gilipollas, pensó Stephen con amargura, herido profundamente por la traición, aunque había sabido que era inevitable.

En realidad, Stephen estaba observando al Yukon y a los coches de apoyo que pasaban a su lado velozmente. No se encontraba, sin embargo, en ningún coche japonés. No se encontraba dentro de ningún coche. Acababa de robar un uniforme de bombero y se lo había puesto. Se hallaba en una esquina exactamente a trescientos metros de la casa de seguridad y observaba la versión real de los sucesos que Jodie le narraba alrededor. Sabía que en el Yukon iban los señuelos. Sabía que la Mujer y el Amigo estaban todavía en la casa de seguridad.

Stephen cogió el aparato de control. Parecía un walkie–talkie pero no tenía altavoz ni micrófono. Hizo coincidir la frecuencia con la de la bomba del teléfono de Jodie y armó el dispositivo.

—Mantente alerta —le dijo a Jodie.

—Je —rió Jodie—. Lo estaré, señor.

*****

Lincoln Rhyme se sentía un espectador, un voyeur.

Escuchaba por su aparato. Rezaba por no haberse equivocado.

—¿Dónde está la camioneta? —escuchó que preguntaba Sellitto.

—Dos calles más allá —respondió Haumann—. La tenemos individualizada. Sube lentamente por Lex. Se acerca al tráfico. Se… espera.

Se hizo una larga pausa.

—¿Qué?

—Detectamos dos coches japoneses, un Nissan y un Subaru. También un Accord, pero hay tres personas en su interior. El Nissan se acerca a la camioneta. Quizá sea ése. No puedo ver su interior.

Lincoln Rhyme cerró los ojos. Sintió que su dedo anular izquierdo, el único que conservaba algo de movilidad, tamborileaba nerviosamente sobre la manta de la cama.

*****

—¿Hola? —dijo Stephen al teléfono.

—Sí —respondió Jodie—. Todavía estoy aquí.

—¿Justo frente a la casa de seguridad?

—Así es.

Stephen estaba mirando desde el edificio ubicado directamente frente de la casa de seguridad. No veía a Jodie ni al negro.

—Quiero decirte algo.

—¿Qué? —preguntó el hombrecillo.

Stephen recordó la sacudida eléctrica que había sentido cuando su rodilla tocó la de Jodie.

No puedo hacerlo…

Soldado…

Stephen cogió el control remoto con su mano izquierda.

—Escucha cuidadosamente —dijo.

—Te escucho. Yo…

Stephen oprimió el botón del transmisor.

La explosión resultó asombrosamente fuerte. Más fuerte de lo que él esperaba. Hizo temblar los cristales y mandó un millón de palomas a volar hacia el cielo. Stephen vio desprenderse fragmentos de cristal y madera de la planta superior de la casa de seguridad, que cayeron a un costado del edificio.

Había salido mejor de lo que cabía suponer. Había esperado que Jodie estuviera cerca de la casa, quizá en un coche policial, quizá en el callejón. Pero no pudo creer en su buena suerte cuando se dio cuenta de que Jodie estaba dentro. ¡Había resultado perfecto!

Se preguntó quién más habría muerto en la explosión.

Rezó porque fuera Lincoln, el Gusano.

¿La policía pelirroja?

Miró hacia la casa de seguridad y vio el humo que salía por una ventana de la parte superior.

Tenía que esperar unos pocos minutos más hasta que el resto de su equipo se le uniera.

*****

El teléfono sonó y Lincoln mandó al ordenador que apagara la radio y contestara.

—Sí —dijo.

—Lincoln —era Lon Sellitto—. Te hablo por una línea normal —explicó, refiriéndose al teléfono—. Queremos dejar la línea de Operaciones Especiales libre para la persecución.

—Vale. Adelante.

—Ha hecho explotar la bomba.

—Lo sé —Rhyme lo había oído; la casa de seguridad estaba a dos kilómetros o tres de su dormitorio, pero los cristales vibraron y los dos peregrinos que estaban fuera echaron a volar en lentos círculos, enfadados por la perturbación.

—¿Todos están bien?

—El vagabundo, Jodie, no se tiene en pie. Pero aparte de eso todos están bien. Excepto los federales, que encuentran muchos más daños de los que habían planificado. Ya se están quejando.

—Diles que este año pagaremos pronto los impuestos.

Lo que había hecho que Rhyme descubriera a la bomba dentro del teléfono celular fueron los pequeños trozos de poliestireno que Sachs había encontrado en los vestigios de la estación de metro. Esos trozos, y un residuo de explosivo plástico, con una fórmula levemente distinta a la de la bomba AP del piso de Sheila Horowitz. Rhyme se limitó a hacer coincidir los fragmentos de poliestireno con el teléfono que el Bailarín le había proporcionado a Jodie, y entonces, notó que alguien había desatornillado la carcasa.

¿Por qué? Se había preguntado Rhyme. Existía solo una razón lógica que considerar, de manera que llamó a los artificieros de la comisaría Sexta. Dos detectives habían desarmado el aparato y extraído un gran taco de explosivo plástico y un detonador de su interior. Luego montaron un explosivo mucho más pequeño, con el mismo detonador, en un tanque de aceite colocado cerca de una de las ventanas y que apuntaba hacia el callejón como un mortero. Rellenaron el cuarto con mantas especiales y se quedaron en el pasillo, tras lo cual devolvieron el ya inofensivo teléfono a Jodie, quien lo cogió con manos trémulas, a la vez que exigía que le demostraran que le habían sacado todo el explosivo.

Rhyme había intuido que la táctica del Bailarín consistía en usar la bomba para distraer la atención de la camioneta y obtener así una posibilidad mejor para atacarla. El asesino también había adivinado que probablemente Jodie cambiaría de bando y que cuando llamara, el hombrecillo se hallaría cerca de los policías que preparaban la operación. Si eliminaba a los jefes, tendría más posibilidades de éxito.

Engaño…

Rhyme no había odiado a ningún criminal como al Bailarín; no había nadie a quien quisiera atrapar con más intensidad y clavarle incluso un cuchillo en el corazón. Pero aun así, era un criminalista antes que nada y profesaba una secreta admiración por aquel joven.

—Tenemos dos coches de apoyo detrás del Nissan —le explicó Sellito—. Vamos a…

Se produjo una larga pausa.

—Qué idiotas —murmuró Sellitto.

—¿Qué?

—Oh, nada. Acabo de darme cuenta de que nadie llamó a la Central. Están llegando coches de bomberos. Nadie los llamó para decirles que hicieran caso omiso de los avisos del incendio.

Rhyme también lo había olvidado.

—Me acaban de pasar un informe —Sellitto continuó—. El coche con los señuelos va hacia el este, Linc. El Nissan lo sigue, quizá a cuarenta metros. Faltan cerca de cuatro manzanas para llegar al aparcamiento al lado de FDR.

—Vale, Lon. ¿Está Amelia ahí? Quiero hablar con ella.

—Dios —escuchó que alguien exclamaba en segundo plano. Pensó que sería Bo Haumann—. Tenemos camiones de bomberos por todas partes.

—¿Alguien no?… —empezó a preguntar otra voz, que se desvaneció.

No, nadie lo hizo, reflexionó Rhyme. No se puede pensar en…

—Te llamaré dentro de un rato, Lincoln —dijo Sellitto—. Tenemos que hacer algo. Hay camiones de bomberos por todas las calles.

—Yo mismo llamaré a Amelia —dijo Rhyme.

Sellitto colgó.

*****

El cuarto estaba a oscuras y las cortinas corridas.

Percey Clay estaba asustada.

Pensó en su halcón, capturado por una trampa y que agitaba sus musculosas alas. Las garras y el pico desgarraban el aire como afiladas hojas y chillaba como un loco. Pero lo más terrible para Percey eran los ojos aterrorizados del ave. Si le negaban el cielo, el pájaro se sentía perdido y lleno de miedo. Vulnerable.

Percey se sentía igual. Detestaba estar en la casa de seguridad. Encerrada. Miraba con odio los tontos cuadros de la pared. Basura comprada en Woolworth o J.C. Penney. La raída alfombra. El barato lavabo con su jarro. La ajada colcha de la cama de chenilla rosa, deshilachada en una esquina: quizá un informante de la mafia se había entretenido sacando compulsivamente los hilos.

Bebió otro trago de la petaca. Rhyme le había contado lo de la trampa; le dijo que suponía que el Bailarín seguiría a la camioneta donde supuestamente iban Percey y Hale. Detendrían su coche y lo arrestarían o lo matarían. Su sacrificio rendiría algún fruto. En diez minutos cogerían al hombre que mató a Ed. Al que cambió su vida para siempre.

Confiaba en Lincoln Rhyme y le creía. Pero su confianza era la misma que la que sentía hacia el Control del Tráfico Aéreo cuando le informaban de que no había turbulencias y de repente encontraba que su avión descendía a 900 metros por minuto cuando sólo estaba a una distancia de 600 metros del suelo.

Percey tiró la petaca sobre la cama, se puso de pie y caminó nerviosamente por la habitación. Querría estar volando. En el aire se sentía segura, allí ella tenía el control. Roland Bell le había ordenado que apagara las luces y que permaneciera encerrada en su cuarto. Todos estaban arriba, en la planta superior. Pudo oír el estruendo de la explosión. La estaba esperando. Pero lo que no se había imaginado fue el miedo que le provocó. Insoportable. Hubiera dado cualquier cosa por mirar por la ventana.

Se dirigió hacia la puerta, descorrió el cerrojo y salió al pasillo.

Allí también estaba oscuro. Como la noche… Todas las estrellas de la noche

Sintió un penetrante olor a una sustancia química, que dedujo que había sido la misma que provocó la explosión. El vestíbulo estaba desierto, aunque notó un ligero movimiento al final del salón, una sombra que salió desde la escalera y la miró, pero que no volvió a aparecer.

El cuarto de Brit estaba sólo a tres metros. Tenía muchas ganas de hablar con él, pero no quería que la viera con aquel aspecto, pálida y con las manos temblorosas, los ojos húmedos de miedo… Dios santo, había librado a un Boeing 737 de una caída en picado con más calma de la que sentía al mirar el oscuro pasillo.

Se dirigió nuevamente a su cuarto.

¿Eran pisadas lo que oía?

Cerró la puerta y volvió a la cama.

Más pisadas.

*****

—Línea de comandos —instruyó Lincoln Rhyme. En la pantalla apareció el cuadro, como correspondía.

Escuchó una débil sirena en la distancia.

Fue entonces cuando se dio cuenta de su error.

Camiones de bomberos…

¡No! No pensé en esa posibilidad.

Pero el Bailarín sí lo hizo. ¡Por supuesto! ¡Habría robado el uniforme a un bombero o a un asistente sanitario y en aquel momento se dirigía a la casa de seguridad!

—Oh, no —musitó—. ¡No! ¿Cómo se me pudo pasar?

El ordenador oyó la última palabra de la pregunta de Rhyme y obedientemente cerró el programa de comunicación.

—¡No! —gritó Rhyme—. ¡No!

Pero el aparato no podía comprender sus gritos agudos y frenéticos y con un destello silencioso apareció el mensaje: ¿Quiere apagar su ordenador?

—No —susurró desesperado.

Durante un momento no pasó nada, pero el sistema no se cerró. Apareció otro mensaje: ¿Qué quiere hacer ahora?

—¡Thom! —gritó—. Que venga alguien… por favor. ¡Mel!

Pero la puerta estaba cerrada; no hubo respuesta desde la planta inferior.

El dedo anular izquierdo de Rhyme se crispó de forma espectacular. Tiempo atrás había tenido un controlador mecánico ECU y podía usar el único dedo que le funcionaba para marcar los números. Lo había reemplazado por el sistema del ordenador, por lo que tenía que utilizar el programa de dictado si quería llamar a la casa de seguridad y decirles que el Bailarín estaba de camino, vestido como un bombero o un agente de rescate.

—Línea de comandos —dijo al micrófono, empeñado en mantener la calma.

No comprendo lo que acaba de decir. Por favor, inténtelo otra vez.

¿Dónde estaba el Bailarín entonces? ¿Ya habría entrado a la casa? ¿Estaba a punto de disparar contra Percey Clay o Brit Hale?

¿O contra Amelia Sachs?

—¡Thom! ¡Mel!

No comprendo…

¿Por qué no lo pensé mejor?

—Línea de comandos —dijo sin aliento, tratando de dominar el pánico.

Apareció el cuadro de mensajes de la línea de comandos. La flecha del cursor estaba en la parte superior de la pantalla y muy lejos, en la parte inferior, el icono del programa de comunicaciones.

—Cursor abajo —jadeó.

No pasó nada.

—Cursor abajo —gritó, más fuerte.

El mensaje reapareció: No comprendo lo que acaba de decir. Por favor, inténtelo otra vez.

—Oh, maldita sea…

No comprendo…

Más despacio, y esforzándose en hablar con un tono normal, repitió:

—Cursor abajo.

La flecha blanca y brillante comenzó su travesía hacia la parte inferior de la pantalla.

Todavía tenemos tiempo, se dijo. A fin de cuentas, la gente de la casa tenía protección y armas.

—Cursor a la izquierda —jadeó.

No comprendo…

¡Oh, vamos!

No comprendo…

—Cursor arriba… cursor a la izquierda.

El cursor se movió como un caracol por la pantalla hasta que llegó al icono.

Calma, calma…

—Cursor stop. Doble click.

Obediente, el icono de un walkie-talkie apareció en pantalla.

Se imaginó al Bailarín sin rostro que se acercaba a Percey por detrás con un cuchillo o un garrote.

Con la voz tan calmada como le fue posible, dirigió al cursor hacia el cuadro de frecuencias.

Se ubicó perfectamente.

—Cuatro —dijo Rhyme, pronunciando la palabra con todo cuidado.

Un cuatro apareció en el cuadro. Luego dijo:

—Ocho. —La letra A apareció en el segundo cuadro.

¡Dios del cielo!

—Borrar a la izquierda.

No comprendo…

¡No, no!

Le pareció oír pisadas.

—¿Hola? —gritó—. ¿Hay alguien ahí? ¿Thom? ¿Mel?

No hubo respuesta excepto de su amigo el ordenador, que plácidamente le ofreció la consabida frasecita.

—Ocho —dijo lentamente.

Apareció el número. Su siguiente intento, «Tres», se dibujó en el cuadro sin problemas.

—Punto.

Apareció la palabra punto.

¡Maldita sea!

—Borrar a la izquierda —luego dijo—: Decimal.

Apareció el punto.

—Cuatro.

Quedaba un espacio. Recuerda, se dice cero y no «O». Con el sudor resbalándole a chorros por las mejillas, agregó el último número de la frecuencia de Operaciones Especiales, sin ningún fallo.

La radió se conectó.

¡Sí!

Pero antes de que pudiera transmitir, oyó un fuerte ruido de estática y con el corazón helado, escuchó la voz frenética de un hombre que gritaba:

—Diez-trece, necesito ayuda, protección federal, ubicación seis. —La casa de seguridad. Identificó la voz de Roland Bell—. Dos bajas y… Oh, Dios, todavía está aquí. ¡Nos cogió, nos disparó! Necesitamos…

Hubo dos disparos. Luego otro más. Una docena. Un intenso tiroteo. Parecían los fuegos artificiales de Macy's el cuatro de julio.

—Necesitamos…

La transmisión se cortó.

—¡Percey! —gritó Rhyme—. Percey…

En la pantalla volvió a aparecer el mensaje: No comprendo lo que acaba de decir. Por favor, inténtelo otra vez.

*****

Una pesadilla.

Stephen Kall, con un pasamontañas y el aparatoso chaquetón de bombero, yacía atrapado en el pasillo de la casa de seguridad, detrás del cuerpo de uno de los dos sargentos que acababa de matar.

Otro disparo, más cercano, hizo saltar un trozo de suelo al lado de su cabeza. Lo había hecho el detective de escaso pelo castaño, el mismo que había visto esa mañana en la ventana de la casa. Estaba acuclillado en el umbral de una puerta y presentaba un objetivo nítido, pero Stephen no le podía disparar bien. El detective estaba armado con pistolas automáticas en ambas manos y era un tirador excelente.

Stephen avanzó agachado otro metro más, hacia una de las puertas abiertas.

Presa del pánico, aterrorizado, cubierto de gusanos…

Disparó otra vez y el detective se zambulló de nuevo en el cuarto, gritó algo por la radio, pero volvió enseguida y siguió disparando tranquilamente.

Ataviado con el chaquetón largo y negro de bombero, idéntico al que usaban los treinta hombres y mujeres que estaban frente a la casa de seguridad, Stephen había volado la puerta que daba al callejón con un explosivo y había corrido hacia el interior, esperando encontrar todo hecho un desastre y a la Mujer y al Amigo, así como la mitad de las personas que los protegían, hechos pedazos o gravemente heridos. Pero Lincoln el Gusano lo había engañado otra vez. Lo único que no se le había ocurrido era que se atreviera a atacar de nuevo la casa de seguridad; creían que perseguiría a los coches del traslado. Sin embargo, cuando irrumpió en la casa, tuvo que hacer frente a los disparos de los dos sargentos. Por suerte, el explosivo que había usado en la puerta los sorprendió y pudo matarlos.

Luego el detective de pelo castaño lo atacó desde un rincón; disparando a dos manos logró acertar dos tiros que fueron rechazados por el chaleco antibalas de Stephen, que también erró por muy poco, y ambos cayeron hacia atrás simultáneamente. Más disparos, más fallos. El policía era casi tan buen tirador como él.

Como máximo un minuto. No tenía más tiempo.

Se sentía tan lleno de gusanos que quería llorar… Había elaborado su plan lo mejor que pudo. No podía ser más listo de lo que había demostrado ser hasta entonces, pero Lincoln el Gusano se le había adelantado. ¿Quién sería? ¿El policía casi calvo con las dos pistolas?

Volvió a lanzar otra descarga. Y… joder… el detective se dirigió derecho hacia él, hacia delante. Cualquier policía del mundo hubiera buscado cubrirse. Él no. Recorrió con esfuerzo medio metro más, luego otros treinta centímetros. Stephen volvió a cargar el ama, disparó de nuevo y se arrastró casi la misma distancia hacia la puerta del cuarto de su objetivo.

Debes desaparecer en el suelo, muchacho. Puedes hacerte invisible, si lo deseas.

Otro metro más y ya casi estaba en la puerta.

—¡Soy Roland Bell otra vez! —gritó el policía al micrófono—. ¡Necesitamos refuerzos inmediatamente!

Bell. Stephen registró el nombre. Así que no era Lincoln el Gusano.

El detective volvió a cargar el arma y siguió disparando. Una docena de tiros, dos docenas… Stephen admiró su técnica. Aquel tipo era capaz de llevar un registro de la cantidad de disparos que había efectuado con cada pistola y alternar la recarga para no quedarse nunca sin un arma preparada.

El policía dio un tiro en la pared, a tres centímetros de la cara de Stephen, quien le devolvió el disparo con otro que le pasó casi tan cerca como el suyo.

Stephen avanzó por el suelo otro medio metro.

Bell levantó la vista y vio que finalmente Stephen había llegado a la puerta del dormitorio a oscuras. Sus ojos se encontraron y a pesar de no haber sido un soldado de verdad, Stephen Kall había estado en suficientes combates como para saber que ya no quedaba el menor átomo de racionalidad en el policía, que se había convertido en la cosa más peligrosa que existe: un soldado hábil a quien poco le importa su propia seguridad. Bell se puso de pie y se adelantó, disparando ambas pistolas.

Esta es la razón por la que usaron pistolas calibre 45 en el teatro de operaciones del Pacífico, muchacho. Grandes cartuchos para detener a los pequeños japoneses locos. Cuando se acercaban no les importaba que estuvieras a punto de matarlos: no querían que nada los detuviera.

Stephen bajó la cabeza y lanzó contra Bell una de esas granadas que tardan un segundo en estallar y cerró los ojos. El artefacto detonó con una explosión asombrosamente fuerte. Escuchó gritar al policía y le vio caer de rodillas, llevándose las manos a la cara.

Por la presencia de los guardias y por los esfuerzos de Bell por detenerlo, Stephen supuso que la Mujer o el Amigo estarían en este cuarto. También dedujo que fuera quien fuese que estuviera allí, se habría escondido en el armario o debajo de la cama.

Se equivocó.

Mientras miraba desde la puerta, fue atacado por alguien, con una lámpara como arma, pegando un grito de miedo y cólera.

Cinco disparos del arma de Stephen dieron en la cabeza y el pecho del atacante. El cuerpo giró y cayó al suelo.

Buen trabajo, soldado.

Luego escuchó más pisadas que venían de las escaleras y una voz de mujer junto a otras. No tenía tiempo de acabar con Bell, ni de buscar al otro objetivo.

Evacuar…

Corrió hacia la puerta de atrás y asomó la cabeza. Pidió a gritos más bomberos. Media docena se acercaron con cautela.

Stephen señaló el interior con la cabeza.

—La tubería de gas acaba de explotar. Todo el mundo fuera. ¡Ahora!

Y desapareció por el callejón; llegó a la calle, evitó los camiones de bomberos Mack y Seagrave, las ambulancias y los coches policiales.

Tembloroso, sí.

Pero satisfecho. Había terminado dos tercios de su trabajo.

*****

Amelia Sachs fue la primera en responder al estruendo de la explosión de la puerta y los gritos. Luego escuchó la voz de Roland Bell desde la primera planta:

—¡Refuerzos! ¡Refuerzos! ¡Un oficial herido!

También un tiroteo. Una docena de disparos y luego más.

No sabía cómo lo había logrado el Bailarín, tampoco le interesaba. Sólo quería ver un objetivo nítido y disponer de dos segundos para dispararle medio cargador con sus balas de nueve milímetros y punta hueca.

Con la liviana Glock en la mano, se abrió paso hasta el pasillo de la segunda planta. Detrás iban Sellitto y Dellray y un joven uniformado, cuya competencia en situaciones de peligro le hubiese gustado evaluar mejor. Mientras, Jodie se encogía en el suelo, dolorosamente consciente de que había traicionado a un hombre muy peligroso que estaba armado y a menos de nueve metros.

A Sachs le crujieron las rodillas cuando bajó corriendo las escaleras. Era la artritis que la martirizaba de nuevo; hizo una mueca de dolor cuando saltó los tres últimos escalones para llegar al primer piso.

En los auriculares escuchó una nueva llamada de socorro de Bell.

Anduvo por el oscuro pasillo con la pistola muy pegada al cuerpo, para que no se la pudieran quitar de un golpe (sólo los policías de la televisión y los hampones de las películas llevan las armas alejadas del cuerpo, sobresaliendo en forma fálica, antes de doblar una esquina o apuntar para otro lado). Iba lanzando rápidas miradas hacia el interior de los cuartos que iba pasando, siempre agachada, por debajo de la altura del pecho, el lugar donde posiblemente apuntaría el arma del enemigo.

—Yo me encargo del frente —gritó Dellray y desapareció por el vestíbulo que estaba detrás de ella, con su enorme Sig-Sauer en la mano.

—Protegednos las espaldas —ordenó Sachs a Sellitto y al uniformado, sin importarle en ese momento el rango de cada uno.

—Sí, señora —respondió el joven—. Así lo haré.

Sellitto jadeaba y su cabeza giraba para todos lados.

La estática resonó en sus oídos, pero no oyó voces. Se quitó el aparato. No quería distraerse, mientras seguía cautelosamente por el pasillo.

A sus pies vio a los dos sargentos que yacían muertos sobre el suelo.

El olor del explosivo químico era fuerte. En aquel momento miró hacia la puerta de atrás de la casa. Era de acero pero el Bailarín la había abierto como si fuera de papel.

—Dios —exclamó Sellitto, quien era demasiado profesional para entretenerse en aquel momento sobre los dos sargentos caídos, pero demasiado humano como para evitar mirar con horror los cuerpos acribillados.

—Cubridme —gritó Sachs, y antes de que nadie tuviera ocasión de detenerla, saltó dentro del cuarto.

Con la Glock en alto escudriñó la habitación.

Nada.

Tampoco olía a cordita. Allí no se había disparado.

Volvió al pasillo. Se dirigió a la otra puerta.

Se señaló a sí misma y luego al cuarto. Los oficiales del 32E asintieron.

Sachs hizo un giro y cruzó la puerta, preparada para disparar. Los agentes estaban detrás. Quedó paralizada al ver la boca del cañón dirigida a su pecho.

—Dios —murmuró Roland Bell y bajó el arma. Tenía el cabello despeinado y la cara sucia. Dos balas le habían desgarrado la camisa y rayado el blindaje.

Luego Sachs asimiló el terrible espectáculo del suelo.

—Oh, no…

—El edificio está limpio —gritó un patrullero desde el pasillo—. Lo han visto marcharse. Llevaba un uniforme de bombero. Ya se ha ido. Se perdió entre la muchedumbre que está frente a la casa.

Amelia Sachs, volviendo a su papel de criminalista, observó las manchas de sangre, el olor astringente del residuo de los disparos, la silla caída, que podría indicar una pelea y por lo tanto sería un lógico punto de transferencia de restos de pruebas. Los casquillos de bala eran de una pistola automática de 7,62 milímetros.

Observó también la forma en que había caído el cuerpo, que indicaba que la víctima estaba atacando al agresor, aparentemente con una lámpara. Había otras historias que la escena del crimen podía contar, y por tal razón supo que debía ayudar a Percey Clay a ponerse de pie y conducirla lejos del cuerpo de su amigo muerto. Pero Sachs no fue capaz de hacerlo. Todo lo que pudo hacer fue observar a la pequeña mujer de rostro poco agraciado, que acunaba la cabeza ensangrentada de Brit Hale y murmuraba:

—Oh, no, oh, no…

Su rostro era una máscara, impasible, sin lágrimas.

Finalmente Sachs hizo una seña a Roland Bell, quien asió a Percey, llevándola hacia el pasillo, todavía vigilante, todavía apretando su arma.

*****

A ciento veinte metros de la casa de seguridad.

Las luces rojas y azules de docenas de vehículos de emergencias destellaban tratando de encandilarlo pero él miraba a través del telémetro Redfield y se concentraba en la retícula. Examinó en todos los sentidos la zona de muerte.

Stephen se había quitado el uniforme de bombero y estaba vestido nuevamente como un estudiante universitario algo maduro. Recuperó la Model 40 que estaba debajo del tanque de agua, donde la había escondido por la mañana. El arma estaba cargada y bloqueada. Enroscó el portafusil alrededor de su brazo. Ya estaba preparado para matar.

En aquel momento no era la Mujer su objetivo.

Tampoco lo era Jodie, ese pequeño Judas maricón.

Quería disparar contra Lincoln, el Gusano. El hombre que nuevamente se le había anticipado.

¿Quién era? ¿Cuál de los hombres que veía?

Sintió un escalofrío.

Lincoln… Príncipe de los Gusanos.

¿Dónde estás? ¿Estás frente a mí en este instante? ¿Entre la multitud que se apretuja ante el edificio humeante?

¿Sería ese policía grandote que suda como un cerdo?

¿El negro alto y delgado del traje verde? Su aspecto le resultaba familiar. ¿Dónde lo había visto antes?

Un coche sin identificación se detuvo y de él descendieron varios hombres de traje.

Quizá Lincoln era uno de ellos.

La policía pelirroja salió de la casa. Llevaba guantes de látex. ¿Eres del equipo de Escena del Crimen? Bueno, cariño, te haré probar mis balas y mis casquillos, dijo en silencio mientras la retícula del telémetro enfocaba un hermoso blanco, justo en su cuello. Te va a costar conseguir una pista que te lleve a mi fusil.

Calculó que tendría tiempo suficiente para hacer un solo disparo y luego correr al callejón, impulsado por la descarga cerrada que vendría a continuación.

¿Quién eres?

¿Lincoln? ¿Lincoln?

No tenía ni idea.

Luego se abrió la puerta principal y apareció Jodie, que se tambaleó al salir de la casa. Miró a su alrededor, entrecerró los ojos y se apretó contra la pared del edificio.

Tú…

Otra vez la sacudida eléctrica. Aun a aquella distancia.

Stephen movió con facilidad la retícula hasta que enfocó su pecho.

Adelante, soldado, dispara tu arma. Es un objetivo lógico; puede identificarte.

Señor, estoy haciendo los ajustes para conseguir un tiro perfecto.

Stephen aumentó la presión sobre el gatillo.

Jodie…

Te traicionó, soldado. Dis… pára… le.

Sí, señor. Está frío como el hielo. Es carne muerta. Señor, los buitres ya revolotean en torno.

Soldado, el manual de tiro de los marines establece que debes aumentar imperceptiblemente la presión sobre el gatillo de tu Model 40, de manera que no te des cuenta del momento exacto en que tu arma se dispara. ¿Correcto, soldado?

Señor, sí, señor.

Entonces, ¿por qué diablos no lo haces?

Stephen aumentó la presión.

Despacio, despacio…

Pero el fusil no disparó. Levantó la mira hacia la cabeza de Jodie. Y justo en aquel momento el hombrecillo, que había estado escudriñando los techos, le vio.

Había esperado demasiado.

Dispara, soldado. ¡Dispara!

La sombra de una pausa…

Luego Stephen apretó el gatillo como lo haría un muchacho en un campo de tiro para fusiles del 22 en un curso de verano.

Justo cuando Jodie saltó hacia atrás, empujando a los policías, que también cayeron.

¿Cómo mierda erraste ese disparo, soldado? ¡Repite el tiro!

Señor, sí, señor.

Hizo dos disparos más pero Jodie y todos los demás estaban a cubierto o arrastrándose a lo largo de la acera.

Entonces comenzó el tiroteo de respuesta. Primero descargaron una docena de armas, luego otra docena.

La mayoría eran pistolas, pero había también unos H&K, que disparaban con tanta rapidez que semejaban el sonido que hace el motor de un coche sin silenciador.

Las balas acribillaban la torre de agua que estaba detrás de Stephen; caía una lluvia de trozos de ladrillo, hormigón, plomo y casquillos de cobre de los proyectiles, que le hicieron cortes en los antebrazos y el dorso de las manos.

Stephen cayó hacia atrás y se cubrió la cara con las manos. Sintió los cortes y vio caer pequeñas gotas de sangre sobre el tejado cubierto de papel alquitranado.

¿Por qué esperé? ¿Por qué? Podría haber disparado y luego huir.

¿Por qué?

Escuchó el sonido de un helicóptero que se aproximaba al edificio. Más sirenas.

Evacúa, soldado. ¡Evacúa!

Bajó la mirada y vio a Jodie que se ponía a cubierto detrás de un coche. Stephen tiró el Model 40 dentro del estuche, se colgó la mochila por encima del hombro y se deslizó por la escalera de incendios hasta el callejón.

*****

La segunda tragedia.

Percey Clay se dirigió hacia el pasillo. Se había cambiado de ropa. Chocó contra Roland Bell, que la rodeó con sus fuertes brazos.

Dos de tres. Algo muy diferente a la despedida del mecánico o a enfrentarse a problemas con el charter. Se trataba de la muerte de su querido amigo.

Oh, Brit…

Lo vio en el momento de atacar al asesino con los ojos desorbitados y la boca abierta en un grito silencioso. Trató de detenerlo, horrorizado al ver que alguien realmente trataba de matarlo y de matar a Percey. Le pareció que estaba más indignado y que se sentía más traicionado que atemorizado. Tu vida era tan preciosa, le dijo con el pensamiento. Calculabas todos los riesgos. El vuelo invertido a ciento cincuenta metros, los tirabuzones, los picados. A los espectadores les parecía imposible, pero sabías lo que hacías y si alguna vez pensaste que podías morir joven, creíste que sería por un problema en la cola del avión, por haberse obstruido el conducto del combustible o porque un aprendiz de vuelo invadiera tu espacio aéreo.

El gran escritor Ernest K. Gann, especializado en temas de aeronáutica, escribió que el destino es un cazador. Percey siempre había creído que se refería a la naturaleza o a las circunstancias: los caprichosos elementos o los mecanismos defectuosos que conspiraban para hacer caer a tierra los aviones. Pero el destino era algo más complicado. El destino era tan complicado como la mente humana. Tan complicado como el mal.

Las tragedias llegan de tres en tres… ¿Y cuál sería la siguiente? ¿Su propia muerte? ¿La de la Compañía? ¿La de otra persona?

Mientras se acurrucaba contra Ronald Bell, tembló de cólera por las coincidencias. Evocó el momento en que ella, Ed y Hale, aturdidos por la falta de sueño, iluminados por las luces del hangar, estaban alrededor del Learjet Charlie Juliet, deseando con desesperación obtener el contrato de U.S. Medical; tiritaban en la húmeda noche mientras trataban de imaginar la mejor manera de equipar al avión para la tarea.

Era muy tarde y la noche, brumosa. El aeropuerto estaba desierto y oscuro. Como en la escena final de Casablanca.

Escucharon un ruido de frenos y miraron al exterior.

Había un hombre que arrastraba por la pista enormes bolsas de lona, después de sacarlas del coche. Las tiró al interior de un Beachcraft y puso en marcha el aparato. Oyeron el sonido particular del motor a pistones que arrancaba.

Recordó que Ed murmuró, incrédulo:

—¿Qué está haciendo? El aeropuerto está cerrado.

El destino.

Que estuvieran allí aquella noche.

Que Phillip Hansen hubiera elegido aquel preciso momento para liberarse de las pruebas que le inculpaban.

Que Hansen fuera un hombre capaz de matar para mantener en secreto su vuelo.

El destino…

Asustada, pegó un brinco: alguien golpeaba a la puerta de la casa de seguridad.

Dos hombres se encontraban en el umbral. Bell los reconoció. Eran policías de la División de Protección de Testigos.

—Estamos aquí para llevarla a las instalaciones de Shoreham, en Long Island, señora Clay.

—No, no —dijo Percey—. Debe haber un error. Tengo que ir al aeropuerto Mamaroneck.

—Percey… —empezó Roland Bell.

—Tengo que ir.

—No sé nada de eso, señora —dijo uno de los oficiales—. Tengo órdenes de llevarla a Shoreham y mantenerla en custodia protegida hasta su testimonio ante el gran jurado el lunes.

—No, no, no. Llamad a Lincoln Rhyme. Él está al tanto de todo.

—Bueno… —Uno de los oficiales miró al otro.

—Por favor —dijo Percey—. Llamadlo. Él os lo dirá.

—En realidad, señora Clay, fue Lincoln Rhyme quien ordenó su traslado. Venga con nosotros, por favor. No se preocupe. La cuidaremos bien, señora.